viernes, 29 de noviembre de 2013

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada”


(Domingo I - TA - Ciclo A – 2013 – 14)
         “Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada” (Mt 24, 37-44). Con el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo Año Litúrgico, en el cual se repetirán las fiestas y solemnidades de los años anteriores. Esto lleva a preguntarnos el porqué de este obrar de la Iglesia, y podríamos decir que la Iglesia ejerce de esta manera una función pedagógica y catequética, del mismo modo a como sucede en el proceso de enseñanza y aprendizaje entre los seres humanos. Es decir, así como la escuela repite sus contenidos uno y otra vez –un proverbio dice: “La repetición es la madre de todo saber”-, así también la Iglesia, repite uno y otro año su contenido. De esta manera, la Iglesia se asegura que las nuevas generaciones aprendan el contenido de su doctrina, al tiempo que ayuda a fijarlos todavía más a quienes ya lo conocen.
         Sin embargo, el hecho de que la Iglesia obre de esta manera no se explica por un mero intento pedagógico; no se trata de la aplicación de un método pedagógico para sus catecúmenos y fieles, puesto que hay algo más profundo, mucho más profundo, y es el hecho de que, por medio del Año Litúrgico y por medio de la liturgia, la Iglesia actualiza para nosotros el misterio salvífico de la Redención de Jesucristo. A través de la liturgia, la Iglesia se une a Cristo, Dios eterno, para recibir de Él los frutos de su sacrificio redentor en la Cruz. Éste es el sentido de la repetición de los contenidos litúrgicos: no es simplemente “recordar” hechos de la vida de Jesús; no se trata de un mero ejercicio de la memoria, por piadoso que pueda parecer; se trata de una verdadera unión, en el tiempo, para los hombres que vivimos en este siglo XXI, con el Dios eterno que, hace veintiún siglos, se encarnó y sufrió la muerte de Cruz para salvarnos; se trata de la unión vital –en el sentido literal de la palabra- de la Iglesia y de los bautizados, con el Dios Viviente, Fuente de toda vida, a través de la celebración, por la liturgia, de los misterios de la Vida de Cristo, misterios que son fuente de vida eterna para la Iglesia y las almas. Es tan cierto este último aspecto, que la Iglesia reciba de Cristo su vida, que si la Iglesia no celebrara la liturgia, moriría instantáneamente. Por medio de la liturgia y por medio del ciclo litúrgico, la Iglesia recibe la vida eterna de su Rey y Señor, Cristo Dios, que se encarnó en el tiempo, sufrió la Pasión, resucitó, y como Hombre-Dios y Esposo celestial de la Iglesia Esposa, le comunica de su vida divina. Éste es el sentido último de porqué la Iglesia repite, año a año, el ciclo litúrgico, y porqué celebra la liturgia sacramental.
         Ahora bien, con relación al tiempo de Adviento, hay que decir que la Iglesia se coloca en una posición de expectación, de espera del Mesías prometido. Por el tiempo litúrgico de Adviento, la Iglesia participa del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo desde la perspectiva, podríamos decir, del Antiguo Testamento, en el sentido de que espera el Nacimiento de su Mesías, que no es, obviamente, un nuevo nacimiento, sino la renovación, actuación y actualización del misterio del Nacimiento por medio de la liturgia. 
         Es esto lo que explica el tenor de las lecturas que hablan de la llegada del Mesías: son seleccionadas para que el pueblo cristiano se prepare a recibir espiritualmente a su Mesías que viene, en el cumplimiento de las profecías, como un Niño que nace de una Madre Virgen. Y puesto que el mundo se encuentra en tinieblas como consecuencia del mal y del pecado en el corazón del hombre, el tiempo de Adviento es tiempo de penitencia, mediante la cual se busca la purificación del corazón para poder recibir a Dios Niño con un corazón puro. Pero también es un tiempo de alegría, causada por la llegada del Mesías, quien habrá de derrotar a las “tinieblas de muerte” en las que vive inmerso el hombre, con su propia luz, la luz de la divinidad, desde el momento en que el Mesías es Dios y “Dios es luz” viva que comunica la vida eterna a quien ilumina; la alegría por la llegada del Mesías como Niño Dios, se refleja en el tercer Domingo de Adviento, en el que el color morado, propio de la penitencia, es reemplazado por el color rosado, símbolo de la alegría.
          Para vivir el tiempo de Adviento, en el espíritu de la liturgia de la Iglesia, y en el sentido mismo en el que lo vive la Iglesia, es necesario entonces meditar acerca de la realidad de las “tinieblas de muerte” que envuelven a los hombres; es necesario tomar conciencia acerca de la pavorosa realidad de un mundo como el nuestro, un mundo que desea vivir sin Dios y su Amor y que por lo tanto, día a día, se sumerge en la oscuridad más completa. Sólo de esta manera, podrá el corazón alegrarse ante la llegada del Mesías, Dios Niño, para Navidad, porque Él derrotará para siempre a las tinieblas, es decir, al pecado, al error, a los ángeles caídos, al ofrecerse a sí mismo como Víctima propiciatoria en el Santo Sacrificio de la Cruz y al renovarlo incruentamente en la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar.
De esta manera, aun viviendo en las tinieblas, el alma fiel espera con ansias a su Redentor, que vendrá para Navidad como un Niño, sin dejar de ser Dios. Penitencia –porque vivimos en un mundo en tinieblas y todavía no estamos en el cielo-, oración –porque la oración es alma lo que la respiración y el alimento, porque así el alma se alimenta del Amor de Dios-, ayuno –porque es una forma de orar con el cuerpo y poner la esperanza en la vida eterna-, obras de misericordia –porque el Amor recibido de Dios en la oración debe ser comunicado al prójimo con obras más que con palabras- y alegría –alegría profunda, espiritual, en el corazón por la llegada del Mesías-, es lo que debe caracterizar al cristiano en Adviento. 

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