sábado, 29 de junio de 2013

“¿Quieres que mandemos fuego del cielo para consumirlos?”


(Domingo XIII - TO - Ciclo C – 2013)
         “¿Quieres que mandemos fuego del cielo para consumirlos?” (Lc 9, 51-62). La brutalidad de la expresión, pero sobre todo, la dureza del corazón de nada menos que de Santiago y Juan, debe haber sorprendido a Jesús, quien se da vuelta para reprenderlos. Es verdad que los samaritanos los habían rechazado sin motivo valedero, solo por el hecho de dirigirse a Jerusalén, y eso en virtud de la enemistad que mantenían los hebreos con los samaritanos, pero la reacción de Santiago y Juan es, a todas luces, no solo desmedida y desproporcionada, sino ante todo, carente de la más mínima nota de humanidad y de comprensión para quien no comparte –por el motivo que sea- el mensaje que uno lleva.
         “¿Quieres que mandemos fuego del cielo para consumirlos?”. El deseo de aniquilar al enemigo, manifestado por Santiago y Juan, además de ser una consecuencia del pecado original, que enfrenta en el odio al hermano contra el hermano –la expresión más cabal es el asesinato de Abel por parte de Caín-, revela que los discípulos más cercanos de Jesús no han ni siquiera mínimamente comprendido de qué se trata el “Mandamiento nuevo de la caridad” que Jesús ha venido a traer. Jesús ha venido no solo a destruir el “muro de odio” que separa al hombre de su hermano, sino que ha venido a unirlo a sí mismo por medio del Amor divino, el Espíritu Santo, y esto lo ha llevado a cabo en la Cruz. Es ahí, en la Cruz, en donde ha destruido este muro de odio, con su Cuerpo, y es también con su Cuerpo, dando lugar a la efusión del Espíritu Santo, el Amor divino, a través de la Sangre que brota de su Corazón traspasado, con el cual ha unido a los hombres con Dios, es decir, con Él mismo, y luego entre sí. En esto consiste la religión católica, y en esto consiste el acto salvador de Jesucristo: haber desterrado el odio a Dios y al hermano, del corazón del hombre –presente desde el pecado original- y haber infundido el fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, por medio de la Sangre de su Corazón abierto por la lanza. Por Cristo y su Cruz, el hombre ya no solo no odia a su enemigo, sino que lo ama en el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Ama a tus enemigos”.
Sólo así, en esta perspectiva, en este sentido, cobra un nuevo sentido la frase dirigida a los enemigos: “¿Quieres que enviemos fuego del cielo para consumirlos?”, la cual debe ser re-formulada, para quedar de esta manera: “¿Quieres enviar el Fuego del cielo, el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, para que consuma en el Amor de Dios a nuestros enemigos?”. Es este el único fuego que debe consumir a nuestros enemigos: el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, enviado desde aquello que es infinitamente más grande que los cielos, el Corazón traspasado de Jesús. Ahora bien, esta petición solo la puede hacer aquel en cuyo corazón arde, consumiéndolo en el Amor divino, el fuego del Espíritu Santo.

         

viernes, 28 de junio de 2013

Para construir sobre la Roca que es Cristo, basta con decir: "Jesús en Vos confío", y poner por obra sus palabras


         Jesús presenta los ejemplos de dos hombres que edifican sus respectivas casas sobre dos fundamentos distintos: sobre la roca y sobre la arena (cfr. Mt 7, 24ss). Uno y otro consiguen construir las casas, las cuales se mantienen erguidas en tiempos tranquilos, pero el destino de ambas será distinto en cuanto comiencen las alteraciones climatológicas. Cuando esto suceda, la casa que fue construida sobre arena, se vendrá abajo, mientras que la casa que fue construida sobre roca, seguirá en pie.
         ¿Cuál es el significado espiritual de esta parábola? La construcción de la casa sobre arena significa la espiritualidad construida sobre todo aquello que no sea Cristo: el propio yo, el ego, las pasiones, o también la religiosidad de tipo oriental –yoga, reiki, gnosticismo, esoterismo, religión wicca, etc.-, o cualquier otra espiritualidad “Nueva Era”: puesto que se basa en algo inconsistente, el edificio espiritual así construido, ante los embates de las tribulaciones, las pruebas, las dificultades, o los trances duros de la vida, como el dolor, la muerte, la enfermedad, se viene abajo, porque no tiene consistencia. El resultado final de construir sobre la arena, es la desesperación.
         Por el contrario, aquel que construye su espiritualidad sobre la roca que es Cristo, es decir, aquel que se une a Él por la fe y por el amor, y sella esta unión con la vida de la gracia, la oración y el auxilio al prójimo más necesitado, cuando lleguen las tormentas y tempestades, los vientos y los ríos crecidos, es decir, las pruebas duras de la vida –enfermedad, muerte, dolor-, permanecerá incólume, porque está unido a la Cruz de Cristo y a Cristo en la Cruz, y como Cristo crucificado es Dios crucificado, y Él transforma, con su poder divino, al dolor en alegría y a la muerte en vida, todo lo que está unido a Él en la Cruz sigue su misma suerte, y así el que construye sobre roca, es decir, el que une su vida a Cristo en la Cruz, sufrirá el dolor propio de la Cruz, pero Cristo lo hará desaparecer y convertirá la tribulación en paz, alegría y amor. El resultado final de construir sobre la roca que es Cristo, es la paz del alma y la victoria total y definitiva sobre el dolor y la muerte.

         Es inevitable que sobrevengan las tribulaciones, pero lo que no es inevitable es que la casa se hunda, es decir, que el alma se desespere: basta con decir: “Jesús, en Vos confío”, y en poner por obra sus palabras.

martes, 25 de junio de 2013

“Entrad por la puerta estrecha porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”


“Entrad por la puerta estrecha porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús nos advierte que el camino de la vida, llegado a un cierto punto, este se bifurca y da lugar a dos puertas: una estrecha, y otra ancha. La puerta estrecha se continúa con un camino estrecho, y es un camino que conduce al Reino de los cielos. La puerta ancha, por el contrario, se continúa con un camino ancho, el cual conduce a la eterna perdición, a la condenación eterna en los cielos. Lógicamente, Jesús nos aconseja abrir la puerta estrecha y seguir por el camino estrecho, y nos advierte claramente acerca de la puerta ancha y el camino espacioso, para que no los tomemos. Tengamos en cuenta que la puerta que abramos dependerá pura y exclusivamente de nuestro libre arbitrio, ya que ni Dios nos obligará a que abramos la puerta estrecha –aunque Él quiere que lo hagamos-, ni el demonio nos obligará a que abramos la puerta ancha –aunque él quiere que lo hagamos-. Todo depende de nuestra libertad y de nuestra decisión.
Una vez hechas estas consideraciones, nos podemos preguntar: ¿en qué consisten la “puerta ancha” y el “camino ancho” que conducen a la perdición? Consisten en una vida despreocupada, en donde no hay necesidad de negarse a uno mismo en las pasiones desordenadas; por el contrario, lo que hay que hacer es darles rienda suelta, lo cual quiere decir que si soy inclinado a la cólera, a la ira, a la maledicencia, a la pereza, a la mentira, a la lujuria, a la avaricia, a la gula, el transitar por el camino ancho quiere decir que no solo no debo combatir a ninguna de estas pasiones, sino que debo buscar el modo de satisfacerlas en su grado máximo. ¿La Iglesia me pide bondad de corazón, obras de misericordia, no hacer juicios malignos contra mi prójimo, ser misericordioso, aferrarme a la cruz? En la puerta y en el camino anchos, nada de esto hace falta. Ahora bien, está permitido aquí invocar a seres de la oscuridad; está permitido honrar y llamar a los ángeles caídos, y esto es lo que sucede, por ejemplo, con quienes practican la religión wiccana, puesto que las hadas, elfos, entidades, son todos seres malignos a los cuales es lícito invocar en el camino de la perdición. En este camino, no hay preocupaciones, y todo es risotada y juerga, pero llega un momento en que termina abruptamente, en un precipicio, que conduce a un abismo que parece no tener fin, un abismo de dolor, cuyo suelo arde y quema por el fuego que no se apaga jamás; además, en este abismo, que es donde finaliza el camino ancho, habita el Ángel de las tinieblas, el Príncipe de las tinieblas, el ser maligno por antonomasia, que hará sufrir para siempre, por la eternidad, a quien en la vida terrena eligió la puerta ancha y el camino espacioso.
Por el contrario, la puerta estrecha, que da a un camino estrecho, en subida, difícil de transitar, conduce al Reino de los cielos, porque es el Camino Real de la Cruz, el camino trazado por Jesús y señalado por Él con la Sangre de sus heridas abiertas. A este camino no se lo puede recorrer de cualquier manera: se debe cargar la Cruz de todos los días y negarse a sí mismo, lo cual quiere decir negarnos en la impaciencia, en el enojo, la ira, para que nuestro corazón, a medida que asciende por el Via Crucis, se vaya configurando al Corazón de Jesús, “manso y humilde”; en este camino se debe combatir con todas las fuerzas a la pereza, imitando a Jesús, que por mi salvación no tuvo pereza en tomar la Cruz y cargarla sobre sus hombros; en este camino se debe obrar la misericordia para con nuestro prójimo, misericordia que significa renunciar a nosotros mismos para atender a nuestros hermanos, imitando así a Jesús, que obró para conmigo la más grande obra de misericordia, la salvación de mi alma por el sacrificio de la Cruz. Y aunque este camino es áspero y difícil, la llegada a la cima, que es el Reino de los cielos, está asegurada, porque es el mismo Jesús en Persona quien

“Entrad por la puerta estrecha porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”. Como dijimos, ni Dios nos obliga a elegir la puerta estrecha, ni el demonio la puerta ancha, pero sí es verdad que es el Espíritu Santo quien nos sugiere que elijamos la puerta estrecha. ¿Qué quiere decir, esto? Esto quiere decir que el no por obligación, sino por amor, se debe elegir la puerta estrecha, y que quien lo hace, es porque ha oído el suave susurro del Espíritu Santo, que “sopla donde quiere”. Elegir la puerta estrecha, el camino angosto, la cruz y la negación de todos los días, es escuchar y seguir las inspiraciones del Amor de Dios. Jesús dice que “son pocos los que encuentran la puerta estrecha”. Que por la gracia y la misericordia de Dios no seamos sordos a los llamados del Amor divino.

sábado, 22 de junio de 2013

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”



(Domingo XII - TO - Ciclo C - 2013)
         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Lc 9, 18-24). Jesús pregunta a sus discípulos qué dice la gente acerca de Él. Obviamente, no porque no lo supiera, puesto que Él es Dios en Persona, sino porque quiere dar lugar a una manifestación del Espíritu Santo, quien obrará en Pedro y a través de Pedro, dando la respuesta verdadera.
         La gente piensa que Jesús es un profeta, o un hombre venido del cielo –Elías-, todo lo cual demuestra desconocimiento acerca de la identidad de Jesús en aquellos que no son discípulos. Cuando Jesús les pregunta a ellos, sus discípulos, Pedro es el único que contesta correctamente, y esto es porque Pedro está iluminado por el Espíritu Santo, tal como Jesús se lo dice: “Alégrate, Pedro, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. La respuesta de Pedro es verdadera, pero no porque sea él, Pedro, el pescador, quien haya deducido correctamente o haya elaborado razonamientos profundos: es el Espíritu Santo quien se lo ha comunicado, porque conocer la verdadera identidad de Jesucristo, su identidad divina, está fuera del alcance de todo intelecto creado, sea hombre o ángel.
Esta es la manifestación del Espíritu Santo a la cual Jesús quería dar lugar con su pregunta acerca de su identidad: Pedro, en cuanto Vicario de Cristo en la tierra, y en cuanto Jefe máximo de la Iglesia Católica, posee la Verdad absoluta y única sobre Jesús. De ahora en más, la Iglesia se cimentará sobre la fe de Pedro: si Pedro vacila –cuando duda en la fe en Jesús, comienza a hundirse, en el episodio en el que comienza a caminar sobre las aguas, y luego, en la Pasión, lo traicionará, negándolo, para después arrepentirse-, toda la Iglesia vacila; si Pedro se mantiene firme en la fe, toda la Iglesia se mantiene firme en la fe.
         No es indiferente conocer la identidad de Jesús, por lo que sigue: en los siguientes dos párrafos, Jesús les anunciará su próxima Pasión, muerte y Resurrección, es decir, su misterio pascual –“el Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, morirá y luego resucitará al tercer día-, y luego les dice que aquel que “quiera seguirlo”, deberá “cargar su cruz todos los días, negarse a sí mismo y seguirlo”, para “perder la vida por Él”, de modo de “ganarla” para el Reino de los cielos.
         Todo está relacionado: la confesión de Pedro, según la cual Jesús es Dios Hijo en Persona, el anuncio de la Pasión de Jesús, que es el camino por el cual Él abrirá las puertas del cielo para los hombres, y luego el programa de vida de sus discípulos, si estos quieren también llegar al cielo: negarse a sí mismos y cargar la cruz de todos los días, en pos del seguimiento de Jesús.
         Es muy importante la confesión de Pedro acerca de la divinidad de Jesús, porque si Jesús no es Dios encarnado, entonces todo lo que sigue no es real y no pasa de ser una mera expresión de deseos de un hombre bueno y santo: si Jesús es simplemente un hombre -bueno y santo, pero solo un hombre-, si Jesús no es Dios, entonces morirá en la cruz pero no resucitará, y sus seguidores, por más que se esfuercen en imitarlo, no podrán entrar nunca en el Reino de Dios. Si Jesús es solo un hombre, sus palabras no tendrían sentido y cargar la cruz y seguirlo sería un acto equivalente al suicidio.
         Sin embargo, como lo dice Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, Jesús es Dios, es Dios Hijo en Persona, es el Hombre-Dios, quien a través de su misterio pascual de muerte y resurrección, salvará a la humanidad al derrotar a sus tres grandes enemigos, el demonio, el mundo y la carne, y concederá la filiación divina a todo aquel que, voluntaria y libremente, lo reconozca como a su Salvador, y es por esto que sus palabras tienen la fuerza de la divinidad, y tienen tanta fuerza, que conducen a la humanidad entera hacia un nuevo destino, el destino de la feliz eternidad en los cielos. Esta es la razón por la cual tiene sentido salvífico la negación de las propias pasiones y el abrazar la Cruz siguiendo a Cristo camino del Calvario, todos los días: no se trata de un mero ejercicio de práctica de buenas virtudes, sino de un verdadero camino de salvación, camino por el cual se da muerte al hombre viejo, en la cruz, para que por la gracia nazca el hombre nuevo, el hombre que ha sido convertido en hijo adoptivo de Dios por el don de la filiación divina.
         La confesión de Pedro, entonces, es capital para el sentido y la dirección que adquiere la vida del cristiano: puesto que Jesús es Dios, como lo dice Pedro: “Tú eres el Hijo de Dios”, entonces la vida del cristiano adquiere un nuevo sentido y una nueva dirección, ya que su destino final no es más la muerte terrena, sino la vida eterna, el Reino prometido por Jesús. Sin embargo, para poder merecer esta promesa, el cristiano debe dejar de lado al mundo y a sus atractivos y contemplar a Cristo en su misterio pascual, ya que solo si participa de este misterio podrá, al final de los días de su vida terrena, ingresar en el Reino de Dios.
         Junto a Pedro, con la fe de Pedro, debemos decirle a Jesús en la Eucaristía (porque en la Eucaristía está, vivo y glorioso, el Jesús reconocido por Pedro): “Jesús Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios, Tú has muerto y resucitado por mi salvación, y porque Tú me llamas, me decido a negarme a mí mismo, cargando mi cruz de cada día, para morir crucificado contigo, para así resucitar a la vida eterna”.

         

miércoles, 19 de junio de 2013

“Da limosna, ora y ayuna, para que te vea Dios Padre y no para que te vean los hombres”


“Da limosna, ora y ayuna, para que te vea Dios Padre y no para que te vean los hombres” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). La Ley Nueva de Jesús es una ley que obra en el espíritu del hombre, porque es el Espíritu de Dios quien ilumina lo más profundo del ser del hombre, y como esta luz es una luz viva y que comunica vida, porque es Dios que es luz, al iluminarlo, le comunica la vida divina, de manera que el hombre, participando de la vida divina, sea capaz de obrar al modo divino y no al modo humano. En otras palabras, debido a que Dios es Espíritu Puro, al comunicarle de su propia vida, le comunica de su modo de ser y obrar, que es espiritual, y es así como el hombre puede comenzar a ser, a vivir y a obrar según el Espíritu de Dios y no según la carne, es decir, según el modo humano.
Una misma acción –dar limosna, orar, ayunar- puede ser hecha de dos maneras distintas: según la carne –esto es, según el hombre en su condición actual, en su estado de naturaleza caída a causa del pecado original- o según el Espíritu de Dios, es decir, según el hombre en estado de gracia santificante. Dar limosna, orar y ayunar según la carne, según el hombre caído, es hacerlo de modo ostentoso, puramente exterior, buscando pura y exclusivamente la alabanza de los hombres y no la gloria de Dios; es esto lo que Jesús denuncia como “hipocresía”, puesto que el hipócrita es el falso, y aquí la falsedad radica en buscar, por medio de estas acciones, que en sí mismas son buenas, la gloria y alabanza de los hombres.
Jesús viene para corregir este error, y para eso nos concede su Espíritu, para que a partir de Él, dar limosna, orar y ayunar, sean hechas en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor de Dios, buscando su gloria y su alabanza y no la del mundo y la de los hombres.

Dar limosna, orar y ayunar, según el Espíritu, es hacerlo para ser vistos por Dios Padre, que ve en lo secreto, en lo más profundo del corazón, y no para ser vistos por los hombres, que solo ven la apariencia, lo superficial.  

martes, 18 de junio de 2013

“Amen a sus enemigos”


“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 43-48). El mandato de amar a los enemigos es la prueba más evidente de que la religión cristiana no es natural, sino sobrenatural. Desde un punto de vista meramente humano, es imposible “amar” al enemigo; a lo sumo, se podrá tener compasión o piedad de él, si es que está prisionero o a nuestra merced, pero nunca se lo podrá “amar”. Precisamente, porque se trata de un enemigo, la reacción natural es el enfrentamiento y el exigir, generalmente por la fuerza, el resarcimiento de la ofensa cometida, que es lo que lo ha convertido en enemigo. En este sentido, la Ley del Talión, “ojo por ojo y diente por diente”, miraba a esto, a no excederse en el exigir la compensación y buscaba evitar la venganza y el daño desproporcionado a quien había cometido un daño. La Ley del Talión, que buscaba equidad en el trato con el prójimo considerado enemigo, al tiempo que evitaba la venganza, es la expresión más alta del trato justo hacia el enemigo, pero en ningún momento manda “amar” al enemigo, porque al enemigo, desde el punto de vista humano, o se le tiene compasión, se lo perdona, o se lo aniquila, pero nunca, por definición, se lo ama.
Este es el motivo por el cual el mandato de Jesús de amar al enemigo demuestra que la religión cristiana es de origen celestial, porque humanamente, es un mandato imposible de cumplir. ¿Hay que decir, entonces, que Jesús manda algo imposible? De ninguna manera, porque la fuerza divina para cumplir este mandato divino, nos la concede Él desde la Cruz, porque no solo nos da ejemplo, al implorar perdón por quienes le quitan la vida –es decir, todos nosotros, con nuestros pecados-, sino que nos concede aquello que hace posible el cumplimiento, y es el Amor divino, infundido en las almas por medio de la Sangre que brota de su Corazón traspasado.   
“Amen a sus enemigos”, nos dice Jesús, y al mismo tiempo que nos da el mandato, nos da la Fuerza del Amor divino necesaria para cumplirla. Quien se descubra falto de esa Fuerza divina, debe acudir a beberla de su manantial, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.


lunes, 17 de junio de 2013

“Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra”


“Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra” (Mt 5, 38-42). Si bien se trata de una norma de comportamiento que caracteriza al cristiano, la indicación de Jesús de presentar la otra mejilla a quien nos golpea en una, trasciende absolutamente las normas morales. En realidad, se trata de imitarlo a Él, por medio de la participación a su vida, porque Jesús, durante toda su vida, pero especialmente en su Pasión, obró de esta manera. No se trata por lo tanto de una abolición de la Ley del Talión, ley que era la expresión de la justicia, puesto que impedía una venganza excesiva contra quien había provocado algún daño al prescribir la igualdad en la compensación –ojo por ojo, diente por diente-; cuando Jesús da por finalizada la Ley del Talión y prescribe que el cristiano no solo no debe reclamar lo que en justicia le corresponde –si alguien da una bofetada, según la Ley del Talión, se debe responder con una bofetada-, sino que se debe colocar la otra mejilla. Parece un despropósito, pero no lo es, porque Jesús ha venido a “hacer nuevas todas las cosas”, y entre ellas, las relaciones humanas, que ya no se rigen más por la Antigua Ley, sino por la Ley Nueva de la caridad, es decir, del Amor que brota de su Corazón de Dios, Corazón que late en el pecho del Hombre-Dios, Jesús de Nazareth.
         Esto quiere decir que el cristiano, al no solo no responder a la agresión según la Ley del Talión, es decir, devolviendo una bofetada, sino al ofrendar la otra, lo que está haciendo en realidad, no es demostrar cómo se practica una nueva norma de convivencia: está participando de la mansedumbre y humildad del Hombre-Dios en la Pasión, mansedumbre y humildad por la cual permitió no solo que lo abofeteen, sino que lo golpeen de todas las maneras posibles y permitió todo tipo de ultrajes, que llegaron hasta la injuria máxima que puede sufrir un hombre en esta vida, como dice Santo Tomás, y es el permitir que le quiten la vida. Cuando el cristiano permite que lo golpeen en la otra mejilla, lo que hace es participar de la humillación sufrida voluntariamente por Jesús, quien permitió que lo humillen para así conquistar el corazón de los pecadores, dando la muestra más grande de amor que alguien pueda dar, y es el dar la vida por aquellos a quienes ama con locura, los hombres.
         Presentar la otra mejilla –sea literalmente, o de modo figurado, aceptando pacientemente cualquier humillación sufrida- significa, para el cristiano, participar de la humildad de Jesús, humildad que es redentora y santificadora, porque por su Pasión, Jesús nos perdona nuestros pecados, nos redime y nos santifica.

          “Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra”. Cuando Jesús nos aconseja actuar así frente a quien nos agrede –sea física, verbal o moralmente-, no nos está enseñando un modo “cívico” de comportarnos: nos está invitando a ser co-rredentores con Él, al invitarnos a participar de su Pasión salvadora. Llevado al extremo, es lo que hicieron los mártires, quienes unidos al Rey de los mártires, dieron sus vidas por sus verdugos, por quienes les quitaban la vida. De esta manera, consiguieron la vida eterna para ellos y para sus enemigos, y este es el fin último de no solo no responder con la Ley del Talión, sino de ofrecer la otra mejilla.

sábado, 15 de junio de 2013

“Al que mucho se le perdonó, mucho ama”


(Domingo XI - TO - Ciclo C – 2013)
         “Al que mucho se le perdonó, mucho ama” (Lc 7, 36-8, 3). Una mujer, postrada ante Jesús, lava sus pies con sus abundantes lágrimas y los perfuma  con un perfume costoso. Según muchos exégetas, se trata de María Magdalena, la mujer que había sido salvada por Jesús de ser lapidada. La actitud de la mujer, lejos de ser reprochada por Jesús, es permitida y alabada, no solo porque se trata de una actitud de profundo respeto –se postra en señal de adoración a Jesús, es decir, en señal de que reconoce a Jesús como al Hombre-Dios-, sino porque son gestos que manifiestan externamente el amor y la gratitud de su corazón por el perdón y el amor recibidos por parte de Jesús. María Magdalena está agradecida con Jesús porque la salvó de ser lapidada, pero su agradecimiento va más allá, porque le agradece el haberla salvado de la posesión demoníaca –expulsó de ella siete demonios- y de la eterna condenación; María Magdalena se postra en adoración porque su alma a reconocido en Cristo a su Dios, el Dios que la creó, y que ahora la redime, y que la santifica con su gracia. La postración de María Magdalena expresa su adoración a Jesús en cuanto Hombre-Dios; su llanto expresa la contrición de su corazón, el dolor por haber pecado y ofendido con el mal a su Dios, que es la Bondad en sí misma, y el derramar perfume en sus pies es la expresión simbólica del derramarse de su alma, postrada a los pies de Jesús. En el momento de ser salvada de la lapidación, María Magdalena, iluminada por la gracia divina, pudo entrever en Jesús a su Dios que no solo le salvaba la vida terrena, librándola de sus verdugos, que querían lapidarla a muerte, sino que desde la Cruz, la salvaba de la condenación eterna concediéndole la gracia santificante, librándola de la concupiscencia de la carne y salvándola de las garras de los demonios, que querían arrastrarla consigo a la eterna condenación, la segunda y definitiva muerte. Su postración, el lavado de los pies de Jesús con sus lágrimas, y el derramar perfume en ellos, expresan el mudo estupor sagrado que envuelve a su alma, al ser consciente que se encuentra delante de Dios Hijo hecho hombre.   
         Este es el motivo por el cual Jesús no solo no reprocha su actitud, sino que la alaba, y la exalta todavía más al compararla con la actitud de Pedro: como el mismo Jesús se lo dice, Pedro ni se postró en adoración, ni lavó sus pies con sus lágrimas, ni derramó perfume en ellos. Jesús no hace esta comparación en vano: de esta manera, deja bien en claro que la mujer pecadora lo ama más que el mismo Pedro, que es su Vicario en la tierra. Esto demuestra que Dios no se deja guiar por las apariencias y que mira aquello que el hombre no puede ver, y es lo más profundo del corazón del hombre. También demuestra que los cargos eclesiásticos y/o mundanos no hacen mejor a un hombre, ni son las posesiones materiales ni la jerarquía o escala social lo que hace a un alma agradable a Dios, sino el amor que posee. En este sentido, como Jesús se lo hace notar indirectamente, María Magdalena posee un amor a Dios mucho más grande que el de Pedro -a Pedro le sucederá lo mismo, luego de su traición, pero ahora, quien ama más es María Magdalena-, porque a ella se le perdonó mucho, y por eso ama mucho: “Por eso te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien poco se le perdona, poco ama” (Lc 7, 47).
         Pidamos la gracia de imitar a María Magdalena, la mujer del Evangelio, que se postra ante Jesús en adoración, lava sus pies las lágrimas de su arrepentimiento y los perfuma con un costosísimo perfume, cuyo aroma exquisito invade toda la casa: que también nosotros obremos de la misma manera en el momento de comulgar: que nos postremos en adoración ante Jesús Eucaristía, que derramemos lágrimas de dolor y de contrición por nuestros pecados y que derramemos a los pies de Jesús el perfume de nuestras buenas acciones, para que el aroma exquisito de la gracia santificante que baña nuestras almas se eleve como suave fragancia hasta el trono de Dios Uno y Trino.

viernes, 14 de junio de 2013

“No cometerás adulterio”


“No cometerás adulterio” (Mt 5, 27-32). Jesús da las normas relativas al matrimonio, las cuales son mucho más estrictas que las de la Antigua Ley: si antes estaba permitido el divorcio, ahora no lo está más; si antes no era un pecado mirar con concupiscencia a otra mujer, ahora sí lo es. Las nuevas normas, relativas al matrimonio, presentan una exigencia mucho mayor que las de la Antigua Alianza. ¿Cuál es la razón? Es necesario tener bien en claro el fundamento de esta mayor exigencia, porque muchos, por no intepretarlo en su recto sentido, consideran a estas normas de Jesús como meramente morales, es decir, como si fueran la mera regulación legal o moral del matrimonio, derivada de un sistema nuevo de moral, el cristianismo. En otras palabras: para muchos, la doctrina de Jesús, el cristianismo, es solo un sistema normativo del comportamiento humano, ideado y establecido por un rabbí hebreo, Jesús de Nazareth. Para estos, debido a que es solo una regla moral, pudo haber sido aceptado por muchos por mucho tiempo –Occidente por veinte siglos-, pero esas reglas morales, para el hombre del siglo XXI, y para el resto de la humanidad, ya no son más válidas, porque el hombre ha alcanzado un nuevo estadio evolutivo, superior, de autonomía moral; estadio en el que las indicaciones normativas de hace veinte siglos ya no le significan nada. Por lo tanto, para la entera civilización humana, el mandato de un maestro hebreo de religión de hace veinte siglos: “No cometerás adulterio”, no le dice nada ni le significa nada, porque el hombre emancipado y autónomo moralmente del siglo XXI no necesita una autoridad externa a él mismo para decidir qué está bien y qué está mal: es él mismo, en su interior, quien crea, con un acto de su conciencia creadora, el bien y el mal. Si decide que cometer adulterio no es un mal en absoluto, entonces cometerá el adulterio tantas veces así lo desee.
Sin embargo, en la realidad de las cosas –y no en el artificio mental creado por una mente sin Dios o, peor, que se erige a sí mismo en Dios-, el mandato de Jesús, “No cometerás adulterio”, se deriva de una realidad y de un orden de cosas, que trasciende infinitamente la mente humana.
Cuando Jesús dice a los esposos: “No cometerás adulterio”, no está dando una mera regla moral; no es una norma a cumplir por los esposos en un sistema de comportamiento cristiano; cuando Jesús dice a los esposos “No cometerás adulterio”, les está diciendo que la unidad y el amor en los que deben convivir los esposos cristianos –unidad y amor negados por el adulterio-, se derivan de una unidad y un amor que los trasciende porque se deriva, por participación, de la unidad y el amor en el que viven eternamente las Tres divinas Personas de la Santísima Trinidad. Y este es el fundamento de la mayor exigencia de la Nueva Ley, mayor exigencia que no es arbitraria ni mucho menos: los esposos que se aman y sobre la base de este amor son fieles, reflejan un “misterio grande” (cfr. Ef 5, 30-32), el misterio del Amor de la Santísima Trinidad, misterio en el que se funda la alianza nupcial de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa.

Lejos entonces de ser un mero precepto de una moral particular –en este caso, la cristiana-, la exigencia de la Nueva Ley de no solo no cometer adulterio, sino de vivir los esposos en el amor, la unidad y la fidelidad, es porque este amor esponsal es una participación del Amor de Dios Uno y Trino. En otras palabras, los esposos que no solo no cometen adulterio, sino que son unidos y fieles entre sí, participan y reflejan el Amor de Dios Trinidad; los que son infieles y cometen adulterio, es porque se han apartado del Amor divino.

miércoles, 12 de junio de 2013

“No he venido a abolir, he venido a dar cumplimiento”


“No he venido a abolir, he venido a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-19). Jesús, que es Yahvéh en la Persona de Dios Hijo, viene a establecer una Nueva Alianza con la humanidad. La diferencia con la Antigua Alianza no es solo cuantitativa, en el sentido de que ahora, en vez de con un solo pueblo, el Pueblo Elegido, establece la alianza con toda la humanidad: la diferencia es cualitativa, porque si bien no establece una ruptura con la Antigua Alianza –por eso dice: “No he venido a  abolir”-, sí determina la prescripción y caducidad de esta Alianza Antigua, por cuanto esta era solamente figura de la Nueva y Eterna Alianza, y esto es lo que Él quiere significar cuando dice: “He venido a dar cumplimiento”.
La Antigua Alianza era sólo una figura de la Nueva y definitiva Alianza, la que Él viene a sellar con su Sangre, derramada en la Cruz, y por este motivo, a partir de Cristo, el hombre no queda justificado por cumplir la Ley de Moisés, sino la Ley Nueva de la caridad de Cristo Jesús, Ley que da vida porque es el Espíritu quien da vida y vida eterna a través de ella.

Jesús, en cuanto Hombre-Dios, infunde el Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo quien da vida a los preceptos de la Ley Nueva y al hombre que cumple y vive esos preceptos. Es por el Espíritu Vivificador, el Espíritu de Dios, por quien recibe infusión de vida divina aquel que se esfuerza por vivir el Primer Mandamiento de la Ley Nueva, el mandamiento de la caridad: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, con el amor de Cristo y como nos amó Cristo, hasta la muerte de Cruz”. La Ley Nueva está dotada de la plenitud de la vida de Dios, pero esta plenitud no está dada por la materialidad de su enunciado, sino por el Espíritu Santo, que es insuflado por Jesús, como si de un nuevo y personal Pentecostés se tratara, en el alma de quien desea cumplir y vivir la Ley Nueva a través de su mandamiento central, el amor a Dios y al prójimo. En otras palabras, quien ama a Dios y al prójimo –no al modo humano, al modo de la Antigua Ley, sino al modo de la Nueva Ley, es decir, con el Amor de Cristo y como Cristo nos amó, hasta la muerte de Cruz-, es porque ha recibido el Don de dones, el Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo quien ama a través de él. Ser un instrumento del Amor divino, esa es la plenitud de la Nueva Ley de la caridad de Cristo Jesús, la que Él ha sellado con la Sangre derramada en la Cruz.

martes, 11 de junio de 2013

“Proclamen que el Reino está cerca”


“Proclamen que el Reino está cerca” (Mt 10, 7-15). El mandato de Jesús a sus Apóstoles y discípulos, enviándolos a la misión, es el mandato para toda la Iglesia Militante; es un mandato que no se limita a la Iglesia naciente, sino que se extiende a la Iglesia de todos los tiempos, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, el mandato misionero con el que Jesús envía a su Iglesia a misionar al mundo, es uno y el mismo para todos los tiempos: proclamar que el Reino está cerca.
Si esto es así, entonces se debe clarificar en qué consiste el Reino cuya proximidad se proclama. Debido a que inmediatamente al mandato misionero Jesús otorga poderes –participados del suyo propio en cuanto Hombre-Dios- mediante los cuales los discípulos podrán curar enfermos y expulsar demonios, tal vez se podría pensar que la misión de la Iglesia y su mensaje esencial se reducen a esto: a la sanación corporal –curar enfermedades- y a la sanación espiritual –expulsar demonios-. Sin embargo, de ninguna manera el mensaje y la misión de la Iglesia consisten en esto. Es verdad que Cristo concede de su poder para que sus discípulos sanen espiritual y corporalmente, pero si fuera así, no dejaría de ser un mensaje que no trasciende el horizonte de la inmanencia espacio-temporal de la humanidad, y el Reino que resultaría sería un reino meramente terreno y temporal.
La misión central de la Iglesia y el mensaje que tiene que proclamar, es anunciar que el Reino está cerca, pero se trata de un reino que no solo es a-temporal, en el sentido de no pertenecer al hombre –ni tampoco al ángel-, sino que es eterno, porque es el Reino de Dios, que es eterno por definición, puesto que Dios es “su misma eternidad”, como dice Santo Tomás de Aquino.

“Proclamen que el Reino está cerca”. El cristiano debe proclamar, con su vida, con sus obras, que este mundo “con sus apariencias” pasa, para dar lugar a la eternidad de Dios, al Reino en donde reina Dios, que es eterno. Para ello, para que el mensaje que debe transmitir al mundo sea valedero, el cristiano debe prepararse él mismo para esa eternidad, ante todo por medio de la oración, por medio de la cual entra en contacto, desde el tiempo, con el Ser divino trinitario que es eterno, y por medio de la comunión eucarística, puesto que en la Eucaristía se encuentra ese Dios eterno y tres veces santo con el cual, al final de sus días de prueba en la tierra, se encontrará cara a cara, y a cuyo Reino está llamado a vivir y heredar, por toda la eternidad.

lunes, 10 de junio de 2013

Felices los que se unen a la Cruz de Cristo y son crucificados con Él


         Jesús proclama el Sermón de las Bienaventuranzas, es decir, el Sermón en el cual nos da la clave para ser felices, en este mundo y en el otro, en la vida eterna. En este sermón, Jesús llama “felices” a quienes posean determinadas virtudes. Quien posea estas virtudes, será feliz, pero lo que hay que tener en cuenta es que la felicidad que promete Jesús es muy distinta a la felicidad del mundo. ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Quiénes son felices, según Jesús? Para alcanzar esta felicidad, hay que contemplar a Cristo crucificado, y hay que subir con Él a la Cruz. Son felices, según Jesús, los que lo contemplan y se suben con Él a la Cruz y son crucificados con Él. Veamos.
         “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos”. Jesús en la Cruz tiene alma de pobre, porque en la Cruz no hay seguridades materiales ni riquezas humanas que puedan socorrer, y así el que está crucificado, es pobre porque no cuenta con el auxilio de nadie, sino solo el auxilio de Dios.
“Felices los que lloran, porque serán consolados”. En la Cruz se llora, porque en la Cruz muere el hombre viejo, y por eso la Cruz duele, pero el dolor de la Cruz no es para siempre, y pronto viene el consuelo de Dios y ese consuelo no finaliza nunca.
“Felices los humildes, porque recibirán la tierra por herencia”. En la Cruz se aprende la humildad, porque se aprende la mansedumbre y la humildad del Sagrado Corazón; es la humildad que conquista al corazón de Dios, quien en recompensa concede a los humildes como herencia “los cielos y la tierra nueva”.
“Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. En la Cruz se sacia el hambre de Dios y la sed de que su Nombre sea conocido, amado, respetado, bendecido y glorificado por todos los hombres.
“Felices los misericordiosos, porque recibirán misericordia”. El que es crucificado con Jesús, es misericordioso, porque su sacrificio nunca se queda en sí mismo, sino que se dona a los demás, y por eso el que es crucificado con Jesús, recibe aquello mismo que en la Cruz da: misericordia.
“Felices los de corazón puro, porque ellos verán a Dios”. En la Cruz el corazón es purificado por el dolor y por la gracia santificante, y un corazón así purificado adquiere la capacidad de ver a Aquel a quien es imposible ver con un corazón impuro, Dios Uno y Trino.
“Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. En la Cruz y por la Cruz, Jesús establece la Paz de Dios con los hombres, sellando esta paz con su misma Sangre. Quien trabaja para que la paz de Cristo reine entre los hombres, es llamado “hijo de Dios”, porque hace el mismo trabajo del Hijo de Dios, Jesús.
“Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque el Reino de los cielos le pertenece”. Jesús fue perseguido por las fuerzas de las tinieblas, porque Él es el Rey de los cielos, Reino que es de luz y no de tinieblas; los que sean perseguidos a causa de la Buena Noticia, recibirán como herencia el Reino de los cielos, reino cuyo sol no es el astro del firmamento, sino el mismo Cordero de Dios en Persona.

Quien viva las Bienaventuranzas, es decir, quien sea crucificado junto con Cristo Jesús, será feliz, bienaventurado, dichoso, bendito, en esta vida y en la otra.

sábado, 8 de junio de 2013

“Mujer, no llores”


(Domingo X - TO - Ciclo C – 2013)
         “Mujer, no llores” (Lc 23, 27-31). En el episodio del Evangelio, Jesús se encuentra con un cortejo fúnebre: se trata del hijo único de una viuda del pueblo de Naím. La escena es desgarradora, puesto que el dolor abruma a la mujer: ha perdido a su esposo y ahora ha perdido a su hijo, lo cual quiere decir que ha perdido todo, porque se trata de un hijo único. Al encontrarla, Jesús la consuela diciéndole: “Mujer, no llores”. No se trata de un mero consuelo moral; no se trata del auxilio psicológico, moral y espiritual de quien se compadece de aquel que ha perdido a un ser querido. Se trata de un consuelo imposible de dar por cualquier creatura, puesto que a sus palabras le acompaña el milagro de la reanimación o resurrección, en el sentido de la re-unificación del alma con el cuerpo, resurrección que si bien será solo temporal –el hijo volverá a morir años más tarde- es sin embargo una prefiguración de la resurrección en la gloria en la otra vida.
“Mujer, no llores”. Las palabras de Jesús provocan un profundo impacto en lo más hondo del ser de la madre del joven muerto, y no se debe a que llegan en un momento justo, o que es lo que estaba esperando escuchar, como si se tratara de una frase de ocasión. Tampoco calman su dolor porque Jesús le haya anunciado que resucitará a su hijo. Las palabras impactan en el alma de la mujer, que hasta ese momento estaba transida de dolor, porque son las palabras de un Dios que habla con su voz de eternidad, a través de la humanidad de un hombre que a simple vista parece como cualquier otro hombre, pero que es en realidad el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth. Las palabras pronunciadas en el tiempo por el hombre Jesús de Nazareth son palabras pronunciadas en la eternidad por Dios Uno y Trino, por las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Es por esto que al decirle Jesús a la mujer: “No llores”, no lo está diciendo como una frase de ocasión, aunque sentida, pero de ocasión, sin poder dar en realidad el fundamento por el cual no deba llorar. Cuando Jesús le dice: “No llores”, es Dios Padre quien le dice: “No llores, Yo Soy su Creador, y amo tanto a tu hijo, que he enviado a mi Hijo Único a que muera en la Cruz para salvarlo. No llores, porque la Sangre de mi Hijo lo rescatará, en el tiempo y en la eternidad; lo resucitará por un poco en el tiempo y luego para siempre en la vida eterna”. Cuando Jesús le dice a la mujer: “No llores”, es Dios Hijo quien le dice: “No llores. Yo Soy su Redentor, y amo tanto a tu hijo, que he venido a este mundo, a pedido de mi Padre del cielo, para morir en cruz y destruir la muerte, para que todos reciban mi Vida, que es la vida eterna. No llores, porque lo uniré a mi Pasión y Muerte y así su muerte quedará absorbida en la Cruz y cuando eso suceda, le infundiré la Sangre de mi Corazón traspasado, Sangre que contiene la Vida eterna. No llores, porque tu hijo por Mí vivirá para siempre y nunca más te separarás de él”. Cuando Jesús le dice a la viuda de Naím: “Mujer, no llores”, es Dios Espíritu Santo quien le dice: “No llores. Yo Soy el Amor Santo de Dios, y amo tanto a tu hijo, que he sido Yo, unido al Padre y al Hijo, quienes hemos decidido perdonar sus culpas por amor y por amor infundirle nueva vida, la Vida eterna del Ser trinitario, vida eterna que es en sí misma Amor divino, eterno, inagotable, incomprensible. No llores, porque las Tres Personas de la Trinidad amamos a tu hijo inimaginablemente más de lo que lo amas tú, que eres su madre, y porque lo amamos, por pedido del Padre, lavaremos sus culpas y destruiremos sus pecados en la Sangre del Cordero, para que así embellecido por esta Sangre preciosa, sea revestido en el Amor trinitario, Amor que lo hará vivir para siempre en la feliz eternidad, eternidad que vivirás junto a él para siempre, para nunca más separarte. No llores”.

Esto que Jesús dice a la viuda de Naím, nos lo dice a todos los que hemos perdido un ser querido y esperamos el dulce reencuentro con ellosen Cristo, por su infinita misericordia.

jueves, 6 de junio de 2013

“Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante”


“Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante” (Mc 12, 28-34). En este mandamiento está resumida toda la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo; es el mandamiento en el cual se concentran todos los demás, y por el cual todos los demás alcanzan su máxima plenitud. La razón por la cual en el mandamiento del Amor se cumple toda la ley, es que “Dios es Amor”, y por lo tanto sólo quien ama –a Dios y al prójimo- se vuelve semejante a Dios-Amor; sólo quien crea actos de amor, que son una participación al Gran Acto de Amor eterno que es Dios en sí mismo, puede unirse a ese Dios-Amor. Quien no posee amor –porque no quiso, libremente, crear actos de amor, tanto a Dios como al prójimo-, ese tal no puede participar del Gran Amor Increado que es Dios Uno y Trino.
         Cuando Jesús nos ordena “amar a Dios y al prójimo”, no nos está ordenando algo contrario a nuestra naturaleza humana, ni nos está ordenando hacer algo de modo forzado o ajeno a nuestro más íntimo ser; por el contrario, nos está estimulando a que pongamos por acto aquello para lo cual fuimos creados: el amor. Fuimos creados por el Amor para amar y así hacernos partícipes del Amor Increado, y es por esto que en el amor –espiritual, puro, amor de Cruz, como el de Jesús- encontramos la plenitud de nuestro ser y la realización plena de nuestro deseo de ser felices.
         Por el contrario, la negación del Amor debido a Dios y al prójimo –a Dios se lo debe amar por ser quien Es, Dios de majestad infinita, y al prójimo, porque es la imagen viviente de Dios-, provoca en el alma una gran desazón, un gran vacío interior, que no puede ser llenado con ningún otro amor que, dicho sea de paso, al no encuadrarse en el Amor a Dios, es siempre espúreo y causa de infelicidad.

         “Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante”. Quien se decide por vivir el Primer Mandamiento en esta vida, gozará del Amor eterno de Dios Uno y Trino en la otra vida, para siempre, en una medida y en una intensidad que no es ni siquiera posible de imaginar, porque todo su ser creatural quedará absorto en la contemplación de la hermosura inabarcable del Ser divino trinitario.

martes, 4 de junio de 2013

"A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César"


"A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César" (Mc 12, 13-17). Los fariseos intentan tender una trampa a Jesús, pero ellos mismos quedan atrapados. Preguntan a Jesús si es contrario a la Ley pagar el impuesto al César, con lo cual creen que pueden atrapar a Jesús con cualquier respuesta que de: si dice que sí hay que pagar el impuesto, lo acusarán de colaboracionista con el imperio romano que oprime al pueblo; si contesta que no hay que pagar el impuesto, lo acusarán ante el César de revolucionario que incita a la rebelión contra el emperador. 
Sin embargo, la respuesta de Jesús los deja sin palabras: "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César", es decir, de Dios es el alma, el corazón y todo el ser, por lo que a Dios se le debe dar lo que le pertenece: el alma, el corazón, y todo el ser, y esto se hace por medio de la oración; al César, gobernante del mundo, le pertenecen las cosas del mundo y aquello por lo que se mueven los que pertenecen al mundo, es decir, el dinero con el que se pagan los impuestos, y por lo tanto, se deben pagar los impuestos.
    "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César". A Dios la oración y la adoración eucarística
, que constituyen las riquezas que hay que atesorar en el cielo, y al César lo que le pertenece, el dinero, que desaparecerá al final del tiempo, cuando la figura de este mundo de paso a los "cielos nuevos y tierra nueva" que inaugurarán el reinado universal de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.