viernes, 29 de agosto de 2014

“El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"


(Domingo XXII - TO - Ciclo A - 2014)
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres (…) el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 22-27). Sorprende la reacción de Jesús hacia Pedro diciéndole: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”, y sorprende tanto más, cuanto que, pocos segundos antes, Jesús había felicitado al mismo Pedro, porque había sido inspirado por el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre, al confesar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Inmediatamente después de la reprensión a Pedro, Jesús dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. Este Evangelio, por lo tanto, nos proporciona muchas enseñanzas: por un lado, enseña el discernimiento de espíritus[1]; por otro lado, enseña que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre –Jesús no obliga a nadie-; por otro lado, enseña que ese camino es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz.
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Jesús, dirigiéndose a Pedro, no habla a Pedro, sino a Satanás en persona; en otras palabras, al hablar a Pedro, Jesús está viendo a Satanás, el Ángel caído, junto a Pedro, que es quien le acaba de sugerir lo que Pedro le acaba de decir. ¿Qué es lo que Pedro le ha dicho a Jesús, y que ha provocado esta fuerte reacción por parte de Jesús? Al comienzo del pasaje evangélico, Jesús profetiza a sus discípulos acerca de su misterio pascual de Muerte y Resurrección: les dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”; es decir, Jesús les está anunciando y preparando para el misterio de la Pasión y Muerte en cruz, misterio por el cual habrá de derramar su Sangre para salvar a la humanidad, cumpliendo el plan de redención dispuesto por el Padre desde la eternidad. Pedro, a pesar de ser su Vicario y a pesar de haber sido inspirado, en los instantes previos por el mismo Espíritu Santo en Persona, que lo había iluminado acerca de la divinidad de Jesucristo, ahora, sin embargo, es movido por otro espíritu, que no es el Espíritu de Dios, sino el espíritu de las tinieblas, el Ángel caído, porque luego de conocido el misterio pascual de Jesús, misterio que pasa por la cruz y por la resurrección, lleva aparte a Jesús y “comienza a reprenderlo” –dice el Evangelio-, diciéndole que “eso no será así”. Pedro, prestando oídos a las insinuaciones del espíritu del mal, rechaza el plan de salvación dispuesto por Dios; rechaza la cruz y por lo tanto, se opone a la salvación que Dios ha dispuesto para los hombres. Este rechazo de la cruz se origina, no solo en la debilidad humana de Pedro, sino ante todo en el Ángel caído, en Satanás, y por eso es que Jesús conmina a Satanás a que se retire: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Esto nos enseña el discernimiento de espíritus, según San Ignacio de Loyola, porque en un primer momento, Pedro es iluminado por el Espíritu Santo, cuando reconoce a Jesús como el Mesías; pero luego, cuando rechaza la cruz de Jesús, sigue las insinuaciones de su propia razón –“son pensamientos de hombres”, le dirá Jesús- y también las insinuaciones del Demonio, y es por eso que Jesús le dice: “¡Apártate de Mí, Satanás!”. Esta primera parte del Evangelio nos enseña, entonces, a hacer lo que San Ignacio llama: “discernimiento de espíritus”: lo que me lleva a reconocer a Jesús y a aceptar y amar la cruz, viene del buen espíritu, es decir, viene de Dios; lo que me lleva a negar a Jesús y a su cruz, como hace Pedro luego de que Jesús le anunciara su misterio pascual de muerte y resurrección, profetizándole que habría de sufrir y morir en Jerusalén, para luego resucitar, eso, que lleva a negar la cruz, viene del mal espíritu y también de nuestra naturaleza caída y herida, que tiende al mal, como consecuencia del pecado original. En esta primera parte de este Evangelio, entonces, la Palabra de Dios nos enseña a discernir qué es lo que viene del Espíritu Santo y qué es lo que viene, ya sea de nuestra concupiscencia, o del Ángel caído, el demonio: lo que me hace abrazar la cruz, viene de Dios; lo que me lleva a rechazar la cruz, viene del Demonio.
Luego de reprender a Pedro y de alejar a Satanás, que ha inducido a su Vicario a rechazar el plan divino de la salvación, que pasa por el Camino Real de la Cruz, Jesús revela de qué manera podemos hacer realidad, en nuestras vidas, la salvación que Él ha venido a traer. Según el Evangelio Jesús, dirigiéndose a los discípulos, les dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. La expresión de Jesús nos hace ver dos cosas: por un lado, que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre, porque Jesús no obliga a nadie, ya que dice de forma muy clara y expresiva: “Si alguien quiere seguirme” -si alguien me ama me seguirá-, y ese “querer”, excluye cualquier tipo de forzamiento contra la libertad; en otras palabras, nadie entrará en el Reino de los cielos si así no lo desea; Dios no nos obliga a seguirlo; Dios no enviará un ángel del cielo con una espada de fuego para que no obremos el mal; Dios no forzará nuestra libertad, porque la libertad, el libre albedrío, forma parte de la “imagen y semejanza” (cfr. Gn 1, 26) con la cual hemos sido creados, y esa libertad es sagrada y es tan sagrada, que Dios la respeta; de hecho, la condenación eterna en el infierno, por parte de los que allí se condenan, es una muestra del sumo respeto que tiene Dios por quienes no desean estar con Él. Muchos, equivocadamente, piensan que Dios “castiga”, con el Infierno a quienes no quieren hacer su Voluntad, y eso es un grave error; en cierta medida, la condenación eterna es un auto-castigo, infligido por sí mismo por el condenado, por haber hecho un uso equivocado de su libertad, pero por haber usado su libertad y Dios es tan respetuoso de la libertad del hombre, que si alguien quiere estar separado de Él por toda la eternidad, Dios, “lamentándolo en el alma”, por así decirlo, deja que cumpla su voluntad y permite que haga lo que quiere, y es esto lo que enseña la Iglesia Católica en el Catecismo: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[2]. La Iglesia Católica lo dice claramente: quien se condena, lo hace “por libre elección”, porque Dios respeta como algo sagrado la libertad del hombre, y es por eso que Jesús dice: “quien quiera seguirme, que tome su cruz y me siga” -es decir, quien me ama, que tome su cruz y me siga-, porque también el seguimiento de Jesús es libre: Jesús no va a enviar a un ángel para obligarnos a seguirlo; Jesús no va a enviar un ángel para que tomemos nuestra cruz; Jesús no va a enviar un ángel para que cumplamos los Mandamientos de Dios; lo haremos si lo queremos, es decir, si amamos a Jesús, y si no lo amamos, no lo haremos, pero si no lo hacemos, debemos atenernos a las consecuencias, porque si no seguimos a Jesús, nos privamos de todo bien y de toda bendición, y quedamos sujetos a nuestro propio libre albedrío, y no hay nada más peligroso para la propia salvación, que quedar sujetos a la propia razón y voluntad, lejos de Jesús y de su cruz.
La otra cosa que nos hace ver la frase de Jesús a los discípulos –“el que quiera seguirme, que cargue su cruz y me siga”-, es que el camino al Reino de los cielos es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz. Quien pretenda salvarse por otro camino que no sea el camino de la cruz, se equivoca y arriesga su salvación. El motivo es que en la cruz, Jesús da muerte a los tres enemigos de la humanidad –el demonio, la muerte y el pecado- y puesto que luego de morir, resucita, todo aquel que participa de su Pasión y Muerte en cruz, participa luego de su Gloria y Resurrección.
En esta frase de Jesús está condensado el camino al cielo, para todo aquel que desee salvar su alma. Pero, ¿qué quiere decir, más en concreto, “cargar la cruz, renunciar a sí mismo y seguir a Jesús”? Cargar la cruz de todos los días y renunciar a sí mismo significa morir al hombre viejo: morir a las pasiones, al egoísmo –cargar la cruz quiere decir que debe importarme mi hermano que sufre, y por hermano, tengo que considerar no solo a mi familia biológica, sino a cualquier prójimo, sin importar su raza, su color de piel, su religión, su edad, su condición social-; cargar la cruz quiere decir que debo combatir la ira –pero no solo la ira, sino el más mínimo enojo, y perdonar pedir perdón, porque es síntoma de soberbia espiritual la falta de perdón y el no ser capaz de pedir perdón-; cargar la cruz quiere decir ser capaz de poner un freno a la codicia –y no hay que ser millonario para ser avaros, porque se puede tener un corazón de avaro y de tacaño teniendo solo cien pesos en el bolsillo, si deseo de modo desordenado los bienes materiales; cargar la cruz quiere decir moderar la gula –es decir, ser capaz de comer y beber con templanza, sabiendo que lo que como y bebo de más, o lo que tiro y desperdicio, es lo que le falta a algún hermano mío, en algún lugar del planeta, y que Dios me pedirá cuentas de esa comida desperdiciada-; cargar la cruz quiere decir combatir la sensualidad –y esto significa luchar contra las tentaciones, principalmente las de la carne y luchar contra la concupiscencia-; cargar la cruz significa luchar contra la pereza –tanto la pereza corporal, que me lleva a no cumplir con mi deber de estado a la perfección, solo por Amor a Dios, como la acedia, que es la pereza espiritual, que me lleva a no rezar, a no leer libros de formación espiritual, como es mi obligación, para formarme en mi religión, y a preferir, en cambio, ver televisión, o perder el tiempo en Internet, con el celular, la computadora, la Tablet, el Smartphone, o el invento tecnológico del momento, cualquiera que sea, o el preferir un partido de fútbol, o las compras en el Súper o el paseo el Domingo, antes que la Misa dominical, todo sirve, con tal de anteponer lo que el mundo ofrece, antes que Dios.
Todo esto significa “cargar la cruz y seguir a Jesús”, porque significa dar muerte al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. El que quiera cargar la cruz y seguir a Jesús, para nacer a esta vida nueva, la vida de la gracia, necesita alimentarse con un alimento que le proporcione una nueva fuerza, superior a la humana, porque la cruz es pesada, y ese alimento, que proporciona la fuerza celestial, no se encuentra en esta tierra; ese alimento lo proporciona el Padre celestial en la Santa Misa: en cada Santa Misa, nuestro Padre Dios abre los cielos y deja caer el Verdadero Maná, el Maná celestial, el Pan de los hijos de Dios, para que el Nuevo Pueblo Elegido, los  bautizados, que peregrinan por el desierto del mundo, se alimenten en medio del desierto de la vida y adquieran la misma fuerza del Hombre-Dios Jesucristo, para que con la fuerza de Jesucristo, puedan cargar la cruz de todos los días y continuar caminando, por el tiempo que solo Él conoce, hasta llegar a la Jerusalén celestial. El que quiera llegar a la Jerusalén celestial, que se alimente del Maná Verdadero, el Pan de los ángeles, la Eucaristía, y allí encontrará las fuerzas más que suficientes para cargar la cruz de todos los días y seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz.






[1] Seguiremos la escuela de San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales; cfr. Primera y Segunda Semana de los E.E., Reglas para conocer las varias mociones que en el espíritu se causan, nn. 313-336.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 212.

lunes, 25 de agosto de 2014

¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…) mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno!


¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera” (Mt 23, 23-26). En su enfrentamiento con los fariseos, Jesús utiliza la imagen de una copa, la cual está sucia por fuera y por dentro: los fariseos y los escribas cometen el error de limpiar la copa solo por fuera, mientras que la dejan completamente sucia por dentro. La simbología de la figura se entiende si se la aplica al hombre: el hombre, con su cuerpo y alma, es la copa que debe ser limpiada, por fuera -cuerpo- y por dentro -alma-. La simbología se completa con el elemento con el que se limpia la copa, y es la religión, la cual, en el caso de la Ley nueva de Jesús, será la gracia. 
Entonces, la simbología utilizada por Jesús queda de esta manera: la copa es el hombre: el cuerpo es lo de afuera, el alma es lo adentro; ambos aspectos necesitan una limpieza periódica: el cuerpo se limpia con el baño corporal; el alma, se limpia –en tiempos de Jesús, es decir, en el momento en el que es pronunciada la frase- con la bondad, la justicia, la compasión, la misericordia, además del cumplimiento de lo que prescribe la Ley, o en otras palabras, con la religión; en nuestros tiempos, el alma se limpia con la misericordia, la justicia, la compasión, pero también y sobre todo, con la gracia sacramental, proporcionada principalmente por el Sacramento de la penitencia.            De esta manera, “la copa”, es decir, el hombre, queda limpio “por dentro y por fuera”, por el baño corporal, por fuera, y por la gracia sacramental y por las obras de misericordia, queda limpia su alma, por dentro. Es en esto en lo que consiste la práctica de la verdadera religión, y no en la mera práctica externa, como hacen los fariseos y los escribas. Jesús quiere que limpiemos nuestra alma con la gracia santificante y que seamos misericordiosos, compasivos y caritativos para con nuestros prójimos, porque esa es la esencia de la religión, porque la religión es la “re-ligación” -si se puede decir así, con este neo-logismo-, del hombre con Dios, es el lazo que re-une al hombre con Dios, pero como “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8), no puede el hombre unirse a Dios de cualquier manera: no puede unirse sin Amor; por lo tanto, una religión vacía, sin amor, que consista en la sola exteriorización, es una religión incapaz de cumplir su finalidad, y este es el error en el que caen los fariseos y los escribas. Jesús se lamenta por los fariseos y los escribas, porque llamándose “religiosos”, vacían a la religión del Amor de Dios, con lo cual hacen que la religión pierda todo su valor y toda su capacidad de re-ligar, de re-unir al hombre con Dios, desde el momento en que no le proporciona al hombre capacidad de amar.

¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro -"Confiésate, sé bueno y misericordioso con tu prójimo", nos dice Jesús-, y así también quedará limpia por fuera -"Y así tu corazón será agradable a los ojos de Dios-”. También nosotros somos fariseos ciegos, toda vez que olvidamos que la religión es Amor de Dios y que nuestra alma debe quedar limpia por la gracia y que debe reflejar la misericordia de Jesús. El encuentro con nuestro prójimo más necesitado es la ocasión que Dios nos da para que pongamos por obra la verdadera religión, la religión del Amor de Jesús, el Amor que brota de la Cruz de Jesús, Amor que se dona a sí mismo, sin reservas, en la totalidad de su Ser trinitario, en cada comunión eucarística.

“¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que juran por el oro del altar!”


“¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que juran por el oro del altar!” (cfr. Mt 23, 13-22). Jesús se queja de los fariseos porque han desvirtuado la esencia de la religión, invirtiendo absolutamente los términos: han quedado deslumbrados por el oro del altar, y por su brillo, han perdido de vista el esplendor y la majestad de lo sagrado. Los fariseos, dominados de esta manera por la codicia, han apegado sus corazones al oro y a las ofrendas del altar y del santuario, y han olvidado al Dios vivo y verdadero, al Dios Santo, que hace sagrado el oro y las ofrendas y por quien el oro y las ofrendas tienen valor; dominados y enceguecidos por la avaricia y la codicia, se han apropiado del oro y de las ofrendas, y han cambiado la adoración del Dios verdadero, por la adoración idolátrica del dios dinero. Así, sus corazones, hechos para amar a Dios, al perder el contacto con Dios, debido a la falsificación de la religión que ellos han hecho –la religión es “re-ligare”, “re-ligar”, reunir, al hombre con Dios-, han perdido el fluido de vida y de amor que de Dios provenía y así sus corazones han quedado secos y duros, tal como queda un sarmiento de la vid, seco y duro, cuando, por algún motivo, éste deja recibir la savia que lo nutría y le daba vida. Por la religión, el hombre se une a Dios y puesto que “Dios es Amor”, cuando la religión es verdadera, se establece un puente vital que le obtiene, de Dios, la savia de luz, de vida y de amor que, proveniente del Ser de Dios Uno y Trino, le comunica al hombre de esta luz, de esta vida y de este amor, y así el hombre, re-ligado a Dios por esta religión verdadera, siente su corazón palpitar con una fuerza nueva, la fuerza del Amor Divino. Y la religión es verdadera cuando su esencia es el Amor de Dios, cuando entre los hombres hay caridad, amor, bondad, perdón, justicia, paz, comprensión, paciencia, respeto, porque todo eso proviene de Dios y conduce a Dios.
Pero cuando la religión es falsa, es decir, cuando solo consiste en oraciones y gestos litúrgicos externos que no son acompañados por la bondad, la compasión, la caridad y el amor fraterno, esa religión es farisaica, y de ninguna manera puede establecer contacto con el Dios del Amor Puro y Santo, porque quien practica esa religión, demuestra que no tiene amor en su corazón, sino solo egoísmo, que es amor a sí mismo, y soberbia.

“¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que juran por el oro del altar!”. La peor desgracia que le puede ocurrir a un católico, es el deslumbrarse por el oro del altar, es convertir su religión en una religión vacía de Amor, porque eso significa que ha perdido de vista al Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía, la Lámpara de la Jerusalén celestial, que ilumina a los ángeles y santos en el cielo, y que resplandece en el altar eucarístico, escondido en las especies sacramentales, para ser enceguecido por el brillo fatuo y vano del oro. Para quien ve el altar eucarístico con los ojos de la fe, la Eucaristía brilla con un esplendor infinitamente más brillante que cientos de miles de toneladas de oro y por eso, para quien tiene fe en la transubstanciación y adora al Cordero de Dios Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, el oro no vale nada y la Eucaristía vale infinitamente más que la propia vida.

viernes, 22 de agosto de 2014

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”


Confesión y Primado de Pedro

(Domingo XXI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Jesús pregunta a sus discípulos acerca de qué es lo que la gente dice sobre su identidad. No porque Él no lo sepa, y no porque Él necesite tener un sondeo de opinión sobre lo que la gente piensa de Él: eso es propio del obrar más de un hombre de la política, que de un religioso; además, Jesús es Dios Hijo encarnado, y de ninguna manera tiene necesidad de saber esto, pues Él es Dios omnisciente; si hace estas preguntas, es sólo a modo de introducción para la revelación que está a punto de sobrevenir, y que tendrá a Pedro, su Vicario en la tierra, como protagonista. En efecto, cuando Jesús pregunta a los discípulos “qué es lo que la gente dice acerca de Él”, esta respuesta se obtiene en dos niveles: un primer nivel, el nivel popular, sin la asistencia del Espíritu Santo y fuera de la Iglesia, y es cuando los discípulos dicen que la gente opina que Él es  “Juan el Bautista”, “Elías”, “Jeremías”, o “un profeta”; el segundo nivel de respuesta, el acertado, es ya dentro de la Iglesia, y se da con la asistencia del Espíritu Santo, y es cuando Jesús les dice qué opinan ellos mismos, es decir, los discípulos, y el primero en responder, antes que cualquiera, es Pedro, y lo hace correctamente: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
         La respuesta acertada de Pedro merece la felicitación de parte de Jesús: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne, ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. Esto significa dos cosas: que la respuesta fuera de la Iglesia acerca de Jesús –la que da la multitud, sin la asistencia del Espíritu Santo- es siempre errónea –Juan el Bautista, Elías, Jeremías, un profeta-; mientras que la respuesta, dentro de la Iglesia, dentro del magisterio de la Iglesia, dentro del magisterio papal, que está asistido por el Espíritu Santo –“Feliz de ti, Pedro, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”-, es siempre correcta, porque la Iglesia, conducida por el Vicario de Cristo, el Papa, está asistida e iluminada por el Espíritu Santo, y por eso no se equivoca en su rol de enseñar lo que Jesús reveló en el Evangelio.
Es por esto que la Iglesia no se equivoca cuando enseña el camino de la salvación a las almas: los Diez Mandamientos, los Preceptos de la Iglesia, las Obras de Misericordia Corporales y Espirituales, la práctica de los Sacramentos, principalmente la Eucaristía y la Confesión Sacramental, por medio de los cuales se recibe la gracia divina: porque está asistida por el Espíritu Santo en su función magisterial, de Maestra de la Verdad revelada por Cristo.
Esta asistencia del Espíritu Santo está confirmada con las palabras de Jesús que siguen a continuación, por medio de las cuales Jesús da a la Iglesia la promesa del triunfo final: inmediatamente después de que Pedro responde “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Jesús le hace saber que esa respuesta no la ha dado como fruto de su propia razón –“esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre”-, sino el Espíritu de Dios –“sino mi Padre que está en el cielo”-, y esto es así porque nadie puede saber que Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, si Jesús no se lo revela en Persona; luego de hacerle saber que ha sido asistido por el Espíritu de Dios Padre en su respuesta acerca de su identidad divina, pasa a hacerle otra revelación: le revela que su Iglesia contará con esa asistencia divina para cumplir su función en la tierra de ser Madre y Maestra de todas las naciones: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (…) Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
Con estas palabras, entonces, sale a la luz la revelación que había sido introducida con la pregunta acerca de su identidad: Jesús nombra a Pedro como Papa, es decir, como Vicario suyo –“Tú eres Pedro”-; edifica su Iglesia sobre el Papa, utilizando al Papa como piedra basal o fundamento sobre el cual se construyen los cimientos de la Iglesia, que se basan a su vez en el Hombre-Dios y en el Espíritu Santo[1],  –“sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”-, y le promete a la Iglesia, así cimentada en el papado -como el papado está cimentado en Cristo y en el Espíritu Santo-, el don sobrenatural de la infalibilidad, que es parte constitutiva de su ser íntimo y es un reflejo de su ser[2] –“ las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (…) Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
En otras palabras, además de nombrar a Pedro como Papa y como Vicario suyo en la tierra, Jesús promete a su Iglesia el don de la infalibilidad, es decir, Jesús le da a la Iglesia el poder de Magisterio, el poder de gobierno, y el poder sacerdotal; pone en manos de Pedro, el Papa, el gobierno de la Iglesia, y como esto es una misión que sobrepasa absolutamente la capacidad humana, le promete la asistencia del Espíritu Santo, de manera tal que cuando la Iglesia enseña el camino en materia de dogma y moral, no puede errar, de ninguna manera, en la Verdad que enseña. 
Además, el hecho de que sea Pedro el primero que contesta de entre los discípulos, significa de que Jesús quiere que todos los miembros de la Iglesia se unan en torno al Vicario de Cristo en una unidad de fe: es decir, por un lado, lo asiste con el Espíritu Santo, para que no se equivoque en la fe; por otro lado, quiere que todos los miembros de la Iglesia, unidos al Santo Padre, profesen la misma y única fe: “un solo Señor, un solo bautismo, una sola fe”. 
Unidos al Santo Padre, estaremos siempre seguros de que no equivocaremos nuestro camino en la fe, porque el Santo Padre, en materia de fe y de moral, está asistido por el Espíritu Santo. La razón es que la Iglesia de Jesús ha de permanecer “hasta el fin del mundo” y además tiene la promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” y para que esto sea posible, es necesario que su fundamento visible, que es el Vicario de Cristo, la piedra basal -que descansa a su vez en la Roca que es Cristo-, sea infalible en cuestiones de fe y de moral. Esto quiere decir que el Papa y sus sucesores y el Magisterio viviente, están exentos de la posibilidad de errar, y que al definir algo como enseñanza de Cristo, no cabe en ello la más ligera sombra de incertidumbre.
Es por esto que estamos obligados a escuchar a la Iglesia como a Jesucristo mismo –al Papa y a los obispos unidos a él, que así forman el Magisterio viviente-, porque Jesús lo dijo: “El que a vosotros escucha, a Mí me escucha; el que a vosotros rechaza, rechaza al que a Mí me ha enviado”. También Jesús dice: “Yo os enviaré el Espíritu Santo, que os enseñará toda la Verdad”, y esto se aplica al Papa y a los obispos, que enseñan la Verdad de Jesús, por medio de los documentos de la Iglesia: no puede el Espíritu Santo mentir, porque es Espíritu Inmaculado y por lo tanto, es el garante de que la Iglesia es Inmaculada en cuestiones de fe y de moral.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, le pregunta Jesús a Pedro, en el Evangelio.  “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, le responde Pedro, iluminado por el Espíritu Santo.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, nos pregunta Jesús, a nosotros, desde la Eucaristía. Jesús también nos pregunta a nosotros, acerca de su identidad, pero lo hace desde su Presencia Eucarística; también Jesús quiere saber qué es lo que decimos nosotros acerca de Él, pero quiere saber qué decimos nosotros de su Presencia eucarística, porque si nos acercamos a comulgar, no es lo mismo comulgar mecánica y rutinariamente, pensando, como piensa la multitud, que la Eucaristía es solo un poco de pan bendecido y nada más, a pensar que la Eucaristía es lo que realmente es: lo que los Padres de la Iglesia le llamaban el ántrax, el Carbón incandescente[3], porque decían que la Humanidad de Cristo era el carbón encendido en el Fuego del Amor divino. 
En otras palabras, Jesús quiere saber si nosotros sabemos quién es Él en la Eucaristía, porque no es lo mismo pensar que es un poco de pan bendecido, es decir, pensar que es un pan sin vida, a que es, como decían los Padres de la Iglesia, un Carbón incandescente, en donde el Carbón es la Humanidad Santísima de Jesús, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, y el Fuego que vuelve incandescente a este Carbón es la Divinidad, el Amor del Espíritu, que purifica y abrasa en el Fuego del Amor de Dios a los corazones dispuestos a ser abrasados por el Amor. Así, la Eucaristía enciende en el Fuego del Amor Divino al corazón dispuesto a ser encendido, al corazón que se reconoce como un hato de hierba seca; pero si el corazón es como pasto mojado, o como una roca fría y húmeda, no puede prender el Fuego del Amor de Dios; a lo sumo, si es como pasto mojado, solo saldrá un poco de humo negro y nada más. En cambio, si el corazón es como pasto seco, o si el corazón es como un carbón, negro y seco, o como un trozo de madera seca –es decir, si el corazón humano está ansioso y deseoso de recibir al Amor de Dios contenido en la Eucaristía-, el ántrax, el Carbón Incandescente, la Eucaristía, podrá encenderla en el Fuego del Espíritu, y así el alma se verá incendiada en el Fuego del Amor Santo, y el deseo de Jesús, el Divino Incendiario, se verá cumplido: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo quisiera ya verlo ardiendo!” (Lc 12, 49-53).
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”. Junto a Pedro, junto al Papa, junto al Vicario de Cristo, que está asistido por el Espíritu Santo, en la fe de Pedro, y junto a Él, le respondemos a Jesús en la Eucaristía: “Jesús, Tú eres en la Eucaristía el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 584ss.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] “Imagen para el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, como portador del fuego del Espíritu Santo, por el cual son purificados y glorificados nuestros cuerpos y nuestras almas”; cfr. Scheeben, Misterios, 544.

lunes, 18 de agosto de 2014

“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”


“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Mt 19, 23-30). Jesús dice que los ricos –tanto de bienes materiales, como de cargas espirituales, como la soberbia y la autosuficiencia-, “difícilmente” entrarán en el Reino de los cielos, y esto se debe a que estos bienes, en el momento de la muerte, se convierten en pesados lastres que impiden al alma remontar el vuelo que los conduce hacia la Casa del Padre. Aún más, no solo impiden al alma remontar vuelo, sino que la arrastran hacia abajo, hacia el abismo del cual no se regresa, con tanta más velocidad, cuanto mayor sean los bienes acumulados, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos”. Y para graficar esta dificultad, Jesús usa la figura de un camello que, cargado de mercaderías, intenta pasar “por el ojo de una aguja”, es decir, por la puerta estrecha de las ovejas, que eran las pequeñas puertas por donde pasaban las ovejas a la ciudad de Jerusalén. La dificultad de la salvación se hace evidente, porque inmediatamente, los discípulos se dan cuenta que entonces, casi nadie puede salvarse, porque Jesús no se está hablando de personas millonarias: cuando Jesús habla de “ricos”, está hablando de personas comunes y corrientes, pero cuyos corazones están apegados a las cosas materiales y a su propia razón y además son soberbios, y por eso son como camellos cargados de mercaderías, altos y anchos por los costados, que no pueden pasar por una puerta que es baja y angosta. El amor al dinero –no necesariamente se debe ser millonario, sino solamente poseer amor al dinero, ya que se puede tener un corazón de avaro aunque no se posea un tesoro-, es el principio de todos los males en el hombre, y así lo advierte la Palabra de Dios: “Raíz de todos los males es el amor al dinero; y algunos, por dejarse llevar de él, han quedado sumergidos en un mar de tormentos”[1]. Y el Qoelet dice: “(Dios) al pecador da el trabajo de amontonar y atesorar para dejárselo a quien él le plazca. También esto es vanidad y atrapar vientos”[2].
Los discípulos se dan cuenta de que Jesús está hablando de personas comunes y corrientes, y no de millonarios con toneladas de oro, cuando habla de los “ricos” que “difícilmente podrán salvarse” y por eso es que preguntan, angustiados: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y Jesús responde: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Dios hace posible la salvación de un rico, es decir, de un corazón apegado a los bienes materiales, a su razón y henchido por su soberbia. ¿De qué manera? Así como un camello puede pasar a través de una puerta baja y angosta, si primero se arrodilla y luego se quita su carga, así también el hombre, puede entrar en el Reino de los cielos, si primero se arrodilla ante Jesús crucificado y luego, postrado en adoración ante Jesús, le pide que su Sangre caiga sobre él y purifique su negro corazón, quitándole sus pecados; de esa manera, el pecador no solo se ve libre de la carga opresiva del pecado, sino que su alma se siente impulsada a elevarse, con la fuerza del Espíritu Santo, que viene desde el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, y lo conduce hacia el mismo Corazón de Jesús y, desde Él, hacia el Padre. Y así el alma se salva, porque de rico se ha convertido en pobre, de soberbio en humilde, de pecador en santo, porque ha sido santificado por la gracia que emana de la Sangre que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Así es como Dios hace posible, lo que es imposible para el hombre.




[1] 1 Tim 6, 10.
[2] 2, 26.

viernes, 15 de agosto de 2014

“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”


Jesús y la mujer cananea
(Pieter Lastman, 1617)

(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2014)
         (Domingo XX - TO - Ciclo A – 2014)
         “Mujer, ¡qué grande es tu fe!” (Mt 19, 16-22). Una mujer cananea -es decir, pagana, no hebrea, y por lo tanto, no perteneciente al Pueblo Elegido-, acude a Jesús a implorarle por su hija, que está endemoniada. Lo que nos dice la escena evangélica es que, por un lado, la mujer distingue muy bien entre una simple enfermedad del cuerpo y la posesión diabólica, puesto que sabe reconocer la presencia del demonio –“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”-; por otro lado, sabe bien que Jesús es el único que tiene poder de expulsar demonios porque, o ha visto ya a Jesús realizar exorcismos, o ha oído hablar de Él, o lo ha visto hacer milagros, ya que se dirige a Él con un título de majestad, que indica ascendencia divina: “Señor, Hijo de David”.
Lo que demuestra con esta actitud la mujer cananea, es que su fe en el poder divino de Jesús es inquebrantable y es muy grande, y es tan grande, que terminará siendo alabada por el mismo Jesús. La grandeza de su fe se agiganta no solo por el hecho de ser ella pagana, es decir, de no pertenecer al Pueblo Elegido, sino por el hecho de ser puesta a prueba nada menos que por el mismo Hombre-Dios Jesucristo, y no una, sino tres veces, y en las tres veces en las que su fe es puesta a prueba por Jesús, en las tres, sale airosa. En otras palabras, Jesús alaba la fe de la mujer cananea, no solo porque ella es pagana y cree en Él, en cuanto Hombre-Dios, sino porque Él mismo la pone a prueba tres veces, y las tres veces, supera la prueba de una forma rotunda y victoriosa.
La mujer cananea, siendo ella pagana, demuestra poseer más fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios, que muchos de los hebreos y demuestra la fortaleza de esa fe en tres ocasiones, siendo cada ocasión más fuerte que la otra: en la primera prueba, la fe de la mujer debe sortear el silencio inaudito de Jesús, porque a pesar de que ella le implora con gritos, pidiéndole piedad y exponiéndole una situación de extrema gravedad, como lo es la posesión demoníaca, Jesús permanece en silencio, y así lo dice el Evangelio: “¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!, mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Pero Él no le respondió nada”. Jesús “no le respondió nada”, dice el Evangelio; una prueba durísima de fe: alguien se dirige a Jesús, sabiendo que Él es Dios, implorándole piedad, exponiéndole un caso gravísimo, como es el de una posesión demoníaca, y Dios Hijo “no dice nada”, permanece en silencio.
Una primera prueba, y durísima, de fe. Pero la mujer cananea, lejos de sentirse rechazada, crece en la fe y continúa gritando e implorando piedad, tanto, que despierta la compasión de los discípulos de Jesús, quienes son los que interceden por ella: “Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos”. Pero cuando los discípulos le dicen que atienda su caso, Jesús le dice que no le va a conceder lo que le pide, porque Él “ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de Israel” y ella no es una oveja de Israel, porque es cananea, y esta es la segunda prueba, también durísima, de fe, porque es rechazada por segunda vez, en una petición de un asunto de grave urgencia y necesidad; sin embargo, la mujer, en vez de sentirse rechazada, cuando todo haría pensar que se desalentaría y que volvería las espaldas a Jesús y regresaría llorando, lamentando su desgracia, de un modo increíble, aumenta todavía más su fe y a la fe le agrega todavía una virtud, que es la humildad, porque esta vez, se postra en adoración ante Jesús, a la vez que le dice: “¡Señor, socórreme!”. Es decir, la mujer cananea, contra toda lógica humana, ante el doble rechazo de Jesús, no solo no se desespera, no solo no regresa, llorando desconsolada, porque su petición no ha sido escuchada, sino que acrecienta su fe en Jesús, a niveles que asombran al cielo mismo.
Con estas dos pruebas, la fe en Jesús de la mujer cananea era ya grande e inquebrantable y por eso podríamos pensar que Jesús ya podría concederle lo que le pedía; sin embargo, inexplicablemente, Jesús decide ir todavía más allá: a pesar de su fe, de su humildad y de su amor –quien tiene fe tiene humildad, y quien tiene humildad tiene amor-, Jesús quiere probar aún más su fe, y le dice algo que, si no hay humildad –y por lo tanto, amor-, el alma se retira, inmediatamente, ofendida-: “No está bien tirar el pan de los hijos para dárselo a los cachorros”.
Da aquí comienzo a la tercera prueba, que es la más fuerte de las tres, porque es la prueba más dura de todas, ya que es la prueba de la humillación, en donde la mujer cananea es comparada con un cachorro de perro, porque Jesús usa la figura de una familia en donde los hijos –los hebreos- se sientan a la mesa y comen pan –los milagros- , el cual no puede ser desperdiciado para ser dado a los cachorros –los cananeos, la mujer-.Jesús le está diciendo que no está bien dar el pan de los hijos -esto es, hacer un milagro, reservado para el Pueblo hebreo, que son los hijos- para dárselo a los cachorros –que son los paganos, en este caso, la mujer cananea-: de esta manera, está usando una escena familiar, un almuerzo, en la que los hijos son los hebreos y los paganos son los perros, y así dice que no está bien dar el pan que pertenece a los hijos para que coman los perros; es decir, Él no puede hacer un milagro –el exorcismo que ella le pide, porque está reservado al Pueblo Elegido- para hacerlo con los paganos, porque precisamente, no pertenecen al Pueblo Elegido.
La comparación es muy fuerte, porque compara a los paganos con los perros –suena fuerte decirlo, pero Jesús humilla a la mujer cananea, no porque sí, sino para fortalecerla en su fe, porque al mismo tiempo, le da la gracia para superar esa humillación-, pero la mujer cananea, lejos de ofenderse, supera la prueba de Jesús, y creciendo en la fe, en la humildad y en el amor, se humilla ante Jesús y le dice: “¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!”. La mujer cananea, asistida por la Sabiduría divina, toma de la misma figura familiar usada por Jesús, para hacerle ver que, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, también ella, siendo pagana, puede beneficiarse de un pequeño milagro, como lo es la expulsión de un demonio que ha tomado posesión del cuerpo de su hija. Ella no es hija, como los hebreos, y no puede beneficiarse de un gran milagro, pero sí es un cachorro, es decir, puede recibir un pequeño milagro, como lo es el exorcismo, la expulsión del demonio del cuerpo de su hija. Jesús, admirado de la fe de la mujer cananea, exclama: “Mujer, ¡qué grande es tu fe, que se cumpla tu deseo!”. Inmediatamente, el demonio que poseía el cuerpo de su hija, es expulsado por el poder divino de Jesús, y la hija de la mujer cananea se ve libre de esa presencia maligna.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!” Jesús alaba la fe de la mujer cananea, luego de probarla durísimamente por tres veces: frente a su petición, en la primera prueba, hace silencio; en la segunda prueba, le dice que no le va a conceder lo que le pide, porque no es digna; en la tercera prueba, le dice que es un perro; en cada una de las pruebas, la mujer cananea, ni se desespera, ni se indigna, ni se ofende, ni clama al cielo, ni insulta a Jesús, ni se va a otra religión, ni deja de creer en Él, ni reniega de Él: por el contrario, acrecienta su fe en su condición divina, en su condición de Hombre-Dios; dice en su interior: “Jesús, yo creo que Tú eres el Hombre-Dios, el Salvador, y Te amo por ser lo que eres, y no por lo que das”. La mujer cananea es modelo de fe y de amor en Jesús porque ama a Jesús por lo que es, no por lo que da, aunque le pide lo que puede dar, que es la salud y la salvación.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Porque la mujer cananea es modelo de fe, es que tenemos que preguntarnos: si Jesús viniera hoy y nos pusiera a prueba en nuestra fe en su Presencia eucarística; ¿podría decir de cada de uno de nosotros, lo mismo que dice de la fe de la mujer cananea? ¿Creemos realmente que Jesús está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía? ¿Nuestra fe en la Presencia real de Jesús, es tan fuerte como la fe de la mujer cananea? ¿Resistiría nuestra fe –nuestro amor a Jesús-, la fe que tenemos hoy, en este momento, la triple prueba, incluida la humillación, a la que la sometió el mismo Jesús en Persona, a la mujer cananea? Si nuestra respuesta es “no”, entonces, tenemos que pedirle a la mujer cananea, que con toda seguridad está en el cielo, que interceda por nosotros, para que nuestra fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía posea, al menos, una mínima parte de la grandeza de la fe que ella tuvo en el Evangelio.

sábado, 9 de agosto de 2014

“Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”




(Domingo XIX - TO - Ciclo A – 2014)
         “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 22-33). Todo el Evangelio está impregnado de una atmósfera sobrenatural y cada elemento tiene un significado sobrenatural: la Barca agitada por el viento, es la Iglesia Católica, que surca las aguas del tiempo y de la historia humanas; los discípulos que están en la barca y se aterrorizan al vera a Jesús caminar sobre las aguas, son los fieles católicos sin fe, que no creen en la divinidad de Jesús ni en la Presencia de Jesús en la Eucaristía, y viven su fe como si Jesús fuera, literalmente, un fantasma, una entidad fantasmagórica, sin peso real en sus vidas cotidianas ni en sus decisiones vitales trascendentales; el mar agitado y el viento tempestuoso, que amenazan con hundir a la barca y que son la causa de la duda y casi pérdida de fe de Pedro, en cuanto Vicario de Cristo, es decir, en cuanto Papa, representan al mundo y a la historia humanas, que azuzados por las fuerzas malignas del Infierno, se desencadenarán durante todo la historia humana, pero sobre todo, hacia el final de la historia, buscando hundir la Barca de Jesucristo, la Iglesia Católica; Jesús, que avanza hacia Pedro y le toma su mano, rescatándolo e impidiendo que se hunda, y luego subiendo con él y calmando al mismo tiempo la tempestad, representa la Segunda Venida de Jesucristo, al fin de los tiempos, y también representa el cumplimiento de sus palabras: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (Mt 16, 18); es decir, cuando todo parezca perdido para la Iglesia Católica, incluido el Papado, que parecerá hundirse, aparecerá Jesucristo, quien en un instante, derrotará a los enemigos de la Iglesia y de Dios, concediendo el triunfo a su Iglesia, triunfo conseguido al precio altísimo del derramamiento de su Sangre en la cruz.


La escena -interpretada de este modo-, es más bien apocalíptica para la Iglesia: los discípulos están en la barca, aterrorizados, lo cual significa que están faltos de fe, porque no reconocen al verdadero Jesús, que viene caminando sobre las aguas; a su vez, la violencia del viento y de las aguas, que representan a las fuerzas desencadenadas del Infierno, que atacan a la Iglesia con todas sus fuerzas al fin de los tiempos, amenazan a la barca y constituyen la causa del hundimiento de Pedro, el Papa; la situación, para la Iglesia, no puede ser más caótica, porque, por un lado, los fieles están paralizados por el terror, mientras que por otro, el Papado, representado en Pedro que se hunde, está en una crisis que parece irreversible, al tiempo que las fuerzas del Infierno, confabuladas con las fuerzas del mundo aliadas con ellas, parecen estar a punto de triunfar sobre la Iglesia; mientras tanto, Jesús viene caminando sobre las aguas, y en el espacio de tiempo que media entre su caminar con el auxilio que le presta a Pedro, la situación en la Iglesia, es de caos, temor y terror, ante el acoso de las fuerzas del mundo y del Infierno, ante la crisis del Papado, representado en el hundimiento de Pedro, y ante la aparente ausencia de Jesucristo, que todavía no ha llegado a darle la mano a Pedro.
Sin embargo, la situación jamás ha escapado del control de Jesús, porque Jesús gobierna su Iglesia con su Espíritu y sólo en apariencia está ausente de su Barca, la Iglesia, puesto que Él es Dios omnipotente, y con su omnipotencia y omnipresencia no puede dejar de estar Presente con su Ser y con poder divino, pero sobre todo, está Presente en la Iglesia, en todo momento, en la Eucaristía. El elemento que falta, en todo el episodio, tanto en los discípulos como en Pedro, pero que está luego presente al final, es la fe: si los discípulos hubieran tenido una fe más firme en Jesús como Hombre-Dios, y hubieran afirmado su fe en el misterio sobrenatural de su Encarnación, confirmado por sus palabras y por sus milagros, no habrían sentido “terror” al verlo caminar sobre las aguas, y Pedro, por su parte, no se habría hundido, al sentir el rugido del viento y la fuerza de las olas; análogamente, es lo que sucede con muchos cristianos en sus vidas cotidianas, que piensan en Jesús como si éste fuera un fantasma, porque para ellos, Jesús no tiene ninguna clase de injerencia en sus vidas, en las tomas de decisiones, ni se encuentra presente en sus proyectos ni en sus planes presentes y futuros, como tampoco formó parte Jesús de su pasado.

En el Evangelio se ve que luego de la actuación de Jesús sobre Pedro, dándole la mano y rescatándolo antes de que se hunda, la fe toma un nuevo impulso sobre todos los que están en la Barca, en la Iglesia, al tiempo que el viento y el mar cesan cuando “los dos”, Pedro y Jesús, suben a la Barca;  esto significa entonces que Jesús, al final de los tiempos, intervendrá y pondrá fin al mal, definitivamente, dando cumplimiento a su profecía, de que “las puertas del Infierno” no habrían de triunfar sobre su Iglesia, restaurando la gracia en las almas, el esplendor del Papado en la Iglesia, y haciendo brillar con resplandor divino su Presencia Eucarística.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Fiesta de la Transfiguración del Señor


         “Jesús (…) se transfiguró (en el Monte Tabor): su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17, 1-9). En la cima del Monte Tabor, Jesús se transfigura, es decir, resplandece de luz, delante de Pedro, Santiago y Juan. El significado de la Transfiguración del Señor se comprende cuando se entiende cuál es el significado de la luz en el sentido bíblico: la luz, en la Biblia, significa “gloria”: por lo tanto, el hecho de que Jesús se transfigure, es decir, se revista de luz, quiere decir que se reviste de gloria. Ahora bien, puesto que la gloria sólo le pertenece a Dios, el significado es claro: la Transfiguración es una auto-revelación –una más, entre otras tantas, como las de los milagros- de Jesús como Dios en Persona. Al transfigurarse, es decir, al revestirse de luz, Jesús se les revela a sus discípulos más cercanos y preferidos por Él –Pedro, Santiago y Juan-, los secretos más admirables acerca de Él mismo: Él no es un hombre cualquiera; Él no es un profeta más entre tantos; Él no es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos: Él es el Dios Tres veces Santo, ante quien los ángeles se postran en adoración, sin atreverse siquiera a levantar la mirada, y ahora, se les ha manifestado en el esplendor de su gloria. Jesús es el Hijo Eterno del Padre, engendrado desde toda la eternidad, “entre esplendores sagrados”, que se ha encarnado en el seno de la Virgen Madre por obra del Espíritu Santo para adquirir un Cuerpo, de manera tal de poder tener un Cuerpo para poder ofrendarlo en el ara santa de la cruz y así cumplir la redención de los hombres, dando cumplimiento al plan de la Santísima Trinidad.
La glorificación de la Transfiguración en el Monte Tabor es, por lo tanto, el estado natural del Hombre-Dios, y no es ningún hecho milagroso ni sobrenatural; por el contrario, su ocultamiento sí es un hecho milagroso, necesario para poder sufrir la Pasión; en otras palabras, el hecho de que Jesús no aparezca glorioso, radiante de luz y de gloria divina desde el momento mismo de su Encarnación y Nacimiento, es un milagro de la omnipotencia divina[1], al cual recurre el mismo Jesús, para poder sufrir la Pasión, puesto que si Jesús, desde su Encarnación, permanecía glorificado, tal como le pertenecía por ser Él el Hijo Eterno del Padre, no podría haber sufrido la Pasión, porque un cuerpo glorificado, como el suyo en la Transfiguración, no siente dolor en absoluto; por el contrario, se encuentra en la máxima beatitud posible, porque está inhabitado por la divinidad. Entonces, para poder padecer su misterio pascual de Muerte y Resurrección, es que Jesús suspende los efectos de la gloria divina desde el momento de la Encarnación, y solo los deja entrever brevemente en el Monte Tabor, en la Transfiguración, y lo hace para que sus discípulos sepan que Él es Dios Hijo encarnado. Jesús suspende, por unos instantes, el milagro que impedía que la luz de la gloria divina, que le pertenece por ser Él Dios Eterno, se manifieste a través de su Cuerpo Sacratísimo, y permite que, por unos instantes, la luz y la gloria de su Ser trinitario se haga visible a través de su Cuerpo; Jesús permite que sus discípulos lo vean revestido de luz en la cima del Monte Tabor, para que sepan que Él es el Dios de la gloria, que habrá de conducirlos al Reino de los cielos, y esto lo permite antes de la Pasión, porque cuando lo vean en la cima del Monte Calvario, lo verán cubierto, no de luz, sino de Sangre, y no pensarán que es Dios sino, como dice Isaías, “un gusano” (cfr. Is 53, 5ss), y no querrán contemplarlo, extasiados, como ahora en el Tabor, sino, será un hombre tan cubierto de heridas, que dará espanto, y será como alguien ante quien “se da vuelta la cabeza”, de tanto horror que causarán sus heridas, su Cuerpo flagelado y su Rostro desfigurado por las trompadas y los golpes. Jesús se transfigura en el Monte Tabor, dice Santo Tomás de Aquino, para que sus Apóstoles no desfallezcan en la Pasión, y para que aprendan que a la luz, se llega por la cruz. Ésta es también para nosotros la lección del Tabor: a la luz, se llega por la cruz.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964.

sábado, 2 de agosto de 2014

“Tomó los panes y los peces (…) pronunció la bendición (…) todos comieron hasta saciarse (…)”


(Domingo XVIII – TO - Ciclo A – 2014)
         “Tomó los panes y los peces (…) pronunció la bendición (…) todos comieron hasta saciarse (…)” (Mt 14, 13-21). Luego de la muerte del Bautista, Jesús se retira a un lugar desierto a orar, pero una multitud, proveniente de varias “ciudades”, lo sigue. Jesús se compadece de los numerosos enfermos que hay entre ellos y los cura; sin embargo, llegado el atardecer, se presenta un nuevo e inesperado problema: dado que los se han congregado alrededor de Jesús provienen de varias “ciudades” –al final del Evangelio, la cuenta dará más de veinte mil circunstantes-, son varios miles los que deben alimentarse. Es decir, al problema de la enfermedad, se suma otro no menos humano, y es el del hambre: el ser humano, caído en el pecado original, necesita, además de ser curado de sus enfermedades, ser alimentado; de lo contrario, muere por inanición. Los discípulos de Jesús se dan cuenta de la situación y van a advertírselo a Jesús: “Éste es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos”.
Sin embargo, Jesús, hace algo inesperado, algo que no está dentro de la lógica humana: les dice a los discípulos que “los alimenten ellos mismos”, aun sabiendo –lo sabe puesto que Él es el Hombre-Dios- que no lo podían hacer. De hecho, los discípulos le plantean inmediatamente la evidente imposibilidad: “Sólo tenemos dos panes y cinco pescados”. Pero no es en vano ni para hacerlos pasar un apuro que Jesús les da esa orden, en apariencia imposible: Jesús quiere demostrar que Él “hace nuevas todas las cosas”, y una de las cosas que hace nuevas, es la comunión humana bajo las órdenes y el poder inmediatos del Hombre-Dios. Al obedecer los discípulos, lo hacen en cuanto Iglesia, en cuanto hombres congregados por el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, y esta común-unión, esta unión en el Espíritu de Jesús, es una unión en armonía y en amor fraterno, dada por el mismo Espíritu Santo, y es signo que permite el obrar del Hombre-Dios, para mayor gloria de Dios, puesto que a partir de ahí, se seguirá el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. La armonía y la paz, de parte de los discípulos, hacia Jesús, y el no discutir sus órdenes, son signo de la Presencia del Espíritu Santo en ellos: ninguno discute ni se pone a contrariar a Jesús, ni siquiera cuando, según el razonamiento humano, no hay proporción entre lo que Jesús pretende hacer, dar de comer a veinte mil personas, con cinco panes y dos pescados; ninguno se arroga la soberbia de decirle a Jesús: “Jesús, es imposible hacer lo que Tú pretendes”; por el contrario, todos están inhabitados por el Espíritu Santo y por lo tanto, todos cooperan, con el silencio y el trabajo, a la acción milagrosa del Hombre-Dios Jesucristo, que de esa manera, llevará a cabo sus planes, que superan absolutamente todo cuanto la mente humana pueda imaginar. En efecto, minutos después que los discípulos le llevan lo que han recolectado –los panes y peces-,  Jesús toma los panes y los pescados, los bendice, los multiplica prodigiosamente –puesto que Él es Dios Hijo en Persona, es Dios Creador, y en cuanto tal, no supone ninguna dificultad, de ninguna clase, multiplicar unos cuantos átomos de materia de panes y peces, siendo Él el Creador del Universo visible e invisible- y los da a sus discípulos para que los repartan entre la multitud. La cantidad es tanta, que la multitud come hasta saciarse, y aun sobran “doce canastas”.
Este Evangelio nos enseña, por lo tanto, que la obediencia, la mansedumbre y la docilidad a los designios de Dios, aun cuando sean incomprensibles a los razonamientos humanos –como por ejemplo, el pretender alimentar a una multitud de más de veinte mil personas con cinco panes y dos peces-, son signos certísimos de la presencia en el alma del Espíritu Santo, que da confianza ilimitada en el poder de Dios.
Otra enseñanza que nos deja este Evangelio es, precisamente, acerca del poder del Hombre-Dios, que actúa a través de la Iglesia –aun cuando puede hacerlo sin ella-, porque quiere servirse de instrumentos humanos, dóciles, obedientes y buenos, para comunicar de su Bondad y Amor infinitos a los seres humanos, pero necesita de hombres de corazones inhabitados por el Espíritu Santo, es decir, llenos del Amor de Dios, y la docilidad, la mansedumbre, y la obediencia de los discípulos a las órdenes de Jesús, aun cuando humanamente parece no haber proporción entre los medios y el fin (cinco panes y dos peces para más de veinte mil personas), es una prueba de ello.

Pero la enseñanza más importante de este Evangelio es el significado último del prodigio de la multiplicación de panes y peces: Jesús alimenta a la multitud con carne de pescado y con pan inerte, como preámbulo del don de sí mismo, por el cual alimentará a la multitud de los hijos de Dios, en la Iglesia, con la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y con el Pan Vivo bajado del cielo, su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía.