lunes, 31 de agosto de 2015

El Espíritu de Dios está sobre mí


Es notorio el cambio de humor de los asistentes a la Sinagoga, en un primer momento, se "llenan de admiración" por las palabras de Jesús; después, cuando Jesús les dice que fueron curados los paganos y no los miembros del Pueblo Elegido (al citar los casos de la viuda de Sarepta y los leprosos del tiempo de Eliseo), se "enfurecen" al punto de querer matar a Jesús, arrojándolo por el barranco.
El cambio de humor de los asistentes a la sinagoga se debe a que han entendido muy bien las palabras de Jesús: no por ser ellos miembros del Pueblo Elegido recibirán los favores de Dios, porque Dios no mira las apariencias, sino lo mas profundo del alma y del corazón humanos.
Lo asistentes ala sinagoga reaccionan con soberbia y malicia al enfurecerse y querer matar a Jesús, con lo cual confirman el mensaje implícito que Jesús les había transmitido.
Pero los judíos no son los únicos destinatarios de la advertencia de Jesús, también nosotros podemos creer que por el solo hecho de ser bautizados, rezar, comulgar, ya tenemos la salvación asegurada.
Si somos soberbios, entraran en el Reino de los cielos los paganos y los cultores de idolatrías, antes que nosotros.
Por eso debemos procurar crecer en gracia, en humildad y mansedumbre, todos los días, a imitación de Jesús.
Solo quien es manso y humilde de Corazón, como Jesús, puede decir "El Espíritu de Dios está sobre mí".

viernes, 28 de agosto de 2015

“¡Hipócritas! Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres”


(Domingo XXII - TO - Ciclo B – 2015)

“¡Hipócritas! Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres” (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Jesús trata muy duramente a los judíos: les dice “hipócritas”. Para entender adecuadamente el alcance del adjetivo de Jesús –hipócritas- dirigido a los fariseos, es necesario tener en cuenta, por un lado, el significado de la palabra; por otro, aquellos a quienes es dirigida y, finalmente, la razón por la cual Jesús les dirige este duro calificativo. Ante todo, el hipócrita es el que, por su doblez de corazón, aparenta ser algo por fuera, mientras que por dentro, en su interior, es lo exactamente opuesto. El hipócrita es esencialmente un falso, un mentiroso, que se vuelve hijo de Satanás por su mentira, puesto que Satanás es el “Padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44). La hipocresía del falsario, del mentiroso, se origina en su interior, en la doblez de su corazón: mientras con una cara de su corazón muestra dulzura al prójimo y piedad ante Dios, con la otra cara, piensa mal de su prójimo, mientras que para con Dios, la falsedad se muestra en el culto que le rinde, porque es un culto vacío del amor a Dios y, por lo tanto, falso. El hipócrita, además de mentiroso, es orgulloso, es decir, además de hablar mal del prójimo y de rendir un culto falso a Dios, carente de amor, no permite que se le haga ninguna corrección, porque su soberbia le impide reconocer cualquier error en sí mismo. La soberbia es una especie de ceguera espiritual que impide el ver los pecados propios, a la par que acentúa los defectos del prójimo.
El otro aspecto a considerar es aquellos a quienes es dirigida la calificación de hipócritas, los fariseos y los escribas de la Ley: eran personas fundamentalmente religiosas, que conocían la Palabra de Dios, que asistían a las ceremonias religiosas; por lo tanto, uno podría esperar que Jesús les hubiera dirigido una palabra amable. Sin embargo, a pesar de usar vestimenta religiosa, a pesar de hablar de Dios y de su Ley, a pesar de estar todos los días en el templo, Jesús los califica duramente: “¡Hipócritas!” y esto se debe a que, en su soberbia, pensaban que lo que ellos interpretaban acerca de la Palabra de Dios, tenía más valor que la Palabra de Dios en sí misma. Los escribas y fariseos, a pesar de estar todos los días en el templo, con sus cuerpos, no están, sin embargo, con sus corazones, en Presencia de Dios. Están materialmente en el templo de Dios, pero espiritualmente están lejos de Él, porque en sus corazones no hay amor a Dios, como así tampoco hay misericordia hacia el prójimo. Ocupan material y físicamente un espacio en el templo de Dios, pero sus corazones, falsos y vacíos del Amor Divino, le pertenecen a Satanás y eso es lo que Jesús quiere decir cuando les dice: "Sinagoga de Satanás" (cfr. Ap 6, 9).
El último aspecto a tener en cuenta es la razón por la cual Jesús los trata tan duramente y esta razón está dada por el mismo Jesús: “Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres”. Ésta es la razón principal por la cual Jesús trata de “hipócritas” a los fariseos, a los hombres religiosos de su tiempo: porque aparentando ser hombres de Dios, han dejado de lado su Ley y sus mandamientos –el primero de todos, el que obliga a un triple amor: a Dios, a los hombres y a uno mismo-, para seguir sus propios mandamientos, sus propias tradiciones. Siendo religiosos, han vaciado la religión de su verdadero contenido: "la misericordia, la justicia y la fidelidad" (cfr. Mt 23, 23-26), para reemplazarla por la dureza de corazón y la frialdad en el amor debido hacia Dios. 
Por fuera, aparentan ser hombres religiosos, piadosos, buenos, cargados de nobles sentimientos de piedad, de fervor, de amor a Dios y al prójimo, pero por dentro, sus corazones hierven en el desprecio del prójimo y de Dios, porque son fríos e indiferentes para con el prójimo y en cuanto a Dios, no lo sirven a Él, el Único Dios verdadero, sino que sirven al demonio, siendo sus hijos predilectos, llenos de mentira y de soberbia, al igual que el Príncipe de la mentira. Es por eso que cual Jesús los llama, también duramente, “sepulcros blanqueados” (cfr. Mt 23, 27ss), porque así como un sepulcro, por fuera aparece hermoso, pero por dentro está lleno de “huesos de muertos y de podredumbre”, como lo dice el mismo Jesús, así también son los fariseos y los escribas de la Ley: por fuera parecen hombres piadosos, religiosos y buenos, pero por dentro, sus corazones están llenos de malicia, de mentira y de soberbia.

“¡Hipócritas! Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres”. Tengamos bien presentes las palabras de Jesús porque también nosotros podemos caer en el mismo error de los escribas y fariseos, y de hecho lo hacemos, toda vez que nos olvidamos que la esencia de la religión es el encuentro con el Dios Amor, encarnado en Jesús de Nazareth, y que de ese encuentro, en el que Jesús nos da su Amor, contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico, deriva la obligación de tratar a nuestro prójimo, no solo de modo respetuoso y afable, sino ante todo, con el Amor mismo recibido del encuentro con Jesús en la Eucaristía. Sólo si a nuestro prójimo lo tratamos con el Amor misericordioso de Jesucristo, seremos verdaderos “hijos de Dios Padre” y sólo así nuestra religión será verdadera, porque es en eso en lo que consiste la verdadera religión: en amar a Dios, al prójimo y  a uno mismo con el Amor con el que nos ama Jesús, y esto lo podremos hacer solo si tenemos ese encuentro personal con Jesús, en la Eucaristía y en la Cruz. En caso contrario, si somos duros de corazón con nuestro prójimo –pensando siempre mal, hablando mal y obrando mal-, sólo seremos hijos de Satanás, esclavos del odio, de la mentira y de la soberbia, y seremos merecedores del duro calificativo de Jesús dirigidos a los escribas y fariseos: “¡Hipócritas!”. Esto nos hace ver también que es un grave error pensar que por el solo hecho de rezar, de confesarnos, de asistir a misa, estamos exentos de ser nosotros mismos unos hipócritas, porque si ofendemos a nuestro prójimo, ni somos caritativos con él, ni le damos a Dios el culto que se merece, con lo cual nos volvemos como los fariseos: mentirosos, falsarios y soberbios

martes, 25 de agosto de 2015

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!”


“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!” (Mt 23, 23-26). Jesús se dirige a los escribas y a los fariseos, tenidos por conocedores de la Ley y por practicantes de la religión, y a diferencia de lo que podría pensarse, se dirige a ellos, pero no para alabarlos, sino para lamentarse por ellos y para advertirles de la necesidad de un cambio inmediato en su conducta y en su proceder.
La razón por la cual Jesús se lamenta y los califica tan duramente –“hipócritas”, les dice-, la da el mismo Jesús: los escribas y fariseos han olvidado la esencia de la religión, que son “la justicia, la misericordia y la fidelidad”. Al olvidar la esencia, se han quedado con la superficie de la religión, que es el cumplimiento meramente exterior de normas, reglas y preceptos: los escribas y fariseos son expertos en su cumplimiento, y así aparentan por fuera ser muy religiosos, pero la religión que practican es una religión injusta, inmisericorde, e infiel. Injusta, porque comete injusticias contra Dios, porque se le niega el verdadero culto y se le da uno falso; inmisericorde, porque no tiene misericordia de los más necesitados –se justifica el desatender a los padres si es por el oro del altar-; infiel, porque al abandonar a Dios, se postran ante el dinero.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!”. La recriminación de Jesús puede caernos a cualquiera de los cristianos, puesto que nadie está exento de cometer el mismo error. También nosotros podemos pensar que la religión consiste en cumplir exteriormente los preceptos, pero si nos olvidamos de la justicia, y de la fidelidad, pero sobre todo, si nos olvidamos de la misericordia, nos hacemos merecedores del mismo reproche de Jesús a escribas y fariseos: “¡Hipócritas!”, aunque con un agravante: mientras los escribas y fariseos no tuvieron la oportunidad de unirse al Amor de Dios, encarnado en Jesús, nosotros, por el contrario, hemos tenido muchísimas mayores oportunidades de hacerlo, por la comunión eucarística, por lo que el reproche –en caso de que Jesús nos lo haga- será mucho más duro en nuestro caso.

viernes, 21 de agosto de 2015

“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”


(Domingo XXI - TO - Ciclo B – 2015)

         “Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 60-69). Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, dice Pedro, el primer Papa, y para comprender de qué manera Jesús tiene palabras de vida eterna, podemos hacer una comparación con las palabras pronunciadas por un hombre, como las que alguien pronuncia cuando da un buen consejo. Cuando esto sucede, puede decirse que las palabras del hombre también son palabras de vida, pero sólo en un sentido figurado, porque pueden “dar vida” sólo figurativa y simbólicamente, desde el momento en que no pueden “crear” vida en aquel que las escucha. Las palabras del hombre pueden dar vida en un sentido figurado cuando alguien, movido por el amor, da un buen consejo a otro: sus palabras entran en el alma por el oído, se abren paso en medio de la incertidumbre de quien se encuentra acongojado, y le hacen ver un nuevo camino, le hacen vislumbrar una esperanza, le hacen considerar un camino que antes no veía. De esta manera, aquel que recibe las palabras del hombre, “cobra vida”, desde el momento en que empieza a dirigir su vida hacia un nuevo horizonte existencial, que antes no lo consideraba. 
         Aquí radica la razón de dar "un buen consejo a quien lo necesita", como lo prescribe la Iglesia en las obras de misericordia necesarias para entrar en el Reino de los cielos. Es en este sentido en el que puede decirse que las palabras del hombre “dan vida”. Sin embargo, las palabras del hombre no pueden hacer más que esto, dar vida en un sentido figurado y simbólico, y sólo en la perspectiva horizontal de la existencia humana, porque no agregan una vida substancial, distinta, a la que tenía antes, como sí lo hace Jesús. 
       Es por eso que, como dice el Apóstol Pedro, sólo Jesús tiene “palabras de vida eterna”, y esto no en un sentido figurado, simbólico o metafórico, como el hombre, sino en el sentido más literal y directo que pueda existir. Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, porque Él es el Hombre-Dios, es Dios encarnado, que pronuncia sus palabras eternas a través de la naturaleza humana, del alma humana y del cuerpo de Jesús de Nazareth, y los que escuchan, escuchan la voz de un hombre, pero la palabra que transmite esta voz, es palabra de Dios, porque es Jesús, la Persona Segunda de la Trinidad, quien las pronuncia.
         Al tener palabras de vida y de vida eterna, la vida que dan las palabras de Jesús no es solo figurada o simbólica, sino que dan una vida real, una vida que no es la humana, sino la vida eterna, la vida misma de la Trinidad. Al ser palabras de Dios encarnado, las palabras penetran hasta la raíz última del acto de ser metafísico del hombre, conmoviendo sus entrañas, porque la voz de Jesús de Nazareth, es la voz misma de Dios; el que pronuncia las palabras de vida eterna es el Verbo de Dios humanado, y esa es la razón por la cual las palabras de Jesús llegan hasta lo más profundo del ser del hombre, dando vida, una vida nueva, substancialmente distinta a la humana, la vida eterna de Dios Uno y Trino. 
       Pero además, como es la palabra de Dios, esta palabra, además de dar vida, además de vivificar con la vida misma de la Trinidad, es una palabra que es también luz, porque la naturaleza de Dios es luminosa, y por eso, quien escucha a Jesús, escucha la Voz de Dios, que da vida y vida eterna, e ilumina con la luz de la divina naturaleza a las tinieblas más oscuras del alma humana, disipando estas tinieblas y concediéndole una vida nueva, la vida luminosa y gloriosa de los hijos de Dios.
“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. No solo Pedro y los Apóstoles escuchaban la palabra de Dios; también nosotros, a través de los siglos, escuchamos esta Palabra de Dios, Palabra que es viva y vivificante y que ilumina con la luz misma del Ser divino trinitario, y la escuchamos dos veces en la Santa Misa: en la Liturgia de la Palabra, cuando se leen las Lecturas y se recitan los Salmos, y en la Liturgia Eucarística, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”-, porque el que las pronuncia dándoles su eficacia sacramental es la Persona Segunda de la Trinidad, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que habla a través del sacerdote ministerial, dando vida a las materias inertes del pan y del vino. Esto quiere decir que si hay algún lugar en donde se haga realidad lo que dice Pedro -“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna” -, es en la Santa Misa, en la consagración, porque es ahí en donde la Palabra Eterna del Padre, Jesucristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, pronuncia las palabras de la consagración junto con el sacerdote ministerial -si el sacerdote ministerial las pronunciara por sí solo, no tendrían eficacia alguna y el pan seguiría siendo pan y el vino seguiría siendo vino-, dotando a estas palabras del poder de dar vida a la materia inerte, el pan y el vino, para convertirlas en la substancia viva y gloriosa del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero de Dios, Jesucristo.

“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo la palabra de Jesús, o más bien, Jesús, que es la Palabra de Dios, tiene y da vida eterna, vivificando con la vida misma del Ser divino trinitario al alma, e iluminándola, al mismo tiempo, con luz eterna del Ser de Dios Uno y Trino. 
Y esta Palabra que da la vida nueva de Dios Uno y Trino y la luz del Cordero, se hace Carne en la Eucaristía -se materializa de forma gloriosa, se hace materia glorificada, el Cuerpo y Sangre de Cristo-, para que los hijos de Dios no sólo escuchen a la Palabra de Vida eterna, sino que la comulguen, para que comulgándola, tengan la vida y la luz del Cordero en sus almas.

miércoles, 19 de agosto de 2015

“Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”


“Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (Mt 19, 30-20, 16). Para entender la parábola del dueño de la vid y de los jornaleros, hay que considerar que cada elemento de la misma representa otro elemento sobrenatural: así, la vid es la Iglesia; el dueño de la vid que sale a contratar obreros a diferentes horas del día, es Dios; los obreros son las almas de los hombres que necesitan la gracia de la salvación y que la obtienen en la Iglesia; los obreros contratados al inicio del día, son aquellos que recibieron la gracia de la conversión a temprana edad y, por lo tanto, están insertados en las estructuras eclesiásticas desde hace mucho tiempo; los contratados al final son las almas que, por diversos motivos, se encuentran alejadas de la Iglesia, aunque también representan a aquellos que son llamados a mediana edad, a edad avanzada, o incluso momentos antes de morir, pero que, al llamado de Dios, responden con prontitud, con fe y con amor; el trabajo al que están llamados los obreros, sin excepción, es el trabajo de la conversión del alma como respuesta libre al don de la gracia santificante, condición necesaria para la salvación del alma; el pago con el que el dueño de la vid recompensa a sus trabajadores es el Reino de los cielos: la recompensa para todos es la misma, la vida eterna y la eterna bienaventuranza.
Entonces, con la parábola del dueño de la viña que contrata a obreros a distintas horas del día, pero luego paga a todos el mismo salario, Jesús grafica la gratuidad de la recompensa que Dios da a los justos -el Reino de los cielos, como don gratuito de Dios que no depende del esfuerzo humano, un regalo inmerecido e igual para todos-, es decir, a los que, fieles a la gracia, lo aman hasta el momento de la muerte -o incluso recién en el momento de la muerte-, con un amor de perfecta contrición, sin importar el momento en el que fueron llamados; la parábola muestra también, en contraposición, la falta de caridad de quienes, estando en la Iglesia desde hace mucho tiempo, en vez de alegrarse porque sus hermanos, aun habiendo sido llamados en diferentes tiempos –unos a la mediana edad, otros en la edad madura, otros incluso antes de morir-, respondieron con fe y con amor al llamado de la gracia –eso es lo que significan los jornaleros contratados en los últimos momentos-, se enojan con el dueño de la vida –Dios-, porque les da a los últimos la misma paga que a los primeros: el Reino de los cielos.

Si el Dueño de la Vid, que es Dios, da la eterna recompensa a quienes, aún a último momento, instantes antes de morir, se arrepienten con perfecta contrición y lo aman con todo su ser, ¿por qué habríamos de molestarnos? Por el contrario, debemos alegrarnos, con la misma Alegría del Dueño de la Vid, que sus hijos se arrepientan de todo corazón y lo amen perfectamente, salvando sus almas, aun cuando esto suceda en los últimos instantes de sus vidas terrenas.

“Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”



“Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos” (Mt 19, 23-30). Jesús grafica la casi imposibilidad de quien, apegado a los bienes materiales –un rico-, pueda entrar en el Reino de los cielos: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos”. La razón se encuentra en las palabras de Jesús: “Donde esté tu corazón, allí estará tu tesoro”. El rico, apegado a los bienes materiales, tiene su corazón apegado a las cosas materiales que, por definición, se encuentran en esta vida, en esta tierra, en este tiempo. El corazón no puede estar en la tierra y en el cielo, al mismo tiempo y bajo la misma condición: o está en la tierra, o está en el cielo. Quien apega su corazón a los bienes materiales, de forma egoísta y avara –se puede ser avaro con un kilo de pan y no solo necesariamente con una fortuna-, no puede entrar en el Reino de los cielos, porque el corazón necesita estar libre de estas ataduras terrenas, para poder elevarse a la contemplación de otros bienes, los celestiales, que son eternos y que, por lo tanto, no se encuentran en los bienes materiales, porque son excluyentes los unos de los otros.

“Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos (…) Para los hombres esto es imposible, pero para Dios es posible”. ¿De qué manera se hace posible el ingreso de un rico al Reino de los cielos? Desprendiéndose de los bienes materiales, tal como lo puede hacer un camello que, cargado con mercaderías, quisiera atravesar la pequeña “puerta de las ovejas”, una puerta colocada en el muro de Jerusalén, de baja estatura, para que pudieran pasar las ovejas. Un camello, alto y cargado de mercaderías, no puede pasar por esta puerta, pero si descarga su mercadería y dobla sus patas, puede pasar por la puerta de las ovejas e ingresar a la Ciudad Santa, Jerusalén. De la misma manera, un hombre, cargado con bienes terrenos, debe dejarlos a estos, desapegando su corazón de ellos y, delante de Jesús crucificado, Puerta de los ovejas, arrodillarse y besar sus pies, como signo de la contrición de su corazón, del desapego efectivo de los bienes terrenos y de esta vida y como signo efectivo de que ama con todo su corazón los bienes eternos, el más preciado de todos, la Sangre del Cordero. Arrodillado ante Jesús crucificado, con el corazón contrito y humillado, desapegado de los bienes terrenos, y apegados a los bienes eternos, la Sangre de Jesús, el hombre rico sí puede entrar, a través de la Puerta de las ovejas, Cristo Jesús, hacia la Jerusalén celestial, el Reino de los cielos.

viernes, 14 de agosto de 2015

“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”



(Domingo XX - TO - Ciclo B – 2015)

                “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 51-59). Jesús se auto-revela como “verdadera comida y verdadera bebida”, comida y bebida que, a diferencia del alimento natural, da “vida eterna”: quien “coma de esta comida y beba de esta bebida, tendrá vida eterna”. La auto-revelación se completa manifestando que “esta comida y bebida” es “su Cuerpo que es Pan y Pan que da la vida al mundo”. Es decir, Jesús se revela como “Pan que da Vida eterna” y ese Pan es su Cuerpo y su Sangre: Él, con su “carne”, es decir, con su Cuerpo, es la “vida del mundo”, de las almas.
Sin embargo, los judíos no entienden las palabras de Jesús, porque no comprenden de qué manera Jesús pueda darles a comer su carne: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Lo han visto crecer, saben quiénes son sus padres, piensan de Jesús como uno más del pueblo, y ésa es la razón del escándalo de sus palabras: “¿Cómo puede éste, que ha nacido y vive entre nosotros, darnos a comer su carne y beber su sangre? ¿Cómo puede ser éste, que ha crecido entre nosotros, “Pan de Vida eterna”?”. La razón por la que los judíos se escandalizan, es porque piensan de un modo carnal y material: no pueden entender que Jesús está hablando de su Carne y de su Sangre glorificados, que ya han pasado el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección, y por eso mismo, están impregnados o embebidos, si se puede decir así, de la gloria de Dios. Cuando Jesús dice que “su carne es verdadera comida” y su sangre es “verdadera bebida”, está hablando sí, de su Cuerpo, pero una vez glorificado, luego de la Pasión, Muerte y Resurrección. Y puesto que Él con su Cuerpo glorificado se hace Presente por medio del misterio de la liturgia eucarística, en la Santa Misa, Jesús está hablando, en realidad, de la Santa Misa y de la Eucaristía, porque es la Santa Misa en donde los cristianos comemos su Carne, la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, en la Eucaristía, y bebemos su Sangre, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es el Cáliz de la salvación, el Cáliz del altar eucarístico.
“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Cuando Jesús hace esta revelación, los judíos no entienden de qué habla Jesús y se escandalizan, porque piensan que deben comer su carne y beber su sangre así como lo ven, antes de la Resurrección y glorificación de su Cuerpo. Piensan que Jesús les dará de comer su Cuerpo y de beber su Sangre, sin haber pasado por el misterio pascual de Muerte y Resurrección y, por lo tanto, glorificación de su Humanidad Santísima y ésa es la razón por la cual se escandalizan de sus palabras. Los judíos se escandalizan, pero no hay lugar para el escándalo, porque Jesús está hablando de la Santa Misa, de la Eucaristía, el Banquete celestial que Dios Padre nos sirve a nosotros, los comensales encontrados “a la vera de los caminos” (cfr. Mt 22, 1-14) e invitados a la Mesa celestial, porque es en la Santa Misa en donde verdaderamente comemos la Carne del Cordero de Dios y bebemos su Sangre, porque su Carne y su Sangre glorificados, están en la Eucaristía, en donde Él se encuentra en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
“El Pan que Yo daré es Mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene Vida eterna”. Por supuesto que Jesús habla de quien está en gracia, pero precisamente, quien consume la Eucaristía en estado de gracia, tiene en sí la salvación de Dios y tiene en sí la vida de Dios: “Este Pan es mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene vida eterna”. Quien se alimenta de la Eucaristía recibe un doble beneficio de parte de Dios: salvación y vida. Ahora bien, la salvación de la que habla Jesús, no es temporal, terrena, histórica o material, sino celestial y sobrenatural: no se trata de una salvación temporal -aunque puede hacerlo–porque Jesús no ha venido a salvarnos de la crisis económica, ni de la angustia existencial, ni de nuestras enfermedades, sino de los tres enemigos mortales del alma: el demonio, el mundo y el pecado. En cuanto a la “vida” que recibe quien se alimenta de la Eucaristía, no es una vida tal como la conocemos, la vida nuestra creatural, limitada, finita, que finaliza en el tiempo y cuyo fin biológico natural es la muerte: la “vida” de la que habla Jesús, que es la que reciben quienes se alimentan de “su Cuerpo y su Sangre” glorificados, la Eucaristía, es una vida desconocida para el hombre, porque es la vida misma de Dios Uno y Trino, la Vida eterna, la vida divina que fluye del Acto de Ser trinitario divino.
Quien se alimenta espiritualmente de la Eucaristía y sólo de la Eucaristía –sin contaminar su fe con elementos extraños a la Fe de la Iglesia-, adquiere y posee entonces en sí mismo la salvación de Dios, al tiempo que su alma se alimenta con la substancia misma de Dios, quedando plena su alma de la gracia divina, gracia que brota del Sagrado Corazón Eucarístico como de una fuente inagotable. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.
Ahora bien, si esto es cierto, como lo es, lo contrario también es cierto: quien rehúsa alimentarse de la Eucaristía, ni tiene la salvación ni el alimento que proporciona la Eucaristía, por lo que se ve librado a su suerte –por propia decisión- frente a los tres grandes enemigos del alma: el demonio, el pecado y el mundo y además muere de hambre espiritual. 
Es decir, quien rehúsa el alimento eucarístico, no está a salvo de lo que salva la Eucaristía y tampoco tiene la vida eterna que concede la Eucaristía. Al carecer del alimento divino, su alma languidece hasta morir de hambre espiritual, porque nada que no sea la Eucaristía, Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, puede satisfacer el hambre espiritual de Dios, que Es en sí mismo luz, paz, amor y alegría, y que sólo la Eucaristía puede conceder. Quien se priva de la Eucaristía, se priva de la vida de Dios y su alma agoniza hasta literalmente morir, del mismo modo a como el cuerpo languidece y agoniza hasta morir, cuando se ve privado del alimento y del agua.
“Mi carne es verdadera comida y sangre es verdadera bebida”. El Cuerpo y la Sangre de Jesús, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía, sacian al alma con el alimento celestial, alimento que contiene la substancia de Dios y con la substancia de Dios, el alma recibe su Amor, su Luz, su Paz, su Alegría, su Fortaleza, su Sabiduría. Ésta es la razón por la cual la Iglesia llama “dichosos”[1] a quienes encuentran este alimento celestial y se nutren sólo de Él –en estado de gracia-, y esto lo dice la Iglesia, cuando desde el altar eucarístico, luego de la consagración y de la Transubstanciación, que convierte al pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, proclama la Nueva Bienaventuranza: “Dichosos los invitados a la Cena del Señor, dichosos los que se alimentan de la Carne del Cordero, embebida en el Amor de Dios, dichosos los que satisfacen su hambre espiritual con el Pan de Vida eterna, impregnado en el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo, dichosos los que comen la Carne resucitada y beben la Sangre glorificada del Cordero, dichosos los que se alimentan de la Eucaristía”.




[1] Cfr. Misal Romano.

jueves, 13 de agosto de 2015

“Perdona setenta veces siete”


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-19, 1). Pedro le pregunta a Jesús “cuántas veces debe perdonar a su prójimo”; llevado por la casuística judía, completa su pregunta diciéndole si debe hacerlo “hasta siete veces”, puesto que el número siete era considerado un número perfecto para los hebreos. De esta manera, Pedro pensaba que así, perdonando hasta siete veces, a la octava vez ya podía aplicar la Ley del Talión, que mandaba la venganza: “Ojo por ojo, diente por diente”. Sin embargo, Pedro no ha comprendido todavía el alcance del Amor de Dios, reflejado en las palabras de Jesús: “No te digo que perdones siete veces, sino setenta veces siete”. Con esto, Jesús no solo va más allá de la casuística judía y de la Ley del Talión, sino que reemplaza este sistema casuístico de justicia-venganza, propio de la Antigua Ley, por un nuevo modo de relación entre los hombres: el Amor de Dios, que perdona “siempre”, y es esto lo que Jesús le quiere decir a Pedro cuando le dice que perdone “setenta veces siete”; quiere decirle, en realidad, que perdone “siempre”, porque “siempre” perdona Dios.
Para graficar la enormidad del Amor de Dios, que perdona la deuda imposible de cancelar del pecado, Jesús relata la parábola del rey que perdona al siervo que le debe una fortuna, el cual a su vez, no quiere perdonar a su prójimo, que le debe una insignificancia en comparación con la fortuna que él le debe al rey.
Podemos decir que la parábola es una figura del sacramento de la Penitencia, o Confesión Sacramental: el rey que perdona es Cristo Jesús, desde la cruz, al precio de su Sangre derramada; la deuda del servidor malo, imposible de pagar, representan los pecados personales de cada hombre; el hecho de que deba ser vendido junto a su mujer y a sus hijos y con todas sus posesiones, indica que la deuda es tan grande, que es imposible de saldar, que es lo que sucede con nuestros pecados, si es que queremos ser perdonados sin Jesús o al margen de Jesús; el pedido de perdón, por parte del siervo, es la confesión de los pecados, la cual sin embargo debe realizarse con verdadero propósito de enmienda y, en lo posible, con contrición del corazón, lo cual falta evidentemente en el siervo malo; el perdón del rey y la cancelación de la deuda, representan la cancelación de los pecados que Jesús nos obtiene con su sacrificio en cruz y que se nos transmite por medio del Sacramento de la Confesión.
Hasta aquí, está representado el Sacramento de la Confesión en esta parábola.
Pero en la parábola también está representado el cristiano –el mal cristiano- que se acerca a la Confesión sin el propósito de enmienda y, lo que es más importante, sin dimensionar la magnitud del perdón y del amor divinos recibidos en la Confesión Sacramental.
En efecto: inmediatamente a la representación del Sacramento de la Penitencia, sigue la representación de los cristianos que, habiendo recibido un perdón infinito por parte de Dios, desde la cruz, y habiendo sido cancelada su deuda para con Dios por pura misericordia, es decir, habiendo recibido amor y misericordia sin límites de parte de Dios –el signo y el sello del perdón de Dios es la Sangre Preciosísima de Jesús, derramada en la cruz-, el mal cristiano, olvidando lo recibido en el Sacramento de la Penitencia, en vez de perdonar a su prójimo -con el mismo perdón con el que Cristo lo perdonó desde la cruz y a través del Sacramento de la Penitencia-, que ha cometido para con él una falta –la cual siempre será pequeñísima en relación al perdón recibido de parte de Dios-, guarda sin embargo enojo, rencor, fastidio, contra su prójimo y no lo perdona, volviéndose así falto de misericordia, con lo cual se merece recibir el mismo trato de parte de Dios, según lo dicho por Jesús: “Con la misma vara con la que midáis a los demás, se os medirá a vosotros” (Mt 7, 2).

Esta falta de misericordia es lo que justifica la parte final de la parábola: el mal siervo, inmisericorde, recibe un trato sin misericordia, y es encarcelado a su vez, por haber hecho él lo mismo con su prójimo. Esto significa que, cuando no perdonamos a nuestro prójimo “setenta veces siete”, es decir, “siempre” -y esto significa que si nuestro prójimo nos ofende todos los días, lo debo perdonar todos los días- y con el mismo perdón y amor con el cual Cristo Jesús nos perdonó desde la cruz, entonces tampoco recibiremos misericordia de parte de Dios, porque se la negamos a nuestros hermanos.

miércoles, 12 de agosto de 2015

“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”


“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). Jesús revela la maravillosa realidad de la oración comunitaria: Él se hace presente, en Persona, cuando “dos o tres” se reúnen a orar en su Nombre. Pero además, quienes pidan en oración al Padre de Jesús, Dios Padre, “obtendrán lo que piden”. Estos dos motivos –la Presencia del Señor y la obtención “de lo que se pida”, siempre y cuando sea acorde a la Voluntad de Dios y a la salvación del alma, se entiende-, son un estímulo para rezar comunitariamente –lo cual no invalida la oración personal-, aunque continuaría siendo un hecho maravilloso este tipo de oración, aun cuando Dios Padre no nos concediera lo que pedimos, porque debería ser motivo suficiente la Presencia del Sagrado Corazón de Jesús en medio nuestro. 
Pero hay otro hecho que hace a la oración comunitaria todavía más atractiva, si cabe, y se deriva de la respuesta a esta pregunta ¿cuál es la razón por la cual, quienes recen comunitariamente, “obtendrán lo que piden”? 
Porque cuando se reúnen “dos o más” para rezar, allí está presente Jesús y si está presente Jesús, también está presente la Madre de Jesús, la Virgen, porque donde está el Hijo está la Madre; donde está el Sagrado Corazón, está el Inmaculado Corazón -puesto que ambos Sagrados Corazones están unidos por el invisible hilo de oro del Amor de Dios, el Espíritu Santo- y como la Virgen es la Medianera de todas las gracias, lo que se pide se obtiene por mediación de María, Aquella a quien su Hijo nada le niega, siempre que convenga para la salvación de las almas y mayor gloria de Dios.
Ahora bien, esta realidad maravillosa de la oración comunitaria, por la cual se hace Presente en Persona Nuestro Señor Jesucristo, se cumple también en la Santa Misa, oración comunitaria por excelencia, pues es toda la Iglesia la que ora a su Señor, pero con una diferencia: mientras en las reuniones de oración comunitaria son las personas las que “atraen” la Presencia del Señor, en la Santa Misa, es el Espíritu Santo quien convoca al Pueblo fiel, para que se reúna en torno al altar del sacrificio, en el cual se hará Presente Jesús de una forma especial: con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Santo Sacramento del altar, la Eucaristía, renovando de modo incruento, sobre el altar eucarístico, su Santo Sacrificio de la Cruz. Y por supuesto, al igual que en la oración comunitaria, en la que también estaba presente la Madre de Dios, también está presente, de un modo misterioso, pero no menos real, la Virgen Santísima, que está al pie de la cruz, en el altar eucarístico, así como estuvo al pie de la cruz, en el Monte Calvario.

“Donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. Jesús presente en medio nuestro, dispuesto a darnos, por su Amor y el de Dios Padre, el Espíritu Santo, y por intercesión de María, “lo que pidamos”. ¿Qué esperamos para orar con nuestros hermanos? ¿Qué esperamos para asistir a la Santa Misa, el Nuevo Monte Calvario?

sábado, 8 de agosto de 2015

“Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”



(Domingo XIX - TO - Ciclo B – 2015)

“Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 35-51). Jesús se auto-revela nombrándose a sí mismo como “pan”, como “pan vivo” y que “da vida”. Sin embargo, los judíos no pueden entender de qué manera pueda Jesús ser “pan” y mucho menos “vivo y que dé vida”, y eso porque ven a Jesús con los ojos del cuerpo; no pueden "ver" espiritualmente el misterio pascual de Jesús, y por eso no entienden de qué manera pueda Jesús ser Pan Vivo y mucho menos bajado del cielo.
Para poder apreciar mejor las palabras de Jesús, es necesario tener en cuenta que Él habla de sí mismo como ya habiendo pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección, porque es así como Jesús es Pan de Vida eterna y Pan Vivo bajado del cielo: con su Cuerpo glorificado en la Eucaristía.
El otro aspecto a tener en cuenta, es comparar al pan de la tierra, material, hecho de trigo y agua, con el Pan que es Jesús en la Eucaristía, y así nos daremos cuenta de qué manera Él da vida eterna.
Del pan de mesa, compuesto de harina de trigo, también se puede decir que da vida, pero solo en un sentido figurado, en cuanto que mantiene al cuerpo con vida debido a los nutrientes que le aporta, impidiéndole morir de inanición. Pero Jesús no es un pan material, sino celestial, sobrenatural, divino, “bajado del cielo”. A diferencia del pan terreno, que es inerte, sin vida, Jesús es un Pan Vivo porque está vivo con la vida eterna del Ser trinitario divino y es esta vida suya la que nos comunica en el Pan Eucarístico.
Quien coma de este Pan, dice Jesús, aunque muera vivirá, porque morirá a la vida terrena, pero vivirá en la eternidad, en el Reino de los cielos, con la vida eterna de Dios, porque el que come de este Pan tiene ya incoada la vida eterna. Quien coma de este Pan tiene ya en germen la vida eterna, vida que se manifestará en su plenitud en el Reino de los cielos.
Quien coma de este Pan, dice también Jesús, no tendrá más hambre ni sed, pero no tanto del cuerpo -aunque sí lo puede hacer, en el sentido de satisfacer el hambre y la sed corporales, desde el momento en que existieron santos y místicos que durante año sólo se alimentaron de la Eucaristía-, sino del alma, porque este Pan Vivo alimenta con la substancia misma de Dios, que contiene en sí toda delicia y todo lo que el alma necesita para su vida, y es por eso que este Pan, que es la Eucaristía, sacia el hambre y sed que de Dios tiene toda alma humana. 
En la Eucaristía Jesús sacia un apetito no corporal sino espiritual, porque comunica la Vida, el Amor, la Paz, la Alegría de Dios Uno y Trino y así el alma que se alimenta de la Eucaristía, no desea otra cosa que la Eucaristía, porque es el mismo Dios quien se brinda a su alma con todo su Ser divino y puesto que Dios es el Único que puede saciar la sed de amor y felicidad que tiene el alma, sólo quien coma de este Pan, que es la Eucaristía, queda saciado en el deseo de amor y felicidad que hay en su alma.
“Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”. Jesús, en cuanto Pan de Vida, sacia un hambre y una sed que no son corporales, sino espirituales, porque Él es el Dios-Amor que toda alma desea amar desde el momento mismo en que es creada; Jesús en la Eucaristía es el Pan Vivo que concede la vida de Dios, vida que es luz, alegría, paz, amor, sabiduría; Jesús en la Eucaristía es Pan de Vida divina, que extra-colma al alma con la substancia divina, substancia para la cual ha sido creada el alma y sin la cual el alma muere, literalmente, de hambre y de sed. Esto es lo que explica el hecho de que el alma no quiere después alimentarse espiritualmente con ninguna otra cosa que no sea este Pan celestial: habiendo probado la substancia de Dios, plena de Amor, de Luz, de Paz y de Alegría divinas, cualquier otro alimento espiritual, que no sea la Eucaristía, le sabe al alma como probar cenizas, luego de haberse deleitado con un exquisito manjar.
“Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”. Jesús se revela como el Pan Eucarístico, pero sus contemporáneos, sus compatriotas, aquellos que lo habían visto crecer en su pueblo, se muestran absolutamente incrédulos: "¿No es éste el hijo de carpinero, el hijo de María? ¿No conocemos acaso a sus hermanos? Si lo hemos visto crecer y sabemos quién es, ¿cómo puede decir que Él sea Pan de Vida eterna?". Jesús se les manifiesta como Quien Es, el Verdadero Maná bajado del cielo, pero sus compatriotas, que dicen conocerlo, no creen a sus palabras, y no creen a sus palabras porque, en el fondo, creen conocer a Jesús, pero no lo conocen como Quien Es: Dios Hijo encarnado. Ven a Jesús en su condición de hombre, pero no lo ven en su condición de Dios y por eso, aunque creen conocerlo, no lo conocen en realidad.
Es necesario tener esto presente, porque la misma incomprensión que muestran los judíos hacia Jesús -cuando Él les revela que es el Pan Vivo, bajado del cielo, que da la Vida eterna a quien lo consuma-, esa misma incomprensión la demuestran muchos cristianos, cuando la Iglesia les enseña, por el Catecismo, que Jesús en la Eucaristía es ese mismo Pan de Vida eterna, el mismo Pan Vivo bajado del cielo, que sacia con el Amor y la Vida divina del Ser trinitario de Dios a quien lo consume, y la prueba de esta incomprensión, es que muchos cristianos prefieren los manjares terrenos, antes que saciarse con el Pan del cielo, la Eucaristía. Muchos cristianos ven la apariencia de pan que es la Eucaristía, pero no ven en su interior, que es Jesús Dios.

“Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo”. Sin la luz del Espíritu Santo nos volvemos incrédulos y Jesús en la Eucaristía pasa desapercibido para nosotros y así nos quedamos sin la vida divina que se nos comunica en la comunión eucarística. Sólo con la luz del Espíritu Santo nos volvemos capaces de creer firmemente en la fe de la Iglesia, que nos enseña que la Eucaristía no es un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino Jesús, el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, que nos alimenta en esta vida terrena con la Vida, el Amor, la Luz y la Paz divinos, como anticipo de la eterna bienaventuranza. 

jueves, 6 de agosto de 2015

Fiesta de la Transfiguración del Señor




         Jesús se transfigura en el Monte Tabor delante de sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, quedando su rostro más brillante que el sol y sus vestiduras resplandecientes, “como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). Por la transfiguración, Jesús se auto-revela en su constitución íntima, como la Persona de Dios Hijo que es: la luz es, en la Sagrada Escritura, sinónimo de gloria y puesto que Él es Dios Hijo encarnado, lo que hace es mostrarse tal como Él es en la eternidad, “Luz de Luz, Dios de Dios”[1]; en cuanto Dios, Jesús es Luz, una luz desconocida para el hombre, puesto que es divina, celestial, sobrenatural; es una luz que brota de su Ser trinitario divino y que da vida a quien ilumina, vivificando en los cielos, a ángeles y santos, a quien ilumina, con la vida misma de Dios –por eso Él es el Cordero, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”[2]-, y a los fieles, en la Iglesia Peregrina, esta luz celestial que es Jesucristo, los vivifica con la gracia, la verdad y la fe.
         Ahora bien, ¿por qué se transfigura Jesús antes de la Pasión y no permite a sus discípulos que lo digan a nadie, sino solamente luego de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquino que es para que los discípulos no se desanimaran cuando llegara precisamente el momento de la Pasión, porque verían tan desfigurado por los golpes y con su Cuerpo Santísimo tan cubierto de Sangre, que no reconocerían a Jesús: debían tener en sus almas, en sus mentes, en sus corazones, en sus retinas, en sus memorias, el recuerdo de Jesús glorioso y transfigurado en el Monte Tabor, para no desfallecer cuando vieran en el Monte Calvario a Jesús ultrajado, golpeado, insultado, cubierto de tierra, de sudor, de lágrimas y de Sangre. Debían atesorar y conservar la imagen de Dios hecho hombre, resplandeciente de luz, de gloria y de esplendor en el Monte Tabor, para no desfallecer ante la vista de ese mismo Jesús, el Hombre-Dios, cuando lo vieran con su rostro tumefacto por los golpes e irreconocible por estar cubierto con su Preciosísima Sangre.
         Según un autor, Jesús realiza un milagro en la Transfiguración, al permitir que su gloria, que es su estado natural, sea visible a los ojos corpóreos de sus discípulos; sin embargo, dice este mismo autor, Jesús hace un milagro aún mayor al ocultar el resplandor de su divinidad, durante toda su vida terrena[3] –sólo deja traslucir visiblemente su divinidad en la Epifanía y en el Tabor-, y esto lo hace para poder sufrir la Pasión, para poder demostrar hasta dónde nos ama –hasta la muerte de cruz-, debido a que no hubiera podido sufrir la Pasión, si su Cuerpo hubiera estado glorificado, tal como le correspondía por su naturaleza divina.
         Sin embargo, hay un milagro mayor, infinitamente mayor, que el de transfigurarse o el de ocultar su divinidad: es el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el cual Jesús oculta su Humanidad gloriosa y resucitada, a los ojos corpóreos, mientras que se revela en su divinidad a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo.
         En el Monte Calvario, Jesús ocultó su divinidad bajo el manto real y púrpura de su Sangre Preciosísima; en el Monte Tabor, Jesús reveló su divinidad, dejándola traslucir a través de su humanidad; en el Altar Eucarístico, Jesús oculta su humanidad glorificada bajo apariencia de pan, para revelarse en cambio a los ojos del alma, iluminados por la Fe de la Iglesia, que ve en la Eucaristía al Hijo de Dios glorioso y resucitado, resplandeciente como en el Tabor.


[1] Cfr. Credo Niceno-Constantinopolitano.
[2] Cfr. Ap 21, 23.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”


“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!” (Mt 15, 21-18). Jesús alaba la fe de la mujer cananea y en recompensa, le concede el milagro que había pedido, la curación de su hija. La fe de la mujer cananea, tal como lo dice Jesús, es realmente grande y por lo tanto, sumamente meritoria, pues cree aun cuando todo está en contra suya, y cree aun cuando es el mismo Jesús quien pone a prueba, no solo su fe, sino su humildad. La mujer cananea cree en Jesucristo, en cuanto Hombre-Dios, porque o lo ha visto hacer milagros, o ha escuchado hablar de Él, de su sabiduría y de sus prodigios; en todo caso, cree sin dudar un solo instante, que Jesús es Dios y que por lo tanto, tiene el poder de curar a su hija –lo que sucede efectivamente después- con solo quererlo; cree en Jesucristo, un hebreo, nacido de hebreos, y cree siendo ella pagana y perteneciente a un pueblo pagano; cree en Jesucristo, aun cuando el mismo Jesús le dice que, por pertenecer ella a un pueblo pagano, no es el tiempo de que los paganos reciban el pan –los milagros-, porque ellos son los “hijos predilectos” de Dios; cree en Jesucristo aun cuando es el mismo Jesucristo pone a prueba su fe, comparándola a ella con un cachorro de perro, y que por lo tanto, no es digna de probar el pan de los hijos. La fe de la mujer cananea es, por lo tanto, verdaderamente grande, porque cree en Jesucristo, en cuanto Hombre-Dios, aun cuando todo –incluido el mismísimo Jesús-, parece estar en contra suya; en recompensa, recibe el milagro –la “migaja”- que había solicitado: la curación de su hija.
Sin embargo, hay otro mérito más en la mujer cananea, aparte de su fe, y es su humildad, porque no solo no se siente ofendida cuando Jesús en Persona la compara con un cachorro de perro, sino que, usando esa misma figura de Jesús, el perro, se apropia con gusto de esa figura y la utiliza para contra-argumentar a Jesús, diciéndole que “hasta un cachorro de perro come de las migajas que caen de la mesa de sus amos”, es decir, le dice que hasta ella, siendo una pagana, puede beneficiarse, aunque sea con un pequeño milagro, que es la curación de su hija, sin importarle el no recibir los grandes milagros y portentos –el pan de los hijos-, destinados a los judíos. Es decir, la mujer cananea no sólo tiene una “gran fe”, como lo dice Jesús, sino que tiene además una gran humildad, lo cual la hace semejante al Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29) y, por lo tanto, la hace semejante al Inmaculado Corazón de María.

Que María Santísima interceda para que también nosotros poseamos una fe y -en la medida de lo posible-, una humildad “grandes” como la de la mujer cananea, para creer siempre, sin dudar ni un instante, que Jesucristo no sólo tiene el poder de obrar milagros, como la curación de la hija de la mujer cananea, sino que tiene el poder de convertir el pan en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, la Eucaristía.

sábado, 1 de agosto de 2015

“Yo Soy el Pan de vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”


(Domingo XVIII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Yo Soy el Pan de vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 24-35). Luego de la multiplicación de los panes y pescados, la multitud busca a Jesús para hacerlo rey, pero Jesús no se los permite. Jesús sabe que lo buscan para hacerlo rey, pero sabe también que la multitud, aunque está agradecida con Él, lo busca, no por el signo –la multiplicación de panes y pescados- y lo que el signo significa –que Él es Dios Hijo encarnado-, sino porque han saciado su hambre corporal: “Me buscan, no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta saciarse”. La multitud busca a Jesús para hacerlo rey, porque les ha satisfecho el hambre corporal; quieren hacerlo rey de la tierra porque con Él tienen asegurado el pan terreno, material; buscan a Jesús pero no pueden trascender sus pensamientos humanos; no pueden trascender la horizontalidad de sus razonamientos; no pueden elevar sus mentes y sus corazones para ver qué es lo que hay detrás de la multiplicación de panes y pescados, para entender que el signo no es el punto final, sino el punto de partida del mensaje de Jesús: Él hace el milagro de panes y pescados sólo como anticipo y prefiguración de otro milagro, infinitamente más grandioso, el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero. La multitud no puede trascender la horizontalidad de sus pensamientos y de su corporeidad, para ver en el milagro el anticipo de otro milagro que deja asombrados a los ángeles del cielo, y es el don de Jesús como Pan de Vida eterna, que sacia con la vida divina trinitaria a quien lo consume con fe y con amor.
         En el diálogo que se entabla entre Jesús y la multitud, Jesús les revela cuál es el verdadero Pan por el que la multitud debe trabajar y procurarse: no el pan terreno, que alimenta para una vida terrena y horizontal, sino el Pan de Vida eterna, el Verdadero Maná bajado del cielo, el que les da el Padre, no el que les dio Moisés en el desierto y perecieron, sino el que baja del cielo porque es enviado por el Padre y es Él en Persona, en el don eucarístico: “Trabajen –procúrense- no por el pan perecedero, sino por el Pan que permanece hasta la Vida eterna (…) Yo Soy ése Pan, Yo Soy el Maná bajado del cielo, enviado por el Padre; Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
Ante la pretensión de la multitud de nombrarlo rey terreno porque les ha satisfecho el hambre corporal, Jesús no solo se niega a este nombramiento, porque Él no es rey terreno, sino Rey de los cielos, sino que luego se auto-revela como el “verdadero Pan”, el que “da la Vida eterna”, el Pan que sacia y extra-colma, no el hambre del cuerpo, sino el deseo y el amor que de Dios tiene toda alma, porque alimenta al alma con la substancia misma de Dios, con la Vida misma de Dios, con el Amor mismo de Dios, porque es un Pan que contiene en sí todo lo que el alma desea, calmándola en su hambre y sed de Dios. El Pan que da Jesús, satisface no el hambre corporal sino, mucho más importante, el hambre y la sed que de Dios posee toda alma humana, desde el momento mismo en que es creada, y lo satisface de tal manera, que luego ya no desea otra cosa más, sino ese Pan, y ese Pan es la Eucaristía: “Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
         Si la multitud del Evangelio buscó a Jesús y quiso hacerlo rey porque satisfizo su hambre corporal haciendo un milagro pequeño, multiplicando panes y pescados; ¿cómo no hemos de hacerlo Rey de nuestros corazones, si para nosotros obra el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el cual nos alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero, la Eucaristía?