jueves, 6 de agosto de 2015

Fiesta de la Transfiguración del Señor




         Jesús se transfigura en el Monte Tabor delante de sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, quedando su rostro más brillante que el sol y sus vestiduras resplandecientes, “como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). Por la transfiguración, Jesús se auto-revela en su constitución íntima, como la Persona de Dios Hijo que es: la luz es, en la Sagrada Escritura, sinónimo de gloria y puesto que Él es Dios Hijo encarnado, lo que hace es mostrarse tal como Él es en la eternidad, “Luz de Luz, Dios de Dios”[1]; en cuanto Dios, Jesús es Luz, una luz desconocida para el hombre, puesto que es divina, celestial, sobrenatural; es una luz que brota de su Ser trinitario divino y que da vida a quien ilumina, vivificando en los cielos, a ángeles y santos, a quien ilumina, con la vida misma de Dios –por eso Él es el Cordero, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”[2]-, y a los fieles, en la Iglesia Peregrina, esta luz celestial que es Jesucristo, los vivifica con la gracia, la verdad y la fe.
         Ahora bien, ¿por qué se transfigura Jesús antes de la Pasión y no permite a sus discípulos que lo digan a nadie, sino solamente luego de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquino que es para que los discípulos no se desanimaran cuando llegara precisamente el momento de la Pasión, porque verían tan desfigurado por los golpes y con su Cuerpo Santísimo tan cubierto de Sangre, que no reconocerían a Jesús: debían tener en sus almas, en sus mentes, en sus corazones, en sus retinas, en sus memorias, el recuerdo de Jesús glorioso y transfigurado en el Monte Tabor, para no desfallecer cuando vieran en el Monte Calvario a Jesús ultrajado, golpeado, insultado, cubierto de tierra, de sudor, de lágrimas y de Sangre. Debían atesorar y conservar la imagen de Dios hecho hombre, resplandeciente de luz, de gloria y de esplendor en el Monte Tabor, para no desfallecer ante la vista de ese mismo Jesús, el Hombre-Dios, cuando lo vieran con su rostro tumefacto por los golpes e irreconocible por estar cubierto con su Preciosísima Sangre.
         Según un autor, Jesús realiza un milagro en la Transfiguración, al permitir que su gloria, que es su estado natural, sea visible a los ojos corpóreos de sus discípulos; sin embargo, dice este mismo autor, Jesús hace un milagro aún mayor al ocultar el resplandor de su divinidad, durante toda su vida terrena[3] –sólo deja traslucir visiblemente su divinidad en la Epifanía y en el Tabor-, y esto lo hace para poder sufrir la Pasión, para poder demostrar hasta dónde nos ama –hasta la muerte de cruz-, debido a que no hubiera podido sufrir la Pasión, si su Cuerpo hubiera estado glorificado, tal como le correspondía por su naturaleza divina.
         Sin embargo, hay un milagro mayor, infinitamente mayor, que el de transfigurarse o el de ocultar su divinidad: es el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el cual Jesús oculta su Humanidad gloriosa y resucitada, a los ojos corpóreos, mientras que se revela en su divinidad a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo.
         En el Monte Calvario, Jesús ocultó su divinidad bajo el manto real y púrpura de su Sangre Preciosísima; en el Monte Tabor, Jesús reveló su divinidad, dejándola traslucir a través de su humanidad; en el Altar Eucarístico, Jesús oculta su humanidad glorificada bajo apariencia de pan, para revelarse en cambio a los ojos del alma, iluminados por la Fe de la Iglesia, que ve en la Eucaristía al Hijo de Dios glorioso y resucitado, resplandeciente como en el Tabor.


[1] Cfr. Credo Niceno-Constantinopolitano.
[2] Cfr. Ap 21, 23.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956. 

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