sábado, 31 de agosto de 2013

“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.


(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2013)
         “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Con la parábola de un invitado a una fiesta que inoportunamente se sienta en el lugar del dueño de casa, siendo desalojado de este lugar cuando el dueño llega a la fiesta, Jesús nos quiere hacer ver la peligrosidad de la soberbia para la vida espiritual: “El que se ensalza, será humillado”, nos dice Jesús, como este invitado inoportuno. Con el ejemplo contrario, el del invitado que sabe que el lugar central en el banquete corresponde al dueño de casa y no a él y, por lo tanto, se sienta en un lugar alejado y así es llamado por el dueño de casa a ocupar un lugar cercano a él, Jesús nos quiere hacer ver la importancia fundamental de la humildad para la vida espiritual: “El que se humilla, será ensalzado”.
         Jesús nos llama, por lo tanto, a evitar la soberbia, ese pecado capital que nos hace desear ser estimados, aplaudidos, considerados, y que nos provoca una gran tristeza en el alma cuando alguien nos hace ver nuestros defectos o nuestras limitaciones, cuando alguien nos corrige, o cuando no nos tienen en cuenta. La soberbia es la raíz de todos los males del alma, porque le impide vivir en paz consigo misma y con los demás, desde el momento en que no permite perdonar ni pedir perdón, y esta es la razón por la cual constituye la ruina para la vida espiritual. La soberbia provoca temor a las situaciones de humillación, desprecio, reprensión, calumnias, olvidos, injurias, y entristece al alma con la sola posibilidad de ser juzgada con malicia, y hace que el alma se esfuerce por evitar, por todos los medios posibles, la humillación.
La humildad, por el contrario, no tiene temor a todas estas cosas, y si suceden, hace que el alma las acepte con paciencia y resignación, lo cual le proporciona paz y es causa de crecimiento interior.
El alma humilde no solo no se entristece porque otros sean más amados que ella, sino que desea fervientemente que los demás sean más estimados que ella; desea que los demás sean más estimados, que los otros sean preferidos a ella en los puestos o cargos que ella desearía, etc. Es decir, el alma humilde desea –y si no lo desea, pide la gracia de desearlo- que los demás sean preferidos a ella y que sean más santos que ella, con tal de que ella sea lo más santa que pueda.
“El que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado”, nos dice Jesús, advirtiéndonos del peligro de la soberbia y del beneficio espiritual que significa la humildad.
Ahora bien, la enseñanza final de la parábola va más allá del simple hecho de evitar el pecado y de simplemente vivir la virtud, porque tanto el pecado de la soberbia, como la virtud de la humildad, nos remiten y comunican, por participación, a las realidades sobrenaturales de la vida eterna: la soberbia hace partícipe al alma del pecado del ángel caído, quien precisamente fue el autor y creador de la soberbia en su negro y pervertido corazón angélico, mientras que la humildad nos hace participar de la humildad y mansedumbre del Sagrado Corazón de Jesús, el Cordero manso y humilde que, aceptando voluntariamente la humillación de la Pasión y Muerte en Cruz, nos abrió las puertas del cielo y la felicidad eterna, la contemplación cara a cara de las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Ser partícipes del Amor del Sagrado Corazón de Jesús: esta es la razón última por la cual debemos evitar, al precio de la vida, el pecado de soberbia, y cultivar, con el mayor sacrificio, la virtud de la humildad.

domingo, 25 de agosto de 2013

"¡Ay de vosotros, cristianos tibios, que apreciáis más el mundo que el Santísimo Sacramento del altar!"


“¡Ay de vosotros, fariseos, que apreciáis más el oro que el altar!” (Mt 23, 13-22). Jesús reprocha a los fariseos el hecho de que para estos tenga más valor el oro que el altar, “que hace sagrado el oro”. Los fariseos han invertido los valores religiosos, y así lo material ha quedado por encima de lo espiritual; la creatura por encima del Creador; el oro por encima del altar. Si bien esta inversión de valores es grave, es solo una consecuencia de un hecho aún más grave, y es el haber desalojado del corazón a Dios, para suplantarlo y colocar en su lugar un ídolo mudo, el oro, el cual, en la perspectiva de Jesús, tiene valor –es sagrado- sólo en tanto y en cuanto es ofrendado en el altar, pero fuera de esta condición, no tiene valor en sí mismo, porque de nada sirve para el Reino de los cielos.
El Pueblo Elegido ya había cometido este pecado antes, cuando construyó el becerro de oro, un ídolo, despreciando los Mandamientos de la Ley de Dios que les traía Moisés.
Esto se repetirá luego en el juicio inicuo sufrido por Jesús en la Pasión, cuando la multitud prefiera a Barrabás, un delincuente y homicida, a Jesús, el Cordero de Dios.
Pero no son los fariseos los únicos en invertir los valores como consecuencia de expulsar primero a Dios del corazón: la inmensa mayoría de los cristianos de hoy cometen el mismo pecado, desde el momento en que abandonan de modo masivo la Iglesia y sus sacramentos, principalmente la Santa Misa, para inclinarse a ídolos de pies de barro, como el fútbol, la música, la política, el dinero, el placer, el poder.

Frente a esta apostasía reinante en la Iglesia, apostasía por la cual los cristianos dan más valor al mundo que a Dios que se ofrece a sí mismo en la Eucaristía, las palabras de Jesús podrían quedar así: “¡Ay de vosotros, cristianos tibios, hipócritas, guías ciegos, insensatos, que dáis más valor al mundo y a sus espejismos, que al Santísimo Sacramento del altar!”.

sábado, 24 de agosto de 2013

"Traten de entrar por la puerta estrecha"


(Domingo XXI - TO - Ciclo C - 2013)
"Traten de entrar por la puerta estrecha". Ante la pregunta de un doctor de la Ley, acerca de si es verdad que "los que se salvan son pocos", Jesús no le responde directamente, sino con una parábola que va mucho más allá de lo que quiere saber el doctor de la ley. La parábola describe la siguiente situación: una casa, en la que se celebra un banquete, y por lo tanto hay luz, alegría y un ambiente de pacífica fiesta; un dueño de casa, que en un momento determinado "se levanta y cierra la puerta", impidiendo así la entrada, de modo definitivo, de "muchos" que no entrarán nunca a su casa; en contraposición al ambiente de paz y de alegría que reina en la casa, "afuera" de la misma, se vive un clima horrendo: hay "llanto y rechinar de dientes"para los que quedan afuera, lo cual da indicio de que son agredidos por una fuerza maligna -tal vez bestias salvajes- que les provocan terribles heridas, al punto de provocar, precisamente, el llanto y el rechinar de dientes, a causa del dolor; el grupo de personas que queda fuera de la casa, en las tinieblas, es un grupo especial: conocen al dueño de casa -"Hemos comido y bebido contigo" y "Has predicado en nuestras plazas"- y lo llaman "Señor", pidiéndole que les permita pasar, pero el dueño sorpresivamente les dice que "no los conoce"; el otro elemento presente en la parábola es la misteriosa puerta de entrada a la casa: es el único lugar por el cual se accede a la casa, a la par de que es muy estrecha, lo cual hace difícil su franqueo; al parecer, el dueño de casa está esperando una señal para "levantarse y cerrar la puerta"; por último, Jesús dice, con respecto a esta casa y su ingreso, que "los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos".
¿Por qué Jesús responde con esta parábola y qué quieren decir sus elementos? 
Porque con la parábola Jesús responde a algo más profundo que simplemente saber si salvan muchos o pocos, sino que abarca el tema de cómo salvar el alma.
La parábola se refiere a dos cosas distintas: al día de la muerte de cada persona en particular -día en el que el alma recibe el juicio particular-, como así también el día del Juicio Final.
Interpretando a la parábola en el segundo sentido, podemos tratar de dilucidar qué realidades sobrenaturales representan sus distintos elementos: la casa es la Casa del Padre, es decir, el Reino de los cielos; en la misma hay un ambiente de paz, de felicidad y de fiesta, porque en el Cielo está Dios, que es la fuente de la alegría, del amor y de la paz, y la fiesta es una fiesta de bodas, organizada por el Padre para su Hijo Dios, que se ha desposado en nupcias místicas con la humanidad, en la Encarnación; el dueño de casa que "se levanta y cierra la puerta", es el Último Día de la humanidad, el Día del Juicio Final -el Día de la ira de Dios-, en el que finalizará el tiempo humano, para dar lugar a la eternidad, la cual será de alegría para unos, y de dolor para otros; el lugar "fuera de la casa", en donde hay "llanto y rechinar de dientes", es el infierno, en donde los condenados quedarán librados, sin protección divina de ninguna clase, a la malicia, odio y perversidad de los demonios, los cuales provocarán heridas y dolores lacerantes a los condenados, en un clima de oscuridad, terror y pánico, que no finalizará nunca; los condenados, los que quedan fuera de la casa, son los malos cristianos: son cristianos, porque conocen al dueño de la casa, ya que asistían a Misa -"Hemos comido y bebido contigo"- y escuchaban la Palabra de Dios -"Has predicado en nuestras plazas"-, pero son malos, en el sentido de que a pesar de asistir a Misa y comulgar y escuchar la Palabra de Dios, no han obrado el bien y, por el contrario, han obrado el mal, lo cual ha provocado el cansancio y hastío del dueño de casa, que harto de la impenitencia de estos malos cristianos, ha decidido cerrarles la puerta de entrada para siempre; el dueño de casa, Dios Padre, no los conoce, porque están en pecado mortal, es decir, no están en estado de gracia y por lo tanto no poseen la imagen de su Hijo Jesús en ellos, lo cual hace que los desconozca; la puerta de entrada, el único lugar por el que se puede acceder a la casa, es la Cruz de Jesús: el único camino de salvación es Jesús crucificado, y esto hace que aquel que rechaza y desprecia la Cruz, vea negado para siempre su ingreso en el Reino de los cielos; finalmente, los "últimos" que son "primeros", son los buenos cristianos que, para el mundo, son últimos -el mundo rechaza e ignora a Cristo y por lo tanto también a aquellos que buscan imitarlo-, mientras que los "primeros" que son "últimos", son los cristianos malos, mundanos, que no viven en estado de gracia a causa de su mundanidad y, por lo tanto, son desconocidos por Dios, quien no les permite la entrada en el Reino de los cielos, convirtiéndose así en últimos.
"Traten de entrar por la puerta estrecha". El Evangelio de hoy nos advierte acerca de la necesidad imperiosa de tomar la Cruz de cada día y seguir a Jesús por el Camino Real del Calvario, para así poder entrar al Reino de los cielos. La "puerta estrecha" es la Cruz de Jesús, y solo a través de ella puede el alma salvar su alma y entrar en la Casa del Padre para participar, por toda la eternidad, de la fiesta de bodas de su Hijo Jesús con la humanidad.

lunes, 19 de agosto de 2013

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”


“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme” (Mt 19, 16-22). Ante la pregunta de un joven acerca de qué es lo que hay que hacer para ganar la vida eterna, Jesús le dice que, además de cumplir los mandamientos de Dios, debe “vender todo lo que tiene, darlo a los pobres” y “seguirlo”. Una vez obtenida la contestación, el Evangelio dice que el joven “se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes”. Este pasaje puede interpretarse en dos sentidos: en el sentido del llamado a la vida religiosa –sacerdocio, vida consagrada-, o en un sentido más lato. En el primer sentido, Jesús pide, a aquellos a quienes Él elige para que abracen la vida religiosa, que literalmente lo dejen todo y lo sigan por el camino de la Cruz. La vida religiosa y el estado de vida consagrada, son un anticipo del cielo, en cuanto que se realizan, de modo anticipado, lo que será la vida en el Reino de Dios Padre: allí los hombres vivirán en una fiesta eterna, sin fin, celebrando el desposorio del Hijo de Dios con la humanidad, y es este desposorio, precisamente, lo que fundamento y da su sentido más profundo a la vida religiosa y a la castidad que es esencial observar en la vida religiosa; en el cielo, no habrá necesidad alguna de bienes materiales, y este es el motivo de la pobreza en la que deben vivir quienes entran en la vida religiosa; en el cielo, los bienaventurados contemplarán a Dios cara a cara, y serán como los ángeles, en el sentido de que, extasiados por la contemplación y participación en el Amor divino, amarán la Divina Voluntad por encima de todas las cosas, y esto es lo que está significado en la obediencia religiosa, mediante la cual el religioso ve, en su superior, la amorosa Voluntad Divina sobre él.
En el otro sentido en el cual pueden interpretarse las palabras de Jesús, más lato, es en el referido a la vida cotidiana: a todos, religiosos o no, quiere Jesús en la vida eterna, y para ganar la vida eterna, hay que desapegarse de los bienes materiales –“vende todo lo que tienes”-, y usar de ellos para obrar las obras de misericordia para con los más necesitados –“dalo a los pobres”-, aunque el “vender todo lo que se tiene” puede interpretarse también como el despojarse del hombre viejo y sus pasiones desordenadas, para dar “al pobre”, es decir, al prójimo, la riqueza de la gracia del hombre nuevo.

Ahora bien, tanto en uno como en otro sentido, sea que Jesús pida literalmente el despojo de los bienes materiales, como en el caso de la vida consagrada, o que pida solamente el desapego de ellos para compartirlos, como en el caso de la vida laical, o que se refiera al despojo del hombre viejo y sus pasiones, en todos los casos, hay algo que es imprescindible hacer para ganar el Reino de los cielos, y es el seguirlo, por el Camino de la Cruz. Sólo así podrá el alma vivir la alegría en esta vida -el joven del Evangelio "se retira triste" porque no es capaz de hacerlo- y, sobre todo, vivir en la alegría que no tiene fin, porque así será capaz de ganar “el tesoro” de valor inestimable, la vida eterna.   

viernes, 16 de agosto de 2013

“No he venido a traer la paz, sino la división”


(Domingo XX - TO - Ciclo C - 2013)
         “No he venido a traer la paz, sino la división” (Lc 12, 49-53). Sorprende esta frase de Jesús, puesto que muchos asocian al cristianismo con un movimiento pacifista, que busca instaurar la paz fraterna entre todas las razas del mundo. Pero las palabras de Jesús deben ser interpretadas según lo que Él dice anteriormente: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y cómo quisiera ya verlo ardiendo”, porque el “fuego” que este fuego no es otra cosa que el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, que enciende a los corazones en Amor de Dios. Y si Jesús ha venido a traerlo, y quiere verlo ardiendo, es porque en este mundo no hay de este fuego y por lo tanto los corazones no arden en el Amor de Dios. Ahora bien, al no haber Amor de Dios en los corazones, al no estar encendidos en su Amor, como consecuencia de la caída de la humanidad a causa del pecado original, los corazones están fríos y entenebrecidos, oscuros, porque carecen del fuego, que da luz y calor al mismo tiempo. Es por esto que en las Escrituras: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar el mundo que yace en tinieblas y en sombras de muerte”. Y esta oscuridad y frialdad del corazón, que es ausencia del Fuego del Amor divino, de su luz y de su calor, es enemistad de los hombres contra Dios y amistad con el demonio, puesto que es en su corazón angélico de donde se origina este abismo de iniquidad y perversión, porque fue allí en donde por primera vez el Amor de Dios se ausentó, para dar paso al odio angélico.
         Al traer el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, Jesús viene a romper con esta enemistad de los hombres contra Dios, convirtiendo al hombre de enemigo en amigo de Dios. Pero al tiempo que convierte al hombre de enemigo en amigo de Dios, invierte también la relación que el hombre tenía con el demonio, que era de amistad –por eso es que el hombre sin Dios cumple los mandamientos de Satanás, porque es su “amigo”-, convirtiéndolo en enemigo del demonio. Este es el motivo por el cual los hijos de Dios, que son los hijos de la Virgen, están enemistados con la Antigua Serpiente, según le dice Dios a la Virgen en el Génesis: “Pondré enemistad entre ti y la serpiente, entre tu descendencia y la suya”. De esta manera el hombre, encendido en el fuego del Amor de Dios, se convierte en amigo de Dios y en enemigo de Satanás; deja de cumplir los mandamientos del Demonio, para comenzar a cumplir los Mandamientos de Dios, y aquí está la ausencia de paz y la división que viene a traer Jesús: si los hombres, enemigos de Dios y aliados del Demonio vivían en la falsa paz del Demonio, cumpliendo sus mandamientos, ahora, aquellos hombres que por la acción del Espíritu Santo traído por Jesús -efundido con su Sangre desde su Corazón traspasado en la Cruz-, se convierten en amigos de Dios, son sin embargo, al mismo tiempo, enemigos de los hombres que continúan obrando las obras de las tinieblas.
         La división que pone Jesús entre los hombres, entre los miembros de una misma familia, y la ausencia de paz que esto conlleva, es la división y ausencia de paz que existe entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas; entre los que cumplen los Mandamientos de Dios, y los que cumplen los mandamientos de Satanás; entre los hijos de la Mujer del Génesis, la Virgen María, que aplastará la cabeza de la Serpiente Antigua al fin de los tiempos, y los hijos de las tinieblas, los hombres asociados en el mal al Ángel caído, los hombres que, por
de Dios y su Iglesia, entonces es mala señal; es señal de que ese cristiano se ha aliado a sus enemigos y se ha vuelto enemigo de Dios. Y si los tiene por propia voluntad, están destinados a la eterna perdición.

         “No he venido a traer la paz, sino la división”. Si el cristiano no tiene por enemigos a los enemigos enemigos, es buena señal; es señal de que, al igual que Jesús, que dio la vida por quienes le quitaban la vida, él también está llamado a “amar a sus enemigos”, dando por ellos su vida en la Cruz, la Cruz de Jesús. 

martes, 13 de agosto de 2013

“El que no se haga como niño no entrará en el Reino de los Cielos”


“El que no se haga como niño no entrará en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 1-14). Jesús quiere que “seamos como niños” para así poder entrar en el Reino de los cielos. No entrará en el Reino de los cielos quien ostente la inteligencia y la fortaleza que caracterizan a la edad adulta, sino aquel que sea inocente, porque la inocencia, es decir, la ausencia de maldad y la bondad de corazón, que son las cualidades que caracterizan a la niñez. Pero, ¿se trata de la niñez que conocemos? Sí y no. Sí, porque el niño es inocente; no, porque el niño tiene la mancha del pecado original y la concupiscencia.
Es decir, Jesús quiere que seamos como niños, en cuanto a la inocencia –ausencia de malicia y bondad de corazón-, y por esto nos sirve considerar cómo es la inocencia en un niño, pero, al mismo tiempo, hasta lo más inocente del hombre, como es la niñez, está manchado con el pecado original, lo cual hace que esta inocencia de la niñez humana no sea perfecta y, además, vaya desapareciendo –en la mayoría de los casos- de forma paralela al crecimiento, al paso de la edad. De esta manera, la inocencia humana no es el espejo en el que debemos reflejarnos, si queremos ser como niños, tal como lo pide Jesús.
         Cuando Jesús que seamos como niños -“El que no se haga como niño no entrará en el Reino”-, nos está diciendo que debemos adquirir, ante todo, otro grado de inocencia, no solo no manchada con el pecado original, sino que es a la vez la fuente de toda inocencia. Se trata ante todo de otra niñez: la de la vida espiritual dada por la gracia santificante, la cual proporciona otra inocencia, diversa a la humana, y no contaminada por el pecado original, como esta, y es la inocencia del Ser divino trinitario, que es la misma inocencia de las Tres Divinas Personas, que es la misma inocencia de Jesús, el Cordero Inocente, que es la misma inocencia de María Santísima, Madre de Dios, y que es la misma inocencia que poseen, por participación, los ángeles y los santos en el cielo.

         “El que no se haga como niño no entrará en el Reino”. Podríamos parafrasear a Nuestro Señor y decir: “El que no posea la inocencia de la gracia santificante, no entrará en el Reino de los cielos”.

lunes, 12 de agosto de 2013

“Quedaron apenados cuando les anunció que lo matarían y resucitaría”


“Quedaron apenados cuando les anunció que lo matarían y resucitaría” (Mt 17, 22-27). El estado anímico de los discípulos –“quedaron apenados”, dice el Evangelio-, ante el anuncio de Jesús de su misterio pascual –lo matarían pero luego habría de resucitar-, demuestra una ausencia de comprensión del misterio pascual del Hombre-Dios; demuestra que los discípulos están aferrados a este mundo efímero y a sus seguridades; demuestra que están apegados a esta vida terrena, que es perecedera y se acaba pronto, tal como lo dice el Salmo: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo” (cfr. Salmo 143); la tristeza de los discípulos ante las palabras de Jesús demuestra que no solo están apegados a esta vida y a sus espejismos, sino que no conocen las hermosuras inconcebibles de la vida eterna; los discípulos se entristecen porque no entienden el alcance de las palabras de Jesús, no entienden qué significa “resucitar”; no entienden que con su muerte en Cruz y con su Resurrección, Jesús no solo derrotará definitivamente a los tres enemigos mortales de todo hombre, el demonio, el mundo y el pecado, sino que les abrirá las puertas de los cielos, les abrirá un horizonte impensado, inimaginable, la vida de la gracia en esta vida y la vida de la gloria divina en la vida futura; no entienden que por la Resurrección, será cancelado el destino de muerte de la humanidad, destino al que se dirigía irremediablemente desde el pecado original de Adán y Eva, pero que ahora ha sido cancelado para siempre por Jesús, concediendo al mismo tiempo un nuevo destino, un destino de vida y de vida eterna, la vida misma de la Trinidad. Los discípulos se entristecen porque no entienden que Jesús morirá, sí, y morirá de muerte cruenta, la muerte de Cruz, pero resucitará lleno de vida, de luz y de gloria divina, y en su Resurrección triunfal conducirá a toda la humanidad al cielo, al Reino de su Padre, dejando atrás definitivamente este mundo, que vive “en sombras de muerte”, y esta vida terrena, que por terrena es efímera y pasajera. Pero sobre todo, los discípulos no entienden que su muerte en Cruz y Resurrección, misterio pascual por el cual ingresa en el tiempo humano la eternidad divina y se concede a los hombres la vida misma de Dios Uno y Trino, se hará presente “todos los días, hasta el fin del mundo”, por medio de la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, su Presencia divina y gloriosa, consuelo celestial para quienes atraviesan este “valle de lágrimas” en su peregrinar hacia la vida eterna.

“Quedaron apenados cuando les anunció que lo matarían y resucitaría”. Las tribulaciones de la vida, participaciones a la Pasión y Cruz de Nuestro Salvador Jesucristo, no deben apenarnos ni entristecernos, porque la fuente de nuestra alegría es Cristo, muerto y resucitado, que desde la Eucaristía nos dice: “No te apenes, Yo he vencido al mundo; esta vida y sus pruebas pasan pronto, y luego llega la alegría de la vida eterna. No te apenes en la prueba, Mi Presencia en el sagrario es un anticipo del gozo que experimentarás en el cielo: ¡Alégrate!”.

sábado, 10 de agosto de 2013

“Estén preparados porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”

(Domingo XIX – TO – Ciclo C – 2013)
“Estén preparados porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 35-40). Jesús plantea en este Evangelio la necesidad de estar preparados para su llegada, la llegada del Hijo del hombre, que no es otra cosa que el día de nuestra muerte. Jesús llegará ese día, solo conocido por Dios –“No sabéis ni el día ni la hora”-, sin avisar, sin que nos demos cuenta, y esa es la razón por la cual debemos estar preparados. Jesús utiliza dos figuras para darnos una idea de en qué consiste nuestra preparación: la primera, es la de un servidor que sabe que su amo debe regresar, luego de una fiesta de bodas; la segunda, es la de un dueño de casa, que puede saber o no a qué hora está por venir el ladrón.
Cada elemento de ambas figuras -el servidor y el dueño de casa- representa una realidad sobrenatural: el sirviente somos todos y cada uno de nosotros, que estamos en una casa que no es nuestra, sino de nuestro Amo, Dios y Señor, Jesús, porque la vida la tenemos prestada, para ganarnos el cielo; los objetos con los que el siervo espera a su amo, “las velas encendidas” y “la túnica ceñida”, también representan simbólicamente realidades sobrenaturales: las velas encendidas representan la fe viva en Jesucristo como Hombre-Dios, y porque es una fe viva y no muerta -como lo sería una vela encendida-, es una fe activa, operante, que es la que debe dirigir mis pensamientos, mis deseos y mis movimientos; una fe viva, una vela encendida, significa que creo en Cristo Jesús, el Hombre-Dios, y no en el "Cristo cósmico" de la Nueva Era; una fe viva, una vela encendida, significa que creo que Jesús me salva por su Cruz, y que si rechazo la Cruz -una enfermedad, una tribulación-, estoy rechazando al mismo Jesús, que por Amor me hace partícipe de su Cruz; una fe viva, una vela encendida, significa que creo que Cristo Jesús me salva por su gracia, y que sin Él y su gracia "nada puedo hacer", literalmente, ni siquiera respirar. Esto es lo que representa la vela encendida, la fe viva y operante en Cristo Jesús; lo opuesto es una vela apagada, con el pabilo humeante con humo negro: es una fe muerta, sin obras; es la fe sin vida, que no me ayuda para vencer la pereza, sea corporal o espiritual; es la fe muerta que no me mueve a obrar el bien para con mis hermanos. Jesús no quiere esta fe, sino una fe viva, activa, y por eso nos da la imagen del sirviente con las "velas encendidas". 
A su vez, la túnica ceñida representa aquello que es precisamente el fruto de esa fe viva, las obras de misericordia -corporales y espirituales-, porque el que se ciñe la túnica es el que está de pie, despierto, vigil, activo, a diferencia del que duerme, que desajusta su túnica y su cinturón. Pero la túnica ceñida también tiene otros significados, como la templanza y moderación en la comida y en la bebida, además de representar la castidad, la pureza de cuerpo y de alma. 
El otro elemento de la parábola de Jesús es el amo que regresa de la fiesta de bodas: representa nada menos que a Jesús, que vuelve de la fiesta de sus propias bodas, puesto que Él, como Dios Hijo, se ha desposado, en la Encarnación, con la humanidad.
El Amo -Jesús- regresa a la madrugada; el sirviente sabe que está por regresar, sabe que regresará con toda seguridad, pero no sabe a qué hora lo hará -y aquí se prueba su fidelidad, si está o no atento a cuando regrese su amo-; esta hora incierta de la llegada del Amor, es la hora y el día de nuestra muerte: sabemos que hemos de morir, algún día, sin dudas, pero no sabemos cuándo será, y por esto es que Jesús nos pide que "estemos preparados". En esta figura, si el amo encuentra a su sirviente con las velas encendidas y la túnica ceñida, hará algo inaudito: él mismo “pondrá a servirlo, se recogerá su túnica y lo hará sentar a la mesa”. Esto significa que le dará un premio inesperado e inmerecido –porque el sirviente simplemente está cumpliendo su deber-, lo cual habla de la generosidad y la alegría del amo. Esto significa el premio que dará Jesús a los que estén preparados en el día de la muerte, un premio totalmente inmerecido y es la vida eterna.
En la otra figura, un dueño de casa, si sabe a qué hora llegará el ladrón, no se va a dormir, sino que lo espera para atraparlo, o bien da aviso a la policía; si no sabe a qué hora viene el ladrón, entonces se descuida y el ladrón entra en su casa. Jesús viene de modo sigiloso, como un ladrón –Él roba el amor de nuestros corazones-; los dueños de casa somos nosotros, y como sabemos que va a venir, aunque no sabemos ni el día ni la hora, debemos estar preparados, para atrapar su Sagrado Corazón y quedárnoslo para nosotros para siempre.
Cuando Jesús llegue, en la hora de nuestra muerte, nos dirá: "He venido a buscarte, dame tu fe, tu alma en gracia y tus buenas obras, y ven conmigo". ¿Cómo le responderemos a Jesús? ¿Como el buen sirviente, que le dice: "Jesús, te estaba esperando; toma mi fe, mi alma en gracia y mis buenas obras, y llévame contigo"? ¿O responderemos como el mal sirviente, que le dice: "Déjame tranquilo, no quiero ir contigo, quiero quedarme con mis cosas"?
Jesús quiere que "estemos preparados" para la muerte, es decir, quiere que seamos como el sirviente bueno y como el dueño de casa que sabe que el ladrón está por llegar.
¿Cómo estar preparados para la muerte, tal como nos pide Jesús? Viviendo la fe en Cristo Jesús, conservando e incrementando el estado de gracia, y obrando la misericordia. De esa manera, el día de nuestra muerte, Jesús nos dará un premio inmerecido: la vida eterna en el Reino de los cielos y el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón.



miércoles, 7 de agosto de 2013

“Los cachorros comen las migajas de la mesa de sus dueños”



“Los cachorros comen las migajas de la mesa de sus dueños” (Mt 15, 21-28). La respuesta de la mujer cananea agrada tanto a Jesús, que la felicita y le concede el milagro que buscaba: la curación de su hija: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo! Y en ese momento su hija quedó curada”. Lo que agrada a Jesús es su fe, pero también su profunda humildad, que es el requisito necesario para el acto de fe: la mujer cananea no solo no se ofende cuando Jesús la compara indirectamente con unos cachorritos, sino que profundiza su acto de humildad, asimilando para sí esa comparación, dando lugar a la plena manifestación de su fe: “¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños!”. La secuencia en la mujer cananea es entonces: humildad, fe, y don de Dios, concretado en el milagro de curación de su hija.
Del episodio se ve que la humildad es un requisito indispensable para la acción de la gracia, porque luego de su acto de humildad, recibe la gracia para el acto de fe que ya venía insinuándose. Pero la gracia es anterior al acto no solo de fe, sino de humildad, porque no haría ese acto de humildad, sino hubiera recibido ya en cierto modo, la gracia para hacerlo. Si la mujer cananea hubiera rechazado la primera gracia, la de la humildad, y hubiera demostrado ese rechazo a través de un acto de soberbia, inmediatamente se habría bloqueado la gracia para el acto de fe.
Todo acto de soberbia es una participación, aunque sea pequeña, al gran acto de soberbia de aquel que creó la soberbia en su ennegrecido y duro corazón angélico, soberbia que le valió la expulsión del cielo para siempre.

La mujer cananea es entonces un ejemplo para todo cristiano, puesto que muestra, además de humildad y fe, una gran sabiduría, al rechazar la soberbia, pecado capital que impide la acción de la gracia y el ejemplo es ante todo en el momento de recibir la Eucaristía, porque no puede recibir el Pan Vivo bajado del cielo, el Pan que Dios Padre sirve a sus hijos en la mesa del altar, quien tiene un corazón soberbio. 

martes, 6 de agosto de 2013

Transfiguración del Señor -


(Ciclo C – 2013)
Jesús se transfigura en el Monte Tabor, dejando resplandecer la fascinante luz de su gloria divina a través de su humanidad, e incluso, a través de su vestimenta. La gloria que envuelve en éxtasis de amor inenarrable a los ángeles en el cielo, se manifiesta ahora en el Monte Tabor, ante la vista azorada de los discípulos. Jesús, Dios Hijo humanado, suspende por unos instantes el milagro por el cual, desde su misma Encarnación, había impedido que se manifestara esta gloria divina, recibida del Padre desde la eternidad. Si Jesús no hubiera hecho este milagro en el momento de la Encarnación, el de suspender la manifestación visible de su gloria celestial, no le habría sido posible padecer la Pasión, porque la gloria divina, precisamente, concede al cuerpo humano, entre otras cosas, la impasibilidad, es decir, la capacidad de no sufrir absolutamente ningún dolor. Sin embargo ahora, en el Monte Tabor, suspende este milagro, para que su gloria sea manifiesta y visible a Pedro, Santiago y Juan y, a través de ellos, a toda la Iglesia de todos los tiempos.
La razón por la cual obra este prodigio, es la de conceder a sus discípulos la visión de la gloria de los cielos, para que cuando lo vean en las dolorosas y amargas horas de la Pasión, con su Cuerpo todo ensangrentado, todo cubierto de ardientes y sangrantes heridas, todo cubierto de polvo, de lodo, de moretones y de escupitajos, no se desanimen y no desfallezcan, sino que recuerden que Él es el Dios de gloria y majestad infinita. Jesús resplandece en el Monte Tabor, con un resplandor tan intenso, que hace parecer al astro sol como una oscura mancha, y esto lo hace para la contemplación de su divinidad y de su humanidad divinizada les otorgue paz y serenidad en los terribles momentos de la Pasión, cuando su Cuerp sacratísimo sea ultrajado y golpeado por los hombres con una violencia tal, que hará palidecer a los mismos ángeles. La Transfiguración de Jesús nos enseña que la Cruz de esta tierra se continúa con la Luz de la gloria eterna, y que las tribulaciones, dolores, penas, de esta vida, serán absorbidas para siempre en la gloria de su divinidad.
En el momento en que la luz de su divinidad resplandece a través de su humanidad santísima, se escucha la voz del Padre, porque lo del Monte Tabor es obra del Padre, porque la gloria que se manifiesta a través de Jesús de Nazareteh, es la gloria que Dios Hijo recibió desde toda la eternidad en el seno del Padre; el Monte Calvario, por el contrario, es obra de los hombres, que en vez de gloria, lo cubren de ignominia y lo saturan de golpes y salivazos, infamias, y toda clase de ultrajes.

Jesús se transfigura en el Monte Tabor, descubriendo su divinidad a través de su humanidad, para que sus discípulos, y por lo tanto también nosotros, sepamos que a la luz se llega por la Cruz y también que no hay Cruz sin Luz. 

lunes, 5 de agosto de 2013

“Tomó los cinco panes y los dos pescados (…) los bendijo (…) y los distribuyó (…) Todos comieron hasta saciarse”



“Tomó los cinco panes y los dos pescados (…) los bendijo (…) y los distribuyó (…) Todos comieron hasta saciarse” (Mt 14, 13-21). La multiplicación de panes y peces es un milagro de omnipotencia, que demuestra la condición divina de Jesús. El hecho de la multiplicación requiere que sean creadas nuevos átomos y moléculas materiales, constitutivos de la materia del pan y de los peces, y esta creación es de la nada, es decir, sin una materia pre-existente. Es un milagro de omnipotencia, puesto que solo Dios Creador puede crear de la nada la materia y multiplicarla. En este sentido, el milagro de la multiplicación de panes y peces recuerda al milagro, también portentoso, de la Creación del mundo, que es realizada de la nada. El mismo Dios que creó el mundo, es el mismo Dios que ahora, encarnado en la Persona del Hijo, crea de la nada la materia de panes y peces. Con milagros de estas características, Jesús demuestra, de modo más que suficiente, que Él es quien dice ser: Dios Hijo, tan Dios como el Padre y el Espíritu Santo. A partir de este milagro, si alguien duda acerca de la condición divina de Jesús, lo hace solo porque quiere hacerlo, puesto que la prueba física del milagro corrobora la auto-proclamación de Jesús como Dios Hijo que proviene del Padre.
Ahora bien, esta prueba de omnipotencia divina no se limita a la multiplicación de panes y peces, puesto que Jesús continúa obrando en el mundo con su poder divino, y lo hace por medio de su Cuerpo Místico, la Iglesia. Este poder divino se manifiesta en la Iglesia ante todo en la Santa Misa, en donde Jesús obra un milagro infinitamente mayor que la multiplicación de la materia inerte de panes y peces: a través del sacerdocio ministerial, Jesús obra el milagro asombroso de la transubstanciación, por medio del cual la materia sin vida del pan y del vino se convierte en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.

Si en el Evangelio Jesús multiplica panes y peces, en la Iglesia, por medio del sacerdocio ministerial, Jesús transubstancia pan y vino en Cuerpo y Sangre de Jesús. Así, en el Evangelio se dice: “Tomó los cinco panes y los dos pescados (…) los bendijo (…) y los distribuyó (…) Todos comieron hasta saciarse”; en la Iglesia, se dice así: “Tomó el pan y el vino, pronunció las palabras de la consagración, y distribuyó la Eucaristía, todos comieron hasta saciarse con la substancia divina del Pan Vivo bajado del cielo”. 

sábado, 3 de agosto de 2013

“Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas”


(Domingo XVIII – TO – Ciclo C – 2013)
“Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Por medio de la parábola del rico egoísta y despreocupado, Jesús nos advierte acerca de la inutilidad de acumular bienes materiales en esta vida, y sobre la cercanía de la vida eterna, además de lo efímero de la vida terrena.
En la parábola, un hombre rico, que ya posee graneros y bienes materiales, ocupa sus pensamientos y sus esfuerzos en acrecentarlos, con la convicción de que de esa manera puede “comer, beber y darse buena vida” por el espacio de “muchos años”. La posesión de bienes materiales y su multiplicación le otorgan al rico avaro una falsa seguridad: la de que vivirá muchos años. En efecto, su objetivo es multiplicar sus ya abundantes posesiones, de manera de poder “comer, beber y darse una buena vida” durante “muchos años”. Da por seguro dos cosas: que podrá disfrutar “muchos años” de sus bienes, y que estos son los que le proporcionan una larga vida.
Jesús nos advierte acerca de este peligro: “Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas”. La avaricia ofusca el entendimiento y pervierte la voluntad: ofusca el entendimiento, porque hace creer que la posesión de bienes materiales es el objetivo de la vida; pervierte la voluntad, porque apega el corazón a dichos bienes, con lo cual, el hombre se comporta como el perro del hortelano: ni come ni deja comer, es decir, ni los utiliza él -porque hay bienes para cuyo usufructuo se necesitarían varias vidas humanas, pensemos en las fortunas millonarias-, ni deja utilizarlos a los demás, porque se comporta con ellos de manera egoísta, ya que el hecho de ser acaparados por una sola persona, impide que los demás los usen.
Avaricia, codicia, egoísmo sin límites, que en el fondo son causados por el desesperado intento de negar la realidad: esta vida terrena se termina, tarde o temprano, y al final de la misma espera el juicio particular, el cual determinará el destino final por toda la eternidad: o cielo, o infierno. Esto es lo que explica que Dios contraríe el pensamiento del avaro: mientras el avaro piensa vivir “muchos años” para disfrutar de sus posesiones, Dios por el contrario, lo llamará esa misma noche para pedirle cuenta de sus actos: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Mientras que, a los ojos de los hombres, la riqueza material es signo de aguda inteligencia para los negocios, a los ojos de Dios es signo de falta de razón, de falta de sentido: “Insensato”.
Jesús no solo nos advierte acerca de este peligro que se cierne sobre nosotros, debido a que nadie puede decir: “Yo no soy insensato ni egoísta porque no soy rico”, porque se puede ser egoísta y avaro aún con un kilo de pan. Y la mejor forma de combatir el incipiente egoísmo es haciendo lo opuesto, es decir, compartiendo nuestros bienes -escasos o abundantes- con quienes los necesiten. De esta manera, se ayuda a que el corazón se despegue de la afición desordenada a las cosas materiales y se combate la tendencia a acumular sin razón de ser.
Pero hay otro peligro que acecha al hombre avaro y egoísta, y es el no pensar en Dios, y esto es lo que Jesús nos quiere decir cuando dice: “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios”. Como vemos, Jesús no nos impide acumular riquezas; es más, nos alienta directamente a hacerlo cuando nos dice: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 19-21), pero se trata de una riqueza muy distinta a la riqueza material: “ser ricos a los ojos de Dios” significa ser ricos en amor, tanto a Dios como al prójimo, puesto que amor será lo que Dios busque en los corazones en el momento del juicio particular de cada uno. Podemos decir que Dios nos exige que paguemos la entrada al cielo, pero esa entrada no se paga con dinero, ni con oro, ni con plata, ni con ningún bien material: la entrada al cielo se paga con amor. De las palabras de Jesús - “Atesorad tesoros en el cielo”, “ser ricos a los ojos de Dios”- podemos deducir que la entrada al cielo es cara, muy costosa, por lo que es necesario acumular muchos tesoros, es necesario ser ricos, pero los tesoros y la riqueza de los que habla Jesús, son el amor, a Dios y al prójimo, y no otra cosa. Es rico a los ojos de Dios, quien tiene amor en su corazón, y quien “atesora tesoros en el cielo”; por el contrario, es pobre a los ojos de Dios, quien no tiene amor en su corazón, y no se preocupa por ser rico según el deseo de Dios.

Si esto es así, entonces nos urge ser “ricos espirituales”; nos urge “acumular tesoros en el cielo”; nos urge una “sana avaricia” de poseer el bien que nos granjeará, a nosotros y a nuestros seres queridos, la entrada en el cielo, y esto es el amor. Surgen entonces las preguntas: ¿cómo atesorar tesoros en el cielo? ¿Dónde encontrar aquello que es más valioso que el oro y la plata?¿Dónde encontrar ese bien tan preciado, que nos abrirá las puertas del cielo? ¿Dónde encontrar Amor, en cantidad tal, que nos haga ricos, como si de un golpe de fortuna se tratara? ¿Dónde está el tesoro de la Iglesia, más valioso que montañas de oro y plata? La respuesta es una sola: el Amor que nos hace ricos ante los ojos de Dios está en la Eucaristía, porque allí late el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, Fuente inagotable del Amor divino. Si alguien quiere ser rico, entonces tiene que acumular, para sí y para los demás, la inmensidad de Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, guardando las Hostias comulgadas, las Eucaristías, en el corazón, con más celo y fervor que el del avaro que guarda sus monedas de oro en su cofre, y este Amor que brota de la Eucaristía, así depositado en el corazón, será el Bien de valor infinito con el que pagaremos nuestra entrada en el cielo. Pero falta todavía algo: para que este Amor eucarístico, depositado en el corazón en cada comunión, nos convierta en ricos a los ojos de Dios, debe ser compartido con nuestros prójimos, porque así como el generoso se distingue del avaro en que comparte su fortuna con el que lo necesita, así el que verdaderamente posee el tesoro del Amor divino en su corazón, lo comparte con sus hermanos, a diferencia de aquél que no lo posee y, por lo tanto, no puede compartirlo. ¿Cómo distinguir al que es “rico ante los ojos de Dios” de aquel que no lo es? Por el amor que muestra, no de palabra, sino con obras de misericordia.

viernes, 2 de agosto de 2013

¿No es este el hijo del carpintero?


 “¿No es este el hijo del carpintero?” (Mt 13, 54-58). Los habitantes del pueblo de Jesús, a pesar de ser testigos de su sabiduría y de su poder celestiales, no creen en su divinidad, y la prueba es que le llaman: “el hijo del carpintero”. Jesús se había llamado a sí mismo “Dios Hijo”, al afirmar que procedía del Padre y que nadie conocía al Padre sino el Hijo, es decir, Él; Juan el Bautista lo había señalado como “el Cordero de Dios”; la inmensa mayoría de aquellos que recibieron milagros de Jesús se postraron ante Él en señal de adoración, y sin embargo, los vecinos de Jesús, los que habitan en su mismo pueblo, los que lo vieron crecer y lo conocen de siempre, precisamente, a causa de esta familiaridad, descreen de su condición divina, a pesar de tener las pruebas de su sabiduría y poder celestiales, sobrehumanos, divinos. El desconfiar de Jesús los lleva a un escándalo farisaico: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?”. La falta de fe -que en este caso es voluntaria, porque rechazan con incredulidad los signos que hablan de la divinidad de Jesús, su sabiduría y sus milagros- no les permite recibir muchos milagros de parte de Jesús: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente”. Tienen delante de ellos al Hombre-Dios Jesucristo, al Salvador de la humanidad, al Verbo del Padre humanado, a la Palabra de Dios encarnada, que ha venido, en un hecho que asombra a los ángeles, a dar su vida en rescate por ellos y por toda la humanidad, y lo confunden con “el hijo del carpintero”, porque en el fondo no quieren abrir sus mentes y sus corazones al Amor de Dios que se les manifiesta visiblemente en Cristo Jesús.
Lo mismo sucede con la Iglesia: a pesar de dar evidentes signos de su condición divina -el más grande de todos, la Santa Misa, en la cual el pan y el vino, materias inertes, se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo-, y a pesar de eso, en vez de hacer un acto de fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, hecho que cambiaría sus vidas radicalmentes para bien, puesto que las llenaría de bendiciones, gracias, dones y milagros inimaginables, prefieren creer “crédulamente”, es decir, sin fundamentos racionales, a cuanto propagador de novedades aparece, y es así como las sectas -la principal, la Nueva Era y sus sectas asociadas, la religión wicca, el ocultismo, el tarot, etc.- crecen, al tiempo que los fieles de la Santa Iglesia Católica disminuyen, porque sus mismos hijos dicen incrédulamente: “¿Y ésta es la Esposa del Cordero Místico? ¿Acaso no es una iglesia más entre las otras? ¿De dónde le viene el poder de obrar la Transubstanciación?”.