martes, 16 de septiembre de 2014

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”


“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron” (Lc 7, 31-35). Jesús nos presenta una imagen evangélica en la que dos grupos de jóvenes se encuentran en una plaza "hablando unos con otros"; uno de los grupos intenta atraer la atención del otro grupo, para lo cual utiliza dos estrategias musicales opuestas: toca ritmos alegres con la flauta primero, y luego canta "cantos fúnebres", fracasando en ambos intentos, puesto que el segundo grupo de jóvenes permanece indiferente a una y otra actividad. Con el ejemplo de estos jóvenes del segundo grupo de la plaza a los cuales nada les viene bien, porque ya sea que se comparta con ellos la alegría –tocar la flauta-, o se comparta con ellos el dolor –entonar cantos fúnebres-, puesto que se mantienen siempre indiferentes permaneciendo aislados en su encierro egoísta, Jesús ejemplifica a “esta generación”, es decir, la humanidad entera que, como consecuencia del pecado original, se obstina en rechazar el mensaje de la salvación que viene de parte de Dios, ya sea en la persona del Bautista, que llama a la penitencia y a la austeridad –no come ni bebe-, o en la Persona misma de Jesucristo, que comparte la mesa con los pecadores –por eso dice Jesús que el “Hijo del hombre, que come y bebe”-. En otras palabras, Dios envía, primero, al Bautista, que predica un mensaje de austeridad, y es rechazado, porque predica la austeridad, siendo acusado de “demonio”; luego envía al mismo Mesías en Persona, que “come y bebe” con los pecadores, y es acusado de “glotón y borracho”; por eso la humanidad es como estos jóvenes de la plaza, a quienes nada les viene bien, porque en el fondo, lo que no quieren, es la conversión.
Entonces, si el primer grupo de jóvenes representa a la humanidad caída en el pecado original, el segundo grupo, el que intenta atraer la atención del segundo  grupo, representa a su vez a los que anuncian el Evangelio, es decir, es la Iglesia en su acción misionera y apostólica, que busca a las ovejas perdidas, a los hombres de todos los tiempos, que heridos por el pecado original -y en consecuencia, sus mentes oscurecidas perciben con suma dificultad a la Verdad Absoluta que es Dios y sus voluntades debilitadas escasamente desean el Bien Infinito que es Dios, pero no se deciden a conseguirlo por medio de actos concretos-, no atinan a encontrar el camino para llegar a Dios y los pocos que lo hacen, lo hacen con suma dificultad y luego de mucho esfuerzo y a costa de grandes sacrificios. Los misioneros son quienes prolongan a Jesús, Buen Pastor, que desciende con su cayado, la cruz, hasta este “valle de lágrimas”, para buscar a la oveja perdida, la humanidad, y así llevarla sobre sus hombros; la Iglesia “se alegra con el alegre”, y “llora con el que está triste” –es decir, incultura el Evangelio, sin alterar un ápice el dogma-, pero muchos hombres buscan los más inverosímiles pretextos para no convertirse, para no dejarse amar por el Amor de Dios, que los busca, incansablemente, a través de la actividad misionera de la Iglesia.
“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”. Los jóvenes del pasaje evangélico representan a la inmensa mayoría de los hombres que, inmersos en la mundanidad, hacen oídos sordos al mensaje del Evangelio y prefieren seguir inmersos en el mundo, antes que seguir a Jesucristo por el camino de la cruz: una simple constatación se puede observar en las iglesias vacías o semivacías todos los días de la semana, y sobre todo en los días domingos -Día del Señor, Dies Domini-, en el que la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, la obra más espléndida y magnífica de la Santísima Trinidad, obra por la cual el Cordero de Dios renueva, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio del Calvario, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el cáliz -tal como hace veinte siglos entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, sea despreciada, y más que despreciada, horriblemente ultrajada, menospreciada, vilipendiada, al ser pospuesta de un modo ignominioso por espectáculos mundanos, por simple pereza o por actividades que son lisa y llanamente pecaminosas.

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron (…) Pero la Sabiduría es reconocida como justa por todos sus hijos”. Si el mundo no reconoce a Jesucristo, Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y si el mundo prefiere hacer oídos sordos a la actividad misionera de la Iglesia, que por todos los medios a su alcance busca salvar a la oveja perdida, “los hijos de la Sabiduría”, es decir, los hijos de Dios, que son también los hijos de la Virgen, sí reconocen en cambio a su Dios encarnado, Prisionero de Amor en el sagrario, que se dona a sí mismo sin reservas, en cada Santa Misa. Y, puesto que lo reconocen, los hijos de la Sabiduría, los hijos de Dios, “creen, esperan, adoran y aman”, por quienes “no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman” –tal como les enseñara el Ángel a los pastorcitos en Fátima-, mientras esperan su Segunda Venida, y por eso, mientras creen, esperan, adoran y aman a Jesús en la Eucaristía, los hijos de la Iglesia, los hijos de la Sabiduría Encarnada, claman por su Venida en la gloria, diciéndole: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

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