lunes, 31 de marzo de 2014

“Levántate, toma tu camilla y camina”


“Levántate, toma tu camilla y camina” (Jn 5, 1-3. 5-18). Mientras Jesús, por su misericordia, cura al hombre paralítico, los fariseos, sin importarle eso, lo acusan de trasgredir la ley, que prohibía realizar obras manuales en sábado[1]. En el transcurso del diálogo, Jesús les dice a los fariseos que al curar al hombre en sábado no ha quebrantado la ley, sino que ha sido un actuar suyo junto al Padre: “Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”, con lo cual los judíos se dan cuenta que se hace a sí mismo igual a Dios[2]. Jesús afirma ser igual a Dios, y estas dos acciones, curar enfermos en sábado y proclamarse Hijo de Dios y Dios encarnado, serán las acusaciones principales con las cuales los fariseos comenzarán la persecución religiosa que terminará con la muerte en cruz de Jesús.
Pero lo central en este diálogo es la frase que Jesús pronuncia: “Mi Padre trabaja y Yo también trabajo”, porque allí establece la unidad de acción entre Él y Dios Padre: Él es Dios como su Padre, y Él puede obrar estos milagros como el que acaba de ejecutar porque lo conoce y lo conoce porque procede del Padre desde la eternidad. Jesús es Dios Hijo porque es consubstancial al Padre, posee la misma substancia divina, y por eso obra con el Padre y eso explica su frase: “Mi Padre trabaja y Yo también trabajo”. Si Jesús obra el milagro de curar al paralítico, es que el Padre obra junto con Jesús, porque no hay ninguna obra divina que el Hijo no haga junto con el Padre; el Hijo hace todas las cosas “de la misma manera” que el Padre, y no simplemente de la manera en que el cerebro y la mano del hombre obran conjuntamente al escribir[3].
“Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”. El paralítico del pórtico de las ovejas, Betsaida, o “Casa de la misericordia”[4], recibió un milagro admirable, obrado por el Verbo de Dios hecho hombre, Jesús, realizado en conjunto con el Padre, porque como vimos, no hay obra divina que no sea realizada por el Hombre-Dios, que no sea hecha junto al Padre. Nosotros no hemos recibido un milagro semejante, pero no por no eso podemos considerarnos menos afortunados. Al contrario, somos inmensamente más afortunados que el hombre del Evangelio porque en la Iglesia, verdadera “Casa de la Misericordia”, nosotros, ovejas del rebaño de Dios, recibimos, día a día, un milagro que supera infinitamente toda curación física y es la obra conjunta del Padre y del Hijo, la transubstanciación de las especies eucarísticas, por la cual desciende el Espíritu Santo, no a la Piscina de Siloé, sino al altar eucarístico, no para mover las aguas y dotarlas de poder curativo, sino para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que conceden, a los que yacen paralizados en sombras de muerte, la Vida divina.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Antiguo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 706.
[2] Cfr. Orchard, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

domingo, 30 de marzo de 2014

“Tu hijo vive”



          “Tu hijo vive” (Jn 4, 50-53). Un hombre acude, desesperado, a pedirle ayuda por su hijo pequeño, que se encuentra agonizando. Jesús se compadece del dolor de este padre de familia y en el acto le concede lo que le pide, ya que el niño se cura en ese mismo momento, tal como el hombre lo puede comprobar al otro día, por el testimonio de quienes cuidaban al niño, que afirman que el niño comenzó a sanarse a la misma hora en la que Jesús le dijo: “Tu hijo vive”.
         En el episodio se destacan, por un lado, la misericordia de Jesús, que se compadece del dolor humano; por otro lado, la fe del padre de familia, que acude a Jesús con la certeza de que podrá auxiliarlo en su dolor. Pero hay un tercer elemento que llama la atención, y es la expresión de Jesús: "Si no ven signos y prodigios, no creen". Es decir, Jesús cura al niño, y el padre de familia, de esta manera, reafirma su fe. Pero Jesús, implícitamente, está diciendo que no hace falta que Él cure al niño para que crean; Jesús está diciendo que Él podría no curar al niño, es decir, podría no hacer ningún “signo y prodigio”, podría dejar morir al niño -y Él lo recibiría en el Reino de los cielos-, y lo mismo deberíamos creer en Él, en su Palabra, en su condición de ser Él el Hombre-Dios. Pero en vez de simplemente creer en Él, en su Palabra, en su “Yo Soy”, estamos siempre exigiendo “signos y prodigios”, estamos siempre exigiendo, como Tomás el Apóstol, "ver para creer": “si no lo veo, no lo creo”; siempre estamos exigiendo pruebas a Dios de su existencia, y no nos bastan las innumerables pruebas que nos da a cada segundo de la existencia, pruebas que comienzan con el hecho mismo de nuestro propio acto de ser y de nuestra propia existencia, que no se explican si no es por una participación al Acto de Ser divino.

         “Si no ven signos y prodigios, no creen”. No pongamos a prueba a Dios para creer, no le exijamos “signos y prodigios” para tener fe, tanto más, cuanto que, delante de nuestros ojos, se desarrolla, día a día, el signo y el prodigio más asombroso que puedan contemplar los cielos y la tierra, la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero. 

sábado, 29 de marzo de 2014

“Jesús vio a un ciego de nacimiento (…) Le puso en los ojos (…) le dijo que se lavara en piscina de Siloé (…) cuando volvió, el ciego veía”


(Domingo IV - TC - Ciclo A - 2014)
         “Jesús vio a un ciego de nacimiento (…) Le puso barro en los ojos (…) le dijo que se lavara en piscina de Siloé (…) cuando volvió, el ciego veía” (Jn 9, 1-. 6-9 13-17. 34-38). Jesús concede la vista a un ciego de nacimiento, realizando de esta manera un milagro de omnipotencia y demostrando así su condición divina, pues solo Dios puede hacer un milagro de esta envergadura. El hecho de ser ciego de nacimiento, significa que no posee estructuras anatómicas adecuadas, porque están todas atrofiadas desde el nacimiento, y el hecho de que pueda volver a ver, quiere decir que todos los órganos anatómicos necesarios para la visión han sido creados en el momento y puestos en funcionamiento, y esto es algo que solo Dios Creador puede hacerlo (aunque hay un  caso, documentado científicamente, en el que una persona, nacida también con ceguera, le fue restablecida la vista milagrosamente por el Padre Pío, pero sin que le fuera restituida la anatomía ocular: cfr.: https://www.youtube.com/watch?v=xKj13aL2zEUhttp://www.padrepio.catholicwebservices.com/ESPANOL/Milagros.htm, la mujer vive actualmente y se llama Emma Di Giorgio, y yo, P. Álvaro Sánchez Rueda, la conocí personalmente), con lo cual Jesús está demostrando que Él es Dios en Persona.
         Sin embargo, el milagro central no es el físico, ya que este es simbólico o figurativo de otro milagro mayor, y es el de la iluminación, por parte de Cristo, Luz del mundo, al alma que se encuentra envuelta en las tinieblas del error, de la muerte, del pecado, y del infierno. Las tinieblas corporales, las que se derivan de la ausencia o déficit de los órganos corporales de la visión, no son ni mucho menos las únicas tinieblas del hombre; existen otras tinieblas, mucho peores que acechan al hombre, tinieblas de las cuales no puede escapar sin la ayuda divina, y de las cuales las corporales son figura y representación. Estas otras tinieblas son las tinieblas del error, de la muerte y del infierno, y son tinieblas mucho más densas, mucho más oscuras, mucho más difíciles de combatir para el hombre. Todavía más, llega un momento en que el hombre se encuentra tan inmerso en ellas, que no se da cuenta que está en ellas, y cree que esas tinieblas son parte suya, y es así que piensa que el error, la mentira, la muerte y el infierno, forman parte de su mundo. Eso es lo que le sucede al hombre carnal y pecador, que vive de pecado mortal en pecado mortal –ira, lujuria, pereza, gula, soberbia, avaricia, envidia-: vive en las tinieblas, vive en el pecado, vive en la mentira, vive en el error, y no se da cuenta de ello, o si se da cuenta, piensa que eso es lo natural para él. El hombre carnal, que se ha habituado al pecado, ha convertido a las tinieblas en una segunda naturaleza y es por eso que obrar el mal es para él algo connatural, algo fácil y espontáneo: puede mentir con facilidad, puede robar, calumniar, puede cometer toda clase de pecados, y su conciencia no le reprochará nada, porque ha sido oscurecida por las tinieblas del pecado. Esta clase de hombres, aunque puedan ver con los ojos del cuerpo, son ciegos del alma, porque no pueden ver a Cristo, Luz del mundo, Verdad de Dios, Sabiduría Encarnada, y esta clase de ceguera es infinitamente peor que la ceguera corporal, porque están inducidas y creadas por otras tinieblas, las tinieblas vivientes, los demonios. El hombre que vive en las tinieblas del pecado, es porque ha escuchado la voz de las tinieblas vivientes, los demonios, y los ha adoptado como a sus padres, dueños y señores, desplazando a Dios de su corazón; el hombre que vive en las tinieblas del pecado, es porque ha convertido a su corazón, de altar originario consagrado a Dios, en una siniestra y oscura cueva, en donde anidan los más oscuros y tenebrosos ángeles de la oscuridad, que son quienes le inspiran las más perversas y bajas pasiones que son las que precipitarán su vida al abismo del cual no se sale nunca jamás. No en vano Jesús nos advierte en el Evangelio: “Si tu ojo, tu mano, tu pie, te son ocasión de pecado, córtatelos, porque más vale entrar tuerto, manco, o cojo en el cielo, que entero en el infierno” (cfr. Mt 5, 29). No en vano Jesús nos advierte acerca de lo peligroso que significa vivir en las tinieblas del pecado y lo peligroso que significa, para la vida eterna del alma, escuchar la siniestra voz del Seductor de los hombres, el demonio, que con sus tentaciones, busca arrastrarnos hacia el abismo tenebroso de donde no sale jamás.
         “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), nos dice Jesús en el Evangelio, En el cielo, los santos y los ángeles son iluminados con la luz del Cordero: “el Cordero es la Lámpara de la Jerusalén celestial”, dice el Apocalipsis (21, 23), y Jesús en la Iglesia nos ilumina con la luz de la Fe, de la Verdad y de la gracia. Cada uno de nosotros puede elegir, si ser iluminados por Cristo, o ser entenebrecidos por las tinieblas, pero hemos sido creados para la luz, y por eso no somos felices si no somos iluminados por Cristo y por su gracia, y es por eso que, como el ciego del Evangelio, debemos pedir la gracia de que las tinieblas del error, de la muerte y del infierno, que nos acechan constantemente, no triunfen sobre nosotros, puesto que han sido vencidas ya definitivamente por Cristo en la cruz. Como el ciego del Evangelio, debemos pedir  ser iluminados por Cristo, ya desde la tierra, para continuar luego siendo iluminados por la eternidad en el cielo por la luminosidad resplandeciente de su Divino Rostro. Pero nosotros tenemos una ventaja que el ciego del Evangelio no tenía: el ciego del Evangelio pudo ver a Jesús en su naturaleza humana, pero no pudo consumir su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad: nosotros, no podemos ver su Rostro con los ojos del cuerpo, pero sí lo vemos con los ojos de la fe en la Eucaristía, y sí podemos unirnos, por la comunión eucarística, a su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y recibir su Luz, su Amor, su Gracia y su Misericordia. Como el ciego del Evangelio, que se postró en adoración lleno de alegría y de amor por haber recobrado la vista, también nosotros nos postremos delante de Jesús Eucaristía al comulgar, adorándolo con el corazón lleno de alegría y de amor, dándole gracias por concedernos la luz de la fe, la luz de la gracia, la luz de la Verdad y por habernos abierto las Puertas del cielo al precio de su vida en la cruz.


jueves, 27 de marzo de 2014

“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…”


“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…” (Mc 12, 28-34). Un escriba se acerca a Jesús y le pregunta acerca del primer mandamiento. Jesús le dice que es amar a Dios por sobre todas las cosas, con todas las fuerzas del ser, del pensamiento y del corazón de que es capaz el hombre, y que el segundo es amar al prójimo. Luego, en el Catecismo, se enseña a los niños cristianos, estos mandamientos, con lo que alguien podría deducir que Jesús no enseñó nada nuevo y que entre la religión judía y la cristiana no hay diferencias esenciales, porque sus mandamientos centrales son substancialmente idénticos. Sin embargo, no es así, porque Jesús enseña un mandamiento verdaderamente nuevo y solo en su formulación es similar, y es tan nuevo, que se puede decir que es completamente distinto al de la religión judía. Primero, porque en lo que respecta a Dios, se trataba de Dios Uno y no Trino, y era el amor meramente natural que todo hombre debe a Dios por ser Él su Creador; y con respecto al prójimo, los judíos consideraban como “prójimos” solamente a los que pertenecían a su raza, de modo que quedaban excluidos de este mandamiento todos aquellos que no eran hebreos de nacimiento.
Pero la novedad radical del Mandamiento Nuevo de Jesús hay que buscarla en la Última Cena, cuando Jesús dice: “Un mandamiento nuevo os doy: ‘Amaos los unos a los otros como Yo os he amado’”. Jesús re-formula el mandamiento: ahora ya no se trata de amar al prójimo con las solas fuerzas del amor humano, como antes, sino “como Él nos ha amado”, es decir, con la fuerza del amor de la cruz, y como en este mandamiento está implícito el amor a Dios, también a Dios hay que amar ahora no como antes, con las solas fuerzas del ser humano, “con todo el corazón, con toda la mente”, es decir, con todas las fuerzas de que es capaz el hombre: ahora se trata de amar a Dios “como Él nos ha amado”, con la cruz, con la fuerza del Amor de la cruz, y es por esto que el mandamiento de Jesús es radicalmente nuevo, porque el Amor de la cruz es el Amor del Hombre-Dios, que es el Amor del Espíritu Santo, la Persona Tercera de la Trinidad, la Persona-Amor.

“¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. También nosotros le hacemos esta pregunta a Jesús en el sagrario y en la cruz, y Jesús nos contesta: “Amar a Dios y al prójimo, como Yo los he amado, desde la cruz, y como los continúo amando, desde la Eucaristía”.

miércoles, 26 de marzo de 2014

“El que no está conmigo está contra Mí”


“El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo, que luego comienza a hablar. Los fariseos acusan falsamente a Jesús de obrar con el poder de Belzebul, al mismo tiempo que blasfeman contra el Espíritu Santo: “Éste expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”. Los fariseos intentan desacreditar los milagros de Jesús, presentándolo como un instrumento de Satanás, y esto es lo que explica las fuertes defensas que hace Jesús, porque en las acusaciones hay verdaderas blasfemias contra el Espíritu Santo.
El hecho de que el hombre se enferme –y muera por la enfermedad- y sea poseído por el demonio, son consecuencias de la caída de Adán y Eva a causa del pecado original. No hay ningún error teológico en atribuir toda enfermedad del hombre al demonio, porque al consentir al pecado, el hombre se somete al dominio de Satán[1], que incluye la enfermedad, la muerte y la posesión demoníaca, además del riesgo de la eterna condenación en el infierno. Jesús, el Verbo de Dios, se encarna para destruir las obras del demonio -la enfermedad y la posesión demoníaca- y para restablecer el reinado de Dios en la tierra. Si los fariseos le piden a Jesús una señal para que manifieste que obra por medio del Espíritu de Dios y no por medio de Satanás, significa que están acusando a Jesús de estar poseído por un espíritu maligno, lo cual es una blasfemia contra el Espíritu Santo, porque es atribuirle malicia al Espíritu de Dios. Por eso es que Jesús les responde duramente, acusándolos a su vez, de estar ellos del lado de Satanás, porque Él ha expulsado efectivamente a un demonio, y ellos han demostrado estar en contra suya: “El que no está conmigo, está contra Mí”.
“El que no está conmigo está contra Mí”. Cuidémonos de caer en el fariseísmo como de la misma peste, porque muchos en la Iglesia, aparentando ser cristianos, demuestran sin embargo, con sus obras faltas de caridad y misericordia, que están en contra de Jesucristo y que pertenecen a Satanás.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 613.

martes, 25 de marzo de 2014

“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento”

 
“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-19). Lo que nos quiere decir Jesús es que no basta con un cumplimiento meramente exterior de la Ley de Dios; no basta con decir: “cumplo con los Mandamientos”, sino que se debe cumplirlos con el corazón, interiormente y en verdad. Jesús ha venido a traernos la gracia santificante, para que podamos cumplir con la Ley Nueva, en “espíritu y en verdad”, y no meramente de modo exterior y superficial. De nada vale cumplir un mandamiento divino, observándolo exteriormente, si en el alma, en el corazón del hombre, hay otra cosa totalmente opuesta. De nada vale el ayuno de un viernes, por ejemplo, si se guarda rencor hacia un prójimo. Es la gracia santificante la que nos permite el verdadero cumplimiento de la Ley, el cumplimiento “en espíritu y en verdad”, porque nos une al Espíritu de Dios y así nos sustrae del peligroso engaño del fariseísmo, verdadero cáncer de la religión, que se conforma con un cumplimiento meramente extrínseco de los preceptos religiosos.

“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento”. Como cristianos, debemos siempre, permanentemente, pedir la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el fariseísmo, que es el principal enemigo de nuestra propia salvación.

domingo, 23 de marzo de 2014

“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron”


“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron” (Lc 4, 24-30). Sorprende la reacción de los asistentes a la sinagoga: en un primer momento, cuando Jesús lee las Escrituras y en un cierto modo los halaga en cuanto Pueblo Elegido, porque les dice que “se ha cumplido la Escritura delante de vosotros”, los asistentes a la sinagoga “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Pero cuando Jesús les hace ver que no por ser ellos el Pueblo Elegido recibirán los favores de Dios, y para ello cita los casos de Elías, que no es enviado a ninguna viuda de Israel, sino a una viuda de Sidón, es decir, pagano, y Eliseo, que es enviado a curar a Naamán, el sirio, y no a ningún israelita, los asistentes a la sinagoga se enfurecen, demostrando con esto su soberbia y su absoluta falta de caridad para con sus prójimos, los hombres, pretendiendo adueñarse de la Palabra de Dios.
Jesús, el Mesías, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador, de los hombres, no es enviado solamente, de modo absoluto, de modo exclusivo, para los judíos. Si Dios elige a los judíos, y por eso se llaman “Pueblo Elegido”, no se debe a que la salvación sea exclusiva para ellos, sino porque, empezando por ellos, debe extenderse a toda la humanidad. Dios sería un ser egoísta, o su Amor sería muy pequeño y limitado, si solo deseara salvar a un pueblo o a una raza humana, mientras dejara que el resto de la humanidad se condene. Esto es lo que los asistentes a la sinagoga no entienden y por eso se enfurecen, además de pensar que por el solo hecho de ser religiosos, ya merecen el favor de Dios y no solo nadie puede decirles nada, sino que ni siquiera el mismo Dios puede reprocharles ninguna falta. Ése es el motivo por el cual, en el colmo de su indignación y furia, empujan a Jesús hasta la cima de la colina, con intención de despeñarlo, aunque no lo logran.

Muchos cristianos actúan en la Iglesia con la misma soberbia que los judíos de la sinagoga: no se les puede decir nada; no se les puede reprochar sus errores; piensan que son dueños de la Iglesia; creen que la Iglesia es un coto de caza; creen que la Iglesia es un espacio de poder propio, para usar en provecho propio, y ni siquiera Dios puede pedirles cuenta de su obrar, y si alguien se atreve a pedirles cuentas, comienzan a tramar y maquinar venganzas en las sombras para quien ha tenido la osadía de pedirles cuentas de su obrar. No cometamos el mismo error de los judíos que nos narra el Evangelio de hoy: la Iglesia no es un coto de caza; la Iglesia no es un lugar para ejercer el poder; mucho menos es un medio para ganar prestigio, dinero y estatus social; es un Arca de salvación eterna y la salvación se gana por la cruz y la cruz significa amor, humillación y sacrificio, unidos a Cristo y a María, y quien no entiende esto, no entiende nada y se enfurece, como se enfurecieron los judíos en la sinagoga. No estamos en la Iglesia para ganar prestigio, dinero y poder, sino para salvar el alma por medio de la cruz, el amor y el sacrificio, unidos a Cristo y a la Virgen. Si alguien no entiende esto, es porque no es de Dios, sino del maligno.

viernes, 21 de marzo de 2014


(Domingo III - TC - Ciclo A – 2014)
         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed” (Jn 4, 5-15 19-26 39-42). Jesús, cansado por el camino, se sienta al borde del pozo de Jacob. Se acerca una mujer samaritana para sacar agua del pozo y Jesús le pide agua para beber. La mujer samaritana se sorprende que Jesús le dirija la palabra, ya que Jesús es judío y los judíos y los samaritanos no se hablaban. Jesús le responde que si ella supiera quién es Él, sería ella quién le pediría quien le diera de beber, y Él le daría de beber un “agua viva”. La mujer samaritana, nuevamente sorprendida, responde que si el pozo es profundo y si Jesús no tiene nada para sacar agua, de dónde habría de sacar esa agua viva. En la respuesta, Jesús no le dice de dónde habrá de sacar el agua viva; aumenta aún más el misterio diciendo que “el que beba del agua que Él le dará”, “nunca más tendrá sed”, y que de él “brotarán manantiales hasta la vida eterna”. Entonces la mujer samaritana le pide que le dé de beber de esa agua viva.
         ¿Qué es esta “agua viva” que promete Jesús, que sacia la sed definitivamente, de una vez y para siempre?
         No se trata, obviamente, del agua común y corriente, del elemento líquido de la naturaleza, vital para el cuerpo y para la vida de los hombres y de la tierra. Se trata de algo vital para el hombre, pero que solo por analogía se le llama “agua viva” y es la gracia santificante: así como el agua, el elemento líquido de la naturaleza, es vital para la vida del hombre y para todo el planeta, así la gracia es vital para el alma humana, porque de la misma manera a como el cuerpo no sobrevive sin ingerir agua –muere luego de determinadas horas, según las condiciones del cuerpo y del ambiente-, así el alma muere sin la gracia santificante, y esa es la razón por la cual la Iglesia recomienda la confesión sacramental por lo menos una vez al año, porque es imposible conservar la vida de la gracia sin caer en pecado mortal, es decir, sin que el alma muera, sin el auxilio de la gracia.
         La sed corporal sirve de analogía para comprender cómo el alma tiene sed de Dios: así como el cuerpo experimenta sed naturalmente, por diversos motivos, ya sea porque realizó alguna actividad física, o bien por el solo hecho de mantener pasivamente la actividad metabólica de sus órganos, así también el alma experimenta sed, pero sed natural de cosas buenas, porque ha sido creada por Dios para el Bien y para la Verdad: el alma tiene sed de amor, de paz, de verdad, de belleza, de tranquilidad, de bondad, de alegría, de dicha, de felicidad, de justicia, y como todo esto lo encuentra solo en Dios, es la gracia la que le permite saciarse, en Dios, de todo lo bueno y lo verdadero. Cuando Jesús dice que Él dará una agua viva que saciará la sed, de manera tal que el que la beba ya no tendrá más sed y de Él brotarán manantiales hasta la vida eterna, está entonces hablando de la gracia santificante, porque es la gracia santificante la que nos une a Dios, haciéndonos partícipes de su Bondad, de su Verdad, de su Amor, y es en Él y solo en Él en donde encontramos la saciedad de bien, de verdad, de felicidad, de paz, de amor, y de todo lo bueno que desde el nacimiento traemos incorporado. Quien desee saciar su sed de felicidad en otras fuentes que no sea la gracia santificante, solo verá incrementada su sed, sin verla saciada nunca.

         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed”. ¿Adónde acudir para saciar nuestra sed de agua viva? Al costado abierto por la lanza, de donde mana no solo Agua, sino Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero. El que beba de la Sangre y del Agua que manan del Costado abierto de Jesús, traspasado por la lanza en la cruz, nunca tendrá sed, porque será saciado con el Amor de Dios.

jueves, 20 de marzo de 2014

“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña…”


“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña…” (Mt 21, 23-43). Con la parábola de los viñadores homicidas, que asesinan al hijo del dueño de la vid, Jesús narra la historia de la Pasión, la historia de la salvación: el dueño de la vid es Dios Padre; la vid es Cristo, Dios Hijo; la tierra donde es plantada, es la Iglesia y el mundo; los viñadores homicidas, el Pueblo Elegido y los pecadores con sus pecados. Con una sencilla parábola, en pocos renglones, Jesús, Divino Maestro, retrata la historia de la salvación de la humanidad. Él es la Viña, la Vid verdadera, que es triturada en la Vendimia de la Pasión, para dar el Vino exquisito, el Vino Nuevo de la Alianza Nueva, la Alianza definitiva y eterna, la Alianza sellada por Dios, su Sangre, la Sangre del Cordero. Jesús es la Vid Verdadera, triturada en la Vendimia de la Pasión; Él es la Vid Santa, la Vid triturada, de cuyas heridas abiertas se recoge el Vino Sagrado, la Sangre del Cordero, que beben los hijos pródigos de Dios en el cáliz de la Santa Misa, invitados por Dios Padre al Banquete del Reino. Jesús es la Vid Verdadera triturada en la Pasión, cuyo fruto exquisito es el Vino de la Misa, que es la Sangre de su Costado; el Vino de esta Vid, que es el Vino que bebemos en la Santa Misa, en el tiempo, como anticipo del banquete del Reino que, por su misericordia, habremos de participar, en la otra vida, y que dura para siempre, alegra el corazón del hombre con la Alegría misma de Dios y llena el alma con la gloria y el Amor divinos, porque el Vino de la Vid Verdadera, que es Cristo, es la Sangre del Cordero.

miércoles, 19 de marzo de 2014

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”


“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 6, 19-31). En la parábola de Epulón y Lázaro, ni el rico Epulón se condena por sus riquezas, ni el pobre Lázaro se salva por su pobreza. Sostener lo contrario, sería sostener las tesis de la teoría marxista, materialista y atea, contraria al Evangelio y promotora de movimientos de revolución social que por medio de la violencia y la muerte propician la lucha de clases. El rico Epulón se condena no por sus riquezas, sino por el uso egoísta que hace de ellas, ya que en vez de compartirlas con Lázaro, que padece hambre a la puerta de su casa, banquetea espléndidamente todos los días y se viste de seda y lino, sin preocuparse por Lázaro, que no tiene con qué vestirse y además está enfermo y todo cubierto de heridas. Epulón se condena porque, según se desprende del diálogo que tiene con Abraham, es un hombre sin fe, ya que tanto él como sus hermanos, son personas adineradas, pero sin fe, porque no hacen caso de las Escrituras: cuando Epulón le dice que envíe a Lázaro para que les advierta a sus hermanos acerca de la terrible realidad de la condenación eterna en el infierno para quienes viven despreocupadamente apegados a la riqueza como ellos, Abraham le responde que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán a alguno que resucite de entre los muertos”, lo cual es un indicio de que se trata de gente sin fe. Esas son las causas de la condenación de Epulón –avaricia, codicia, egoísmo, falta de fe-, y no las riquezas en sí mismas. En el fondo, la actitud de Epulón es la participación al pecado de rebelión contra el plan divino de salvación del ángel caído.
A su vez, Lázaro no se salva por su pobreza, sino porque no reniega de ella, ni tiene envidia de los bienes materiales de Epulón, ni tampoco se queja amargamente contra Dios por la suerte adversa que le toca vivir. En otras palabras, Lázaro se salva porque bendice a Dios en su corazón a pesar del infortunio –aparente- que significa la enfermedad y acepta con mansedumbre y humildad los designios de Dios sobre su vida, designios que no son otra cosa que la participación a la cruz de Jesús, y esa es la causa de su salvación.

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Como católicos, no podemos nunca hacer una interpretación materialista y reduccionista de la riqueza y de la pobreza materiales, porque  corremos el riesgo de falsear el Evangelio de Jesús. La verdadera riqueza y la verdadera pobreza están en la cruz: riqueza, porque allí abunda la gracia; pobreza, porque nos despojamos de lo material y de las pasiones, que son un estorbo para ir al cielo. Toda otra dialéctica que enfrente al rico-malo contra el pobre-bueno, es falsa y viene del maligno.

martes, 18 de marzo de 2014

“José, no temas recibir a María, porque lo que ha sido engendrado en Ella, proviene del Espíritu Santo”


“José, no temas recibir a María, porque lo que ha sido engendrado en Ella, proviene del Espíritu Santo” (Mt 1, 16. 18-2. 24). El ángel de Dios anuncia en sueños a José que María ha concebido por obra y gracia del Espíritu y que por lo tanto el Hijo de sus entrañas es Dios Hijo. Solo de esa manera, José vence el resquemor y la desconfianza hacia María, llevando a María a su casa para vivir con Ella y así dar inicio al plan divino de salvación del que él mismo formaba parte.
La actitud inicial de José, de rechazo injustificado a María, representa a una multitud de católicos y no católicos que rechazan a la Virgen como Madre de Dios, como Medianera de todas las gracias, como Inmaculada Concepción, como Llena de Gracia, como Tabernáculo del Altísimo, como Corredentora, como Madre de toda la humanidad, como Celestial Capitana, como Vencedora de las huestes infernales, Reina de los Ángeles, como Madre de la Iglesia, en fin, en todos sus innumerables títulos y prerrogativas que le pertenecen a la Virgen por ser Ella simplemente la Madre de Jesús, el Hombre-Dios. Sin embargo, San José, luego de conocer la Voluntad de Dios, manifestada a través de la comunicación del ángel en el sueño, no duda en recibir a la Virgen en su casa y nunca jamás vuelve a osar manifestar la más ligerísima duda o sospecha sobre María. 
Es por esto que San José, en este Evangelio, es ejemplo de sumisión a la Voluntad de Dios y es así que ya no tenemos necesidad de que se nos aparezca un ángel para que recibamos a María en nuestra casa, es decir, en nuestro corazón, porque ya lo hizo San José por nosotros para darnos ejemplo. Entonces, a ejemplo de San José, recibamos a la Virgen María, abramos las puertas de nuestras casas, de nuestros corazones, de par en par, para que entre María Virgen, que junto con Ella viene lo que ha sido engendrado en Ella por obra y gracia del Espíritu Santo, Cristo Jesús, el Hijo de Dios.

lunes, 17 de marzo de 2014

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”


“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23, 1-12). Tomando a la conducta de los escribas y fariseos como ejemplos de lo que no debe hacerse, Jesús enseña a sus discípulos que deben evitar la auto-alabanza, la vanagloria y el buscar ser admirados por los hombres. Pero lejos de lo que pudiera parecer a simple vista, no se trata de meras recomendaciones de comportamiento cívico; no se trata de simples normas de conducta ciudadana. Cuando Jesús dice a sus discípulos que eviten la búsqueda de la adulación y de la gloria mundana, porque “el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”, lo que está haciendo en realidad es advertirles, por un lado, acerca de lo que sucede en el plano espiritual, a quien se ensoberbece o a quien se humilla y, por otro lado, instarlos a que tomen partido por la humildad, y esto no porque desee que sus discípulos sean meros buenos ciudadanos, sino porque la soberbia o la humildad son participaciones a la soberbia del ángel caído en el Infierno y a la humildad del Cordero del Apocalipsis que está en el trono de Dios en los cielos.
“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Cuando Jesús nos aconseja –nunca nos obliga, sino que nos aconseja- ser humildes y evitar, aun a costa de la vida, el ser soberbios, nos está pidiendo que, por el bien de nuestras almas, participemos de su humildad, la humildad del Cordero, la humildad de la cruz, que es el camino que conduce al cielo, a la feliz eternidad, y evitemos la soberbia del ángel caído, que es la soberbia del mundo, que conduce a ser apartados de la presencia de Dios para siempre.

“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. A cada momento, en la vida de todos los días, tenemos la oportunidad de ejercer, en el silencio, actos de humildad que solo Dios ve, y que, unidos a Jesús humillado en la cruz, serán la causa de nuestra glorificación en los cielos, en la vida eterna.

domingo, 16 de marzo de 2014

“Perdonen y serán perdonados”


“Perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 36-38). Jesús pone como requisito para poder ser perdonados –y por lo tanto, para poder entrar en el Reino de los cielos-, el perdonar a nuestros enemigos. En realidad, se trata de imitarlo a Él, que desde la cruz nos perdonó a nosotros, que con furia deicida, le quitamos la vida con nuestros pecados. Pero yendo aun más lejos, se trata de imitar a Dios Padre, porque en última instancia, a quien ofendimos con el decidio de la cruz, fue a Dios Padre, porque al matar a Jesús en la cruz, matamos al Hijo de Dios, al Hijo de Dios Padre, pero Dios Padre, en vez de aniquilarnos, como lo exigía la Divina Justicia, abrió de par en par las puertas de la Divina Misericordia, el Corazón traspasado de su Hijo en la cruz, dejando que fluyeran los torrentes inagotables de la Divina Misericordia, la Sangre y el Agua que contienen el Espíritu Santo, que no solo perdona todos los pecados, sino que concede la filiación divina y enciende con el Fuego del Amor Divino el corazón de todo aquel que se postra en adoración ante Cristo crucificado, pidiendo perdón por sus pecados con un corazón contrito y humillado.

“Perdonen y serán perdonados”. Quien se niega a perdonar, no solo niega a su prójimo el perdón: se niega a sí mismo la posibilidad de recibir el perdón divino, porque es el requisito indispensable para recibir el perdón de Dios concedido con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Por el contrario, el que perdona, abre para sí y para su prójimo los torrentes inagotables de la Divina Misericordia, que fluyen ininterrumpidamente del Sagrado Corazón de Jesús.

viernes, 14 de marzo de 2014

“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”



(Domingo II - TC - Ciclo A – 2014)
         “Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (Mt 17, 1-9). Jesús sube al Monte Tabor con sus discípulos y se transfigura delante de ellos. Se trata de algo natural para Él, puesto que es la gloria que posee desde toda la eternidad; es la gloria que Dios Padre le ha comunicado desde la eternidad, desde que lo engendró en su seno, y que ahora la manifiesta para que cuando aparezca todo cubierto de sangre en la Pasión, recuerden que Él es Dios Hijo en Persona y no desfallezcan ante la prueba. Pero si la manifestación de la gloria es un milagro, el esconder la gloria es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús durante toda su vida, desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria visiblemente: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego, oculta su gloria y el ocultar su gloria visiblemente, supone un milagro mayor que el manifestarla, porque el estado natural de Jesús es este, el del Monte Tabor, y el de la Epifanía, el de la manifestación visible de su gloria. Jesús debería aparecer siempre así, como en el Tabor: radiante, glorioso, luminoso, pero no lo hace, porque la naturaleza humana así glorificada, no puede sufrir, y entonces Jesús, así glorificado, no podría haber sufrido la Pasión. Por este motivo es que Jesús oculta su gloria y no la manifiesta sino por breves segundos en el Monte Tabor: para poder sufrir la Pasión, y así demostrarnos hasta qué grados de locura llega su Amor por nosotros.
         Si Jesús se hubiera mostrado con su naturaleza humana tal como lo exigía su condición de ser Hijo de Dios, debería haber aparecido, desde el primer momento, con su naturaleza humana glorificada, es decir, debería haberse manifestada desde el primer instante, como en el Monte Tabor, con resplandores de luz divina, y así debería haber vivido toda su infancia, toda su niñez, toda su juventud y toda su vida adulta, porque Él es Dios por naturaleza, y por el solo hecho de ser Dios, le corresponde tener una naturaleza glorificada, es decir, luminosa, con una luminosidad infinitamente más luminosa y brillante que miles de soles juntos. Pero si hubiera pasado esto, Jesús no habría podido sufrir la Pasión, porque una naturaleza humana glorificada no puede sufrir, y por este motivo, Jesús hizo un milagro, el milagro de ocultar su gloria desde el primer instante de su Encarnación en el seno de María Virgen, para aparecer ante los hombres como un Niño más, como un Joven más entre otros, como un Hombre más entre otros, para poder sufrir la Pasión y así redimir a los hombres con el Santo Sacrificio de la cruz.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. La escena de gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la escena de ignominia del Monte Calvario: la luz de gloria con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Dios Padre quien le comunica de su Ser divino desde toda la eternidad a Cristo, Ser divino trinitario que es luminoso y que ahora en el Tabor se transparenta y se muestra en todo su esplendor; en el Monte Calvario, en cambio, en vez de blanca luz, Cristo Jesús es revestido por nosotros con rojo carmesí, con el rojo de su propia Sangre, la Sangre que brota de sus heridas abiertas, las heridas provocadas por nuestros pecados y es por esto que si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra nuestra, de los hombres, que con nuestra malicia, revestimos a Cristo con el rojo púrpura de su propia Sangre, que se derrama a borbotones sobre su Cuerpo para perdonar nuestras iniquidades.

“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Si Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor, nosotros lo vestimos con el rojo púrpura de su Preciosísima Sangre, porque golpeamos su rostro con nuestros pecados y cubrimos su Cuerpo con golpes y heridas en la Pasión, porque cada pecado es un golpe descargado con furia deicida sobre la Cabeza, el Rostro, los brazos, la espalda, las piernas, el cuerpo todo de Jesús. Con cada pecado, coronamos de espinas a Jesús, lo flagelamos y lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Tabor. Es por esto que la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la tremenda realidad del pecado que, si para nosotros es insensible, para Cristo constituye una misteriosa y dolorosísima realidad. Entonces, como dice Santa Teresa de Ávila, si no nos mueve, para dejar de pecar, ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en la cruz, tan de muerte herido.

jueves, 13 de marzo de 2014

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús les dice a los discípulos que deben ser mucho más justos que los fariseos, que pasaban por ser justos. A partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar”: ahora, el que simplemente “se irrita” contra su prójimo, debe ser condenado por un tribunal; el que lo insulta, merece ser castigado; el que lo maldice, merece el Infierno, según las propias palabras de Jesús. Y esto son solo ejemplos de una justicia muchísimo más estricta, que aplicará la condena dictada por un tribunal que juzgará el fuero interior del hombre, la conciencia humana, y cuyo Juez implacable, pero a la vez justo y misericordioso, será Dios: Jesús está hablando del tribunal de la confesión sacramental, porque la conciencia es la voz de Dios dentro del hombre, que dicta al hombre lo que está bien y lo que está mal. A partir de Jesús, ya no basta, para ser justos, con simplemente "no matar"; a partir de Jesús, quien simplemente "se irrita" con su prójimo, comete pecado y debe ser condenado por un tribunal, el tribunal de la confesión sacramental, y debe reparar, es decir, debe cumplir con la penitencia, y debe pedir perdón a su hermano y no solo hacer el propósito de no volver a cometer el mismo pecado, sino hacer el propósito de obrar de manera opuesta, es decir, obrar con caridad para con ese hermano.
¿A qué se debe este cambio de paradigma?
Se debe al hecho de que, a partir de Jesucristo, Dios no solo se encuentra “cercano” al Nuevo Pueblo Elegido, sino que se encuentra, en virtud de la gracia santificante, “dentro” del alma de cada uno de los miembros de ese Pueblo, ya que ha comprado y convertido el cuerpo de cada uno de los integrantes de la Iglesia en su templo (cfr. 1 Cor 6, 19). Esto significa que Dios Uno y Trino, que es Dios de infinita majestad y santidad, y que es también Dios de bondad y dulzura infinitas, no solo no tolera la maldad extrema –como es el dar la muerte a una persona-, sino que no tolera siquiera la más mínima imperfección –como es el mostrar un ligerísima irritación contra alguien-, y puesto que Él inhabita en sus Tres Divinas personas en el alma en gracia, toda falta –grave o venial- que el alma cometa, la comete en su Presencia, y es por eso que el que el profana el alma y el cuerpo con pecados, profana a las Personas de la agustísima Trinidad que en ellos moran como en su templo. A este hecho, al hecho de inhabitar la Santísima Trinidad en el alma por la gracia santificante, y al hecho de ser el cuerpo templo del Espíritu Santo también por la gracia, por haber sido adquirido al precio altísimo de la Sangre del Cordero derramada en la cruz, se debe que la justicia del cristiano deba ser muchísimo más estricta que la de los fariseos y que la de los justos del Antiguo Testamento.

En otras palabras, si no somos santos, no entraremos en el Reino de los cielos. 

miércoles, 12 de marzo de 2014

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá”


“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá” (Mt 7, 7-12)”. Jesús nos invita, en la oración, a pedir, para que se nos dé; a buscar, para encontrar;  a llamar, para que se nos abra. Pero, ¿dónde debemos pedir, para que se nos dé? ¿Dónde debemos buscar, para encontrar? ¿Dónde debemos llamar, para que se nos abra? Allí donde debemos ir a pedir, para que se nos abra; buscar, para encontrar, y llamar, para que se nos abra, es a tres lugares, y esto con gran humildad y confianza, de rodillas y con paciencia: a las puertas del Inmaculado Corazón de María, del Sagrado Corazón de Jesús, a las puertas del sagrario, y a los pies del crucifijo. En todos esos lugares, estemos seguros que si pedimos, buscamos y llamamos, con confianza, insistencia, perseverancia y humildad, se nos dará el Amor de María Santísima, encontraremos la Sabiduría Divina, y se nos abrirá la herida del Costado del Sagrado Corazón de Jesús, por donde fluye, incontenible, el torrente inagotable de su Divina Misericordia.

martes, 11 de marzo de 2014

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo”


“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo” (Lc 11, 29-32). Jonás fue un signo de penitencia y de conversión enviado por Dios para los ninivitas y puesto que los ninivitas lo recibieron de buen corazón, Dios se retractó de su amenaza de justo castigo por los pecados y no los castigó. De la misma manera, Jesús elevado en la cruz, es el signo del perdón divino para toda la humanidad, para todos los hombres pecadores de todos los tiempos. Sin importar la inmensidad de los pecados que un hombre haya cometido, todo lo que un hombre necesita para que se le perdonen sus pecados, es que se arrodille ante Jesús crucificado, el signo de la Misericordia Divina, y permitir que la Sangre del Cordero caiga sobre su cabeza, para que de manera inmediata sus pecados queden borrados de la Memoria de Dios y las Puertas del Cielo le sean abiertas de par en par. Y puesto que el Santo Sacrificio de la cruz, que es el signo de la Misericordia Divina para el mundo, se perpetúa en la Santa Misa, por lo tanto, el signo de la Misericordia Divina para la humanidad pecadora que quiera salvarse, es la Santa Misa (aunque también lo es el sacramento de la confesión, porque es también allí en donde caen las gotas de Sangre del Salvador sobre el alma del penitente que se confiesa). No hay otro signo de la Divina Misericordia, para el pecador que desea salvarse, que Jesús elevado en la cruz, es decir, la Santa Misa, la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz. 
No hay otro signo del perdón, del Amor y de la Misericordia Divina, que Cristo Crucificado, que el Cordero “como Degollado”, que vierte su Sangre desde su Costado abierto, de manera ininterrumpida, desde hace veinte siglos, cada vez, en la Santa Misa, y lo seguirá haciendo, hasta el fin de los tiempos, hasta la consumación de los siglos, hasta el Último Día de la humanidad, en que dará inicio la Eternidad. 

lunes, 10 de marzo de 2014

El Padre Nuestro se vive en la Santa Misa

         Jesús enseña a sus discípulos a rezar el Padre Nuestro (Mt 6, 7-15), pero esta oración, que caracteriza a los cristianos, tiene la particularidad de que se “vive” y actualiza en la Santa Misa. Veamos cómo y porqué.
“Padre Nuestro que estás en el cielo”: en el Padre Nuestro recordamos a Dios Padre que está en el cielo, pero en la Santa Misa, la Santísima Trinidad en pleno se hace presente: Dios Padre envía a su Hijo a la Eucaristía para que éste done a Dios Espíritu Santo a quien lo reciba en la comunión eucarística con fe y con amor.
“Santificado sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que sea santificado el Nombre de Dios; en la Santa Misa, los nueve coros angélicos, junto a los santos de la Iglesia Triunfante, en unión con los miembros de la Iglesia que se congregan alrededor del altar eucarístico, entonan el “Triple Sanctus” al Cordero de Dios que se inmola en la cruz de altar por la salvación de los hombres.
         “Venga a nosotros tu Reino”: en el Padre Nuestro pedimos que vengo el Reino de Dios a los hombres; en la Santa Misa, ese pedido ya se hace realidad, porque el Reino de Dios es la gracia santificante en los corazones de los hombres, y por la Santa Misa viene a los hombres la Gracia Increada, Cristo Jesús, Fuente de toda gracia.
         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: la voluntad de Dios es que todos los hombres nos salvemos por medio de la participación al sacrificio en cruz de su Hijo Jesús, y en la Misa, el sacrificio en cruz se actualiza por medio del sacramento, de modo que todos los que participan en la Santa Misa pueden actualizar en sus vidas la Voluntad de Dios, uniéndose, por la Santa Misa, al sacrificio redentor de Cristo en la Santa Cruz.
         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padre Nuestro pedimos el pan de cada día, el pan material, para que no nos falte el sustento diario; en la Santa Misa, más importante que el pan material, Dios Padre nos da el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, que nos alimenta con la Substancia divina, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
          "Perdona nuestras ofensas": en el Padre Nuestro pedimos a Dios que perdone nuestras ofensas; la Santa Misa es la garantía de que hemos sido escuchados en nuestra petición y de que hemos recibido de Dios el perdón divino, y la señal de que Dios nos perdona las ofensas que le hacemos es la Eucaristía, porque la Eucaristía es su Hijo Jesús, muerto y resucitado, porque en la Eucaristía, a nuestro pecado de deicidio, responde, Dios Padre con el don de sus entrañas misericordiosas, su Hijo Jesús, que es el Amor Misericordioso.
        "Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden": en el Padre Nuestro le prometemos a Dios Padre que vamos a perdonar a quienes nos ofendan, pero es solo en virtud de la Sangre de Jesús derramada en cáliz del altar, que bebemos en la Santa Misa, que adquirimos fortaleza para perdonar a nuestros enemigos. El perdón del cristiano no se basa en otro motivo que no sea en el Amor y en el perdón recibido de Cristo en la cruz, renovado en cada Santa Misa. Porque el cristiano es perdonado por Jesús desde la cruz con un perdón y con un amor infinitos, y porque es perdón y ese amor se renuevan y actualizan cada vez en la Santa Misa y se recibe en la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es que el cristiano no tiene derecho ni justificativos para no perdonar a su prójimo, sea cual sea la ofensa recibida.
         “No nos dejes caer en la tentación”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación; en la Santa Misa, recibimos la Eucaristía, que nos alimenta con el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y así, el que ama no peca, porque el Amor de Dios es el escudo más poderoso contra la tentación.
         “Y líbranos del mal”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios Padre que nos libre del mal; en la Santa Misa vemos, con los ojos de la fe, cómo Jesús triunfa en la cruz del altar y obtiene, para nosotros, la victoria sobre el demonio, derrotándolo para siempre, venciéndolo con su Sangre y humillándolo con su corona de espinas y con sus clavos, librándonos con su cruz para siempre de su maligna presencia.
         “Amén”: el Padre Nuestro finaliza con el “Amén”, como expresión de deseo de que “así es” lo que pedimos a Dios en el Padre Nuestro, es decir, principalmente, de que su Nombre sea santificado y glorificado; en la Santa Misa, los integrantes de la Iglesia Militante, junto a los de la Iglesia Purgante y a los de la Iglesia Triunfante, entonamos el triple “Amén”, que resuena en los cielos por la eternidad, con el cual santificamos y glorificamos el Nombre Santísimo de Dios Uno y Trino y del Cordero, en el tiempo y por los siglos sin fin.

         Por todo esto, el Padre Nuestro se “vive” y actualiza en la Santa Misa.

domingo, 9 de marzo de 2014

“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho”


“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho” (Mt 25, 31-46). En el Día del Juicio Final, los que resuciten tanto para la salvación como la para la condenación, escucharán de Jesús algo que los sorprenderá: escucharán de sus propios labios que, cuando hicieron alguna obra de caridad (o cuando no la hicieron, en el caso de los que se condenen), fue en realidad a Él a quien hicieron esa obra de caridad (o dejaron de hacer): “Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños a Mí me lo habéis hecho”. En el Día del Juicio Final, se pondrá de manifiesto, de forma tal que nadie podrá dudarlo, que Jesús estaba presente en el prójimo más necesitado, y que todo lo que hicimos a nuestro prójimo, tanto en el bien como en el mal, se lo hicimos a Él, y que por lo tanto la Justicia Divina acreditaba cada acción nuestra hacia el prójimo, para devolvernos multiplicada al infinito, tanto en el bien como en el mal.

“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños a Mí me lo habéis hecho”. No tenemos que esperar al Día del Juicio Final para comprobar si la frase de Jesús es o no realidad. En el prójimo se juega nuestra salvación o condenación eterna, ya que en él se encuentra, misteriosamente Presente, Jesucristo, y todo lo que hagamos a nuestro hermano, tanto en el bien como en el mal, nos será devuelto por la Justicia Divina, al infinito. De nosotros y nuestras acciones depende elegir qué es lo que recibiremos: si el fuego del Espíritu Santo, que alegra y endulza el alma y colma de amor el corazón, o el fuego del Infierno.