jueves, 22 de enero de 2015

“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios”


“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 13-19). Desde que inicia la misión encomendada por el Padre, de salvar a la humanidad con su sacrificio redentor en cruz, de modo público, como el Mesías y Salvador, como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, Jesús llamó a hombres, a quienes eligió de entre la multitud, con un amor de predilección, y los eligió porque quería, de esa manera multiplicar su presencia y propagar su mensaje por medio de ellos [1]. Es así como llama primero a los cuatro primeros discípulos para que sean “pescadores de hombres” (Mt 4, 18-22) y luego elige a doce para que “estén con Él” y para que, como Él, “anuncien el Evangelio y expulsen a los demonios” (Mc 3, 14). La elección de Jesucristo es, como todas las cosas hechas por Dios, pero esta elección de un modo especial, hecha sobre la base de la decisión de las Tres Divinas Personas, quienes eligen a los discípulos y apóstoles, no por las cualidades humanas, sino por Amor. Una vez elegidos y nombrados, los envía en misión a hablar en su nombre y revestidos de su autoridad; los apóstoles “lo dejan todo” y siguen a Jesús y viven con Él, durante los tres años de la vida pública de Jesús, y es así como, entre otras cosas, colaboran en la distribución de los panes multiplicados milagrosamente en el desierto (Mt 14, 19) y reciben autoridad especial sobre la comunidad que deben dirigir (Mt 16, 18). Es decir, mucho más que simples ayudantes o meros delegados técnicos y consultivos del fundador de una nueva religión, los Doce Apóstoles constituyen los fundamentos del “Nuevo Israel”, cuyos jueces serán en el último día (Mt 19, 28), que es lo que simboliza el número 12 del colegio apostólico. Por otra parte, será a ellos a quienes, ya resucitado, y siempre como una muestra de amor de predilección, Jesús se les aparecerá estando ellos reunidos, dándoles el encargo explícito de “hacer discípulos y de bautizar a todas las naciones” en nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 18) y con la gracia santificante, conseguida por Él al precio del derramamiento de su Sangre en la cruz. Además de esto, la misión encargada luego de la Resurrección, implica el hecho de que deberán ser “testigos de Cristo”, es decir, deberán atestiguar que el Cristo resucitado es el mismo Jesús con el que habían vivido (Hch 1, 8. 21), lo cual constituye el punto central de la fe católica, porque esto quiere decir que Jesús es Dios, ya que los milagros, señales y prodigios obrados por Jesús y atestiguados en persona por los Doce, solo pueden ser hechos por Dios en Persona. El testimonio de los Doce Apóstoles será por lo tanto esencial para la fe de la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, porque esta fe atestigua que Jesús no es un simple hombre y que por esto, sus milagros y portentos –el primero de todos, la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Última Cena, al instituir la Eucaristía obrando el prodigio de la Transubstanciación-, son todos reales y verídicos, obrados por Dios Hijo encarnado y no inventos fantasiosos de comunidades cristianas primitivas que idealizan a su líder fallecido, pero que en realidad, nunca realizó tales milagros, como pretende el racionalismo y el modernismo. Es por esta razón que los Doce son, para siempre el fundamento de la fe Iglesia: “El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14).
Ante todo, constituyen el fundamento de la fe de la Iglesia por el hecho de que, al haber vivido con Jesús durante los tres años de su vida pública fueron testigos privilegiados de los misterios de la vida terrena del Cordero, de su misterio pascual de muerte y resurrección. Los Apóstoles, al ser llamados por Jesús, vivieron con Él y esto significa que, por lo tanto, recibieron personalmente de Él sus enseñanzas; fueron testigos oculares y presenciales de sus milagros y fueron testigos de sus enfrentamientos con los fariseos y, si bien defeccionaron brevemente en la Pasión, puesto que lo abandonaron, estuvieron con Él en la crucifixión y luego, Jesús resucitado se les apareció estando ellos reunidos, para después enviarles el Espíritu Santo en Pentecostés: toda esta vivencia experiencial de los Doce adquiere un valor trascendental y sobrenatural para la vida de la fe de la Iglesia fundada por Jesucristo, puesto que la fe transmitida por los Doce se convierte en la fe de la Iglesia naciente. Esto explica que, tres siglos más tarde, cuando se redactó el Credo que condensa la fe de la Iglesia, se le llamó “Símbolo de los Apóstoles”, porque la parte esencial del Credo se fundamenta en la enseñanza y el testimonio de los apóstoles, que se basa a su vez en su condición de testigos oculares del Cordero. Con esta designación del Credo como “Símbolo de los Apóstoles”, se quería significar que la fe de la Iglesia universal, es decir, aquello en lo que cree, es la misma fe de los Doce Apóstoles. Es decir, en base al testimonio de los apóstoles, es que se fue redactando el texto de lo que hoy se conoce como el “Símbolo de los Apóstoles”[2] o Credo, que es la profesión de fe oficial y pública de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.
El Credo se llama, por tanto, “Símbolo Apostólico” porque sirve de señal de reconocimiento y de unidad de los católicos; porque a pesar de no haber sido escrito de puño y letra por los apóstoles, se fundamenta en sus enseñanzas y porque los apóstoles fueron los primeros que profesaron que Jesús es el Kyrios, el Señor de la gloria[3], y con esto se significa que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado.
“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios”. Nosotros, no somos el fundamento de la Iglesia, ni fuimos testigos presenciales de los milagros y de las enseñanzas del Señor Jesucristo; sin embargo, fuimos llamados por el mismo Jesucristo en Persona, el día de nuestro Bautismo, para formar parte de su Iglesia y prolongar la misión de los Apóstoles: así como ellos fueron elegidos para multiplicar la presencia de Jesús y propagar su mensaje, así también nosotros estamos llamados a multiplicar la presencia de Jesús y propagar su mensaje, el mensaje de la caridad, del Amor de Dios derramado por su Sangre en la cruz, y esto por medio, no de discursos ni homilías, sino con la santidad de vida; y así como los Doce Apóstoles, siendo testigos oculares de los milagros de Jesucristo, dieron testimonio de la divinidad de su Persona, así estamos llamados a ver la vida presente con los mismos ojos de los Apóstoles, es decir, con la fe de la Iglesia y si bien no fuimos testigos oculares, presenciales, de Jesucristo, como lo fueron los Apóstoles, sí somos testigos oculares, presenciales, directos, de la Presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar, la Eucaristía, que se obra y actualiza cada vez en la Santa Misa por el milagro de la Transubstanciación y por lo tanto nuestra misión consiste, de manera análoga a la de los Doce, en dar testimonio de vida de esta Presencia Eucarística.





[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1993, voz “Apóstoles”, 99ss.
[2] http://www.mercaba.org/CREDO/CURSO/credo_01.htm
[3] http://www.mercaba.org/CREDO/CURSO/credo_01.htm

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