viernes, 31 de octubre de 2014

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos



“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás” (Jn 11, 17-27). En su diálogo con Marta, una de las hermanas de Lázaro, Jesús se auto-revela como “la Resurrección y la Vida”, lo cual quiere decir que Él es Dios en Persona, puesto que sólo Dios es la Vida Increada en sí mismo y sólo Dios, en cuanto Vida Increada, tiene el poder de vencer a la muerte, que es en lo que consiste la resurrección. En otras palabras, al revelarse como el Dios que es la Vida en sí misma, se revela, al mismo tiempo, como el Dios que vence a la muerte, dando la vida, es decir, como el Dios de la Resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Esta auto-revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección se da en un contexto de muerte y de dolor: las garras de la muerte, que dominan a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva son tan fuertes, que hasta el mismo Hombre-Dios experimenta su dureza, pues acaba de morir su amigo Lázaro, y Él mismo, el Hombre-Dios, se conmoverá frente a la muerte de su amigo, frente al misterio de dolor que significa la muerte. Pero esta revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección, no se da en forma en casual en el contexto de la muerte de su amigo Lázaro: Jesús podría haber evitado su muerte, porque cuando le avisan que Lázaro está enfermo, Jesús no parte inmediatamente, sino que deja pasar el tiempo, y parte cuando Lázaro ya ha muerto; de hecho, cuando Jesús “llega a Betania”, dice el Evangelio, hacía ya “cuatro días que Lázaro estaba sepultado”, y cuando se acerca a la tumba, sus hermanas le advierten a Jesús que el cuerpo “hiede”, es decir, que está en pleno proceso de descomposición orgánica. Pero el mismo Jesús ya lo había advertido al haber recibido la noticia de la grave enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Y efectivamente, así sucede: al llegar Jesús a Betania, el poder de la muerte no puede ser más patente: Lázaro ya no está más; su cuerpo hiede, su alma se ha desprendido del cuerpo –el hombre es la unidad substancial del alma y del cuerpo, y la muerte consiste en la separación de ambos principios, y esto es lo que ha sucedido en Lázaro-, y todos los circunstantes, incluidas las hermanas, e incluso hasta Él mismo, puesto que “se conmueve hasta las lágrimas” al ver la mortaja, según el Evangelio, parecen abrumados por el peso del dolor que provoca la muerte. Sin embargo, cuando la muerte parece haber triunfado incluso hasta por sobre el mismo Hombre-Dios, es Él, Jesús, quien, confirmando con un milagro portentoso, las palabras que acaba de decir a Marta –“Yo Soy la Resurrección y la Vida”-, resucita a Lázaro, devolviéndolo a la vida, mediante una simple orden de su voz: “Lázaro, levántate y anda”. Inmediatamente, obedeciendo a su Creador, Redentor y Santificador, el alma de Lázaro se une a su cuerpo, el cual recupera la lozanía, la frescura y el estado de salud que tenía antes de morir, produciéndose el milagro ante la vista de todos. Con este grandioso milagro, la resurrección de Lázaro, Jesús confirma, con los hechos, lo que había afirmado y revelado minutos antes: que Él era Dios en Persona y que, en cuanto Dios, era, en sí mismo, la Resurrección y la Vida: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Así se cumple lo que Jesús había dicho: que la enfermedad de Lázaro habría de servir para “gloria de Dios”, y así sucede, efectivamente, porque todos glorifican a Dios, con mayor alegría y asombro aún, al ver a Lázaro resucitado, que lo que habrían hecho si Lázaro solo hubiera recibido una curación milagrosa de su enfermedad.
Sin embargo, por grandioso que pueda parecer este milagro de la resurrección de Lázaro, es ínfimo, en comparación con la resurrección de los muertos que Él realizará en el Día del Juicio Final, Día en el que, a una simple orden de su Voz, todos los muertos, de todos los tiempos de la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre que haya muerto en el Último Día, resucitarán para ser juzgados por Él, y Él, como Justo Juez, les dará el destino eterno, según sus obras: o el cielo, o el infierno, de acuerdo a lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.
“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”, le dice Jesús a Marta, y luego resucita a su hermano Lázaro, que estaba muerto. Pero Jesús no es un mero espectador de la muerte del hombre: para redimir la naturaleza humana en el cumplimiento de su misterio pascual salvífico, Jesús mismo experimentó la muerte, siendo Él el Dios de la Vida y de la Resurrección, y la experimentó dos veces: una primera vez, en la Agonía del Huerto, en Getsemaní, en donde sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres: en el Huerto de Getsemaní, en las tres horas durante las cuales duró su agonía, Jesús sufrió, una por una, las muertes de todos los hombres, asumiéndolas, de modo individual, una por una, aunque en el Huerto no murió, pero sufrió una agonía que fue como la misma muerte, y fue lo que le hizo sudar Sangre; la segunda vez que sufrió la muerte, fue en la cruz, y ahí sí murió realmente, y tanto en la agonía de muerte del Getsemaní, como en la muerte de cruz del Calvario, Jesús probó el sabor de la muerte, para derrotarla definitivamente, para erradicarla de la humanidad y para donarnos la Vida eterna, la Vida misma de la Trinidad.
Al sufrir la Agonía de muerte en el Huerto, y al sufrir la muerte real y verdadera en la cruz, y al resucitar luego en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, es decir, al insuflarle la Vida divina a su Cuerpo muerto en el sepulcro el Domingo de Resurrección, Jesús destruye a la muerte que dominaba a la humanidad, desde el pecado original de Adán y Eva, y pone a disposición de todo hombre y de todos los hombres, esta Vida nueva, insuflada a su Humanidad, pero la condición es que, aquel que quiera recibir esta Vida Nueva, que es la vida de la gracia, quiera recibirlo y quiera creer en Él: sólo así, creyendo en Él –y creer en Él significa convertir el corazón para vivir la vida nueva de la gracia, que excluye radicalmente el pecado-, el hombre tiene la Vida de Dios en él; sólo así, convirtiendo su corazón, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios y Redentor, Dueño de la Vida y Señor de la Resurrección, el hombre puede acceder a la Vida eterna, y sólo así, creyendo en Jesús, que está vivo, resucitado y glorioso en la Eucaristía, puede el hombre nuevo, vivificado por la gracia, vivir con esta vida nueva, que es la Vida eterna, la Vida misma de Dios Trinidad.
Esta Vida nueva, la vida de la gracia, sembrada en germen en el corazón del cristiano, es lo que le da la esperanza de una nueva vida, desconocida, más allá de esta vida terrena, la vida en el Reino de Dios, y es por eso que el cristiano, aun cuando muera, sabe que vivirá para siempre, en el Reino de los cielos, y sabe que, aun cuando sus seres queridos hayan ya fallecido, por la Misericordia Divina, espera reencontrarlos en la otra vida, porque ellos también esperaron y creyeron en Cristo Jesús, el Dios de la Vida y de la Resurrección.

“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Porque Jesús es el Dios de la Vida y de la Resurrección, nosotros los cristianos, aun cuando sabemos que hemos de morir algún día, sabemos también, con certeza, que si vivimos y morimos en gracia, por la Misericordia Divina, habremos de resucitar, en cuerpo y alma, para vivir glorificados, contemplando al Dios de la Vida y de la Resurrección, unidos a nuestros seres queridos, que fallecieron en la misma fe, en el Reino de Dios, en donde la muerte ya no existe más, porque allí reina, para siempre, Cristo Jesús, el Dios, de la Paz, de la Alegría, del Amor, de la Resurrección y de la Vida, el mismo Dios que vive, triunfante y glorioso, resucitado, en la Eucaristía.

martes, 28 de octubre de 2014

“¿Está permitido sanar en sábado o no?”


“¿Está permitido sanar en sábado o no?” (Lc 14, 1-6). Un día sábado, mientras Jesús está comiendo en casa de uno de los principales jefes de los fariseos, se presenta un hombre, enfermo de hidropesía. El ambiente se pone tenso, porque los fariseos, que eran observadores escrupulosos de la Ley mosaica, sabían que Jesús haría el intento de curar al hombre enfermo de hidropesía. Si lo hacía, eso constituiría una grave violación a las prescripciones de la ley, que prohibía todo tipo de trabajos manuales, y la curación era considerada un trabajo manual.
El caso es muy similar al presentado en Lucas 13, 10-17, solo que esa ocasión, a la enfermedad de la mujer, que se encontraba encorvada, se le agregaba la posesión diabólica, que era la que le producía la enfermedad. En ambas oportunidades, las situaciones son prácticamente idénticas: son dos enfermos que necesitan curaciones –a la mujer se le agrega la posesión diabólica como causa próxima de la enfermedad-; los fariseos son testigos directos de los hechos, con intenciones acusadoras; el día en el que se desarrollan los hechos, es el día sábado, día en el que está prohibido el trabajo manual, es decir, la curación; la presunta falta legal cometida por Jesús, en ambos casos, es, precisamente, la curación, por realizarla en día sábado, porque al curar a los enfermos, está haciendo un trabajo manual.
Y al igual que como sucedió con la mujer posesa, Jesús curará también al hombre enfermo de hidropesía, sin hacer caso de los falsos escrúpulos legales de los fariseos, quienes se indignan cínica e hipócritamente porque Jesús cura a los enfermos en sábado, quebrantando la Ley, que prohibía los trabajos manuales. El argumento utilizado por Jesús, en ambos casos, es la superioridad del Amor Divino, encarnado y donado por Él, sobre la prescripción humana, que permite excepciones, cuando se trata del bien de la persona. Pero todavía más, la acción misericordiosa de Jesús, deja al descubierto la falsedad intrínseca de la religiosidad de los fariseos, que aparentando ser hombres de religión, porque estaban en el templo todo el día, estudiaban las Escrituras, vestían hábitos religiosos y a los ojos de los hombres pasaban por hombres de piedad e incluso santos, sin embargo son, a los ojos de Dios, cínicos e hipócritas, porque se oponen a la Misericordia Divina, encarnada y materializada en Jesús, que quiere liberar del peso de la enfermedad y de la opresión del Demonio a sus prójimos, con lo cual demuestran que la religión que profesan es radicalmente falsa y mentirosa, porque al no amar al prójimo, al cual ven, no aman a Dios, a quien no ven (cfr. 1 Jn 4, 20), porque el prójimo es la imagen viviente de Dios, y por eso merecen el duro reproche de Jesús, quien los llama por su nombre: “¡Hipócritas!”.

 “¿Está permitido sanar en sábado o no?”. El fariseísmo es el cáncer de la religión y su peor y principal enemigo, y nosotros, los cristianos, no estamos exentos de él; por el contrario, estamos expuestos a él y, si no vigilamos constantemente, nuestros corazones pueden verse prontamente invadidos y contaminados por este cáncer que, al igual que sucede con un tumor maligno en el cuerpo, que cuando crece sin control termina por dar la muerte al cuerpo en el que se aloja, así también el fariseísmo aniquila toda caridad y todo amor en el corazón, convirtiéndolo en una cáscara hueca, dura y fría, insensible al pedido de auxilio del prójimo más necesitado e indiferente al amor de Dios. El fariseo, por lo tanto, aun cuando por fuera parezca un hombre de religión –sea sacerdote o laico comprometido-, es sin embargo incapaz de vivir el Primer Mandamiento, porque ni ama a Dios, ni ama al prójimo, porque solo se ama egoístamente a sí mismo. El remedio para este cáncer de la religión, que es el fariseísmo, cáncer que endurece al corazón porque lo vacío del amor de Dios, es precisamente llenar del Amor de Dios al corazón, y esto se da por medio de la comunión eucarística, porque allí el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús nos dona la totalidad del Amor Divino que lo inhabita en forma de Lenguas de Fuego, que quieren abrasar e incendiar en las sus llamas al corazón que lo reciba con fe y con amor. 

domingo, 26 de octubre de 2014

“A ustedes la casa les quedará desierta”


“A ustedes la casa les quedará desierta” (Lc 13, 31-35). Le advierten a Jesús de que su vida corre peligro, porque Herodes quiere matarlo, pero Jesús, aun sabiendo que correrá la misma suerte de los profetas, que también fueron asesinados a causa de la Palabra de Dios, no por eso dejará de cumplir su misión. Por otra parte, no es que Jesús se anoticie recién en este momento, cuando los fariseos le traen la novedad de que Herodes quiere terminar con su vida: Jesús sabe, desde toda la eternidad, que ha de morir en la cruz para redimir a la humanidad. De esta manera, Él se convierte, al precio de su Sangre derramada en el Calvario, en el primer Bienaventurado, porque en su Persona divina se concentra la persecución diabólica que, utilizando instrumentos humanos, busca exterminar la presencia de Dios y de sus emisarios en la tierra: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí” (Mt 5, 12). El hecho de que sea Herodes quien quiera asesinarlo, no significa que se trate de un episodio político o socio-político; en otras palabras, Herodes no busca asesinar a Jesús porque vea en Jesús a un posible rival para su reyecía; ni siquiera la instigación de los fariseos es la causa final del deseo de ver morir a Jesús, porque los fariseos no quieren matar a Jesús por un mero apasionamiento humano: detrás de los deseos homicidas de Herodes y de los fariseos, se encuentra la siniestra persona angélica del Príncipe de las tinieblas, que es quien en realidad, desencadenará el inhumano y crudelísimo ataque sobre Jesús, buscando destruirlo y aplastarlo. El Demonio, que sabía que Jesús era Dios[1], buscaba destruir a Jesús, porque en su odio satánico buscaba lo imposible: destruir a Dios en Jesús; pensaba que si destruía a Jesús, destruía a Dios, y por eso empleó todas sus fuerzas demoníacas y utilizó toda su astucia satánica para tentar a los hombres e inducirlos a cometer toda clase de perversidades, con tal de lograr su imposible objetivo: vencer a Jesús, que era Dios.
“A ustedes la casa les quedará desierta”. Jesús sabe que ha de morir, porque ése es el plan trazado por el Padre desde la eternidad, para la salvación de la humanidad. Dentro de este plan salvífico, está comprendida su muerte en cruz, que será una muerte redentora, porque salvará a muchos, al mismo tiempo que servirá de castigo para los ángeles rebeldes, quienes recibirán su paga por su perfidia diabólica. Asimismo les advierte, a los hombres perversos que se unan a los ángeles caídos, que “la casa les quedará desierta”, es decir, el alma les será privada para siempre de la gracia santificante y por lo tanto de la inhabitación trinitaria. Les está anticipando así, que sufrirán el mismo destino de los ángeles rebeldes, la eterna condenación. “A ustedes la casa les quedará desierta”: la casa es el alma, y el hecho de que quede “desierta”, significa que queda el alma privada de la gracia de Dios y por lo tanto sin la presencia de las Tres Divinas Personas, como pago por su alianza con el Ángel caído, y esto es lo que le sucedió a Judas Iscariote.
“A ustedes la casa les quedará desierta”. Todo cristiano es libre de elegir, entre seguir a Cristo Jesús y sufrir lo que Él sufrió, la persecución por causa del Reino de Dios, o aliarse al Príncipe de las tinieblas y gozar de paz en este mundo, al precio de ver su “casa desierta”, sufriendo el mismo destino de Judas Iscariote. No hay posiciones intermedias, y lo que cada uno elija, eso se le dará (cfr. Eclo 18, 17). Que la Madre de Dios nos conceda elegir siempre el Camino Real de la Cruz, el ser perseguidos por causa de su Hijo Jesús, de manera tal que nunca jamás, ni nosotros, ni nuestros seres queridos, escuchemos de los labios del Justo Juez, la terrible sentencia: “A ustedes la casa les quedará desierta”.



[1] Cfr. J. A. Fortea, Summa Demoniaca: Tratado de Demonología y Manual de Exorcistas, 33.

“Traten de entrar por la puerta estrecha”


“Traten de entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 22-30). Ante la pregunta de “si son muchos los que se salvan”, Jesús responde de modo negativo, pero no responde directamente, sino que lo hace elípticamente, mediante una figura, la figura de una “puerta estrecha” y la de un dueño de una casa en donde se celebra una fiesta, en la que el dueño de casa, repentinamente, sin que nadie se lo espere, cierra la puerta, dejando fuera a “muchos”, que esperaban entrar: “traten de entrar por la puerta estrecha (…) porque muchos querrán entrar y no lo conseguirán”. La figura utilizada por Jesús se entiende si se comprende que el dueño de casa es Él, la casa es el Reino de los cielos, los invitados -algunos de los cuales quedan afuera-, son los bautizados en la Iglesia Católica, y el tiempo o la hora en la que el dueño de casa cierra la puerta, es su Segunda Venida en la gloria.
Entonces, claramente, a la pregunta de si son “muchos” los que se salvarán, Jesús responde negativamente, contestando implícitamente que “no son muchos” los que se salvarán, porque “muchos”, dice Jesús, “querrán entrar”, y “no lo conseguirán”. El elemento llamativo en su respuesta es que, en esta multitud que “no conseguirá” el paso al Reino de los cielos -es decir, aquellos que “no lograrán entrar”-, se encuentran cristianos, o sea, seguidores de Cristo, personas bautizadas, que conocían la doctrina, que conocían a Jesús y que incluso compartieron con Él momentos de camaradería y amistad humanos, como lo son los almuerzos o las cenas.
En efecto, esto se deduce del hecho de que los que no consigan entrar se dirigirán a Jesús con familiaridad, diciéndole: “Hemos comido y bebido contigo”, pero Jesús, sorpresivamente, a pesar de haber compartido efectivamente con ellos almuerzos y cenas –no se trata, obviamente, de almuerzos y cenas literales, sino del Banquete escatológico, la Santa Misa, en donde se sirve la Cena Pascual, la Carne del Cordero de Dios, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía-, los desconocerá en ese momento diciéndoles: “No sé de dónde son ustedes”, y el motivo será que esos cristianos no poseen en ellos aquello que los identifica como cristianos; no poseen el sello del Dios viviente, la gracia santificante; no poseen la marca del Cordero y por lo tanto, son irreconocibles ante Dios, porque poseen, en cambio, la marca de la Bestia, y es así que, en vez de haber obrado el bien y la misericordia, han obrado el mal y la iniquidad y han sido encontrados, en sus respectivos juicios particulares, faltos de obras buenas y en consecuencia se ha decretado para ellos que sean arrojados al único lugar posible, el lugar en donde no hay redención, el lugar en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, el lugar donde no hay Amor ni Misericordia Divina, sino solo Ira y Justicia Divinas, para toda la eternidad. Esto quiere decir que, tanto los que asistimos a Misa, como los que celebramos la Misa, si no nos esforzamos por vivir y por crecer en la santidad, es decir, en el amor a Dios y en la compasión al prójimo -en esto consiste la santidad-, no entraremos en el Reino de los cielos; por lo tanto, este Evangelio es un llamado a crecer en el amor a Dios en la misericordia al prójimo.          
“Traten de entrar por la puerta estrecha”. Por último, ¿cuál es la “puerta estrecha”, por la cual hay que entrar al Reino de los cielos, puerta que es evidentemente difícil de atravesar, puesto que son pocos los que se salvan? La “puerta estrecha” que hay que atravesar para llegar al Reino de los cielos, es la cruz de Cristo. No hay otro modo de llegar al cielo, que no sea la cruz de Cristo.

viernes, 24 de octubre de 2014

“Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo”


(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2014)
         “Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo” (Mt 22 34-40). Un fariseo, para poner a prueba a Jesús, le pregunta cuál es el mandamiento más importante, y Jesús le contesta con un mandamiento que en realidad contiene a dos en uno solo: amar a Dios “con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”, y también “amar al prójimo como a uno mismo”. Jesús finaliza su enseñanza diciendo que de este mandamiento “dependen toda la ley y los profetas”, es decir, en este mandamiento, en el amor a Dios y al prójimo, está contenida toda la ley de Dios, necesaria para alcanzar la vida eterna.
         Ahora bien, con respecto a este mandamiento, cabe hacer algunas preguntas. Una de ellas es la siguiente: si los judíos ya conocían este mandamiento, porque ya sabían que había que amar a Dios y al prójimo, según lo establecía el Deuteronomio: “Shemá, Israel, escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas[1]”; entonces, ¿cuál es la novedad de Jesús? En otras palabras, si los judíos ya sabían que había que amar a Dios y también al prójimo, ¿qué diferencia hay entre el mandamiento de Jesús y el mandamiento que ellos ya conocían? Porque muchos pueden decir que si el mandamiento más importante de la Ley Nueva de Jesús es amar a Dios y al prójimo y que los hebreos ya conocían este mandamiento, entonces Jesús no aporta nada nuevo a la Ley del Antiguo Testamento. A esto hay que responder que hay una diferencia substancial entre el mandamiento de Jesús y el de los hebreos y es tan substancial, que puede decirse que se parecen sólo en la formulación extrínseca, y son tan diferentes, que el mandamiento de Jesús es, como lo dice Jesús en la Última Cena, verdaderamente nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo” (Jn 13, 34).
         ¿En qué consiste la novedad del mandamiento nuevo de Jesús?
La novedad del mandamiento nuevo de Jesús, la que lo hace substancialmente diferente al mandamiento de la Antigua Alianza, radica en la cualidad del amor con el que Jesús nos ama y nos manda amar para cumplir el mandamiento: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. En esto radica la novedad del mandamiento del Amor de Jesús: en que el Amor con el que se debe vivir el Mandamiento Primero, el amor a Dios y al prójimo, no es un amor meramente humano, sino el Amor Divino, que es el Amor con el que Él nos amó desde la cruz. Jesús lo dice en la Última Cena: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. 
Aquí está la novedad radical del mandamiento de Jesús, que lo diferencia substancialmente del mandamiento de la Antigua Alianza, aun cuando en la formulación sean parecidos: en la Antigua Alianza, se debía amar a Dios y al prójimo con las fuerzas humanas, como lo establecía el Deuteronomio: “Amarás al Señor tu Dios “con todas tus fuerzas, con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”; ahora, son las fuerzas humanas, sí, pero elevadas y potenciadas no al infinito sino elevadas cualitativamente a una capacidad de amor que supera infinitamente a la capacidad de amor de los ángeles, porque es la capacidad de amar de Dios Uno y Trino mismo. Por este motivo, el mandato de Jesús es substancialmente diferente al mandato de la Antigua Alianza. 
En la Antigua Alianza, el mandamiento debía ser cumplido con las solas fuerzas humanas: “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu”, pero las fuerzas humanas son débiles y de muy corto alcance, y por mucho que se esfuerce el hombre por cumplir este mandato, al pretender cumplirlo con sus solas fuerzas humanas, será siempre limitado e imperfecto. Por el contrario, en la Nueva Alianza, Jesús nos da un mandamiento “verdaderamente nuevo”, porque el principio con el cual debemos vivir ese mandamiento, es verdaderamente nuevo, y ese principio, es el Amor Divino: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Y eso quiere decir: "Amaos los unos a los otros con el amor con el que Yo os he amado". Jesús nos manda amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado, y Él nos ha amado con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que procede del Padre y de Él, que es el Hijo, y además nos ha amado hasta el extremo de dar la vida en la cruz, hasta la muerte de cruz. Por lo tanto, el amor con el cual debemos vivir el mandamiento nuevo de la caridad, es el Amor del Espíritu Santo; no es ya el solo amor humano, como en el Antiguo Testamento, y no es hasta el límite finito del amor humano, sino hasta los ilimitados confines del Amor divino del Hombre-Dios, y no debemos amar desde la comodidad de la mera existencia humana, sino que debemos amar desde la cruz, porque Jesús nos dice: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, y Él nos ha amado hasta la cruz, hasta la muerte de cruz, con todo lo que esto significa, y por este motivo, el mandamiento de Jesús es radical y substancialmente nuevo, porque el Amor con el cual debemos vivir el Primer Mandamiento, el que manda amar a Dios y al prójimo, como a uno mismo, es el Amor de Dios y es un Amor de cruz, lo cual no existía en el Antiguo Testamento, sino que es propio y exclusivo del Nuevo Testamento.
La otra pregunta es con respecto al concepto de prójimo: ¿qué entendían los hebreos con la palabra “prójimo”? Para los hebreos, el “prójimo”, era el que pertenecía al Pueblo Elegido (cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, 730-731); en cambio, para el cristiano, el “prójimo” es todo ser humano, sin importar su raza, su condición social, su edad, su color de piel. Todavía más, el cristiano debe incluir en la categoría de “prójimo” a aquel hermano suyo con el cual, por motivos circunstanciales, está enemistado, es decir, aquel que es su enemigo, porque Jesús así lo manda: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44), “Bendice al que te maldice” (Lc 6, 28), porque Él nos amó, nos perdonó, nos bendijo desde la cruz y todavía más, dio su Sangre y su Vida por nosotros, siendo nosotros sus enemigos, por lo cual no tenemos excusas para no hacer lo mismo con nuestros enemigos. El amor al prójimo que es enemigo no lo entienden quienes reducen el cristianismo a los estrechos límites de la razón humana, como por ejemplo, Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, quien sostenía que Jesús no podía mandar algo imposible, como era precisamente, el amor a los enemigos. En cierto sentido, tenía razón, porque humanamente, es imposible amar al enemigo, pero Jesús no manda algo imposible, porque si manda amar a los enemigos, es porque nos da aquello con lo cual podemos amarlos, y es el Amor de su Sagrado Corazón, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que no es un mero amor humano, sino Amor Divino.
“Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo”. El mandamiento nuevo de la caridad está formulado de manera tal que sea imposible el auto-engaño por parte del hombre, porque puede suceder, y sucede con mucha frecuencia, que creemos que amamos a Dios y que Dios está contento y satisfecho con nosotros –e incluso hasta creemos que Dios nos debe hasta pleitesía, de tan contento que está con nosotros-, porque hacemos unas pocas oraciones mal hechas, porque cumplimos a duras penas y con pereza el precepto dominical, porque damos, de vez en cuando, de lo que nos sobra –lo cual no es caridad, y ni siquiera justicia-, porque por fuera aparentamos ser personas piadosas y buenas, porque nuestra conciencia no nos reprocha nada malo, porque no hemos matado a nadie, ni hemos robado ningún banco. Sin embargo, lo que sucede, es que nuestra conciencia está adormecida y endurecida, y se vuelto fría como una roca, y en realidad, somos despreciables a los ojos de Dios, porque mientras cumplimos de forma mediocre y con tibieza los deberes para con Él, somos despiadados para con nuestro prójimo, al no socorrerlo en sus necesidades, al no preguntarle si tiene necesidad de algo, o si, sabiendo que tiene necesidad de algo, miramos para otro lado; nos volvemos despreciables a los ojos de Dios, y nuestras oraciones no llegan hasta sus oídos, cuando cerramos nuestras manos egoístamente, para no dar nada a nuestros hermanos que sufren, o cuando las cerramos en puño y la levantamos para descargarlas en forma de golpes contra nuestros hermanos, o cuando soltamos la lengua que sale como chasquido de látigo para golpear, con la calumnia y la difamación, el buen nombre y la honra de nuestros hermanos. Precisamente, para que no nos engañemos en nuestro amor a Dios, es que el Primer Mandamiento está formulado de manera tal que un mismo amor deba alcanzar dos objetivos o, lo que es lo mismo, que el amor con el que debemos amar a Dios, deba pasar primero por el filtro del amor al prójimo. De esta manera, se cumple a la perfección lo que dice el Apóstol San Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Así, quien quiera amar a Dios verdaderamente, deberá pasar su amor por el tamiz purificador del amor al prójimo, porque el prójimo es la imagen viviente de Dios: si no se es capaz de amar a la imagen viviente de Dios, entonces tampoco se es capaz de amar a Dios en Persona. Pero además, hay otro motivo más profundo para amar al prójimo, y es la Presencia Personal, invisible, misteriosa, pero no menos real, de Nuestro Señor Jesucristo, en nuestro prójimo, sobre todo en el más necesitado, según sus propias palabras, las palabras que Él dirá a los que se salven: “Tuve hambre, y me disteis de comer (…) Tuve sed, y me disteis de beber..”, pero también a los que se condenen: “Tuve hambre, y no me disteis de comer.. (…) Tuve sed, y no me disteis de beber…” (cfr. Mt 25, 35-45), lo cual está indicando que Él se encuentra verdadera y realmente Presente, de modo invisible, en el prójimo, sobre todo en el que sufre, y esto quiere decir que todo lo que hagamos a nuestro prójimo, en el bien como en el mal, se lo hacemos a Jesús, y Él nos lo devuelve, en el bien y en el mal, multiplicados al infinito, y para toda la eternidad.
Por último, ¿dónde conseguir este Amor, para poder vivir de modo radical el Primer Mandamiento?
En la Santa Misa, porque allí el Hombre-Dios Jesucristo actualiza el Santo Sacrificio de la Cruz, entregándose a sí mismo en la Eucaristía, donando la totalidad del Amor Divino del Ser trinitario de Dios en cada Eucaristía. En la Misa, Jesús hace lo mismo que hace en la cruz: derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía y en ambos, entrega su Amor, que es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que enciende al alma en el Fuego del Amor Divino. “Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo”. Quien desee cumplir el mandamiento de la Ley Nueva de la caridad, el mandamiento que exige amar al prójimo con un amor de cruz, con un amor que exige amar incluso al enemigo; un mandamiento que exige amar al prójimo con un amor sobrenatural, celestial, que acuda a la Santa Misa, a alimentarse de la Fuente inagotable del Amor Divino, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.




[1] Dt 6, 2-6.

miércoles, 22 de octubre de 2014

“Saben si llueve o si hace calor, pero no saben discernir los signos de los tiempos”


“Saben si llueve o si hace calor, pero no saben discernir los signos de los tiempos” (cfr. Lc 12, 54-59). Jesús les reprocha que saben interpretar el tiempo meteorológico, porque saben cuándo va a llover y cuándo va a “hacer calor”, pero no “saben interpretar el tiempo presente”, es decir, “el signo de los tiempos”, y esto constituye una falta deliberada, porque los signos de los tiempos pueden ser leídos por quienes quieran leerlos, puesto que son inteligibles para todo hombre y mucho más para nosotros, que estamos en la Iglesia Católica y que por lo tanto, poseemos la asistencia del Espíritu Santo. Si Jesús lo dice, es porque tenemos esa capacidad y poseemos además esta asistencia del Espíritu, y si no sabemos cuáles son, es porque no la ponemos en práctica y porque no pedimos la asistencia del Espíritu para conocer los signos de los tiempos. Desde el momento en que sabemos cuándo va a llover y cuándo va a hacer calor, debemos saber entonces cuáles son los “signos de los tiempos”.
¿Cuáles son estos signos de los tiempos, que debemos leer y discernir con nuestra razón y con la ayuda del Espíritu Santo?
Son signos de los tiempos, por un lado, las manifestaciones de la oscuridad, y las principales, son las de la Nueva Era: en nuestros días, proliferan, como nunca antes en toda la historia de la humanidad, la brujería, el satanismo, el gnosticismo, el ocultismo, el esoterismo, la religión wicca -que es brujería moderna-, el tarot, el culto a los extraterrestres –que es culto a los demonios-, la superstición desenfrenada y a cara descubierta –el Gauchito Gil, San La Muerte, la Difunta Correa-, y toda clase de religiones paganas y neo-paganas que manifiestan, de modo inocultable, que las fuerzas del Infierno se han desencadenado sobre la tierra y que buscan seducir a un gran número de almas, para perderlas por medio de la superstición, de la ignorancia, del error y de la herejía. Pero ante el gnosticismo, la superstición y la falsedad intrínseca de la Nueva Era, está la Palabra de Dios, que nos dice: “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra mi Iglesia” (Mt 16, 18).
Son signos de los tiempos, por otro lado, las manifestaciones de la luz y la principal de todas, las de la Iglesia Católica, a través de sus sacramentos, sobre todo, la Eucaristía y el Sacramento de la Confesión: ambos sacramentos nos hablan de la Presencia del Emmanuel, de “Dios entre nosotros”. Los sacramentos –principalmente, la Eucaristía y la Confesión sacramental-, no son “cosas”, sino “eventos de salvación”, que actualizan y hacen presentes al Hombre-Dios Jesucristo con su misterio pascual salvífico y redentor; los sacramentos son acciones de la Iglesia por medio de las cuales ingresa, en nuestro tiempo humano y terreno, la eternidad salvífica de Jesucristo, el Cordero de Dios, quien derrama por medio de ellos su Sangre sobre las almas, lavándolas del pecado y purificándolas con su gracia y concediéndoles la gracia santificante, injertando en ellas la semilla de la vida eterna, concediéndoles la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia, y preparándolas para la vida eterna, la vida en el Reino de los cielos. La Iglesia Católica y sus sacramentos, en este sentido, es el Gran Signo de los tiempos, y su presencia activa, nos está hablando acerca de la caducidad de esta vida terrena y de la proximidad inminente de la vida eterna en el Reino de Dios, vida beata y feliz para la cual nos prepara con los sacramentos, y éste es el signo de los tiempos por excelencia.

“Saben si llueve o si hace calor, pero no saben discernir los signos de los tiempos”. El “signo de los tiempos” más preclaro es la Iglesia Católica con sus sacramentos, puesto que nos habla de la vida eterna que nos espera, y es para esa vida eterna para la cual nos debemos preparar, a cada instante, en cada segundo de vida de esta vida terrena que nos queda por vivir. Ésa es la lectura y el discernimiento que debemos hacer del “signo de los tiempos”: vivir cada segundo de la vida terrena que nos queda, en la gracia de Dios, por medio de los sacramentos de la Santa Iglesia Católica –principalmente, Eucaristía y Confesión sacramental-, preparándonos para la vida eterna en el Reino de los cielos.

domingo, 19 de octubre de 2014

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”


“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Jesús no está hablando, obviamente, del fuego material, sino de un fuego espiritual, y es el Fuego del Espíritu Santo, el Fuego del Amor de Dios, el Fuego de “Dios, que es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8).
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. ¿Qué es este “fuego espiritual” que ha venido a traer Jesús, y que Él desea “que ya esté ardiendo”? El fuego es la Eucaristía, porque los Padres de la Iglesia llamaban a la Eucaristía “ántrax” o “carbón ardiente”, porque en Cristo su Humanidad Santísima es como el carbón, mientras que el Fuego que lo vuelve incandescente, es el Espíritu Santo, y esto sucede desde el primer instante de la Encarnación. Jesús en la Eucaristía es el Carbón Incandescente, que arde con las Llamas del Amor Divino y que quiere encender en este Amor Divino a todo aquel que lo reciba con un corazón contrito y humillado y con fe y con amor.
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Jesús ha venido a traer fuego sobre la tierra, y este fuego es el Fuego del Amor de Dios, el Fuego que inhabita en su Sagrado Corazón Eucarístico, y que se comunica por contacto al alma que libremente y con amor desea ser abrasada por este Fuego celestial. Que nuestros corazones, entonces, no sean como la roca, fríos, duros, insensibles al Amor de Dios que quiere encendernos en su Ardor; que nuestros corazones sean como la hierba seca, o como el leño seco, para que apenas entren en contacto con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las Llamas del Amor Divino, ardan al instante y se consuman en el ardor del Amor de Dios.
Jesús dice también algo que sorprende: que no ha venido a traer la paz, sino la división: “No he venido a traer la paz, sino la división”, de ahora en adelante, el padre estará dividido contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. ¿Cómo se explica esto? Es contradictorio con lo que Jesús mismo dice: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). Es decir, por un lado, dice que “no ha venido a traer la paz, sino la división”, y por otro lado, dice que “nos da la paz y que nos deja la paz”. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción en las palabras de Jesús? La explicación es que, precisamente, es solo una aparente contradicción, porque es verdad que Jesús nos da la paz de Dios, la paz verdadera, la paz que sólo Él, en cuanto Hombre-Dios puede dar, porque es la paz profunda, espiritual, la paz que conecta al corazón del hombre con el Corazón de Dios; es la paz que sobreviene al alma al saberse perdonada por Dios; es la paz que le sobreviene al alma cuando sus pecados son lavados cuando sobre ella cae la Sangre del Cordero, que arrastra sus pecados para quitárselos de una vez y para siempre; es la paz que le sobreviene al alma al verse liberada de la pústula infecta del pecado, como consecuencia directa de la acción de la gracia santificante que Jesucristo obtuvo para ella en el Santo Sacrificio de la Cruz y que se vierte sobre ella por medio del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica, principalmente la Eucaristía y la Confesión sacramental; es la paz que le sobreviene al alma al saberse que no solo es perdonada por Dios, sino que Dios la ama tanto, que llega a la locura de adoptarla como hija y que para sellar el pacto de amor con ella, no duda en entregar su vida en la cruz y derramar hasta su última gota de Sangre, para que al alma no le queden dudas de hasta dónde es capaz de llegar su Amor por ella.

Es esta paz, la que da Jesús, cuando dice: “La paz os dejo, mi paz os doy”, y esta paz que da Jesús, no es incompatible con la división que Él mismo provoca en el seno de las familias, porque la división que provoca, es la división que se da entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas; la división que Jesús provoca es entre quienes poseen la luz de la gracia santificante y la luz de la fe, y quienes no: quienes poseen la gracia y la luz de la fe, pertenecen al Reino de Dios y quienes no, están llamados a pertenecer, pero en tanto no posean ni la gracia ni la fe, se ubicarán en una situación de confrontación con los hijos de la luz, que son los hijos de la Virgen, la Mujer del Génesis, y esta situación se en el seno mismo de una familia. “No he venido a traer la paz, sino la división”, dice Jesús, pero también nos dice la Escritura que nuestros enemigos no son nuestros prójimos de carne y hueso, sino las “potestades de los aires” y ése es el motivo por el cual, pese a que, por el momento, padres e hijos, suegras y nueras estén enfrentados en una misma familia a causa del Evangelio, todos están llamados, sin embargo, a unirse en una misma Fe, a recibir un mismo Bautismo, a creer en un mismo Señor, Jesucristo, el Hombre-Dios, y a alimentarse de un único y mismo Pan celestial, la Eucaristía, porque la división que viene a traer Jesús es solo provisoria, puesto que busca la unidad en un solo Cuerpo, el Cuerpo Sacramentado de Jesús, la Eucaristía, y en un solo Espíritu, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor Divino, Espíritu en el cual todos los hombres estamos llamados a ser, en el tiempo y en la eternidad, hermanos en Cristo Jesús e hijos adoptivos, unidos en el Amor de Dios.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”


“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 39-48). Jesús nos pide que estemos preparados, porque “el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”: se refiere tanto a la hora de la muerte de cada uno, la cual será de improviso, porque nadie sabe cuándo ha de morir, como a su Segunda Venida en la gloria, porque nadie sabe tampoco cuándo habrá de regresar Él por Segunda Vez, en la gloria. Para graficar esta enseñanza, utiliza la parábola de un siervo malo y perezoso que, creyendo que su amo no va a regresar o que va a regresar más tarde, se embriaga, abandona su servicio y comienza a pelear y a golpear a los demás. 
En esta parábola, el siervo que no está atento y que piensa que su amo no va a regresar todavía, y se pone a emborracharse, a pelear con los demás y descuida sus deberes para con Dios y para con el prójimo, representa al bautizado en la Iglesia Católica que no piensa en la vida eterna, o si piensa que hay una vida eterna, cree que, haga lo que haga, Dios lo perdonará siempre y nunca sufrirá ningún castigo por sus malandanzas; también están aquí los que, creyendo en Dios y en su justicia y que Dios castiga con el Infierno el pecado mortal, se deciden sin embargo a vivir desafiándolo, cometiendo pecado mortal tras pecado mortal, sin importarles mínimamente el Juicio de Dios. El que así piensa, recibe como castigo la pérdida del sentido de la eternidad, tanto de la bienaventuranza, como del castigo, y recibe en cambio, la tarea dada por Dios a los pecadores, y es la de “acumular bienes”, como dice la Escritura (cfr. Ecl 1, 1-18), a la par que queda sometido a la acción y a la influencia del demonio, que le hace creer, como dice Santa Teresa de Ávila, que los placeres mundanos y carnales de esta vida terrena, y que la vida terrena misma, son interminables. Esto constituye ya, en sí mismo, un gran castigo, porque significa que esa alma ha sido abandonada por Dios a su libre albedrío; en otras palabras, el alma, libremente, entre los Mandamientos de Cristo, dados desde la cruz, y los Mandamientos de Satanás, el alma ha elegido claramente vivir y cumplir cabalmente los Mandamientos de Satanás –esto es lo que significa el siervo ebrio y que golpea a los demás: el que se deja consumir por sus pasiones: ira, lujuria, avaricia, pereza, odio, rencor, calumnia, difamación- y ha elegido desechar y pisotear los Mandamientos de la Ley de Dios. Ésa tal alma, si es llamada a la Presencia de Dios, para que rinda el examen de su Juicio Particular, será encontrado vacía y falta de obras buenas; será el siervo de la parábola, que a la llegada de su amo, no estaba vigilante, porque estaba ebria; no tenía puesto el traje de servicio, porque no estaba obrando la misericordia; y, lo más grave de todo, no tenía la lámpara encendida, es decir, no tenía la gracia santificante, porque su lámpara estaba seca, es decir, su humanidad estaba en estado de pecado mortal. Por el contrario, el siervo atento y vigilante, que tiene la túnica ceñida y la lámpara encendida, porque está esperando a su amo que está por regresar en cualquier momento, recibe una recompensa inesperada: su mismo amo se pone a servirlo a la mesa, sirviéndole un banquete espléndido. Ese siervo así preparado es el alma en gracia, que a la hora de la muerte, es encontrada digna de entrar al Banquete Festivo del Reino de los cielos, en donde reinan el Amor, la Paz y la Alegría de Dios Uno y Trino.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Dichoso aquel que, en la hora de la muerte, está vigilante, tiene la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, dichoso aquel que, a la hora menos pensada, en la que el Hijo del hombre viene a buscarlo, está en estado de gracia santificante y sus manos rebozan de obras de misericordia, porque será el mismo Hijo de Dios en Persona quien lo hará entrar en la Morada Santa, para que se alegre y goce en la contemplación de la Santísima Trinidad por los siglos sin fin.

“Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas”


“Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Jesús utiliza la imagen de un hombre que regresa de improviso de una fiesta de bodas, a quien sus servidores lo esperan, “vigilantes, atentos, y con las vestiduras ceñidas, las lámparas encendidas”, para graficar cómo debe ser el estado de nuestra alma, esperando su Venida. En la figura utilizada por Jesús, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el dueño de casa que regresa de una boda es Él, que viene de improviso, ya sea el día de nuestra propia muerte –nadie sabe cuándo ha de morir-, o bien el Día de su Segunda Venida en la gloria, la Parusía –nadie sabe “ni el día ni la hora”-; los sirvientes, que deben estar vigilantes, atentos, con sus vestiduras de servicio ceñidas –es decir, deben estar en actitud de servicio- y con las lámparas encendidas –la luz de la lámpara significa la gracia santificante, que ilumina el entendimiento con la luz divina, así como la llama de la lámpara ilumina la oscuridad-, son los cristianos, los bautizados en la Iglesia Católica, que al momento de ser llamados a presentarse a recibir el Juicio Particular el día de su muerte, deben poseer estos elementos: estar vigilantes, es decir, atentos para vivir en gracia y no caer en pecado, lo cual es lo opuesto al estado de pereza, de quien no quiere luchar para no evitar las “ocasiones próximas de pecado”; deben estar vestidos con la túnica de servicio, o sea, deben, según su estado de vida, obrar las obras de misericordia, corporales y espirituales, puesto que la túnica de servicio indica actividad en la Iglesia; y por último, deben poseer sus lámparas encendidas, es decir, deben estar en estado de gracia santificante, porque la lámpara simboliza a la naturaleza humana, que es oscura y opaca sin la luz de la gracia, y la luz de la lámpara encendida, es la humanidad en gracia, que es iluminada por la luz divina, al ser hecha partícipe de la naturaleza divina.

“Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas”. Jesús nos pide luchar contra las tentaciones, evitar las ocasiones de pecados, obrar la misericordia y vivir en gracia; sólo así seremos los siervos buenos, a los que el mismo Señor recompensará, sirviéndolos Él a la mesa, invitándonos, el día de nuestra muerte, a pasar a gozar del banquete que dura para siempre, el Banquete del Reino de los cielos, en donde se sirven manjares exquisitos: Carne de Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; Pan de Vida eterna, que da la vida divina de Dios Uno y Trino, y Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios, la Eucaristía. Ése es el premio para los siervos que están atentos, con las vestiduras ceñidas y con las lámparas encendidas, esperando el regreso de su Señor.

viernes, 17 de octubre de 2014

“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”


(Domingo XXIX  - TO - Ciclo A – 2014)
         “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Los fariseos, acompañados por los herodianos -secta política y no religiosa y partidarios de la dinastía de Herodes el Grande-, tratan de tender una trampa a Jesús, preguntándole acerca del tributo –con esta palabra, se abarcan todos los impuestos: capitación, contribución territorial, etc.- debido al César. La cuestión era importante para los hebreos, puesto que se encontraban bajo el dominio militar y político de Roma, una potencia extranjera, y la cuestión de los impuestos a pagar era algo delicado, ya que si estos suben, la población ve aumentada su esclavitud bajo la potencia extranjera, porque tiene que trabajar más para pagar el tributo exigido por los ocupantes. Sin embargo, los fariseos y herodianos, a pesar de ser ellos hebreos y por lo tanto encontrarse, al igual que el resto del Pueblo Elegido, bajo el dominio de Roma, querían que el status quo se mantuviera[1], ya que eran conniventes con la ocupación y sumisos a Roma, porque esto les aseguraba la conservación de sus privilegios. Es por esto que, contrariamente a lo que pudiera parecer, los fariseos y herodianos que hacen la pregunta a Jesús con respecto al tributo, estaban unidos en sus intentos por sofocar todo intento de rebelión contra Roma.
         La pregunta acerca de si hay que pagar o no el tributo al César, es hecha con mala fe, porque tanto fariseos como herodianos pagaban el tributo, pero sobre todo, porque es hecha con la perversa intención de acusar a Jesús y denunciarlo, ya sea ante el emperador o ante el pueblo, sea cual sea la respuesta que Jesús dé, y le plantea por lo tanto a Jesús una difícil encrucijada[2]. Si Jesús contesta que no hay que pagar, entonces lo denunciarán ante los romanos por desobediencia al emperador. Si por el contrario, aconseja pagar el tributo, su autoridad como Mesías quedaría disminuida ante el pueblo, que identificaba al mesianismo con la independencia del yugo extranjero. Le dirían al pueblo: "Miren, el Mesías que venía a liberarlos del yugo de Roma, aconseja pagar los impuestos del emperador. ¿Qué clase de Mesías es éste?". Es porque los fariseos y herodianos concebían al Mesías como un liberador exclusivamente político y terreno, que venía a liberar al Pueblo Elegido de la esclavitud temporal que los enemigos humanos infligían a Israel. No tenían, en absoluto, la concepción de un Mesías espiritual. Jesús, conociendo la falsedad de la pregunta, podría haberse negado a contestarla, pero no lo hace.
         Jesús procede de la misma manera a como lo ha hecho en otras oportunidades sus enemigos, cuando también querían tenderle trampas por medio de sofismas o de preguntas mal intencionadas: responde a la pregunta con otra pregunta, y lo hace de tal manera, que en la misma respuesta de sus adversarios, ellos mismos encontrarán su propia ruina. Los fariseos y herodianos le muestran una moneda de plata, con la que se solía pagar las contribuciones. Probablemente, por la época, se trataría de una moneda de Tiberio (14-37 d. C.), con la cabeza laureada de este emperador en el anverso y con la inscripción: “Ti (berius) Caesar Divi Aug (usti) F (ilius) Augustus”. La moneda, como se ve claramente por las leyendas acuñadas, proviene del César, es decir, del emperador romano, y es natural que deba serle devuelta. Esta es la lógica divina de Jesucristo: "¿De quién es la moneda? ¿Del César? Pues, entonces, den al César lo que es del César". Pero luego agrega algo inesperado, que deja desarmados a sus oponentes: "Den a Dios lo que es de Dios". 
           De esta manera Jesús establece que, por un lado, no hay inconvenientes en realizar intercambios comerciales y en el cumplir con las autoridades civiles: si el dinero es del César, debe retornar al César. Pero establece un principio nuevo, que no estaba presente en la mentalidad de sus oponentes, puesto que concebían al mesianismo que debía liberar a Israel como meramente político y terreno: si al César se le debe dar lo que le corresponde, con mucha mayor razón, también se le debe dar a Dios lo que le corresponde: "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". 
          A la par que regula los deberes del cristiano para con Dios y con la Patria, Jesús establece el carácter de su mesianismo, que no es político ni terreno, sino espiritual, puesto que Él es el Mesías que ha de liberar a Israel primero y a toda la humanidad después, no de un sistema político ni de un ejército de ocupación, sino de los verdaderos y mortales enemigos de la humanidad: el Demonio, la Muerte y el Pecado. Al establecer que "a Dios hay que darle lo que es de Él", Jesús establece su mesianismo como puramente espiritual, y no de orden político, puesto que Él derrotará con su sacrificio en la cruz, no a los hombres, sino a los enemigos mortales y espirituales de la humanidad: Satanás, el Mundo y el Pecado.
          En otras palabras, lo que indica Jesús con la respuesta es no solo que las transacciones civiles están en un plano, mientras que los derechos de Dios están en otro, sino que si el César tiene derecho a que se le devuelva lo que le pertenece -el dinero-, con mucha mayor razón, Dios tiene también derecho a que se le devuelva lo que le pertenece, y que Él es un Mesías de orden espiritual y no político. 
          De acuerdo a la respuesta que da Jesús, no existe ningún antagonismo entre los derechos del César y los de Dios, con tal de que las exigencias políticas no obstaculicen los deberes del hombre para con Dios: es decir, el hombre debe cumplir con su Patria -pagar impuestos justos, por ejemplo- y obedecer a sus autoridades, siempre y cuando las autoridades civiles y sus leyes no sean contrarias a la Ley de Dios; en este caso, el cristiano no está obligado, de ninguna manera, a cumplir esas leyes inicuas (como sería el caso, por ejemplo, de las leyes del aborto, eutanasia, divorcio, o cualquier ley que sea contraria a la naturaleza humana).  
          Regresando a la respuesta, los fariseos se sorprenden por la respuesta, que es extremadamente sencilla y que se basa, no en un mesianismo político, como lo entendían ellos, sino en un mesianismo espiritual, el cual posibilita esta tercera alternativa, que consiste no en enfrentar los deberes para con la autoridad civil con los deberes para con Dios, sino en delimitar las esferas de unos y otros deberes[4]. Es decir, Jesús les responde que no se trata de confrontar entre el deber civil –pagar los impuestos- y el deber de Dios, sino que se debe cumplir con la ley humana –siempre y cuando no sea contraria a la Ley de Dios, se entiende- y al mismo tiempo, cumplir con la Ley de Dios.
         Ésta es entonces, la enseñanza central de la parábola. Ahora bien, también estas palabras de Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, las podemos tomar en un sentido traslaticio y aplicarlas a la vida espiritual y así nos podemos preguntar, desde este punto de vista: ¿quién es el César, espiritualmente hablando? ¿Qué le pertenece al César? ¿Qué le pertenece a Dios?
         El César representa todo lo que es de este mundo y que no será llevado al otro mundo: el hombre viejo con sus pasiones, con su atracción por lo mundano, por lo caduco, por lo corrupto, por lo pasajero; y como pertenece al César, hay que dárselo al César, es decir, al mundo, para que quede sepultado con él, para que cuando regrese Jesucristo en la Parusía, en su Segunda Venida en gloria, sea sepultado para siempre,  bajo el peso omnipotente de la cruz, junto a los otros enemigos del hombre, la muerte y el demonio, para que no resurjan nunca más.
         A Dios le pertenecen, en cambio, el alma, el cuerpo, el ser del hombre, porque Él nos ha creado, nos ha redimido y nos ha santificado; a Dios le pertenece nuestro acto de ser y por lo tanto le pertenecemos todos nosotros con todo lo que somos y tenemos, con nuestro pasado, presente y futuro;  a Dios le pertenece nuestra alma renovada y santificada por la gracia santificante; a Dios le pertenece a Dios nuestra vida, nuestro corazón en gracia, nuestro arrepentimiento, nuestras buenas obras, nuestra fe, nuestro deseo del cielo, nuestras comuniones eucarísticas, nuestras oraciones; a Dios le pertenece todo lo bueno que poseemos y que seamos capaces de decir, hacer y desear; a Dios le pertenece nuestro tiempo y nuestra eternidad también le pertenece, y a Él se la debemos dar, porque hemos sido creados en el tiempo pero para vivir en la eternidad bienaventurada, contemplando a la Santísima Trinidad.
 “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Del César son las pasiones; de Dios son los corazones. A Dios le pertenecen nuestros corazones, entonces se los entregamos en esta Santa Misa, dejándolos al pie del altar, para que Jesucristo, cuando presente su ofrenda al Padre, los lleve consigo y los ofrezca junto a su Sacrificio en cruz, para la redención de la humanidad. Pero para no ser rechazados en el don que hagamos a Dios de nuestros corazones, de todo nuestro ser y de todo lo que somos y tenemos -San Luis María Grignon de Montfort dice que si nosotros vamos por nosotros mismos a Jesucristo, con toda seguridad, seremos rechazados; en cambio, si vamos por medio del Inmaculado Corazón de María, seremos, con toda seguridad, aceptados-, este don lo hacemos por medio de la Virgen, consagrándonos a María Santísima, para que sea Ella la Tesorera Celestial que custodie nuestros corazones en su Corazón Inmaculado, para que Jesucristo tome posesión de ellos en el tiempo que nos queda de nuestra vida terrena, y para que luego permanezcan en adoración perpetua ante la Presencia del Cordero de Dios, en el altar del cielo, por los siglos sin fin.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 442.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

domingo, 12 de octubre de 2014

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”


“Den como limosna lo que tienen y todo será puro” (Lc 11, 37-41). Jesús va a casa de un fariseo, en donde es invitado a comer. Sin embargo, al sentarse a la mesa, “no se lava las manos antes de comer”, lo que produce la “extrañeza” del fariseo. Jesús lee su pensamiento y lo corrige, porque quien está en falta, no es Él, que no se ha lavado las manos –Él es el Cordero Inmaculado, y no necesita de los ritos de purificación legal inventados por los fariseos-, sino el fariseo y todos los fariseos, porque se preocupan excesivamente por los rituales externos –la gran mayoría inventados por ellos-, que comprenden, entre otras cosas, la purificación de los utensillos y de los elementos para comer, pero sin dar importancia y descuidando absolutamente la esencia de la religión: la misericordia, la bondad, la compasión, para con el prójimo, y la piedad, la devoción y el amor a Dios. Para los fariseos, la religión consistía en la mera observación externa de ritos y preceptos, la mayoría establecidos por ellos y creían que con esto daban culto agradable a Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, a esta escrupulosidad en el cumplimiento de detalles externos, le acompañaban, al mismo tiempo, un descuido total de la misericordia y la compasión para con los más necesitados, sin darse cuenta que, al despreciar al prójimo, imagen viviente de Dios, están despreciando a Dios en su imagen y por lo tanto, el culto dado a Dios con sus ritos externos, delante de los ojos de Dios, es sólo hipocresía, maldad, y doblez de corazón y de ninguna manera, es un culto agradable a sus ojos. Por eso es que el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27), es decir, en este Mandamiento, en el que está concentrada toda la Ley Divina, y sin el cual no se puede, de ninguna manera, obtener la salvación, Dios pone prácticamente al mismo nivel el amor hacia Él y el amor hacia el prójimo, porque es verdad lo que dice el Evangelista Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, en su mentiroso” (1 Jn 4, 20) y Dios no está con él. Y si es un mentiroso, ése no está con Dios, pero sí está con el Príncipe de la Mentira, el Demonio, tal como lo llama Jesús (cfr. Jn 8, 44).
Jesús lee el pensamiento del fariseo y para sacarlo de su falso escándalo –se escandaliza porque Él no se lava las manos antes de comer, y Jesús no tiene necesidad de hacerlo porque es el Cordero Inmaculado y Él es el que viene a establecer la Nueva Ley y no está de ninguna manera atado a los preceptos de hombres-, es que le hace ver en dónde radica su error: en la hipocresía farisaica, que precisamente pone el acento en lo externo, pero descuida el amor interior hacia el prójimo y, por lo tanto, también hacia Dios, aun cuando aparenten, por fuera, ser hombres religiosos y piadosos. Para corregirlo, Jesús descube primero el error farisaico: “¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, pero por dentro están llenos de voracidad y rapiña”. Y luego los califica de insensatos, es decir, de quienes han perdido la razón: “¡Insensatos!”, y no puede ser de otra manera, porque es un insensato, como alguien que ha perdido la razón, delante de Dios, quien convierte a la religión en un mascarada externa, vacía de su esencia, la misericordia. Sin embargo, inmediatamente después, Jesús da el remedio al fariseo, con el cual puede salir de su auto-engaño, y el remedio es la caridad, manifestada en forma de limosna, según lo que dice la Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8): “Den más bien lo que tienen como limosna y todo quedará puro”. La limosna –sea material, concretada en una ayuda concreta material en dinero, objetos, bienes, a quien más lo necesita-, sea espiritual –manifestada en las obras de misericordia espirituales, como un consejo a quien lo necesita, por ejemplo-, “purifica todo”, como dice Jesús, porque purifica el corazón, el interior del hombre, y eso es lo que ve Dios, pero para que la limosna purifique, debe estar motivada por el amor a Dios  y debe implicar un cierto esfuerzo, porque con eso el hombre está demostrando que quiere amar a Dios, a quien no ve, por medio de actos que implican la movilización de todo su ser, en cuerpo y alma, al servir, de alguna manera, a la imagen invisible de Dios, que es su prójimo, a quien ve. Pero si el hombre no hace limosna y no obra la caridad y la misericordia para con su prójimo, que es la imagen viviente del Dios a quien dice amar en su corazón, entonces demuestra que tampoco quiere amar a Dios, porque si no lo hace con su imagen viviente, tampoco lo hará si lo tiene Presente, delante suyo, no ya en una imagen, como el prójimo, sino si Dios se le presentara en Persona.

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”. Para que no nos engañemos, como los fariseos, pensando que nuestra religión es agradable a Dios, cuando no lo es, sabremos cómo es nuestra relación y nuestro amor hacia Dios, en la medida en que seamos misericordiosos con el prójimo: ésa es la medida de nuestro amor con Dios, nuestra misericordia –corporal o espiritual- para con el prójimo más necesitado. Quien obra la misericordia, “queda purificado” en la rectitud de su amor hacia Dios, y por eso mismo, todo él es “puro”, y así sí, su religión es un acto de culto agradable a los ojos de Dios.

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás”


“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás” (cfr. Lc 11, 29-32). Ante la dureza de corazón y falta de fe y de deseo de conversión a Dios de parte del Pueblo Elegido, aun cuando Él, que es Dios en Persona, se les manifiesta con signos prodigiosos –multiplicación de panes y peces, expulsión de demonios, resurrección de muertos-, Jesús pone como ejemplo de fe y de conversión sincera del corazón a Dios, a dos pueblos paganos, quienes más parecían alejados de Dios, pero que en cuanto el cielo les da un signo para creer –Jonás para los ninivitas y la sabiduría de Salomón para la Reina del sur-, lo toman inmediatamente al signo, como proveniente del cielo y, atraídos por la belleza de lo divino, hacen penitencia y se convierten de su vida pecaminosa, como en el caso de los ninivitas, o bien acuden presurosos allí en donde se encuentra el signo divino, como en el caso de la Reina del Sur –el signo aquí es la Sabiduría divina que se expresa a través de Salomón-. Es decir, cansado de la dureza de corazón del Pueblo Elegido, que no quiere convertirse ni creer, a pesar de tener delante suyo signos que no los tiene ningún pueblo, Jesús da el ejemplo de los ninivitas, que se convierten por la predicación de Jonás, y de la Reina del Sur, que deja su reino “desde los confines de la tierra” para acudir “a escuchar la sabiduría de Salomón”. Entonces, de la misma manera a como Jonás fue un signo para los ninivitas, por cuya predicación ellos se convirtieron, sin necesidad de otros signos, así, de la misma manera, “el Hijo del hombre”, es decir, Él, con su misterio pascual de muerte y resurrección, será un signo para esta “generación malvada”, y no le será dado otro, porque Él “más que Jonás”, puesto que es Dios Hijo encarnado. También la Reina del Sur será un testimonio contra la impenitencia y dureza de corazón de esta “generación malvada”, porque ella acudió desde “los confines de la tierra” para “escuchar la sabiduría de Salomón”, y Jesús es infinitamente más que Salomón, puesto que Él es la Fuente de la sabiduría divina de Salomón, desde el momento en que Él es la Sabiduría Increada en Persona, y por ese mismo motivo, no les será dado otro signo de sabiduría divina que Él mismo.
“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás”. También en nuestros días se repite la misma incredulidad –falta de fe- y la misma dureza de conversión –falta de deseos de sincera conversión a Dios-, también en nuestros días, una inmensa mayoría de bautizados, buscan “signos” para creer, y si no le son dados esos signos, a su gusto y placer, entonces, ni quieren creer, ni quieren convertirse.

Pero Jesús nos vuelve a repetir: “A esta generación malvada no se le dará otro signo que el mío propio, no el de Jonás, ni tampoco se le dará otro signo que el de la sabiduría de Salomón, porque Yo en la cruz Soy quien predico la conversión del corazón, con mi Vida y con mi Sangre, y Yo en la Cruz Soy la Sabiduría Increada, de modo que quien Me contempla en la cruz, tiene el único signo divino que le será dado a todo hombre para su salvación, sin necesidad de ningún otro. Yo en la cruz Soy el Dios que anunciaba la conversión por boca de Jonás y que condujo a la conversión a los ninivitas, y Yo en la cruz Soy la Sabiduría Divina Increada, que hablaba a través de Salomón y cautivaba la mente y el corazón de la Reina del Sur. Para esta generación malvada, que pide signos para creer y amar, no se le dará otro signo que el Hijo del hombre crucificado; a quien no quiera convertirse por la Cruz y a quien no quiera recibir la Sabiduría Divina de la Cruz, no se le dará otro signo que el de Cristo crucificado, muerto y resucitado”.

sábado, 11 de octubre de 2014

"Amigo, ¿cómo has entrado aquí, sin el traje de fiesta?"

"Amigo, ¿cómo has entrado aquí, sin el traje de fiesta?"

(Domingo XXVIII - TO - Ciclo A – 2014)
En esta parábola (cfr. Mt 22, 1-14), Jesús nos describe a un rey que organiza un banquete en su castillo y decide enviar a sus criados para que llamen a los invitados, porque el banquete ya está listo. El motivo del banquete son las bodas nupciales de su hijo unigénito, de manera que el rey se ha esmerado en preparar un banquete memorable, con “manjares suculentos”, de “vinos añejados”, de “manjares suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados” (cfr. Is 25, 6-10a y por eso envía las invitaciones a sus amigos, quienes son de esta manera, invitados privilegiados del rey y de su hijo. Sin embargo, sucede que los invitados, a pesar de ser amigos del rey –y ésa es la razón de su invitación tan exclusiva- y a pesar de saber que, por tratarse del rey, el banquete al cual los está invitando no es un banquete cualquiera, sino un banquete en donde se sirven manjares suculentos, imposibles de encontrar en otro lugar que no sea el castillo del rey, no sólo “no tienen en cuenta la invitación”, excusándose con los motivos más banales y fútiles –se van “al campo, a sus negocios”-, rechazando la invitación del rey y despreciando su banquete, al cual lo dejan de lado por sus asuntos mundanos y burgueses, sino que se convierten, inexplicablemente, en “homicidas”, como lo dirá el mismo rey, matando a sus servidores. Este gesto de desconsideración, de desprecio, de indiferencia, de ultraje y de malicia hacia su banquete, hacia su persona y hacia su hijo por parte de los primeros invitados, los que habían sido elegidos por el rey por ser sus amigos, y el hecho de que estos desprecien su amor de amistad expresado en el banquete que él con tanto esmero ha preparado, provoca tal indignación en el rey, que envía a hacer incendiar la ciudad y a que “acaben con esos homicidas”. Además, cambia la orden original a sus criados: puesto que los primeros invitados se han mostrado absolutamente indignos de la invitación, de su amor de amistad, y del banquete preparado con tanto esmero, porque lo han despreciado por asuntos mundanos y burgueses e incluso han llegado hasta la malicia inaudita de asesinar a sus servidores, el rey, despechado en su amor de amistad, y como el banquete ya está preparado y su corazón es enormemente generoso, decide no solo “acabar con esos homicidas”, sino que ordena a sus criados invitar en su lugar a “todos aquellos que se encuentren por el camino”, y es así como su salón de fiesta se llena de convidados, pero no con los convidados originales, sino con aquellos que ni siquiera conocían al rey ni sabían nada del banquete, y que no eran sus amigos ni poseían la dignidad para entrar en el palacio real, pero que desde el momento en que aceptan la invitación, se convierten en amigos del rey, se vuelven dignos de su banquete, y reciben su amor de amistad.
Para poder aprehender el sentido sobrenatural de la parábola, hay que tener en cuenta que los elementos y personajes en la parábola, a su vez, hacen referencia a realidades sobrenaturales. ¿Cuáles son estos?
El Rey que organiza un banquete memorable, con “manjares suculentos”, de “vinos añejados”, de “manjares suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados” (cfr. Is 25, 6-10a), es Dios Padre y el motivo son los desposorios místicos de su Hijo con la humanidad en la Encarnación; el Hijo Unigénito que se desposa, es Jesucristo, Dios Hijo encarnado, que al asumir hipostáticamente la naturaleza humana en el seno virgen de María Santísima, consuma los desposorios místicos de Dios con la humanidad; el Amor con el cual el rey, Dios Padre, invita a sus amigos a la boda de su Hijo, Jesús, el Verbo de Dios Encarnado, es el Espíritu Santo; su castillo es el Reino de Dios, ya sea en el cielo, o en la tierra, la Iglesia; el Banquete es la Santa Misa; los “manjares suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados” servidos en este Banquete celestial que es la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, son; la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado; el Pan de Vida eterna, el Maná Verdadero bajado del cielo, la Humanidad Santísima de Nuestro Señor Jesucristo, inhabitada por el Ser trinitario divino, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, exprimido en la Vendimia y en el Lagar de la Pasión, la Sangre del Cordero de Dios, Jesús de Nazareth; los primeros invitados, los que se muestran indignos de la invitación, son el Pueblo Elegido, puesto que rechaza al Mesías, pero son también todos los católicos, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, cuando desprecian el banquete celestial, el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, por sus asuntos mundanos y burgueses; el segundo grupo de invitados, los que son encontrados a la vera del camino, que no tenían ni idea acerca de la existencia del rey, ni gozaban de su amistad de predilección, ni estaban invitados en primera instancia al banquete del rey, son los gentiles, porque ellos aceptan al Mesías, rechazado por el Pueblo Elegido, pero representan también a los paganos que, en el puesto de los católicos de los últimos tiempos, los reemplazarán a estos, debido a que los católicos, a imitación del Pueblo Elegido que rechazó al Mesías y lo crucificó, también rechazan a su Mesías, que se entrega en cada Santa Misa, en la Eucaristía, y lo vuelven a crucificar con sus desprecios, con sus indiferencias, con sus ignominias, con sus ultrajes, porque los católicos son esos invitados primeros de la parábola, que se muestran indignos del Banquete del Rey, la Santa Misa dominical, toda vez que la dejan de lado por las diversiones mundanas (espectáculos televisivos, deportivos, de cine, de teatro, culturales, musicales, etc.); los paganos, conversos en los últimos momentos de la historia, alejados del castillo del rey, sin gozar de su amistad y sin conocer de su Banquete, la Santa Misa, sin embargo, una vez concedida la gracia de la conversión, se muestran agradecidos y fervientes amantes de la Eucaristía dominical,  y aprecian con muchísimo más amor y respeto el don de la Santa Misa, que miles de católicos que, habiendo conocido la Santa Misa desde niños, también desde niños o desde muy jóvenes, la abandonaron por diversiones mundanas, cuando no por acedia –pereza espiritual- o por diversiones pecaminosas.
Sin embargo, para completar el significado de la parábola, falta un episodio, que se encuentra hacia el final de la misma, y que si no se presta un poco de atención, desconcierta un poco, y es el momento en el que el rey encuentra al invitado sin traje de fiesta.
En efecto, hacia el final de la parábola, y cuando todos los nuevos invitados ya están en el palacio del rey, éste se acerca a uno, que no tiene traje de bodas, y entabla con él diálogo que no termina de la mejor manera para el recién llegado: “Amigo, -le dice el rey, encontrándolo en plena fiesta-, ¿qué haces sin el traje de fiesta?”. El invitado, sorprendido, no contesta nada; inmediatamente, el rey ordena a los guardias que lo “aten y de pies y manos” y que “lo arrojen a las tinieblas exteriores”, en donde habrá “llanto y rechinar de dientes”. Sorprende la reacción del rey, que parece bastante desproporcionada, en relación a uno que ha sido encontrado en la fiesta sin traje de fiesta y sorprende tanto más, cuanto que, los que están participando de la fiesta, no son precisamente los invitados originales, esto es, los que tenían el traje de fiesta  y por lo tanto estaban preparados para la misma, sino “los que han sido encontrados en el camino”, y por lo tanto, no tienen el traje de fiesta. Se supone que este tal, también ha sido encontrado en el camino al igual que los otros y que por lo tanto, al igual que los otros, tampoco posee el traje de fiesta. ¿Por qué, entonces, la reacción tan dura y desproporcionada –“atarlo de pies y manos” y “arrojarlo afuera”, donde habrá “llanto y rechinar de dientes”-, por el hecho de no poseer el traje de fiesta, sino es el único, puesto que todos los demás invitados tampoco lo poseen? ¿Por qué la reacción sólo contra éste? Si se procede así contra este, que no tiene el traje de fiesta, no debería procederse de igual manera con todos los demás? O, también al revés, si se deja entrar a todos sin el traje de fiesta, ¿por qué no dejarlo tranquilo a este fulano, que tampoco tiene traje de fiesta, como todos los demás? ¿Por qué echarlo sólo a éste? ¿Acaso el rey está haciendo acepción de personas? ¿O qué es lo que hay –o no hay- en este personaje, que merece la expulsión del rey?
Para responder a estas preguntas, y para entender esta última escena de la parábola, debemos ampliar también su significado sobrenatural: además de la Santa Misa, el Banquete del Rey significarían tanto el Juicio Particular de quien muere en pecado mortal, como el Día del Juicio Final, para todos los que hayan muerto en pecado mortal.
Esto nos lleva a repasar el Catecismo de la Iglesia Católica, para recordar qué es lo que sucede en un alma que muere en pecado mortal. El Catecismo, en su Compendio, en el número 212, dice: “El Infierno consiste en la eterna condenación de quienes libremente eligen morir en pecado mortal”. ¿Qué sucede en el momento de la muerte? Puesto que somos una unidad substancial de alma y cuerpo, la muerte corporal acaece cuando el alma no se encuentra ya más en grado de sostener las funciones vitales mínimas corporales, por lo que, luego de una lucha agónica por permanecer a su otro co-principio, el cuerpo, el alma se desprende del mismo, dejándole de comunicar de su vida: es entonces cuando sucede la muerte corporal, puesto que el cuerpo, sin el flujo de vida que le significaba el alma para sus órganos vitales, cesa en sus funciones; a su vez, el alma, sin poder permanecer más unida o conectada al cuerpo, al cual le comunicaba de su vitalidad, se separa de éste. Los destinos de ambos, cuerpo y alma, son distintos, y se corresponden a lo que son: el cuerpo, a la tierra, el alma, un destino espiritual. Precisamente, lo más importante, es el destino inmediato del alma luego de la muerte: ésta es conducida ante la Presencia de Dios Uno y Trino, para recibir su Juicio Particular; allí ve a Dios en la majestad e impecabilidad de su Ser trinitario, al tiempo que se ve a sí misma, tal como murió: si murió en gracia, desea unirse inmediatamente a Dios; si murió con pecados veniales, desea ir al Purgatorio, sin perder un instante, para purificarse y así poder ingresar al Reino de los cielos, para gozar de la Presencia de Dios lo antes posible; si murió en pecado mortal, se da cuenta de que ya es tarde para arrepentirse, de que ya no hay sacerdotes para confesarse y, lo más importante de todo, se da cuenta de que Dios ya no puede hacer nada por ella, porque todo lo que podía hacer por ella lo hizo en esta vida: se Encarnó en el seno de la Virgen, para su salvación; murió en la Cruz, para su salvación, derramando hasta la última gota de su Sangre Preciosísima por ella; resucitó, para su salvación; se donó a sí mismo en la Eucaristía cada Domingo, y la esperaba todas las veces que quisiera, en el Sacramento de la Penitencia, para que abandonara su vida de pecado y viviera en gracia y así pudiera estar preparada para ingresar el Reino de los cielos cuando Él la llamara ante su Presencia, y sin embargo, el alma se da cuenta ahí, en ese momento, de cuán necia fue, porque prefirió las cenizas y el sabor amargo del pecado, antes que la dulzura y la miel de la Misericordia Divina, que se le ofrecía en cada Confesión Sacramental y en cada Eucaristía, y ahora se da cuenta también de que, por un pecado que duró segundos y cuyo placer se esfumó en minutos, le espera toda una eternidad de dolor, de llanto, de desesperación, porque se da cuenta de que nunca jamás podrá estar en Presencia del Dios Amor; el alma se da cuenta de que ya no puede entrar en el cielo, en donde tiene la lugar la Fiesta que no tiene fin, el Banquete celestial, la Danza Festiva del cielo, en donde todos están alegres, con una alegría que los desborda y que no les será quitada jamás, porque prefirieron la Eucaristía antes que el pecado, y ella, el alma que en vida se reía de la Eucaristía y prefería el pecado antes que la Carne del Cordero, pide ser separada de la Presencia de Dios para siempre, para que su carne y su alma se quemen para siempre en el Abismo Eterno, en el Abismo en donde no hay redención, en el Lugar Horroroso, en el que todos los que entran pierden la esperanza, porque allí no reina el Amor de Dios, sino el odio de Satanás, de los ángeles apóstatas y de los hombres condenados; allí, en ese crucial momento en el que acaba de morir en pecado mortal, luego de cometer ese pecado al cual la Santa Madre Iglesia, de todas las maneras posibles, le había suplicado que no cometiese –los pecados prohibidos en los Diez Mandamientos, entre otros, no verás pornografía, no cometerás adulterio, no cometerás actos impuros, no blasfemarás, no dejarás de santificarás las fiestas, no dejarás de respetar tu matrimonio, no deshonrarás a tu padre y a tu madre, olvidándote de ellos y maltratándolos, no formes parte de sociedades secretas, no cometas actos de brujería, no juegues al tablero ouija, no adores al dinero ni a las cosas materiales-, pero que ella se empecinó y se obstinó en cometerlo, a pesar de todas las advertencias, allí, en ese momento, que la separa del tiempo y la eternidad, sin que Dios pronuncie una palabra, el alma sola, vuelve a verse a sí misma manchada con la mancha pestilente y maliciosa del pecado que acabó de cometer, antes de morir y sintiendo en su corazón no solo la ausencia total de amor hacia Dios, hacia el prójimo con el cual cometió el pecado, hacia sus padres y antepasados, o hacia sus hijos y hacia todos los que conoció en su vida terrena, sino sintiendo al mismo tiempo que su corazón se llena de un odio inexplicable, insoportable, pero que la invade toda y que la gobierna toda, en un último acto de desprecio hacia Dios, a quien había despreciado ya prefiriendo el pecado antes que la gracia, le dice, con alegría infernal y con un grito de triunfo demoníaco: “¡Me separo de Ti para siempre!”, y ella sola pide ser precipitada y es precipitada al Abismo, en donde al caer, pesadamente, comienza a experimentar, además del crecimiento inusitado del odio en su corazón, los dolores del alma y del cuerpo, que la acompañarán para toda la eternidad, además de comenzar a experimentar el terror insoportable de la visión de las otras almas condenadas y de los demonios.
“Amigo, ¿qué haces sin el traje de fiesta?”. Esto es lo que está representado en la última escena de la parábola, en la que el rey encuentra a este invitado sin el traje de fiesta: es el alma que muere en pecado mortal y es conducida a su Juicio Particular, y es encontrada sin el traje de fiesta necesario para entrar en el Banquete del Reino de los cielos, es decir, la gracia santificante. Una tal alma, no puede ingresar al Reino de los cielos, y es arrojada “a las tinieblas de afuera”, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, es decir, el infierno, y los encargados de ejecutar la terrible sentencia final, los guardias de la parábola, son los ángeles de Dios.
Pero, como dice el Catecismo[1], todos estamos invitados al Banquete del Rey, la Santa Misa. Quien no quiere aceptar el Convite que dura para siempre, se auto-excluye, para siempre, por libre decisión. Ésta es la enseñanza de la parábola del rey que organiza un banquete. No despreciemos, por lo tanto, la Santa Misa dominical, en donde el Rey de los cielos nos convida el manjar más suculento que jamás pueda ser concebido: la Carne del Cordero de Dios, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía.





[1] Cfr. Compendio, n. 212.