miércoles, 30 de julio de 2014

“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo…”



“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo…” (Mt 13, 44-46). Jesús compara al Reino de los cielos con un tesoro escondido en un campo; un hombre encuentra este tesoro y, para adquirirlo, va y vende “todo lo que tiene”, compra el campo, y se queda con el tesoro. Para entender el significado sobrenatural de la parábola, tenemos que ver qué representa cada elemento de la misma: el tesoro escondido y encontrado por el hombre, es la gracia santificante; el hombre que encuentra el tesoro, somos todos y cada uno de los bautizados en la Iglesia Católica, que hemos recibido la gracia santificante en el bautismo, pero que muchas veces no somos conscientes de la inmensidad del don recibido; el campo en donde está el tesoro, es nuestro propio corazón y nuestra propia alma, en donde está escondida, desde el momento de nuestro bautismo, la gracia santificante, es decir, el tesoro invalorable de la gracia, un tesoro de valor incalculable, pero que pasa desapercibido en la gran mayoría de los casos; el hecho de encontrar el tesoro, es decir, de saber que en el campo –o el corazón, o el alma- hay un tesoro de valor inapreciable, es la a su vez el recibir la gracia de la fe o el don de la conversión, porque es lo que permite apreciar el valor incalculable de la gracia santificante: solo quien tiene fe, es decir, solo quien ha recibido la gracia de la conversión, aprecia el don de la gracia santificante, recibida en el bautismo y acrecentada por los sacramentos, y es esto lo que significa el hecho de que el hombre de la parábola descubre un tesoro escondido en el campo: es aquel que recibe el don de la fe, el don de la conversión del corazón; los bienes que el hombre vende para adquirir el campo, son, literalmente hablando, los bienes materiales, puesto que el apego a los bienes materiales, son un obstáculo insalvable para acceder a la gracia, aunque estos bienes representan también todo tipo de impedimento a la gracia, como por ejemplo, los defectos, los pecados, sean mortales o veniales, y los vicios; la venta de bienes, que le da al hombre el capital necesario para adquirir el campo, es la lucha espiritual contra nuestros defectos, vicios, pecados y concupiscencias, como así también la confesión sacramental, que nos quitan definitivamente del alma los impedimentos, al mismo tiempo que, como en el caso de la confesión sacramental, nos provee de la gracia santificante, que es el capital con el cual adquirimos todavía mayor gracia, haciéndonos crecer aún más en santidad.

Por último, en la parábola se destaca la alegría del hombre que adquiere el campo con el tesoro, porque con la gracia santificante, el alma posee en sí misma el Reino de los cielos, que es ese tesoro escondido, y si posee el Reino de los cielos, el alma es visitada por el Rey de los cielos, Jesucristo, y por la Reina de los cielos, la Virgen María. Puesto que la Santa Misa es la actualización del Evangelio, para nosotros, estar en gracia, significa poseer en nuestros corazones el Reino de los cielos, para recibir al Rey de los cielos, Jesús Eucaristía, y si viene el Rey de los cielos en la comunión, de alguna manera, también se hace presente la Reina de los cielos, Nuestra Señora de la Eucaristía. Y para el corazón del hombre, no hay alegría más grande que poseer y amar al Rey de los cielos, Jesús Eucaristía, y a su Madre, Nuestra Señora de la Eucaristía.

“El Reino de los cielos es como un grano de mostaza


“El Reino de los cielos es como un grano de mostaza, pequeño, que cuando, se convierte en un arbusto tan grande, que hasta los pájaros del cielo, van a hacer sus nidos en sus ramas” (Mt 13, 31-35). Jesús compara al Reino de los cielos con un grano de mostaza que, siendo primero pequeño, crece luego hasta ser un arbusto de tan grande tamaño, que “hasta los pájaros del cielo”, van a hacer sus nidos en sus ramas. Lo curioso es que Jesús dice que es un grano de mostaza que “un hombre plantó en su campo”, entonces, interviene en la parábola del Reino, también el hombre. ¿Cómo interpretarla?
La semilla de mostaza, plantada en “el campo del hombre”, es la gracia santificante, sembrada en el corazón del hombre en el bautismo; “el campo del hombre”, es el alma o el corazón del hombre; en un primer momento, es pequeña, porque la santidad, o la gracia santificante, es pequeña en el alma del hombre, pero a medida que la gracia santificante se va abriendo paso en el corazón del hombre y va echando raíces, y va creciendo, se va agigantando cada vez más, de manera tal que, con el paso del tiempo, ese pequeñísimo grano de mostaza, que era al inicio, se convierte luego, en un frondoso árbol, cuando el hombre se convierte, por obra de la gracia, del hombre viejo que era, dominado por las pasiones, en el hombre nuevo, en imagen viva de Jesucristo. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando dice que el Reino de los cielos es “como un grano de mostaza, pequeño, que cuando, se convierte en un arbusto tan grande, que hasta los pájaros del cielo, van a hacer sus nidos en sus ramas”: la gracia santificante crece, desde que es injertada, en el momento del bautismo –siempre y cuando cuente con la libertad del hombre-, y así el hombre se convierte, de pecador, en santo.

Pero nos falta un elemento en la parábola, y son “los pájaros del cielo, que hacen nido en las ramas del arbusto”, es decir, en la semilla de mostaza convertida en árbol. ¿Qué significan estos misteriosos “pájaros del cielo”? Si el campo es el corazón del hombre; si la semilla de mostaza es la gracia santificante sembrada en su corazón, que luego se convierte en frondoso árbol, cuando el hombre se convierte, de pecador en santo, entonces, los pájaros del cielo, que son -Un Dios en Tres Personas-, son las Tres Divinas Personas de la Santísima y Augustísima Trinidad, que van a hacer su morada en el corazón del hombre en gracia, según las palabras del Hombre-Dios Jesucristo: “Si alguien me ama y cumple mis mandamientos, mi Padre y Yo lo amaremos y haremos morada en él” (cfr. Jn 14, 23).

viernes, 25 de julio de 2014

“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla fina (…) como una red llena de peces (…)”


(Domingo XVII - TO - Ciclo A – 2014)
         “El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla fina (…) como una red llena de peces (…)” (Mt 13, 44-52). Jesús compara al Reino de los cielos con tres cosas de valor: un tesoro escondido; una perla fina; una red llena de peces. Como es obvio, cada una de estas figuras, tiene un significado sobrenatural. El tesoro escondido es encontrado por un hombre en un campo; el hombre, a su  vez, va y vende todo lo que tiene, compra el campo y así se queda con el tesoro. El significado sobrenatural es el siguiente: el tesoro es la gracia santificante; el hombre que encuentra el tesoro, es aquel que recibe el don de la conversión, es decir, es el que se da cuenta del valor de la gracia; el que encuentra el tesoro es quien se da cuenta que la más mínima gracia vale más que todos los tesoros de la tierra, más que todo el oro del mundo; el que “vende todo lo que tiene”, es el que, al haber descubierto el valor de la gracia, es el que está en consecuencia, dispuesto a perder, literalmente hablando, la vida, antes que perder la gracia.
Eso es lo que hicieron los santos y los mártires, y es lo que les valió conquistar el cielo, y ésa es la disposición que debemos tener al confesarnos en el Sacramento de la Penitencia, porque ése es el espíritu de lo que la Iglesia nos quiere hacer decir, cuando nos hace repetir la fórmula de la penitencia, en el momento en el que el sacerdote nos da la absolución: “…antes querría haber muerto que haberos ofendido”. La Iglesia quiere que tomemos conciencia del valor de la gracia santificante, al hacernos decir que preferimos la muerte terrena, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque la gracia santificante es un tesoro tan grande, que vale infinitamente más que la vida terrena, y es eso lo que manifestamos en la fórmula del arrepentimiento, en la confesión sacramental: nos dolemos –y así debe ser en nuestro interior, y no solo de palabra- de no haber perdido la vida terrena, antes de haber ofendido a Dios un pecado mortal o venial deliberado. Esto es lo que significa el “tesoro escondido” y el hecho de que el hombre “vende todo lo que tiene” para obtenerlo: es el que se da cuenta que más vale perder la vida terrena antes que perder la gracia, porque perder la gracia equivale a perder la vida eterna, mientras que perder la vida terrena por conservar la gracia –como sucede en el caso de los mártires, por ejemplo, que dan sus vidas por Cristo Jesús-, equivale a conservar la gracia y por lo tanto, a ganar la vida eterna.
Este es, entonces, el significado sobrenatural, para la figura del tesoro escondido en el campo, y lo mismo vale para la figura de la perla fina, ya que es un ejemplo muy similar: alguien “vende todo lo que tiene” para adquirirla; aquí se puede introducir el matiz de la lucha contra las pasiones y los defectos, los cuales serían esas “ventas”, que permitirían adquirir el bien de la gracia, es decir, la perla.
En el caso de la red “llena de peces”, Jesús introduce explícitamente el tema del Juicio Universal, agregado al Reino de los cielos: así como los pescadores, luego de la jornada de pesca, separan a los peces que están en buen estado –y por lo tanto, son comestibles o sirven para el comercio-, de los peces que están en mal estado –y por lo tanto, no sirven para nada-, así también, en el Día del Juicio Final, los ángeles de Dios, encabezados por San Miguel Arcángel, siguiendo las órdenes de Jesucristo, Supremo y Eterno Juez, separarán a los buenos de los malos, conduciendo a los buenos al cielo y arrojando a los malos al infierno, según sus obras, buenas y malas, respectivamente.
“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido (…) como una perla (…) como una red llena de peces (…)”. El Reino de los cielos, si bien es comparado por Jesús con cosas materiales, es algo infinitamente más valioso que lo más valioso materialmente hablando, y es la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, y la gracia santificante es la puerta que nos permite entrar en comunión con ellas, de ahí su valor incalculable, y de ahí el valor más preciado que la propia vida terrena.

Quien aprecia el valor de la gracia, sabe que los bienes materiales y que la vida terrena misma, son nada en comparación con la gracia, porque la gracia nos une con la Santísima Trinidad. El que se da cuenta de esto, es el más sabio y el más feliz de todos los hombres, y ése, ya ha comenzado a vivir el Reino de los cielos, aun cuando todavía le quede un poco por vivir en la tierra.

viernes, 18 de julio de 2014

“Un sembrador sembró trigo (…) su enemigo sembró cizaña…”


(Domingo XVI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Un sembrador sembró trigo (…) su enemigo sembró cizaña…” (Mt 13, 24-43). Cada elemento de la parábola tiene un significado sobrenatural: el sembrador bueno que siembra la buena semilla del trigo, es Dios Padre; el trigo, es la Palabra de Dios, es decir, Dios Hijo, Jesucristo, quien luego de completado su misterio pascual de muerte y resurrección, se donará a sí mismo como Pan de Vida eterna; es decir, Jesucristo es el trigo que, hundiéndose en la tierra, muriendo en la cruz, germina, esto es, resucita, y da como fruto el Pan de Vida eterna, su Cuerpo resucitado, al ser su Cuerpo glorificado en la resurrección, por el Fuego del Espíritu Santo, el Amor de Dios; el sembrador envidioso y enemigo del sembrador bueno, que siembra la mala semilla de la cizaña –una hierba inútil que solo sirve para ser quemada-, es el diablo; el campo sobre el cual se siembran tanto el trigo -la Palabra, enviada por el Amor de Dios-, como la cizaña -llevada por el odio del diablo-, es el corazón del hombre; el tiempo que media entre la siembra y la cosecha, significan tanto la vida individual de cada persona -el tiempo que transcurre entre el nacimiento de cada uno, hasta su muerte individual-, como el tiempo total de la historia humana, es decir, el tiempo transcurrido desde el inicio de los tiempos, desde la creación del mundo con Adán y Eva, hasta el Día del Juicio Final, en el que dará comienzo la eternidad, luego del Juicio y la separación de los que se salvarán, de aquellos que se condenarán; la cosecha significa el Día del Juicio Final, en el que aparecerá Jesucristo, no como Dios misericordioso, sino como Justo Juez, para dar a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras: a los buenos, los recompensará con el cielo y a los malos, los castigará con el infierno, según sus palabras: “Venid a Mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, y me disteis de comer…” (…) Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre, y no me disteis de comer…” (cfr. Mt 25, 31-46); los cosechadores, que separarán, en el tiempo de la cosecha, al trigo de la cizaña, poniendo al trigo que sirve en los graneros y echando a la cizaña inservible al fuego, son los ángeles de Dios, encabezados por San Miguel Arcángel, quienes separarán, siguiendo las órdenes de Jesucristo, a los buenos de los malos (esta es la razón por la cual, en diversas obras pictóricas, aparece San Miguel Arcángel con una balanza, pesando almas y separándolas, en el Día del Juicio Final).
         Este Evangelio nos advierte, por lo tanto, que nuestro corazón no es un órgano neutro o indiferente a las cosas del cielo o del infierno: o pertenece al cielo y es así como permite que germine en él el trigo, que es la Palabra de Dios y el Amor de Dios, o pertenece a las tinieblas, y es así como permite que germine en él la cizaña, llevada por el odio satánico, que es la palabra vana, hueca, vacía y malvada del demonio.
         Ahora bien, si hay trigo o cizaña en un corazón, eso se sabe por los frutos: “de la abundancia del corazón, habla la boca”: si en una persona abunda la mentira, el doblez, la maledicencia, el engaño, la calumnia, el perjurio, la astucia perversa para el mal, el gozo y el deleite en el mal del prójimo, la ausencia de compasión, de caridad, de misericordia, de piedad, es señal certísima y clarísima de que en ese corazón no ha germinado ni siquiera mínimamente la Palabra de Dios, o que si lo ha hecho, ha quedado ofuscada por la abundancia de cizaña, del veneno pestífero del Demonio.
         Por el contrario, si en una persona abundan la caridad, la compasión, la misericordia, la transparencia en el obrar y en el hablar; si no se encuentran en esa persona ni la más mínima sombra de mentira ni de malicia; si en esa persona hay bondad, sacrificio, alegría, justicia, serenidad, paz, comprensión con las debilidades y faltas de su prójimo; si en esa persona no hay acepción de personas y busca, en la adversidad, el amor a su enemigo, es señal clarísima de que ha germinado en ella y ha arraigado la Palabra de Dios, y está dando maravillosos y hermosos frutos de santidad.

         “Un sembrador sembró trigo (…) su enemigo sembró cizaña…”. Nuestro corazón no es una entidad neutra, indiferente e insensible, a las cosas del cielo, y tampoco a las del infierno. Es por eso que, si no dejamos crecer, germinar y arraigar a la Palabra de Dios, para que dé frutos de santidad, inevitablemente, el Enemigo de las almas sembrará su mala semilla, y esta terminará dando sus malos frutos, sin que lo advirtamos. Es por eso que debemos estar atentos, para que la Palabra de Dios, sembrada por el Buen Sembrador, que es Dios Padre, ya el día feliz de nuestro bautismo, dé buenos y hermosos frutos de santidad, y para ello le debemos encargar a la Virgen, la Celestial Jardinera, para que cuide y riegue, con el agua de la gracia, el jardín de nuestros corazones, para que extirpe de él toda hierba mala, toda cizaña, y para que crezca, fuerte y sano, el trigo bueno, la Palabra de Dios, su Hijo Jesús, para que este trigo, que es Jesús, crezca tanto y sea tan grande, que nos haga desaparecer, y ya no seamos nosotros los que vivamos, sino que sea Jesús, el Hijo de Dios, quien viva en nosotros.

jueves, 17 de julio de 2014

“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”


“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado” (cfr. Mt 12, 1-8). Al pasar por un campo de trigo en un día sábado, los discípulos de Jesús, sintiendo hambre, arrancan las espigas y comen, con lo cual cometen, a los ojos de los fariseos, una falta legal, debido a que en día sábado estaba prohibido, según la casuística farisaica, realizar tareas manuales, y esto les vale un reproche por parte de los fariseos.
Sin embargo, Jesús, lejos de darles la razón, les responde trayendo a colación otra falta legal, esta vez, la del rey David y sus compañeros, los cuales cometieron una falta, si se quiere, tal vez mayor: también sintiendo hambre, no arrancaron espigas del campo, sino que entraron “en la Casa de Dios” -como les remarca Jesús, para hacerles notar que la falta legal es mayor-, y comieron los panes de la ofrenda, algo que solo podían hacer los sacerdotes.
Lo que persigue Jesús, en su respuesta a los fariseos, es hacerles ver que, bajo el pretexto de la religiosidad, lo único que han hecho, es vaciar a la religión de su esencia, que es la caridad, que es el mandato divino, reemplazándola por una multiplicidad de mandatos humanos, inútiles, vacíos y carentes de todo sentido. Los fariseos han convertido a la religión en una cáscara vacía, carente de contenido, porque la han vaciado del Amor de Dios, y la han reemplazado por mandatos humanos, inútiles e inservibles, que olvidan por completo la caridad, la misericordia y la compasión, y todo bajo el pretexto y  la máscara de la religión.
Es esto lo que Jesús les quiere decir cuando les dice: “Si hubierais comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios”. “Sacrificio”, en este caso, es la norma legal, y los fariseos, por cumplir la norma legal, es decir, el mandato humano, el mandato inventado por ellos –el no arrancar espigas el día sábado- olvidan la misericordia, la compasión, el Amor –dar de comer al hambriento, el permitir comer a quien, por predicar el Evangelio, tiene hambre-. Por cumplir un mandato humano, los fariseos olvidan la misericordia, y es en esto en lo que consiste su error capital, porque de esa manera, falsifican por completo la verdadera religión, porque la religión verdadera, aquella establecida por el Dios Único y Verdadero, es la del Amor de caridad y de misericordia.
La ceguera espiritual de los fariseos –originada en su soberbia y orgullo- les impide distinguir entre lo que es principal, la misericordia –en estos casos, satisfaciendo el hambre, ya sea arrancando espigas, o comiendo los panes de la proposición-, y lo accesorio y hasta inútil, el precepto humano – el no incumplimiento de las leyes del sábado. Por cumplir el sacrificio, es decir, la norma legal, los fariseos olvidan la misericordia, y es ese su error más grande y principal, que los conduce a la ceguera espiritual. Por su ceguera, no son capaces de distinguir entre lo que es principal y lo que es secundario: lo principal es, y lo secundario el precepto de no realizar acciones el sábado. Lejos de aprobar el legalismo vacío de los fariseos, Jesús les recrimina por su falta de misericordia y de compasión y por la dureza de sus corazones y sirven a la vez de aviso para que el cristiano no cometa el mismo error de los fariseos, porque también el cristiano puede vaciar de contenido a su religión y convertirla en una cáscara vacía de toda caridad y compasión.
“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”; David y sus compañeros, los panes de la ofrenda; estos dos episodios prefiguran y anticipan lo que habría de suceder en la Iglesia, una vez cumplido el misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesús: en la Iglesia, los discípulos habrían de alimentarse no con trigo ni con panes bendecidos, sino con la Eucaristía, un Pan hecho con harina de trigo, pero que después de la consagración, contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hombre-Dios Jesucristo, y con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, todo su Amor, el Amor que envuelve con sus llamas a su Sagrado Corazón Eucarístico, Amor que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para que todo aquel que coma de este Pan no padezca nunca más de hambre del Amor de Dios.


miércoles, 16 de julio de 2014

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Jesús ofrece su ayuda a todos aquellos que estén en el extremo de sus fuerzas, a todos aquellos que estén “afligidos y agobiados”, aunque, como esta ayuda la ofrece desde la cruz, no se ve de qué manera pueda hacerla efectiva, puesto que en la cruz, Él mismo está suma y máximamente afligido y agobiado. Sin embargo, Jesús ni dice ni ofrece nada en vano: Él es el Hombre-Dios y si dice es que puede hacerlo, aun cuando Él esté en la cruz, porque Él es Dios omnipotente, y Él puede, aun en esa extrema condición de debilidad, es decir, en esa condición de crucificado, auxiliar a toda la humanidad que está afligida y  agobiada. Pero Jesús pone una condición que hace parecer aun más imposible su ayuda, porque pone como requisito –y esta vez, indispensable, de manera tal, que si no se cumple, no hay auxilio posible-, el que cada uno lleve su cruz: “Carguen sobre ustedes mi yugo (…) porque mi yugo es suave y mi carga liviana”. La condición que pone Jesús para que el que está afligido reciba su ayuda, hace parecer todavía más paradójica e imposible la ayuda: quien quiera recibir consuelo y auxilio de parte de Jesús, debe cargar la cruz de Jesús, lo cual, a primera vista, parecería que solo haría aumentar la aflicción y el agobio, porque Jesús en la cruz sufre aflicción y agobio. Sin embargo, Jesús dice que “su yugo”, es decir, “su cruz”, es “suave” y “su carga, liviana”, porque a pesar de que la cruz es de madera y es pesada, Él es el Hombre-Dios y sobre Él, sobre sus espaldas, soporta el peso de los pecados de toda la humanidad, de todos los hombres de todos los tiempos, y por eso la cruz es liviana para quien acepta llevarla, porque es Él en realidad quien la lleva por todos y cada uno de nosotros. Quien acepta llevar la cruz de Jesús, lo que hace en realidad, es descargar sobre Él, sobre las espaldas del Hombre-Dios, todo el peso de sus pecados, para que Él los lave y los haga desaparecer para siempre, borrándolos por medio de la acción purificadora de su Sangre, que es la Sangre del  Cordero de Dios.

“Vengan a Mí los que estén afligidos, y agobiados que Yo los aliviaré”. Desde la cruz, Jesús ofrece a todos su auxilio divino, para quienes estén agobiados por el peso de sus pecados y por sus tribulaciones, pero la condición y el requisito indispensable para recibir este auxilio es que cada uno cargue a su vez con su yugo, que es su cruz, porque es Él quien la carga por nosotros: nuestra cruz, la cruz de cada uno, está contenida en su cruz y por eso nuestra cruz es liviana; por el contrario, quien rechaza el auxilio divino que ofrece Jesús, no tiene otra opción que quedar aplastado por el insoportable peso de sus pecados y tribulaciones, para siempre, sin posibilidad alguna de redención. 

martes, 15 de julio de 2014

“¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida!”


“¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti Betsaida!” (Mt 11, 20-24). Jesús se queja amargamente de estas ciudades en donde Él “había realizado más milagros”, y a pesar de eso, “no se habían convertido”. Les dice que si “en Tiro y Sidón”, ciudades paganas, “se hubieran hecho esos milagros”, se habrían convertido “hace rato”. Es por eso que, “en el Día del Juicio”, esas ciudades, que son paganas, recibirán un juicio “menos severo” que ellas. Igual consideración le cabe para Cafarnaúm.
Ahora bien, lo que Jesús le dice a estas ciudades, se aplica a los cristianos, cualesquiera que sean, que no den frutos, y abundantes, de santidad, como caridad, bondad, misericordia, paciencia, sacrificio en favor de los demás, justicia, magnanimidad, etc., porque los cristianos, cada uno de ellos, ha recibido milagros, signos, prodigios, maravillosos, uno mejor que el otro, que no han recibido los paganos: el Bautismo, que los convirtió en hijos adoptivos de Dios, al hacerlos partícipes de la filiación divina, la misma filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Hijo del Padre desde la eternidad; el Verdadero Maná del cielo, el Pan de los ángeles, que no es un pan inerte, sino que es un Pan Vivo, que comunica la Vida eterna que brota del Ser trinitario del Hombre-Dios, porque contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; la Eucaristía, que contiene la Carne del Cordero de Dios; el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es la Sangre que brota del Costado abierto del Redentor; la Santa Misa, que es la renovación incruenta, sobre el Altar Eucarístico, del Santo Sacrificio de la Cruz, el mismo y único sacrificio realizado hace dos mil años en el Gólgota; el Sacramento de la Confirmación, que les dio el Espíritu de Dios y sus siete sagrados dones, y así, muchísimos otros dones, unos más maravillosos que otros, pero a pesar de esto, innumerables cristianos, en vez de apreciar estos dones y de dar frutos de conversión, en una muestra de iniquidad que supera incluso a la iniquidad del mismo Príncipe de las tinieblas, desprecian de manera inaudita e incomprensible la enormidad de semejantes dones, intercambiándolos por las bajezas más insignificantes, cuando no abominables, que el mundo les ofrece, haciéndose merecedores del mismo reproche dirigido por Jesús a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm: “¡Ay de ti, cristiano tibio, porque por causa de tu tibieza, no supiste aprovechar los dones que te di, y por eso, en el Día del Juicio Final, te vomitaré de mi boca!”.


lunes, 14 de julio de 2014

“Anuncien la Buena Noticia a toda la creación”


“Anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15-20). Jesús envía a sus discípulos a anunciar la Buena Noticia a toda la creación y les dice que habrá prodigios que los acompañarán para aquellos que crean: la curación de enfermos y la expulsión de demonios. Estos prodigios son prolegómenos del Reino, de la Buena Noticia, y no constituyen en sí mismos la Buena Noticia; la Buena Noticia consiste en que Jesús, el Hombre-Dios, ha venido a este mundo, para derrotar, en la cruz, al demonio, al pecado y a la muerte, y nos ha concedido la filiación divina, dándonos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios; la Buena Noticia es que Jesús nos ha abierto las puertas de la eternidad, al ser traspasado su Corazón en la cruz, y es por eso que luego de esta vida nos espera la vida eterna en el Reino de los cielos para quienes creemos en Jesús como nuestro Salvador.

“Anuncien la Buena Noticia a toda la creación”. Muchos cristianos confunden la Buena Noticia con los prolegómenos, con los prodigios: creen que la Buena Noticia son los prodigios que acompañan a su anuncio: la curación de las enfermedades y la expulsión de demonios, y esto constituye una desvirtuación del Evangelio, porque de esta manera se pierde el sentido de trascendencia, de vida eterna, que espera a aquel que cree en Cristo Jesús, para convertirse el Evangelio en simplemente un modo de vivir mejor en esta vida, quitando lo que la incomoda. Como cristianos, debemos tener bien en claro que la Buena Noticia no es la curación de enfermedades ni la expulsión de demonios, sino la vida eterna en Jesucristo, conseguida al precio de su vida, inmolada en el sacrificio de la cruz, sacrificio renovado cada vez, de modo incruento, en el Santo Sacrificio del altar.

sábado, 12 de julio de 2014

“Un sembrador salió a sembrar…”


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2014)
         “Un sembrador salió a sembrar…” (Mt 13, 1-23). Jesús mismo se encarga de explicar la parábola del sembrador: la semilla que cae en el borde del camino y es comida por los pájaros, es aquel que escucha la Palabra de Dios pero no alcanza a comprenderla y antes de que la comprenda, el demonio logra, por medio de las tentaciones -las “cosas vanas” de las que habla San Benito-, esto es, la soberbia, la pereza, la ira, la gula, la avaricia, que la semilla, que es la Palabra de Dios, no llegue ni siquiera a germinar mínimamente en el corazón. El alma de estas personas se compara a las banquinas o bordes de las rutas y caminos muy transitados, en los cuales no solo no crece nada que sea útil, ni para las personas ni para los animales, sino que el circular por ellos es peligroso, debido al tráfico intenso, además de que el peligro de ser atropellado por los vehículos es muy alto. De la misma manera, así como es peligroso transitar por estos caminos sin frutos y llenos de peligros, así es peligroso el encuentro con las personas en cuyos corazones no está arraigada la Palabra de Dios, porque el Pájaro Negro del Infierno, el Demonio, la ha llevado, y en esos corazones sin Dios, no reina la bondad, sino la malicia y la perversidad, aun cuando estas personas aparenten, por fuera, ser religiosas y piadosas. Puesto que nosotros mismos podemos ser esas personas para con nuestros prójimos, debemos cuidarnos mucho para evitar ser este tipo de terrenos, en donde no fecunda la Palabra de Dios.
         La semilla que cae en terreno pedregoso es aquel que acepta la Palabra de Dios con alegría, pero cuando se enfrenta con un problema o una tribulación, en vez de recurrir a la Palabra de Dios, que es en donde encontrará la fortaleza y la sabiduría divina para sortear ese problema y esa tribulación, deja de lado la Palabra de Dios, como si nunca la hubiera conocido, cayendo en la tristeza o, peor aun recurriendo a falsas religiones, a sectas, o a la Nueva Era. Se trata de todos aquellos que, habiendo comenzado a hacer algo de oración, ya sea en algún grupo de meditación de la Biblia, o de rezo del Rosario, cuando les surge un problema de mediana seriedad, ya sea a nivel personal, laboral, o en la familia, esa persona se entristece y abandona el grupo de oración, abandona la lectura de la Biblia, abandona los propósitos que había hecho y deja de asistir a Misa, si es que había comenzado a hacerlo, haciendo lo exactamente opuesto a lo que debía hacer, porque es precisamente en la oración, en la Palabra de Dios, en el Rosario y en la Eucaristía, en donde el alma encuentra la fuerza divina, la sabiduría y la luz celestial necesarias para sobrellevar con paz y serenidad cualquier tipo de prueba y tribulación que pueda sobrevenir. Estos corazones, dice Jesús, son como caminos pedregosos, en los cuales no pueden crecer árboles, ni plantas, ni flores.
         La semilla que cae entre las espinas, es aquel que escucha la Palabra de Dios, pero la abandona por amor a las riquezas materiales, porque las espinas representan las riquezas materiales y los problemas que se derivan de su posesión (hay que aclarar que no necesariamente se debe ser un millonario para estar atrapado por las riquezas materiales: se puede ser un mendigo, y al mismo tiempo, tener un corazón dominado por la codicia y la sed de posesión de bienes terrenos). Si un corazón no está debidamente preparado, las riquezas materiales son un peligro insalvable para la vida eterna, puesto que constituyen una causa segura de condenación eterna, porque el dinero y la fortuna material, son verdaderos lazos del demonio, con los cuales atenaza al corazón del hombre, y si este no recurre al auxilio de Jesucristo crucificado, pidiendo que lo libere, concediéndole la gracia de la pobreza de la cruz, el dinero, el oro y las posesiones terrenales, se convierten en pesados lastres que encadenan al corazón humano y arrastran al hombre hasta lo más profundo del infierno. Las espinas que ahogan a la semilla que es la Palabra de Dios representan a las riquezas materiales, de ahí el peligro de poseerlas sin un corazón purificado por el dolor y por la gracia santificante, que permite desprenderse de ellas con generosidad en favor de los más pobres, de manera tal que, en el momento de la muerte, esa persona, así desprendida de ese lastre pesadísimo, pueda volar al cielo, abrazada a Cristo en la cruz. Pero si una persona, en vez de abrazarse a Cristo pobre en la cruz, se abraza a sus posesiones materiales, a su dinero y a su fortuna, en el momento de la muerte, estas se volverán una pesadísima carga que no solo le impedirá su ascenso al Reino de los cielos, sino que la hundirá en lo más profundo del Averno, y esto se nota ya desde esta vida, y es esto lo que Jesús nos quiere hacer ver por medio de este Evangelio: las riquezas materiales hacen que el alma se olvide de la Biblia y de la Misa, del prójimo más necesitado y de las obras de misericordia, y hace que se olvide de la vida eterna -y así el demonio le hace creer, como dice Santa Teresa, que estos placeres le durarán para siempre, olvidándose que algún día habrá de morir-, y así la Palabra de Dios no puede dar frutos de santidad en sus corazones, y sus corazones se vuelven como tierra seca, como la tierra arenosa del desierto, que está llena de cactus espinosos.
         Por último, la semilla que cae en un terreno fértil, en donde germina y crece y da un árbol con frutos ricos y maduros, es el alma en gracia que lee la Palabra de Dios y, como está en gracia y por lo tanto está iluminada por el Espíritu Santo, la comprende, y como la Palabra de Dios es una palabra viva, que da vida eterna a aquel que la lee, el alma adquiere una vida nueva, una vida que antes no tenía, una vida que no es la vida suya, la vida natural, la vida de creatura humana, sino la vida de hijo de Dios, y así el alma, que ya vivía la vida de la gracia, al leer la Palabra de Dios, ve acrecentada todavía más esta vida de gracia, y así esta alma comprende que asistir a Misa no es asistir a un rito vacío, sino que es asistir a la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario; comprende que por la confesión sacramental es Cristo quien le perdona sus pecados a través del sacerdote ministerial; comprende que para salvarse debe hacer obras de misericordia, porque de lo contrario su fe, sin obras, es una fe muerta; entiende que debe llevar la cruz de todos los días, porque la cruz es el camino que la conduce al cielo; comprende que debe amar a Dios y a su prójimo como a sí mismo y que si quiere llegar al cielo, debe rezar el Rosario y que el rezo del Rosario la ayudará a ser como la Virgen y como Jesús.
Esta alma es la que produce frutos del cien, del sesenta, o del treinta por uno, como dice Jesús. Estos corazones en gracia son los que se parecen a jardines hermosos, llenos de flores y de árboles de todo tipo, cargados de frutos exquisitos.
¿Y de qué depende, de cómo sea nuestro corazón?
Depende de la libertad de Dios y de nuestra libertad: de la libertad de Dios, porque Dios es libre para ofrecernos su gracia, que es la que convierte nuestros corazones en un jardín, y nos la ofrece, gratuita y libremente, en Cristo Jesús.

De parte nuestra, depende cómo será nuestro corazón, si libremente elegimos vivir sin la gracia de Dios, sin confesarnos, sin comulgar, sin rezar, sin hacer obras buenas, y apegados a las riquezas terrenas y a los atractivos del mundo, y así nuestros corazones serán como terrenos áridos, desérticos, llenos de plantas espinosas y sin frutos, o también podemos elegir vivir en gracia, confesarnos frecuentemente, para comulgar en gracia, rezar, obrar la misericordia, para acompañar la fe con las obras, y así nuestros corazones serán como jardines florecidos, en donde la semilla de la Palabra, sembrada por el Sembrador, que es Dios Padre, dará hermosos frutos de santidad. 

miércoles, 9 de julio de 2014

“Si no los quieren recibir, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esas ciudades”


“Si no los quieren recibir, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esas ciudades” (Mt 10, 7-15). Jesús envía a sus discípulos a predicar el Evangelio, que es un Evangelio de paz y por eso mismo sorprende la dureza del castigo que recibirán, en el Día del Juicio Final, todos aquellos que se nieguen a recibir a los enviados por Jesucristo: “las ciudades de Sodoma y Gomorra”, dice Jesús, “serán tratadas menos rigurosamente” que aquellos que cerraron sus oídos a los enviados por Él: “si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras”.
La razón es que quien se niega a escuchar a Dios Uno y Trino, de quien emana la verdadera y única paz, elige, libremente, la ausencia de paz, y esto es lo que sucede en el Infierno, en donde los condenados no tienen ni un solo segundo de paz, por toda la eternidad.

“Si no los quieren recibir, ni escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esa ciudad”. Debemos estar muy atentos a no despreciar a nuestro prójimo, cuando nuestro prójimo nos habla en nombre de Dios, o cuando nuestro prójimo requiere de nosotros una obra de misericordia; si no recibimos a nuestro prójimo, si no queremos escucharlo, si no queremos obrar la misericordia para con él, con toda probabilidad, estaremos sellando nuestra condenación, y en el Día del Juicio Final sabremos cuál fue la palabra que no quisimos escuchar y la obra de misericordia que no quisimos obrar, y que nos hubieran salvado, pero entonces será tarde. Es por eso que hay que aprovechar el tiempo, obrando la misericordia siempre y en todo momento, mientras hay tiempo.

martes, 8 de julio de 2014

“La niña no está muerta, sino que duerme”


“La niña no está muerta, sino que duerme” (Mt 9, 18-26). Jesús acude al funeral de la hija de un funcionario; al llegar, pronuncia esta frase, en medio de quienes están dolidos por la muerte de una niña, y por eso no es de extrañar la reacción de algunos, que “se ríen” de Jesús, tal como lo dice el Evangelio: “Y se reían de Él”. No es de extrañar el hecho de que se rían de Jesús, dadas las circunstancias: ha muerto una niña, un ser que no ha llegado aún a la flor de la edad; todos, en el velorio, están lógicamente conmocionados, inmersos en la tristeza y el llanto lógicos que provoca la muerte y, en este caso, mucho más, tratándose de alguien joven, de alguien que tiene un futuro por vivir. En esas circunstancias dramáticas, llega Jesús, que para muchos circunstantes en el velorio, puede ser un desconocido y, en medio del dolor y contra toda evidencia, les dice, delante del cadáver de la niña, que la niña no está muerta, sino que “duerme: “La niña no está muerta, sino que duerme”.
Sin embargo, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”, es porque Él es el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y para Él, la muerte del hombre, sin dejar de ser lo que es, muerte, separación del cuerpo y del alma, es solo eso, un sueño, porque Él, con su poder divino, con su omnipotencia, puede, con solo quererlo, volver a unir el alma con el cuerpo, y regresar a la vida a quien ha muerto. Cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”, dice, en verdad, que la niña ha muerto, pero lo dice de un modo poético, porque Él sabe que ante su poder divino, la muerte ha sido vencida para siempre, desde la cruz, y que ha sido rebajada a algo menos que un sueño, y por eso es que dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”. E inmediatamente después, confirmando su condición de Hombre-Dios, hace regresar el alma de la niña, que ya se había separado de su cuerpo, y le ordena que se una a su cuerpo sin vida, para que vuelva a tener vida, y la niña vuelve a vivir. En el lenguaje poético del Hombre-Dios, la niña “despierta”; en el lenguaje de los hombres, “vuelve a vivir”.
Pero este milagro de Jesús es un pequeñísima muestra de lo que Él puede hacer, porque en cuanto Hombre-Dios, Él puede resucitar –y de hecho lo hará, al final de los tiempos, en el Día del Juicio Final- a todos los hombres de todos los tiempos, para ser juzgados en el Último Día de la historia humana. En ese Día, los hombres buenos, los que se hayan “dormido” en la gracia de Dios, en paz con Dios y con sus hermanos, “despertarán” para la gloria eterna, para la dicha sin fin, para la alegría que no conocerá ocaso; los hombres malos, en cambio, aquellos que cerraron sus ojos con odio a Dios y a sus hermanos en sus corazones, despertarán para no descansar jamás, por siglos sin fin.

“La niña no está muerta, sino que duerme”. Que la Madre de Dios nos conceda, a nosotros y a nuestros seres queridos, el cerrar los ojos, el día de nuestra muerte, en la gracia de Dios, para que el Día del Juicio escuchemos, de labios de su Hijo Jesús: “Despierta, tú que duermes, siervo bueno y fiel, y pasa a gozar del Reino de mi Padre para siempre”.

sábado, 5 de julio de 2014

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados"




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2014)
         “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio” (Mt 11, 25-30). Jesús promete, a todos los que estén “afligidos y agobiados”, que “obtendrán alivio”; la condición es “acercarse a Él”, “cargar su yugo” y “aprender de Él”, que es “paciente y humilde de corazón”. Puesto que las promesas que Jesús hace, las hace desde la cruz, alguien podría preguntarse cómo es posible que Jesús pueda conceder alivio si Él en la cruz está crucificado, y en la cruz no hay precisamente alivio, porque la cruz es un lugar de tortura; alguien podría preguntarse, si cómo es posible que, cargando la cruz de Jesús, se pueda encontrar alivio, puesto que la cruz es de madera, y el leño es muy pesado. Alguien podría decir, por lo tanto, que Jesús promete algo que parece imposible. Sin embargo, Jesús no promete nada imposible y cuando Jesús dice desde la cruz: “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”, es porque literalmente, quien acuda a Él, afligido y agobiado, y cargue su cruz, y quien aprenda de Él a sobrellevar la cruz con paciencia y humildad de corazón, encontrará alivio, y esto Jesús lo puede hacer, y de hecho lo hizo, lo hace y lo hará, hasta el fin de los tiempos, porque Él es el Hombre-Dios, que con su omnipotencia convierte todo y todo lo transforma, todo “lo hace nuevo”, como dice el Apocalipsis[1], y una de las cosas que hace nuevas, es el dolor y el sufrimiento humano, al cual lo transforma en salvífico y redentor, cuando es unido a su dolor en la cruz. Jesús lo hizo con todos los santos de la historia; lo hace con todo aquel que se acerque a Él, que está en la cruz, y lo hará con todos los que se le acerquen, hasta el fin de los tiempos, porque Jesús cambia, transmuta, con su poder divino, al dolor humano, por alegría, por paz, por serenidad, en la cruz. Pero es necesario que el hombre se acerque a Él en la cruz, y toque sus llagas y bese sus llagas y adore su Sangre y bese su Sangre y se deje bañar por su Sangre, que es la Sangre del Cordero de Dios. Cuando el hombre hace esto, la Sangre del Cordero, que contiene al Espíritu Santo, ingresa en el lo más profundo del ser del hombre con la gracia divina, quitando de raíz todo mal, toda perversidad, toda escoria, y concediéndole la gracia santificante, haciéndolo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, haciéndolo partícipe de la filiación divina, haciéndolo ser hijo adoptivo de Dios, con la misma filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Hijo de Dios desde la eternidad, y por lo tanto, haciéndolo ser partícipe también de su Pasión y de su misterio pascual de muerte y resurrección. Si el hombre se deja bañar con la Sangre de Cristo crucificado, participa de su Pasión y así su dolor se convierte en salvífico, y luego su muerte se convierte en un paso hacia la resurrección, hacia la vida eterna, hacia la eterna bienaventuranza, como lo fue la muerte de Cristo, porque si participa en la Pasión y en la cruz de Jesús, también participa luego de su Resurrección y de su gloria. Y es en esto en lo que consiste el "alivio" que promete Jesús, y no en la curación instantánea, o en la sanación o en el resolverse de los problemas.
Es por eso que la Liturgia de las Horas dice, en las Preces de las Vísperas del IIo Domingo del Tiempo Ordinario, en su Semana Décimo Cuarta: “Que los fieles vean en sus dolores, la participación a la Pasión de tu Hijo”. A partir de Jesús, los dolores del hombre, sean morales, espirituales o físicos, si son unidos a la cruz de Jesús, adquieren un valor infinito, porque se convierten en dolores salvíficos, tanto para la persona, como para sus queridos, y para muchos otros hermanos suyos, que solo Dios conoce. Esto es en sí mismo ya un alivio, porque el saber que el dolor es salvífico, constituye un alivio para el alma que sufre, porque quien sufre sabe que su dolor no es en vano, sino que sabe que, unido al dolor de Cristo en la cruz, adquiere un valor infinito, un valor que solo Dios conoce y aprecia, porque se convierte, por así decirlo, en el dolor mismo de Dios, un dolor de cruz que, por la cruz, salva a muchos de la eterna condenación.
“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”. Aun cuando los dolores, sean morales, espirituales o físicos, no cesen en esta vida, sino, paradójicamente, aumenten hasta el instante último de la vida, cuando son unidos a Cristo crucificado, obtienen alivio para el alma, porque el alma sabe que, uniendo su dolor a Cristo crucificado, salva su propia alma y la de muchos de sus hermanos, y ése es un alivio celestial, un alivio que nadie en la tierra puede conceder. Ésta es la razón por la cual Jesús, en la cruz, aun cuando parece que no puede conceder alivio, concede un alivio que nadie puede dar sino Él, que es Dios crucificado y que desde la cruz, nos conduce al cielo cuando, arrodillados, abrazamos y besamos sus pies clavados en la cruz.




[1] Cfr. 21, 5.

martes, 1 de julio de 2014

“Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio”


“Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio” (cfr. Mt 8, 28-34). En el episodio de los endemoniados gadarenos, Jesús realiza un exorcismo en el cual los demonios, una vez expulsados de los seres humanos a los cuales atormentaban, van a poseer los cuerpos de unos cerdos, que terminan por precipitarse en un acantilado, muriendo todos ahogados. Sin embargo, lo que llama la atención en el episodio, es la reacción de los pobladores de la ciudad al enterarse del hecho: en vez de agradecerle la liberación, le piden a Jesús que se vaya del lugar.
Es decir, Jesús acaba de liberar a dos de sus conciudadanos del poder de los demonios y los pobladores, en vez de agradecérselo, le piden que se vaya de su ciudad. Es una reacción del todo incomprensible, a no ser que los pobladores, en su mayoría, pertenezcan ellos mismos también a las tinieblas y sean servidores del demonio y, por lo tanto, la presencia de Jesús les sea insoportable. Pareciera que los gadarenos prefieren la compañía de los demonios, a la compañía y Presencia de Jesús y esa es la razón por la cual le piden que se vaya.[1]
La reacción de estos lugareños se parece a la de muchos bautizados de hoy: Jesús solo los ha beneficiado de múltiples formas, concediéndoles la gracia del bautismo, de la Eucaristía, de la Confirmación, del Sacramento de la Penitencia y, sin embargo, estos bautizados, convertidos en neo-paganos, le piden que se retire de sus vidas, de sus existencias, porque su Presencia les resulta insoportable; muchos cristianos le piden a Jesús que salga de sus vidas, porque prefieren las tinieblas a la luz, y lo manifiestan de muchas maneras, una de las más extremas, es la de apostatar no solo formalmente, sino “materialmente”, borrando incluso sus nombres de los libros de bautismos parroquiales, sin darse cuenta que, haciendo así, borran sus nombres del Libro de la Vida que está en el cielo. Al igual que los gadarenos del Evangelio, muchos cristianos, en el siglo XXI, convertidos en neo-paganos, parecen preferir la compañía del demonio a la de Jesús en la Eucaristía.



[1] Cfr., por ejemplo, http://www.drgen.com.ar/2009/03/apostasia-colectiva-argentina/