domingo, 30 de noviembre de 2014

"Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa"

(Domingo I - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)

         La Iglesia inicia el Adviento, adventus, que significa "venida" o "llegada"; es el tiempo en el cual la Iglesia espera prepara espiritualmente a sus hijos para la Navidad, es decir, la Iglesia vive el Adviento como tiempo espiritual de preparación para la Primera Venida del Señor en la humildad de la Encarnación, en la pobreza del Pesebre de Belén, en la oscuridad de la Nochebuena, iluminada por la Luz eterna de su Presencia entre los hombres. En Adviento, por lo tanto, la Iglesia toda se coloca en un clima espiritual que consiste en esperar la Primera Venida del Mesías, el Verbo Eterno del Padre, como si no hubiera venido -aunque, obviamente, tiene la fe plena y absoluta de que sí ha venido ya por primera vez-; para ello, la Iglesia toma lecturas y salmos del Antiguo Testamento relativos a la Venida del Mesías, haciendo hincapié en las promesas de que nacería de una Virgen. De este Primer Adviento, del cual sí sabemos cuándo ocurrió, en el día y la hora en que aconteció, y que fue el día y la hora en el que el Infierno comenzó a sentir su definitiva derrota, mientras la gloria de Dios se manifestaba  en la Epifanía de un Niño humano, en un humilde Portal de Belén, la Iglesia clama, con la memoria actualizada por el misterio litúrgico: "Ven, Señor Jesús".
          Pero Adviento es espera del Mesías que habrá de venir -adventus, "venida", "llegada"-, por Segunda Vez, en la gloria, ya no en la humildad y en lo escondido de una gruta recóndita de Palestina, sino sobre las nubes del cielo, revestido de gloria, para juzgar al mundo: "Verán al Hijo del hombre venir en las nubes con gran poder y gloria" (Mc 13, 26), al final de los tiempos. En este Segundo Adviento, en esta Segunda Venida gloriosa, en la cual el Infierno será sepultado para siempre, pero de la cual no sabemos "ni el día ni la hora", la gloria de Dios se manifestará universalmente, y por eso la Iglesia clama, con el corazón encendido por la esperanza del cumplimiento de las profecías mesiánicas y encendido también por la actualización del misterio de la prolongación de la Encarnación del Verbo en su seno, el altar eucarístico: "Ven, Señor Jesús".
          Adviento es, entonces, una doble espera, por el misterio litúrgico eucarístico: espera actualizada por el misterio litúrgico de una Primera Venida ya acaecida en la plenitud de los tiempos, y espera también actualizada por el misterio litúrgico de la Segunda Venida, todavía no acontecida en el tiempo humano terrestre, pero puesto que el Cristo glorioso que la Iglesia espera en su Segunda Venida es el mismo Cristo glorioso que la Iglesia hace Presente por el misterio de la Transubstanciación, que para manifestarse en la plenitud de la gloria que ya posee en la Eucaristía, solo debe esperar a que se cumpla el tiempo establecido para el Día de la Segunda Venida.
          Pero la vida del cristiano también es Adviento -adventus, "venida", "llegada"-, un Adviento continuo, sin interrupción, porque si Adviento, tanto para la Primera como para la Segunda Venida, es "espera de la venida de Cristo, el Hombre-Dios", entonces la vida del cristiano es un continuo Adviento, porque desde que se bautiza, el cristiano está esperando la "venida" o "llegada" de Cristo a su vida, y este Adviento o espera de la "venida" o "llegada" de Cristo al alma, se cumple cabalmente en la comunión eucarística, porque ese Cristo Eucarístico es el Cristo que ya vino en la Primera Venida y el mismo Cristo que vendrá, en la gloria.

          Misteriosamente, el Adviento se actualiza en la liturgia eucarística.

jueves, 27 de noviembre de 2014

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”


“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 29-33). A medida que se acerque la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la gloria, todos los acontecimientos profetizados por el mismo Jesucristo se cumplirán, tal como Él mismo los profetizó. Jesucristo no puede equivocarse, puesto que es Dios en Persona; es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; es Dios Hijo encarnado en una naturaleza humana, y todo lo que Él dijo y profetizó acerca de su Segunda Venida, se cumplirá, indefectiblemente, como indefectiblemente la naturaleza sigue su curso y a una estación le sigue la otra. No en vano Jesucristo utiliza la figura del brote nuevo de la higuera: así como sucede con el brote nuevo de la higuera, que pasado el invierno y llegada la primavera, y siguiendo el impulso vital biológico de la naturaleza inscripto por el Creador, comienza un nuevo ciclo de vida para el árbol, así también, en las edades de la humanidad, se suceden los siglos, unos tras otros, y se seguirán sucediendo, hasta que dejen de sucederse, cuando se cumpla el tiempo establecido por Dios, lo cual está indicado, veladamente, por Jesucristo, en las señales acerca de su Segunda Venida.
La Segunda Venida de Cristo, en gloria y poder, vendrá precedida por la conversión de Israel, según anuncia Cristo, y también San Pedro y San Pablo (Mt 23,39; Hch 3,19-21; Rm 11,11-36), y será precedida también por grandes tentaciones, tribulaciones y persecuciones (Mt 24,17-19; Mc 14,12-16; Lc 21,28-33), que harán caer a muchos cristianos en la apostasía. Según el Catecismo, será la “prueba final” que deberá pasar la Iglesia, y que “sacudirá la fe” de muchos creyentes: “La Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cfr. Lc 18,8; Mt 24,9-14). La persecución que acompaña a la peregrinación de la Iglesia sobre la tierra (cfr. Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará “el Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cfr. 2 Tes 2, 4-12; 1 Tes 5, 2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2, 18. 22)”[1].
Por tanto, continúa el Catecismo, “la Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (Ap 19,1-19). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (13, 8), sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (20, 7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (20, 12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2 Pe 3,12-13)”[2].
Mientras esperamos su Segunda Venida en la gloria, Jesucristo reina actualmente en la historia, desde la Eucaristía, y muestra su dominio, sujetando cuando quiere y del modo que quiere a la Bestia mundana, que recibe toda su fuerza y atractivo del Dragón infernal, y si la Bestia -que se manifiesta en la política a través de la Masonería política, pero también en la Iglesia, a través de la Masonería eclesiástica-, obra haciendo daño, lo hace en cuanto Jesucristo la deja obrar, y no hace más de lo que Jesucristo la deja hacer.
La Parusía, la Segunda Venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, según nos ha sido revelado, vendrá precedida de señales y avisos, que justamente cuando se cumplan revelarán el sentido de lo anunciado. Por eso solamente los que estén “con las túnicas ceñidas y las lámparas encendidas”, es decir, obrando la misericordia y en estado de gracia, y escrudiñando los signos de los tiempos, en estado de oración, podrán sospechar la inminencia de la Parusía, porque “no hará nada el Señor sin revelar su plan a sus siervos, los profeta” (Amós 3,7), y así, estos “siervos atentos y vigilantes”, podrán detectar la inminencia de la Parusía. Según el mismo Jesucristo, para su Segunda Venida, habrá conmoción en el Universo físico: “habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra perturbación de las naciones, aterradas por el bramido del mar y la agitación de las olas, exhalando los hombres sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las columnas de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes” (Lc 21,25-27).
Sin embargo, lo más grave, estará dado en el plano espiritual, porque la Segunda Venida, estará precedida por la ascensión al poder, en la Iglesia, del Anticristo, quien difundirá eficazmente innumerables mentiras y errores, como nunca la Iglesia lo había experimentado en su historia, y éste será el que provocará la “prueba final” que “sacudirá la fe” de “numerosos creyentes”, anunciado por el Catecismo[3], lo cual tal vez sea la modificación de algún dogma central, muy probablemente, relacionado con la Eucaristía.
La Parusía o Segunda Venida, será súbita y patente para toda la humanidad: “como el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre… Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra [que vivían ajenas al Reino o contra él], y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande” (Mt 24,27-31).
La Parusía será inesperada para la mayoría de los hombres, que “comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban” (Lc 17,28), y no esperaban para nada la venida de Cristo, sino que “disfrutando del mundo” tranquilamente, no advertían que “pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7,31). Por no prestar atención a la Sagrada Escritura que dice: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40), el mundo se comporta como el siervo malvado del Evangelio, que habiendo partido su señor de viaje, se dice a sí mismo: “mi amo tardará”, y se entrega al ocio y al vicio. Sin embargo, como advierte Jesús en la parábola, “vendrá el amo de ese siervo el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le hará azotar y le echará con los hipócritas; allí habrá llanto y crujir de dientes” (Mt 24,42-50). Por eso, la parábola finaliza con la advertencia: “Estad atentos, pues, no sea que se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente, venga sobre vosotros aquel día, como un lazo; porque vendrá sobre todos los moradores de la tierra. Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21,34-35).
Y esa es la razón por la cual el cristiano debe prestar atención a las palabras de Jesús, en las que nos previene y nos pide que estemos atentos a su Segunda Venida: “vigilad, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor… Habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24,42-44). “Vendrá el día del Señor como ladrón” (2 Pe 3,10). Todos los cristianos hemos de vivir siempre como si la Parusía fuera a ocurrir hoy, o mañana mismo o pasado mañana, porque “la apariencia de este mundo pasa” (1 Cor 7, 31), y cuando pasa la apariencia de este cielo y esta tierra, aparece la eternidad, aparece Dios, que es la Eternidad en sí misma, y para afrontar el Juicio Particular que decidirá nuestra eternidad, es que debemos prepararnos, viviendo en gracia y obrando la misericordia.




[1] 675.
[2] 677.
[3] Cfr. n. 675.

martes, 25 de noviembre de 2014

“Serán odiados por todos a causa de mi Nombre”


“Serán odiados por  todos a causa de mi Nombre” (Lc 21, 16-19). Una de las señales que precederán la Segunda Venida de Jesús en la gloria, será la persecución que sufrirán los que se mantengan fieles a Jesús. Estos serán los destinatarios de una de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí. Regocijaos y alegraos, porque vuestra recompensa en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros” (Mt 5, 11-12). Paradójicamente, quienes “insulten, persigan y digan todo género de mal” contra los verdaderos cristianos, serán también cristianos, pero que habrán sido seducidos y engañados por el espíritu del Anticristo, el cual dictará doctrinas novedosas, engañosas y falsas y engañará a todos en la Iglesia con falsos milagros.
Pero, ¿qué habrá sucedido, para que se produzca tal enfrentamiento en el seno de la Iglesia? ¿Qué fenómeno se habrá producido, para que cristianos se enfrenten a cristianos? La respuesta se encuentra en el Catecismo de la Iglesia Católica: en los días previos a la Segunda Venida de Cristo en la gloria, o Parusía, dice el Catecismo, que la Iglesia deberá atravesar una profunda prueba de fe, que “sacudirá la fe de numerosos creyentes”. Dice así el Catecismo[1]: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”.
La “prueba de fe” consistirá entonces, según el Catecismo, en una “apostasía de la verdad”, en una traición a la Verdad Revelada por el Hombre-Dios Jesucristo y custodiada y enseñada por el Magisterio de la Iglesia. Quienes se mantengan fieles a la Verdad, custodiada por el Magisterio de la Iglesia, serán perseguidos; -porque la Verdad Revelada será cambiada y modificada para “proporcionar a los hombres una solución aparente a sus problemas”-, esos tales serán “insultados, y perseguidos”; quienes, por el contrario, se plieguen a la “impostura religiosa” del Anticristo, que consistirá en una “apostasía de la verdad”, serán los perseguidores de los que se mantengan fieles a la Verdad de Dios. Ahora bien, la Verdad de Dios es Jesucristo, porque Él es la Sabiduría de Dios, y el Nombre de Jesús, en la Iglesia, es “Eucaristía”; entonces, la “prueba final de la fe” de la cual habla el Catecismo, y que será la causa de la división dentro de la Iglesia, y que será la causa también de la persecución de los verdaderos cristianos, será una disputa acerca de su Presencia Real en el Santísimo Sacramento del Altar: los seguidores del Anticristo negarán su Presencia Real, mientras que los verdaderos cristianos, la afirmarán y por lo tanto, adorarán a Cristo Presente en la Eucaristía. Si alguien anunciara una verdad distinta, ese tal sería el Adversario, el Anticristo; por lo tanto, deberemos tener presente y grabarlas a fuego, en la mente y en el corazón, estas palabras de la Escritura: “Pero si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciara otro evangelio contrario al que os hemos anunciado, sea anatema” (Gal 1, 8). “Serán odiados por  todos a causa de mi Nombre”. La persecución entonces, se hará a todo aquel que se mantenga fiel a la Sabiduría de Dios, Jesucristo, encarnado en la Eucaristía, porque los verdaderos cristianos lo reconocerán Presente en la Eucaristía y lo adorarán en el Sacramento del Altar, mientras que los seguidores del Anticristo se adorarán a sí mismos, ya que ése es el precio de la apostasía, la glorificación y la adoración del hombre por el hombre mismo, como lo enseña el Catecismo: “La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”.
“Serán odiados por  todos a causa de mi Nombre”. Quien ama la Eucaristía, ama a Cristo; quien odia la Eucaristía, odia a Cristo. Le pidamos a la Virgen, Nuestra Señora de la Eucaristía, que aumente cada vez más en nosotros el amor a su Hijo Jesús, Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y con todo el Amor Eterno e infinito de su Sagrado Corazón Eucarístico.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 675.

lunes, 24 de noviembre de 2014

“¿Cuál será la señal?” “Muchos dirán: ‘Soy Yo’, y oirán hablar de guerras y revoluciones, pero no será tan pronto el fin”


“¿Cuál será la señal?” “Muchos dirán: ‘Soy Yo’, y oirán hablar de guerras y revoluciones, pero no será tan pronto el fin” (Lc 21, 5-9). Los discípulos preguntan a Jesús “cuál será la señal” de que su Segunda Venida en la gloria o Parusía se acerca. Jesús no da una señal directa, pero sí da una señal indirecta: cuando se presenten muchos falsos mesías, muchos falsos cristos, que digan: “Yo soy el cristo”; también, “el tiempo está cerca”; además, habrán en el mundo “guerras y revoluciones”, pero no será todavía “el fin”. Es decir, todas estas señales, no son “señales del fin”, sino señales que preanuncian el inicio del fin.

Es deber del cristiano leer los signos de los tiempos, porque así lo dice Jesús: “Saben si va a llover o no, pero no saben leer el signo de los tiempos”, y en nuestros tiempos abundan los falsos mesías de la Nueva Era y las guerras y revoluciones. Es por eso que debemos preguntarnos: ¿estamos en los tiempos que anuncian el inicio de las señales de la Segunda Venida de Jesús? La respuesta es que -con toda probabilidad- sí. Sin embargo, más allá de eso, es deber del cristiano vivir en gracia, para estar preparados para la llegada de Jesucristo a su vida personal y a su existencia, puesto que Jesucristo llegará a la vida de cada uno “como el amo que regresa de una boda, a medianoche, de improviso”, y entonces, el cristiano debe estar “vigilante”, como el siervo “atento, con las vestiduras ceñidas y con la lámpara encendida” (cfr. Lc 12, 35), es decir, en actitud de servicio, obrando la misericordia, y con el alma en gracia; el cristiano debe estar “vigilante”, porque Jesús vendrá “como un relámpago” (cfr. Mt 24, 27) que cruza la noche, de improviso; vendrá “como el ladrón” (cfr. Mt 24, 43-44), al cual el amo de casa no sabe cuándo ni por dónde habrá de entrar. 
Entonces, más importante que saber cuándo será la Segunda Venida -aun cuando estarían comenzando a darse las señales que la anuncian-, es más importante, para el cristiano, el estar en estado de gracia permanente. De esa manera, sea que Jesucristo llegue hoy, mañana, pasado, o en cincuenta años, el cristiano estará con sus vestiduras ceñidas, con su lámpara encendida y con su corazón ardiente de amor, listo para recibir a Nuestro Señor Jesucristo, que viene para juzgar al mundo, y en esa espera, en todo momento, repite, en el silencio de su corazón, con todo el amor con el que es capaz: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

viernes, 21 de noviembre de 2014

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


La Iglesia celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, pero el Rey al cual celebra la Iglesia, es un Rey particular, porque este Rey no es un hombre cualquiera, sino el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y no reina desde un mullido sillón, ni reina tampoco cómodamente sentado, coronado con una corona de oro y sosteniendo en sus manos un cetro de ébano.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz y a su lado, erguida, se encuentra la Reina de los Dolores, la Virgen María.
Nuestro Rey no lleva una corona bordada con terciopelo y adornada con gemas, rubíes, diamantes y perlas; no tiene una corona formada por un círculo de oro engarzada con diamantes y rubíes de gran tamaño; Nuestro Rey lleva una corona de gruesas, duras y filosas espinas, que taladran y perforan su cuero cabelludo, desgarrándolo, lacerándolo y provocándole numerosas y dolorosísimas heridas, que a la par que llegan hasta el hueso del cráneo, le provocan tal profusión de su Sangre preciosísima, que esta Sangre se derrama, como un torrente preciosísimo, pero incontenible, desde su Sagrada Cabeza, hacia abajo, bañando toda su Santa Faz, sus ojos, su nariz, sus pómulos, su boca, sus oídos, cayendo por su barbilla hasta el pecho, como anticipando la herida que habrá de abrirse más tarde, cuando el soldado romano traspase su Costado y por él fluyan la Sangre y el Agua de su Sagrado Corazón, dando paso al abismo de su Divina Misericordia. Nuestro Rey permite que las espinas, duras y filosas de su corona, traspasen el cuero cabelludo de su Cabeza, para que su Sangre bañe su Santa Faz, para que nuestros malos pensamientos, nuestros pensamientos de ira, de venganza, de pereza, de lujuria, y de toda clase de cosas malas, sean purificados y santificados; permite que su Sangre bañe sus santísimos ojos, para que nuestras miradas sean puras y cristalinas, y se aparten de las cosas impuras; permite que su Sangre bañe sus pómulos y su nariz, para que nuestro olfato y nuestro tacto, se aparten de lo impuro y lo pecaminoso; permite que su Sangre bañe sus oídos, para que nuestros oídos, no escuchen nada que los aparte del Reino de Dios.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro sostenido entre sus manos: reina con sus manos traspasadas con gruesos clavos de hierro, que perforan sus nervios, produciéndole agudísimos, lancinantes y quemantes dolores. Nuestro Rey, reina con su mano derecha clavada en la cruz, para expiar por nuestros pecados cometidos con las manos, las manos que Dios nos dio para elevarlas en bien de nuestros hermanos, pero que nosotros las elevamos para hacer el mal a nuestros hermanos; las manos con las que esclavizamos, torturamos, vejamos, agredimos, asesinamos, mutilamos, golpeamos; las que cerramos al bien a nuestros hermanos, porque no obramos las obras de misericordia que nos pide Jesús para poder entrar al cielo (cfr. Mt 31-46); las manos con las que agredimos, mutilamos y asesinamos a nuestros prójimos en el vientre de sus madres, por el aborto; en las camas de los moribundos, por la eutanasia; en los campos y en las ciudades a los inocentes, por las bombas criminales, en las guerras injustas; y todo eso lo hacemos con nuestras manos, las mismas manos que Dios nos dio para obrar el bien; son las manos que levantamos para cometer toda clase de crímenes y de pecados; las manos con las que, en vez de obrar las obras de misericordia, obramos el mal en todas sus formas; las manos con las que pecamos, en vez de obrar el bien. Por eso Nuestro Rey, está crucificado y con su mano derecha clavada al madero, con un grueso y frío clavo de hierro, que le atraviesa el nervio mediano y le provoca un dolor lacerante, agudísimo, quemante, porque de esa manera, expía todos nuestros pecados, cometidos por nosotros, con nuestras manos, para que la Ira Divina no se descargue sobre nosotros y nuestras manos, utilizadas para el mal y no para el bien.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro de ébano entre sus manos, sino con un grueso clavo de hierro, frío y lacerante, que le perfora y le atraviesa el nervio mediano de su mano izquierda, y de esa manera, expía los pecados de idolatría, cometidos con nuestras manos. Dios hizo nuestras manos, para que las eleváramos en adoración hacia Él, que es Uno y Trino, y que se encarnó en la Persona del Hijo, por obra del Espíritu Santo, en el seno purísimo de María Virgen, por Voluntad de Dios Padre, y continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, desde donde irradia su gracia a quien se le acerca con un corazón contrito y humillado. Sin embargo, la inmensa mayoría de los cristianos, se postra ante los ídolos del mundo, cometiendo horribles pecados de idolatría y de apostasía; se postran ante ídolos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, la Santa Muerte, y todos los ídolos abominables de la Nueva Era o New Age o Conspiración de Acuario; se postran ante los ídolos del fútbol, del espectáculo, del cine, de la música, del hedonismo, o ante cualquier ídolo mundano, en vez de postrarse ante el Único Dios verdadero, Cristo Jesús, Presente en la Eucaristía. Por eso, Nuestro Rey, reina desde el madero, para expiar por los pecados de idolatría y de apostasía.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz, no reina sentado en un sillón cómodo y mullido, y no lo puede hacer, porque sus pies están clavados a la cruz, fijos al leño ensangrentado de la cruz, por un grueso, duro y frío clavo de hierro, que le provoca agudos dolores, al tiempo que le hace brotar ríos de su roja y Preciosísima Sangre, y lo hace para expiar nuestros pasos dados en dirección al pecado, en dirección al abismo de perdición, y en dirección contraria a la Casa del Padre. Dios nos creó con los pies, para que dirigiéramos nuestros pasos en la tierra, a la Casa del Padre, que en la tierra es la Iglesia, pero en vez de hacerlo, dirigimos nuestros pasos en dirección opuesta, en dirección al pecado, y por ese motivo, Nuestro Rey está con sus Sagrados Pies crucificados, para expiar por todas las veces en las que preferimos encaminarnos en la dirección opuesta a la salvación, para dirigirnos a las tinieblas y a la perdición.

A este Rey Nuestro, el Hombre-Dios, que por salvarnos y llevarnos al cielo, reina desde el leño de la cruz, arrodillados y con el corazón contrito y humillado, le besamos sus pies ensangrentados y, por medio del Inmaculado Corazón de María, le entregamos nuestros corazones, y mientras hacemos el propósito de dar la vida antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, le decimos: “Te adoramos, oh Cristo, Hombre-Dios, Rey del Universo, que reinas desde el madero ensangrentado de la Cruz, y te bendecimos y te glorificamos y te damos gracias, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

“Vendrán días desastrosos para ti, porque no supiste reconocer el tiempo en el que fuiste visitada por Dios”


“Vendrán días desastrosos para ti, porque no supiste reconocer el tiempo en el que fuiste visitada por Dios” (Lc 19, 41-44). Jesús llora por el amor que le tiene a la Ciudad Santa, porque ve en espíritu la terrible desgracia que habría de acontecerle a causa de sus jefes religiosos y políticos, que en vez de recibir al Mesías, que traía la paz de parte de Dios, lo crucificaron y lo mataron, con lo cual atrajeron sobre ellos y sobre Jerusalén, la Ira de Dios. Jesús llora porque ve, en cuanto Dios, lo que habrá de sucederle a Jerusalén: al rechazarlo a Él, que es Dios en Persona, y que en cuanto Dios, trae la paz, la verdadera paz, la paz que surge de la derrota de los grandes enemigos del hombre, el demonio, el pecado y la muerte, Jerusalén atrae sobre sí, indefectiblemente, la Ira Divina, porque de esa manera, quedan intactos sus enemigos, precisamente aquellos a quienes el Mesías venía a derrotar para darle la paz a Jerusalén: el demonio, el pecado y la muerte. Al juzgarlo y condenarlo a muerte al Mesías; al expulsarlo de sus muros y al crucificarlo, Jerusalén queda desprotegida frente a sus más encarnizados enemigos, los cuales se abatirán sobre ella sin piedad, y esto se cumplirá efectivamente años más tarde, cuando las tropas romanas asedien a la Ciudad Santa y la terminen por conquistar. Crucificando al Mesías, la luz de Dios encarnada, Jerusalén se ve sumida en la más profunda de las tinieblas, además de ser dominada por sus más acérrimos enemigos, convirtiéndose en sede de las tinieblas. De esta manera, se cumplen las palabras de Jesús: “Vendrán días desastrosos para ti, porque no supiste reconocer el tiempo en el que fuiste visitada por Dios”. Jerusalén no supo reconocer “el tiempo en el que fue visitada por Dios”, es decir, el tiempo en el que Jesús caminó por sus calles, haciendo milagros, curando enfermos, expulsando demonios, celebrando la Primera Misa, en la Última Cena, y por eso, se abatieron sobre ella, “días desastrosos”.
Ahora bien, puesto que Jerusalén, la Ciudad Santa, es símbolo del alma, como elegida por el Amor de Dios, también estas palabras están dirigidas al cristiano, por lo que el cristiano debe estar muy atento a reconocer la “visita de Dios”, porque Dios, cuando nos visita, trae con Él su paz, su alegría, su amor, su luz, su sabiduría, y si nosotros no reconocemos su visita en nuestras vidas, nos terminará sucediendo lo que le sucedió a Jerusalén, que fue arrasada por las tropas romanas.

También el alma debe reconocer “la visita de Dios” en su vida, y esta “visita de Dios” puede ser de diversas maneras: una primera forma de visita, es por la comunión eucarística, puesto que por la comunión, Jesús nos visita cada día, ingresando en nuestros corazones, pero si no reconocemos las otras visitas que Él mismo nos hace, de otras maneras, terminamos expulsándolo de nuestras vidas. ¿De qué otras maneras nos visita Jesús, además de la comunión eucarística? Jesús, que es Dios,  puede visitarnos a través de un prójimo atribulado, que nos pide auxilio de diversas maneras; Dios puede visitarnos a través de un prójimo enfermo; Dios puede visitarnos a través de un prójimo necesitado, carenciado; Dios puede visitarnos a través de un acontecimiento trágico, para que acudamos al pie de la cruz, a pedir su auxilio; Dios puede visitarnos a través de un acontecimiento alegre, para que acudamos al  pie de la cruz, para agradecerle; Dios puede visitarnos de muchas maneras, lo importante es estar atentos a su visita y no expulsarlo de nuestras vidas, no sea que nos suceda lo de Jerusalén, y así tengamos que escuchar de boca de Jesús: “Vendrán días desastrosos para ti, porque no supiste reconocer el tiempo en el que fuiste visitada por Dios”.

domingo, 16 de noviembre de 2014

“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”


“Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19. 1-10). Jesús, al atravesar la ciudad de Jericó, mientras camina, mira hacia arriba, hacia el sicómoro sobre el que se había encaramado Zaqueo a causa de su baja estatura, y le dice a Zaqueo que quiere alojarse en su casa: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Zaqueo, que era un hombre rico, baja rápidamente del árbol, y dispone todo lo necesario para recibir a Jesús, recibiéndolo “con alegría”, dice el pasaje evangélico.
Notemos que no es Zaqueo quien invita a Jesús, aunque es Zaqueo quien deseaba ver a Jesús, y por eso se había subido al sicómoro, para precisamente poder verlo. No es Zaqueo quien invita a su casa a Jesús, y es Jesús quien dice a Zaqueo que quiere entrar a su casa. Pero el ingreso de Jesús a la casa material de Zaqueo es meramente preparatorio para otro ingreso, el ingreso a su corazón: puesto que es Dios, Jesús lee el corazón de Zaqueo, y sabe que está ya preparado para recibirlo, y por eso es que le dice que baje para que prepare su casa y lo reciba. Mucho más que entrar en su casa material, Jesús quiere entrar en el alma de Zaqueo, simbolizada en la casa material; el ingreso en la casa material es sólo el prolegómeno y el símbolo del ingreso del Hombre-Dios al corazón de Zaqueo y el hecho que lo confirma es la conversión inmediata de Zaqueo, quien en señal de gratitud por la Presencia de Jesús en su casa, decide dar “la mitad de sus bienes a los pobres” y dar “cuatro veces más” a quien haya podido perjudicar en sus negocios.

“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Cada vez que comulgamos, Jesús entra en nuestra casa, es decir, en nuestra alma. ¿Experimentamos la misma alegría que experimentó Zaqueo? A Zaqueo, Jesús no le dio de comer su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y sin embargo, Zaqueo, en señal de gratitud, dio la mitad de sus bienes a los pobres, y estuvo dispuesto a dar cuatro veces más a quien hubiera podido perjudicar en sus negocios. A nosotros, Jesús nos da su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y todo el Amor, eterno, infinito, inagotable, inabarcable, incomprensible, de su Sagrado Corazón Eucarístico. ¿Qué cosa estamos dispuestos a hacer en señal de gratitud por Jesús? 

viernes, 14 de noviembre de 2014

“Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…”


(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2014)
                 “Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…” (Mt 25, 14-30). Jesús compara al Reino de los cielos con un hombre que “sale de viaje” y que “confía sus bienes” a sus servidores, para que estos los hagan rendir. Al primero le da cinco talentos[1]; al segundo le da dos, y al tercero, le da uno. A su regreso, los dos primeros han multiplicado los talentos, mientras que el tercero, “malo y perezoso”, ha enterrado el talento, y se lo devuelve, sin haberlo hecho fructificar, lo cual provoca su enojo.
En esta parábola, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el hombre que reparte los talentos y que va de viaje a otro país es Jesucristo que sube al cielo, desde donde volverá a juzgar a los vivos y a los muertos (1 Pe 4 5ss); los criados que reciben los talentos, somos los cristianos, que recibimos dones, tanto en el orden natural, como en el sobrenatural; los talentos o monedas de plata, son los dones con los que Dios nos dota como Padre y Creador, como Hijo y Redentor y como Espíritu Santo y Santificador[2], y que nos los da para que los utilicemos en la vida terrena para granjearnos la vida eterna, para salvar nuestras almas y las de nuestros hermanos.
El centro de la parábola está en los dones con los que Dios nos ha dotado a los cristianos, porque con ellos debemos salvarnos, tanto nosotros, como nuestros prójimos. Por lo tanto, debemos prestar atención a la calidad y cantidad de los talentos que el hombre de la parábola da a sus siervos, porque de esa manera nos daremos una idea de la cantidad y calidad de los dones que Dios nos ha concedido y nos sigue concediendo a cada momento.
Con respecto a los talentos que el hombre de la parábola da a los siervos, hay que considerar que son monedas de plata[3], y que por lo tanto, cada uno de los siervos de la parábola recibió muchísimo dinero. Si los trasladamos a dólares, el primero recibió 600.000 dólares, el segundo 240.000 dólares, y el tercero 120.000 dólares. Para entenderlo un poco más, tenemos que considerar que un denario equivalía a 4 gramos de plata, entonces un talento equivalía a 6.000 denarios. En tiempos de Jesús, un jornalero judío ganaba un denario en todo un día de trabajo (Mt 20, 2); si un jornalero quisiera ganar aunque sea un solo talento, tendría que trabajar 6.000 días, o mejor dicho, ¡casi 20 años!; esto quiere decir que el siervo que recibió cinco talentos en realidad recibió un sueldo de ¡100! años; el que recibió dos recibió el equivalente a un sueldo de ¡40! años y el que recibió uno solo recibió el sueldo de ¡20! años de trabajo. Es decir, lo que recibieron los siervos, era muchísimo dinero y representaba el dinero de mucho más que toda una vida de trabajo; en los talentos está representado, entonces, mucho más que toda la vida de una persona, con todos los dones de una persona.
Por lo tanto, los talentos dados a los siervos, representan los dones que Dios nos da a cada uno de nosotros, tanto de orden natural –el mismo acto de ser, la existencia, la inteligencia, la memoria, la voluntad, el cuerpo, etc.-, como los sobrenaturales –el bautismo, la comunión, la confirmación, etc.-, con los cuales, de modo específico, Él ha dotado a los cristianos en la Iglesia.
Estos dones han sido dados para que rindan fruto; es decir, deben ser puestos al servicio de la Iglesia y ese es el motivo por el cual nadie puede excusarse y decir: “Yo no tengo ningún don”. Nadie puede decir: “No tengo dones”; “No tengo talentos”. Nadie puede decir: “No sirvo para nada”, porque eso no es verdad, ni en el orden natural, ni en el orden sobrenatural. Todos, absolutamente todos, hemos recibido dones y talentos, unos más que otros, unos distintos a otros, pero todos hemos recibido dones y talentos, y todos deben ser puestos al servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas.
Es verdad que unos tienen más talentos que otros, pero con respecto a eso, lo que hay que tener en cuenta es, por un lado, que en el pasaje evangélico, se dice que el dueño de los talentos da a cada uno “según su capacidad”, y esto quiere decir “según su capacidad receptiva”[4], según los dones que cada uno pueda y quiera recibir. En otras palabras, Dios da sus dones, de acuerdo al hambre de dones de Dios, si así se puede decir, que cada uno tenga.
Esto hay que interpretarlo, según las palabras de la Virgen, en el pasaje de Lucas 1, 53, en donde dice que “a los hambrientos los colmó de bienes”. En el Magnificat, la Virgen dice que Dios colma de sus bienes, de sus dones, a los hambrientos de sus dones, y el principal de los dones de Dios, es su Amor: entonces, Dios colma de su Amor al que más hambre tiene de su Amor: si alguien tiene más hambre del Amor de Dios, ese tal, recibirá más Amor de Dios, y eso es lo que sucede, por ejemplo, en la comunión eucarística: si alguien está hambriento del Pan Eucarístico, al momento de comulgar, como el Pan Eucarístico está saturado del Amor Divino, el que más hambre tenga del Amor de Dios, más va a recibir del Amor de Dios; en cambio, el que menos hambre tenga del Amor de Dios, porque está satisfecho con los amores del mundo –las diversiones, los entretenimientos, la televisión, los paseos, el fútbol, el cine, y todo lo que el mundo ofrece-, entonces ese tal, menos Amor va a recibir en la comunión eucarística.
Éste es el sentido de la expresión del Magníficat de la Virgen: “A los hambrientos los colmó de bienes”, que aplicado a los dones, quiere decir que, al que más “hambre” –por así decirlo- de dones divinos tenga, más va a recibir, de parte de Dios; quien menos “hambre” de esos dones divinos tenga, menos va a recibir.
Lo otro que hay que tener en cuenta con respecto a los dones es que lo que Dios exigirá, no es la cantidad de dones, sino la buena voluntad puesta para hacerlos rendir[5], es decir, la caridad o el amor sobrenatural que pusimos para que, por la fe, nuestros dones rindieran al máximo dentro de la Iglesia, al servicio de la Iglesia, que no es otra cosa que la salvación de las almas, porque lo que importa en la Iglesia, no son los libros de contabilidad, sino que las almas se salven, que eviten el infierno y que alcancen el cielo, que dejen de adorar al mundo y adoren al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.
Dicho en otras palabras: Dios no medirá nuestro coeficiente intelectual, sino que medirá con cuánto amor pusimos nuestra inteligencia –mucha, escasa, o nula-, al servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas. Y como con la inteligencia, así hará Dios con cada uno de los dones que nos regaló. Dios no medirá la “cualidad”, de cada don; no medirá si mi voluntad era más perfecta que la de Juancito o la de Pepita; lo que medirá, será el amor con el que doné mi voluntad en la Iglesia, para que las almas se salvaran, y eso si es que doné mi voluntad y mi inteligencia. 
Porque puede ser que yo sea muy inteligente; puede ser que yo sea muy voluntarioso; puede que ser que yo sea muy astuto y muy pertinaz para los asuntos del mundo, pero si soy egoísta y no me interesan ni las almas ni mi propia alma, entonces actúo como el siervo "malo y perezoso" y entierro mis talentos y así no los utilizo en la Iglesia y no hago nada, ni por mi propia salvación, ni por la salvación de los demás. Entonces, soy incapaz de rezar, soy incapaz de hacer nada por los demás, y eso es enterrar los talentos, y así, aunque yo tenga un altísimo coeficiente intelectual, y aunque tenga una voluntad de acero, a los ojos de Dios, no sirven de nada, porque son talentos enterrados. A los ojos de Dios, solo sirven los talentos que son entregados por amor, para salvar almas.
Cada uno debe descubrir cuál -o cuáles- son los talentos recibidos de Dios, para ponerlos al servicio de la Iglesia, no para uso personal y egoísta, sino para el servicio de la Iglesia, no para ganar dinero, sino para salvar las almas, porque para eso han sido dados por Dios. Al final de nuestros días, en el Juicio Particular, Dios nos pedirá cuentas de estos talentos recibidos, y si hemos enterrado los talentos –eso significa el no haberse tomado el trabajo de ni siquiera haber descubierto cuáles son mis talentos y ni siquiera haberlos puesto al servicio de la Iglesia-, Dios nos los retirará y seremos excluidos del Reino de los cielos. Esto es lo que está graficado en el siervo “malo y perezoso”, que “tiene miedo” de su patrón y por eso “no hace fructificar” sus talentos y en vez de eso “los entierra”. Lo que hay que notar en el siervo que no hace fructificar los talentos es que su amo lo llama “siervo malo y perezoso”, es decir, hay dos notas negativas, la malicia y la pereza[6], las que lo conducen a no hacer rendir sus talentos, a pesar de que el siervo quiera, en un primer momento, echar la culpa a su amo[7]; lo otro que hay que notar, es la severidad del castigo final para quien no hace rendir los talentos recibidos, porque aquí Jesús está hablando claramente del Día del Juicio Final, porque dice que al siervo “malo y perezoso” lo “echen afuera”, a las “tinieblas”, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, una expresión típica de Nuestro Señor para referirse al Infierno. De esto se deduce la importancia de combatir con todas las fuerzas la pereza y de no dejar crecer la cizaña de la malicia.
“Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…”. Que la Virgen nos conceda la gracia de que, a semejanza suya, que en el Magnificat cantó: “colmó de bienes a los hambrientos”, tengamos hambre de Dios, hambre del Pan Eucarístico, porque esa es la mejor hambre de todas las hambres, porque es hambre del Amor de Dios, y es el hambre que nos hará fructificar todos los talentos, pocos o muchos, que nos regaló Dios, porque el que tiene hambre del Amor de Dios se alimenta del Pan bajado del cielo y así saciado con este Pan, tiene fuerzas más que suficientes para obrar por el Reino; que la Virgen nos conceda tener hambre del Amor de Dios, hambre del Pan Eucarístico, porque es el hambre que nos abrirá las puertas del cielo, para nosotros, para nuestros seres queridos, y para una multitud de almas.



[1] El talento era una moneda de plata usada en tiempos de Jesús.
[2] Cfr. Mons. Dr. Juan Straubinger, La Santa Biblia, Universidad Católica de La Plata, La Plata 2007, 49, n. 14.
[4] Cfr. Straubinger, ibidem.
[5] Cfr. Straubinger, ibidem.
[6] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 460.
[7] Cfr. ibidem.

jueves, 13 de noviembre de 2014

“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”


“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres” (Lc 17, 26-37). Jesús no dice “cuándo” será su Segunda Venida, pero sí dice “cómo” será el ambiente o el clima moral y espiritual que reinará en los días inmediatamente anteriores a su Segunda Venida en la gloria o Parusía. Para ello, trae a la memoria los días previos a dos grandes castigos divinos a la humanidad: los días previos al Diluvio Universal y los días previos al Diluvio de Fuego que se abatió sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra. Jesús dice que, antes de su Segunda Venida, el clima moral y espiritual que reinará en la humanidad, será el de la despreocupación total y absoluta acerca de la Ley y de los Mandamientos de Dios, tal como sucedía en los tiempos previos al Diluvio Universal y al castigo de Sodoma y Gomorra. En los días inmediatamente anteriores a su Segunda Venida, los hombres vivirán en un clima de desprecio absoluto de Ley Divina, ya que eso es lo que está significando Jesús, al citar estos dos ejemplares castigos bíblicos. Jesús quiere hacer ver que la humanidad entrará en un período de oscuridad espiritual tan grande, que será incapaz de observar los Mandamientos de Dios y por eso se hará merecedora de un castigo que superará a los dos castigos bíblicos mencionados, el Diluvio y la lluvia de fuego que cayó sobre Sodoma y Gomorra.
El castigo a la relajación moral y espiritual de la humanidad será tan grande, que la mitad de la humanidad será aniquilada, y es eso lo que está significado cuando Jesús dice que “dos mujeres estarán moliendo juntas y una será llevada y otra dejada”. Los discípulos le preguntan por el lugar en donde sucederá el castigo: “¿Dónde sucederá eso?” y Jesús les responde enigmáticamente: “Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”. Con esta respuesta, Jesús, con toda probabilidad, está indicando el epicentro del castigo divino, que se centrará en el Anticristo, que para ese entonces, habrá tomado, con la permisión divina, el poder del mundo. El Anticristo es “el cadáver”, por cuanto está muerto a la gracia de Dios, y así se opone a Cristo, quien está pleno de la Gracia Divino, por cuanto Él es la Vida Increada en sí misma. En este sentido, los buitres, son los seguidores del Anticristo, los que se alimentan de sus falsas enseñanzas, que son enseñanzas de muerte y de falsedad, así como los buitres se alimentan de los cuerpos en descomposición. Jesús compara al Anticristo con un cadáver en descomposición, con un cuerpo muerto, lleno de putrefacción y de gusanos, al cual rodean buitres, que se alimentan de su carne, que es carne de carroña, carne engusanada, carne en pleno proceso de descomposición, llena de gusanos, de moscas y de insectos que crecen en los cadáveres. El Anticristo es un cadáver, porque está muerto a la gracia de Dios, y los que lo siguen, son como buitres, porque se alimentan de sus falsas enseñanzas, que son todas mentiras, falacias, medias verdades, que para el alma, son engaños que intoxican y matan al espíritu con la falsedad y la mentira. Por eso es que Jesús dice: “Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”. Antes de su Segunda Venida, el Anticristo será reconocido, por sus mentiras, por sus falacias, por sus engaños, pero todas estas mentiras, falacias y engaños, las dirá dentro de la Iglesia, porque pretenderá hacerse pasar por el verdadero Cristo y podrá ser reconocido, porque será rodeado por los buitres, es decir, por aquellos aduladores que serán tan falsos y negadores de la Verdad, como él mismo.

“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres; donde esté el Cuerpo, se juntarán las águilas”. Si el Anticristo, el hombre muerto a la gracia de Dios, es el cadáver alrededor del cual se juntan los buitres, es decir, los hombres de Iglesia falsarios y mentirosos, para alimentarse de la carroña de sus mentiras, la Eucaristía es el Cuerpo glorioso de Cristo, alrededor del cual vuelan a posarse en adoración las águilas, es decir, las almas de los que aman y adoran al Hombre-Dios Jesucristo, para alimentarse del alimento exquisito que es el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Mientras los buitres se alimentan de la carroña del cuerpo muerto del Anticristo, las águilas, las almas de los adoradores eucarísticos, vuelan en dirección al Sol Eucarístico, Jesús, para alimentarse de su Amor eterno, en la espera gozosa de su Segunda Venida en la gloria.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

“El Reino de Dios está entre ustedes”


“El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17, 20-25). Jesús dice que “el Reino de Dios” no viene “ostensiblemente”, y que no podrá decirse “está aquí” o “está allí”, porque está “entre nosotros”. Con esto, nos está queriendo decir que el Reino de Dios no tiene una localización geográfica ni una extensión física al estilo de los reinos terrenos, porque el Reino de Dios, tal como Él mismo lo dirá a quienes lo apresarán antes de su Pasión “no es de este mundo” (Jn 18, 36) y por lo tanto, no cumple en absoluto con los estándares de los reinos de este mundo, porque los sobrepasa por completo. En Romanos 14, 17 se da un indicio de en qué consiste el Reino de Dios: “El Reino de Dios no consiste en comida ni en bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. “Justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, en eso consiste el Reino de Dios y ésa es la clave de por qué no se puede decir: “el Reino de Dios está aquí o está allí”, porque el Reino de Dios no radica en un lugar físico o en una extensión geográfica, sino en los corazones humanos que han sido conquistados por la gracia y que han sido convertidos, de corazones de piedra, duros, insensibles y fríos, en corazones que se han convertido en imágenes vivientes y en copias vivas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, y que por lo mismo, laten al ritmo del impulso del Amor Divino y sus latidos son latidos de justicia, de gozo y de paz, como los latidos de los Corazones de Jesús y de María.

“El Reino de Dios está entre ustedes”. Si el Reino de Dios “ya está entre nosotros”, porque ese Reino de Dios consiste en la justicia, el gozo y la paz que trae al corazón la gracia santificante del Hombre-Dios Jesucristo, y esto es causa de alegría para el cristiano, cuánta causa mayor de alegría para el cristiano será el saber que su corazón, así preparado por la gracia santificante, servirá de alojamiento y de morada para el Rey de los cielos, el Hombre-Dios Jesucristo. En otras palabras, si el Reino de Dios está entre nosotros y ese Reino de Dios consiste en la gracia santificante que concede al corazón la justicia, el gozo y la paz de Dios, esto es solo como prolegómeno para la recepción del Rey de los cielos en el corazón en gracia, Jesucristo. De esta manera, si en el Nuevo Testamento Jesús les decía a sus contemporáneos: “El Reino de Dios está entre ustedes” y esto constituía para ellos la Buena Nueva, la Noticia Alegre que alegraba sus días, en nuestros días, la Iglesia nos dice a nosotros, cuando estamos en gracia y recibimos la Eucaristía: “El Rey de los cielos, Jesucristo, está en ustedes por la comunión eucarística”, y esto constituye para nosotros el motivo más grande de alegría, que colma nuestros días terrenos, en este valle de lágrimas, de gozo, de paz, de amor y de felicidad, hasta el encuentro, cara a cara, con Jesucristo, en el Reino de Dios.

viernes, 7 de noviembre de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero (…) no se puede servir a dos señores, porque se aborrecerá a uno y amará al otro”


La adoración del Cordero Místico

“No se puede servir a Dios y al dinero (…) no se puede servir a dos señores, porque se aborrecerá a uno y amará al otro” (Lc 16, 1-15). Jesús advierte que no se puede servir a Dios y al dinero, porque ambos ocupan de modo exclusivo al corazón humano y lo hacen de tal manera, que el uno excluye al otro. Los ejemplos sobran en la historia sagrada, y para ello, valen como muestra dos episodios, uno, sucedido en el Antiguo Testamento, y otro en el Nuevo: en el Antiguo Testamento, los israelitas deciden construir un becerro de oro y adorarlo, como expresión de la adoración que en su interior tributaban ya al oro, puesto que desde hacía tiempo habían renegado y apostatado del Dios verdadero; en el Nuevo Testamento, Judas Iscariote, renegando y apostatando del Dios verdadero, Jesucristo, decide entregarlo a sus enemigos, para recibir en cambio treinta monedas de plata. Claramente, Judas Iscariote elige el amor del dinero antes que el Amor del Sagrado Corazón de Jesús.
Lo que se sigue de uno y otro es algo bien distinto: detrás del dinero, está el demonio, por lo que, quien adora al dinero, experimenta, una vez pasada la falsa y pasajera alegría que proporciona el dinero, la desesperación de la ausencia de Dios y el terror de la presencia del Príncipe de las tinieblas, y esta desesperación y este terror, se acrecientan de modo exponencial, a medida que el alma se da cuenta que el dinero, al cual había idolatrado y por el cual había cometido tantos crímenes y tropelías, en realidad es igual a la nada misma.


La adoración del becerro de oro


Por el contrario, quien eligió amar y servir a Dios en vez del dinero, experimenta la dura prueba y la angustiosa tribulación de la pobreza de cruz y de la marginación del mundo, que excluye a quienes no tienen dinero, pero pasada esta prueba, comienza a experimentar el consuelo del Amor Divino, el cual, comenzando en esta vida, continúa luego en la otra, para no finalizar jamás. Quien no se postra ante el becerro de oro, pero sí se postra ante el Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía, Presente en el altar eucarístico, aun cuando experimente tribulaciones y persecuciones en esta vida, gozará luego de una felicidad y de una alegría sin fin en el Reino de los cielos, porque a diferencia del dinero, que es un amo ingrato, mentiroso, tirano y cruel, que promete falsedades y cosas que no puede cumplir, Dios es un Señor que cumple con lo que promete, y promete, a quien lo sirve en esta vida, la felicidad eterna en la otra vida, que es la contemplación cara a cara de su Hijo Jesús.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán


         “Jesús subió al templo y encontró a  los mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del templo (…) les dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio’” (Jn 8, 13-22). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, pero no lo hace de cualquier manera: lo hace con ira, y para ello, prepara previamente un látigo. Además, se arroga el hecho de ser Él el hijo de Dios, pues dice que el templo es “la Casa de su Padre”. El motivo de la ira de Jesús es que han convertido “la Casa de su Padre”, de “casa de oración”, en “casa de comercio”. De esa manera, han desvirtuado y pervertido el fin y sentido único del templo, que es la alabanza y adoración del Dios único y verdadero, por el de la adoración del dios dinero. La causa de la ira de Jesús es la perversión de la finalidad del templo: en vez de adorar a Dios, se adora al dinero, pero como detrás del dinero está Satanás, es la adoración de Satanás la causa última de la ira de Jesús.
         La ira de Jesús pone de manifiesto el error de los que creen que el cristianismo es una religión pacifista y que Dios es un Dios pura bondad y misericordia, que deja pasar todo, porque “Dios es tan bueno, que todo lo perdona”. Es verdad que “Dios es bueno y todo lo perdona” y que su Misericordia es infinita, pero es verdad también que su paciencia es limitada y que su ira es infinita y que se descarga sobre el impío y el impenitente que colman su paciencia, como los ángeles caídos y los condenados y el infierno es la prueba más patente de que la paciencia de Dios tiene un límite y de que la Misericordia Divina se equilibra con su Justicia, porque Dios no puede dejar de dar a cada uno lo que cada uno merece y pide con sus obras: misericordia y cielo al pecador arrepentido, ira, justicia e infierno, al pecador impenitente. En este caso, la ira de Jesús es la ira del Hombre-Dios, por lo que de ninguna manera es pecaminosa; todo lo contrario, es justa, porque se enciende al ver pisoteados y ultrajados los derechos de Dios, puesto que Dios tiene derecho a ser respetado, alabado y adorado en su templo, y los mercaderes del templo no solo no lo respetaban, ni alababan ni adoraban, sino que adoraban al dios dinero y, detrás de él, al enemigo acérrimo de Dios, el Ángel caído, con lo cual la ira de Jesús está plenamente justificada.
         Pero hay otra lectura que podemos hacer de este pasaje evangélico, además de esta lectura literal que acabamos de hacer, y es haciendo una transposición de los elementos que aparecen en la escena evangélica, y tomando como punto de partida para nuestra reflexión, además de esta escena evangélica, el principio paulino que dice: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 3, 16). 
         En esta segunda lectura, el templo es el cuerpo y el alma del bautizado en la Iglesia Católica; los mercaderes del templo con sus animales, como los vendedores de ovejas, bueyes y palomas, son las pasiones sin control, como la lujuria, la pereza, la ira, la gula, y los excesos de todo tipo; los cambistas, con sus monedas de oro, plata y cobre, representan ante todo la avaricia, la codicia, el deseo desenfrenado por los bienes materiales, por el dinero, por la posición social, por el la vida de lujos y placeres; representa el materialismo, el hedonismo, el consumismo sin freno, la acumulación de bienes, de propiedades, y una vida enfrascada en la materia. En este templo, los mercaderes, con sus animales, y los cambistas, con sus mesas de dinero, ocupan gran parte del templo, pero además, ensucian el templo, porque los animales deben hacer sus necesidades fisiológicas y además de ensuciarlo, al vociferar para ofrecer sus respectivas mercaderías, los mercaderes y los cambistas entorpecen y arruinan por completo el clima de oración que debe reinar en el templo, para que el alma se eleve a Dios y pueda alabarlo, adorarlo, darle gracias y amarlo “con todo su ser, con todo su corazón, con todas sus fuerzas”. De esta manera, haciendo una transposición de las imágenes, podemos darnos cuenta del estado del cuerpo y del alma de un bautizado que se entrega a toda clase de vicios y de pecados de este tipo. En la analogía, si el cuerpo es el templo del Espíritu Santo, los animales de los mercaderes del templo son las pasiones sin control, cualesquiera que estas sean: ira, avaricia, lujuria, pereza, ira, gula, codicia, envidia, que así como los animales de los mercaderes ensuciaban el templo del Dios verdadero en la escena evangélica, así también, en el cuerpo del cristiano, estas pasiones sin freno lo ensucian, lo degradan y lo corrompen, en tanto que los cambistas con sus monedas, representan el deseo desordenado del dinero y de los bienes materiales, que llevan a descuidar el amor por los verdaderos bienes, los bienes eternos, celestiales: la vida de la gracia, el primero de todos.
         “Jesús subió al templo y encontró a  los mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del templo (…) les dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio’”. Es por todos conocido, por la historia reciente, que cuando el comunismo soviético tomó el poder en la Rusia de los zares, además de cometer uno de los más grandes genocidios de la historia humana, deportando y matando a decenas de millones de personas, cometiendo los crímenes contra la humanidad más grandes que la humanidad conozca, el comunismo también se caracterizó por la intensa y ferocísima persecución religiosa, principalmente, contra la Iglesia Católica, deportando, encarcelando, internando en campos de concentración y fusilando a centenares de miles de católicos, entre sacerdotes y laicos, además de confiscar los templos católicos, para convertirlos, luego de destruir la totalidad de las imágenes religiosas, en establos, cines, museos, depósitos, almacenes, y toda clase de edificios gubernamentales.
         Sin embargo, esta profanación material de los templos materiales católicos llevadas a cabo en los países que cayeron bajo la órbita de esa perversión intrínseca que es el sistema comunista, es nada, en comparación con la profanación material y espiritual que se lleva a cabo, por centenares de miles y por millones, día a día, en las personas y cuerpos de millones de católicos distribuidos a lo largo y a lo ancho de decenas de países occidentales llamados “católicos”. En estos países, se da una situación paradójica con respecto al comunismo: mientras en los países comunistas se profanaban los templos materiales, en los países capitalistas, si bien al menos exteriormente se respetan los templos materiales –no se los incendia ni se los convierte en museos, graneros, depósitos, ni nada por el estilo-, sí en cambio, por medio de los medios de comunicación masivos, se incita a la profanación material y espiritual, diaria, de millones de templos del Espíritu no materiales, sino personales, es decir, de bautizados, que seducidos por la propaganda occidental hedonista, relativista, agnóstica, materialista, atea, pagana, neo-pagana, ocultista, de nuestros tiempos, conduce a millones de jóvenes a profanar sus cuerpos con substancias tóxicas de todo tipo, con alcohol, con relaciones sexuales fuera del matrimonio, con relaciones sexuales contrarias a la ley natural, con música estilo cumbia, rap, rock, metal, electrónica, o muchos otros estilos más -que inducen al sexo sin control, a la violencia, al consumo de drogas, etc.-, resultando de todo esto una profanación de los templos del Espíritu Santo que son los cuerpos, las mentes y los corazones de los jóvenes cristianos, en un número y en una intensidad tales, que supera abrumadoramente a las profanaciones materiales cometidas en los más brutales regímenes comunistas.

“Jesús subió al templo y encontró a  los mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del templo (…) les dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio’”. Dice San Pablo: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Quien profana su cuerpo, cuyo Dueño es el Espíritu Santo, en virtud del sacramento del Bautismo, está profanando a la Persona Tercera de la Santísima Trinidad, y de no mediar un pronto arrepentimiento y cambio de conducta, escuchará la Voz del Justo Juez, Jesucristo: “No hagan del templo del Espíritu una casa de pecado”.

domingo, 2 de noviembre de 2014

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-10). Jesús pone de manifiesto la inmensidad del Amor Divino para con el frágil corazón humano al mostrar, como una característica del Corazón de su Padre, la predilección con que su amor se inclina hacia los más necesitados, contrastando con la mezquindad humana, que busca siempre a los triunfadores[1]. Al revés de lo que hace el hombre, que se alegra con el pecador pero no porque lo ame, sino porque ama el pecado que hay en él, sin que le interese su conversión, Dios, por el contrario, se alegra con el pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado, que sale de su estado de pecador, porque Dios ama al pecador, pero odia al pecado. Dios ama al pecador y odia al pecado y por eso ama al pecador y se alegra cuando el pecador convierte su corazón, es decir, detesta al pecado; el hombre, por el contrario, ama al pecado y al hombre pecador, y odia la conversión, porque ama el pecado.
Mientras el hombre no reconozca su pecado y la malicia intrínseca del pecado, no será capaz de dimensionar el daño que éste le provoca a su alma y el daño principal es el apartamiento de la comunión de vida y de amor con Dios Uno y Trino, tanto en esta vida, como en la otra, si es que llega al fin de sus días terrenos en estado de pecado mortal. La gravedad del estado de pecado mortal radica precisamente en esto último: en el hecho de que la condenación eterna se vuelve una dramática posibilidad, una posibilidad real, cierta, increíblemente y pavorosamente cierta, que se va haciendo realidad a medida que pasan los minutos, las horas, los días y los años, y el corazón del hombre continúa en un estado de inexplicable cerrazón voluntaria a la gracia santificante. Precisamente, lo único que puede sacar al corazón humano de este estado de cerrazón voluntaria a la gracia –estado de pecado mortal- es la gracia misma que, actuando en las potencias intelectivas y volitivas del hombre, lo lleve a conocer y desear el vivir en estado de gracia y a querer salir del estado de pecado, que es en lo que consiste la conversión del corazón.
Cuando se da esta acción de la gracia, que iluminando la mente y el corazón rompe los cerrojos que los atenazaban, ingresa en la mente y en el corazón, los ilumina para que conozcan a Jesucristo y lo amen y lo reconozcan como a su Mesías y Redentor y creyendo en Él reciban de Él la gracia de la conversión, convirtiéndose la gracia en el motor que mueve el corazón desde la posición de no-converso –esto es, desde la posición de postrado hacia las cosas bajas de la tierra, como el girasol en la noche-, hacia el estado o posición de converso, que es iluminado por el Sol naciente de Justicia, Jesucristo –esto es, como la posición del girasol, que desde el amanecer, se yergue en busca del sol en el firmamento y lo sigue durante todo su recorrido-, entonces es cuando se da la “gran alegría en el cielo”, que será “mayor”, por ese pecador convertido, “que por noventa y nueve que no necesitan conversión”.
Esta alegría se dará ante todo en el Corazón del Padre, porque eso significará que la Sangre de su Hijo no será derramada en vano, porque el Padre envió a su Hijo tanto por toda la humanidad, como por un solo pecador, por lo que el envío de su Hijo no habrá sido en vano; esta alegría se dará también en el Hijo, porque su Santo Sacrificio de la Cruz tampoco será en vano, puesto que su Cuerpo será entregado en la cruz, en el Calvario, y también en la Eucaristía, para ser consumido por ese pecador arrepentido, y su Sangre será derramada en el Calvario, para lavar los pecados de ese pecador, al pie de la cruz, y luego será recogida en el cáliz eucarístico, en la Santa Misa, para servir de bebida espiritual que concede la vida eterna a ese mismo pecador arrepentido; por último, la alegría del pecador convertido será también para el Espíritu Santo, quien verá así que su templo, el cuerpo del pecador arrepentido, será respetado y conservado en buen estado, con mucho celo, no solo impidiendo toda clase de profanación que pudiera irritar a la Dulce Paloma del Espíritu de Dios, que provocara que esta Paloma del Espíritu Santo tuviera que ausentarse a causa de las sacrílegas profanaciones, sino que el pecador arrepentido y convertido convertirá, en el cuerpo que ya no es más suyo, sino del Espíritu de Dios, que es su Dueño, en un magnífico templo en el que resonarán cánticos y alabanzas a Dios Uno y Trino, y en el que resplandecerá el corazón como tabernáculo viviente en el que será alojada y adorada la Eucaristía, bajo la guía de la Madre y Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, quien será la que le enseñará a adorar a su Hijo Jesús en “espíritu y verdad”, día y noche. También se alegra el Ángel de la Guarda del pecador convertido, porque de esa manera se une a él en aquello que el Ángel más sabe hacer: adorar, alabar, bendecir, glorificar,  en compañía de María Santísima y de los demás Ángeles, a Dios Uno y Trino y a Jesús en la Eucaristía, presentes por la gracia, en el alma del pecador convertido.
Por todo esto, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”.




[1] Cfr. Straubinger, La Santa Biblia, n. 4.