viernes, 29 de noviembre de 2013

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada”


(Domingo I - TA - Ciclo A – 2013 – 14)
         “Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada” (Mt 24, 37-44). Con el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo Año Litúrgico, en el cual se repetirán las fiestas y solemnidades de los años anteriores. Esto lleva a preguntarnos el porqué de este obrar de la Iglesia, y podríamos decir que la Iglesia ejerce de esta manera una función pedagógica y catequética, del mismo modo a como sucede en el proceso de enseñanza y aprendizaje entre los seres humanos. Es decir, así como la escuela repite sus contenidos uno y otra vez –un proverbio dice: “La repetición es la madre de todo saber”-, así también la Iglesia, repite uno y otro año su contenido. De esta manera, la Iglesia se asegura que las nuevas generaciones aprendan el contenido de su doctrina, al tiempo que ayuda a fijarlos todavía más a quienes ya lo conocen.
         Sin embargo, el hecho de que la Iglesia obre de esta manera no se explica por un mero intento pedagógico; no se trata de la aplicación de un método pedagógico para sus catecúmenos y fieles, puesto que hay algo más profundo, mucho más profundo, y es el hecho de que, por medio del Año Litúrgico y por medio de la liturgia, la Iglesia actualiza para nosotros el misterio salvífico de la Redención de Jesucristo. A través de la liturgia, la Iglesia se une a Cristo, Dios eterno, para recibir de Él los frutos de su sacrificio redentor en la Cruz. Éste es el sentido de la repetición de los contenidos litúrgicos: no es simplemente “recordar” hechos de la vida de Jesús; no se trata de un mero ejercicio de la memoria, por piadoso que pueda parecer; se trata de una verdadera unión, en el tiempo, para los hombres que vivimos en este siglo XXI, con el Dios eterno que, hace veintiún siglos, se encarnó y sufrió la muerte de Cruz para salvarnos; se trata de la unión vital –en el sentido literal de la palabra- de la Iglesia y de los bautizados, con el Dios Viviente, Fuente de toda vida, a través de la celebración, por la liturgia, de los misterios de la Vida de Cristo, misterios que son fuente de vida eterna para la Iglesia y las almas. Es tan cierto este último aspecto, que la Iglesia reciba de Cristo su vida, que si la Iglesia no celebrara la liturgia, moriría instantáneamente. Por medio de la liturgia y por medio del ciclo litúrgico, la Iglesia recibe la vida eterna de su Rey y Señor, Cristo Dios, que se encarnó en el tiempo, sufrió la Pasión, resucitó, y como Hombre-Dios y Esposo celestial de la Iglesia Esposa, le comunica de su vida divina. Éste es el sentido último de porqué la Iglesia repite, año a año, el ciclo litúrgico, y porqué celebra la liturgia sacramental.
         Ahora bien, con relación al tiempo de Adviento, hay que decir que la Iglesia se coloca en una posición de expectación, de espera del Mesías prometido. Por el tiempo litúrgico de Adviento, la Iglesia participa del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo desde la perspectiva, podríamos decir, del Antiguo Testamento, en el sentido de que espera el Nacimiento de su Mesías, que no es, obviamente, un nuevo nacimiento, sino la renovación, actuación y actualización del misterio del Nacimiento por medio de la liturgia. 
         Es esto lo que explica el tenor de las lecturas que hablan de la llegada del Mesías: son seleccionadas para que el pueblo cristiano se prepare a recibir espiritualmente a su Mesías que viene, en el cumplimiento de las profecías, como un Niño que nace de una Madre Virgen. Y puesto que el mundo se encuentra en tinieblas como consecuencia del mal y del pecado en el corazón del hombre, el tiempo de Adviento es tiempo de penitencia, mediante la cual se busca la purificación del corazón para poder recibir a Dios Niño con un corazón puro. Pero también es un tiempo de alegría, causada por la llegada del Mesías, quien habrá de derrotar a las “tinieblas de muerte” en las que vive inmerso el hombre, con su propia luz, la luz de la divinidad, desde el momento en que el Mesías es Dios y “Dios es luz” viva que comunica la vida eterna a quien ilumina; la alegría por la llegada del Mesías como Niño Dios, se refleja en el tercer Domingo de Adviento, en el que el color morado, propio de la penitencia, es reemplazado por el color rosado, símbolo de la alegría.
          Para vivir el tiempo de Adviento, en el espíritu de la liturgia de la Iglesia, y en el sentido mismo en el que lo vive la Iglesia, es necesario entonces meditar acerca de la realidad de las “tinieblas de muerte” que envuelven a los hombres; es necesario tomar conciencia acerca de la pavorosa realidad de un mundo como el nuestro, un mundo que desea vivir sin Dios y su Amor y que por lo tanto, día a día, se sumerge en la oscuridad más completa. Sólo de esta manera, podrá el corazón alegrarse ante la llegada del Mesías, Dios Niño, para Navidad, porque Él derrotará para siempre a las tinieblas, es decir, al pecado, al error, a los ángeles caídos, al ofrecerse a sí mismo como Víctima propiciatoria en el Santo Sacrificio de la Cruz y al renovarlo incruentamente en la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar.
De esta manera, aun viviendo en las tinieblas, el alma fiel espera con ansias a su Redentor, que vendrá para Navidad como un Niño, sin dejar de ser Dios. Penitencia –porque vivimos en un mundo en tinieblas y todavía no estamos en el cielo-, oración –porque la oración es alma lo que la respiración y el alimento, porque así el alma se alimenta del Amor de Dios-, ayuno –porque es una forma de orar con el cuerpo y poner la esperanza en la vida eterna-, obras de misericordia –porque el Amor recibido de Dios en la oración debe ser comunicado al prójimo con obras más que con palabras- y alegría –alegría profunda, espiritual, en el corazón por la llegada del Mesías-, es lo que debe caracterizar al cristiano en Adviento. 

jueves, 28 de noviembre de 2013

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”


“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 29-33). Aunque el mundo en el que vivimos en este siglo XXI -neo-pagano, materialista, hedonista, relativista-, parece haber decretado tanto la muerte de Dios como de Cristo, su Mesías, al fin de los tiempos se verá que las palabras de Jesús eran verdaderas: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
Este mundo, tal como lo conocemos, tomado en sus dos acepciones, tanto en el sentido de creación como de construcción pecaminosa del hombre, desaparecerá, porque tiene que hacerlo para dar paso a “los cielos nuevos y la tierra nueva” prometidos en la Escritura.
El mundo, con toda su carga de malicia, de mundanidad y de pecado, debe desaparecer indefectiblemente, para dar paso a un mundo nuevo, regenerado por la gracia divina. El hombre ha demostrado que sin Dios, solo construye una catástrofe social, porque las leyes contrarias a la naturaleza humana, con las cuales el hombre pretende construirse su falso paraíso terrenal, solo le provocan angustia, dolor y muerte.
Parecerían ser nuestros días los días en los que el hombre, llevado por su ceguera y su necedad, ha conseguido construir un mundo sin Dios, un mundo al que él le llama “feliz”, porque los Mandamientos de Dios han sido suplantados por los mandamientos del hombre y la Voluntad de Dios ha sido suplantada por la voluntad del hombre. El hombre cree que puede legislar contra la naturaleza y por eso aprueba por ley toda clase de aberraciones: eutanasia, eutanasia infantil, aborto, fertilización in vitro, familias y matrimonios alternativos, consumo de drogas.

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Pero cuando el hombre crea que es él quien ha triunfado con su malicia, Dios intervendrá en la historia humana de modo visible, haciendo desaparecer el mundo de perversión construido por la malicia humana. En ese momento, darán inicio los cielos nuevos y la tierra nueva prometidos en el Apocalipsis, en donde ya no existirá más el mal ni la perversión, sino que será Dios Uno y Trino, el Dios que es Amor, quien reinará en todo y en todos.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”


“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria” (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de dos hechos futuros, uno que es contemporáneo a sus discípulos, y otro que sucederá al fin de los tiempos: el primero es el asedio y ruina de Jerusalén, que marcará el inicio del “tiempo de los gentiles”, o también los Últimos Tiempos, que se prolongarán hasta su Segunda Venida, y el segundo es el de su Segunda Venida, la cual estará precedida por “grandes señales en el sol, la luna y las estrellas” y en la tierra habrá “gran ansiedad” porque “las potencias de los cielos serán conmovidas”.
Jerusalén asediada por ejércitos será la señal para que los discípulos puedan huir de la ciudad, porque éste es el castigo decretado por Dios y no se puede escapar de él[1]. Según esta profecía, Jerusalén y el templo serán destruidos, en castigo de la resistencia de Israel al Espíritu Santo y de su repudio de Jesús (Hch 7, 44-53)[2]. Teniendo en cuenta esta profecía, los cristianos se retiraron de la Ciudad Santa, al otro lado del río Jordán.
Ahora bien, el hecho de que Jesús hable del “tiempo de los paganos”, separa este acontecimiento, la ruina de Jerusalén, de la consumación final, su Segunda Venida. Este “tiempo de los paganos” tiene todavía que cumplirse y finalizará con la conversión de Israel (Rm 11, 24) y el advenimiento del Supremo Juez (Ez 30, 3; 1 Cor 11, 26; Jn 19, 37).
Los dos acontecimientos tienen relación con nuestra vida espiritual porque la Jerusalén terrestre es figura de la Jerusalén celestial, la Iglesia, Esposa del Cordero, que es llamada por lo mismo “Nueva Jerusalén”, la cual pasa a ser depositaria de las promesas desde el momento mismo en que se cumple la destrucción profetizada por Jesús. En otras palabras, los cristianos, como integrantes de la Nueva Jerusalén, somos los depositarios de las promesas mesiánicas que antes pertenecían a la Jerusalén terrestre. Pero por el mismo motivo por el cual, como Iglesia Militante, somos partícipes de la Nueva Jerusalén, también quedamos comprendidos en la persecución que se anuncia en el Apocalipsis (11, 2) y en el Catecismo en su número 675: “La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”.
Es por esto que la recomendación de Jesús –la de estar atentos a las señales de los tiempos así como de erguir la cabeza porque la liberación está cerca-, más sus llamados insistentes a la vigilancia (Mc 13, 37), muestra que la prudencia cristiana no está en desentenderse de estos grandes misterios (1 Tes 5, 20), sino en prestar la debida atención a las señales que Él nos anticipa, tanto más cuanto que su Segunda Venida puede sorprendernos en un instante, puesto que es menos previsible que el momento de la muerte y puesto que “nadie sabe ni el día ni la hora”.
“Verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”. Jesús nos advierte que nosotros, como miembros integrantes de la Nueva Jerusalén, debemos estar atentos a las señales de los tiempos, para que cuando llegue el momento de su Segunda Venida, seamos encontrados “despiertos y vigilantes”, es decir, en estado de gracia. Si esto hacemos, entraremos en la patria definitiva de todos los rescatados por la Sangre del Cordero: “Jerusalén, ciudad del cielo, feliz visión de paz” (Himno de la dedicación de las iglesias)[3].




[1] Cfr. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 639-640.
[2] Cfr. X.- León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1993, Biblioteca Herder, voz “Jerusalén”, 438.
[3] Cfr. Dufour, ibidem, 439.

lunes, 25 de noviembre de 2013

“Muchos dirán: ‘Soy yo’. No los sigan”


“Muchos dirán: ‘Soy yo’. No los sigan” (Lc 21, 5-11). Una de las señales que precederán a la Segunda Venida de Jesucristo, serán los falsos mesías, aquellos que se presentarán auto-proclamándose como falsos cristos. Estos falsos mesías existieron ya desde los primeros tiempos del cristianismo, pero es en nuestros tiempos, en la actualidad, en donde han proliferado como nunca antes en la historia de la Iglesia.
Muchos de estos falsos mesías -sino todos- son fundadores de sectas y por lo general se trata de sectas que profesan un misticismo oriental, aunque también existen numerosos fundadores de sectas originadas en Occidente. Algunos ejemplos de fundadores de sectas de religiosidad oriental que se auto-proclaman el Mesías: Sai Baba -se consideraba a sí mismo como la "encarnación de la divinidad en la tierra"-, Sri Sri Ravi Shankar -quien también se considera encarnación de la divinidad, porque "Sri" significa "Señor"-, Sung Myung Moon -se consideraba a sí mismo como el mesías-, Osho… A su vez, algunos de los falsos mesías occidentales son, por ejemplo: Jim Jones –llevó a la muerte a casi mil personas-, David Koresh -también autoproclamado mesías, murió junto a setenta y cinco seguidores en un confuso episodio en Waco, Texas-, Charles Manson, Marshall Applewhite –fundador de la secta “Puerta del cielo”, por medio de la cual se suicidaron casi cuarenta personas, creyendo que con el suicidio alcanzarían al cometa Halley y pasarían a un nivel de humanidad superior-, Ron Hubbard, fundador de la secta Cienciología, y así muchísimos otros más. 
Todos los fundadores de sectas, tanto orientales como occidentales, se presentan diciendo: “Soy yo, el Mesías”, con lo cual se cumple la profecía de Jesús de que "antes del fin" muchos se atribuirían falsamente para sí mismos el título de "mesías". Es para estos falsos cristos la advertencia de Jesús de que no debemos seguirlos.
Ahora bien, estos mesías falsos son sumamente fáciles de ser reconocidos, cuando se les aplica la regla evangélica de Nuestro Señor Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”. Los frutos de estos sectarios auto-proclamados como mesías, son la destrucción de las personas y la muerte.
Pero la advertencia de Jesús va dirigida sobre todo a un pseudo-mesías, que habrá de aparecer y manifestarse no como un fundador de secta de estilo oriental u occidental, sino como un Anticristo surgido en el seno mismo de la Iglesia, hecho que "sacudirá la fe" de muchos bautizados. Así lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 675: "Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes". Los falsos mesías no constituyen esta prueba, evidentemente, debido a que estos se presentan con doctrinas falsas, absolutamente contrarias a la Verdad revelada de Jesucristo y custodiada y explicitada por el Magisterio de la Iglesia Católica.
El que "sacudirá la fe" será en cambio este falso mesías que logrará engañar a muchos dentro de la misma Iglesia porque no será reconocido en lo inmediato, puesto que su engaño será mucho más sutil e insidioso y muy difícil de detectar y reconocer; será un anti-cristo que, presentándose como Cristo, reemplazará la adoración del Dios verdadero por la adoración del hombre; creará una Iglesia “humanista” en donde toda la perversión de la anti-natura estará justificada, partiendo de la falsa premisa de que Dios es misericordioso y que por lo mismo, no castiga a nadie. Esta falsa Iglesia humanista, la del Anticristo –llevará el nombre de “Católica” pero no será católica- justificará las peores aberraciones y pecados al prometer un paraíso terrenal y al negar la existencia del Infierno. 
En esta Iglesia, el hombre adaptará los Mandamientos, la Doctrina, los Dogmas y los Sacramentos a su propia humanidad, con lo cual se glorificará a sí mismo, desplazando a Dios Trino y dejándole de dar la adoración debida a Él y al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Es esto lo que da a entender el citado párrafo del Catecismo: “La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”. El falso mesías, proclamándose el Cristo, dará una "solución aparente" a los problemas del hombre, al precio de la "apostasía de la verdad": todo estará permitido en nombre de la humanidad y de un Dios misericordioso que no castiga a nadie.
“Muchos dirán: ‘Soy yo’. No los sigan” (Lc 21, 5-11). No sabemos cuándo sucederá esto, la manifestación del Anticristo y la sucesiva "prueba final en la fe" que "sacudirá la fe de los creyentes", pero no es importante saber el “cuándo”, sino saber el “cómo” nos mantendremos fieles al Verdadero y Único Cristo: oración, estado de gracia, comunión frecuente, fidelidad al Santo Padre y al Magisterio de la Iglesia Católica, y la petición insistente y confiada a la Virgen de la gracia de la perseverancia final en la fe y en las buenas obras. Si esto hacemos, estaremos asistidos por el Espíritu Santo, que nos hará exclamar, desde lo más profundo del corazón: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


(Ciclo C – 2013)
         La Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, pero esta celebración no se debe a un mero título honorífico: Jesús es Rey por derecho y por conquista: es rey por derecho, por su condición divina, ya que es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y es rey por conquista, porque en cuanto Hombre-Dios realiza el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio mediante el cual conquista para Dios Padre a toda la humanidad, condenada a la muerte eterna a causa del pecado original, rescatándola de la esclavitud del pecado y del demonio y abriendo para todos los hombres las puertas del Reino de los cielos.
         Jesús es Rey desde su generación eterna en el seno de Dios Padre, y su reyecía se debe a que posee el Ser divino trinitario, el mismo de Dios Padre y de Dios Espíritu Santo, y posee también la misma naturaleza divina que las Personas divinas del Padre y del Espíritu Santo. Jesús es rey desde la eternidad por ser Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y por eso es Rey de los ángeles, porque Él su Creador, en cuanto Dios, y por eso los ángeles lo adoran en el cielo y se postran ante su Presencia, porque Él es el Cordero de Dios. Y aunque los ángeles caídos ya no lo pueden adorar, ni lo podrán adorar jamás, porque por libre decisión se vieron privados de su visión, le temen y tiemblan de terror ante su solo Nombre, e incluso en el infierno los ángeles rebeldes, aunque no adoren a Jesús como a su Rey, sí lo glorifican en cuanto Dios, porque la eterna condenación de los ángeles rebeldes es la prueba de que es Dios y Rey omnipotente, cuya Justicia es infinita.
         Jesús es Rey en la Encarnación y en el Nacimiento virginal de María Virgen, y por eso lo adoran los pastores en Belén, al nacer virginalmente de María Santísima, cuando se manifiesta ante el mundo como el Niño Dios; los pastores lo adoran y se postran ante el Niño Dios, porque lo reconocen como a su Rey y Señor, que viene a este mundo como un Niño pero es Dios encarnado, que se manifiesta como Niño sin dejar de ser Dios, y así como hacen los pastores, así deben adorar a Dios Niño todos los hombres de buena voluntad, porque ese Niño Dios es el Rey del Universo.
         Jesús es Rey en la Pasión y en la Cruz, y por eso los soldados romanos, aun sin saber lo que hacen, y aun cuando lo hagan sacrílegamente, se arrodillan ante su Presencia en la Pasión y lo saludan como se saluda al emperador, diciéndole: “Salve, Rey de los judíos”. Jesús es Rey en la Cruz, pero su corona no es de oro y plata, ni tiene piedras preciosas, como las coronas de los reyes terrenos, sino que su corona real está formada por gruesas y afiladas espinas que perforan su cuero cabelludo, haciendo brotar ríos de Sangre que bañan sus ojos, sus oídos, su nariz, su boca, su rostro, para santificar nuestros sentidos y nuestras almas; Jesús es Rey en la Cruz, pero su vestimenta no es un manto de púrpura y armiño, de seda delicada y lino purísimo, sino que su manto es de color rojo escarlata, porque el manto real de Jesús está formado por su Sangre Preciosísima, que brota de sus heridas abiertas y cubre su Sacratísimo Cuerpo, y es esta Sangre, que cae sobre nosotros, la que nos quita nuestros pecados en la confesión sacramental; Jesús es Rey en la Cruz, y como todo rey tiene un cetro, pero su cetro no es de marfil, como los de los reyes terrenos, sino que está formado por los tres clavos de hierro que atraviesan sus manos y sus pies provocándole desgarradoras heridas, heridas que Jesús las ofrece al Padre en reparación por nuestras malas obras hechas con nuestras manos, y por los malos pasos dados con nuestros pies, pasos dados en dirección contraria a la Voluntad de Dios; Jesús es Rey en la Cruz, y como rey, tiene un trono, pero este trono no tiene un mullido y cómodo almohadón, como los de los reyes de la tierra, porque su trono es el madero de la Cruz, madero desde el cual Nuestro Rey distribuye el tesoro de valor inestimable, el Amor de su Sagrado Corazón traspasado. Jesús es Rey en la Cruz y por eso la Iglesia lo adora en la Cruz y adora la Cruz, empapada en la Sangre de su Rey.
         Jesús es Rey en la Eucaristía y allí en la Eucaristía es Rey de Amor, Rey de Misericordia infinita; en la Eucaristía, Jesús es Rey misericordioso, que permanece en el Sagrario, Prisión de Amor, para donarnos su Bondad y su Ternura, su Amor infinito, su Misericordia Divina; en el sagrario, Jesús nos espera pacientemente, hora tras hora, día tras día, y nos sigue esperando a pesar de nuestros abandonos, de nuestras indiferencias, de nuestras ingratitudes; Jesús nos espera en el sagrario para darnos su Amor y su Misericordia, porque en la Eucaristía es Rey de Misericordia, pero nosotros preferimos nuestros pasatiempos y nuestras ocupaciones antes que venir a adorar a nuestro Rey en el sagrario. Jesús en la Eucaristía es Rey Misericordioso porque si se queda en el sagrario, no es por obligación sino por Amor; está en el sagrario día y noche con un solo objetivo, darnos su Amor, pero para hacerlo, necesita que nos acerquemos y lo adoremos; Jesús en la Eucaristía es Rey de Misericordia, que espera nuestra visita y nuestra adoración pero los cristianos, aturdidos por el ruido del mundo, nos dejamos atraer por los falsos dioses y nos inclinamos ante estos dioses y los adoramos, en vez de adorarlo a Él en la Hostia consagrada. Jesús en el sagrario es Rey, pero es un Rey que día y noche se queda solo, sin compañía, porque quienes deberían adorarlo están muy ocupados en las cosas del mundo.
         Jesús es Rey en el Juicio Final, en el Último Día y ese día vendrá, no como Dios Misericordioso, sino como Justo Juez y vendrá a dar a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras realizadas libremente: a los que obraron el bien, les dará como premio el Reino de los cielos; a los que obraron el mal y no se arrepintieron, muriendo impenitentes, les dará lo que pidieron con sus malas obras, les dará el Reino de las tinieblas, en donde tendrán la horrible y tenebrosa compañía, para siempre, del Rey de las tinieblas, Satanás. Jesús es Dios Misericordioso y su Misericordia no tiene límites, al punto de donarse Él mismo como alimento en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que es Amor Puro y Eterno, pero su Divinidad también es Justicia infinita y perfecta, porque si no fuera Justo, no sería Dios, y es por esta Justicia Divina que es Él mismo, que no puede dejar de dar a cada uno lo que cada uno merece: a los buenos, el cielo, a los malos, el infierno. Es un error pensar que Jesús, porque es misericordioso, no es al mismo tiempo justo; precisamente, porque es Rey de Misericordia, es también Rey de Justicia y dará en el Último Día a cada uno lo que cada uno libremente eligió.
Celebramos entonces la Solemnidad de Cristo Rey y así cerramos el Año Litúrgico, para dar comienzo luego al nuevo Año que inicia con el Tiempo de Adviento, pero la celebración litúrgica no es un mero recordatorio ni es un rito vacío: por medio de la liturgia, la Santa Madre Iglesia, a la par que actualiza el misterio de Cristo, Dios y Rey, nos advierte y recuerda que cada día que pasa -cada hora, cada minuto, cada segundo- es un día menos que nos separa de nuestro encuentro personal con Cristo; cada día que pasa nos dirigimos al encuentro con nuestro Rey; cada día que pasa, estamos más cerca del día de nuestra muerte, día en el que nos encontraremos cara a cara con Jesús, Rey de Misericordia y Rey de Justicia, y para que no pasemos a la eternidad por su Justicia, sino por su Misericordia, la Iglesia nos recuerda y nos pide que seamos misericordiosos con nuestros hermanos, para recibir la misericordia de Nuestro Rey en el Último Día.

jueves, 21 de noviembre de 2013

“Al ver la ciudad (de Jerusalén) Jesús se puso a llorar por ella”


“Al ver la ciudad (de Jerusalén) Jesús se puso a llorar por ella” (Lc 19, 41-44). El llanto de Jesús se debe a que, debido a su condición de Hombre-Dios, es omnisciente y en su omnisciencia ve cómo Jerusalén rechazará al Mesías enviado por Dios y ve cómo será arrasada por sus enemigos, como consecuencia de este rechazo. Dios la dejará librada a sus enemigos, quienes la sitiarán, le prenderán fuego y la arrasarán, no dejando en ella “piedra sobre piedra”. De esta manera, Jesús profetiza el futuro de Jerusalén, un futuro de tristeza y dolor, de llanto y de amargura, que le sobrevienen a la ciudad por no haber “sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios”: Jerusalén no ha reconocido en Jesús al Mesías Salvador, Portador de la paz de Dios y ahora deberá sufrir la guerra que le hacen los hombres; no tendrá piedad ni misericordia para con el Cordero de Dios y lo crucificará en las afueras de la ciudad, y por lo tanto sus enemigos tampoco tendrán piedad de ella, sitiándola para luego ingresar hasta el centro mismo de la ciudad, arrasándola a sangre y fuego y derribando sus muros hasta el suelo.
Pero el Evangelio tiene además otra lectura, porque Jerusalén es figura del alma y esto quiere decir que el lamento de Jesús por la ruina de Jerusalén, es también el lamento de Dios ante la ruina del alma en pecado. El pecado es al alma lo que la guerra, el fuego y la espada es a Jerusalén: así como Jerusalén queda en ruinas, con sus muros arrasados hasta el suelo y con sus restos humeantes por la acción del fuego, así el pecado deja al alma sin la gracia de Dios, arrasada por el mal, desolada y presa de los ángeles caídos.
“Al ver la ciudad (de Jerusalén) Jesús se puso a llorar por ella”. El llanto de Jesús por Jerusalén debe conducirnos a reforzar nuestro propósito de conservar y aumentar el estado de gracia, para que Jesús nunca tenga que llorar por la ruina de nuestras almas, y esto se consigue con la meditación frecuente de la Pasión de Jesús, con la oración, la confesión sacramental, la comunión eucarística, el ayuno, la limosna –“La caridad cubre una multitud de pecados”[1]- y las obras de misericordia corporales y espirituales.



[1] 1 Pe 4, 8.

martes, 19 de noviembre de 2013

“Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores…"


“Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores… (Lc 19, 11-28). En este Evangelio, Jesús nos narra la parábola de un rey –un hombre noble que es investido rey- que da cien monedas de plata[1] a tres servidores, esperando que estos, a su vez, le devuelvan el importe con creces. El primer servidor le devuelve diez veces más de lo que recibió y recibe en recompensa el gobierno de diez ciudades; el segundo servidor le devuelve cinco veces más de lo que recibió, y recibe en recompensa el gobierno de cinco ciudades; por último, el tercer servidor le devuelve las cien monedas de plata porque no las hizo producir “porque tuvo miedo de su señor” y en respuesta el rey, indignado, ordena que le sean quitadas las cien monedas.
         Se trata de una versión de la parábola de los talentos, representados estos en las monedas de plata. A su vez, cada uno de los elementos de la parábola tiene un significado sobrenatural: el rey que da las monedas de plata es Jesús; los sirvientes somos nosotros; el momento en que el rey pide cuentas a sus servidores es el momento de nuestra muerte, en donde quedan al descubierto nuestras obras, buenas o malas; las ciudades que el rey da en recompensa, representan el Reino de los cielos; las monedas de plata son los dones que Dios nos dio, y es aquí en donde debemos detenernos a reflexionar, porque cada uno de nosotros, por el solo hecho de ser cristianos, hemos recibido dones celestiales de un valor infinitamente superior a no solo cien, sino cientos de miles de millones de monedas de plata. Basta pensar solamente en el bautismo sacramental, por medio del cual hemos sido adoptados como hijos por parte de Dios al recibir la filiación divina, y hemos sido convertidos en hermanos de Cristo y en herederos del Reino celestial. A esto le debemos agregar muchos otros dones más, pero para no hacer la lista interminable, pensemos en el don de la Eucaristía: en cada comunión eucarística, Dios Padre nos da todo lo que tiene y lo que más ama, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y Jesús a su vez, una vez en el alma, nos dona a Dios Espíritu Santo, convirtiendo cada comunión en un mini-Pentecostés, por el cual el Amor de Dios quiere incendiar al alma en el Fuego del Amor Divino.
         “Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores…”. Nosotros no hemos recibido cien monedas de plata, pero hemos recibido dones espirituales y sobrenaturales de valor incalculable, y por esto mismo debemos recordar las palabras de Jesús: “Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho”. Esto significa que si el rey de la parábola pidió a sus servidores el fruto de las monedas, mucho más nos pedirá el Hombre-Dios Jesucristo el fruto de los dones recibidos de sus manos: Dios nos pedirá cuentas del Amor suyo recibido en el Bautismo, en la Confirmación, en la Comunión Eucarística; nos pedirá cuentas de si hicimos fructificar ese Amor celestial, nos preguntará si dimos misericordia y amor a nuestros hermanos, o si nuestras comuniones y todos sus dones fueron en vano.
        




[1] Las cien monedas de plata equivaldrían a un poco más de cinco mil euros, según un cálculo estimativo: “En función del peso en plata, el valor de 30 denarios de plata a día de hoy sería el equivalente a 117 gramos de plata. El precio de la plata en el mercado de metales preciosos oscila entre los 450 euros/kg y los 540 euros/kg, según las tablas de cotizaciones de Londres. En este sentido, basándonos sólo en el peso del metal, 30 denarios de plata equivalen aproximadamente a 60 euros, tomando como referencia un peso de 117 gramos en plata. No obstante, si extrapolamos a la equivalencia de salarios; comparando el salario medio del imperio romano con el salario medio de la actualidad, los 30 denarios de plata serían el equivalente a una nómina media de nuestra sociedad. Este valor se podría fijar aproximadamente en unos 1.500 euros el equivalente a los 30 denarios de plata” (cfr. http://amen-amen.net/de-la-biblia/biblia/%C2%BFcuanto-valen-hoy-las-30-monedas-de-plata-que-recibio-judas/). Según esto, el primer servidor devolvió quinientos mil euros y el segundo, doscientos cincuenta mil. Como sea, el premio dado a estos servidores –diez ciudades a uno y cinco ciudades a otro- es exorbitante y supera ampliamente el valor de las monedas de plata hechas fructificar por los servidores.

“Quiero alojarme en tu casa”


“Quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le pide a Zaqueo “alojarse en su casa”. A los ojos de los demás, el pedido de Jesús provoca escándalo, porque Zaqueo es conocido por su condición de pecador, es decir, de alguien que obra el mal y puesto que el mal y el bien son antagónicos e irreconciliables, un hombre santo, como Jesús, no puede entrar en casa de un pecador, como Zaqueo, so pena de “contaminarse”. Esto llevaba a los fariseos, quienes se consideraban a sí mismos “santos y puros”, a no hablar siquiera con aquellos considerados pecadores, para no “contaminarse” de su mal, y es lo que justifica el escándalo que les produce el deseo de Jesús de querer alojarse en casa de Zaqueo.
Pero Jesús es Dios y por lo tanto, no se cree puro y santo como los fariseos, sino que Es Puro y Santo, por ser Él Dios de infinita majestad y perfección. Esta es la razón por la cual el corazón pecador que se abre ante su Presencia, ve destruido el pecado que lo endurecía, al tiempo que lo invade la gracia que lo convierte en un nuevo ser. Jesús no solo no teme “contaminarse” con el pecado, sino que Él lo destruye con su poder divino y lo destruye allí donde anida, el corazón del hombre. Sin embargo, la condición indispensable –exigida por la dignidad de la naturaleza humana, que es libre porque creada a imagen y semejanza de Dios, que es libre-, para que Jesús obre con su gracia, destruyendo el pecado en el corazón humano y convirtiéndolo en una imagen y semejanza del suyo por la acción de la gracia, es que el hombre lo pida y desee libremente este obrar de Jesús. Y esto es lo que hace Zaqueo, precisamente, puesto que demuestra el deseo de ver a Jesús subiéndose a un árbol primero y aceptando gustoso el pedido de Jesús de alojarse en su casa.
El fruto de la acción de la gracia de Jesús en Zaqueo –esto es, la conversión del corazón-, se pone de manifiesto en la decisión de Zaqueo de “dar la mitad de sus bienes a los pobres” y de “dar cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera. Esto nos demuestra que el encuentro personal con Jesús, encuentro en el cual el alma responde con amor y con obras al Amor de Dios encarnado en Jesús, no deja nunca a la persona con las manos vacías: todo lo contrario, la deja infinitamente más rica que antes del encuentro, aunque parezca una paradoja, porque si bien Zaqueo renuncia a sus bienes materiales, adquiere la riqueza de valor inestimable que es la gracia de Jesús, la cual transforma su corazón de pecador, de endurecido que era, en un corazón que late al ritmo del Amor Divino.

“Quiero alojarme en tu casa”. Lo mismo que Jesús le dice a Zaqueo, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, porque Él quiere alojarse en nuestra casa, en nuestra alma, para hacer de nuestros corazones un altar, un sagrario, en donde Él more y sea amado y adorado noche y día. Al donársenos en Persona en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, Jesús nos da una muestra de amor infinitamente más grande que la que le dio a Zaqueo, porque Jesús entró en la casa material de Zaqueo, pero no en su alma, y no se le dio como Alimento celestial, como sí lo hace con nosotros. Considerando esto, debemos preguntarnos si, al Amor infinito, eterno e inagotable del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús -demostrado y donado sin límites en cada comunión eucarística-, respondemos, al menos mínimamente, como Zaqueo. ¿Estamos dispuestos a dar “la mitad de nuestros bienes” a los pobres? ¿Estamos dispuestos a dar “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicados, sea material o espiritualmente? Si no estamos dispuestos a esto, es que nuestro corazón, a pesar de entrar Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, por la comunión eucarística, no ha permitido ser transformado por la gracia santificante. Y si esto es así, debemos pedir a San Zaqueo que interceda por nosotros, para que tengamos al menos una ínfima parte de ese amor de correspondencia con el que él amó a Jesús. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

“Señor, que yo vea otra vez”


“Señor, que yo vea otra vez” (Lc 18, 35-43). Un ciego, que se encuentra a la vera del camino, escucha que Jesús está pasando y comienza a gritar con todas sus fuerzas para atraer su atención. Luego de insistir, a pesar de que los discípulos de Jesús lo hacían callar, logra su cometido, pues Jesús se entera de su presencia y lo hace traer ante Él. Una vez delante de él Jesús le pregunta “qué es lo que quiere que haga por él” y el ciego le responde que desea ver “otra vez”. Jesús le concede lo que quiere y el ciego comienza a ver nuevamente.
Este episodio posee una sobreabundante riqueza espiritual porque nos muestra a Jesús que, como Hombre-Dios, ejerce su omnipotencia divina en favor de la humanidad, enferma a causa de la herida del pecado original y representado en el ciego del camino. Con sólo quererlo Jesús, el ciego vuelve a ver –no es ciego de nacimiento, evidentemente-, lo cual es una muestra –ínfima, pero muestra al fin-, de la inconmensurable potencia divina del Hombre-Dios. Sin embargo, no radica aquí el valor más preciado de este episodio del Evangelio, puesto que la curación física es una figura de la curación espiritual que Jesús obra en el alma y Jesús obra –y quiere obrar- en el alma portentos mucho más grandiosos que una simple curación corporal.
Precisamente, la ceguera corporal, curada por Jesús, es una figura de la ceguera espiritual, por lo que en ese ciego podemos vernos nosotros, que también estamos ciegos espiritualmente como consecuencia del pecado, pero también estamos ciegos espiritualmente en relación al misterio de Dios Uno y Trino, porque el misterio de la Santísima Trinidad es impenetrable a los ojos de la creatura, sea el hombre o el ángel, y solo la gracia divina, surgida de ese mismo Dios Trino, puede conceder a la creatura racional la luz necesaria para contemplarla.

“Señor, que yo vea otra vez”. También nosotros, como el ciego del camino, debemos pedir a Cristo Jesús que nos cure nuestra ceguera espiritual y para ello debemos hacer lo que hizo el ciego del camino, llamando a Jesús con los gritos del corazón. Pero nosotros, a diferencia del ciego del Evangelio, que esperaba a Jesús a la vera del camino y fue llamado por Él ante su Presencia, somos llamados por la gracia ante su Presencia sacramental, la Eucaristía y allí, en la adoración eucarística, elevamos la súplica ardiente del corazón: “Señor, que yo vea, Señor, que yo vea tu infinito Amor, el Amor que brota de tu Sagrado Corazón traspasado, y que sea capaz de comunicarlo a mis hermanos obrando la misericordia, para así glorificar tu Nombre en el tiempo, como anticipo de la glorificación en la eternidad”.

sábado, 16 de noviembre de 2013

“(Antes del fin) los perseguirán y encarcelarán (…) esto les sucederá para que puedan dar testimonio de Mí”


(Domingo XXXIII - TO - Ciclo C - 2013)
         “(Antes del fin) los perseguirán y encarcelarán (…) esto les sucederá para que puedan dar testimonio de Mí” (Lc 21, 5-19). Jesús nos advierte que, antes de su Segunda Venida, aquellos que en su Iglesia lo amen y crean en Él, en su misterio pascual de muerte y resurrección y en su Presencia eucarística, deberán sufrir una gran prueba y una gran tribulación: quienes lo amen y tengan fe en Él –la fe de la Santa Madre Iglesia, no la fe “humanizada” del progresismo-, serán perseguidos, encarcelados y llevados ante las autoridades, momento en el cual darán testimonio de Cristo, testimonio para el cual serán asistidos en Persona por el mismo Cristo y por el Espíritu Santo.
         Los tiempos previos a la Segunda Venida de Cristo serán tiempos de una gran oscuridad espiritual, puesto que la humanidad entera se encontrará inmersa en las tinieblas del error, del pecado y de la ignorancia como consecuencia de la apostasía de los cristianos que, habiendo rechazado la luz de Cristo, se habrán volcado al neo-paganismo, desorientando y desviando a los mismos paganos con su obrar errático y alejado de Dios y sus Mandamientos.
         El Catecismo advierte acerca del estado de las dos características centrales de los tiempos previos a la Segunda Venida de Jesucristo, esto es, la oscuridad espiritual y la persecución a quienes se mantengan fieles en la verdadera fe: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[1].
         La “prueba final” hará que muchos fieles abandonen la fe verdadera en Cristo como Hombre-Dios, para comenzar a creer en un falso Cristo, un Cristo humanizado, que defiende los derechos del hombre y no los derechos de Dios o, mejor dicho, que presenta a la anti-naturaleza como un derecho humano, a la par que silencia el derecho de Dios Trino de ser conocido, amado y adorado por todos los hombres debido a su inmensa majestad y debido a sus obras: la Creación de Dios Padre, la Redención de Dios Hijo, la Santificación obrada por Dios Espíritu Santo.
         Los seguidores del Anticristo –es decir, los seguidores del falso Cristo, del Cristo humanista y “humanizante”, que en pos de un falso humanismo propiciará la anulación de los Mandamientos de Dios para sustituirlos por los Mandamientos del Hombre, en donde todas las perversiones anti-naturales estarán justificadas, aprobadas y “bendecidas”- perseguirán a los que conserven la fe en el verdadero Cristo, el Hombre-Dios, y sus Mandamientos, los Mandamientos que con sus prohibiciones advierte al hombre acerca de aquello que le provoca desgracia y muerte –no tomarás el nombre de Dios en vano, no matarás, no cometerás actos impuros, no desearás la mujer de tu prójimo, no robarás, no levantarás falso testimonio ni mentirás-, al tiempo que con sus preceptos positivos, le indica el camino directo a su felicidad –amarás a Dios y al prójimo, santificarás las fiestas-. El Anticristo, levantando en alto las banderas de un falso humanismo y de una religión “alivianada” de tal manera en sus preceptos que permitirá toda clase de excesos y transgresiones morales, se convertirá a través de esta “impostura religiosa”, como lo dice el Catecismo, en un “pseudo mesías” que conducirá a los hombres a adorar al hombre en vez de adorar a Dios Trino y al verdadero Mesías, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada.
         El clima espiritual reinante antes de la Venida de Cristo a juzgar el mundo será el de la oscuridad más absoluta, porque la gran mayoría de los bautizados habrá defeccionado en la fe, mientras el mundo no-cristiano, al no ver en los católicos la “luz del mundo” que lo  guíe en la oscuridad, estará sumido también en las tinieblas. En esta densa oscuridad brillarán como estrellas en la noche, como antorchas en la oscuridad, los católicos que, fieles a la gracia bautismal, perseveren en la fe de la Iglesia y confiesen que Jesucristo es Verdadero Dios y verdadero Hombre, y que es el Cordero de Dios que, inmolado de una vez y para siempre en el Santo Sacrificio de la Cruz en el Calvario, renueva de modo incruento ese mismo sacrificio en el Nuevo Monte Calvario, el altar eucarístico.
“(Antes del fin) los perseguirán y encarcelarán (…) esto les sucederá para que puedan dar testimonio de Mí”. No sabemos “ni el día ni la hora” de cuándo sucederán todas estas cosas y, aunque lo supiéramos, no tendría mayor importancia, puesto que lo realmente importante es vivir en estado de gracia, ya que es la gracia la que permite la participación en la vida trinitaria y por lo tanto el ser iluminados por el Espíritu Santo, condición absolutamente necesaria para perseverara hasta el fin en la fe verdadera de la Santa Madre Iglesia y en las buenas obras. Esta gracia hay que pedirla todos los días, hasta el día de la muerte.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 675.

viernes, 15 de noviembre de 2013

“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”


“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres” (Lc 17, 26-37). Jesús revela que el Día de su Segunda Venida será similar al diluvio en tiempos de Noé, cuando la gente “comía y bebía, compraba y vendía, plantaba y construía”, pero apenas Noé entró en el arca, cayó el diluvio que “mató a todos” y será también como el día del castigo de Sodoma, en el que cayó “una lluvia de fuego y azufre que los mató a todos”, apenas Lot salió de Sodoma.
Esta profecía de Jesús nos hace ver que en los tiempos previos al Día de la Segunda Venida de Jesús, la humanidad tendrá un comportamiento similar al comportamiento en tiempos de Noé y de Lot, es decir, la humanidad vivirá “como si Dios no existiera”, tal como lo hacía en tiempos de Noé y de Lot.
Hoy vivimos en tiempos infinitamente peores a los de Noé y a los de Lot, porque en la Antigüedad no se había producido todavía la Encarnación del Hijo de Dios y por lo tanto no se conocía su Revelación, con lo cual la culpa de los paganos se atenúa en cierto grado; en cambio, en nuestros días, ya producida la Encarnación y conocida la Revelación de Jesucristo, la humanidad no solo ha renegado del Hijo de Dios, sino que se ha volcado a un neo-paganismo mucho más agresivo, destructor y diabólico que el de la Antigüedad, porque a través de este neo-paganismo, el hombre adora a los modernos dioses paganos que, prometiendo felicidad, son portadores en cambio de tristeza, dolor, amargura, pesar y muerte, no solo física, sino también eterna. Hoy se adora al ídolo de la ciencia sin conciencia y sin Dios; hoy se adora al ídolo de la adolescencia y de la juventud, endiosándose a un estado fugaz de la existencia humana y pretendiendo que en ese estado está la felicidad humana; hoy se adora al ídolo del dinero, olvidando el hombre la advertencia de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”, y en pos del dinero, no duda en cometer los peores crímenes; hoy se adora al ídolo de la lujuria, profanando el cuerpo humano de todas las maneras posibles, olvidando que el cuerpo es “templo del Espíritu Santo” y que al profanarlo, se profana a la Persona del Espíritu Santo que mora en él; hoy se adora al ídolo de la muerte, en cuyo honor se aprueban leyes que asesinan a los niños en el seno materno, apenas concebidos, y se otorga licencia para asesinar a los que están en estado terminal, como si el hombre fuera el dueño de la vida y de la muerte, olvidando que solo Dios es el Creador de toda vida y es quien llama ante su Presencia cuando Él lo decide.
“Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. Jesús no dice “cuándo” sucederá su Segunda Venida, sino “dónde”, y su respuesta es enigmática: “Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. El cadáver indica algo sin vida y en estado de putrefacción; trasladado al mundo del espíritu, significa el Anticristo, cuya alma está muerta a la gracia de Dios; los buitres, a su vez, simbolizan a los hombres que se alimentan del cuerpo en descomposición, es decir, los hombres malvados y perversos que se alimentan del mal y son sus seguidores.

“Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. A diferencia de los seguidores del Anticristo, que como buitres se alimentan de las miasmas del mal, los cristianos deben alimentarse de la substancia divina contenida en el Cuerpo del Cordero, y como las águilas que remontan vuelo en dirección al sol, así los cristianos deben volar hacia donde se encuentra el Sol de justicia, Jesús en la Eucaristía, para alimentarse de su Amor.

jueves, 14 de noviembre de 2013

“El Reino de Dios está entre ustedes”


“El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17,20-25). La Encarnación, es decir, la Venida del Hijo de Dios a este mundo, tiene por objeto el anuncio de la llegada, entre los hombres, de un reino que no es de este mundo, sino que es del cielo: el Reino de Dios, el Reino de los cielos. Este Reino será plenamente visible en la otra vida, en la vida eterna, pero ya en esta vida, dice Jesús, “está entre nosotros”, como un anticipo, en el tiempo, de lo que será la vida eterna.
¿Cómo es este “Reino de Dios” que está ya entre nosotros? Tal como lo dice Jesús, no es un reino “ostensible”, es decir, visible, sensible, que pueda ser captado por los sentidos, y a diferencia de los reinos humanos, que ocupan una extensión geográfica, el Reino de Dios es a-geográfico y sin embargo, a pesar de esta característica, Jesús afirma que está presente "entre nosotros". Para saber en qué consiste esta “presencia” en medio nuestro, tenemos que recordar lo que dice San Pablo, acerca de en qué consiste este Reino celestial: “El Reino de Dios es justicia, gozo y paz en el Señor” (cfr. Rm 14, 17), y esto es fruto a su vez de la Presencia del Espíritu Santo en el alma. 
Es decir, el Reino de Dios consiste en la Presencia del Espíritu Santo en el alma, Espíritu que convierte al cuerpo en templo suyo y colma al alma de sus dones. Pero, debido a que el que dona el Espíritu Santo, junto al Padre, es Jesús –porque Jesús en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira al Espíritu Santo-, es necesario que Jesús esté en el alma; ahora bien, puesto que Jesús entra en el alma por medio de la fe, del amor y de la comunión eucarística y puesto que para que Jesús pueda hacer esto último, esto es, entrar en el alma y soplar el Espíritu Santo, es necesario el estado de gracia, resulta entonces que, el Reino de Dios que “está entre nosotros”, es la gracia santificante, puesto que por ella viene Jesús Eucaristía al alma e insufla el Espíritu Santo, con lo cual da inicio al Reino de Dios en el alma, aun viviendo en esta tierra, en este tiempo, como anticipo del Reino de Dios en el que vivirá si, por gracia de Dios y por la Misericordia Divina, persevera hasta el fin en el estado de gracia.

Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “El Reino de Dios está entre ustedes”.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”


“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lc 17, 11-19). Al comprobar la ingratitud e indiferencia de nueve de los diez leprosos que fueron curados milagrosamente por Él, Jesús hace esta pregunta retórica: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”.
Esta misma pregunta la hace Jesús al comprobar la indiferencia con la cual Él es tratado, día a día, todos los días, por una incalculable masa de hombres, la gran mayoría de ellos, cristianos. Debemos por lo tanto estar muy atentos para no caer en el mismo error de los nueve leprosos, puesto que, como cristianos, diariamente, recibimos una infinidad de dones de parte de Jesucristo, los cuales son inmensamente más grandes, prodigiosos y maravillosos, que la mera curación de una enfermedad corporal, como lo es la lepra. Solo por uno de estos dones, ya tenemos motivo más que suficiente para acudir a postrarnos en adoración ante Jesús sacramentado, para darle gracias.
Para que sepamos de qué tenemos que agradecer, mencionemos solo algunos de los dones recibidos: todos los días recibimos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía; todos los días bebemos del contenido de su Sagrado Corazón, su Sangre Preciosísima, y con su Sangre, su Espíritu, el Amor de Dios; todos los días Jesús renueva, de modo incruento, su Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual derrama hasta su última gota de Sangre, la cual es recogida en el cáliz del altar eucarístico por nuestra salvación; todos los días Jesús renueva, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, la muestra de Amor más grande que jamás un Dios haya podido dar a su creatura predilecta, el hombre; todos los días, Dios Padre nos entrega, para nuestra posesión y gozo, todo lo que Él tiene, que es su Hijo Jesús en la Eucaristía, para que Él a su vez nos done a Dios Espíritu Santo por la comunión eucarística.

Estos son solo algunos de los innumerables dones, gracias, prodigios, milagros, recibidos por Jesús todos los días de nuestras vidas, sin contar otros, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, los cuales, siendo tantos, necesitaríamos volúmenes enteros para solo enumerarlos. Y sin embargo, cuando acudimos a la Santa Misa, o cuando rezamos, o cuando nos acordamos de Dios por medio de la oración, lo hacemos, casi siempre, para pedir y casi nunca para agradecer. De esta manera, repetimos la actitud ingrata, producto de un corazón frío y desagradecido, de los nueve leprosos que, una vez curados, se olvidan de Jesús. Aprendamos del extranjero leproso que vuelve a dar gracias a Jesús y lo imitemos, postrándonos ante su Presencia sacramental, agradeciéndole su infinito, incomprensible, inagotable e inabarcable Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.

martes, 12 de noviembre de 2013

“Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería”


“Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería” (Lc 17, 1-6). Jesús nos da la forma de medir la cualidad de nuestra fe: si es pequeña, aun cuando sea del tamaño de un grano de mostaza –que es muy pequeño, puesto que mide uno o dos milímetros, cuando mucho-, tendrá una fuerza tal que, al ordenarle a una morera que se arranque de cuajo y se plante en el mar, la morera obedecerá la orden dada. Esto nos sirve para comprobar que, cuando ponemos en práctica las palabras de Jesús –es decir, cuando le damos a la morera la orden que nos dice Jesús-, nos damos cuenta de que nuestra fe personal no tiene, ni mucho menos, el tamaño de un grano de mostaza, porque es un hecho de comprobación directa que, aunque le digamos a una morera, o a cualquier árbol, que se arranque de raíz y se plante en el mar, no lo hace. Esto nos hace ver la pequeñez e insignificancia de nuestra fe personal, pero el hecho no debe desanimarnos porque lo que no podemos nosotros con nuestra fe pequeñísima, sí lo puede la fe de la Iglesia, que es la Esposa del Cordero, y la fe de la Iglesia puede algo infinitamente más grande que simplemente arrancar un árbol y plantarlo en el mar: la fe de la Iglesia puede hacer que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, obre el prodigio más asombroso que jamás haya existido ni pueda existir; la fe de la Iglesia hace que el Verbo de Dios, la Palabra eterna del Padre, renueve de modo incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, en el altar; la fe de la Iglesia hace que el altar eucarístico, estando en la tierra, se convierta en una porción de los cielos eternos, que dará cabida, por el misterio de la liturgia eucarística, a Aquel a quien los cielos no pueden contener, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, cuando descienda sobre el altar y se quede en la Eucaristía para donarse como Pan de Vida eterna a los hombres que lo reciban con fe y con amor en la comunión eucarística.

“Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', ella les obedecería”. No debe preocuparnos en absoluto que nuestra fe personal sea más pequeña aun que un grano de mostaza, puesto que comprobamos que no podemos mover, no ya un árbol, sino ni siquiera una hoja de trébol, porque para compensar la debilidad de nuestra fe, está la fe de la Santa Madre Iglesia, que hace descender de los cielos eternos al Hijo Unigénito para que, renovando incruentamente el Santo Sacrificio de la Cruz en el altar eucarístico, se nos done como Alimento celestial, como Manjar de los ángeles, como Pan Vivo bajado del cielo. Y esta fe de la Iglesia posee una fuerza infinitamente más poderosa que la necesaria para arrancar un árbol de la tierra y trasplantarlo del mar, porque la fe de la Iglesia, al creer en el Hombre-Dios Jesucristo y en su sacrificio redentor que se renueva en cada Santa Misa, arranca nuestros corazones de la tierra y los trasplanta en los cielos eternos.

lunes, 11 de noviembre de 2013

“Cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”


“Cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: ‘Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’”. (Lc 17, 7-10). Para que no nos equivoquemos en nuestra relación con Dios, exigiendo recompensas indebidas por hacer el bien, Jesús nos narra la parábola de un servidor que no debe esperar recompensas de su amo por el mero hecho de cumplir su deber. Muchos cristianos pretenden doblegar a Dios con algunas oraciones y unas pocas buenas obras, como si Dios estuviera obligado a retribuirles por lo que hicieron, cuando en realidad somos nosotros quienes debemos agradecerle con todo nuestro ser el habernos creado y el habernos adoptado como hijos. Y la forma de agradecer es mediante el cumplimiento de sus Mandamientos y mediante el obrar las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
Esta errónea pretensión, por parte de los cristianos, de recibir “remuneración” de parte de Dios por el simple hecho de cumplir lo que Dios pide en su Ley, se debe a que, en gran medida, se tiene una idea equívoca de la relación entre Dios y el cristiano: se piensa que es un “tomar y dar”: yo te doy algo –el cristiano ora o hace alguna obra buena- y tú me tienes que dar algo en retribución –Dios tiene la “obligación” de responder a lo que se le pide.
Como decimos, esto sucede cuando se piensa que la relación entre Dios y el cristiano es de esta naturaleza, pero no es así: puede ser la relación entre un empleador y su empleado, entre un dueño de una empresa y su obrero, pero no la que debe darse entre Dios y el hombre adoptado por él como su hijo. La relación con Dios va mucho más allá de un simple dar y recibir: es, por parte del hombre, el participar del misterio de la Cruz y del sacrificio de Jesús, Cruz y sacrificio por medio de los cuales Dios Trino redime a la humanidad, perdona los pecados de todos los hombres, derrota al demonio, el mundo y la muerte, los tres grandes enemigos de la humanidad, y concede a los hombres la gracia de la filiación divina, por medio de la cual los adopta como hijos suyos y los hace herederos del Reino de los cielos. A su vez, la participación en este misterio de redención, es un don de Amor por parte de Dios, quien por Amor y solo por Amor, quiere hacer partícipes a los hombres del sacrificio redentor de la humanidad, el sacrificio de Cristo en la Cruz. Y puesto que la forma de agradecer este don de Amor que es la participación a la Cruz de Jesús, es por medio del amor, demostrado de modo concreto y no con meras palabras, en el cumplimiento diario de los Diez Mandamientos y en el obrar las obras de misericordia, no se ve porqué el cristiano que obre de esta manera, tenga que exigir “recompensa” o “retribución”, por hacer lo que debe hacer: amar a Dios en acción de gracias por haberlo elegido para participar del sacrificio que salva a la humanidad.

Como vemos, Jesús tiene razón en advertirnos que no debemos “exigir” a Dios nada, mucho menos cuando nuestro deber es un deber de amor, porque se trata de responder con amor al Amor Eterno de Dios, que nos ha elegido para salvar al mundo uniéndonos a la Cruz de Jesús. 

sábado, 9 de noviembre de 2013

“Dios es un Dios de vivientes y no de muertos”



(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2013)
         “Dios es un Dios de vivientes y no de muertos” (Lc 20, 27-38). Frente a los saduceos Jesús revela la doctrina de la resurrección, según la cual, los cuerpos habrán de resucitar, aunque unos para la gloria y otros para la condenación. Es conveniente tener en cuenta esta verdad de fe, tanto más cuanto que, en nuestros días y gracias a la difusión de errores de todo tipo –propagados sobre todo por la secta de la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario-, se sostienen doctrinas pertenecientes a religiones orientales que nada tienen que ver con la fe católica relativa a lo que sucede luego de la muerte. Estas doctrinas erróneas, asumidas acrítica e irresponsablemente por amplios sectores del catolicismo incluyen, por ejemplo, la creencia en la reencarnación, o en la disolución del yo en la nada, o en el paso “automático” e inmediato, después de esta vida, a un estado de felicidad plena, sin importar si el alma está en estado de gracia o de pecado mortal en el momento de morir. La desviación en la verdadera fe en la resurrección de los cuerpos es lo que explica que se esté instalando una costumbre pagana entre muchos católicos, como la cremación del cuerpo y posterior dispersión de las cenizas, en vez de sepultarlo: la sepultura tiene el sentido de afirmar precisamente la fe en la resurrección del cuerpo, que será resucitado por el poder divino en el Último Día; cuando no se cree en la resurrección, no tiene sentido la sepultura, y por eso se decide por la costumbre pagana de la cremación.
         Es doctrina de la Iglesia Católica que, inmediatamente después de la muerte, el alma se presenta ante Dios quien, como Justo Juez, examina sus obras a la luz de la Cruz de Jesús y, de acuerdo a esto, dictamina el destino eterno del alma: o Cielo o Infierno. No existe otro destino posible: o la eterna salvación, o la eterna condenación, y en ambos casos, es la persona toda, es decir, el alma unida al cuerpo, quien se salva o se condena.
         Es en esto en lo que consiste la resurrección de los cuerpos: luego de esta vida, el alma se une a su cuerpo, del cual se había separado en el momento de la muerte, y si está en gracia, le comunica de esta gracia al cuerpo, el cual se ve transformado por efecto de la gloria divina –de ninguna manera por la existencia de “fuerzas” subyacentes a la naturaleza humana, que no existen-, adquiriendo las mismas propiedades del Cuerpo resucitado de Jesús, de cuya gloria es hecho partícipe por la Misericordia Divina: sutil –puede atravesar la materia-, luminoso –resplandece con la luz de la gloria comunicada por el alma, que es la gloria de Jesucristo, la cual le comunica, además de la luz, una hermosura imposible siquiera de describir-, impasible –ya no sufre más ni la enfermedad, ni el dolor ni la muerte, consecuencias del pecado original- y finalmente la agilidad –propiedad del cuerpo resucitado de obedecer prontamente al espíritu en forma instantánea, con suma facilidad y rapidez, en contraste con la pesadez de los cuerpos terrestres, sometidos a la gravedad de la tierra-. A todo esto se le suma, en el que ha resucitado para el cielo, la alegría y el amor que se siguen de la contemplación en éxtasis beatífico de la Santísima Trinidad, y es en esto en lo que consiste el “cielo”, en esta contemplación extasiada en el amor y la alegría de la Tres Divinas Personas.
         Es necesario tener presente que la felicidad eterna de la que gozan los cuerpos resucitados, no es “automática”, porque no hay un pasaje “inmediato” al cielo, sino la presentación del alma ante Dios Trino para recibir su Juicio Particular y luego su destino eterno. En nuestros días, se ha extendido la errónea idea de que el pasaje a la otra vida se da sin esta instancia de comparecer ante el Creador, que en ese momento será Justo Juez y no Dios Misericordioso, y por eso es necesario recordar que el destino eterno dependerá de nuestras obras: si son buenas y meritorias para el cielo, es decir, hechas en gracia, nos granjearán la entrada al Reino de los cielos; si son malas y no meritorias, nos granjearán la entrada al Reino de las tinieblas, el Infierno.
         Es conveniente entonces recordar lo que los Doctores de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, nos dicen acerca de la realidad de la resurrección de los cuerpos, porque unos resucitarán para la vida eterna –serán los cuerpos transformados por la gloria divina-, mientras que otros resucitarán para la muerte eterna, y así como los cuerpos gloriosos deben su luz y su gloria a la gracia de Cristo que, proviniendo de Cristo, llena al alma de gloria y esta luego se derrama sobre el cuerpo, así también los cuerpos que resuciten para la eterna condenación, recibirán aquello de lo que está colmada el alma, el pecado, pecado que le comunicará al cuerpo toda la fealdad, la negrura yla maldad del pecado, y es esto lo que hará que los cuerpos de los condenados estén sujetos al eterno dolor y estén, más que envueltos en tinieblas, como “impregnados” por una tiniebla que, brotando de la misma alma, se le adhiere de modo irreversible.
         Esto quiere decir que si la realidad de la resurrección de los cuerpos en la gloria constituirá un motivo más de alegría eterna para los bienaventurados, no es menos cierto que la resurrección de los cuerpos para la condenación, esto es, para la privación de la gloria, será un motivo más de tortura para los condenados. Esta es doctrina de fe de la Iglesia y así expresa esta verdad Santo Tomás de Aquino (con relación a los cuerpos que resuciten para la eterna condenación): “Así como en los santos la bienaventuranza del alma se comunica en cierto modo a los cuerpos, según se dijo antes, así también los sufrimientos del alma serán extensivos a los cuerpos de los condenados, teniendo, sin embargo, presente que, así como las penas no excluyen del alma el bien de la naturaleza, tampoco le excluyen del cuerpo. Los cuerpos de los condenados permanecerán, pues, en la integridad de su naturaleza, pero no poseerán las cualidades pertenecientes a la gloria de los bienaventurados; no serán ni sutiles ni impasibles; estarán, por el contrario, adheridos de una manera más estrecha a su materialidad y pasibilidad; no tendrán agilidad, porque apenas serán susceptibles de ser movidos por el alma; no tendrán claridad, sino oscuridad, a fin de que la oscuridad del alma se refleje en los cuerpos, según estas palabras de Isaías: ‘Semblantes quemados los rostros de ellos’”[1].
“Dios es un Dios de vivientes y no de muertos”. Jesús resucitó con su propio poder divino para comunicarnos su gracia en esta vida y su gloria divina en la otra, venciendo a la muerte el Domingo de Resurrección. No hagamos vano su deseo de llevarnos al cielo y para eso, vivamos en gracia, obremos el bien y conservemos la fe hasta el final, y así resucitaremos en el Día Final, Día en el que con nuestra alma y nuestro cuerpo glorificados, adoraremos al Cordero por los siglos infinitos.



[1] Compendio de Teología, Capítulo CLXXVI. Hablando de los cuerpos de los condenados, continúa Santo Tomás de Aquino (transcribimos literalmente a Santo Tomás, dada la importancia del tema): “El castigo eterno producirá en los cuerpos cuatro taras contrarias a las dotes de los cuerpos gloriosos. Serán oscuros: Sus rostros, caras chamuscadas. Pasibles, si bien nunca llegarán a descomponerse, puesto que constantemente arderán en el fuego pero jamás se consumirán: Su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá. Pesados y torpes, porque el alma estará allí como encadenada: Para aprisionar con grillos a sus reyes. Finalmente, serán en cierto modo carnales, tanto en alma como el cuerpo: Se corrompieron los asnos en su propio estiércol. La pena del llanto. Debe decirse que en el llanto corporal se hallan dos cosas. Una es la resolución de las lágrimas. Y en cuanto a esto el llanto corporal no puede existir en los condenados. Porque después del día del juicio, descansando el movimiento del primer móvil, no habrá ninguna generación, o corrupción, o alteración del cuerpo. Y en la resolución de las lágrimas es preciso que haya generación de aquel humor que destila por medio de las lágrimas. Por lo cual en cuanto a esto no podrá haber llanto corporal en los condenados. Lo otro que se halla en el llanto corporal es cierta conmoción y perturbación de la cabeza y de los ojos. Y en cuanto a esto podrá haber en los condenados, llanto después de la resurrección. Porque los cuerpos de los condenados no sólo serán afligidos en lo exterior, sino por lo interior, según que el cuerpo se cambia para el padecimiento del alma en bien, o en mal, Y en cuanto a esto el llanto de la carne indica la resurrección, y corresponde a la delectación de la culpa, que hubo tanto en el alma como en el cuerpo. La pena del fuego. Del fuego con que serán atormentados los cuerpos de los condenados después de la resurrección es preciso decir que es corpóreo porque al cuerpo no puede adaptarse convenientemente la pena, sino es corpórea. Por lo cual San Gregorio, prueba que el fuego del infierno es corpóreo por lo mismo que los réprobos después de la resurrección serán arrojados en él. También San Agustín, manifiestamente confiesa que aquel fuego con que serán atormentados los cuerpos es corpóreo Y de esto versa la cuestión presente. Pero de qué manera las almas de los condenados son atormentadas por este fuego corpóreo, ya se ha dicho en otra parte. La pena que causará el conocimiento. Debe decirse que así como por la perfecta bienaventuranza de los santos no habrá en ellos nada que no sea materia de gozo, así también en los condenados no habrá nada que no sea en ellos materia y causa de tristeza; ni faltará nada de cuanto pueda pertenecer a la tristeza para que su desdicha sea consumada. Mas la consideración de algunas cosas conocidas bajo algún concepto induce al gozo o por parte de las cosas cognoscibles, en cuanto se aman, o por parte del mismo conocimiento, en cuanto es conveniente y perfecto. Puede también haber razón de tristeza ya de parte de las cosas cognoscibles, que son aptas para contristar; ya de parte del mismo conocimiento, según que se considera su imperfección; como cuando uno considera que le falta el conocimiento de alguna cosa cuyo perfecto conocimiento apetecería. Así pues en los condenados habrá actual consideración de aquellas cosas que antes supieron, coma materia de tristeza, y no como causa de delectación. Pues considerarán las cosas malas que hicieron por las que han sido condenados, y los bienes deleitables que perdieron, y por ambas cosas se atormentarán. Del mismo modo también serán atormentados porque considerarán que el conocimiento que tuvieron de las cosas especulativas era imperfecto, y que perdieron su perfección suma, que podían haber adquirido. Pena de daño. Esa pena será inmensa en primer lugar por la separación de Dios y de los buenos todos. En esto consiste la pena de daño, en la separación, y es mayor que la pena de sentido. Arrojad al siervo inútil a las tinieblas exteriores. En la vida actual los malos tienen tinieblas por dentro, las del pecado, pero en la futura las tendrán también por fuera. Será inmensa, en segundo lugar, por los remordimientos de su conciencia. Sin embargo, tal arrepentimiento y lamentaciones serán inútiles, pues provendrán no del odio de la maldad, sino del dolor del castigo. En tercer lugar, por la enormidad de la pena sensible, la del fuego del infierno, que atormentará alma y cuerpo. Es este tormento del fuego el más atroz, al decir de los santos. Se encontrarán como quien se está muriendo siempre y nunca muere ni ha de morir; por eso se le llama a esta situación muerte eterna, porque, como el moribundo se halla en el filo de la agonía, así estarán los condenados. En cuarto lugar, por no tener esperanza alguna de salvación. Si se les diera alguna esperanza de verse libres de sus tormentos, su pena se mitigaría; pero perdida aquélla por completo, su estado se torna insoportable. En el infierno se sufrirá de muchas maneras. Debe decirse que, según San Basilio, en la última purificación del mundo se hará separación en los elementos, de modo que cuanto es puro y noble permanecerá arriba, para gloria de los bienaventurados; pero cuanto es innoble y manchado será arrojado al infierno para pena de los condenados; de suerte que, así como toda creatura será para los bienaventurados materia de gozo, así también para los condenados será aumentado el tormento por todas las creaturas, conforme a aquello , peleará con él el orbe de las tierras contra los insensatos. También compete a la divina justicia que así como los que apartándose de uno por el pecado constituyeron su fin en las cosas materiales, que son muchas y varias, así también sean afligidos de muchas maneras por muchos. La pena que causará el gusano. Debe decirse que después del día del juicio en el mundo renovado no quedará animal alguno, o cuerpo alguno mixto, sino sólo el cuerpo del hombre, porque no tiene orden alguno respecto a la incorrupción, ni después de aquel tiempo se ha de verificar generación y corrupción. Por lo cual el gusano que se supone en los condenados, no debe entenderse que es corporal, sino espiritual, el cual es el remordimiento de la conciencia, que se llama gusano en cuanto nace de la podredumbre del pecado, y aflige al alma como el gusano corporal nacido podredumbre aflige punzando”.