lunes, 30 de junio de 2014

“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”


“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8, 23-27). Jesús sube a la barca y los discípulos suben con él. Cansado por las fatigas del camino, Jesús se duerme. Mientras tanto, se desata una tormenta, la cual es tan fuerte, que amenaza con hundir la barca. Los discípulos, a pesar de ser experimentados marineros, puesto que se dedicaban, en su mayoría, al oficio de pescadores, entran en pánico ante la violencia de las olas y del viento y acuden a Jesús, despertándolo y pidiéndole auxilio: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. Jesús se despierta, les reprocha su miedo y su poca fe -“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” – y con una sola orden de su voz, hace cesar inmediatamente la tormenta, sobreviniendo una gran calma. Los discípulos, llenos de admiración, no caen todavía en la cuenta de que Él es el Hombre-Dios, a quien le obedecen los elementos de la naturaleza y el universo todo, y por eso se preguntan: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
Toda la escena tiene un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; el mar, es el mundo y la historia humana; el viento y el mar embravecidos, es decir, la tormenta que busca hundir a la barca, son las fuerzas del Infierno, que buscan destruir la Iglesia de Jesucristo; Jesús, es el Hombre-Dios; su actitud de dormir en la barca, es su Presencia Eucarística, sacramental, porque significa que Jesús está Presente verdaderamente en su Iglesia, pero debido a que no se lo escucha sensiblemente, audiblemente, pareciera estar ausente, como dormido, pero está verdaderamente Presente en su Iglesia, y es Él quien gobierna la Iglesia, el mundo y el Universo todo, tanto el visible como el invisible; la tribulación de los discípulos, que entran en pánico frente a la tormenta, significa la falta de fe de los hombres de la Iglesia en tiempos de tribulación y persecución por parte del mundo y de las fuerzas del Infierno, debido, en gran medida, a la falta de vida espiritual y de oración; la intervención de Jesús, por último, demuestra que Él es el Hombre-Dios, a quien están sometidos no solo las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino también las potestades del Infierno, porque como dice el himno a los Filipenses, “a su Nombre, se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos” (2, 10ss). El episodio de la barca azotada por la tempestad y la calma que sobreviene a la sola orden de la voz de Jesús, debe hacernos recordar que Jesús en la Eucaristía tiene el poder de aquietar toda tormenta que agite nuestras vidas, puesto que Él es el Gran Capitán de esa hermosísima Nave que es la Iglesia, llamada “Santa María” y jamás permitirá que no solo se hunda, sino que la conducirá, segura y firme, hasta hacerla llegar a la Ciudad de la Santísima Trinidad, en el Reino de los cielos.


viernes, 27 de junio de 2014

Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo


(Ciclo A – 2014)
         “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 13-19). En este Evangelio, Jesús hace dos cosas muy importantes para su Iglesia: nombra a Pedro como Vicario suyo en la tierra, es decir, lo nombra como Papa, como Sucesor suyo, y promete a su Iglesia el triunfo sobre las fuerzas del Infierno, al fin de los tiempos.
En un primer momento, Jesús pregunta a sus discípulos acerca de qué es lo que dice la gente acerca de Él; no porque no lo sepa, ya que Él, en cuanto Hombre-Dios, es omnisciente, sino porque los está preparando para la próxima revelación, que seguirá a continuación. La respuesta que da la multitud, la gente, es una respuesta equívoca, errónea: unos creen que es Juan el Bautista, otros, Elías, otros, Jeremías, otros, alguno de los profetas. La multitud, inevitablemente, tiene una imagen distorsionada acerca de Jesús. Luego, Jesús pregunta a los discípulos, acerca de su identidad, acerca de quién es Él, y antes de que cualquiera responda, el primero en responder, de entre todos los discípulos, es Pedro quien responde, dando la respuesta correcta: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
         Es muy importante tener en cuenta lo que Jesús dice a continuación, porque en las palabras de Jesús está la clave de la respuesta correcta de Pedro: “Feliz de ti, Pedro, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Es decir, el hecho de creer que Jesús es Dios Hijo en Persona; que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana; que es el Verbo de Dios en Persona quien ha asumido hipostáticamente, es decir, personalmente, a una naturaleza humana, para divinizarla, sin confundir las naturalezas divina y humana, de manera tal que quien ve a Jesús ve al mismo Dios Hijo en Persona y no a un hombre más entre tantos, es algo que no puede ser conocido por la sola razón humana; ese conocimiento lo ha dado Dios Padre, y eso es muy importante, porque quien sabe eso, sabe luego que la Eucaristía no es un pedacito de pan bendecido, sino que es el mismo Jesús en Persona, porque Jesús, el Hombre-Dios, y la Eucaristía, son una misma cosa. Quien tiene el conocimiento, dado por Dios Padre, de que Jesús es Dios Hijo en Persona, tiene también el conocimiento de que la Eucaristía no es un simple trozo de pan, sino que es ese mismo Jesús, el Hijo de Dios, que está oculto, invisible, en algo que parece un poco de pan, pero ya no es más pan, porque no está más la substancia inerte, sin vida, del pan material, sino que está la substancia gloriosa del Hijo de Dios vivo, Jesús, el Mesías, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.
         Esta es la importancia de la afirmación de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Si nos mantenemos unidos a la fe del Papa, que es la fe de la Iglesia, estaremos siempre iluminados por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, y permaneceremos siempre en la Verdad, y nunca caeremos en las tinieblas del error.
         Luego de nombrar a Pedro como Vicario suyo en la tierra, le da a la Iglesia no solo la promesa de su asistencia hasta el fin de los tiempos, sino que le promete la victoria sobre el Infierno: “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. Esto significa que a lo largo de la historia, pero sobre todo al fin de los tiempos, se dará, entre el Infierno y la Iglesia, entre las fuerzas de las tinieblas y las fuerzas del cielo, presentes en la Iglesia, una lucha sin cuartel, en la cual el Infierno parecerá, en un determinado momento, que habrá triunfado, pero eso será solo en apariencia, porque la Presencia de Jesucristo hará que las fuerzas infernales, cuando crean que hayan triunfado, sean en ese momento, derrotadas para siempre. La aparición del Anticristo, en medio de la Iglesia, confundirá a muchos cristianos, porque pensarán que el Anticristo es Cristo, y por eso la fe de muchos vacilará, y la Iglesia se conmoverá en sus cimientos, y es por eso que los que permanezcan fieles a Jesús y a la Iglesia deberán pasar una muy dura prueba de fe, de tal magnitud, que muchos vacilarán en la fe, porque el Anticristo intentará cambiar la Ley de Dios, para acomodarla a los caprichos y placeres de la naturaleza humana corrompida por el pecado original, y hará creer que eso, es la voluntad de Dios. En otras palabras, el Anticristo, haciéndose pasar por Cristo, en el seno de la Iglesia, intentará cambiar los Mandamientos de la Ley de Dios y los Sacramentos, para acomodarlos a la naturaleza humana caída, haciendo pasar el pecado como algo bueno y virtuoso, y esto pondrá a prueba la fe de muchos.
Esto está escrito en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[1].
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella”. Unidos a nuestro Papa Francisco, el Vicario de Cristo, que nos da la fe de la Iglesia, estaremos siempre iluminados por Dios, y reconoceremos siempre a Cristo en la Eucaristía (no olvidemos que siendo cardenal en Buenos Aires, reconoció un portentoso milagro eucarístico), y de esa manera, viviremos siempre iluminados por la luz que brota del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
        





[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 675.

miércoles, 25 de junio de 2014

“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos”


“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos” (Mt 7, 21-29). Jesús nos advierte acerca del valor de las palabras: si estas no van acompañadas por obras concretas de misericordia hacia el prójimo, las palabras pronunciadas por nosotros, delante de él, no valen nada, y esto quedará de manifiesto el Día del Juicio Final. En ese día, serán apartados para siempre, de la visión beatífica y de la comunión de los bienaventurados, todos los que, llevando el sello del bautismo, y habiendo recibido los sacramentos de la Comunión y de la Confirmación, y aun habiendo recibido el Sacramento del Orden, sin embargo, en el momento del Juicio Final, sean encontrados faltos de obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

Esos tales, nos advierte Jesús, serán condenados al Infierno, en donde arderán para siempre, con sus cuerpos y sus almas, porque las palabras vacías, sin obras de misericordia, aun cuando sean hermosas, como: “Señor, Señor”, no tienen ningún valor delante de Dios. Jesús nos aclara esto para que no nos engañemos y para que no creamos que por mover los labios y recitar oraciones, teniendo un corazón endurecido y sin caridad para con el prójimo, podremos presentarnos ante el Juicio de Dios en el Día de la Ira de Dios, vacíos de obras buenas. Si no nos presentamos con obras de misericordia, de nada valdrán nuestras palabras huecas y vacías, que resonarán, huecas y vacías, en el Infierno, por toda la eternidad, recordándonos nuestra malicia. 

martes, 24 de junio de 2014

“Tengan cuidado de los falsos profetas, que son lobos con pieles de ovejas”

         
“Tengan cuidado de los falsos profetas, que son lobos con pieles de ovejas” (cfr. Mt 7, 15-20). Jesús nos advierte acerca de los “falsos profetas” -sacerdotes o fieles laicos- presentes en la Iglesia, puesto que son, en un primer momento, difíciles de distinguir de los verdaderos: unos y otros, en apariencia, son como “ovejas”, es decir, mansos y, al menos en apariencia, tanto unos como otros, son humildes. El modo de distinguirlos, es por los frutos que dan, unos y otros: “Por sus frutos los reconocerán”.
Los verdaderos profetas, es decir, los verdaderos amantes de Dios Uno y Trino, al estar imbuidos del Espíritu Santo e inhabitados por lo tanto por la Santísima Trinidad, darán frutos de santidad, amor, misericordia, paz, alegría, caridad cristiana, justicia, serenidad, y quienes se acerquen a ellos podrán experimentar verdaderamente que el Dios del Amor y de la Paz vive en sus corazones, porque “de la abundancia del corazón habla la boca” y también los actos, y si un corazón está inhabitado por la Santísima Trinidad, los actos de esa persona, reflejarán el Amor de Dios Uno y Trino.

Los falsos profetas, por el contrario, aunque aparenten por fuera mansedumbre y humildad, al no tener en sus corazones la gracia santificante, no darán jamás frutos de santidad, porque de sus corazones, convertidos en cuevas oscuras en donde moran los demonios, brotan oscuros, siniestros y tenebrosos deseos, que luego se convierten en pensamientos y en obras aún más siniestras y oscuras, que reflejan su condición de hijos de las tinieblas. Los falsos profetas se reconocen fácilmente por la lengua, filosa, bífida y serpentina, que asesina a sus hermanos con la calumnia y la difamación, sin tener piedad de ellos, faltando gravemente a la caridad, y es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Por sus frutos los reconocerán”. Los falsos profetas se reconocen por su lengua bífida, como de serpientes, y por sus colmillos, como de lobos, que esconden debajo de su disfraz de ovejas.

domingo, 22 de junio de 2014

“No juzguen, para no ser juzgados”


“No juzguen, para no ser juzgados” (Mt 7, 1-5). El consejo de Jesús no se limita al mero orden moral: cuando alguien emite un juicio interior negativo acerca de su prójimo, comete en realidad un acto de malicia, porque se coloca en el lugar de Dios, que es el único en grado de juzgar las conciencias. Si el hombre juzga negativamente a su prójimo en su intencionalidad, se equivocará con toda seguridad, porque no puede, de ninguna manera, acceder a su conciencia, a sus pensamientos, y tampoco lo puede hacer el ángel. Sólo Dios puede juzgar las conciencias; de ahí el grave error de erigirnos en jueces de las intenciones de nuestros prójimos, porque de esta manera, nos colocamos en un lugar que de ninguna manera nos pertenece, el lugar de Dios. Por el contrario, como cristianos, nos compete siempre ser misericordiosos en el juicio acerca de nuestro prójimo, ya que de esa manera nunca nos equivocaremos: por un lado, cumpliremos la ley de la caridad, que manda pensar siempre bien de nuestros hermanos; por otro, aunque nos equivoquemos, no nos pondremos en el lugar de Dios, al juzgar las conciencias de nuestros prójimos; y por último, como dice Jesús, “seremos juzgados con la misma medida que usamos para medir” y si fuimos misericordiosos en el juicio hacia nuestros hermanos, entonces Dios será misericordioso para con nosotros.

Esto no quiere decir que no se deban juzgar los actos externos, que son de dominio público: aunque los actos externos de nuestros prójimos sean objetivamente malos -y sí deben ser juzgados, como también deben ser juzgados nuestros propios actos malos externos, para que reciban su justo castigo-, debemos en cambio ser siempre misericordiosos en el juicio de sus actos internos, para recibir también nosotros misericordia de parte de Jesús, Juez Eterno, en el Día del Juicio Final.

sábado, 21 de junio de 2014

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo A – 2014)
         La Solemnidad de Corpus Christi constituye, para la Iglesia, una de sus fiestas más importantes, porque manifiesta al mundo, de modo público y solemne, con la procesión de Corpus, aquello que constituye el núcleo central de su fe, la columna vertebral de su existencia, la razón primera y última de su ser, la Eucaristía. Sin la Eucaristía, la Iglesia Católica dejaría de ser Iglesia Católica; sin la Eucaristía, la Iglesia Católica dejaría de existir como tal, para convertirse en otra cosa, irreconocible, porque la Eucaristía es lo que es el corazón al hombre: así como el corazón con sus latidos envía sangre por medio de las arterias a todo el cuerpo, manteniéndolo con vida, así la Eucaristía, que es el Corazón de la Iglesia, infunde la gracia santificante por medio de los sacramentos a todo el Cuerpo Místico que es la Iglesia, concediéndoles la vida divina, la vida misma de Dios Uno y Trino.
         La Iglesia se nutre de la substancia humana divinizada del Cuerpo glorioso de Cristo y de la substancia divina de la Persona del Verbo de Dios que le comunica de su gloria divina a Cristo en la Eucaristía; sin este alimento, doblemente super-substancial, celestial, sobrenatural, divino, la Iglesia perecería de hambre, moriría literalmente, se vería envuelta en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia y sucumbiría irremediablemente frente a las a las divisiones y al poder mundano y frente a los poderes del infierno.
         Pero por la Eucaristía la Iglesia no solo triunfa sobre sus enemigos, sino que obtiene la vida nueva de la gracia, la vida que brota del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, la vida misma de Dios Uno y Trino, una vida que es celestial, sobrenatural, eterna, divina, vida que convierte a los hombres en hijos adoptivos de Dios, haciéndolos participar de la santidad misma de Dios, concediéndoles la gracia de ser santos.

         Es por esto que la fiesta de Corpus Christi no es una fiesta más entre otras: representa no solo el triunfo del Cuerpo Místico de Cristo sobre sus enemigos mortales –el demonio, el mundo y el pecado-, sino que representa también el inicio de una vida nueva para los hombres, la vida nueva de la gracia, que brota de la Eucaristía, es decir, de Cristo muerto y resucitado, como de su fuente inagotable, gracia que brota en la eternidad y continúa hasta la eternidad, por los siglos sin fin. 
           La fiesta de Corpus Christi representa para la Iglesia no solo la victoria contra sus enemigos, sino el recuerdo del inicio de la vida de gloria divina que, comenzando en el tiempo, continuará por toda la eternidad y no finalizará jamás, porque Cristo, que dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en sacrificio en la cruz para nuestra salvación, continúa donando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, para que nos alimentemos de su gracia santificante, de su Divinidad y de su Amor, mientras peregrinamos en esta vida hacia la eternidad, para que en el momento de nuestro paso hacia la eternidad, poseamos en nuestros corazones el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el mismo Amor del cual nos nutriremos por los siglos sin fin en los cielos, si somos fieles a la gracia divina.

miércoles, 18 de junio de 2014

“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’”


“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’” (Mt 6, 7-15). Jesús enseña a sus discípulos a orar de una manera nueva, desconocida hasta entonces: enseña que a Dios se le puede dar el nombre de “Padre”. El calificativo de “Padre” dado por Jesús a Dios no se debe a un mero sentimentalismo ni por mera sensiblería: Jesús nos dice que llamemos a Dios “Padre” porque nos dona, por la gracia bautismal, el don de ser hijos adoptivos de Dios. Por el bautismo, el alma se convierte, de mera creatura, en hija adoptiva de Dios, porque la gracia la hace ser partícipe de la condición filial del Hijo de Dios. En otras palabras, por la gracia sacramental bautismal, el hombre se convierte, de simple creatura, en hijo adoptivo de Dios, al donarle Jesús, por participación, su filiación divina, la filiación con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad, y esto es un don que supera toda capacidad de comprensión.

“Cuando oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’”. Llamar a Dios “Padre” no puede nunca, para el cristiano, ser una rutina; llamar a Dios “Padre” no puede nunca dejar indiferente al cristiano, porque el solo hecho de decirle “Padre”, debe despertar en su alma el deseo de contemplarlo y amarlo por toda la eternidad, con el mismo Amor con el cual lo ama Dios Hijo, Cristo Jesús. El solo hecho de llamar a Dios “Padre” debería –al menos en teoría- constituir para el cristiano el alivio en las tribulaciones cotidianas, porque Dios es un Padre amoroso que, para salvar a sus hijos adoptivos, no dudó en sacrificar a su Hijo Unigénito en la cruz y no duda en prolongar y actualizar ese sacrificio en el altar eucarístico, para que sus hijos adoptivos se alimenten del Amor del Sagrado Corazón. Solo esto, el saberse amado por un Dios que es “Padre” amoroso, debería bastarle al cristiano, para vivir en paz y en alegría, e inundado por el Amor de Dios, aun en medio de las más duras y dolorosas pruebas.

martes, 17 de junio de 2014

“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo”


“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús advierte contra la tentación farisaica de exteriorizar las obras buenas de la religión –oración, ayuno, limosna-, para ser alabados por los hombres y no por Dios. Al revés del fariseo, que centra su gloria en la alabanza del mundo y de los hombres, el verdadero hombre espiritual obra la misericordia para con su prójimo y eleva sus oraciones a Dios sin exteriorizaciones y sin hacerse notar, porque sabe que Dios, con su omnisciencia, todo lo ve y todo lo sabe, y entiende que lo que cuenta es el juicio de Dios y no el vano juicio de los hombres, porque Dios juzga la recta intención, mientras que los hombres solo juzgan las apariencias.

“Cuando oren, ayunen, den limosna, que no los vean los hombres, sino vuestro Padre del cielo”. Los santos y los mártires son ejemplo de cómo vencer los respetos humanos y de cómo dar testimonio de Dios en un mundo cada vez más ateo y materialista, y la fortaleza interior, sobrenatural y celestial necesaria para vencer los respetos humanos, que les permitía permanecer siempre en la Presencia de Dios, en lo más profundo de sus corazones, abrazados a la cruz, a los pies de Jesús crucificado y de la Virgen Dolorosa, la obtenían de la Eucaristía.

lunes, 16 de junio de 2014

“Amen a sus enemigos”


“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 43-48). Antes de Jesús, la relación de justicia en el Pueblo Elegido se regía por la Ley del Talión, que establecía una estricta equidad frente al daño infligido por el enemigo: “ojo por ojo y diente por diente”. A partir de Jesús, la ley que rige ya no es más la del Talión, sino la ley de la caridad, es decir, la ley del Amor divino, porque Jesús es el Amor de Dios encarnado, la Misericordia Divina materializada, que viene a comunicar a los hombres la vida misma de Dios, puesto que Dios no es otra cosa que Ser perfectísimo, que emana el Amor Perfecto y Puro. Esto significa que a partir de Jesús, los hombres no se rigen ya por principios naturales, sino por la gracia divina, que hace participar de la vida misma de Dios, es decir, del Amor de Dios, y es esto lo que explica la suplantación de la ley del Talión por el mandato de la caridad. El cristiano, al alimentarse de la Eucaristía, se alimenta de la vida misma de Dios, y de esta manera, vive en Dios y Dios vive en Él; esto quiere decir que es el Amor de Dios el que se convierte en su principio vital y guía su ser y su obrar, dotándolo con una capacidad nueva, que antes no poseía, la del Amor sobrenatural, el Amor mismo de Dios, el Amor con el que Jesús nos ama desde la cruz, el único Amor con el cual es posible amar a los enemigos.

“Amen a sus enemigos”. Jesús reemplaza la ley del Talión por la ley de la caridad, y para que seamos capaces de cumplir esta nueva ley de la caridad, que exige amar al enemigo con un amor que supera nuestras fuerzas naturales, nos alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo, su Sagrado Corazón Eucarístico, en donde arde la Llama del Amor Divino. 

domingo, 15 de junio de 2014

“No hagan frente al que les hace mal”


“No hagan frente al que les hace mal” (Mt 5, 38-42). El consejo de Jesús de cómo actuar frente a los enemigos, podría mal interpretarse en el sentido de un pacifismo a ultranza, como una especie de “irenismo”, un pretender hacer las paces a toda costa, aun al precio de dejar en el camino la verdad y la justicia. No es ese el sentido en el que lo dice Jesús y jamás lo puede ser, porque la renuncia a la Verdad y a la Justicia, en vez de traer paz, solo trae injusticia y con la injusticia, discordia.
Jesús pide que sus discípulos no hagan frente a quien les hace el mal, porque el mal ha sido ya vencido por Él desde la cruz; aun más, el mal ha sido vencido desde siempre, desde la eternidad, porque el mal jamás puede prevalecer sobre el bien. El mal es suma imperfección, es carencia absoluta de bien; es sinónimo de oscuridad, de tinieblas, de fealdad, de error, de ignorancia y, en última instancia, y lo más grave de todo, es sinónimo de ausencia de Dios. Es en esto último en lo que radica la peligrosidad de responder al mal con mal: en que si un cristiano responde con mal a quien le hace mal, está indicando que en él está ausente Dios, que es Sumo Bien, con lo cual contradice su condición de cristiano.

“No hagan frente al que les hace mal”. Como cristianos, Jesús nos pide que no hagamos frente a quienes nos hace mal, con el mal, pero sí nos pide que les hagamos frente con la cruz, con el crucifijo, es decir, con el Bien Absoluto, con el Bien Perfecto, con el Bien Infinito, que es Él, materializado y crucificado, que desde la cruz, ha derrotado y vencido para siempre al mal y a todo lo que el mal representa: las tinieblas, la oscuridad, el error, el Mal absoluto y personificado en el Ángel caído.

viernes, 13 de junio de 2014

Solemnidad de la Santísima Trinidad


(Ciclo A - 2014)
Jesús revela el misterio absoluto acerca de Dios, inalcanzable tanto para la mente angélica como para la mente humana, sino es revelado por el mismo Dios: que Dios es Uno y Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas; una misma naturaleza divina, un mismo Acto de Ser divino, y Tres Personas realmente distintas, pero iguales en poder, en majestad, en honor, en divinidad. Solo la Iglesia Católica posee la Verdad absoluta acerca de la constitución íntima de Dios, como Uno y Trino. Pero Jesús no quiere que simplemente nos quedemos con el conocimiento teórico de quién es Dios en su esencia última; Jesús no se conforma con que sepamos que Dios es Uno y Trino; Jesús no quiere que simplemente sepamos y repitamos de memoria, para el examen de Catecismo de Primera Comunión y de Confirmación, que Dios es la Santísima Trinidad.
Jesús nos revela que Dios es Uno y Trino, porque quiere hacernos saber que es la Santísima Trinidad en pleno quien, por amor a cada uno de nosotros, obra la obra de nuestra salvación, la cruz de Jesús, porque es Dios Padre quien envía a Dios Hijo para que entregue su Cuerpo en la cruz y derrame su Sangre y con su Sangre derramada a través de sus heridas y a través del costado traspasado por la lanza, infunda a Dios Espíritu Santo, de modo que todo aquel que sea bañado con la Sangre del Cordero, la Sangre que mana de sus heridas y de su Corazón abierto por la lanza, sea lavado de sus pecados y reciba la vida eterna. Jesús quiere que sepamos esto en primer lugar: que Dios es Uno y Trino, y que este Dios Uno y Trino se ha empeñado, en sus Tres Divinas Personas, por puro amor a todos y cada uno de nosotros, en obrar la obra de nuestra salvación.
Pero Jesús también quiere que sepamos que la obra de la Santísima Trinidad no finaliza en la cruz, sino que continúa en el altar eucarístico, porque el altar eucarístico es la prolongación, continuación y actualización del sacrificio de la cruz.
Entonces, tanto el Calvario, como la Santa Misa -prolongación y continuación del Calvario-, son obra de la Trinidad, aunque tampoco aquí finaliza la obra de amor de la Trinidad para con nosotros: es tanto el amor de la Trinidad para con nosotros, que las Tres Divinas Personas no se conforman con el sacrificio redentor de Jesús en la cruz; no se conforman con el don de la Eucaristía; no se conforman con el don del Espíritu Santo; las Tres Personas de la Santísima Trinidad quieren venir a inhabitar, las Tres, en nuestros corazones, y es para esto que el Padre envió a su Hijo a morir en la cruz: para que nos donara su gracia santificante, para que por la gracia santificante nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, se convirtieran en templo y sagrario del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando en el Evangelio dice: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos y mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él” (Jn 14, 23). 
Todo lo que la Santísima Trinidad hace por nosotros, a través de Jesús: darse a conocer en su estructura íntima –Dios Uno y Trino-; obrar la obra de la salvación enviando Dios Padre a Dios Hijo a morir en la cruz para donar a Dios Espíritu Santo; prolongar y actualizar el sacrificio redentor del Calvario en el altar eucarístico –porque es Dios Hijo quien entrega su Cuerpo en el Pan eucarístico y derrama su Sangre en el cáliz, así como entregó su Cuerpo en la cruz y derramó su Sangre a través de su Corazón traspasado-, es para que nosotros, por medio de la gracia santificante, convirtamos nuestro corazón, nuestra alma y nuestro cuerpo, en templos vivos del Espíritu Santo y amemos a Jesús de tal manera que la Llama de Amor Vivo arda siempre en nuestros corazones, y con una intensidad tan grande, que atraiga la atención del Padre y del Hijo, de manera tal que las Tres Personas de la Santísima Trinidad vengan a habitar en nuestros corazones, convirtiéndolos en su morada. 
Éste es el objetivo último de la Santísima Trinidad y el designio para cada uno de nosotros: no solo que nos salvemos, sino que nos convirtamos, cada uno de nosotros, en algo más grande y más hermoso que los mismos cielos, de manera tal que las Tres Divinas Personas “abandonen”, por así decirlo, a los cielos, y vengan a habitar en nuestros corazones: “Si alguien me ama, cumplirá mis mandamientos y mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él”.
Jesús no quiere que nos quedemos con el simple conocimiento de que Dios es Uno y Trino: quiere que lo amemos y que por amor, evitemos el pecado mortal, el pecado venial, y que por amor vivamos a la perfección sus mandamientos, para que Él, el Padre y la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo, hagan morada en nuestros corazones, en el tiempo y por toda la eternidad. Para esto es que Jesús nos revela que Dios es Uno y Trino, que Dios es la Santísima Trinidad.

lunes, 9 de junio de 2014

“Ustedes son la luz y la sal de la tierra”



“Ustedes son la luz y la sal de la tierra” (Mt 5, 13-16). Jesús compara a los cristianos con dos elementos sumamente necesarios para la vida: la luz y la sal. Solo cuando estos elementos faltan, puede uno darse cuenta de cuán necesarios son. Sin luz, no podemos percibir la realidad que nos rodea, puesto que las tinieblas nos invaden y nos cubren, y esto vale tanto para la luz material, como para la luz intelectual, la luz de la inteligencia, que nos hace captar la esencia de las cosas. Sin la sal, los alimentos pierden sabor, y así es como los platos más suculentos y exquisitos, se vuelven insípidos, sin sabor, sin gusto a nada. El cristiano es al mundo, a las personas, lo que la luz a los ojos, lo que la inteligencia al intelecto, y lo que la sal a los alimentos: el cristiano, con la caridad, con el amor de Cristo, con el amor de Jesús, que es el amor de Dios, transforma todas las cosas y le da un sabor nuevo, un sabor distinto, porque no es él quien transforma las cosas, sino el amor de Dios que obra a través de él. La sal y la luz de las que habla Jesús, son el amor de Dios, que viniendo de la Trinidad, se comunica por la gracia de Jesús y debe transmitirse al mundo por medio de las obras de misericordia, corporales y espirituales.


“Ustedes son la luz y la sal de la tierra”. Ustedes son el amor de Dios sobre la tierra, si ustedes no aman a sus hermanos con el amor de Dios, ¿quién los amará?". Si el cristiano no ama a sus hermanos con el Amor de Dios, nadie más podrá amarlos, y así el mundo perecerá en las tinieblas y en el sabor agrio del odio y del desamor. ¿Dónde conseguir la luz y la sal, es decir, el Amor divino, con el cual iluminar y dar sabor al mundo? ¿Dónde encontrarán los cristianos el Amor con el cual amar con misericordia a los hombres, sus hermanos? En la Eucaristía, el Sol que arde en el Amor divino, la Sal de Dios que da sabor a la vida.

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo A – 2014)
         “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado se aparece a los discípulos y sopla sobre ellos el Espíritu Santo. El soplo del Espíritu Santo es el culmen de su misterio pascual de Pasión, Muerte y Resurrección. Jesús, el Verbo del Padre, ha venido a la tierra para esto: para donar el Espíritu Santo, el Don de dones, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad, el Amor substancial que une a las Personas del Padre y del Hijo en la eternidad, y ha venido para donarlo a los hombres, a todos y a cada uno de ellos, como don gratuito, libre, inmerecido, impensado, imposible de dimensionar en su increíble grandeza y majestad. Jesús es el Hombre-Dios, y en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira el Espíritu Santo, junto al Padre, en el tiempo y en la eternidad, y este soplo de Amor divino es un soplo de Amor, que es al mismo tiempo un soplo de Fuego que enciende las almas en las llamas del Amor trinitario, porque el Espíritu de Dios es un Espíritu que es Fuego y es un Fuego que es Amor Puro, Amor perfectísimo, Amor ardentísimo, Amor de caridad divina que convierte al alma, de carbón negro y tizón humeante, en brasa ardiente e incandescente, que ilumina todo a su alrededor con la luz de la gracia divina y todo lo ama con el Amor de Dios, en Dios, por Dios y para Dios.
         “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y les serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. El don del Espíritu Santo actúa en el alma de los bautizados, convirtiéndolos en brasas ardientes de caridad divina, en el sacramento de la penitencia, en el momento en el que el penitente se acusa de sus pecados, porque el pecado es ausencia de amor, mientras que el Espíritu Santo es Amor en Acto Puro, que extra-colma de amor divino al alma, llenándola de aquello que le falta, el Amor. Al conferir el poder de perdonar los pecados, Jesús concede a la Iglesia la potestad de no solo borrar de las almas el efecto de la ausencia del amor, que es el pecado, sino que le concede algo que supera con creces esta deficiencia y que es inimaginable e inconcebible para la creatura: Jesús concede, por medio del sacerdocio ministerial, el don de colmar a las almas del Amor divino, porque al recibir el perdón de sus pecados, Dios colma al pecador de su Amor y Misericordia, lo cual excede el mero perdón. El sacramento de la confesión constituye, entonces, la gloriosa manifestación de la Misericordia Divina, que ejerce sobre el alma del pecador su más contundente triunfo, al llenarla de sí misma, es decir, colmando el vacío de amor, consecuencia del pecado, con el Amor divino concedido en el perdón sacramental.

         “Reciban el Espíritu Santo”. Sin embargo, existe aún otra manifestación del Don del Espíritu Santo, en donde se despliega también con plenitud el Amor trinitario obtenido por el sacrificio de Jesús en la cruz, y es en el altar eucarístico, porque allí el Espíritu es soplado por Jesús a través del sacerdote ministerial, para obrar el milagro de la transubstanciación y convertir, de esa manera, la substancia del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús sopla el Espíritu Santo sobre el pan y el vino en el altar eucarístico, para vaciarlos de sus substancias inertes y para llenarlos de sí mismo y del Espíritu Santo, de modo que los que se alimenten del Pan del Altar, sean alimentados con la substancia del Cordero, y beban, del Costado traspasado del Cordero, el Espíritu que mana a borbotones con la Sangre, Espíritu que es Sangre y que es Fuego de Amor divino a la vez, Espíritu que embriaga de Amor divino al que lo bebe con fe, con piedad, con temor sagrado y con amor.