martes, 31 de marzo de 2015

Miércoles Santo


(2015)

         “Uno de ustedes me traicionará” (Mt 26, 14-25). Al ofrendar su Cuerpo y su Sangre, como suprema muestra de Amor por los hombres, por su salvación, Jesús no puede dejar de experimentar el más intenso dolor y la más profunda amargura, al comprobar cómo Judas Iscariote no solo rechaza su Amor, sino que prefiere el amor al dinero y a Satanás, entregando por completo su alma a las tinieblas y poniendo ya, desde el Cenáculo, un pie en el infierno. Para muchos, como Judas Iscariote, el sacrificio de Jesús en la cruz, y el don de su Sagrado Corazón en la Eucaristía, será vano, porque elegirán las tinieblas antes que la luz, preferirán escuchar el tintineo metálico del dinero, antes que los latidos del Sagrado Corazón; para muchos, la Cena Pascual de Jesús, el don de su Cuerpo y de su Sangre en el Pan de Vida Eterna, en la Última Cena, y su muerte en cruz, en el Calvario, serán en vano y también en vano será la renovación incruenta y sacramental del sacrificio de la cruz, realizado en la Santa Misa porque, al igual que Judas Iscariote, traicionarán al Amor de Jesús y elegirán el mundo y sus vanos atractivos, repitiendo el inicuo y vil acto de Judas, que eligió las tinieblas y el odio del corazón pervertido de Satanás, antes que sumergirse en la luz y el Amor del Sagrado Corazón de Jesús.
“Uno de ustedes me traicionará”. Jesús instituye, en la Última Cena, el Sacramento del Amor, el sacramento por el cual Él se deja a sí mismo, con todo su Ser divino y con todo su Amor divino, en la Eucaristía. En la Última Cena, Jesús deja su Sagrado Corazón Eucarístico, que late al ritmo del Amor de Dios, y lo deja como Pan de Vida Eterna, para que todo aquél que consuma este Pan, con fe y con amor, con devoción y con piedad, pero sobre todo con amor, reciba de Él lo que Él es y tiene, el Ser divino trinitario y el Amor eterno de Dios Uno y Trino. Sin embargo, para poder recibir el don eucarístico de la Última Cena, el alma debe hacer dos cosas: por un lado, debe, ella misma, crear amor, es decir, hacer un acto de amor hacia Jesús que se entrega como Pan Vivo bajado del cielo; por otro lado, debe ser como una esponja arrojada en el mar: así como la esponja absorbe toda el agua y queda impregnada por el agua, así el corazón que comulga la Eucaristía, el don de la Última Cena, debe querer quedar impregnado del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico, que se dona sin reservas en la comunión. De lo contrario, si el alma es como una piedra, dura y fría, resistente al Divino Amor, ese Amor no podrá entrar en su raíz, en su ser, y no podrá informar su alma, y así el don eucarístico se perderá. Es lo que sucede con Judas Iscariote, que se repliega en sí mismo y no se deja amar por Jesús; no permite que Jesús derrame sobre él la inmensidad del Amor de su Sagrado Corazón, y prefiere, en vez de a Jesús, amar al dinero.
“Uno de ustedes me traicionará”. No solo Judas traiciona a Jesús en la Última Cena, provocándole un intenso dolor y una enorme amargura; cada pecado, por pequeño o leve que sea, es una traición al Amor de Jesús, que es el Amor de Dios; cada pecado, al ser un acto de malicia creado libre, espontánea y voluntariamente por el hombre, es un acto deliberado de traición al Amor Divino encarnado en Jesús y donado en la Última Cena como Carne de Cordero, como Pan Vivo bajado del cielo, como Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Por eso mismo, no debemos pensar que fue sólo Judas Iscariote quien provocó el dolor y la amargura de la traición al Sagrado Corazón, allá lejos y hace tiempo, en Palestina; también nosotros lo traicionamos, cuando pecamos, pero también traicionamos su Amor, cuando no correspondemos a su Amor donado sin reservas en la Eucaristía y esto sucede toda vez que comulgamos con frialdad, con indiferencia, con pensamientos banales, con sentimientos que no provienen del Espíritu Santo y no conducen al Espíritu Santo. No solo Judas Iscariote traiciona al Amor de Jesús, y no solo en la Última Cena.
        


lunes, 30 de marzo de 2015

Martes Santo


(2015)
         “Cuando Judas recibió el bocado, Satanás entró en él (…) Judas salió del Cenáculo (…) Afuera era de noche” (cfr. Jn 23, 21-33. 36-38). No puede ser más explícito el Evangelio, en describir una posesión demoníaca, la de Judas Iscariote, la cual se produce antes de que los demás discípulos, fieles en el Amor a Jesucristo, comulguen el Cuerpo y la Sangre de Jesús, transubstanciados por la fuerza del Espíritu Santo. Es decir, mientras los discípulos, que permanecerán fieles a Jesucristo, en el Amor, comulgarán en la Última Cena su Cuerpo y su Sangre, transubstanciados a partir del pan y del vino por la omnipotencia del Espíritu de Dios, y así recibirán de Jesucristo a este mismo Espíritu, al comulgarlo, Judas Iscariote, por el contrario, realiza una anti-comunión, una comunión sacrílega, no con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino con Satanás, porque no comulga la Eucaristía, sino simplemente pan material y salsa con carne, un “bocado”, dice el Evangelio, indicando con esto que su banquete no es eminentemente espiritual, como el de los discípulos, sino puramente material, en el que solo busca la satisfacción de sus pasiones corporales. Aunque en su comunión sí hay algo de espiritual, pero no en el Amor, en el Espíritu Santo, con el Padre, a través del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía, como lo hacen los discípulos, sino que la comunión de Judas Iscariote, su anti-comunión, es en el odio, con Satanás, en el espíritu de rebelión y de profundo odio preternatural contra Dios y contra su Mesías, Jesucristo, a quien ha consumado ya la traición, decidiéndolo entregar por treinta monedas de plata. Luego de comulgar en rebelión contra Dios, y de fijar su voluntad, en el tiempo y para la eternidad, en el mal, Judas Iscariote “recibe el bocado” y Satanás “entra en él”, consumándose así la posesión perfecta, que consiste en la dominación, por parte del demonio, hasta de la misma voluntad, con lo cual la entrega al Príncipe de las tinieblas es irreversible y definitiva. Cuando Judas Iscariote finaliza su anti-comunión, sale del Cenáculo, y dice el Evangelio que “afuera era de noche”: esto indica tanto la salida real de Judas del Cenáculo, para ir a consumar su traición, en horas de la noche, como la salida definitiva de Judas del radio de acción, por así decirlo, del Amor de Dios, del Sagrado Corazón, que es en lo que consiste la condenación eterna, tanto de los ángeles apóstatas, como de los hombres condenados. El padre Fortea[1] compara a Dios y a las almas con el sistema solar: siendo Dios el sol, el centro del sistema solar, el cuerpo celeste que se aleje de él, cuanto más se aleje, tanto menos recibirá de su luz y de su calor, es decir, de su amor, y tanto más se irá enfriando y oscureciendo, es decir, tanto más se irá fijando su voluntad en el odio irreversible hacia Él, y eso es lo que sucede con los condenados, tanto con los ángeles, como con los hombres. Cuando el Evangelio dice que, al salir Judas del Cenáculo “afuera era de noche”, está indicando, por lo tanto, que no solamente afuera era ya de noche, porque el sol cósmico se había ocultado y la luna estaba en lo alto del firmamento: el Evangelio indica que Judas, al salir del radio de acción del Sagrado Corazón, al negarse a entrar en comunión de vida y amor, que es el Cenáculo de la Última Cena, ingresa, paralelamente, en la tenebrosa noche viviente, es decir, en la comunión de odio y muerte que es la unión con Satanás, que como consecuencia de su traición al Hombre-Dios, se adueñó, de una vez y para siempre, de su cuerpo y de su alma.
“Cuando Judas recibió el bocado, Satanás entró en él (…) Judas salió del Cenáculo (…) Afuera era de noche”. Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, en la Última Cena, para salvarnos, para unirnos, en su Cuerpo, por el Espíritu Santo, al Padre; pero al mismo tiempo, respeta máximamente nuestra libertad, y la comunión sacrílega de Judas Iscariote con Satanás y su posterior posesión, son la muestra de que Dios no obliga a nadie a amarlo y de que respeta la libre voluntad de cada persona; la comunión sacrílega de Judas es la muestra de que todos y cada uno, permanecemos libres para amarlo o no, y quien no quiera hacer ese acto de amor, nadie lo podrá hacer por él; nadie puede excusarse y decir: “No puedo amar a Jesús en la Eucaristía”, porque cada uno tiene la capacidad de amar a Dios, que se dona a sí mismo, en la Persona del Hijo, como Pan de Vida Eterna, en la Eucaristía. En la Última Cena, Jesús entregó su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía por Amor, movido solo por el Divino Amor; al comulgar, entonces, movidos por la gracia, demos a Jesús, todo el amor del que sean capaces de crear nuestros pobres corazones.




[1] Cfr. Summa daemoniaca. Tratado de Demonología, Cuestión 6, Atlas Representaciones, Asunción 2006, p. 62.

Lunes Santo


(2015)
(Jn 12, 1-11). “Seis días antes de la pascua”, Jesús va a Betania, a casa de sus amigos Marta, María y Lázaro. Mientras “Marta servía” y Jesús se preparaba para la cena, con Lázaro como uno de sus comensales, María Magdalena, tomando “una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio”, unge los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. La fragancia del perfume “invadió la casa”, relata el Evangelio. El hecho central reside, precisamente, en la unción de los pies de Jesús con el perfume de nardos, que era “muy costoso”, como lo remarca el Evangelio. Esto provoca el falso escándalo de Judas Iscariote, quien protesta argumentando que, en vez de haber gastado el perfume para ungir los pies de Jesús, se lo podría haber vendido para dar el dinero a los pobres. Por un lado, el escándalo de Judas Iscariote es falso porque, como dice el Evangelio, lo que quería era apropiarse del dinero, porque “era ladrón”. Por otro lado, sin embargo, aún si Judas Iscariote no hubiera intervenido con su falso escándalo, el uso del perfume por parte de María Magdalena para ungir los pies de Jesús está plenamente justificado, debido a que Jesús es el Hombre-Dios y lo que se haga en su honor, no se puede medir en costos económicos y, todavía más, todo lo que se haga en su honor, siempre será poco. Es verdad que la Iglesia y el cristiano deben ser misericordiosos para con los más necesitados, pero el deber primario y la función principal y esencial de la Iglesia es la de adorar a Dios y es por eso que la adoración de María Magdalena, realizada por medio de la unción de los pies de Jesús con el costoso perfume, no es, ni por mucho, un gasto inútil, sino un acto de amor debido que la Iglesia tributa al Hombre-Dios. Si se hubiera hecho lo opuesto -es decir, lo que pretendía Judas Iscariote, vender el perfume y dar el dinero a los pobres-, eso sí habría sido un gesto indebido, porque, como dice Jesús “a los pobres los tendréis siempre entre vosotros, pero a Mí no me tendréis siempre”, con lo cual está queriendo decir que la Iglesia siempre tendrá ocasión de ocuparse de los pobres, porque siempre habrá pobreza en el mundo, pero al mismo tiempo, está diciendo que la adoración a Él, en cuanto Hombre-Dios, tiene precedencia por sobre la atención al prójimo, lo cual a su vez es acorde al orden establecido en el Primer Mandamiento: “Amarás a Dios y al prójimo”, es decir, en la Ley de Dios lo primero es el amor a Dios y luego, en Dios, el amor al prójimo. En otras palabras, lejos de haber hecho un gasto inútil, María Magdalena, al derramar un costoso perfume y ungir con él los pies de Jesús, realiza el gesto de amor que la Iglesia debe tributar a Dios, que “es Amor”, porque siendo Dios Amor en sí mismo, no puede recibir otro tributo que no sea el del amor y la adoración, y mucho más, cuanto que este Dios, luego de declarar “amigos” a los hombres, está a punto de ofrendar su vida en la cruz, como suprema muestra de amor –“nadie tiene más amor que el que da la vida por los amigos-, para la salvación de la humanidad.
Ahora bien, la unción con el perfume, además de ser un gesto profético que anuncia la muerte de Jesús, como Él mismo lo anuncia, es una prefiguración del fruto de la muerte de Jesús, porque el perfume que unge la humanidad viva de Jesús, simboliza la gracia santificante, que concederá la vida divina a los hombres muertos por el pecado, y la fragancia exquisita que inunda la casa, simboliza “el buen olor” de Cristo que exhala el alma en gracia y el alma que vivirá en la gloria de la resurrección, libre ya de la pestilencia y de la corrupción del pecado y de la muerte.

Como la Magdalena, postrémonos en acción de gracias ante el Cordero de Dios, que dio su vida por amor a nosotros en la cruz y le tributemos el honor de la adoración y del amor debidos, con la oración y la misericordia.

viernes, 27 de marzo de 2015

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor


(Ciclo B – 2015)
         “Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando: ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’” (cfr. Mc 11, 1-10). Jesús ingresa en la ciudad de Jerusalén, montado en un borrico. A su paso, salen a su encuentro todos los habitantes de Jerusalén: niños, jóvenes, adultos, ancianos, absolutamente todos, aclamándolo y hosanándolo, cantándole aleluyas y gritando vivas al hijo de David, agitando palmas a su paso, en reconocimiento de su realeza, y extendiendo mantos a modo de alfombras, de manera tal que ni siquiera las patas del burro en el que viene Jesús montado se ensucien con tierra. Al ingreso de Jesús en Jerusalén, la alegría embarga a sus habitantes, y de tal manera, que todos a una exclaman, extasiados y fuera de sí por el gozo, vivas y aleluyas por Jesús, recordando los milagros, los innumerables milagros, prodigios, dones, curaciones, expulsiones de demonios, multiplicaciones de panes y peces, y señales maravillosas de todo tipo, que Jesús ha hecho a favor suyo.
Los habitantes de Jerusalén se muestran agradecidos con Jesús, quien les ha curado sus cuerpos, les ha devuelto a la vida a sus muertos, les ha hablado de la vida eterna, les ha devuelto la vista a los ciegos, el habla a los mudos, la audición a los sordos, ha expulsado a los demonios que los atormentaba, y por esa razón, lo reconocen como a su rey, como al Mesías que habían anunciado los profetas, y por eso lo hosannan, lo alaban, lo glorifican, lo saludan con palmas, le cantan salmos de alabanza, le tienden alfombras a su paso y le abren de par en par las puertas de la ciudad santa de Jerusalén.
Sin embargo, misteriosamente, esa misma gente, esa misma multitud, que ahora, el Domingo de Ramos, lo aclama, lo exalta, lo felicita, lo alaba, le canta salmos de alabanza, que le abre las puertas de Jerusalén y lo introduce en la ciudad Santa, esa misma multitud, por el misterio de iniquidad que anida en el corazón del hombre, días más tarde, el Viernes Santo, lo expulsará de la ciudad Santa, cargado con una cruz, luego de condenarlo a muerte, y lo cubrirá de oprobios de insultos, de golpes, de injurias, de latigazos, y si antes lo alababa, lo exaltaba y lo glorificaba, ahora lo ultraja, lo insulta y lo denigra a un grado que avergüenza a los mismos ángeles del cielo. Si antes, el Domingo de Ramos, le había abierto las puertas de Jerusalén, ahora, le cierra las puertas de la ciudad Santa, y lo expulsa, para crucificarlo, porque ya no lo quiere ver más, porque ya no quiere tenerlo más consigo, no soporta más su Presencia y quiere hacerlo desaparecer, literalmente, de la ciudad santa, y de la faz de la tierra. La misma multitud, exactamente la misma multitud, que el Domingo de Ramos lo hosannaba, es ahora la misma multitud que, el Viernes Santo, lo ultraja, lo golpea, lo corona de espinas, lo insulta, lo escupe, lo abofetea, lo condena a muerte, le carga una cruz, lo crucifica, lo deja agonizar por tres horas en el Calvario, y se goza con su muerte en la cruz.        
El hecho, real, es simbólico de lo que sucede en el hombre, porque la Ciudad Santa, Jerusalén, es símbolo del corazón del hombre: la ciudad de Jerusalén, que reconoce a Jesús como Rey el Domingo de Ramos, y lo hosanna y aclama, lo bendice y lo exalta, proclamándolo como a su Rey, representa al corazón en gracia, el corazón humilde, que reconoce a Jesús como al Hombre-Dios, que por la gracia, es entronizado en el corazón del hombre y reconocido como su Rey y Señor, y aclamado y alabado como tal.
Pero Jesús expulsado de Jerusalén el Viernes Santo para ser crucificado, representa al hombre en pecado mortal que expulsa por el pecado a su Dios de su corazón, y en su lugar, coloca al Príncipe de las tinieblas, sucediéndole de esa manera lo mismo que le sucedió a los habitantes de Jerusalén, que luego de haber expulsado a Jesús de la Ciudad Santa para crucificarlo en el Monte Calvario, comenzó a reinar entre ellos el Príncipe de las tinieblas, y así sucede en el corazón del hombre que expulsa a Jesucristo, la Gracia Increada, por el pecado mortal, porque el demonio se apodera de su corazón.
“Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico. La multitud lo hosannaba gritando: ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’”. Que nuestros corazones sean como la ciudad santa de Jerusalén el Domingo de Ramos, en el que siempre Jesús sea reconocido, alabado, ensalzado y exaltado como nuestro Rey y Señor, y que nunca jamás sea expulsado de nuestros corazones por el pecado, como les sucedió a los habitantes de Jerusalén el Viernes Santo. Antes de pecar mortalmente o antes de cometer un pecado venial deliberado, es decir, antes de expulsar a nuestro Rey Jesús de nuestros corazones, como los habitantes de Jerusalén el Viernes Santo, que nos sobrevenga la muerte, como pedía Santo Domingo Savio el día de su Primera Comunión, a los nueve años –“Antes morir que pecar”-, o como pedimos en la fórmula de la confesión sacramental: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Que nuestros corazones sean siempre como la Ciudad Santa el Domingo de Ramos, que en nuestros corazones resuenen siempre cantos de alabanza a Jesús, nuestro Rey, nuestro Dios y Señor, y que nunca jamás lo expulsemos por el pecado, como hicieron los habitantes de Jerusalén, el Viernes Santo.

viernes, 20 de marzo de 2015

“Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”


(Domingo V - TC - Ciclo B – 2015)
         “Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 20-33). Jesús está claramente profetizando acerca de su Pasión y Muerte en cruz: cuando Él sea “levantado en alto”, es decir, cuando sea crucificado, “atraerá a todos hacia Él”, y así se dará cumplimiento a sus palabras, de que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir para dar fruto, porque Él en la cruz, es el grano de trigo que muere y da el fruto de la Resurrección. Jesús en la cruz es el grano de trigo que muere, porque Él muere real y verdaderamente en la cruz el Viernes Santo, y da fruto, el fruto de la Resurrección, porque resucita, lleno de la vida y de la gloria divina, para ya no morir más, el Domingo de Resurrección.
“Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. Cuando Jesús sea crucificado, levantado en alto, sobre la tierra, atraerá a todos hacia Él. Cuando Jesús dice esto, no se está refiriendo solamente a quienes asistirán, ese día, el 14 del mes de Nissan, el Viernes Santo, el día de su crucifixión; Jesús tampoco está diciendo que atraerá con la mirada a quienes asistan a la crucifixión, así como cuando alguien tiene que levantar la cabeza para mirar a lo alto, al asistir a un evento como el del Calvario; es decir, no habla de un movimiento meramente corporal. Cuando Jesús dice: “Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”, está hablando de un evento sobrenatural, la crucifixión del Hombre-Dios, que sobrepasa absolutamente la capacidad de comprensión de nuestra razón; la crucifixión de Jesús, el Hombre-Dios, es un evento que se extiende horizontalmente, hacia adelante y hacia atrás de Él en el tiempo, en la historia, porque abarca a toda la historia de la humanidad, y se extiende verticalmente, porque une al cielo con la tierra, y esa es la razón por la cual la atracción de la que habla Jesús, no es el mero movimiento corporal de levantar la cabeza para contemplar a alguien que está más alto, elevado en un cruz, sino que la atracción a la que se refiere Jesús, es un movimiento eminentemente espiritual, ejercido por la acción divina sobre las almas.
Es decir, la “atracción” que generará Jesús, cuando Él sea levantado en lo alto sobre la tierra, será hacia absolutamente todos los hombres de todos los tiempos, y los atraerá hacia sí mismo, en el Calvario, hacia su Sagrado Corazón traspasado. Jesús, una vez crucificado y elevado a lo alto, sobre la tierra, en el Monte Calvario, se elevará como un gigante, que atraerá hacia sí a toda la humanidad, espiritualmente, en el tiempo y en el espacio. Para poder darnos una idea de cómo es esta atracción, podemos imaginarnos a un gigantesco imán que, puesto en un lugar alto, atrae hacia sí, con una fuerza irresistible, a diminutas partículas de hierro. ¿Cuál es la fuerza que, brotando del Sagrado Corazón de Jesús, tendrá la potencia suficiente –y todavía más-, para atraer hacia el Corazón de Jesús, a cientos de miles de millones de hombres? Esa fuerza misteriosa, que funcionará como un poderosísimo imán que atraerá a las almas hacia Jesús crucificado, será el Espíritu Santo, el Amor Divino, y el momento en el que dará inicio la atracción, será el lanzazo del soldado romano, que traspasará el Costado de Jesús, porque el acero de la lanza, traspasará el Sagrado Corazón, dejando escapar su contenido, la Sangre y el Agua, y como en la Sangre y en el Agua inhabita el Espíritu Santo, cuando se produzca la efusión del Sagrado Corazón, se producirá la efusión del Espíritu Santo, continuación y prolongación de la espiración que del Espíritu hacen el Padre y el Hijo en la eternidad.
“Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. Cuando Jesús sea levantado sobre lo alto, su Corazón será traspasado por la lanza, y como su Sagrado Corazón traspasado es la Puerta abierta del cielo, que conduce directamente al seno del Padre, quien sea atraído por Jesús crucificado, por su Corazón traspasado, será conducido, por el Espíritu Santo, al Reino de los cielos, al seno del eterno Padre.
Ahora bien, si es verdad que la fuerza que atraerá a los hombres hacia Jesucristo es la fuerza del Amor Divino, no es menos cierto que esa fuerza, por más potente que sea, no atraerá a quien no se deje, libre y voluntariamente, atraer, porque el hombre es un ser libre, y Dios no hará entrar a nadie forzadamente en el cielo; por lo tanto, será atraído quien se acerque a Jesucristo crucificado y se arrodille ante Él con un corazón contrito y arrepentido, es decir, quien libremente se deje atraer por el Amor de su Sagrado Corazón traspasado. Solo quien contemple a Jesús crucificado con contrición de corazón y con amor, será atraído por la poderosísima fuerza del Amor Divino; quien no lo contemple en la cruz con estas disposiciones, no se sentirá atraído por el Amor de Dios.
 “Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. La fuerza centrífuga de atracción, que se desencadenó sobre el mundo en el Viernes Santo, en el Monte Calvario, con la crucifixión de Jesús, al ser levantado en lo alto Jesús en la cruz, continúa actuando en los corazones en cada Santa Misa, cuando el sacerdote eleva la Hostia consagrada sobre el altar eucarístico, el Nuevo Monte Calvario. Solo quien contemple a Jesús Eucaristía con contrición de corazón y con amor, será atraído por la poderosísima fuerza del Amor Divino; quien no lo contemple en la Eucaristía con estas disposiciones, no se sentirá atraído por el Amor de Dios.

“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora”


“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora” (Jn 7, 1-2.10.25-30). Los fariseos quieren detener y matar a Jesús; no lo hacen porque temen a la gente, puesto que Jesús es muy conocido a causa de la autoridad de su enseñanza y sus milagros, y porque “no ha llegado todavía su hora”. En este hecho podemos ver dos aspectos: primero, que la intención de los judíos de detener y matar a Jesús es absolutamente irracional, puesto que el motivo es “porque se hacía igual a Dios”, es decir, porque Jesús sostenía que Él era el Hijo de Dios, de igual poder y majestad que su Padre Dios, lo cual, para los judíos, sonaba a herejía, porque los fariseos solo creían en un solo Dios y no se daban cuenta de que Jesús no solo les revelaba que en Dios había Tres Personas distintas, sino que Él era una de ellas. Y Jesús había dado suficientes pruebas de que lo que decía era verdad, es decir, de que Él era Dios, porque hacía milagros que sólo Dios puede hacer –resucitar muertos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces, dar la vista a los ciegos, etc.-, y sin embargo, los fariseos se obstinaban en no creer en la divinidad y en la revelación de Jesús. Lo que sucede es que, detrás de la terquedad de los fariseos, se encuentra la acción del demonio, el Príncipe de este mundo, que es quien está interesado, en primer lugar, en matar a Jesús, porque el demonio se da cuenta de que Jesús tiene poder sobre Él y de que le arrebata las almas y los corazones que antiguamente él los tenía bajo su poder. El demonio se da cuenta de que Jesús, con su palabra, con su poder, con sus milagros, y con su Amor, principalmente, conquista a las almas para el Reino de Dios y se las arrebata de sus garras, y es por eso que se enfurece contra Jesús y desencadena una feroz persecución contra Él, precedida por toda clase de mentiras y calumnias.
El segundo aspecto a tener en cuenta en este Evangelio, es que, si no detienen a Jesús, es porque “no ha llegado su hora”, es decir, no ha llegado la hora establecida por el Padre, para que Jesús dé el supremo testimonio de Amor por Él y por los hombres, ofrendando su vida en la cruz, para la salvación de los hombres. Paradójicamente, la “hora” de Jesús, es decir, el momento en el que Él ofrendará su Cuerpo y derramará su Sangre en la cruz como supremo testimonio de Amor por Dios y por los hombres, para expiar los pecados de la humanidad y así salvar las almas de la eterna condenación, coincidirá con la “hora de las tinieblas” (Lc 22, 53), como Él mismo define, al espacio temporal asignado por la Divina Providencia a las fuerzas del mal, para que lleven a cabo su plan de apresarlo, juzgarlo inicuamente y condenarlo a muerte.

“Nadie puso las manos sobre Él, porque no había llegado su hora”. La hora de Jesús es la hora de su entrega en la Pasión, en manos de los hombres, para ser crucificado por nuestra salvación; esa hora se renueva y actualiza en el Santo Sacrificio del altar, en la Santa Misa. En la hora de su entrega en la cruz, Jesús nos da su Amor, la totalidad del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico; hagamos lo mismo nosotros, según dice el refrán: “amor con amor se paga”, y demos a Jesús, que renueva su sacrificio en cruz por nosotros en el altar, para darnos su amor, todo el amor del que sean capaces nuestros pobres corazones.

martes, 17 de marzo de 2015

“Levántate, toma tu camilla y camina”


“Levántate, toma tu camilla y camina” (Jn 5, 1-3a. 5-16). Jesús cura milagrosamente a un paralítico que, enfermo desde hace treinta y ocho años, debido a su incapacidad, no puede bajar a la piscina de Betsaida cuando “se agitan las aguas”, para recibir su acción curativa, porque nadie lo ayuda. La piscina de Betasaida poseía un don curativo, producto de la acción de la gracia divina comunicada por un ángel: la señal de la presencia del ángel, era el momento en el que las aguas se agitaban; si alguien se sumergía en ese momento, quedaba curado, según se desprende del relato del propio paralítico. Jesús se compadece del paralítico y le concede el milagro de la curación inmediata: “Levántate, toma tu camilla y camina”. A nosotros, que vivimos en el siglo XXI, un siglo caracterizado por el hiper-cientificismo y por el endiosamiento, hasta la idolatría, de la razón humana y de la ciencia sin fe, además de caracterizarse por la exclusión de Dios como Causa Primera y Motor del Universo, la historia –verídica, real- del Evangelio, nos suena un tanto ajena a nuestro racionalismo, pero el hecho de que nos suene “ajena” a nuestro racionalismo, no significa que no se verídica.

Además, en nuestro siglo XXI, delante de nuestros ojos, en cada Santa Misa, por el misterio de la liturgia eucarística, se desarrolla, delante de nuestros ojos, un hecho sobrenatural infinitamente más grande: no baja un ángel del cielo que, agitando las aguas, las dota de poderes curativos para sanar los cuerpos; por las palabras de la consagración, baja del cielo el Espíritu Santo, que agitando el agua y el vino mezclados del cáliz, los convierte en la Sangre del Redentor, que concede la Vida eterna a las almas. Este es un hecho misterioso y sobrenatural, inmensamente más grandioso y maravilloso que el episodio de la piscina de Betsaida. Entonces, si nos asombra el episodio de Betsaida, mucho, muchísimo más, tiene que asombrarnos la Santa Misa.

viernes, 13 de marzo de 2015

“Así como Moisés levantó en alto a la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”


(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2015)
         “Así como Moisés levantó en alto a la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-21). Jesús dice que para que los que creen en Él tengan vida eterna, Él debe ser “levantado en alto”, así como “Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto”. Para entender a qué se refiere Jesús, hay que recordar el episodio del desierto. En su travesía por el desierto, los israelitas fueron atacados por serpientes venenosas, cuyas mordeduras provocaron numerosas muertes. Moisés recibió entonces, de parte de Dios, la orden de fabricar una serpiente de bronce y levantarla en alto: quien la mirara, quedaría curado, lo cual efectivamente sucedió. El episodio de las serpientes y de Moisés con la serpiente de en alto, era una prefiguración de la historia de la Salvación, de lo que Jesús está anunciando, de su Pasión y crucifixión. En otras palabras, cada elemento de la escena del Pueblo Elegido que atraviesa el desierto y es atacado por serpientes, representa un elemento sobrenatural, relacionado con el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesucristo, y ese es el motivo por el cual Jesús lo relaciona directamente con su Pasión. Veamos.
         El Pueblo Elegido que atraviesa el desierto, representa al Nuevo Pueblo Elegido, es decir, nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica; el desierto, representa el desierto del mundo y la historia humana, y así como el Pueblo Elegido atravesaba el desierto en dirección a la ciudad santa de Jerusalén, así nosotros atravesamos el desierto de la historia y el mundo hacia la ciudad santa, la Jerusalén celestial, no la terrena; las serpientes venenosas que mordían a los israelitas y los mataban con su veneno mortífero, representan a los demonios, que nos inoculan, no en el cuerpo, sino en el alma, el veneno mortal del pecado y de la rebelión contra Dios y contra sus Mandamientos; Moisés representa tanto a Dios Padre, como al sacerdote ministerial; la serpiente de bronce, elevada por Moisés, representa a Jesucristo, crucificado y elevado en el Monte Calvario, y así como por un milagro, quienes miraban a la serpiente de bronce que elevaba Moisés, quedaban curados, así también, quienes contemplan a Jesús crucificado, con sus llagas, con su Costado traspasado, con su Cabeza coronada de espinas, con su Rostro cubierto de Sangre, con sus Manos y Pies atravesados por gruesos clavos de hierros, con el cartel que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”; ése tal, el que contempla a Jesús crucificado, con un corazón contrito, arrodillado ante la cruz, y deja que la Sangre Preciosísima del Cordero caiga sobre su cabeza y lo bañe y lo purifique, ése tal, queda sanado, queda purificado, queda santificado, porque la Sangre de Jesús lleva en sí misma al Espíritu Santo y el Espíritu Santo no solo le quita sus pecados, sino que le comunica la vida nueva de Jesús, que es la vida de Dios Uno y Trino, que es vida eterna. Ésa es la razón por la cual Jesús dice: “Así como Moisés levantó en alto a la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”.

Entonces, cuando alguien se acerca, con el corazón compungido, y se arrodilla ante Jesús crucificado, recibe de Él la vida eterna, pero no solo sucede eso ante Jesús crucificado. El alma recibe la vida eterna de Dios Trino también en la Santa Misa, porque en la Santa Misa, Jesús renueva, bajo el velo sacramental, su Santo Sacrificio de la cruz, de manera tal que, asistiendo a la Santa Misa, está asistiendo al mismo Santo Sacrificio del Calvario. Entonces, cuando el sacerdote eleva en alto la Hostia consagrada, eleva en alto a Jesús crucificado, y de Él se desprenden sus rayos santificantes, que dan la vida eterna a quienes contemplan, con fe, con amor, con adoración, a Jesús en la Eucaristía. Entonces, nosotros podemos parafrasear a Jesús, y decir: “Así como Moisés levantó en alto a la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto en la Santa Misa, para que todo aquel que lo contemple en la Hostia consagrada, en la Eucaristía, y crea en Él, tenga vida eterna”.

martes, 10 de marzo de 2015

“Perdona hasta setenta veces siete”


“Perdona hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Pedro le pregunta a Jesús si debe perdonar a su hermano “hasta siete veces” las ofensas que le haga. La razón del número siete es que, para los hebreos, el siete significa plenitud y perfección; de esta manera, perdonando “siete veces”, Pedro suponía que alcanzaba la cima de la perfección espiritual en la nueva religión de su maestro, y una vez llegada a esta, se veía liberado del nuevo precepto, con lo que podía aplicar el precepto de la Ley Antigua: “ojo por ojo y diente por diente”. Es decir, Pedro podía pensar que podía perdonar literalmente siete veces, y en la ofensa número ocho, aplicar la ley del Talión. Sin embargo, la respuesta de Jesús le abre un horizonte absolutamente nuevo e impensado, que deja atrás, definitivamente, a la Ley del Talión. Jesús le dice: “No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Si el número siete significaba plenitud y perfección, es evidente que, con esta respuesta, Jesús le está señalando que la Ley del Nuevo Testamento, la Ley Nueva de la caridad, es la máxima plenitud y perfección, que supera infinitamente a la Ley del Antiguo Testamento, la Ley del Talión. Ahora, a partir de Jesús, quien quiera ser perfecto, no sólo deberá perdonar “siete veces”, sino “setenta veces siete”, lo que en la práctica significa: “siempre”. Pero hay algo más agregado: si alguien ofende a otro al punto de obligarlo a perdonarlo setenta veces siete, es porque ese tal es su enemigo; ahora bien, en la Ley Nueva de Jesús, al enemigo, hay que amarlo: “amen a sus enemigos”, es el mandato de Jesús, lo que significa que el perdón con el que se perdonan las ofensas, está basado en el amor, pero no en un amor afectivo, sentimentalista, pasajero, sino en el Amor de Jesús, que es el fundamento del amor cristiano a Dios y al prójimo. Por lo tanto, el mandato de perdonar “siempre”, es decir “setenta veces siete”, es un mandato de amor, de caridad sobrenatural, que tiene su raíz y su origen en el Corazón traspasado de Jesús, que desde la cruz, nos ama y nos perdona a nosotros, sus enemigos, que lo ofendamos una y mil veces, con nuestros pecados, hasta el punto de quitarle la vida, y a pesar de que le quitamos la vida, Jesús nos ama y nos perdona, y el signo de su amor y de su perdón, es su Sangre derramada a través de sus heridas y su Cuerpo entregado en la cruz.

“Perdona hasta setenta veces siete”. Cuando nos asalte la terrible tentación de no perdonar y por lo tanto, de no amar a nuestros enemigos, recordemos que en la Santa Misa se renueva y se actualiza, de modo incruento y sacramental, el signo del perdón divino, pues Jesús realiza en el altar eucarístico el mismo sacrificio del Calvario: derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía. Por este motivo, no podemos comulgar, es decir, no podemos unirnos a Jesús Eucaristía, si no perdonamos a nuestros enemigos con el mismo perdón con el que Jesús nos perdona desde la cruz.

viernes, 6 de marzo de 2015

“Jesús expulsa a los mercaderes del templo”



(Domingo III - TC - Ciclo B – 2015)

          “Jesús expulsa a los mercaderes del templo” (cfr. Jn 2, 13-25). Jesús sube a Jerusalén y encuentra en el Templo a los vendedores de bueyes, de palomas y de ovejas y a los cambistas; hace un látigo de cuerdas, derriba las mesas de los cambistas, y los expulsa a todos a latigazos, mientras dice: “Saquen esto de aquí y no hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”. La escena, real, tiene un significado espiritual, porque cada elemento de la escena evangélica, nos remite a una realidad sobrenatural. El templo representa el alma humana, que ha sido creada para ser morada de la divinidad; los animales irracionales, como los bueyes, las palomas y las ovejas, representan a las pasiones sin el control de la razón que dominan el corazón del hombre; los cambistas, con sus monedas de oro y plata, representan el apetito y la avidez del hombre por el dinero; los mercaderes, representan a los demonios, que por permisión del hombre, han entrado donde no debían entrar; Jesús, que los corre a latigazos, es el Dueño del templo, es decir, del alma, porque en cuanto Dios, es el Creador del alma, pero además, en cuanto Redentor y Santificador, es quien ha comprado y rescatado el alma al precio altísimo de su Sangre Preciosísima y es quien la ha consagrado como templo del Espíritu Santo y como morada de la Santísima Trinidad, convirtiendo el corazón en altar y sagrario de la Eucaristía, y esa es la razón por la cual estalla su indignación y su ira.
         En la escena evangélica Jesús estalla de ira porque los mercaderes de animales y los cambistas de dinero han usurpado el templo de su Padre, pervirtiendo el sentido originario y el fin primario y único para el cual el templo ha sido construido y consagrado, que es el de alabar y adorar al Dios Único y Verdadero. El templo de Jerusalén ha sido construido para que en su interior se escuchen solo oraciones y cantos de alabanzas, de adoración y de acción de gracias a Dios, por ser el Creador, y para que reine entre los hombres un sentimiento de fraternidad por ser todos miembros de un mismo Pueblo Elegido, congregado para alabar a su Dios y cantar las maravillas que su Dios ha hecho en favor de su Pueblo. Pero el hecho de que el templo esté ocupado con los mercaderes y sus animales y con los cambistas y sus mesas de dineros, trastoca y altera toda su finalidad y su sentido primigenio, porque en vez de reinar el silencio, necesario para elevar el alma a Dios, el aire se llena del estrépito de los gritos estentóreos de los cambistas de dinero que ofrecen sus ofertas y de los mugidos de los bueyes, de los arrullos de las palomas y de los balidos de las ovejas, además del griterío de la gente; a esto se le suma la incomodidad por el poco espacio y por el apretujamiento que se genera debido a la presencia de los animales y también la escasa higiene, ya que los animales, por naturaleza, son poco higiénicos y hacen sus necesidades fisiológicas en el lugar, contaminando y ensuciando el lugar sagrado, profanándolo de una manera escandalosa e inaceptable. Al ver esta escena, Jesús se indigna, se enfurece y se llena de santa ira –no de ira pecaminosa, porque Él es Dios y jamás podía pecar, por eso su ira no es pecaminosa, sino santa; es la santa ira de Dios-, porque los hombres han osado profanar el templo santo de su Padre, convirtiéndolo, de casa de oración, en “casa de comercio” y por eso mismo, hace un látigo de cuerdas, y los desaloja. En el fondo, subyace una apostasía silenciosa, porque han desplazado al Dios verdadero de sus corazones, reemplazándolo por el dios dinero, y ése es el motivo de la indignación y de la ira de Jesús.
Pero además, como decíamos al principio, la escena evangélica es actual, porque si bien sucedió en la realidad, cada elemento de la escena evangélica, representa una realidad sobrenatural, que nos compete a los cristianos, que somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido. Es así como debemos vernos representados en esta escena, porque el templo es figura del alma; los mercaderes, son figura de los demonios; los animales irracionales, son figura de las pasiones sin control de la razón, como por ejemplo, la ira, la lujuria, la pereza, la avaricia, la soberbia, la envidia, que se apoderan del templo, esto es, el alma; los cambistas, a su vez, representan, de modo particular, la avaricia y el apego desordenado al dinero y a los bienes materiales, en detrimento de los bienes eternos; Jesús, es el Dueño de nuestras almas, porque Él no solo ha creado el alma humana, cada alma, sino que las ha comprado, derramando su Sangre y las ha santificado, donando el Espíritu Santo sobre cada una de ellas, y es por eso que no puede tolerar que las pasiones sin control –la ira, la lujuria, la envidia, el egoísmo-, y el amor al dinero, representados en los mercaderes con animales y en los cambistas con sus mesas de dinero, se apoderen del alma. En el alma deben reinar los cantos y las alabanzas a Dios y se debe percibir el aroma y el perfume exquisito de la gracia, y el corazón debe ser un altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, pero si en vez de eso se encuentran las pasiones, así el templo que es el alma, pierde su sentido original y único, que es el de alabar y adorar a Dios.

“Jesús expulsó a los mercaderes del templo”.  No dejemos entrar a los mercaderes con sus animales ni a los cambistas con sus mesas de dinero en nuestra alma; no permitamos que nuestra alma se convierta en una casa de comercio, en donde dominen las pasiones sin control y en donde el amor al dinero y el amor a las cosas materiales desplace el amor a Jesús Eucaristía; que nuestra alma, comprada al precio de la Sangre del Cordero, sea siempre un hermoso templo en donde solo se escuchen cantos de alabanza a Dios y de amor a los hermanos y en donde se adore, en el altar del corazón, a Jesús Eucaristía; que nuestra alma brille y resplandezca, en medio de las tinieblas del mundo, con la luz de la gracia, la luz de la Jerusalén celestial, la luz del Cordero (cfr. Ap 21, 23).

miércoles, 4 de marzo de 2015

“El rico murió y fue al lugar del tormento; el pobre murió y fue al cielo”


"Epulón y Lázaro"
(Juan de Sevilla)

“El rico murió y fue al lugar del tormento; el pobre murió y fue al cielo” (Lc 16, 19-31). En este Evangelio, Jesús nos revela, con toda claridad, la existencia del Infierno y del Cielo (el Purgatorio es el paso previo al cielo) en la vida ultraterrena. La parábola trata de dos hombres, uno rico y otro pobre: el rico, al morir, se condena en el infierno; el pobre, al morir, se salva. El Evangelio debe ser interpretado a la luz de la fe de la Iglesia, porque de lo contrario, se corre el riesgo de interpretar, no sobrenaturalmente las palabras de Jesús, sino utilizarlas para diversas ideologías socialistas y materialistas, contrarias al Evangelio. Debemos prestar mucha atención a la parábola, porque narra el destino ultraterreno de dos personas, destino que está en relación directa a dos cosas: la utilización de los bienes materiales, y la conformidad con la Voluntad de Dios. En otras palabras, el rico se condena en el infierno no por el mero hecho de ser rico en bienes materiales, sino por el uso egoísta de esos bienes, puesto que no es capaz de auxiliar al pobre que, herido y enfermo, cubierto de llagas, pasa hambre y toda clase de necesidades, y estando al alcance de su mano –el mendigo está a la puerta de su casa- la posibilidad de socorrer a su prójimo, no lo hace. Con esto demuestra un corazón apegado a los bienes materiales y a sus propias pasiones, porque prefiere satisfacerse a sí mismo, antes que socorrer a su hermano. Ésta es entonces la causa de la condenación del rico: el uso egoísta de su riqueza, y no la riqueza en sí misma. Existen numerosísimos casos de santos, a lo largo de la historia de la Iglesia, que fueron muy ricos en bienes materiales, y sin embargo se salvaron, porque no los utilizaron egoístamente para sí, sino que los compartieron con los más necesitados. El Beato Pier Giorgio Frassatti, hijo de uno de los más acaudalados hombres de Italia, es un ejemplo; los reyes católicos de España, la reina Isabel de Hungría y los reyes y nobles de muchos otros países europeos, son también valiosísimos ejemplos de cómo para estos santos, siendo ricos en posesiones terrenas, utilizaron esas posesiones en beneficio de sus hermanos.
A su vez, el pobre no se salva por el mero hecho de ser pobre, porque se puede ser pobre y tener un corazón avaro: se salva porque, en su desgracia humana –pobreza, enfermedad-, no se queja contra Dios ni se enoja con su prójimo rico que no lo quiere socorrer; se salva porque acepta con amor y mansedumbre la Voluntad Divina, que ha permitido que “reciba males” en esta vida, como lo dice Jesús en la parábola, para luego recibir la verdadera riqueza, la salvación eterna en el Reino de los cielos. El pobre se salva por su fe, por su mansedumbre y por su amor a la Voluntad de Dios.
Ésta es la interpretación según la fe de la Iglesia Católica; interpretar de otro modo, pensando que el rico se condena por ser rico y que el pobre se salva por ser pobre, es alejarse en dirección diametralmente opuesta al Evangelio de Jesús.

“El rico murió y fue al lugar del tormento; el pobre murió y fue al cielo”. En nuestras manos y libre decisión está nuestra salvación eterna o nuestra condenación: si siendo ricos usamos nuestros bienes materiales no de modo egoísta, sino como meros administradores que con esos bienes socorren a sus hermanos, nos salvaremos; si siendo pobres y aceptamos la Voluntad de Dios y bendecimos a nuestros hermanos, nos salvaremos. Ésa es la enseñanza de la parábola de Jesús. 

martes, 3 de marzo de 2015

“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”


“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?” (Mt 20, 17-28). Luego de que Jesús profetiza acerca de lo que habrá de sucederle en Jerusalén, la madre de Santiago y Zebedeo se postra en adoración ante Él y le pide que “mande que sus hijos se sienten, en el Reino de los cielos, a su derecha y a su izquierda”. Jesús le dice que “no saben lo que piden” y luego les hace una pregunta: “Pueden beber del cáliz que yo beberé?”. Y los hijos de Zebedeo contestan: “Podemos”.
¿Qué significa toda la escena? A simple vista, parecería un caso más de pedido de favoritismo, como tantos otros. Jesús es el fundador de una nueva religión, tiene muchos seguidores, sus milagros despiertan la admiración de la gente. Es decir, su fama va en ascenso, al tiempo que se muestra con poder y carisma. Ante esto, podría decirse que a Jesús le sucede lo mismo que sucede con los líderes terrenos, que cuando se encuentran rodeados de fama y poder, ven acercárseles una multitud de gente que quieren obtener puestos de privilegio, para también gozar de fama y de poder. Sin embargo, no es este el caso, porque la madre de los hijos de Zebedeo no pide puestos terrenos, sino en el cielo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Es decir, la madre de los hijos de Zebedeo no tiene, para nada, en vista el poder y la fama mundana y terrena: pide, con visión de fe, que sus hijos se sienten “en el cielo”, “a la derecha y a la izquierda” de Jesús. A su vez, sus hijos también tienen esta misma visión, la de no querer honores mundanos, sino el cielo mismo, y esto se comprueba cuando Jesús les pregunta: “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”, y ellos responden afirmativamente: “Podemos”. Los hijos de Zebedeo saben que para llegar al cielo y para ocupar esos puestos de honor a la derecha e izquierda de Jesús, deben pasar por la cruz, porque eso es lo que Jesús les había profetizado al inicio del pasaje evangélico: “(Ahora subimos a Jerusalén, en donde) el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará”. Los hijos de Zebedeo saben muy bien que no se puede llegar al Reino de los cielos, sino es participando de la cruz de Jesús, puesto que el único camino hacia la luz, es la cruz de Jesús. Esto explica que respondan sin titubeos, ante la pregunta de Jesús de si pueden beber del cáliz que Él ha de beber: “Podemos”.

“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. También a nosotros nos hace Jesús la misma pregunta que a los hijos de Zebedeo. El cáliz que Jesús ha de beber, es el cáliz de la amargura, de la tristeza, del dolor y del llanto de la Pasión, al comprobar cuántos hombres, enceguecidos por el pecado, se precipitan, día a día, en la eterna perdición. Ése mismo cáliz es el que nos invita a beber Jesús, para que bebiendo de su cáliz, seamos junto con Él, corredentores de la humanidad, ofreciendo nuestras pobres vidas, uniéndolas a su sacrificio en cruz. “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. “Podemos, oh Jesús, danos de beber del cáliz de tus amarguras, para que compartiendo tu cruz y tu Pasión, seamos presentados al Padre como víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, por la salvación de nuestros hermanos”.

lunes, 2 de marzo de 2015

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”



“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Jn 6, 68). Jesús no da una simple lección de moral, ni describe el premio para quien posea la virtud de la humildad o el castigo para quien no la posea. La humildad –para quien se humilla- y la soberbia –para quien se ensalza-, no son meras virtudes o vicios: son participaciones, en el caso de la humildad, a la humildad de Jesús, que siendo Dios Hijo se encarnó, sin dejar de ser Dios y sin alardear de su condición divina; en el caso de la soberbia, todo acto de soberbia, por pequeño o grande que sea, es participación a la soberbia demoníaca, que le valió al demonio ser expulsado de los cielos para siempre, luego de haber sido la creatura angélica más hermosa de todas las creadas. Cuando Jesús nos llama a la humildad y nos pone en guardia contra la soberbia, no pretende hacer de nosotros nada más que personas virtuosas: quiere hacernos participar de su misterio pascual de Muerte y Resurrección, misterio que comenzó en el acto de humildad más maravilloso jamás visto, la Encarnación del Verbo, y quiere hacernos evitar aquello que da por tierra todo avance espiritual y que sobre todo puede ser causa de condena eterna, la soberbia espiritual, que asemeja al alma al demonio.
Jesús, entonces, más que no querer que seamos soberbios, pretende que seamos humildes. Pero hay que entender bien qué es ser humilde, para no caer en confusiones: ser humilde no significa ser apocado, aniñado, tímido, o no hacer nada en la Iglesia para no caer en la soberbia. Fijémonos bien que Jesús dice: “Que el más grande sea el servidor de todos”, es decir, claramente, Jesús nos está estimulando a ser “los más grandes de todos”, lo cual quiere decir no buscar ser “cercanos a la perfección”, sino “perfectos” en todo lo que hacemos, según nuestro estado de vida. Incluso Jesús lo llega a decir con toda claridad: “Sed perfectos como mi Padre es perfecto”. Ahora bien, el “ser perfectos”, o al menos intentar serlo, implica un duro esfuerzo y una puesta por obra de todos y cada uno de los dones con los cuales Dios nos dotó. Ser perfectos, como nos pide Jesús, quiere decir cumplir con nuestro deber de estado de cara a Dios y hacerlo con la mayor perfección posible, sobresaliendo sobre los demás. Jesús nos llama a sobresalir sobre los demás, pero no por vano espíritu de competición, sino porque Dios es perfecto y nosotros, que somos sus hijos, debemos ser perfectos como lo es nuestro Padre del cielo. Este hecho de ser perfectos no es, como podría suponerse, contrario a la humildad, porque el perfecto no debe envanecerse de su perfección, ya que todos sus dones, que le valieron la perfección, los tiene recibidos de Dios, y una forma de no envanecerse, es volverse “servidor de todos”, poniendo sus dones y su perfección al servicio de la salvación de las almas.

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. En un solo renglón, Jesús nos da un plan de vida que abre las puertas del cielo y cierra el infierno: quien quiera salvarse, debe imitarlo a Él en su humildad, poniendo en juego todos sus talentos, obrando a la perfección la obra de la salvación de las almas.