jueves, 26 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 2 1013




         Los pastores, a los cuales los ángeles de Dios anuncian la Buena Noticia del Nacimiento del Niño de Belén (cfr. Lc 2, 1, -20), son hombres rudos, poco o nada instruidos en la ciencia humana, e igualmente con respecto a la ciencia divina, teológica. No sobresalen por su ciencia, ni humana ni divina, y tampoco por su posición social, ni por su riqueza material. Su trabajo es un trabajo duro, poco o nada reconocido socialmente y por eso no les trae prestigio social, aunque se trate de un trabajo importante, puesto que de los rebaños de ovejas se alimenta el pueblo. Sin embargo, a pesar de todas estas limitaciones humanas, sociales, económicas, y hasta espirituales son ellos los elegidos y no otros, por el Divino Querer, para recibir, los primeros entre todos los hombres, la Alegre Noticia para toda la humanidad: el Nacimiento de Dios Hijo. El motivo de su elección es que, con todas sus limitaciones humanas, demuestran poseer algo que es de capital importancia para la relación con Dios, y es el de tener un corazón sencillo, humilde, dispuesto a escuchar la Voz divina; un corazón que, habituado al silencio a causa del trabajo de pastor, está predispuesto para escuchar la Voz dulce de Dios, que habla en el silencio; un corazón que  por su sencillez, posee una fe que es igualmente sencilla y por esto mismo, pura y firme, una fe que cree a la Voz de Dios, que se manifiesta en este caso a través de los ángeles, una fe que reconoce la Voz de Dios y que la ama al instante, porque esa Voz hace resonar en las almas de los pastores el eco de su Creador. 


Los corazones de los pastores, hombres sencillos, rudos, ignorantes de ciencia humana y de cuestiones teológicas, y sin embargo puros y sencillos, comienzan a latir al ritmo del impulso del Divino Amor apenas reciben la noticia del Nacimiento del Hijo de Dios por parte de los ángeles, y por esto no dudan ni un instante, sino que se dirigen inmediatamente hacia el Pesebre de Belén. El premio a esta fe sencilla, humilde, profunda, basada en el Amor a Dios, es la alegría, una alegría profunda, intensa, desconocida hasta ese momento por ellos mismos; una alegría que no es de este mundo, sino que viene del cielo; una alegría que los impulsa a postrarse en adoración ante el Niño de Belén, porque ellos reconocen que esa Alegría que experimentan, unida al Amor y a la adoración, provienen del Niño que está en brazos de la Virgen Madre, porque ese Niño es Dios.
La fe de los pastores no necesita de grandes elucubraciones teológicas: basta con recibir la Buena Noticia de parte de los ángeles, una Buena Noticia sencilla y humilde como sus corazones, para acudir de inmediato a adorar a su Dios nacido como Niño: “El ángel les dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). Los pastores reconocen la señal divina, que no es la presencia de un ejército en formación de batalla, ni una tempestad de fuego, ni un huracán, ni un terremoto: la señal divina es tan sencilla y humilde como sus corazones de hombres rudos, sencillos y humildes, y por eso es reconocida de inmediato, porque “lo semejante conoce lo semejante”: un niño envuelto en pañales”, ése es “el Salvador”, “Cristo Señor”; el Niño de Belén es el Kyrios, el rey de la gloria, que viene envuelto en pañales y está acostado en un pesebre.

La recepción de la Buena Noticia despierta en los pastores una alegría profunda, alegría que los lleva a adorar al Niño y a postrarse ante su Presencia. Esta alegría de los pastores que adoran al Niño es una Alegría celestial, no humana, originada en el Ser trinitario divino, que descendiendo para comunicarse desde lo alto, penetra en la raíz más profunda del ser creatural de los pastores, para difundirse desde allí a toda la persona, en su cuerpo y en su alma, de modo que puede decirse que cada célula de los pastores se ve inundada y colmada de una alegría imposible de explicar, de entender y de contener, de modo que si no estuvieran auxiliados por la gracia, serían aniquilados por la misma Alegría y por el mismo Amor celestial que acompaña a esta Alegría.
“Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían” (Lc 2, 15-18). La disposición espiritual del cristiano, frente al Pesebre de Belén, debe ser la de los pastores: un corazón sencillo, humilde, que sepa reconocer la Voz de su Creador –“el Señor nos ha manifestado”, se dicen entre sí-, que habla a través de sus mensajeros, los ángeles de luz, y que una vez reconocida, dirija prontamente sus pasos en la dirección que Dios les indica, porque el obedecer a la Voluntad de Dios les significa para los pastores la alegría más grande de sus vidas: la contemplación y adoración de Dios Niño. Para esta Navidad, pidamos la gracia de tener un corazón como el de los pastores, sencillo y humilde, que nos permita albergar una fe límpida, pura, firme, fe que nos lleve a postrarnos ante el Niño de Belén, nacido para nuestra salvación. Pidamos por esta fe, porque también es necesaria esta misma fe para postrarnos ante ese mismo Dios Niño, nacido en Belén, que prolonga su Encarnación y Nacimiento en cada Eucaristía, en el misterio del Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico.

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