viernes, 31 de enero de 2014

Fiesta de la Presentación del Señor





(Ciclo A – 2014)
         “Este Niño será luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel” (cfr. Lc 2, 22-40). Un anciano se acerca a un joven matrimonio hebreo que ha llevado a su niño recién nacido para presentarlo y ofrendarlo al Señor, según lo prescribía la ley mosaica. La escena podría dar lugar a confusión si se analiza con la sola razón humana: el anciano podría ser un viejo conocido de los jóvenes esposos, que se acerca a ellos para felicitarlos por el hijo recién nacido; los esposos, a su vez, al tiempo que reciben gustosos los cumplidos del anciano Simeón y le muestran orgullosos su primogénito, acuden al templo como tantos otros matrimonios hebreos que acuden a cumplir con los preceptos mosaicos. Sin embargo, nada más lejos de esto, pues no se trata de una mera escena familiar, aunque pueda parecerlo: el anciano Simeón es un profeta, que ha sido iluminado e instruido por el Espíritu Santo acerca del Mesías Salvador de Israel y de la humanidad; la joven madre que sostiene en sus brazos al niño recién nacido es la Madre de Dios; el frágil niño que tiene apenas días de nacido es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que viene arropado en brazos de su Madre y oculto en el cuerpecillo de un niño; el esposo recio y viril que acompaña a la joven madre es solo su esposo legal, pues no es padre biológico del Niño, sino solo padre adoptivo, ya que el Niño ha sido concebido en las entrañas purísimas de la Virgen y Madre por obra del Espíritu de Dios y si bien ha nacido virginal y milagrosamente de su Madre y Virgen en el tiempo, ha sido engendrado en la eternidad en el seno de su Padre Dios, “entre esplendores sagrados”, como “Luz eterna de Luz eterna”.
         Aquí está la razón de la festividad de la Iglesia en este Domingo y de la expresión del anciano Simeón: iluminado por el Espíritu Santo, el anciano Simeón ve en el Niño Dios, llevado por la Virgen en sus brazos, no a un simple niño, sino al Niño Dios, es decir, a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios; a Dios, que es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios Padre, y que por eso resplandece con un brillo más esplendoroso que miles de millones de soles juntos. Simeón dice que “sus ojos han contemplado al Salvador”, que es “luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel”: el Niño que lleva la Virgen en sus brazos es el Salvador porque es Dios encarnado, es el Niño Dios, que luego en la Cruz entregará en sacrificio su Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres, y ese Salvador es “luz que ilumina a las naciones paganas”, porque es Dios Hijo, engendrado por el Padre en su seno, desde la eternidad, y como el Padre es Luz y le comunica al Hijo de su Ser divino, el Hijo también es Luz eterna como el Padre, y así el Hijo que es Salvador, es Luz que es Vida eterna, que iluminará y vivificará a la humanidad entera, que vive en las tinieblas y en las sombras de muerte, las sombras del pecado y las sombras que son los ángeles caídos, los demonios. San Simeón dice también que ese Niño es la “gloria de Israel”, porque la gloria de Dios es luminosa, porque en la Sagrada Escritura la gloria divina es sinónimo de luz, de modo que así como el Niño será luz y vida eterna para los pueblos paganos, lo será también, y en primer lugar, para el Pueblo de Israel. Todo esto significa que quien contemple a este niño, como el anciano Simeón, será iluminado por el Niño Dios, puesto que es Luz, pero puesto que es Luz Eterna, es una Luz que al mismo tiempo es Vida y Vida eterna, es decir, es una luz que da vida, que vivifica, que comunica de la vida misma de Dios a todo aquel a quien ilumina. Y puesto que Dios, que es Luz y Vida, es también Amor, aquel que contemple a Cristo, recibirá su luz, su vida y su Amor, que es un amor eterno, porque es el amor mismo de Dios; es Dios, que es Amor. Pero lo opuesto también es verdad: todo aquel que se niegue a contemplar a Cristo, Luz del mundo, permanecerá en las tinieblas y sombras de muerte, en esta vida y en la otra, para siempre. Es por esto que el cristiano debe imitar al anciano Simeón: es piadoso, está en el templo, se acerca con amor y respeto a la Virgen, le pide a su Niño, lo toma entre sus brazos y lo adora con fe y con amor, para luego profetizar acerca del Niño, iluminado con la luz del Espíritu Santo.
         Pero el anciano Simeón profetiza no solo acerca del Niño, sino también acerca de la Madre, la cual participará de los amargos dolores que sufrirá su Hijo en su Pasión salvadora: “A ti, una espada de dolor te atravesará el corazón”, y esa sucederá cuando la Virgen, al pie de la Cruz, contemple la agonía y la muerte del Hijo de su Amor. Pero estas palabras de San Simeón, si para la Virgen constituyen la profecía del dolor más grande de su vida, un dolor que la hará morir en vida, para nosotros sin embargo constituyen la fuente de nuestra esperanza, porque son el fundamento de María como Corredentora, ya que significan que la Virgen se asociará con su dolor, al pie de la Cruz, a la Pasión redentora de su Hijo Jesús. Y como la Virgen es nuestra Madre por un don del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, Ella querrá obtener nuestra salvación doblemente: por ser nuestra Madre celestial y por ser Corredentora.
         “Ahora Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto la salvación: luz de las naciones paganas y gloria de tu Pueblo Israel”. Lo que el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, dice del Niño Dios que María sostiene entre sus brazos, lo debe decir el fiel católico, iluminado por la fe de la Iglesia, de la Eucaristía que el sacerdote ministerial sostiene en sus manos luego de la consagración, porque la Eucaristía es ese mismo Jesús Salvador, Luz de Dios que ilumina a las almas que viven en tinieblas mundo y les concede la Vida eterna. Así, lo que el Niño fue para el anciano Simeón, eso debe ser la Eucaristía para el cristiano: la luz que guíe los pasos de su vida terrena y la gloria que lo ilumine en la vida eterna, en los cielos.

jueves, 30 de enero de 2014

“No se enciende una lámpara para ponerla en un cajón”




“No se enciende una lámpara para  ponerla en un cajón” (Mc 4, 21-25). Jesús usa una simbología tomada del mundo material y cotidiano para referirse a realidades espirituales y sobrenaturales. La lámpara que se enciende es el alma que recibe, por la gracia del bautismo, la luz de la fe, y así como nadie enciende una lámpara para colocarla en un cajón, sino para colocarla en lo alto, de modo de poder aprovechar al máximo su luz, así también Dios Padre, que es quien enciende en el alma la luz de la fe, no lo hace para que el bautizado esconda esa fe en el cajón de un escritorio, sino para que la dé a conocer en el mundo, y el modo por el cual se da a conocer la luz de la fe, es a través de las obras.
Precisamente, si el mundo de hoy corre presuroso hacia el abismo de la perdición y si muchas almas se dirigen precipitadamente hacia su eterna condenación, es porque una enorme cantidad de cristianos, que han recibido la luz de la fe en sus almas, han escondido esa luz divina en el cajón cerrado de sus corazones egoístas, tibios, indiferentes, perezosos, fríos y faltos de todo verdadero amor a Dios y al prójimo.
Una muchedumbre de cristianos, que deberían ser lámparas encendidas que indiquen el camino hacia Cristo, Luz del mundo, se han convertido, por un hórrido misterio de iniquidad, en un siniestros tizones humeantes que emanan densas y venenosas nubes oscuras que no solo ocultan el camino de la salvación, sino que conducen a muchísimos almas hacia el abismo de la eterna condenación. Muchísimos católicos, por libre y voluntaria decisión, ocultando la luz de la fe recibida en el bautismo, se han pasado con todo el bagaje a las filas del enemigo, apostatando de la fe recibida y convirtiéndose así en una nueva categoría de fieles jamás vista, los cristianos neo-paganos, los cristianos puramente nominales que adoptan de modo acrítico todo tipo de anti-valor proveniente de la cultura anti-cristiana y neo-pagana que en nuestros días ya domina prácticamente todas las manifestaciones del pensamiento, del querer y del obrar del hombre, sin que apenas existan oposiciones a la misma. Muchísimos de los que en la actualidad se destacan en todos los ámbitos en la cultura neo-pagana y anti-cristiana, son católicos, es decir, son almas que han recibido la luz de la fe en Cristo y debería estar dando testimonio de Él al mundo y en vez de eso, provocan escándalo con su anomia, su ausencia total de valores y con su falta absoluta de fe en Cristo, lo cual revela que han ocultado su fe, es decir, que han hecho lo que Jesús dice que no se debe hacer: ocultar la lámpara en un cajón.
“No se enciende una lámpara para  ponerla en un cajón”. Es Dios Padre quien enciende en nuestras almas, por el bautismo sacramental, la luz de la fe, al concedernos la gracia de la filiación; de nosotros y de nuestra libertad depende que esa luz ilumine o quede oculta en las tinieblas. Lo que no debemos dejar de tener en cuenta es que lo que hagamos en esta vida, continuará en la otra, en la vida eterna: si por las obras buenas hacemos que esta luz ilumine en esta vida, nuestra luz continuará brillando luego por la eternidad, en los cielos; si por la falta de obras buenas apagamos esa luz en esta vida, en la otra vida permanecerá apagada y en tinieblas para toda la eternidad, y será una tiniebla más entre muchas otras.

miércoles, 29 de enero de 2014

“El sembrador salió a sembrar”




“El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). Jesús compara al corazón del hombre con la tierra y a la Palabra de Dios con una semilla. Dios Padre, que es el sembrador, esparce la semilla de manera tal que esta, que es su Palabra, cae en todos los corazones, pero no en todos esta semilla se hunde con la profundidad suficiente como para echar raíces, germinar y dar fruto. En algunos casos, ni siquiera llegan a hundirse: la escucha de la Palabra es tan superficial, que “los pájaros del cielo”, Satanás, que suele aparecerse como un cuervo, pasa volando y se lleva la semilla; en otros casos, el terreno no es árido, sino rocoso, es decir, son los que escuchan con alegría, como dice Jesús, pero ante las primeras tribulaciones y persecuciones a causa de la Palabra, la dejan de lado; en otros casos, las semillas caen entre espinas: son los que escuchan la Palabra pero luego se dejan seducir por las riquezas del mundo o sino, ante las preocupaciones de todos los días, o ante las tentaciones, en vez de afrontarlas con la Palabra de Dios, se abandonan a sí mismos. Por último, dice Jesús, se encuentran aquellos que escuchan la Palabra, la aceptan con gusto y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno: son aquellos que no solo escuchan la Palabra sino que luego ponen por obra aquello que han escuchado. En estos, la Palabra actúa como una semilla que cae en tierra fértil, que posee las condiciones óptimas de humedad y de nutrientes para poder germinar, porque a diferencia de los otros corazones, en los que las tribulaciones, las seducciones del mundo, y el mismo Satanás, ahogaban la Palabra, en este caso, estos mismos factores, son los que actúan como elementos que profundizan la Palabra cada vez más en el corazón. Por eso es que, luego de un tiempo, y cuando ya se encuentra a una profundidad adecuada, la semilla se abre y despliega su potencial oculto –que es infinito-, echando sus raíces hacia abajo, y haciendo crecer el tallo del brote que saldrá hacia la superficie, hacia arriba.
De esta manera, la Palabra de Dios, sembrada en el corazón fértil, germinará y de ella saldrá un árbol, el Árbol de la Cruz, y así el corazón en el que germine la Palabra de Dios se asemejará al Sagrado Corazón de Jesús, en cuya base está el Árbol de la Cruz, pero también se asemejará al Sagrado Corazón de Jesús, porque poseerá, como el Sagrado Corazón, una corona de espinas, que son las tribulaciones, las tentaciones del mundo y de Satanás, vencidas por el poder de la Sangre de Jesús, que son las mismas que profundizaron la Palabra en su corazón; y finalmente, así como el fruto del Corazón de Jesús es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, así también el fruto del corazón en el que germine la Palabra de Dios la caridad, el Amor de Dios.

lunes, 27 de enero de 2014

"El pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado"

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El Evangelio de San Mateo (12, 31-32) recoge una de las expresiones más severas de Nuestro Señor Jesucristo: "Todo pecado o blasfemia se les perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada". Según San Agustín, "no se encuentra, tal vez, en todas las Escrituras, ninguna cuestión mayor, ninguna cuestión más difícil" (Sermón 71, De Verbis Domini). El problema está, además, en que, en el mismo lugar, se hacen dos afirmaciones aparentemente contradictorias: la primera, que todos los pecados son perdonados; la segunda, que el pecado contra el Espíritu Santo no tiene perdón.
¿Cuáles son los pecados contra el Espíritu Santo? Son seis: desesperar de la salvación, presumir de la salvación sin merecerlo, negar la verdad conocida como tal, tener envidia o pesar de la gracia ajena, obstinación en el mal, impenitencia final. Lo que tienen en común estos pecados contra el Espíritu Santo es su malicia; son pecados de pura malicia, que siendo directamente opuestos a la misericordia de Dios y a la gracia del Espíritu Santo, hacen muy difícil o casi imposible la conversión. 
De todos estos pecados, los fariseos incurren muy probablemente en el pecado de envidia o pesar de la gracia ajena -es sabido que los mueve la envidia, además del odio hacia Jesús, tal como se describe en los Evangelios-; es en este pecado en el que incurren los fariseos cuando acusan a Jesús, que expulsa a los demonios con el poder divino, de estar poseído por Beelzebul. De esta manera, los fariseos obran con la máxima malicia con la cual puede obrar el corazón humano, cerrando sus mentes a la Verdad Divina y sus corazones al Amor de Dios que se les manifestaba delante de sus ojos en Jesús de Nazareth, endureciendo sus corazones con la consistencia pétrea de la roca e impermeabilizándolos desde adentro con una impenetrable capa de odio que nada ni nadie, ni siquiera la Misericordia Divina, ni la gracia del Espíritu Santo, podrían vulnerar. Es en este sentido en el que Jesús dice que el pecado contra el Espíritu Santo "no será perdonado": no porque Dios no quiera perdonar, porque Dios es Amor infinito, eterno, inagotable, y es un Amor infinitamente más grande que cualquier ofensa que pueda hacerle el hombre, y Él está siempre dispuesto a perdonar; es un pecado que no será perdonado porque quien lo comete, como en el caso de los fariseos, cierra, endurece e impermeabiliza de tal manera su corazón a la acción del Amor y de la gracia divina, que hace imposible cualquier perdón.

sábado, 25 de enero de 2014

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”


(Domingo III - TO - Ciclo A – 2014)
“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 17, ). Para entender el llamado a la conversión de Jesús, es necesario entender antes el estado de postración en el que se encuentra la humanidad a causa del pecado original y el cambio que el pecado ha producido en el hombre con relación al diseño original de Dios. El pecado le ha quitado al hombre la corona de gloria que Dios le había concedido en la Creación y a esa corona de gloria la ha sustituido por una de ignominia; le ha ofuscado la mente, cubriendo su inteligencia con una densa nube y aunque sigue siendo capaz de alcanzar la Verdad, le es muy difícil llegar a la Verdad; le ha endurecido el corazón, dándole una consistencia de piedra y aunque desea el Bien, hace el mal que no quiere y no el bien que desea; como consecuencia del pecado, sus pasiones lo dominan, de modo que, aunque pueda aunque sea por un momento darse cuenta con la razón que algo no está bien, la pasión ofusca la inteligencia, domina la voluntad y termina por doblegarlo, de modo que el hombre termina siendo esclavo de sus pasiones, lo cual es contrario al designio divino, según el cual el hombre, por medio de su razón, debía dominarlas. Cuando Dios creó al hombre, lo creó en gracia, y esto quiere decir que por medio de la gracia, la razón iluminaba a la voluntad y ambas a las pasiones, con lo cual el acto humano permanecía siempre plenamente libre y orientado al Bien y a la Verdad, es decir, a Dios. Este designio original se invirtió con el pecado original, quedando el hombre sometido al dominio de sus pasiones, con el agravante de que, además, el demonio se convierte en su dominador –al no estar Dios, porque el hombre fue expulsado del Paraíso- y para colmo de males, la muerte lo espera al fin de sus días terrenos.
Es este sombrío y siniestro panorama el que hay que tener en cuenta para poder apreciar en su real magnitud las palabras de Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha caído del pedestal de gloria en el que Dios lo había colocado originalmente y de la cima de luz y vida en el que su Creador lo había colocado, por sí mismo, por propia voluntad, por cerrar voluntariamente su corazón a la Voz de su Creador y abrir sus oídos del alma a la silbidos sibilinos de la Serpiente Antigua, cayó estrepitosamente de ese pedestal de gloria y se sumergió en este valle de oscuridad en el que vive inmerso y rodeado de “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79), con su inteligencia oscurecida y con su corazón endurecido como una piedra, oscuro y frío, y vuelto hacia las cosas bajas de la tierra.
Sin embargo, en este sombrío panorama, el hombre no está completamente derrotado y esto por dos motivos: por un lado, porque permanece libre, y por otro, porque en su horizonte aparece Cristo con su sacrificio redentor en la Cruz, que le ofrece su Sagrado Corazón traspasado como fuente inagotable de gracia divina que lo libera del pecado y le concede la conversión del corazón, la liberación definitiva y total de sus tres enemigos mortales –el demonio, el pecado y la muerte- y le concede la filiación divina. Pero la respuesta debe ser libre, porque la más grande dignidad del hombre es su libertad, ya que esa es su imagen y semejanza con Dios. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, nos dice San Agustín. Es tan grande nuestra dignidad, y es tan grande el respeto que tiene Dios por nuestra libertad, que no nos salvará si nosotros no se lo pedimos, por eso el llamado imperioso de Jesús a la conversión: “Conviértanse”. Si no fuera así, Jesús directamente vendría y nos convertiría a todos por la fuerza; es decir, nos obligaría, por así decirlo, a seguirlo, a ir con Él al Reino de los cielos, pero ése no es el modo de obrar de Dios, ni tampoco se corresponde con nuestra dignidad de hijos de Dios.
Pero también es cierto que quien no acepta la gracia que Jesús ofrece desde la Cruz, debe atenerse a las consecuencias, porque quien no acepta la Misericordia Divina, debe pasar por la Justicia Divina, porque el pecado debe ser eliminado de la Creación, ya que es una exigencia de esta misma Justicia Divina.

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Así como el girasol, durante la noche, está caído hacia la tierra y cuando amanece y apenas empieza a clarear el día comienza a erguirse para seguir al sol cuando este aparece en el firmamento, así el corazón del hombre, que sin la gracia está caído y vuelto hacia las cosas de la tierra, cuando en él alborea la luz de la gracia, debe responder al movimiento de la gracia que lo lleva a desprenderse de las cosas bajas de la tierra y a elevar la mirada a Jesús Misericordioso, que resplandece en los cielos eternos y en la Eucaristía con una luz más brillante que mil soles juntos. Cuando el alma hace esto, es que ha comenzado su proceso de conversión.

viernes, 24 de enero de 2014

“Jesús instituyó a los Doce”


“Jesús instituyó a los Doce” (Mc 3, 13-19). El Evangelio de la institución de los Apóstoles destaca que Jesús “llamó a los que quiso”, los llamó “para que estuvieran con Él”, y luego “los envió a predicar”, además de “darles el poder de expulsar demonios”. Por último, el Evangelio destaca el hecho de que de entre los Doce surge el traidor, Judas Iscariote.
Es importante la consideración y reflexión de este Evangelio porque, salvando las distancias, el llamado de los Doce es el llamado de Jesús a todo bautizado y también a todo grupo parroquial, a toda institución de la Iglesia, a todo movimiento, a toda orden religiosa, a toda congregación, y por lo tanto, a todos en la Iglesia nos caben las características del llamado de Jesús a los Doce. Es obvio que no todos somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia como los Doce, pero sí somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia en sentido traslaticio y en sentido lato, desde el momento en que todos, según nuestro deber de estado, estamos llamados a hacer apostolado para dar a conocer a nuestros prójimos a Jesucristo y para apuntalar las columnas de la Iglesia con nuestra labor apostólica frente a la tarea de demolición que los enemigos externos e internos de la Iglesia llevan a cabo sin detenimiento.

Como a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llamó “porque quiso”, es decir, por una libre elección de su Amor misericordioso, y no por ningún mérito ni merecimiento nuestro, que no lo teníamos ni lo tenemos de ninguna manera; como a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llama “para que estemos con Él”, y junto a Él estemos también con su Madre, que está al pie de la Cruz, en el Calvario y en la Santa Misa; Jesús nos llama, como a los Apóstoles, para que estemos con Él por medio de la Adoración Eucarística, para que apoyemos nuestra cabeza en su pecho, para escuchar los latidos de su Sagrado Corazón, como Juan en la Última Cena; también a nosotros nos llama para que nos unamos a Él por la oración, a través del rezo del Santo Rosario, porque en el Rosario es la Virgen la que nos estrecha a su Inmaculado Corazón y allí nos hace escuchar los latidos del Corazón de su Hijo; como a los Apóstoles, Jesús nos llama “a predicar y a expulsar demonios”, pero no por medio de sermones y de exorcismos, sino por medio del ejemplo de vida, porque una vida de santidad, de pureza y de castidad, de obras de misericordia y de compasión, como la que llevaron los santos, buscando imitar con sus vidas y con sus obras a Cristo, es la mejor prédica y el mejor exorcismo, sin palabras y sin fórmulas exorcísticas. Por último, el Evangelio nos advierte acerca del peligro que significa recibir las más grandes gracias por parte de Jesucristo con un corazón miserable y mal dispuesto: Judas Iscariote recibió gracias no concedidas a otros mortales: fue elegido Apóstol, fue consagrado Sacerdote de Cristo, fue llamado “Amigo” por Cristo, recibió de Cristo muestras inauditas de amor, como el haberle sido lavados los pies por el mismo Hombre-Dios en Persona, y ni aún así, cedió en su intención de traicionar y vender la amistad de Jesús por treinta monedas de plata. También a nosotros nos puede pasar que amemos más al dinero –o a las pasiones, que se alimentan con el dinero- que a Jesús. No en vano Jesús nos advierte: “No se puede amar a Dios y al dinero”. Ser elegidos por Cristo, esto es, ser sacerdotes, ser laicos, tener puestos de responsabilidad en la Iglesia, no es garantía de nada, no es garantía de salvación; por el contrario, implica un serio riesgo, el riesgo de traicionar a Cristo por el brillo del poder, por el atractivo del dinero, por el placer de la posición y el prestigio. Es por esto que Jesús nos advierte: “Estad atentos y vigilantes”.

jueves, 23 de enero de 2014

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’”

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’” (Mc 3, 7-12). Mientras Jesús se encuentra en Galilea, en la orilla del mar, curando a mucha gente, los demonios se arrojan a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Uno de los problemas que plantea este Evangelio es esta expresión, es decir, qué querían decir los demonios cuando decían a Jesús: “Hijo de Dios”. Según lo que nos enseña la Teología, los demonios no tienen conocimiento intuitivo, directo, de Dios; es decir, no podían saber, de ninguna manera, por visión directa, que Jesús era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, pero sí podían, por conjeturas externas, y ayudados por su inteligencia angélica, suponer que es Hombre, Jesús de Nazareth, que obraba grandes prodigios y que tenía sobre ellos un enorme poder, era realmente Dios como decía ser. Muy probablemente, los demonios, al ser expulsados por Jesús, experimentarían la fuerza divina del mismo Dios que los había creado y entonces, recordando a su Creador, reconocerían en Jesús de Nazareth la fuerza de Dios omnipotente, y por eso le decían: “Tú eres el Hijo de Dios”.
Aunque por otro lado Santo Tomás dice que si los demonios “hubieran sabido perfectamente y con seguridad que Jesús era el Hijo de Dios y cuáles serían los frutos de su Pasión, jamás habrían buscado la crucifixión del Señor de la Gloria”. Sea como sea, el caso es que, en este Evangelio, como a lo largo de todo el Evangelio, los demonios se arrojan a los pies de Jesús, reconociéndolo como al “Hijo de Dios”.

Y aquí viene otro problema que nos plantea este Evangelio. Si los demonios reconocen a Jesús como Hijo de Dios, y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús dio su vida en la Cruz, no reconocen a Jesús en la Eucaristía y se postran a sus pies en adoración? Si los demonios, que ya no pueden amar más a Jesús, ni lo quieren amar más, reconocen a Jesús como Hijo de Dios y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús se entrega día a día en el altar no acuden a recibir su Amor en la Eucaristía? Si los demonios, a pesar suyo, obligados por la Divina Justicia, dan testimonio de Jesús y lo reconocen como Hijo de Dios, ¿por qué los cristianos no acuden al sagrario a adorarlo en la Eucaristía, día y noche, reconociéndolo en la Eucaristía como al Hijo de Dios? 

miércoles, 22 de enero de 2014

“Jesús cura la mano paralizada del hombre mientras se indigna por la dureza de corazón de los fariseos”


“Jesús cura la mano paralizada del hombre mientras se indigna por la dureza de corazón de los fariseos” (cfr. Mc 3, 1-6). En el episodio del Evangelio, Jesús entra en una sinagoga, en donde se encuentra un hombre con una mano paralizada. Es día sábado, día en el que, según las prescripciones farisaicas, no estaba permitido ningún tipo de trabajo, ni siquiera este que quiere hacer Jesús, que es el de curar al hombre enfermo, porque supone la realización de un trabajo manual. Los fariseos no entienden que la esencia de la religión es la caridad y que las prescripciones como estas quedan anuladas cuando se trata de poner por obra aquello que se cree. 
La ley mosaica tenía como precepto el amor a Dios y al prójimo –aunque no todavía en el sentido cristiano- y ese mandamiento de amor tenía primacía sobre la prescripción legal que mandaba no trabajar el día sábado, porque el amor prevalece sobre todo, ya que es lo que da vida a todo, y esa es la razón por la cual Jesús, al curar la mano paralizada del hombre, aun en día sábado, no estaba cometiendo ninguna transgresión de la ley. Por eso es que Jesús les hace una pregunta retórica, es decir, sabiendo obviamente la respuesta: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. 
Lo más grave de todo es que los fariseos, dice el Evangelio, “callaron”, es decir, sabían la respuesta: los fariseos sabían que Jesús no obraba mal al curar la mano del hombre, pero “callaron” porque eran “hipócritas”, como el mismo Jesús les dirá luego, y aquí radica la gravedad y la razón de porqué Jesús se indigna y se apena: “Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones…”, porque ellos, como hombres religiosos, sabían que la caridad, el amor a Dios y al prójimo, era la esencia de la religión, y sin embargo, cerraban sus corazones al Amor de Dios –dureza de corazón- y así, ni amaban a Dios ni tenían compasión de sus hermanos los hombres, mientras se hacían pasar por hombres de oración. Es por esto que el Papa Francisco dice que la hipocresía es pecado contra el Espíritu Santo, porque es pecado contra el Amor de Dios, y es esto lo que hacían los fariseos: aparentaban amar a Dios y ser hombres de oración, pero no amaban al prójimo, imagen viviente de Dios.
“Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones…”. Procuremos no ser causa de disgusto e indignación para Jesús, no endurezcamos nuestro corazón para con nuestro prójimo y amémoslo con obras, más que con palabras.

domingo, 19 de enero de 2014

“A vino nuevo, odres nuevos”


“A vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 18-22). Para entender lo que Jesús nos quiere decir, hay que acudir al profeta Ezequiel, ya que allí se encuentra la clave para su comprensión. A través del profeta, Dios anuncia la renovación del corazón del hombre por medio del agua y de su Espíritu: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Ez 36, 25-27). Por el pecado, el mal ha endurecido al corazón humano y le ha dado la consistencia de una piedra, y en vez de adorar y amar a Dios, que es su Creador, lo ha desplazado de su puesto natural y ha colocado en su lugar a ídolos inertes, ídolos mudos y sordos, ídolos que le exigen obrar inmundicias y es así como su corazón es como un templo de piedra, frío, oscuro, lleno de inmundicias y repleto de ídolos abominables, los cuales no son otra cosa que ángeles caídos, es decir, demonios, que han usurpado el corazón del hombre y lo han poseído indebida e ilegalmente. Dios no puede tolerar esta situación, porque Él ha creado el corazón humano y le pertenece, es su propiedad y no de los ídolos demoníacos, y es por eso que anuncia, a través del profeta, que ha de solucionar prontamente la situación a través de dos elementos que lavarán y regenerarán completamente el corazón del hombre, el agua y el Espíritu, prefiguración del sacramento del Bautismo. Por el Bautismo sacramental, el alma será sumergida místicamente con Cristo en las aguas del Jordán, y allí se cumplirá lo que dice el profeta Ezequiel: “derramaré sobre vosotros un agua que os purificará de todas vuestras inmundicias e idolatrías”, porque el templo de piedra que es el corazón del hombre, será inundado por el torrente impetuoso de la gracia de Cristo que lo sumergirá en la santidad divina y arrasará con los ídolos y lo lavará de toda podredumbre de pecado y de malicia y exorcizará toda presencia y posesión demoníaca, y el corazón de piedra se convertirá en un corazón humano, es decir, no solo dejará de obrar el mal, sino que obrará el bien y, más que el bien, obrará la santidad, guiado por la gracia divina; por el Bautismo sacramental, el alma recibirá el soplo del Espíritu Santo, que como Dulce Paloma aleteará sobre ella haciendo del alma una Nueva Creación, así como el Espíritu aleteó en la Creación, en el Génesis, cumpliéndose de esta manera lo anunciado por el profeta Ezequiel: “Os infundiré mi Espíritu”, y el que recibe el Espíritu de Dios obra los Mandamientos de Dios porque ama a Dios y es una sola cosa con Él por el Amor, cumpliéndose también esto otro anunciado por el profeta Ezequial: “y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos”.

Es así como se entiende lo que dice Jesús: “A vino nuevo, odres nuevos”, porque el vino nuevo es la gracia y el odre nuevo es el corazón del hombre, renovado por el agua y el Espíritu en el Bautismo sacramental. 

jueves, 16 de enero de 2014

“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


(Domingo II - TO - Ciclo A – 2014)
         “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Juan Bautista ve pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Llama a Jesús con un nombre nuevo, un nombre nunca hasta entonces dado a Jesús. Para sus contemporáneos, que lo veían todos los días, Jesús era simplemente: “el hijo del carpintero” o “el hijo de María”, y lo conocían como “aquel que ha crecido entre nosotros”, Juan Bautista lo llama: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Para sus compatriotas, Jesús era otro integrante más del pueblo, sin mayores distinciones. Sin embargo, Juan Bautista, iluminado por el Espíritu Santo, ve en Jesús algo que los demás no ven: ve en Jesús de Nazareth a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al Verbo de Dios hecho hombre, a la Palabra de Dios encarnada en una naturaleza humana. Juan Bautista ve a la Palabra de Dios, que había sido engendrada en la eternidad en el seno del Padre, entre esplendores sagrados, la ve ahora caminando en medio de los hijos de los hombres, porque la delicia de Dios es caminar en medio de los hijos de los hombres. Juan Bautista es “el más grande nacido de mujer”, según las propias palabras de Jesús, y esto porque está iluminado por el Espíritu Santo, y por esta iluminación ya desde el seno materno reconoce la Presencia del Salvador, al saltar de alegría en el seno de su madre, Santa Isabel.
Ahora, lo reconoce en medio de los hombres y al ver descender sobre Él al Espíritu Santo en forma de paloma, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Su testimonio es tan importante y trascendente, que la Iglesia lo toma para su acto más importante y trascendente, la Santa Misa, para el momento posterior a la consagración, en el que el sacerdote ministerial eleva la Hostia consagrada mientras proclama al Pueblo congregado: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos los invitados a la cena del Señor”. Lo que le sucede a los contemporáneos de Jesús es lo que le sucede a todo aquel que pretende ver y analizar a Jesús con los ojos de la razón humana: ven en Jesús solamente a un hombre, tal vez un hombre bueno, un hombre santo, que murió por sus ideales, pero nada más que eso; pero quienes ven a Jesús con su sola razón natural, jamás podrán penetrar en los misterios absolutos de su Ser divino trinitario, porque Jesús, como nos dice Juan Bautista, no es un hombre más, ni es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre todos los santos: Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Tres veces Santo, el Dios por quien los ángeles y santos son santos en el cielo, y sin el cual nada es santo, puro y bueno. Cuando Juan Bautista dice que Jesús es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, nos está diciendo esto precisamente: que Jesús no es “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, sino el Hijo de Dios que vino a este mundo a salvarnos y que para eso trabajó como carpintero y que fue Hijo de la Virgen María, pero que al mismo tiempo fue Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Juan Bautista ve más allá de la humanidad de Jesús: ve a la Persona Divina de Dios Hijo, que ha asumido un cuerpo humano para sacrificarlo en la Cruz y ofrecerse en expiación por los pecados del mundo, y es por esto que cuando ve pasar a Jesús, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
De igual manera, iluminado por la fe de la Iglesia, el católico ve en la Eucaristía algo que los demás no ven: mientras los demás ven en la Eucaristía simplemente a un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, el católico, iluminado por la fe de la Iglesia, ve en la Eucaristía al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; ve en la Eucaristía al Cristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado; ve en la Eucaristía al Sagrado Corazón de Jesús, que baja desde el cielo con su Cruz para quedarse en la Eucaristía; ve en la Eucaristía a Jesús de Nazareth, que en la Santa Misa renueva, actualiza y prolonga su sacrificio en Cruz, el mismo y único del Calvario, entregando en el altar eucarístico su Cuerpo y derramando su Sangre en el cáliz, así como en el Calvario entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la Cruz; ve en la Eucaristía no solo su alimento sino la Fuente misma de su vida y la Vida misma Increada, porque la Eucaristía es Dios que es la Vida Increada en sí misma, y quien se alimenta del Pan Vivo bajado del cielo se alimenta de la substancia misma de Dios y vive de la substancia de Dios; la Sangre de Dios corre por su sangre y lo oxigena y le da vida, una vida nueva, no humana, sino eterna, sobrenatural, celestial, pero también quien no se alimenta de la Eucaristía padece hambre hasta morir de inanición, aún cuando se atiborre de manjares terrenos; ve en la Eucaristía el acto de Amor y la declaración de amor de un Dios hacia la humanidad, hacia todo hombre, y hacia cada hombre en particular, un amor eterno, infinito, inabarcable, inagotable, y que por lo mismo es incomprensiblemente despreciado por los hombres, que buscan cualquier pretexto para abandonar la Santa Misa dominical.
“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Las palabras y el testimonio de Juan Bautista deben guiar el conocimiento de todo cristiano acerca de Jesús, pero no como un mero conocimiento teórico, sino como un conocimiento teórico y práctico que incida y lleve a modificar la conducta diaria de todos los días, es decir, las palabras del Bautista deben ser la guía de la vida del cristiano. Si el cristiano cree que Cristo es el Cordero de Dios y que ese Cordero está en la Eucaristía, procurará, ante todo, adorarlo con todo su corazón, y buscará de adorarlo en la Eucaristía, y para adorarlo, acudirá allí donde se encuentra el Cordero, en la Santa Misa y en la Adoración Eucarística; si el cristiano cree que Jesús es el Cordero de Dios y que ese Cordero está en la Eucaristía, convertirá su corazón en altar y en sagrario para alojar a Jesús Eucaristía y convertirá a la Santa Misa dominical en el evento de gracia y de amor más importante no solo de la semana sino de toda su vida; si el cristiano cree que Jesús es el Cordero de Dios y  que quita el pecado de su corazón, acudirá prontamente al sacramento de la confesión una vez cometido un pecado, pero tomará primeramente la decisión de morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, para no ofender con el pecado al Cordero a quien tanto ama; si el cristiano cree, como dice Juan el Bautista, que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, no aceptará con un silencio cobarde y cómplice las estructuras de pecado del mundo, ni será connivente con las estructuras de la cultura de la muerte, el aborto, la eutanasia, la lujuria, la pornografía, el materialismo, el hedonismo, el relativismo; si el cristiano cree que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, no se inclinará ante los modernos ídolos del mundo, ídolos construidos con el deliberado fin de apartar a las almas del amor a Dios: el fútbol, sobre todo la televisación del Mundial  de fútbol y la programación televisiva saturada de fútbol; la política sin ética y sin Dios; la cultura de la diversión neo-pagana, en donde el Dios de la Alegría infinita está ausente, porque la diversión actual está pensada en términos de carnalidad, de pecado y de lujuria y no está basada en la verdadera alegría, que es la alegría de la Resurrección de Cristo; la economía deshumanizada; la música anticristiana; la espiritualidad anticristiana gnóstica, ocultista, esotérica, y wiccana, que es la espiritualidad de la Nueva Era; la moda, el cine, la cultura, la literatura, el pensamiento filosófico, la literatura, contrarios a Dios y al hombre mismo del mundo contemporáneo.
“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La señalación que de Cristo hace el Bautista, movido por el Espíritu Santo, es la señalación que el cristiano debe hacer de la Eucaristía, movido por la fe de la Iglesia, y así como el Bautista dio su vida por Cristo, siendo decapitado al no consentir el adulterio concubinario de Herodes, así el cristiano debe estar dispuesto a dar su vida antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tal como lo dice en la fórmula de la confesión sacramental –“antes querría haber muerto que haberos ofendido”-, como testimonio de amor a Cristo y a su gracia. En otra palabras, así como Juan Bautista dio su vida por proclamar y creer que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así el cristiano, porque proclama en la Santa Misa y cree que Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, debe estar dispuesto a morir antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado.