viernes, 2 de mayo de 2014

“Jesús tomó el pan y lo partió (…) se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron”


(Domingo III - TP - Ciclo A – 2014)
         “Jesús tomó el pan y lo partió (…) se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús, pero estos no lo reconocen. Los discípulos de Emaús conocen a Jesús y han recibido directamente de Él sus enseñanzas; conocen también las Escrituras, en donde se decía que el Mesías debía resucitar; han vivido los tristes y amargos días de la Pasión; han recibido las promesas de la Resurrección de parte del mismo Jesús; han sido testigos auriculares de la Resurrección, porque han escuchado de las santas mujeres de Jerusalén que Jesús ha resucitado; todavía más, ahora son testigos oculares de la Resurrección, porque ven con sus propios ojos a Jesús resucitado, y aun así, no creen en Jesús resucitado. Están, dice el Evangelio, “con el semblante triste”, porque hay algo misterioso que impide que reconozcan a Jesús: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”.
         Esta situación no cambia ni siquiera a lo largo de todo el camino; ni siquiera con la larga conversación que tienen con Jesús, o más bien, con el largo monólogo que tiene Jesús con ellos, porque luego de que Jesús les reprocha su dureza de mente –“¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!”-, les comienza a explicar las Escrituras, “en lo referente al Mesías”, es decir, a Él mismo, a cómo se habían cumplido en Él todas las profecías mesiánicas, a cómo se habían cumplido en Él todo lo que los profetas habían profetizado acerca del Mesías Redentor de Israel y de la humanidad.
       Esta ceguera y dureza, que no es tanto mental cuanto espiritual, cambia radicalmente en un momento determinado: cuando Jesús parte el pan. Algunos dicen que se trataba de la Santa Misa, con lo cual se trataría de un gesto sacramental; otros dicen que no; se trate o no de la Santa Misa, lo importante es que, en ese momento Jesús infunde el Espíritu Santo, que es el les concede la gracia santificante, la cual los hace partícipes del modo de conocimiento con el cual Dios Uno y Trino se conoce a sí mismo, y es en ese momento, debido a esa gracia recibida, que los discípulos, participando del modo con el cual el Hijo de Dios se conoce a sí mismo como Dios Hijo, es que los discípulos de Emaús reconocen a Jesús como al Hombre-Dios, como a Dios Hijo encarnado, y no como a un forastero, como a un hombre extraño, tal como lo habían tomado hasta ese entonces. Es el gesto de Jesús, de soplar el Espíritu Santo sobre ellos, lo que les permite a los discípulos de Emaús adquirir un nuevo modo de conocimiento, una nueva capacidad de conocimiento, una capacidad divina, la capacidad misma de Dios, y es por eso que conocen a Jesús como Jesús se conoce a sí mismo, es decir, como Dios Hijo en Persona. Pero al mismo tiempo, lo aman como Jesús se ama a sí mismo, es decir, con el Amor de la Santísima Trinidad, con el Amor del Espíritu Santo, porque el Padre ama al Hijo con la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo, y los discípulos de Emaús, llenos del Espíritu Santo, conocen y aman a Jesús como Jesús se conoce y se ama a sí mismo, con el conocimiento y el Amor del Espíritu Santo, que es el conocimiento y el Amor del Padre. Por eso es que les arde el corazón, porque el Espíritu Santo habita en sus corazones, haciéndoles arder el corazón en el Amor de Dios: “¿No ardían acaso nuestros corazones cuando nos explicaba las Escrituras?”, se preguntarán después, sorprendidos.
         Como bautizados y miembros de la Iglesia, debemos identificarnos con los discípulos de Emaús: también nosotros conocemos las Escrituras; también nosotros hemos recibido las enseñanzas de Jesús; también nosotros somos testigos de la Resurrección, porque hemos aprendido el Catecismo; también nosotros conocemos a Jesús, porque lo hemos recibido muchas veces en la comunión, pero, al igual que los discípulos de Emaús, en el fondo, andamos “con el semblante triste”, porque en el fondo no reconocemos a Jesús, aun cuando comulguemos, aun cuando confesemos, aun cuando recemos el Credo, aun cuando nos digamos ser cristianos católicos, aun cuando invitemos a Jesús a cenar con nosotros en la Comunión eucarística. Aun así, nos sucede como a los discípulos de Emaús: “algo impide que nuestros ojos lo reconozcan” en la Eucaristía, algo impide que nuestros ojos lo reconozcan a Jesús vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía, y por ese mismo motivo, eso impide que demos testimonio ante el mundo de la existencia de Jesús resucitado y glorioso y de la existencia de un mundo nuevo de eternidad, el Reino de los cielos, al cual Jesús resucitado nos conduce. El hecho de que en el fondo no creamos en Jesús resucitado, nos incapacita para dar un testimonio creíble de una vida de eternidad y por eso seguimos apegados a las cosas de la tierra y así nos presentamos como una contradicción: nos llamamos cristianos católicos, es decir, somos en teoría futuros ciudadanos del Reino de los cielos, pero vivimos apegados a la materia, al dinero, a los vicios, al pecado, y no solo no vivimos los mandatos del Rey del cielo, Jesucristo, sino que obedecemos ciegamente los mandatos del Príncipe de las tinieblas, el Demonio.
         Es por eso que también a nosotros nos cabe el reproche de Jesús a los discípulos de Emaús: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!”; cómo nos cuesta creer todo lo que aprendimos en el Catecismo, todo lo que recitamos en el Credo, todo lo que leemos de las vidas de los Santos, todo lo que nos enseña la Santa Iglesia acerca del Cielo, el Purgatorio y el Infierno. Pensamos que el Cielo, el Purgatorio y el Infierno, son cuentitos para niños, y que nosotros aquí podemos hacer y vivir como queramos, total eso es eso, precisamente: un cuentito para niños. Es más fácil y cómodo creer en lo que más me gusta y dejar de creer en lo que menos me gusta. No en vano Sor Faustina Kowalska advierte, en su Diario, que el Infierno está ocupado con aquellos que creían que el Infierno no existía.

“Jesús tomó el pan y lo partió (…) se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron”. Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús cuando Jesús les infunde el Espíritu al partir el pan. De la misma manera, solo cuando poseamos el Amor de Dios en nuestros corazones, el Amor que es el Espíritu Santo, el Amor que nos permita conocer y amar a Cristo con el Amor y el conocimiento de Dios Uno y Trino, nuestras mentes brillarán con la luz de Dios y nuestros corazones arderán con la caridad, con el Amor mismo de Dios, y entonces, reconociendo a Jesús, vivo y glorioso en la Eucaristía, le diremos: "Quédate con nosotros, Jesús, quédate en nuestros corazones, quédate para siempre, y no te vayas nunca jamás".
Es por eso que también nosotros, como los discípulos de Emaús, necesitamos que Jesús nos infunda el Espíritu Santo, para que lo conozcamos y lo amemos como Él mismo se conoce y se ama, con un conocimiento y con  un Amor sobrenatural, para que seamos capaces de dar testimonio de Él al mundo, un testimonio que llegue hasta la muerte de cruz, para que el mundo vea y crea y creyendo se salve.

No hay comentarios:

Publicar un comentario