viernes, 4 de abril de 2014

“Lázaro, sal fuera”



(Domingo V – TC - Ciclo A – 2014)
         “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 1-7 20-27 33-45). Jesús resucita a Lázaro, hermano de Marta y María y amigo suyo, que hace ya cuatro días que ha fallecido. Es un milagro de omnipotencia, que demuestra una vez más su condición divina, puesto que la potestad de devolver la vida es exclusiva de Dios. Jesús resucita a Lázaro, pero si nos fijamos bien, las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Jesús era muy amigo de los tres hermanos, Lázaro, Marta y María, y cuando Lázaro enferma gravemente, Marta y María mandan a llamar a Jesús, pero Jesús no acude en el momento y deja pasar, ex profeso, dos días, diciendo al mismo tiempo: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios". Al final, la enfermedad sí es mortal, porque cuando Jesús parte, dos días después, Lázaro muere.
         Sin embargo, la aparentemente extraña e indiferente actitud de Jesús para con sus amigos y para con Lázaro en particular, se entiende al analizar sus palabras en el diálogo que se entabla con Marta antes de resucitar a Lázaro. En el diálogo, Jesús le dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Jesús afirma ser Él la Vida en sí misma y esto lo hace antes de resucitar a Lázaro. También había dicho: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios": esto explica el hecho de su aparente indolencia ante la gravedad de su amigo Lázaro. Cuando las hermanas Marta y María mandan a avisar a Jesús de que su amigo está gravemente enfermo, Jesús no acude inmediatamente; el Evangelio dice que se quedó “dos días” a propósito, como esperando que muriera y de hecho, Lázaro muere hasta que Jesús llega. Alguno podría culpar a Jesús de indolente o incluso hasta de mal amigo, por no haber acudido en el acto a socorrer a su amigo Lázaro, que se encontraba agonizando. Pero Jesús quiere que su amigo Lázaro experimente la asombrosa potencia de la Vida divina y del Amor divino, pero para eso, es necesario que Lázaro se interne en las oscuras regiones de la muerte, y es por eso que Jesús deja que Lázaro muera. Es verdad que Jesús no acude inmediatamente a socorrer a su amigo Lázaro; Jesús sí podía, apenas conocida la noticia de la gravedad de la enfermedad de su amigo, salir a toda prisa y, auxiliado por sus amigos, llegar por algún medio de transporte -caballos, carros- antes de que Lázaro muera y obrar un milagro e impedir la muerte de Lázaro. Aun más, siendo Jesús el Hombre-Dios, ni siquiera tenía necesidad de desplazarse hasta donde se encontraba Lázaro: podía hacer un milagro a distancia, como lo había hecho ya en otras oportunidades (cfr. Jn 4, 50-53). Sin embargo, Jesús permite que su amigo muera; Jesús permite que su amigo experimente el destino que le espera a todo hombre que nace en este mundo a causa del pecado original; Jesús permite que Lázaro experimente la separación del alma y del cuerpo; Jesús permite que Lázaro sea invadido por la terrible oscuridad que envuelve al alma minutos antes de morir; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara la cercana presencia de la Serpiente Antigua, el Demonio, cuya siniestra sombra viva se hace cada vez más cercana a medida que se aproxima el momento de la muerte; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara cómo en la muerte todas las seguridades humanas se esfuman y cómo el dinero, el poder, las vanidades del mundo que tanto atraen y deslumbran al hombre, en el momento de la muerte son meros espejismos, al mismo tiempo que lastres pesadísimos que impiden la entrada en el cielo y la arrastran al abismo del infierno. Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara el frío de la muerte, pero también quería que experimentara, por anticipado, los frutos de la Redención que Él habría de conseguir con su Pasión, Muerte y Resurrección, porque Él, una vez muerto en la Cruz, habría de descender con su Alma gloriosa al Hades, al Infierno, no el de los condenados, sino el de los justos (cfr. IV Concilio Lateranense, 1215), para rescatarlos, que es adonde habría ido Lázaro, y es de donde lo llamó Jesús. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza omnipotente del Amor Divino, que lo rescataba de la negrura de la Muerte y de las garras de la Bestia Infernal, y del Abismo del Hades, del Infierno de los justos, no del infierno de los condenados. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza del Amor de Dios, porque solo el Amor de Dios era lo que movía a Dios Uno y Trino a rescatar a la humanidad caída a causa del pecado original.
         “Lázaro, sal fuera”. La poderosa voz de Jesús, ordenando al alma de Lázaro que regrese desde las profundidades del Hades, de las regiones de los muertos, para que se una a su cuerpo y le comunique de su vitalidad a su cuerpo, que yace en el sepulcro, es solo una muy pequeña muestra de su poder divino, porque la unión del alma con el cuerpo es signo del poder divino, pero es a la vez figura de un poder superior de parte de Dios, y es el de la acción de la gracia sobre el alma muerta por el pecado: así como el alma, al unirse al cuerpo le comunica de su fuerza vital y le da vida al cuerpo que estaba muerto, así la gracia, que es vida divina, le comunica la vida divina al alma que está muerta por el pecado mortal y la hace revivir y es esto lo que sucede en la confesión sacramental, pero es lo que sucede también en el bautismo, porque aunque el alma no esté muerta, al recibir la gracia, recibe la Vida divina, que es la vida gloriosa y resucitada de Cristo, que es la Resurrección en sí misma, como le dice Jesús a Marta: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Cristo es la Resurrección, Cristo es la Vida eterna; Él no solo da la vida al cuerpo; Cristo da la Vida eterna al alma, da la vida y la gloria divina al alma y al cuerpo, en forma incoada, por los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, en esta vida y luego en su plenitud en la eternidad y por eso es que vale la pena dar la vida por Él.
            “Lázaro, sal fuera”, le dice Jesús a Lázaro, y Lázaro se incorpora de su lecho mortuorio. Aunque nosotros no hemos muerto aún, también Jesús viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía, resucitado y glorioso, y nos infunde, de modo incoado, la misma fuerza divina que le infundió a Lázaro y lo hizo resucitar. Cada comunión eucarística es para el alma una infusión de gracia muchísima mayor que la que recibió Lázaro y lo hizo revivir, por eso es que también a nosotros Jesús nos dice: "Sal fuera", "Sal fuera" del sepulcro de tu fariseísmo y de tu egoísmo y vive como hijo de Dios, como hijo de la luz y no como hijo de las tinieblas, resplandece como lo que eres, como hijo de Dios y vive de cara a la eternidad, porque para eso has recibido la gracia de la filiación divina. "Sal fuera" y vive como hijo de Dios hasta el día en que seas llamado al Reino de los cielos.
                “Lázaro, sal fuera”, le ordena Jesús a Lázaro, y Lázaro resucita de entre los muertos, provocando la admiración de cielo y tierra, puesto que se trata de un milagro asombroso, pero nosotros en la Santa Misa recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el que recibió Lázaro, porque Lázaro solo escuchó la voz potente del Salvador que lo volvió a la vida, mientras que nosotros recibimos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, que nos comunica su misma Vida divina, la Vida de Dios Uno y Trino, y por esto debemos postrarnos en acción de gracias y adorarlo con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro ser.      

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