jueves, 25 de septiembre de 2014

“Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios” (Mt 21, 28-32). Esta durísima advertencia la dirige Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a quienes se supone que tienen un gran conocimiento de la religión y que por lo tanto poseen un alto grado de santidad. La advertencia es tanto más dura, cuanto que aquellos a quienes va dirigida, son personas religiosas, los sacerdotes y los ancianos del pueblo, y equivale a decirles que, prácticamente, se encuentran a un paso de quedar fuera del Reino de los cielos. Para llegar a esta advertencia, Jesús utiliza la parábola de un padre con sus dos hijos: el padre les pide que vayan a trabajar a la viña; el primero le responde que no irá, pero luego se arrepiente y va; el segundo le dice que sí irá a trabajar, pero no lo hace. Jesús les pregunta a los mismos sacerdotes y ancianos cuál de los dos hijos hizo la voluntad del padre y ellos le responden que el primero, es decir, el que contestó que no iría a trabajar, pero luego se arrepintió y fue a trabajar. Tomando pie en su propia respuesta, les hace la durísima advertencia: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y luego da el fundamenta de la aseveración: “Juan vino por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”. Es decir, Jesús les hace ver, a los sacerdotes y ancianos -los religiosos-, que no por aparentar religiosidad, se salvarán y que, por el contrario, aquellos que parecen excluidos de la religión, llegan antes al Reino de los cielos.
El motivo es que Dios no se deja engañar por las apariencias, y aquí radica la enseñanza central de la parábola del padre con los dos hijos: Jesús nos quiere decir que no nos salvaremos por frecuentar el templo y por aparentar religiosidad; nos quiere decir que no nos salvaremos por ocupar cargos dentro de la Iglesia; nos quiere decir que no nos salvaremos por ser sacerdotes, ni por ser dirigentes de movimientos parroquiales o diocesanos; nos quiere decir que no nos salvaremos por aparentar piedad y devoción ante los demás. La razón es que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de los corazones y por lo tanto, no se deja engañar, y sabe qué es lo que hay dentro: sabe si ese corazón es un corazón contrito y humillado, es decir, si es un corazón triturado por el dolor de los pecados y si es un corazón que se humilla ante su Presencia divina; Jesús, en cuanto Dios, sabe si el corazón del hombre es un corazón humilde, que se humilla interiormente ante Él, postrándose en silenciosa e íntima adoración; Jesús, en cuanto Dios sabe, cuando Él entra por la comunión eucarística, si el cuerpo del cristiano es “templo del Espíritu Santo”, como dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), es decir, si está adornado, hermoseado e iluminado interiormente por la gracia y si el corazón ha sido convertido en un altar en donde se lo adore a Él en su Presencia sacramental eucarística o si, por el contrario, su Presencia eucarística pasa desapercibida, a pesar de haber sido recibido en la comunión, porque el cuerpo del cristiano ha sido convertido, de templo del Espíritu Santo, en lúgubre refugio de sombras vivientes, y el corazón, que estaba destinado a ser un altar viviente para la Eucaristía, ha sido convertido en cueva de alimañas y en altares de ídolos paganos. Jesús sabe, en cuanto Dios, más allá de las apariencias externas, si el hombre convierte su corazón en un altar en donde sólo se lo adora a Él y nada más que a Él, y por lo tanto, le son agradables las pobrísimas y humildes oraciones que pueda hacer un corazón como este, aún si este corazón pertenece a un pecador público o a una prostituta, como sería el caso de los ejemplos dados por Jesús.
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”. Al hacer esta durísima advertencia, Jesús nos está advirtiendo a todos nosotros, sacerdotes incluidos, que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de todos los corazones, sin excepción y que escudriña con especial atención y cuidado los así llamados “religiosos” y que Él no presta atención a las apariencias externas, sino que Él ve en la profundidad del ser de cada uno. Él sabe cómo somos todos y cada uno de nosotros, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador, y no se deja engañar por las apariencias, y por eso es que examina nuestros corazones con muchísimo más rigor que los de aquellos que no son llamados “religiosos”, es decir, de aquellos que, por un motivo u otro, no tienen fe; esos son los “periféricos existenciales”, del Papa Francisco, y a los que nosotros, en nuestra soberbia, podemos marginar con el pensamiento, diciendo: “No tienen fe, llevan una mala vida, son pecadores, son malas personas, yo soy mejor que ellos, porque vengo a misa, yo me voy a salvar y ellos no se van a salvar”, y sin embargo, no es así a los ojos de Dios, porque con nosotros cumple a rajatabla lo que dijo en el Evangelio: “Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá” (Lc 12, 48). A nosotros, se nos dio mucho: se nos dio el Bautismo; se nos dio el Catecismo, se nos dio la Comunión, se nos dio la Confirmación, se nos dio la posibilidad de la Misa diaria, o al menos, semanal; se nos dio la Madre de Dios, como Madre propia; en cada Domingo, Dios Padre nos dona todo lo que Él tiene, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y muchísimas veces, los cristianos lo despreciamos y lo dejamos olvidado en el altar, porque preferimos al televisor antes que a Jesús en la Eucaristía. ¡Cuántos de estos, a quienes consideramos pecadores e indignos, si supieran lo que nosotros sabemos, y si hubieran recibido todo lo que nosotros hemos recibido, no serían mil veces más santos que nosotros! Y ésa es la razón por la cual Jesús nos advierte que ellos, que son pecadores, entrarán antes en el Reino que nosotros, que nos creemos buenos, pero que en el fondo, somos más pecadores que ellos, porque no somos santos, como deberíamos serlo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús, en cuanto Dios, ve en el fondo de los corazones de los cristianos, los escudriña a fondo y busca hasta la más mínima mota de polvo y ve si en esos corazones hay no ya odio, que no lo puede haber, ni tampoco rencor ni deseos de venganza, sino ni siquiera enojo, impaciencia; escudriña para ver si encuentra ira, lujuria, pereza, avaricia, soberbia, tristeza, calumnia, difamación, y todo género de maldad, y cuando los encuentra, repite: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y se retira de ese corazón, porque la santidad, la majestad, el Amor y la Sabiduría divinos, no soportan estar en un corazón lleno de esas cosas, y mientras se retira de ese corazón, continúa diciendo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús no soporta el mal; Jesús no soporta el pecado mortal; Jesús no soporta el pecado venial; Jesús no soporta la imperfección; Jesús quiere que seamos perfectos, como su Padre celestial: “Sed perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Y podemos serlo, porque en cada comunión eucarística, recibimos la totalidad del Amor infinito y eterno del Sagrado Corazón de Jesús; esto quiere decir, que si nosotros no opusiéramos obstáculos a la acción transformadora del Amor Divino del Sagrado Corazón, derramado sin límites en cada comunión eucarística, una sola comunión bastaría para convertirnos en los más grandes santos que la tierra jamás haya conocido. Baste el ejemplo de Santa Imelda Lambertini, la niña que es Patrona de los niños que realizan la Primera Comunión, que murió de éxtasis de amor, precisamente, en su Primera Comunión: fue tanto el Amor que recibió en su Primera Comunión Eucarística, que murió de amor, literalmente (cfr. http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar). Esto nos hace ver la manera en la que derrochamos la inmensidad de gracias y dones en las comuniones eucarísticas realizadas fríamente, indiferentemente –da terror pensar que algunos la realizan de modo sacrílego-, y que si no hay cambios en nuestra conducta exterior, es decir, si nuestros prójimos no reciben amor, pero no amor sentimental, humano, sino el Amor de Cristo, que es el Amor de caridad, el Amor propiamente divino, el Amor de su Sagrado Corazón, el que hemos recibido en la comunión eucarística, es porque hemos comulgado en vano, es porque el Amor que Jesús derramó en nuestros corazones, no pudo penetrar en ellos, porque nuestros corazones, en vez de ser como esponjas secas arrojadas en el mar –que así deberían ser, para ser impregnadas por el Amor Divino-, se comportaron como frías y duras rocas, impermeables al Amor de Dios.

         ¿Cómo es nuestro corazón, al momento de recibir la Sagrada Eucaristía? ¿Como una roca, fría y dura, impenetrable al Amor Divino, que permanece igual antes, durante y después de la comunión, y así queda al margen del Reino de los cielos? ¿O, por el contrario, nuestro corazón es como una esponja seca, que arrojada en el mar, se empapa del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y que luego comunica de ese Amor a sus hermanos, haciéndose merecedor del Reino de Dios?

“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?”


“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?” (Lc 9, 18-22). Después de preguntar a los discípulos acerca de qué es lo que la gente dice acerca de Él, Jesús los interroga acerca de lo que ellos, en cuanto discípulos, dicen de Él. En realidad, a Jesús no le interesa tanto lo que la gente dice sobre Él, sino lo que sus discípulos dicen, o más bien, saben, acerca de Él. Obviamente, Jesús les pregunta, no porque Él no lo sepa, puesto que Él, en cuanto Dios Hijo encarnado, es omnisciente, y conoce absolutamente todos los pensamientos de sus discípulos, aún antes de ser formulados, pero quiere que se los expresen; además, la pregunta prepara para la revelación que ha de darse en Pedro, por medio del Espíritu Santo, quien será el que le inspirará la respuesta correcta: “Tú eres el Mesías de Dios”.

“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?”. La misma pregunta nos la formula a nosotros, a veintiún siglos de distancia y también, no porque no la sepa, sino porque quiere que nosotros se lo digamos; quiere que nosotros respondamos la pregunta, pero para responder la pregunta, es necesario que antes, le preguntemos a Él, arrodillados ante la cruz y ante el sagrario, desde lo más profundo de nuestro ser y de nuestro corazón, quién es Él. Jesús quiere que nosotros le preguntemos: “¿Quién eres Tú?”. Y en el silencio de la oración, escucharemos que el mismo Jesús nos dirá la respuesta: “Yo Soy el Hijo del eterno Padre; Yo Soy el que bajé del cielo, llevado por el Espíritu Santo, por amor a ti; Yo Soy el que me encarné en el seno de mi Madre, para tener un Cuerpo para ser sacrificado, por amor a ti; Yo Soy el Dios encarnado, que vivió oculto en la tierra, como un hombre común, sin dejar de ser Dios, por amor a ti; Yo Soy el que sufrió los dolores inenarrables de la Pasión, por amor a ti; Yo Soy el que subió a la cruz y murió de muerte dolorosa y humillante, por amor a ti; Yo Soy el que dio hasta la última gota de Sangre en el santo sacrificio de la cruz, por amor a ti; Yo Soy el que antes de morir, te entregó a mi Madre, para que sea tu Madre, por amor a ti; Yo Soy el Dios que se quedó oculto en la Eucaristía, para donarte todo el Amor de mi Sagrado Corazón en la comunión eucarística, por amor a ti; Yo Soy el que, por mi Divina Misericordia, te espera con los brazos abiertos, cuando traspases los umbrales de la muerte, para recibirte en el Reino de los cielos; Yo Soy el que quiero que me sigas cada día, por el camino de la cruz. Ése Soy Yo, Jesús de Nazareth, el que dio su vida en la cruz, por amor a ti, el que te da cada día todo su Amor en la Eucaristía”.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”


“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?” (Lc 9, 7-). El tetrarca Herodes oye hablar “muchas cosas de Jesús”, pero no acierta a saber “quién es”. Unos le dicen que es Juan el Bautista, que ha resucitado; otros, que es Elías, que se ha aparecido; otros, que es un antiguo profeta, que ha resucitado. En todos los casos, la figura de Jesús le llega a Herodes, envuelta en un halo de misterio, y como rodeada de algún hecho fuera de lo común, no perteneciente a este mundo, ya que todas las acciones que acompañan a los personajes con los cuales lo confunden, no pertenecen a este mundo: “ha resucitado”, o “se ha aparecido”, pero en ningún caso le dan la respuesta adecuada, porque todos lo presentan como a un hombre más entre otros: un hombre santo –un profeta-, pero no más que un hombre. Sea como sea, frente a la figura de Jesús, Herodes se muestra desconcertado y se pregunta quién es: “¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”, y la respuesta que le da el mundo que lo rodea, no le proporciona luz acerca de la Verdad sobre Jesús.
Muchos cristianos, al igual que Herodes, hemos oído “tantas cosas” acerca de Jesús, pero viendo cómo el mundo marcha hacia un abismo seguro, y viendo cómo en gran medida, los responsables de este desenfreno somos los cristianos, llamados a ser “luz del mundo y sal de la tierra”, desde el momento en que no damos testimonio de Cristo, o el testimonio que damos es demasiado débil, pareciera que, al igual que Herodes, estamos igual de confundidos, porque no acertamos a tener una idea clara acerca de quién es Jesús.
“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”, se pregunta Herodes en el Evangelio. También nosotros debemos, con mucha mayor razón, hacernos la misma pregunta: “¿Quién es Jesús?” pero, a diferencia de Herodes, no podemos nunca, como católicos y, por lo tanto, como poseedores del Magisterio de la Iglesia, conformarnos con la respuesta que nos dé el mundo, y ni siquiera con la respuesta que nos dé nuestra propia razón. Ante la pregunta de quién es Jesús, debemos acudir a la Santa Madre Iglesia, y es Ella quien nos lo dice, en el Credo Niceno-Constantinopolitano, el que rezamos todos los domingos; es la Santa Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo, procedente de Dios Padre, de la misma naturaleza del Padre; es la Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un simple hombre, sino “Dios de Dios, Luz de Luz”, “engendrado, no creado”, “por quien todo fue hecho”, que sufrió la Pasión por nuestra salvación, que resucitó y que se nos dona, glorioso y resucitado, en cada Eucaristía, porque es la misma Santa Iglesia, quien lo hace bajar del cielo, por la voz del sacerdote ministerial y por el prodigio de la transubstanciación, luego de convertir el pan y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, nos lo muestra y nos lo ofrece, también por intermedio del sacerdote ministerial, diciendo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, y nos lo ofrece como Pan Vivo bajado del cielo, para que nos comunique su Vida eterna, al recibirlo en la comunión eucarística.
También nosotros debemos preguntarnos: “¿Quién es Jesús en la Eucaristía?”. Y la Santa Madre Iglesia nos lo responde: “Es Dios Hijo encarnado, que se dona como Pan Vivo bajado del cielo, para donarte su Vida eterna y todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico”.


viernes, 19 de septiembre de 2014

“Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”


"El Reino de los cielos es como un padre de familia que salió de mañana a contratar trabajadores para su viña..."

(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2014)
         “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (Mt 19, 30 -20, 16). En esta parábola, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el padre de familia, propietario de la viña, es Dios; la viña, es la Iglesia; el trabajo, es la misión que cada uno desempeña en la vida y en la Iglesia; el día de trabajo, es la vida personal de cada uno y también la historia humana, desde el inicio hasta el Último Día, en el Día del Juicio Final; el capataz que reparte la paga, representa a San Miguel Arcángel, y también a los ángeles de Dios, que el Día del Juicio Final, separarán a los bienaventurados, de los condenados; el denario, la paga convenida por el trabajo, es el Reino de los cielos. Lo que llama la atención de la parábola es, precisamente, que todos reciban la misma paga, el mismo salario  -el Reino de los cielos-, siendo que unos trabajan más y otros menos. Lo que sucede es que el Reino de los cielos no puede dividirse y el hecho de que alguien ingrese en él es siempre un don de la infinita misericordia de Dios (Lc 8, 47; 15, 7).
         Jesús compara al Reino de los cielos con un “padre de familia” que es el propietario de una viña, que sale a contratar obreros, desde la madrugada hasta la tarde-noche, pero que a todos paga con el mismo salario. El padre va a la plaza al amanecer, a buscar hombres que estén esperando alguien que los contrate para trabajar y quedan de acuerdo en que el jornal del día será un denario. El padre de familia regresa a la plaza en busca de otros trabajadores a distintas horas: a las nueve, al mediodía y a las tres de la tarde. En estas otras contrataciones, no se menciona una suma concreta, sino sólo “un jornal justo”. Si lo trasladamos al modo de hacer negocios entre los seres humanos, el padre debería pagar a cada obrero tres cuartos, la mitad y un cuarto de denario respectivamente. Finalmente, y de un modo inesperado, una hora antes de la puesta del sol, el padre de familia contrata a los últimos de los que estaban ociosos, pero a estos los contrata más bien por compasión que por necesidad, puesto que ya no los necesitaba.
         Una vez que termina el día de trabajo, el capataz da órdenes de pagar a todos los trabajadores, y aquí es cuando sobreviene la sorpresa para muchos –y es lo que constituye, a su vez, lo esencial de la parábola[1]-, porque cuando la lógica humana esperaría que los primeros trabajadores, los que comenzaron a trabajar desde temprano por la mañana, recibirían más, o al menos un denario completo, mientras que los que llegaron sucesivamente más tarde, recibirían menos, sucede sin embargo lo inesperado: el padre de familia ordena al capataz que se pague a todos los jornaleros el mismo jornal, esto es, un denario.
La segunda orden que da el capataz, por indicación del patrón de la viña, es la de comenzar por los “últimos”, los recién llegados, y lo hace para que los primeros sean testigos de la paga generosa del patrón a los últimos. Los primeros trabajadores, observando cómo los últimos reciben la misma paga que ellos, habiendo trabajado solo una mínima parte del día y encima en las mejores horas, porque era ya hacia la noche, cuando no ya no hacía calor, se indignan y comienzan a protestar y a murmurar, aunque es uno solo el que protesta en nombre de todos, encabezando la protesta.  
El padre de familia, que ha dado la orden de que se pague en primer lugar a los últimos trabajadores, para que todos sean testigos de su generosidad, escucha la queja infundada e injusta de los primeros trabajadores, y se prepara a responder, y en esta respuesta está contenida la enseñanza de la parábola[2]. Entonces, resumiendo la situación, antes que el padre de familia responda, el estado de cosas es el siguiente: los que llegaron primero se quejan sólo de los “últimos”, no de los otros grupos, porque estos representan la –a su modo de ver- “injusticia” mayor: ¡han llegado últimos, han trabajado sólo una hora, con el fresco de la tarde, y reciben la misma paga que ellos, que fueron los primeros, que han estado trabajando desde la madrugada, y han estado expuestos a los rayos del sol todo el día! ¡Es demasiado injusto! 
         El representante de los obreros disconformes utiliza la expresión: “el peso del día”, la cual tiene una carga muy negativa en relación al patrón, al dueño de la viña, porque implica un prejuicio, un juicio negativo pre-formado; implica que ya, desde el inicio, se ha pensado mal del patrón; se ha pensado que los ha querido perjudicar desde el comienzo del trato laboral. En efecto, la expresión “el peso del día”, utilizada por el jornalero que se queja, argumentando injusticia por parte del padre de familia –son los que se quejan de Dios, acusándolo de injusto, por el motivo que sea; pueden ser también los cristianos "piadosos" pero que se escandalizan al saber que Dios puede salvar a un pecador que ha cometido pecados horrendos, aunque la condición para que lo perdone, en todo caso, es siempre el arrepentimiento de parte del pecador-, y de esta manera recuerda al que hablaba de igual modo en la parábola de las minas, que también pensaba mal de su Señor y que por eso no pudo servirlo bien, porque no lo amaba sino que “le tenía miedo” (cfr. Lc 19, 21-23)[3]
            Por el contrario, el obrero de la última hora pensó bien, puesto que esperó mucho de Él (cfr. Lc 7, 47) –esto quiere decir que lo amaba- y por eso recibió lo que esperaba, y así este obrero representa al cristiano que confía en Jesús –el que confía en Jesús es el que ama a Jesús- y lleva su yugo, que es “suave y ligero” (cfr. Mt 11, 29) y que obedece los  mandamientos del Padre que “no son pesados” (1 Jn 5, 3), sino dados para nuestra felicidad (Jer 7, 23) y como guías para nuestra seguridad (Sal 24, 8). 
              Por otra parte, en esto radica el acto elemental de la fe del cristiano, que es una relación filial de padre a hijo –es la relación del hombre como hijo de Dios, adoptado por el bautismo, con Dios Padre-, porque no puede construirse ningún vínculo de padre a hijo si éste no se considera como hijo, sino como un peón y cree que su padre lo quiere explotar como tal[4].
          De acuerdo con esto, una primera enseñanza entonces de la parábola, es que los primeros trabajadores, que piensan mal del padre de familia, representan a los cristianos que piensan mal de Dios –cometiendo pecado de injusticia contra Dios, porque Dios es infinitamente bueno e incapaz de hacer el mal- y por eso reciben –o creen recibir, mejor dicho- menos de lo que esperan, mientras que los últimos trabajadores, que piensan bien del padre de familia, representan a los cristianos que aman a Dios y que por lo tanto, establecen con Él la relación de Padre a hijo, recibiendo de Él todo lo que Él quiere darles, que es su Amor infinito, expresado en el Reino de los cielos, simbolizado en el denario.
Una vez escuchada la queja, y contrastando con el enfado y enojo de los que se quejan injustamente, el padre de familia se dirige al jefe de los descontentos con un tono suave y paternal, puesto que le dice: “amigo”, con lo que recuerda al padre del hijo pródigo dirigiéndose a su hijo mayor (cfr. Lc 15, 31); tampoco hay enojo en sus palabras cuando le dice: “Toma lo que es tuyo y vete”.
Le hace acordar, con mucha calma, el acuerdo que habían pactado al inicio de la jornada ambas partes y al cual ambas partes lo habían observado; es decir, le hace ver que nada de injusto hay en su proceder; luego de esto, le hace conocer su deseo: “Es mi deseo dar al último lo que he dado al primero”. En otras palabras, el padre de familia le hace ver, por un lado, que no ha hecho ninguna injusticia, por cuanto le ha pagado a los primeros, lo que había convenido en la paga y puesto que él es dueño de sus bienes, es dueño también de pagar lo que él quiera a los que quiera y con esto, no comete injusticia con nadie; sólo está demostrando la bondad de su corazón. Es decir, si alguien no solo no ha cometido ninguna injusticia de ninguna clase, y además ha sido justo en todo lo que ha hecho, ¿qué motivos tendría alguno para quejarse, si además de justo, esa persona se muestra también bondadosa? El que se queja –en este caso, el representante de los primeros trabajadores- de alguien que es justo y bondadoso –el padre de familia-, es, o porque no entiende la situación o, peor aún, porque, entendiendo, ve malicia en donde no la hay, con lo cual demuestra él poseer la malicia de la cual acusa al otro.
         Con esta parábola, Jesús explica entonces la generosidad del Amor de Dios, que quiere que todos los hombres nos salvemos y alcancemos el cielo, aun cuando no haya una justicia estricta[5], porque la parábola insinúa una cierta desconfianza en el valor de las obras en sí mismas, en ventaja de la generosidad de Dios. En otras palabras, para salvarnos, según esta parábola, Dios no miraría tanto a las obras, sino a su Misericordia Divina. Esto se deduce del hecho de que los primeros trabajadores trabajan más, obviamente –hacen más apostolado, rezan más, asisten más a misa-, y reciben lo mismo que los últimos –son los que, por diversas circunstancias, no llevan una vida cristiana por largos años de su vida-, pero tampoco es un desmedro de las obras, porque sí se tienen en cuenta las obras, aunque a la hora de la salvación de quienes están al borde de la condenación, Dios no escatima su Misericordia, donándola sin reservas, y eso es lo que significa esta parábola.
Además, otra consideración que se debe hacer, es que Dios mira también -a diferencia del hombre, que valora solo la duración del esfuerzo-, las disposiciones del corazón: de ahí que el pecador arrepentido encuentre siempre abierto el camino de la misericordia y el perdón en cualquier trance de su vida (Jn 5, 40). El trabajador último, que gana un denario –es decir, que gana el Reino de los cielos-, representa al que se salva en los últimos instantes de su vida, porque siendo un gran pecador toda su vida –setenta, ochenta, noventa años-, se arrepiente sin embargo, con una contrición perfectísima del corazón, mirando a la malicia del pecado y a la santidad y majestad divinas –que es en lo que consiste la contrición del corazón-, alcanzando, en los últimos segundos de su vida terrena, el ingreso al Reino de los cielos, haciendo realidad lo que Jesús le dice a Pedro, al contemplar el llanto compungido de María Magdalena, que baña sus pies con sus lágrimas y luego los unge con perfume: “Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor” (Lc 7, 36-50).
         “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”. Esta parábola de los obreros de la viña nos enseña, por lo tanto, no solo a pensar bien de Dios (Sab 1, 1) –por otra parte, es imposible pensar mal de Dios, y quien piense mal de Dios, o que Dios puede hacer algún mal, está cometiendo una grave injusticia contra Dios, desde el momento en que Dios es Amor y Bondad infinitas y es incapaz de cometer ni siquiera el más pequeñísimo acto de malicia-, sino a amarlo, por el solo hecho de ser Él quien es: Dios de infinita Bondad y de Amor infinito y Eterno, porque lo que enseña la parábola es que Dios quiere dar la misma paga, el Reino de los cielos, a todos sus hijos, es decir, Dios Uno y Trino quiere que todos sus hijos, todos los hombres, se salven, aun si esos hijos suyos son pecadores durante toda su vida. con tal de que se arrepientan, aunque sea en el último instante de su vida terrena.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 430ss.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. Mons. Dr. Juan Straubinger, La Santa Biblia. Traducción directa de textos primitivos, Universidad Católica de la Plata, 2007.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor”


“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer pecadora se acerca a Jesús, se arrodilla ante Jesús, baña sus pies con sus lágrimas, los seca con sus cabellos y los unge con perfume. Un fariseo, sentado a la mesa con Jesús, se escandaliza por el hecho de que es una pecadora; Jesús, leyendo el pensamiento del fariseo –Jesús lo podía hacer porque era Dios-, le hace ver a Pedro que la actitud de la mujer pecadora expresa un profundo amor porque le han sido perdonados muchos pecados, lo cual no sucede con aquellos a quienes le han sido perdonados pocos pecados. La actitud de la mujer pecadora –en quien está representada la humanidad pecadora que se arrepiente de sus pecados- es importante para comprender tanto la contrición del corazón, como la esencia del sacramento de la confesión, el cual muchas veces no alcanza su eficacia en las almas, al faltar lo que se da en la mujer pecadora y que es, precisamente, la contrición del corazón. En la contrición del corazón –es decir, en el arrepentimiento perfecto de los pecados-, el alma, tocada por la gracia santificante, tiene conciencia clara tanto de la malicia de sus pecados, como de la santidad de Dios Trino: en la contrición, el alma alcanza un arrepentimiento perfecto, porque la mueve a no querer pecar más, ni el temor al infierno, ni el deseo del cielo, sino el amor a Dios, a quien ha contemplado, en el silencio, en la intimidad y en la profundidad de su corazón. El alma contempla a Dios en su majestad, y en su Trinidad de Personas, en sí mismo, pero sobre todo lo contempla en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y en la Crucifixión de ese Verbo, y se da cuenta, también iluminada por la gracia, de que han sido sus propios pecados, los que han crucificado al Verbo de Dios, al Hombre-Dios Jesucristo. El alma se da cuenta también que cada pecado actual, es decir, cada tentación no combatida, cada tentación consentida, cada tentación, que a ella le provoca placer, a Jesús, crucificado, le provoca, por el contrario, más dolor; se da cuenta que sus pecados son la causa de la coronación de espinas, de la flagelación, de la crucifixión, y se duele profundamente, y ahí comienza la contrición, la trituración del corazón, por así decirlo, por el dolor y por el amor, porque se duele por haberle provocado tanto dolor -hasta llegar a la muerte de su Dios Encarnado- con sus pecados, y comienza a amarlo con locura. Entonces, ya no es que teme tanto al Infierno -que lo sigue temiendo-, ni es que desea tanto el cielo -que lo sigue deseando-, sino que empieza a amar con locura a su Dios, y por lo tanto, toma la firme determinación de no pecar más, no tanto por temor al infierno, y tampoco por deseo del cielo, sino por verdadero dolor de los pecados y por un profundo amor a su Dios Encarnado y por él crucificado. 
Esta contrición del corazón está expresada en la oración atribuida a Santa Teresa de Ávila[1]: “No me mueve mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte./Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido;/muéveme el ver tu cuerpo tan herido;/muéveme tus afrentas y tu muerte,/Muéveme en fin, tu amor de tal manera/que aunque no hubiera cielo yo te amara/y aunque no hubiera infierno te temiera./No me tienes que dar por que te quiera,/porque aunque cuanto espero no esperara/lo mismo que te quiero te quisiera./”.
En el caso de la mujer pecadora –muchos dicen que es María Magdalena-, la contrición del corazón se expresa en las abundantes lágrimas que bañan los pies de Jesús y en el derramar el perfume para ungirlos con él, pero se acompaña además de un profundo cambio de vida, puesto que la Tradición habla de la conversión y de la santidad de vida de María Magdalena, desde el momento del perdón de Jesucristo, hasta del día de su muerte (de hecho, es una de las grandes santas de la Iglesia Católica).
“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor”. La contrición perfecta de María Magdalena, el arrepentimiento perfecto de sus pecados, fruto de la contemplación del Amor de Dios materializado en Jesucristo y su propósito de enmienda, expresados en su santidad de vida posteriores a su encuentro personal con Jesús, son el ejemplo para todo penitente que se acerca a la confesión sacramental, para que la confesión sacramental no sea algo rutinario, mecánico, vacío, sino un encuentro íntimo, personal, y un diálogo de amor entre un Dios que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8) y un penitente que es “nada más pecado”, como dicen los santos, pero que está dispuesto a dejarse transformar, por la gracia santificante, en ese Dios Amor, porque ése es el objetivo de la Confesión sacramental: transformar al penitente, que es “nada más pecado”, en una participación y en una imagen viviente del “Dios Amor”. La escena del Evangelio es una imagen de lo que debería suceder en toda confesión sacramental: el penitente debería acudir a la confesión sacramental movido no solo por el dolor de los pecados, sino ante todo, movido por el deseo de ser transformado en una copia viviente del Dios Amor; para obtener esa gracia, es que debe invocar a María Magdalena, ejemplo de arrepentimiento y de contrición perfecta del corazón.




[1] Aunque algunos lo atribuyen a San Juan de Ávila: ya que la idea central del soneto aparece en su obra “Audi filia” en las siguientes palabras: “Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra”. -cap. L. El soneto apareció por primera vez impreso en la obra titulada Vida del Espíritu (Madrid, 1628), del doctor madrileño Antonio de Rojas; cfr. http://www.corazones.org/jesus/poesia/a_cristo_doliente.htm

martes, 16 de septiembre de 2014

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”


“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron” (Lc 7, 31-35). Jesús nos presenta una imagen evangélica en la que dos grupos de jóvenes se encuentran en una plaza "hablando unos con otros"; uno de los grupos intenta atraer la atención del otro grupo, para lo cual utiliza dos estrategias musicales opuestas: toca ritmos alegres con la flauta primero, y luego canta "cantos fúnebres", fracasando en ambos intentos, puesto que el segundo grupo de jóvenes permanece indiferente a una y otra actividad. Con el ejemplo de estos jóvenes del segundo grupo de la plaza a los cuales nada les viene bien, porque ya sea que se comparta con ellos la alegría –tocar la flauta-, o se comparta con ellos el dolor –entonar cantos fúnebres-, puesto que se mantienen siempre indiferentes permaneciendo aislados en su encierro egoísta, Jesús ejemplifica a “esta generación”, es decir, la humanidad entera que, como consecuencia del pecado original, se obstina en rechazar el mensaje de la salvación que viene de parte de Dios, ya sea en la persona del Bautista, que llama a la penitencia y a la austeridad –no come ni bebe-, o en la Persona misma de Jesucristo, que comparte la mesa con los pecadores –por eso dice Jesús que el “Hijo del hombre, que come y bebe”-. En otras palabras, Dios envía, primero, al Bautista, que predica un mensaje de austeridad, y es rechazado, porque predica la austeridad, siendo acusado de “demonio”; luego envía al mismo Mesías en Persona, que “come y bebe” con los pecadores, y es acusado de “glotón y borracho”; por eso la humanidad es como estos jóvenes de la plaza, a quienes nada les viene bien, porque en el fondo, lo que no quieren, es la conversión.
Entonces, si el primer grupo de jóvenes representa a la humanidad caída en el pecado original, el segundo grupo, el que intenta atraer la atención del segundo  grupo, representa a su vez a los que anuncian el Evangelio, es decir, es la Iglesia en su acción misionera y apostólica, que busca a las ovejas perdidas, a los hombres de todos los tiempos, que heridos por el pecado original -y en consecuencia, sus mentes oscurecidas perciben con suma dificultad a la Verdad Absoluta que es Dios y sus voluntades debilitadas escasamente desean el Bien Infinito que es Dios, pero no se deciden a conseguirlo por medio de actos concretos-, no atinan a encontrar el camino para llegar a Dios y los pocos que lo hacen, lo hacen con suma dificultad y luego de mucho esfuerzo y a costa de grandes sacrificios. Los misioneros son quienes prolongan a Jesús, Buen Pastor, que desciende con su cayado, la cruz, hasta este “valle de lágrimas”, para buscar a la oveja perdida, la humanidad, y así llevarla sobre sus hombros; la Iglesia “se alegra con el alegre”, y “llora con el que está triste” –es decir, incultura el Evangelio, sin alterar un ápice el dogma-, pero muchos hombres buscan los más inverosímiles pretextos para no convertirse, para no dejarse amar por el Amor de Dios, que los busca, incansablemente, a través de la actividad misionera de la Iglesia.
“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”. Los jóvenes del pasaje evangélico representan a la inmensa mayoría de los hombres que, inmersos en la mundanidad, hacen oídos sordos al mensaje del Evangelio y prefieren seguir inmersos en el mundo, antes que seguir a Jesucristo por el camino de la cruz: una simple constatación se puede observar en las iglesias vacías o semivacías todos los días de la semana, y sobre todo en los días domingos -Día del Señor, Dies Domini-, en el que la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, la obra más espléndida y magnífica de la Santísima Trinidad, obra por la cual el Cordero de Dios renueva, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio del Calvario, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el cáliz -tal como hace veinte siglos entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, sea despreciada, y más que despreciada, horriblemente ultrajada, menospreciada, vilipendiada, al ser pospuesta de un modo ignominioso por espectáculos mundanos, por simple pereza o por actividades que son lisa y llanamente pecaminosas.

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron (…) Pero la Sabiduría es reconocida como justa por todos sus hijos”. Si el mundo no reconoce a Jesucristo, Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y si el mundo prefiere hacer oídos sordos a la actividad misionera de la Iglesia, que por todos los medios a su alcance busca salvar a la oveja perdida, “los hijos de la Sabiduría”, es decir, los hijos de Dios, que son también los hijos de la Virgen, sí reconocen en cambio a su Dios encarnado, Prisionero de Amor en el sagrario, que se dona a sí mismo sin reservas, en cada Santa Misa. Y, puesto que lo reconocen, los hijos de la Sabiduría, los hijos de Dios, “creen, esperan, adoran y aman”, por quienes “no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman” –tal como les enseñara el Ángel a los pastorcitos en Fátima-, mientras esperan su Segunda Venida, y por eso, mientras creen, esperan, adoran y aman a Jesús en la Eucaristía, los hijos de la Iglesia, los hijos de la Sabiduría Encarnada, claman por su Venida en la gloria, diciéndole: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

sábado, 13 de septiembre de 2014

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


(Ciclo A – 2014)
         ¿Por qué los cristianos celebramos la “Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz”? ¿Por qué los cristianos “exaltamos” la cruz? ¿Acaso la cruz no es un instrumento de tortura, de humillación, de muerte y de muerte violenta, extrema, humillante, cruel? ¿Cómo puede ser que los cristianos no sólo celebremos, sino que exaltemos –que es más que celebrar, porque es celebrar con más alegría, si cabe- la cruz, un instrumento tan cruel? Los romanos reservaban la muerte de cruz para los peores criminales, y habían establecido que las ejecuciones en la cruz fueran públicas, para que todos vieran la crueldad extrema a la que ellos eran capaces de llegar en la aplicación de la ley, con el objetivo de disuadir a los potenciales criminales, de manera tal de ejercer un efecto preventivo en la delincuencia y en los que quisieran atentar contra el Imperio Romano y contra el Emperador de Roma. Viendo a los delincuentes morir de una forma tan atroz en la cruz –los delincuentes morían en medio de terribles dolores, lancinantes, quemantes, por los clavos, pero además sufrían falta de aire por la posición del crucificado-, las autoridades romanas esperaban disuadir tanto a los potenciales agitadores contra el Imperio, como a los ladrones de poca monta. Sea como sea, la muerte en cruz era una muerte cruel, atroz, feroz, salvaje, humillante, propia de pueblos bárbaros, que choca profundamente a la sensibilidad de cualquier hombre y mucho más a nuestra sensibilidad de hombres “ilustrados”, racionales, tecnológicos del siglo XXI.
También la pregunta surge cuando vemos a Jesús crucificado y lo contemplamos con sus múltiples heridas, con su corona de espinas que le taladran su Sagrada Cabeza y le hacen correr abundante Sangre, que bañan su Santa Faz por completo; cuando contemplamos sus manos y pies perforadas por gruesos clavos de hierros; cuando contemplamos su Sacratísimo Cuerpo cubierto de golpes, de hematomas, de flagelaciones, de heridas abiertas; cuando contemplamos su Costado traspasado, por donde fluyen la Sangre y el Agua. Cuando contemplamos a Jesús, así tan malherido en la cruz, es que nos volvemos a preguntar, ¿por qué los cristianos, más que celebrar, exaltamos -y todavía más, adoramos- la cruz?
Y la respuesta nos viene de lo alto, y se hace escuchar en lo profundo del corazón, en el silencio de la contemplación a Cristo crucificado: porque el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Jesucristo, el Hijo Eterno del Padre, hecho hombre para nuestra salvación; el que cuelga de un madero no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios; el que cuelga del madero es Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios y como Él es el Hombre-Dios, Él puede, con su poder divino, con su omnipotencia, con el poder de su Amor, transformar el instrumento de muerte y de humillación inventado por el hombre, que es la cruz, en instrumento de vida y de gloria. Nosotros, los hombres, con nuestros pecados, lo subimos en una cruz con nuestra malicia, con nuestros pecados, y le dimos muerte de cruz, muerte humillante y dolorosa, pero como Él es Dios, Él, con su poder omnipotente, con la fuerza de su Amor, transformó la muerte en vida, la humillación en gloria y así la cruz, de instrumento de muerte y de humillación del hombre, se convirtió, en Cristo Jesús, en Trono de Gloria y de Vida eterna, porque el que reina en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, el Señor Jesús, Dios Hijo encarnado.
Aquí está, entonces, la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos celebramos, exaltamos, adoramos, la Santa Cruz: porque el que está crucificado es Jesucristo, el Hombre-Dios, el Rey de la gloria, y el Él transforma, con su poder divino, a la muerte en vida y a la humillación en gloria y así la cruz se vuelve, con Él, en estandarte victorioso y triunfante de Dios, que obtiene un triple triunfo, sobre los tres enemigos mortales del hombre: la muerte, el pecado y el demonio, y este triple triunfo será también un motivo para celebrar, exaltar y adorar la cruz. Cristo en la cruz triunfa sobre la muerte, porque Cristo muere en la cruz pero luego resucita, y así con su Vida eterna, da muerte a la muerte, resucitando para no morir más; Cristo en la cruz triunfa sobre el pecado, porque Cristo muere en la cruz a causa del pecado del hombre y Él, al derramar su Sangre Preciosísima -como había cargado sobre sí mismo los pecados de todos los hombres de todos los tiempos-, portadora del Espíritu Santo, lava los pecados de todos los hombres, quitándolos de una vez y para siempre y por eso Él es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cfr. Misal Romano), porque con su Sangre derramada en la cruz, quita los pecados de los hombres, para darles a cambio, con la bebida de esta misma Sangre, su gracia santificante y con su gracia, su Vida eterna; por último, Cristo en la cruz triunfa también sobre el Demonio, porque Cristo subió a la cruz por la malicia de los hombres que actuaron con su propia malicia, pero también actuaron instigados y bajo las órdenes del Ángel caído, Satanás, y de todas las huestes del infierno, que se desencadenaron contra el Hombre-Dios para tratar de vencerlo, pero como Cristo es Dios, Cristo venció a Satanás y a todas las huestes infernales en la cruz, de una vez y para siempre, de manera tal que el demonio, que había triunfado sobre el hombre en un árbol -el árbol de la ciencia del bien y del mal, en el Paraíso terrenal-, fue vencido también en un árbol, el Árbol Santo de la cruz,  como dice el Misal Romano en su Prefacio. 
Además, puesto que el poder que emana de la cruz es tan grande y tan fuerte, por la Santa Cruz no solo se cumplen las siguientes palabras de Jesucristo: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 18), sino también las siguientes: “Al Nombre de Jesucristo, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil 2, 10-11): esto quiere decir que el poder divino que emana de la cruz se hace sentir en el cielo, en la tierra y en el Infierno: en el cielo, porque la cruz brilla eternamente en los cielos, como signo de la victoria eterna que el Hombre-Dios consiguió en el Calvario para el hombre; en la tierra, porque la cruz es el signo victorioso que enarbola la Iglesia Peregrina en la tierra contra sus enemigos infernales; y en el Infierno, porque la fuerza de la omnipotencia divina que brota de la cruz se hace sentir hasta en el último rincón del Infierno, porque hasta allí se hace sentir el poder de Dios que brota de la cruz, acorralándolo al Demonio en su madriguera, haciéndolo aullar de terror y de pavor ante la vista de la cruz, así como una bestia acorralada grita enloquecida de terror antes de ser aniquilada por su cazador. Por eso Santa Teresa de Ávila decía: “Antes, yo temía al demonio, pero con Cristo en la cruz, ahora es el Demonio el que me teme a mí”.
Por todo esto es que celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz, porque Cristo venció en ella a la muerte, al pecado y al demonio, pero además, Jesucristo no solo derrotó a nuestros tres enemigos mortales en la cruz, sino que además nos abrió las puertas del cielo, porque Él lo dice en el Evangelio: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) y Él en la cruz es el Camino para ir al Padre, es la Verdad que nos lo hace conocer y es la Vida divina que nos hace vivir con la vida misma de Dios, porque desde la cruz, Jesús nos envía el Espíritu Santo con su Sangre derramada y el Espíritu Santo, en un movimiento de descenso y luego de ascenso, nos incorpora a Él y nos conduce al seno del Eterno Padre, por eso Jesús dice: “Nadie va al Padre sino es por Mí” (Jn 14, 6).
Entonces ya sabemos la respuesta a la pregunta de por qué los cristianos no solo celebramos, sino que exaltamos y adoramos la cruz:
-Exaltamos y adoramos la cruz, porque el que cuelga en el madero es el Kyrios, el Rey de la gloria, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Hijo Eterno del Padre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque la cruz está empapada con la Sangre del Cordero de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque muriendo en la cruz, Jesucristo dio muerte a nuestra muerte y nos hizo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque Jesucristo lavó nuestros pecados con su Sangre al precio del sacrificio de su vida en la cruz.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque en el Árbol de la cruz, Jesucristo derrotó al enemigo infernal de las almas, de una vez y para siempre.
-Exaltamos y adoramos la cruz porque desde la cruz, Jesucristo nos envió el Espíritu Santo para incorporarnos a su Corazón traspasado, y por su Corazón traspasado, puerta abierta al cielo, al seno eterno del Padre, porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Santa Cruz.

Por último, como la Santa Misa, la Eucaristía, es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, también, por las mismas razones, celebramos, exaltamos y adoramos la Eucaristía.

viernes, 12 de septiembre de 2014

“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”


(Domingo XXIV – TO – Ciclo A – 2014)
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Pedro, llevado por la casuística rabínica, que consideraba al número siete como perfecto, pregunta si debe perdonar las ofensas del prójimo hasta siete veces: de esta manera, llegada a la octava ofensa, el justo quedaba eximido del perdón y en vez del perdón podía aplicar la venganza. Para su sorpresa, Jesús le responde: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”, con lo cual le quiere decir: “siempre”. El cristiano, por lo tanto, en virtud de la Ley Nueva de la caridad de Cristo, está obligado, por esa ley del amor, a perdonar siempre a su prójimo, aun cuando esa ofensa se repita en el tiempo, es decir, aun cuando esa ofensa se renueve día a día, todos los días de su vida, porque el perdón cristiano no está condicionado por la magnitud de la ofensa recibida.
         ¿Cuál es el fundamento del perdón cristiano? Primero, podemos considerar cuáles no son los fundamentos del perdón: no son ni el paso del tiempo –perdono porque ya pasó mucho tiempo-, ni la bondad del corazón del hombre –perdono porque soy bueno-, ni porque la ofensa fue reparada –perdono porque me pagaron moral o materialmente la ofensa que me hicieron-; tampoco es fundamento del perdón cristiano el que me vengan a pedir perdón: perdono porque me pidieron perdón; tampoco el hecho de que haya cesado la causa de la ofensa -perdono porque ya no me ofenden más. Ninguno de estos motivos constituyen el fundamento del perdón cristiano, porque estos son motivos meramente humanos, naturales. El fundamento del perdón, por parte del cristiano, viene de lo alto, del cielo. Para saber de dónde viene, el cristiano debe, en primer lugar, arrodillarse ante Jesús crucificado y elevar sus ojos hacia Él y hacia la Virgen de los Dolores, que está de pie, al lado de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza en la cruz. Sólo así, en la oración ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá el fundamento de porqué tiene que perdonar a su prójimo “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida, e independientemente de la duración en el tiempo de esa ofensa: el cristiano tiene que perdonar hasta "setenta veces siete", es decir, infinitas veces, a su prójimo, porque infinito es el perdón que ha recibido él mismo desde la cruz, por parte de Jesucristo. Y no solo Jesucristo lo ha perdonado: también lo han perdonado la Virgen -le perdona que le haya matado al Hijo de su Amor- y Dios Padre -le perdona que le haya matado a su Hijo Único, al que Él había enviado a encarnarse en el seno de María-. Al pie de la cruz, el cristiano comprende que ha recibido un triple perdón, de origen celestial, y que ése es el fundamento por el cual él no tiene ninguna excusa, de ningún motivo, para no perdonar a su prójimo, cualquiera sea la ofensa que éste le haga, aún si éste le hace la máxima ofensa que puede cometer un hombre contra otro, como es el de arrebatarle la vida: ha recibido el perdón de Jesucristo, que lo perdona desde la cruz; ha recibido el perdón de la Virgen, que está al pie de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza por sus pecados, pero en vez de clamar venganza a la Justicia Divina por la muerte de su Hijo, clama perdón para el pecador; por último, el pecador ha recibido, desde el cielo, el perdón de Dios Padre, que lejos de descargar, como debería hacerlo, todo el peso de la Justicia Divina, porque le ha asesinado a su Hijo Unigénito, envía al Espíritu Santo, al Amor Divino, como sello y prenda del perdón para el pecador, que se derramará sobre los hombres junto con la Sangre del Cordero, cuando el Corazón de su Hijo sea traspasado por la lanza del Soldado romano.
         Arrodillado ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá entonces, que Cristo lo perdona, que la Virgen lo perdona y que Dios Padre lo perdona, y todavía más, que Dios Padre no solo lo perdona, sino que junto con Dios Hijo, le envía el Espíritu Santo, por medio de la Sangre que brota del Corazón traspasado de su Hijo Jesús en la cruz. Y es así como, arrodillado al pie de la cruz, el cristiano recibe de parte de Dios Padre el don inapreciable de la Sangre del Cordero que cae sobre su cabeza, quitándole sus pecados y lavándole la malicia de su corazón, porque la Sangre del Cordero es portadora del Espíritu Santo; Jesús es el Cordero “como degollado” del Apocalipsis (1, 5) cuya Sangre purifica y lava el alma, quitándole la negrura y el hedor del pecado, dejándola resplandeciente y perfumada con el perfume de la gracia divina.
Quien es consciente de que la Sangre del Cordero cae sobre él para quitarle sus pecados y concederle la vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios –esto es lo que sucede en el Sacramento de la Confesión-, no puede, de  ninguna manera, volver a manchar su alma con el pecado de la venganza y del rencor, del enojo y de la impaciencia, levantando su mano o su voz, o generando pensamientos y sentimientos de enojo contra su prójimo; si así lo hace, vuelve a manchar su alma, que había quedado limpia y brillante por la acción de la Sangre del Cordero y su alma y su corazón vuelven a quedar contaminados con la mancha pestilente del pecado de la venganza, del enojo y del rencor, es decir, de la falta del perdón, y así el cristiano, arrojando por el piso la corona de luz y de gloria que Cristo le había conseguido al precio de su Sangre derramada por su sacrificio en la cruz, vuelve a convertirse en enemigo de Dios y en enemigo de su prójimo, y todo por negarse a perdonar a su prójimo, es decir, por cometer el pecado de orgullo, el mismo pecado que cometió Satanás en el cielo y que le valió ser expulsado de la presencia de Dios para siempre.
         Entonces, el cristiano puede elegir entre perdonar, y así convertir su corazón en un nido de luz, en donde vaya a posarse la dulce paloma del Espíritu Santo, con lo cual el cristiano se convertirá en un foco que irradiará luz, amor, paz, serenidad, alegría, justicia, o puede el cristiano elegir el no recibir el perdón de Cristo en la cruz, y quedarse con su rencor y no perdonar a su vez a su prójimo enemigo, convirtiendo a su corazón en una cueva oscura y negra, adonde vayan a refugiarse toda clase de alimañas –escorpiones, arañas- y animales salvajes –lobos, chacales-, convirtiéndose en un foco de discordia, de desunión, de enfrentamiento y también en enemigo de Dios.
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús nos manda a perdonar hasta “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida; nos manda “amar a nuestros enemigos” (cfr. Mt 5, 43-45); nos manda “bendecir a los que nos odian”; nos manda “hacer el bien a los que nos persiguen”, porque solo así estaremos participando de su cruz; solo así estaremos lo estaremos imitando a Él en su mansedumbre y en su humildad; sólo así nuestro corazón será transformado, por la gracia, en una imagen y en una copia viviente de su Sagrado Corazón, “manso y humilde”; sólo así se hará realidad en nuestras vidas lo que Jesús quiere de nosotros, que seamos como Él: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); sólo así, la ofensa que hemos recibido de parte de nuestro prójimo, y que fue permitida por Dios, para que crezcamos en la santidad y para que seamos perfectos en el Amor, es decir, para que seamos una copia viviente del Sagrado Corazón de Jesús y una imitación viva del Inmaculado Corazón de María, por el Amor y la mansedumbre, será realidad, porque nuestro corazón, al perdonar a nuestro prójimo, se convertirá en un nido de luz, en donde vendrá a reposar la dulce paloma del Espíritu Santo, que lo inhabitará y lo colmará con sus dones y lo perfumará con su Presencia, y así nuestro corazón podrá irradiar la santidad divina: amor, paz, luz, alegría, justicia, fortaleza, templanza. De esa manera, comprenderemos que si Dios permitió que nuestro prójimo nos ofendiera, era para que participáramos de la cruz de Jesús, y que cuanto más grave era la ofensa, era porque nos quería más cerca de la cruz de Jesús. Al perdonar a nuestro prójimo en nombre de Jesús, nuestro corazón se vuelve, por lo tanto, en una imagen y en una copia perfecta del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, y el plan de Dios Padre para nosotros, se hace realidad, porque el Espíritu Santo viene a inhabitar en él, porque se convierte en un nido de luz, que atrae a la dulce paloma del Espíritu Santo, enviada por Dios Padre.
De lo contrario, si nos rehusamos perdonar, habremos perdido esta oportunidad, ya que el corazón se convierte en una cueva negra, oscura, fría, refugio de alimañas y animales salvajes; refugio de escorpiones, de arañas venenosas, de serpientes, de lobos y chacales, es decir, refugio de ángeles caídos, que comienzan a destilar su odio angélico, preternatural, que se traduce en pensamientos negativos de venganza, de resentimiento, de odio, de rencor, de malicia, que buscan la destrucción de nuestro prójimo y que blasfeman contra Dios en todo momento.
“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús no nos obliga a llevar la cruz, porque Él nos dice: “El que quiera seguirme, que cargue su cruz de cada día y me siga” (Mt 16, 24); Jesús no nos obliga a perdonar; Jesús no cambiará nuestra libre decisión de perdonar o de no perdonar, pero tenemos que saber que si no perdonamos, no somos misericordiosos, y por lo tanto, nos alejamos en una dirección que es la diametralmente opuesta a la dirección de la cruz, es decir, de la salvación ofrecida por Dios Uno y Trino y Dios no intervendrá en nuestra libre decisión, pero si no perdonamos a nuestros enemigos, nos hacemos reos de la Justicia Divina y por lo tanto, reos de muerte y de muerte eterna, ya que eso es lo que dice la Escritura: “Delante del hombre están la muerte y la vida, lo que él elija, eso se le dará” (Eclo 17, 18). Quien elige no perdonar, se aparta de la Misericordia Divina, y elige pasar por la Puerta de la Justicia Divina. Por el contrario, quien elige perdonar a su prójimo, elige también, para sí mismo, la Misericordia Divina, pero lo más importante de todo, es que configura su corazón al Corazón misericordioso del Hombre-Dios Jesucristo.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

“Amen a sus enemigos”


Cristo del Amor

“Amen a sus enemigos” (Lc 6, 27-36). Este mandato es la prueba de que la religión católica es de origen divino, porque es imposible de cumplir con las fuerzas humanas. A un enemigo, naturalmente, con las fuerzas humanas, máximamente, se lo puede perdonar, pero no “amar”; puede uno reconciliarse con él, pero no hasta llegar al punto de “amarlo”. Luego de superado el impulso de destruirlo –porque por eso es “enemigo”, de lo contrario, sería “amigo”-, todo lo que alcanza a hacer la naturaleza humana es la reconciliación, y a establecer las paces. Podría haber incluso un cierto amor de amistad, pero no en el grado y cualidad en el que Jesús lo requiere, cuando dice: “amen a sus enemigos”.
Entonces, surge la pregunta: ¿cómo cumplir el mandato de Jesús? Primero, recordando las Escrituras: “Cristo es nuestra paz; con su Cuerpo en la cruz derribó el muro de odio que separa a judíos y gentiles, porque en Él tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu” (cfr. Ef 2, 14-15); luego, contemplándolo a Él mismo en la cruz, y considerando que Él dio su vida por todos y cada uno de nosotros, siendo nosotros sus enemigos y cómo, habiéndole nosotros quitado la vida, Jesús no pidió venganza al Padre mientras moría, sino que clamó piedad y misericordia para nosotros, que le arrancábamos la vida a fuerza de golpes, por nuestros pecados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). También esa fue la oración de la Virgen, al pie de la cruz: siendo nosotros los que matábamos al Hijo de su Amor, la Virgen no clamó venganza ni justicia contra nosotros, sino que elevó a Dios Padre el mismo clamor de piedad que su Hijo Jesús, intercediendo por nosotros, y pidiendo piedad y misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Tanto Jesús, como la Virgen, nos amaron a nosotros, siendo sus enemigos, y así nos dieron ejemplo de cómo amar a los enemigos: hasta la muerte de cruz. Pero también Dios Padre es nuestro ejemplo, porque Dios Padre, podría haber respondido negativamente al pedido de clemencia, tanto de su Hijo Jesús, como de la Virgen, y sin embargo, Dios Padre responde con misericordia enviando al Amor que brota de las entrañas de su Ser eterno trinitario, espirando Él y su Hijo al Espíritu Santo, en el momento en el que el soldado romano traspasa el costado de Jesús y hace brotar Sangre de su Sagrado Corazón. Dios Padre responde con su Divina Misericordia, a la malicia del hombre, enviando al Espíritu Santo, que se difunde sobre el mundo junto con la Sangre y el Agua que brotan del Corazón traspasado de su Hijo Jesús en la cruz, y así nos da ejemplo de cómo amar a los enemigos, porque derrama sobre nosotros su Divina Misericordia, siendo nosotros sus enemigos. En vez de aniquilarnos, hace caer sobre nosotros la Sangre de su Hijo, y como esta Sangre es la Sangre del Cordero, al caer sobre nosotros, nos quita los pecados, nos purifica, nos regenera, nos re-crea, nos hace nacer a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios y nos hace herederos del Reino de los cielos. La Sangre derramada de Jesús en la cruz es la garantía y el sello indeleble del perdón divino y, todavía más que el perdón, de nuestro ascenso a la categoría de hijos adoptivos de Dios y herederos del Reino. Y no contento con esto, Dios Padre, además, organiza para nosotros un banquete festivo, anticipo del banquete que dura para siempre, el banquete del Reino de los cielos, y Él mismo nos sirve a la mesa, sirviéndonos alimentos exquisitos, alimentándonos a nosotros, que éramos sus enemigos, con el Pan Vivo bajado del cielo, con la Carne del Cordero, y nos da a beber el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre de su Hijo Jesús, la Santa Eucaristía.

“Amen a sus enemigos”. Quien quiera saber cómo debe amar a sus enemigos, solo debe contemplar a Jesús crucificado, a la Virgen al pie de la cruz, a Dios Padre que nos perdona; y si alguien necesita del Amor para perdonar y amar a sus enemigos, con el mismo Amor con el que Cristo nos amó y nos perdonó, no tiene otra cosa que hacer que alimentarse de la Eucaristía, en donde está contenido el Amor en Persona, el Espíritu de Dios, que hace arder y vuelve incandescente al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Después de todo esto, ningún cristiano tiene excusas de ninguna clase, para no amar a sus enemigos, hasta la muerte de cruz, como lo hizo Jesús con nosotros.

martes, 9 de septiembre de 2014

“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!”


“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20-26). Jesús proclama las Bienaventuranzas, y dentro de los bienaventurados, están los “pobres”: “Felices los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece”. En contraposición, los desgraciados, los “in-felices”, los “des-venturados”, son los “ricos”, quienes son merecedores de sus “ayes”: “¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo!”. Todo indica que en la vida eterna, las cosas se invierten totalmente y quienes en esta vida parecen infelices –los pobres, los que carecen de todo-, en la otra vida son felices; por el contrario, quienes en esta vida parecen tenerlo todo y nadar en la abundancia, en la otra vida, sufrirán carestía para siempre. La cuestión entonces pasa por saber qué es ser “pobre” y qué es ser “rico”, porque de eso depende nuestra felicidad eterna. Ser “pobre”, en el lenguaje de Jesús, es, en primer lugar, el pobre material, el que carece de fortuna material, pero no solo eso, puesto que el hombre no es solo materia, sino materia y espíritu; por lo tanto, el pobre que se hace merecedor y acreedor del Reino de los cielos, es aquel que, además de ser pobre de bienes materiales, es pobre de espíritu, es decir, es aquel que se reconoce miserable en sí mismo, carente de bienes espirituales –fortaleza, sabiduría, templanza, bondad, caridad, amor- y, en consecuencia, necesita de Jesucristo, así como un mendigo necesita de las limosnas que un hombre acaudalado y generoso le proporciona misericordiosamente.
Éste es el verdadero “pobre”, el pobre que es pobre doblemente, tanto de bienes materiales, como de bienes espirituales[1], porque ese tal, participa de la pobreza de la cruz de Jesús: allí Jesús es el Rey de los pobres: materialmente, no tiene nada, porque todo lo que tiene, se lo ha prestado Dios Padre, y es lo materialmente necesario para llegar al Reino de los cielos –la cruz de madera, el letrero que dice “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”-, los clavos de hierro, la corona de espinas-, y el paño con el que está cubierto es de su Madre, la Virgen; es decir, nada material le pertenece, y por eso es el Rey de los pobres; pero es también pobre espiritualmente, porque si bien es el Hombre-Dios, en la cruz, Jesús quiere experimentar la agonía del hombre y la muerte, para vencerlas y derrotarlas definitivamente, y por eso se ve despojado de toda la seguridad que le brinda su divinidad, y así Jesús, siendo Dios, experimenta el vacío de la agonía y de la muerte, siente la falta de fuerzas frente a la muerte, para participar de la suerte de la humanidad, para poder restaurarla con su gracia y darle vida con el poder de su Sangre.
“Felices los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece”. Los que son verdaderamente pobres de cuerpo y de alma –un rico de bienes materiales también puede ser pobre, si administra sus bienes en favor de los más necesitados-, están también necesitados de alimento, como todo pobre, pero no tanto de alimento terreno, sino de un alimento que no se consigue en la tierra, un alimento de origen celestial, sobrenatural; un alimento que lo proporciona la Santa Madre Iglesia para sus hijos pródigos: el Pan de Vida eterna, el Maná verdadero, el Pan Vivo bajado del cielo, la Carne del Cordero de Dios, el Pan de los ángeles, que contiene en sí todas las delicias, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. El pobre que come de este Pan, es el más rico de todos los hombres, porque nada más necesita para ser feliz, ni en esta vida, ni en la otra, y por eso se vuelve heredero del Reino de los cielos, haciéndose acreedor de la Nueva Bienaventuranza proclamada por la Iglesia desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico: “Bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los invitados al banquete celestial; bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los pobres que se alimentan de la Eucaristía”.




[1] Contrariamente a lo que sostienen algunos, para quienes los bienaventurados son solo pura y exclusivamente los pobres materiales; para estos, negadores de una realidad trascendente y sobrenatural, el “Reino de los cielos” es inmanente y no trasciende los límites témporo-espaciales del hombre ni de la razón humana.

“Jesús subió a la montaña a orar (…) luego eligió a sus discípulos (…) expulsó demonios y curó a la multitud”


“Jesús subió a la montaña a orar (…) luego eligió a sus discípulos (…) expulsó demonios y curó a la multitud” (Lc 12, 6-19). El Evangelio nos relata que Jesús “subió a la montaña y pasó toda la noche” en oración. El hecho de “subir a la montaña” tiene un sentido simbólico, porque significa que el hombre asciende, sube, al encuentro, solitario, con Dios; además, se trata de un ascenso arduo, difícil, puesto que escalar una montaña nunca es una tarea fácil, y tampoco lo es la oración en tiempos de sequedad y aridez, simbolizados en la ascensión. Además de la idea implícita de sacrificio, el ascenso a la montaña significa también anhelo y deseo de encuentro a solas con Dios y este encuentro se produce mediante la oración.
El hecho de que la oración de Jesús se realice en horas de la noche también tiene un significado simbólico, porque la noche es el momento en el que el hombre está más desprotegido frente a las acechanzas del espíritu maligno que aprovecha, de modo artero y traicionero, la situación de reposo fisiológico y la disminución natural del estado de vigilia para atacarlo con alevosía; entonces Jesús reza de noche para advertirnos que debemos recurrir a la protección divina, único auxilio eficaz contra los arteros ataques del enemigo de las almas; pero Jesús reza de noche para indicarnos que también de noche el alma debe unirse a Dios por la oración, lo mismo que en el estado de vigilia, puesto que Dios es su Creador, y a Él le pertenecen la noche y el día, el tiempo y la eternidad, el cuerpo y el alma, el reposo y la vigilia, y el ser humano debe dirigirle, con todo su acto de ser, alabanzas en todo momento, de día y de noche, despierto y acostado. Al rezar de noche –“toda la noche”, dice el Evangelio-, Jesús nos enseña que el alma debe alabar y adorar a Dios, su Creador, Redentor y Santificador, tanto de día como de noche, tanto en el reposo como en la vigilia, y que esta alabanza debe ser continua, perpetua, eterna, sine die, sin tiempo, todo el tiempo. En este sentido, la Adoración Eucarística Nocturna y las oraciones nocturnas de los monjes conventuales, son ejemplos vivientes de la alabanza que la Iglesia tributa a Dios Uno y Trino, de día y de noche, sin cesar, y que lo hará hasta el fin de los tiempos.
Pero además, la oración de Jesús significa otra cosa: que la oración -es decir, la unión con Dios por medio de la oración-, por medio de la cual obtiene el hombre de Dios todo lo que de Dios necesita –luz, amor, sabiduría, gracia, vida, fortaleza, templanza, paz, prudencia, consejo-, debe preceder, necesariamente a la acción, a toda acción del hombre, y con mucha mayor razón, si esta acción es una acción apostólica o, si se quiere, misionera. En otras palabras, no puede haber ninguna actividad apostólica o misionera de la Iglesia, que no esté precedida por la oración; de lo contrario, se cae en un activismo, que no es otra cosa que una pura acción humana, que no conduce a Dios, ni proviene de Dios; es decir, es una actividad o activismo no guiado por el Espíritu Santo, y por lo tanto, es necesario pedir el don de la oración, para que nuestra actividad apostólica y misionera esté siempre guiada por el Espíritu Santo y no por nuestro propio “yo”.
“Jesús subió a la montaña a orar…”. Por último, el momento más importante de oración en el cristiano, es la comunión eucarística, porque en ella se cumple la oración de la montaña: en ella, el alma asciende a lo más alto a lo que puede aspirar la creatura, porque al unirse al Cuerpo Sacramentado de Cristo, el Espíritu Santo la une al Padre; en la comunión eucarística, el alma está sola, en su relación con Dios Uno y Trino; y puesto que la comunión eucarística es el fruto del sacrificio de la cruz de Cristo, y como los méritos de este sacrificio se aplican al cristiano que comulga en gracia, lo que se pide en esta oración se obtiene, porque Dios Trino lo escucha como pedido por el mismo Jesús en Persona. Los cristianos deben, por lo tanto, aprovechar la comunión eucarística, como el momento sublime de máxima oración.