viernes, 31 de enero de 2014

Fiesta de la Presentación del Señor





(Ciclo A – 2014)
         “Este Niño será luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel” (cfr. Lc 2, 22-40). Un anciano se acerca a un joven matrimonio hebreo que ha llevado a su niño recién nacido para presentarlo y ofrendarlo al Señor, según lo prescribía la ley mosaica. La escena podría dar lugar a confusión si se analiza con la sola razón humana: el anciano podría ser un viejo conocido de los jóvenes esposos, que se acerca a ellos para felicitarlos por el hijo recién nacido; los esposos, a su vez, al tiempo que reciben gustosos los cumplidos del anciano Simeón y le muestran orgullosos su primogénito, acuden al templo como tantos otros matrimonios hebreos que acuden a cumplir con los preceptos mosaicos. Sin embargo, nada más lejos de esto, pues no se trata de una mera escena familiar, aunque pueda parecerlo: el anciano Simeón es un profeta, que ha sido iluminado e instruido por el Espíritu Santo acerca del Mesías Salvador de Israel y de la humanidad; la joven madre que sostiene en sus brazos al niño recién nacido es la Madre de Dios; el frágil niño que tiene apenas días de nacido es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que viene arropado en brazos de su Madre y oculto en el cuerpecillo de un niño; el esposo recio y viril que acompaña a la joven madre es solo su esposo legal, pues no es padre biológico del Niño, sino solo padre adoptivo, ya que el Niño ha sido concebido en las entrañas purísimas de la Virgen y Madre por obra del Espíritu de Dios y si bien ha nacido virginal y milagrosamente de su Madre y Virgen en el tiempo, ha sido engendrado en la eternidad en el seno de su Padre Dios, “entre esplendores sagrados”, como “Luz eterna de Luz eterna”.
         Aquí está la razón de la festividad de la Iglesia en este Domingo y de la expresión del anciano Simeón: iluminado por el Espíritu Santo, el anciano Simeón ve en el Niño Dios, llevado por la Virgen en sus brazos, no a un simple niño, sino al Niño Dios, es decir, a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios; a Dios, que es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios Padre, y que por eso resplandece con un brillo más esplendoroso que miles de millones de soles juntos. Simeón dice que “sus ojos han contemplado al Salvador”, que es “luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel”: el Niño que lleva la Virgen en sus brazos es el Salvador porque es Dios encarnado, es el Niño Dios, que luego en la Cruz entregará en sacrificio su Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres, y ese Salvador es “luz que ilumina a las naciones paganas”, porque es Dios Hijo, engendrado por el Padre en su seno, desde la eternidad, y como el Padre es Luz y le comunica al Hijo de su Ser divino, el Hijo también es Luz eterna como el Padre, y así el Hijo que es Salvador, es Luz que es Vida eterna, que iluminará y vivificará a la humanidad entera, que vive en las tinieblas y en las sombras de muerte, las sombras del pecado y las sombras que son los ángeles caídos, los demonios. San Simeón dice también que ese Niño es la “gloria de Israel”, porque la gloria de Dios es luminosa, porque en la Sagrada Escritura la gloria divina es sinónimo de luz, de modo que así como el Niño será luz y vida eterna para los pueblos paganos, lo será también, y en primer lugar, para el Pueblo de Israel. Todo esto significa que quien contemple a este niño, como el anciano Simeón, será iluminado por el Niño Dios, puesto que es Luz, pero puesto que es Luz Eterna, es una Luz que al mismo tiempo es Vida y Vida eterna, es decir, es una luz que da vida, que vivifica, que comunica de la vida misma de Dios a todo aquel a quien ilumina. Y puesto que Dios, que es Luz y Vida, es también Amor, aquel que contemple a Cristo, recibirá su luz, su vida y su Amor, que es un amor eterno, porque es el amor mismo de Dios; es Dios, que es Amor. Pero lo opuesto también es verdad: todo aquel que se niegue a contemplar a Cristo, Luz del mundo, permanecerá en las tinieblas y sombras de muerte, en esta vida y en la otra, para siempre. Es por esto que el cristiano debe imitar al anciano Simeón: es piadoso, está en el templo, se acerca con amor y respeto a la Virgen, le pide a su Niño, lo toma entre sus brazos y lo adora con fe y con amor, para luego profetizar acerca del Niño, iluminado con la luz del Espíritu Santo.
         Pero el anciano Simeón profetiza no solo acerca del Niño, sino también acerca de la Madre, la cual participará de los amargos dolores que sufrirá su Hijo en su Pasión salvadora: “A ti, una espada de dolor te atravesará el corazón”, y esa sucederá cuando la Virgen, al pie de la Cruz, contemple la agonía y la muerte del Hijo de su Amor. Pero estas palabras de San Simeón, si para la Virgen constituyen la profecía del dolor más grande de su vida, un dolor que la hará morir en vida, para nosotros sin embargo constituyen la fuente de nuestra esperanza, porque son el fundamento de María como Corredentora, ya que significan que la Virgen se asociará con su dolor, al pie de la Cruz, a la Pasión redentora de su Hijo Jesús. Y como la Virgen es nuestra Madre por un don del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, Ella querrá obtener nuestra salvación doblemente: por ser nuestra Madre celestial y por ser Corredentora.
         “Ahora Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto la salvación: luz de las naciones paganas y gloria de tu Pueblo Israel”. Lo que el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, dice del Niño Dios que María sostiene entre sus brazos, lo debe decir el fiel católico, iluminado por la fe de la Iglesia, de la Eucaristía que el sacerdote ministerial sostiene en sus manos luego de la consagración, porque la Eucaristía es ese mismo Jesús Salvador, Luz de Dios que ilumina a las almas que viven en tinieblas mundo y les concede la Vida eterna. Así, lo que el Niño fue para el anciano Simeón, eso debe ser la Eucaristía para el cristiano: la luz que guíe los pasos de su vida terrena y la gloria que lo ilumine en la vida eterna, en los cielos.

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