viernes, 30 de octubre de 2015

Solemnidad de Todos los Santos


(Ciclo B – 2015)

         En la Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia que peregrina en la tierra se alegra y celebra por aquellos integrantes que han alcanzado ya la eterna bienaventuranza y que conforman la Iglesia triunfante, los santos, quienes contemplan, por toda la eternidad, a Dios Uno y Trino. La alegría de la Iglesia en este día es una participación de la alegría que experimentan los bienaventurados en el cielo, una alegría que les viene por contemplar, cara a cara, a las Tres Divinas Personas, que son la Alegría en sí misma.
         La Iglesia celebra a los santos, que se distinguen de nosotros porque nosotros, mientras vivimos en esta tierra, somos pecadores. El pecador es lo opuesto al santo; el pecador, como lo somos nosotros, no tiene en sí la santidad: debe aspirar a ella, debe aspirar a ser santo, pero no es todavía santo, mientras esté en esta condición de viador, de peregrino en la tierra y en la historia, hacia la Jerusalén celestial. Nosotros, pecadores, nos alegramos por los santos, y en la contemplación de sus vidas, esperamos algún día ser como ellos, es decir, dejar de ser pecadores, para comenzar a ser santos. La Iglesia nos propone la vida de los santos, para que los imitemos en sus virtudes, pero sobre todo, en su amor a Jesucristo, y nos los propone como modelos a alcanzar. Somos pecadores, llenos de defectos y de miserias humanas, pero la Iglesia nos dice que debemos ser perfectos, llenos de virtudes y de santidad divina, como los santos.
Entonces, ¿quiénes eran los santos, a los que la Iglesia celebra y propone como modelos a imitar? Ante todo, hay que decir que eran hombres comunes y corrientes e incluso pecadores, y muchos de ellos, grandes pecadores, pero que fueron transformados por la gracia santificante de Jesucristo. Algunos ejemplos de santos que, antes de su conversión, fueron pecadores: uno de ellos es Moisés, que cometió un homicidio (cfr. Éx 2, 11-15), pero luego fue santo; otro ejemplo es San Pablo, quien antes de su conversión, fue cómplice de un homicidio, porque asistió y aprobó la muerte del diácono Esteban (cfr. Hech 6, 8); otro ejemplo, es el Beato Bartolo Longo, quien antes de ser ferviente devoto y difusor del Santo Rosario y de la advocación de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, fue espiritista, médium y sacerdote de Satanás, además de ser un gran enemigo de la Iglesia, al dejarse contaminar por el pensamiento de filósofos anti-cristianos como Hegel y Renán; otro ejemplo de santo que fue pecador antes de su conversión fue San Agustín, que vivió una vida disoluta antes de la conversión –tuvo un hijo, Adeodato- y frecuentó todo tipo de sectas; a Santa Teresa de Ávila, Jesús la llevó al infierno y la hizo entrar en la cueva con paredes de fuego que  le estaba destinada por toda la eternidad, si es que continuaba con su vida de pecadora; y así, innumerables ejemplos. Sin embargo, estos santos, que eran pecadores antes de su conversión, cuando recibieron la gracia de la conversión, se dieron cuenta del valor inestimable de la gracia y por eso dejaron toda su vida anterior de pecado y comenzaron a vivir en gracia y nunca más dejaron de vivir en gracia, y es en esto en lo que radica el mérito de los santos. Se enamoraron de Jesucristo y de su gracia y prefirieron morir antes que perder la amistad con Jesús y la gracia.
Sin la gracia de Jesucristo, los santos no solo jamás habrían sido santos, sino que habrían tan o más pecadores que nosotros, y su condena era segura; su mérito radica en el aprecio y estima que tuvieron de la gracia, porque sabían que sin la gracia, nunca serían santos. Santo Domingo Savio, a los nueve años, comprendió esto con toda claridad, y por eso dijo, el día de su Primera Comunión: “Prefiero morir antes que pecar”. Esto es lo que caracterizó a los santos: el apreciar más la vida eterna que la terrena, el despreciar los placeres de este mundo, con tal de adquirir los bienes eternos; el amar a Jesucristo por encima de todas las cosas, incluso por encima de su propia vida.

Esto nos hace ver que, si los santos son lo que son, santos, habiendo sido pecadores, entonces ahí radica nuestra esperanza para la santidad, porque nosotros somos pecadores como lo eran los santos antes de recibir la gracia. Es para esto para lo que la Iglesia nos los propone como ejemplos de vida: para que aprendamos de ellos y de sus vidas, de sus virtudes y de su mensaje de santidad, pero sobre todo, de su gran amor a Jesucristo y a su gracia, porque sin la gracia, jamás habrían sido santos.

jueves, 29 de octubre de 2015

“A ustedes la casa les quedará desierta”


El sitio de Jerusalén

“A ustedes la casa les quedará desierta” (Lc 13, 31-35). Le avisan a Jesús que Herodes lo busca “para matarlo”, pero Jesús responde con una dura advertencia: puesto que Jerusalén –representada en Herodes, en los fariseos y en los maestros de la Ley- quiere matarlo, les sobrevendrá una gran desgracia: “la casa les quedará desierta”, es decir, la Ciudad Santa quedará sin el Santo de los santos, sin el Dios Tres veces Santo, y por lo tanto, quedará desierta, vacía de toda bondad, de toda paz, de toda alegría, de todo amor y también de toda fortaleza frente a sus enemigos. La profecía se cumplirá cuando el Viernes Santo, luego de la muerte de Jesús en la cruz, el velo del templo se rasgue en dos y también cuando, en el año 70 d. C., los romanos sitien e incendien Jerusalén. Con esta profecía, Jesús les hace ver, a los integrantes del Pueblo Elegido, que no da lo mismo aceptar o no aceptar al Mesías enviado por Dios: el Mesías trae la paz, la santidad de Dios, la alegría y también la protección divina; si no sólo se rechaza al Mesías, sino que se lo expulsa fuera de las puertas de Jerusalén, para asesinarlo en una cruz, entonces el favor de Dios se retira de quienes lo odian, dejándolos a merced de sus enemigos. Es lo que le sucedió a Jerusalén: condenó inicuamente a muerte al Hijo de Dios, lo flageló, lo coronó de espinas, le cargó una cruz, lo expulsó de la Ciudad Santa y lo crucificó en el Monte Calvario, y esa es la razón por la cual el templo se rasgó en dos, indicando que la divinidad ya no estaba ahí, además de sufrir el asedio y el incendio por parte de los romanos, años más tarde. Dios, expulsado de la Ciudad Santa, dejó a Jerusalén a merced de sus enemigos, retirándole su favor, su gracia y su protección.
“A ustedes la casa les quedará desierta”. La advertencia de Jesús, dirigida al Pueblo Elegido, también es una advertencia dirigida a los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Lo que sucedió con Jerusalén, que expulsó al Hombre-Dios, condenándolo a morir fuera de sus murallas, es una representación de lo que sucede en el alma cuando comete un pecado mortal: el alma está representada en Jerusalén, porque el alma en gracia se convierte en la Ciudad Santa que alberga en su interior al Hombre-Dios. Pero cuando el alma comete un pecado mortal, expulsa al Hombre-Dios de su interior, crucificándolo nuevamente y quedándose no solo sin la gracia santificante, sino sin la Presencia e inhabitación del Hombre-Dios en ella, tal como le sucedió a la Jerusalén terrestre. Y tal como le sucedió a la Ciudad Santa, que quedó a merced de sus enemigos por haber expulsado al Hombre-Dios de sus murallas, así también le sucede al alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesucristo de su corazón: queda a merced de sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne.

“A ustedes la casa les quedará desierta”. La advertencia de Jesús a los fariseos y maestros de la ley, también es una advertencia para nosotros, para que tengamos en cuenta las consecuencias del pecado mortal. Esta advertencia debe hacernos apreciar el valor de la gracia santificante y debe llevarnos a que apreciemos más la gracia santificante, que la propia vida terrena, tal como lo decimos en la oración de arrepentimiento en el Sacramento de la Confesión: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. O, como decía Santo Domingo Savio: “Antes morir, que pecar”, antes morir que expulsar por el pecado a Nuestro Señor Jesucristo de nuestra Ciudad Santa, el alma en gracia.

“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”


“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 11-16). Jesús anuncia la proximidad de su Pasión y Muerte en cruz y para hacerlo, recurre al episodio del desierto en el que Moisés levantó en alto la serpiente de bronce, para que todos los que la miraran quedaran curados. ¿Qué sucedió en el desierto, para que Jesús traiga a la memoria este episodio? En el desierto, aparecieron numerosas serpientes venenosas que atacaron a los integrantes del Pueblo Elegido, que peregrinaban hacia la Tierra Prometida, Jerusalén. Con sus mordeduras, las serpientes inoculaban un veneno mortal, por lo que los hebreos se encontraban indefensos frente a este enemigo; entonces, Dios dio a Moisés la orden de fabricar una serpiente de bronce y le dijo que la elevara en lo alto: quien así lo hiciera, quedaría inmediatamente curado, y así fue lo que sucedió, porque quien miraba la serpiente se curaba, debido a que era Dios quien, con su poder, curaba a los que obedecían las órdenes de Moisés. Todo el episodio del desierto y las serpientes, es una prefiguración de lo que sucede en el plano espiritual, con las realidades sobrenaturales, representadas en cada elemento del episodio: las serpientes son los demonios; el desierto es la vida y la historia humana; el Pueblo Elegido prefigura al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, que peregrinan por el desierto de la vida hacia el Reino de los cielos; la Jerusalén terrena, es prefiguración de la Jerusalén celestial; Moisés es representación de Dios Padre, que eleva a la serpiente de bronce, representación de Cristo “elevado en lo alto”, en la cruz, para la salvación de los hombres; la curación milagrosa que experimentaban en el desierto los integrantes del Pueblo Elegido, representa a la sanación espiritual que la gracia santificante de Jesucristo concede al alma, al quitarle el pecado y concederle la participación en la vida eterna; la vida nueva, sin el peligro del veneno de la serpiente en sus venas, representa la vida nueva de la gracia; el veneno de las serpientes del desierto, representa al veneno letal para el espíritu, inoculado por la Serpiente Antigua, esto es, la soberbia, la lujuria, la pereza, y todos los pecados capitales; la elevación en lo alto de la serpiente por Moisés, representa la elevación en lo alto del Monte Calvario de Jesucristo, es decir, su crucifixión, de manera que así como los que miraban a la serpiente de bronce quedaban curados, así, de la misma manera, Él, al ser “levantado en alto”, es decir, crucificado, concede la vida eterna a todo aquel que lo contemple en la cruz. Así como la serpiente de bronce de Moisés emanaba un poder curativo milagroso, que permitía ser salvados de las mordeduras mortales de las serpientes venenosas, así también el Hombre-Dios Jesucristo, desde la cruz, emana una fuerza divina, celestial, sobrenatural, que sana el alma de quien lo contempla crucificado, quitando del alma el letal veneno de la soberbia, de la lujuria, del ateísmo, inoculados por la Serpiente Antigua, Satanás, y concediendo la vida nueva de la gracia, la vida eterna, la vida misma de Dios Trino.

“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. Contemplar a Jesús crucificado, aunque no se digan palabras, es ya recibir la vida eterna que Él nos concede desde la cruz.

miércoles, 28 de octubre de 2015

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”



“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 12-19). Luego de pasar toda la noche en oración en la montaña y de nombrar a doce de sus discípulos como Apóstoles, es decir, como Columnas de su Iglesia, Jesús, que ha bajado de la montaña, se “detiene en la llanura” y en cuanto la gente lo ve, acude a Él, en busca de consuelo y auxilio. Dentro de esta “gran muchedumbre” venida de todas partes, se encuentran quienes están afectados por enfermedades de toda clase, pero también quienes están poseídos por espíritus impuros. Pero la situación de quienes acuden a Jesús no es privativa de ellos, y tampoco de ese momento de la historia: desde la Caída Original, la Humanidad vive en las tinieblas del error y de la ignorancia, además de ser acosada por sus enemigos mortales: el demonio, la muerte y el pecado; desde la Caída de los Primeros Padres, la Humanidad, como consecuencia del Pecado Original, vive sujeta a la enfermedad, al dolor, a la muerte y al dominio de Satanás, el Ángel caído, que busca no solo la infelicidad del hombre en la tierra, sino la perdición eterna de su alma, haciéndolo partícipe de su rebelión demoníaca en el cielo, por medio del pecado, principalmente la soberbia, raíz de todos los pecados y de todos los males del hombre.
En este sentido, Jesús es la esperanza, la Única Esperanza del hombre y ésa es la razón por la cual la gente, al ver a Jesús, acude a Él en busca de alivio para sus males, sean corporales o espirituales: Jesús es el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado que camina entre los hombres para apiadarse de sus miserias, para cargar sus pecados sobre sí mismo, para quitar los pecados de todos y cada uno de los hombres al precio de su Sangre derramada en la cruz, para conducirlos a la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos.
“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Porque Él es el Hombre-Dios, todos los que acuden a Jesús son sanados: de Él “sale una fuerza” que sana a todos: a los enfermos, de sus enfermedades; a los posesos, de la posesión diabólica. Es la omnipotencia divina, la que se manifiesta a través de la Humanidad Santísima de Jesús, “sanando a todos”. Pero hay algo más: quien acude a Jesús, no lo hace por sí mismo, sino porque es Dios Padre quien lo atrae, según las palabras de Jesús: “Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió” (Jn 6, 44) y el Padre atrae a las almas a Jesús con la fuerza del Divino Amor, el Espíritu Santo. Es por eso que, si el Evangelio dice que “salía de Él una fuerza que sanaba a todos”, y esta fuerza es la Omnipotencia Divina, también hay que decir, aunque no esté escrito, que “salía de Él una fuerza que atraía a todos, el Amor Divino”.

No tenemos a Jesús, con su Cuerpo real caminando entre nosotros, como la muchedumbre del Evangelio, pero sí lo tenemos, con su Cuerpo glorioso, Presente en medio de nosotros, en la Eucaristía, desde donde Jesús nos atrae, con la fuerza de su Divino Amor, para sanarnos todas nuestras dolencias, todos nuestros pesares y para librarnos de “los principados de las alturas” (cfr. Ef 6, 12), pero sobre todo, para hacernos escuchar los latidos de su Sagrado Corazón Eucarístico.

viernes, 23 de octubre de 2015

“Maestro, que yo pueda ver”


(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2015)

“Maestro, que yo pueda ver” (Mc 10, 46-52). Un ciego, Bartimeo, al enterarse de la presencia de Jesús, comienza a llamarlo a los gritos; Jesús lo hace llevar ante su presencia y le dice: “¿Qué quieres que haga por ti?”; el ciego le pide a Jesús poder ver: “Maestro, que yo pueda ver”; Jesús le concede el don de la vista, diciéndole: “Vete, tu fe te ha salvado”; el ciego comienza a ver y sigue a Jesús.
En este episodio del Evangelio, tenemos mucho que aprender de Bartimeo el ciego. Ante todo, lo que caracteriza a Bartimeo es su gran fe en Jesús, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios, cree que Jesús es Dios Hijo encarnado y que por lo tanto, tiene el poder suficiente para curarlo. Bartimeo ha escuchado hablar de los inmensos prodigios que ha hecho Jesús –resucitar muertos, dar la vista a los ciegos, multiplicar panes y peces- y por eso ahora, cuando escucha que está cerca, comienza a llamarlo a los gritos, porque quiere que Jesús obre milagros en él. Desde las tinieblas en las que vive, Bartimeo llama a Jesús, pero no lo hace de cualquier manera: en los títulos que le da a Jesús, se ve la fe de Bartimeo en la condición divina de Jesús: “Hijo de David” –el “Hijo de David” es el Mesías Dios-; “Maestro”, porque es la Sabiduría divina encarnada: así, la fe de Bartimeo en Jesús, es la fe de la Iglesia, porque Jesús es el Hombre-Dios.
Bartimeo llama con insistencia a Jesús y no solo no se desanima cuando otros “lo reprenden para que se calle”, sino que grita aún más fuerte y cuando Jesús lo hace llamar, expresa el deseo más íntimo de su corazón: ver con los ojos del cuerpo. Bartimeo ya ve con los ojos del alma, porque tiene fe en Jesús como Hombre-Dios; ahora desea ver con los ojos del cuerpo y Jesús le concederá lo que pide. Pero Jesús, que quiere satisfacer el deseo más profundo del corazón de Bartimeo, aunque sabe qué es lo que le va a pedir, antes de concederle el milagro, le pregunta, con amor, “¿Qué quieres que haga por ti?”, y esto lo hace Jesús para que Bartimeo se exprese con libertad, con fe y con amor y así nos enseña cómo tenemos que dirigirnos a Dios Hijo: con libertad, con fe y con amor. Bartimeo confió no solo en el poder divino de Jesús, sino también en su amor y misericordia, porque sabía que Jesús tenía el poder para hacerlo y que, por su misericordia, iba a concederle lo que le pedía.
En este episodio, real, y más precisamente en Bartimeo, está representada la relación de toda alma con Jesús. Si no media la luz de la gracia, toda alma es ciega, como Bartimeo, frente a los misterios sobrenaturales absolutos de Dios, como lo es la Encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazareth y su Presencia real de resucitado en la Eucaristía; si no media la luz de la gracia, toda alma es ciega delante de Jesucristo, porque no puede ver, con la luz de su propia razón, a la Persona del Verbo de Dios Encarnada en Jesús de Nazareth y así piensa que Jesús es solamente un hombre más entre tantos: santo, sí, pero sólo un hombre más y no el Hombre-Dios y cuando no se tiene fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios, la religión se vuelve naturalista y vacía de misterios.
Con su ceguera corporal, Bartimeo, representa al alma en sus tinieblas, al alma que no tiene fe, al alma antes de la llegada de Cristo y es por eso que, al igual que Bartimeo, también nosotros debemos pedir ver, pero no tanto corporalmente, sino espiritualmente, con la luz y los ojos de la fe; también nosotros debemos pedir ver, pero no con la vista corporal, sino con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, porque de nada nos sirve ver el mundo con toda claridad con los ojos del cuerpo, si nuestra alma está a oscuras, y está a oscuras cuando no tiene fe en Jesús y no cree en Él, ni en su condición de Dios hecho hombre, ni en su Presencia real Eucarística.
Entonces, a imitación de Bartimeo, también nosotros pedimos a Jesús, Presente en la Eucaristía, el poder ver con los ojos de la fe: “Jesús, haz que yo pueda ver; haz que yo te pueda ver; ábreme los ojos del alma, los ojos de la fe, para que te pueda contemplar en el misterio de la cruz, para que te pueda contemplar en la Santa Misa, para que te pueda contemplar en tu Presencia Eucarística. Jesús, Maestro, Mesías, Verbo de Dios Encarnado, haz que yo pueda verte con los ojos del alma, en tu cruz, para que me una a Ti en tu Pasión por el Amor de Dios, el Espíritu Santo; haz que yo pueda verte, oculto en el misterio de la Eucaristía, para que pueda adorarte en el tiempo que me queda de vida terrena, para luego seguir amándote, adorándote y contemplándote cara a cara por toda la eternidad; Jesús, Maestro, que yo te pueda ver”.


“¡Hipócritas! Saben discernir el clima, pero no los signos de los tiempos”


“¡Hipócritas! Saben discernir el clima, pero no los signos de los tiempos” (Lc 12, 54-59). La dura advertencia de Jesús a sus discípulos, va dirigida también a nosotros: tanto ellos como nosotros, sabemos discernir el clima, sabemos pronosticar si va a hacer calor o si va hacer frío, si va a llover o va a estar seco, pero no sabemos –o más bien, no queremos- discernir “los signos de los tiempos”. Y esta ignorancia voluntaria merece un duro reproche por parte de Jesús, porque nos dice: “¡Hipócritas!”. Esto quiere decir que no podemos excusarnos y mirar para otro lado, diciendo “no sabemos cuáles son los signos de los tiempos”. Entonces, ¿cuáles son “los signos de los tiempos” que debemos leer, si es que sabemos leer el tiempo climático?
Basta con observar someramente la realidad cotidiana y nos percataremos de que el hombre ha construido, más que una sociedad, una civilización, no ya sin Cristo, el Mesías, sino sin Dios: la inmensa mayoría de las leyes que rigen hoy a la civilización humana, no tienen a Dios Trino por su origen y fundamento y tampoco conducen a Él. Hoy el hombre ha construido una civilización a su medida, según su pobre capacidad de razonamiento, dejando de lado a Dios, a su revelación en Cristo Jesús y a su Ley, expresada en los Mandamientos, y es así como ha aprobado leyes contrarias a la naturaleza y leyes que atentan contra la vida humana, como la ley del aborto –sólo entre China y EE.UU., desde hace 50 años hasta acá, han muerto más de 450 millones de niños a causa del aborto; en el caso de China, por la política de hijo único; en el caso de EE.UU., por el caso Roe versus Wade, que liberalizó el aborto-, la ley de eutanasia, la FIV, el alquiler de vientres, etc. Pero la civilización sin Dios se manifiesta también en la aparición de un modo de vivir y de convivir entre los humanos, que se acepta como “normal” o “natural”, cuando es totalmente contrario a la Voluntad de Dios: la drogadicción desde muy jóvenes, el narcotráfico como modo de vida, la violencia, la corrupción de costumbres, la pornografía, la guerra, la avaricia, el odio entre pueblos hermanos, la violencia terrorista, y dentro de la Iglesia, la aparición de cristianos paganos, es decir, de cristianos que, habiendo recibido el Bautismo sacramental y la instrucción catequética, viven en la práctica como neo-paganos, haciendo caso omiso de los Mandamientos de Jesucristo y alejándose radicalmente de los sacramentos, constituyendo el hecho más grave el olvido y la indiferencia hacia la Presencia real de Jesús en la Eucaristía.
“¡Hipócritas! Saben discernir el clima, pero no los signos de los tiempos”. El duro reproche de Jesús debe hacernos reflexionar, porque si el mundo está así, es porque los cristianos –empezando por los sacerdotes- no damos ejemplo de vida santa.


jueves, 22 de octubre de 2015

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”


“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). ¿De qué fuego habla Jesús? ¿Por qué desea incendiar la tierra? ¿Qué es lo que quiere hacer arder Jesús con ese fuego que ha venido a traer? Para responder a estas preguntas, debemos considerar quién es Jesús: no es un hombre más entre tantos; no es tampoco un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos; Jesús es Dios Hijo encarnado, es el Hombre-Dios, Fuente de toda santidad. Como tal, Jesús espira al Espíritu Santo, tanto en cuanto Hombre como en cuanto Dios, junto a su Padre Dios. El Espíritu Santo, que arde en el Sagrado Corazón de Jesús, consumiéndolo de Amor, es el Fuego de Amor Divino que Jesús ha venido a encender en nuestros corazones. Es el Espíritu Santo, el Fuego del Amor de Dios, el que Jesús sopla sobre nuestras almas, en cada comunión eucarística. Este es el Fuego del que habla Jesús cuando dice: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra”. Sin embargo, a pesar de que Él lo ha traído, no arde todavía, porque Jesús dice: “¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Es un fuego que no arde. ¿Por qué? ¿Qué es lo que tiene que hacer arder este fuego, y que no arde hasta ahora? Si el fuego que ha venido a traer Jesús no arde, no es por el fuego en sí mismo, porque el Espíritu Santo es, en sí mismo, el Fuego del Divino Amor; es Amor de Dios, que es Fuego incandescente, celestial, sobrenatural. Si este fuego no arde, es porque no encuentra la materia apta para ser encendida: el fuego no enciende la roca. ¿Cuál es la materia para este Fuego de Amor que trae Jesús? La materia apta para ser encendida por este Fuego, es el corazón humano, pero el corazón humano, cuando es duro y frío como una piedra, no puede ser encendido por el Divino Amor. Cuando el corazón humano es despiadado, inmisericorde, duro y despectivo con su prójimo, no se puede encender en el Fuego de Amor que es el Espíritu Santo. Que por intercesión de María nuestros corazones sean, entonces, como madera seca o como hierba seca, para que al contacto con el Fuego de Amor que arde en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, combustionen al instante y comiencen a arder en el Fuego del Espíritu Santo, en el tiempo y en la eternidad.

miércoles, 21 de octubre de 2015

“Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas”


“Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Jesús nos advierte que, como cristianos, tenemos que “estar preparados” y para ello, utiliza la imagen de unos sirvientes que, en vez de ir a descansar están, en horas de la madrugada, esperando que regrese su patrón, que debe regresar de unas bodas. En la imagen que utiliza Jesús, el servidor “feliz” –y por lo tanto, el prototipo del cristiano- es el que está despierto, tiene sus vestiduras ceñidas, su lámpara encendida y, sobre todo, el ánimo de servir a su señor, no importa la hora a la que regrese. Al servidor a quien el señor lo encuentre así, velando, el mismo patrón o dueño hará algo inusitado, inesperado: él mismo “se pondrá a servirlo”.
Ante esta parábola, debemos preguntarnos: ¿para qué debemos prepararnos? ¿Qué significado tienen los distintos elementos de la parábola? Para responder a estas preguntas, hay que considerar que cada elemento de la parábola representa una realidad sobrenatural.

El dueño o patrón que ha acudido a una fiesta de bodas, es el mismo Jesucristo, y la fiesta de bodas es la Encarnación, por cuanto Dios Hijo, al encarnarse, se convierte en Esposo de la Humanidad y luego, al donar su gracia de modo individual, cada alma se convertirá en Esposa mística del Cordero; la noche, hasta la medianoche o hasta el alba, es decir, la hora en la que regrese el dueño de la boda, representa ya sea el fin de la vida terrena de cada hombre –su muerte temporal- o bien el Día del Juicio Final, en el que terminará la historia humana y el tiempo, para dar inicio a la eternidad; los servidores que esperan al amo, son los cristianos que, movidos por la fe, esperan en Jesucristo como su Salvador; la “preparación” de estos tales cristianos, consiste en tener siempre presente que esta vida temporal finaliza –antes o después, pero finaliza- y que luego da inicio la vida eterna y para ingresar en esta vida eterna, es que “está preparado”, es decir, está vigilante, despierto, esperando que llegue su amo en cualquier momento, porque el cristiano que espera en la vida eterna sabe que Jesucristo puede llamarlo ante su Presencia en cualquier momento, como así también el Juicio Final puede ocurrir “a la hora menos pensada”; las vestiduras ceñidas significan el alma en gracia, el alma que está viva con la vida misma de Dios, en contraste con aquel servidor que tiene puesta la vestimenta para dormir –ausencia de la gracia- porque no espera la llegada de su señor o si la espera, le tiene sin cuidado; las lámparas encendidas significan, a su vez la luz de la fe, que permite ver con una luz aguda y penetrante la realidad de esta vida fugaz, así como la luz de la lámpara permite ver en medio de la oscuridad. Por último, dos elementos: la inusitada reacción del amo a quien encuentre en estado de vigilia, pues será el amo mismo quien “se ponga a servirlo”: es inusitada –así como la recompensa es desproporcionada- porque que el siervo esté atento a la llegada de su señor, es algo que se encuentra dentro de sus obligaciones, así como el cristiano que tiene fe en Jesucristo, movido por esta fe, espera en su Llegada: la desproporción de la recompensa habla de la generosidad de Jesús, que a aquellos que lo aman y tienen fe en Él, les da gratuitamente en recompensa la vida eterna, obtenida al precio de su Sangre en la cruz; el otro elemento es la felicidad del siervo que está atento, con las vestiduras ceñidas y con la lámpara encendida: significa la beatitud eterna en el Reino de los cielos, la contemplación y adoración, por siglos sin fin, de Dios Uno y Trino y del Cordero.

viernes, 16 de octubre de 2015

“¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. “Podemos””


(Domingo XXIX - TO - Ciclo B – 2015)

         “¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. “Podemos” (Mc 10, 35-45). Santiago y Juan piden a Jesús puestos de honor en el cielo; en su respuesta, Jesús responde con otra pregunta: “¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber y recibir el bautismo que Yo he de recibir?”. Santiago y Juan le responden: “Podemos”. Luego, los restantes discípulos se disgustan con Santiago y Juan.
Para entender este pasaje, tenemos que considerar las tres partes del mismo, comenzando por el pedido que hacen los hermanos: piden un puesto de gloria en el cielo: “sentarse a la derecha e izquierda de Jesús", cuando Él haya resucitado. Santiago y Juan no piden puestos de poder mundano: piden puestos en la gloria del cielo, que es radicalmente opuesta a la gloria del mundo.
En la segunda parte del pasaje, lo que debemos considerar es la pregunta con que Jesús responde a la pregunta de Santiago y Juan:.Jesús les advierte que Él está por “beber del cáliz” amargo de la Pasión, porque será traicionado, condenado a muerte, flagelado, coronado de espinas, insultado y morirá en la cruz y eso es lo que les quiere decir cuando les pregunta: “¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber?”; también, en la pregunta, Jesús les advierte a Santiago y Juan que Él está por recibir un bautismo, pero es el bautismo en su Sangre, porque su Cuerpo recibirá tantos latigazos, tantos golpes y su Cabeza será coronada con espinas tan grandes y filosas, que la Sangre que brote de su Cabeza herida bañará su Rostro, su espalda, su tórax, sus brazos, hasta sus piernas, pero también quedará cubierto de Sangre por las incontables heridas que recibirá en todo su Cuerpo: esto es lo que Jesús les quiere decir cuando les pregunta si “pueden recibir el bautismo que Él ha de recibir”. En otras palabras, Jesús les está diciendo, al responderles con una pregunta, que si quieren sentarse a su derecha e izquierda, deberán participar de su Pasión, es decir, deberán beber del mismo cáliz de amargura de la Pasión y deberán participar del bautismo en su propia Sangre; deberán estar al pie de la Cruz, para ser bañados por su Sangre y así participar de su bautismo de Sangre.
El otro elemento que tenemos que considerar es la respuesta de Santiago y Juan, “Podemos”, respuesta en donde está claro que saben qué es lo que están pidiendo. La respuesta afirmativa, segura, concreta, concisa, demuestra que los hijos de Zebedeo saben, de antemano, antes de preguntar a Jesús, que para entrar en el cielo y tener esos puestos de honor, deben participar de la Pasión y estar al pie de la cruz. Confirma que no están pidiendo puestos de honor mundano, sino que piden estar al pie de la cruz, para luego estar sentados a la derecha e izquierda de Jesús en el Reino de los cielos. Lo que piden los hermanos, participar de la Pasión de Jesús en la tierra para luego participar de su gloria en los cielos, es el pedido que todo cristiano debe hacer.
El otro aspecto para reflexionar en este pasaje es la respuesta de los demás discípulos al enterarse de la petición que hacen Santiago y Juan a Jesús: se indignan, se enojan, murmuran contra ellos. Esta reacción de los discípulos, demuestra que, mientras los hijos de Zebedeo han sido iluminados por el Espíritu Santo acerca de cuál es el fin para el que están en esta vida y para qué misión los eligió Jesús, ellos en cambio permanecen en la oscuridad, encerrados en sus prejuicios, en sus razonamientos puramente humanos, además de estar movidos por la codicia, la ambición y la vanagloria, porque lo que quieren es estar al lado de Jesús, pero no para participar de su Pasión y Cruz, sino para servirse del hecho de que Jesús es seguido por multitudes, para ser ellos aclamados por los hombres. Los discípulos reaccionan enojados porque están pensando humanamente; se enojan contra Santiago y Juan porque ellos también quieren puestos de honor, pero no la cruz, sino el honor del mundo, que es un honor sin cruz; quieren aprovecharse de la amistad de Jesús, para ser reconocidos y alabados por los hombres; quieren, en definitiva, la gloria mundana, pero no quieren beber del cáliz de al amargura de Jesús ni quieren ser bañados en su Sangre. Para eso no dudan, movidos por la envidia, en enojarse y calumniar a Santiago y Juan. Esto sucede con muchos cristianos en la Iglesia: quieren puestos de honor, de poder, pero no la cruz y eso se demuestra en la ambición, la codicia, la soberbia, la envidia, el prejuicio contra el hermano, el hablar con malicia, para desacreditarlo, el sembrar cizaña, para sacar provecho propio; son cristianos que apenas consiguen un espacio de poder, ya se piensan que son los dueños de la Iglesia y que todos deben obedecerles. No buscan servir a los demás, como Jesús, sino que buscan ser servidos por los demás, a través de los puestos de poder y privilegio y para mantenerse en estos puestos, calumnian y difaman, movidos por la envidia y los celos.
Pero Jesús reprocha duramente esta actitud de soberbia y de desprecio del prójimo, acompañada de la calumnia, que es lo que hacen los discípulos contra Santiago y Juan en el Evangelio, y esto es lo que explica la última parte del pasaje evangélico, con la advertencia de Jesús, esta vez a los discípulos rebeldes. Que Jesús los considere mundanos y con apetencias mundanas, se ve en los ejemplos que pone: los príncipes de este mundo –lo que quieren ser ellos- son dominadores de los demás, y con esto, se vuelven injustos ante los ojos de Dios; es lo que pasa con los cristianos que, una vez en el poder, creen que pueden dominar a sus hermanos, para que se haga su voluntad y no la de Dios. Para que no sean mundanos, para que no busquen la gloria del mundo, sino para que busquen la gloria del Reino, les dice qué es lo que deben hacer, como miembros del Reino: servir a los demás, haciéndose los últimos de todos. Notemos que Jesús no desalienta el querer ser el primero, es decir, el querer ser mejor, sino que nos dice de qué manera alguien se convierte en el primero y en el mejor de todos a los ojos de Dios: el que participa de la cruz de Jesús y bebe de su cáliz de amargura, porque así se convierte en esclavo, en servidor de Dios Padre y de los hombres, haciéndose igual a Jesucristo y uniéndose a Él en la cruz y así, unido a Jesús, se convierte en corredentor de la humanidad.
“¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos dirige Jesús la misma pregunta que a los hijos de Zebedeo; también a nosotros nos invita a la gloria de su Reino, pero pasando por la ignominia de la cruz y nosotros, imitando a Santiago y Juan y confiados en la gracia divina, le decimos: “Podemos”.

miércoles, 14 de octubre de 2015

“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”


“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!” (Lc 11, 42-46). Jesús se lamenta por la hipocresía farisaica: mientras fingen ser por afuera hombres religiosos y cumplidores de la Ley, por dentro son injustos para con el prójimo y faltos de amor a Dios. La hipocresía farisaica es el mal propio de los hombres religiosos, sean laicos o consagrados, y es por eso que no debemos creer que estamos exentos de recibir los “ayes” de Jesús. Todavía más, como cristianos mediocres que somos, debemos tomar los “ayes” dirigidos a los fariseos, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y a cada uno en persona, porque desde el momento en que no solo no somos santos, sino que no buscamos la santidad, caemos en el fariseísmo. La hipocresía farisaica es un mal espiritual que caracteriza a quien está en la Iglesia Católica, y sólo se vence ese mal con lo opuesto, el amor y la justicia que vienen de Cristo Jesús. Si no prestamos atención, también a nosotros nos dirige Jesús el mismo reproche: “¡Ay de ti, cristiano fariseo, que piensas que por asistir a misa o por musitar unas pocas oraciones mal hechas, ya estás salvado, pero tu corazón día a día permanece endurecido en la injusticia para con tu prójimo y en la falta de amor a tu Dios!”. Somos merecedores de este reproche, toda vez que comulgamos, es decir, recibimos el infinito Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, pero permanecemos indiferentes para con nuestro prójimo o, peor aún, mascullamos venganza, o continuamos sin perdonar. No nos damos cuenta que nuestros pensamientos, deseos, obras, están a los ojos de Jesús aún antes que se hagan presentes en nosotros a nosotros mismos, con lo cual, si por fuera podemos aparentar religión, pero nuestro corazón no es misericordioso y así engañamos a los hombres, en cambio de ninguna manera podemos engañar a Jesús.
“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”. Si hablamos mal de nuestro prójimo, si obramos mal contra nuestro prójimo, o aún antes, si pensamos mal de nuestro prójimo, el “ay” de Jesús se dirige contra nosotros, con todo el peso de la amargura de su Sagrado Corazón y del enojo de su paciencia colmada. Entonces, seamos justos y misericordiosos, para que el Amor de Dios recibido en la comunión eucarística se comunique a nuestros hermanos y así, en vez de los “ayes” de Jesús, dirigidos contra los malos cristianos, escucharemos en cambio sus Bienaventuranzas.

         

martes, 13 de octubre de 2015

“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”


“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!” (cfr. Lc 11, 37-41). Al ir a comer a casa de un fariseo, Jesús se sienta a la mesa pero no se lava las manos antes de la comida, lo cual lo escandaliza al fariseo: Jesús, un rabbí, un maestro, ha cometido una falta legal. Es decir, la ley mandaba purificar las copas, los platos y los utensillos, además de lavar las propias manos, para que el alimento no quedara “impuro”. Sin embargo, como puede advertirse, la prescripción legal permitía, a lo sumo, consumir alimentos en condiciones higiénicas, pero no impedía la impureza del corazón, que es lo que Jesús reprocha al fariseo: “¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”.
Es decir, si es importante ingerir alimentos en condiciones higiénicas –“puros”, según el término legal-, es mucho más importante consumir los alimentos con un corazón puro, con un corazón libre de codicia, de perfidia, de rapiña, de “voracidad y perfidia”, como lo señala Jesús. Dicho en otros términos, de nada le sirve al hombre cumplir con los preceptos legales que mandan purificar elementos puramente externos, incluidas las manos, si su corazón, cuando se sienta a comer, arde por la rabia, el enojo, el rencor, la venganza, la lujuria, la perfidia, la codicia, la avaricia. Jesús, que es Dios, ve el corazón del hombre, ve el estado del corazón del hombre, si está puro o no, si está limpio o no, si está en paz con Dios y con el prójimo o no, y eso es lo que a Él le importa, no si la vajilla está más o menos limpia. Y lo que purifica al corazón del hombre, lo que lo hace verdaderamente puro, limpio, santo, agradable a Dios, es la gracia santificante. Lo que da paz al hombre no es la condición higiénica de los utensillos, sino el estado de su corazón, si está purificado por la gracia o no.

“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”. Al acercarnos a la Mesa celestial, el Banquete servido por Dios Padre, en el que nos alimentamos con el manjar celestial, la Eucaristía, nuestro corazón no sólo no debe tener la más mínima traza de voracidad o de perfidia, sino que tiene que estar purificado por la gracia santificante e inhabitado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

sábado, 10 de octubre de 2015

“Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres"



(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B – 2015)
         “Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres (…) el hombre se retiró apenado, porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-30). Un hombre pregunta a Jesús qué tiene que hacer para ganar la vida eterna; no es un hombre malo y demuestra, con su conducta, que es bueno y que realmente quiere ganar la vida eterna y para eso, cumple prácticamente todos los preceptos, sin faltar a ninguno. Jesús le enumera algunos de los preceptos de la Ley de Dios, incluido el Cuarto Mandamiento, y el hombre le dice que los ha cumplido a todos "desde su juventud". Sin embargo, como le dice Jesús, le falta “sólo una cosa”: “vender lo que tiene y dárselo a los pobres”. En efecto, el hombre del Evangelio es bueno, cumple con todos los preceptos y verdaderamente quiere ganar la vida eterna, pero tiene su corazón apegado a los bienes –“tenía muchos bienes”, dice el Evangelio- y es por eso que, cuando Jesús le dice que “debe venderlos” para ganar la vida eterna, se “retira triste, porque poseía muchos bienes”.
Es importante reflexionar en este hombre del Evangelio, porque todos tenemos un poco de él, todos somos un poco este hombre; todos queremos ganar la vida eterna, todos intentamos, con nuestros más y nuestros menos, cumplir con los Mandamientos, todos tratamos de ser buenos, pero también, todos tenemos el corazón apegado a los bienes, que son los que nos mantienen aferrados a este mundo terreno. Son estos bienes temporales, los que poseemos en esta vida, los que constituyen para nosotros un obstáculo para el Reino, porque apegan el corazón a este mundo terrena, a esta vida y a este tiempo que son caducos y pasajeros, impidiéndonos levantar los ojos hacia los bienes eternos, los verdaderos bienes, los bienes celestiales, los bienes del Reino. Lo que nos impide despegarnos de esta vida, son los bienes, como al hombre del Evangelio: “Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres (…) el hombre se retiró apenado, porque tenía muchos bienes”.
¿Qué son estos “bienes” que tanto daño nos hacen, porque nos impiden conseguir la vida eterna? Son de dos tipos: materiales y espirituales. Los materiales, que no necesariamente están constituidos por una fortuna, gran porque si tenemos un corazón avaro, podemos estar apegados incluso a una escasa cantidad de dinero; es este apego desordenado a los bienes materiales el que nos aparta del Reino de Dios; los bienes espirituales, a su vez, están constituidos por nuestra propia excelencia: nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestro querer, nuestro desear; todas estas potencias del alma son bienes, pero al apegarnos a ellas, caemos en la soberbia y en la concupiscencia, y así nos apartamos de la Voluntad de Dios y por lo tanto del cielo. Estas dos clases de bienes, materiales y espirituales, son los que nos apartan del Reino y son los que debemos “vender”, como dice Jesús al hombre del Evangelio, porque cuantos más bienes de éstos poseamos, es decir, cuantos más ricos de éstos bienes seamos, entonces más impedimentos tendremos para entrar en el Reino de Dios.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo desprendernos de estos bienes terrenos, materiales, pero también de los bienes inmateriales –nuestro propio querer, pensar, obrar- que son los que nos impiden el ingreso en el Reino? Tengamos en cuenta que somos "ricos" de bienes materiales, aún si tenemos sólo 2 pesos en el bolsillo, y somos "ricos" de bienes inmateriales, aún si tenemos un sólo pensamiento, por simple que sea, que nos pertenezca y al que estemos aferrados. Son bienes que nos impiden ir al cielo y que, por lo tanto, debemos "venderlos", como le dice Jesús al hombre del Evangelio. Entonces, de nuevo la pregunta: ¿cómo hacer para desprendernos de estos bienes, a los que estamos aferrados, y que nos hacen ricos y tan ricos, que nos impiden llegar al cielo?
Hay una sola y única manera: contemplando a Jesús crucificado y pobre en la cruz, porque con la pobreza de la cruz, Jesús nos enseña a despojarnos de estos bienes materiales e inmateriales que adquirimos y que no nos dejan ir al cielo. 
En la cruz, Jesús se dejó clavar sus manos con dos gruesos clavos de hierro, para que nuestras manos se despojaran de los tesoros de la tierra; Jesús dejó que la Sangre manara de las heridas de sus manos, para que nuestras manos se vieran libres de la codicia, de la avaricia y del afán de poseer desmedidamente las cosas materiales; Jesús se dejó clavar sus manos en la cruz, para que eleváramos nuestras manos en acción de gracias y en adoración a Dios Trino y las tendiéramos en auxilio de nuestros hermanos más necesitados y no para que las atáramos al oro, al dinero, a la plata, a los bienes caducos; en la cruz, Jesús dejó atravesar sus pies con un grueso clavo de hierro, para que nos viéramos libres del mal, para que dirigiéramos nuestros pasos en dirección opuesta al pecado, que es la dirección a la que nos llevan nuestras pasiones, nuestro propio querer y nuestro propio desear; Jesús dejó que sus pies fueran atravesados por un grueso clavo de hierro para que nos encamináramos hacia donde se encuentran nuestros hermanos más necesitados y para que nos encamináramos en dirección al Nuevo Calvario, para participar de la renovación incruenta y sacramental de su Sacrificio en la Cruz, la Santa Misa, que es el cielo en la tierra; Jesús se dejó coronar de espinas, para que nos quitáramos de encima los pensamientos de soberbia, de envidia, de impureza, de venganza, de rencor, y para que tuviéramos sólo pensamientos santos y puros, los mismos que Él tiene en la cruz; Jesús se dejó traspasar su Corazón, para que no sólo no tuviéramos malos deseos, sino para que tuviéramos sólo deseos santos y puros, los mismos que Él tiene en la cruz.
“Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres”. Si queremos ganar la vida eterna, dejemos todos nuestros bienes al pie de  la cruz, démoselos a Jesús, que en la cruz es el más pobre entre los pobres y Él nos dará a cambio un tesoro, la vida eterna en el Reino de la luz.
        
        


jueves, 8 de octubre de 2015

“Pidan el Espíritu Santo y les será dado”


“Pidan el Espíritu Santo y les será dado” (cfr. Lc 11, 5-13). Jesús nos enseña un nuevo modo de rezar, porque nuevo es nuestro estado, por la gracia santificante: somos hijos adoptivos de Dios y por lo tanto debemos rezar no como simples creaturas, sino como hijos de Dios. También es nueva la forma, porque a partir de Él la oración se convierte en un diálogo filial, en un diálogo de amor entre Dios, nuestro Padre, y nosotros, sus hijos adoptivos. Es nueva la forma de rezar, porque es una oración hecha con el corazón, con amor, porque el motor o combustible de la oración es el amor; por eso Jesús distingue nuestra oración, como cristianos, de la oración de los paganos, “que sólo mueven los labios”, porque es una oración hecha sin amor, a los ídolos que no tienen ni dan amor. La oración a la que nos anima Jesús es nueva también porque al tratarse de una relación como la de un padre con su hijo, es una relación basada en el amor paterno y filial: debemos pedir a Dios como nuestro Padre, que lo es en la realidad por la gracia santificante, y lo debemos pedir desde nuestra condición de verdaderos hijos suyos. Es nueva también la forma de orar que nos enseña Jesús, por la confianza y por la seguridad en obtener de Dios lo que a Dios le pidamos –siempre que sea conveniente para nuestra salvación, obviamente-: así como un padre no niega a su hijo lo que éste le pide, Dios tampoco nos negará lo que le pidamos, y así como un padre “no da a su hijo un escorpión, si le pide un huevo”, así Dios Padre nos dará todo lo bueno que le pidamos. Es nueva la forma de rezar que nos enseña Jesús porque nos asegura que lo que le pidamos a Dios, nos lo dará, sólo tenemos que pedir: “Pidan y se les dará”.

Entonces, ¿qué pedir a Dios, nuestro Padre? ¿Salud, paz, trabajo, bienestar? Lo que le pidamos nos lo dará, pero, ¿no es demasiado poco para Dios, darnos esto? ¿Qué vamos a pedirle a nuestro Padre, con la seguridad de que Dios Padre nos lo concederá? Jesús nos lo dice: “Pidan el Espíritu Santo y les será dado”. Pidamos a Dios Padre su Amor, el Espíritu Santo, y nos lo dará.

martes, 6 de octubre de 2015

“María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


“María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos, los hermanos Lázaro, Marta y María. Ante el ingreso de Jesús en la casa, las dos hermanas, Marta y María, realizan acciones opuestas. Mientras María se queda a los pies de Jesús, contemplándolo y “escuchando su Palabra” –es decir, en una actitud aparentemente pasiva-, Marta, por el contrario, se esfuerza por atender a los invitados, con todo lo que esto implica –lavar, cocinar, barrer, etc.-; llegado un momento, la actividad de Marta es tanta, que le pide a Jesús que interceda para que la ayude en los quehaceres hogareños. Jesús da una respuesta un tanto desconcertante, a primera vista: no solo no da lugar a la petición de Marta, sino que le dice que “se afana por muchas cosas y una sola es necesaria”, lo que hace María, esto es, contemplarlo y escuchar su Palabra. Al final de la frase, Jesús dice algo todavía más enigmático, pero que finalmente ayuda a dilucidar el porqué de su respuesta: “María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada”.
Para entender esta escena evangélica, podemos decir que las dos hermanas representan, ya sea la vocación religiosa –la vida consagrada, María-, ya sea la vida secular –la vocación al matrimonio, Marta; pueden representar también, dentro de la vida consagrada, los dos estados en los que esta se subdivide, como la vida apostólica –Marta- o la vida contemplativa –María; por último, podríamos decir que las dos hermanas representan a dos estados del alma, en diferentes momentos: María representaría un momento contemplativo de Jesucristo, Palabra del Padre, como lo es la adoración eucarística, por ejemplo; Marta, a su vez, podría representar los momentos de vida activa, en los que el alma busca la santificación, pero por medio del trabajo ordinario.
Es decir, en las dos hermanas, estarían representados todos los estados de vida en la Iglesia, llamados a la santidad.

Ahora bien, ¿por qué Jesús dice que María “eligió” la mejor parte? Porque toda vocación a la santidad es una gracia que Dios da gratuitamente y de las gracias concedidas, María eligió la contemplación, antes que la vida activa. ¿Y por qué es “la mejor parte”? ¿Acaso Marta no representa también la santidad? Sí, pero Marta representa la santidad que se busca en las cosas del mundo y la busca a través de ellas, es decir, busca a Jesús Dios por medio del mundo; en cambio, María busca a Jesús en sí mismo, no por medio de intermediarios. Y también la parte que elige María –amar, contemplar y adorar al Verbo de Dios- es “la mejor”, porque María anticipa el estado del alma bienaventurada, lo que harán los que salven sus almas gracias al sacrificio en cruz del Cordero: contemplarán al Cordero “como degollado” por los siglos, amarán y adorarán eternamente a la Palabra de Dios Encarnada.

viernes, 2 de octubre de 2015

“No separe el hombre lo que Dios ha unido”


(Domingo XXVII  - TO - Ciclo B – 2015)
“No separe el hombre lo que Dios ha unido”. Jesús defiende el matrimonio monogámico, entre el varón y la mujer; además, impide la separación o divorcio, estableciendo así las características del matrimonio cristiano: indisoluble, único, fiel hasta la muerte. ¿Por qué Jesucristo, que es Dios, impide el divorcio? ¿No se comporta de un modo cruel, con aquellos que quieren rehacer su vida, después de fracasar en un primer matrimonio? ¿Por qué no puede disolverse un matrimonio? ¿Por qué tiene que ser sólo entre varón y mujer, sin ninguna otra posibilidad? ¿Por qué tiene que estar abierto a la vida, es decir, porqué los hijos son el bien primario del matrimonio, que es lo que enseña la Iglesia?
Para poder responder a estas preguntas, es necesario meditar y contemplar, previamente, un Matrimonio Primigenio, el matrimonio o unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, porque los esposos cristianos, por medio del sacramento, son injertados en este matrimonio celestial y místico, así como un sarmiento se injerta en la vid, y es de allí de donde toman las características para su propio matrimonio. Es a este matrimonio místico, esta unión esponsal y celestial, a la que hace referencia San Pablo: “El hombre se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. ¡Gran misterio es éste! Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32). San Pablo dice que el sacramento del matrimonio, por el cual el hombre se une a la mujer formando entre ambos una sola carne, es “un gran sacramento”, pero al mismo tiempo dice que “lo refiere a Cristo y a su Iglesia”. Es decir, San Pablo está diciendo que es un “gran sacramento” la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa; no está hablando directamente del sacramento entre el hombre y la mujer, sino de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. El matrimonio místico, celestial y sobrenatural entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, es anterior a todo otro matrimonio y todo matrimonio, por el sacramento esponsal, es injertado en este matrimonio primigenio, de manera que los esposos cristianos vienen a ser como una prolongación de este matrimonio celestial, en el tiempo y en el espacio. Injertados en el misterio de la unión mística esponsal de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, los esposos cristianos se convierten en partícipes de esta unión esponsal, recibiendo de este matrimonio celestial todos sus dones y virtudes, participando de sus características, convirtiéndose en los rostros visibles y sensibles de Cristo y la Iglesia. Por estar injertados en la unión esponsal Cristo-Iglesia, el matrimonio de los esposos cristianos adquiere las mismas características de esta unión esponsal: unidad, fidelidad mutua, amor esponsal casto y puro, fecundidad en la prole.
Como podemos ver, todas estas características, propias del matrimonio sacramental cristiano, no son “cargas” impuestas por los hombres de Iglesia, ni tampoco son impuestos artificial y externamente por la Iglesia misma, para hacer más dura y pesada la convivencia matrimonial. Las características del matrimonio cristiano, que hacen imposible, entre otras cosas, el divorcio, tal como lo acepta la ley civil, se derivan todas de la unión esponsal, celestial, mística, sobrenatural, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Entonces, debemos saber cómo es el matrimonio entre Jesús Esposo y la Iglesia Esposa, para darnos cuenta de cómo es –o cómo debe ser- el matrimonio cristiano.
Para saberlo, es necesario contemplar a Jesús en la cruz: allí, Jesús Esposo da la vida, hasta su última gota de su Sangre y hasta su último aliento, por su Esposa, la Iglesia; al serle fiel hasta la muerte, Jesús da el fundamento de la fidelidad y de la indisolubilidad –Jesús es el Esposo Fiel hasta la muerte de cruz y la Iglesia, al pie de la cruz, corresponde a esta fidelidad de su Esposo- del matrimonio cristiano, pero también da el fundamento de la caridad cristiana entre los esposos, es decir, del Amor sobrenatural que se deben mutuamente, amor por el cual los esposos no sólo no pueden permitirse ni el más ligero enojo entre ellos, sino que están obligados a amarse con el mismo amor con el que Jesús ama a su Esposa, el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad. Los esposos deben amarse mutuamente con el Amor con el Cristo ama a su Esposa, la Iglesia, en la cruz: el Amor del Espíritu Santo, y es un Amor que lleva hasta la muerte de cruz, lleva a dar la vida por el otro cónyuge, y esto literalmente hablando, comenzando desde las pequeñas situaciones cotidianas, viviendo el martirio de inmolarse a sí mismos en el Fuego del Espíritu Santo, en el Amor de Dios. En la cruz, Jesús da el ejemplo del amor martirial con el que los esposos cristianos deben amarse, un Amor que los hace inmolarse el uno por el otro, en el Fuego del Espíritu Santo, y que los capacita para poder ser pacientes, caritativos, misericordiosos, comprensivos de los defectos del otro, sin cometer jamás ni la más mínima falta, nunca, entre los esposos. El Espíritu Santo, el Amor de Dios, el Amor con el que Jesús Esposo ama a su Iglesia Esposa, es donado a los esposos cristianos para que se amen mutuamente con este Amor y no ya con el solo amor humano, que por fuerte que sea, siempre es débil; el Espíritu Santo es el que permite que los esposos no sólo jamás cometan ni la más pequeña falta, el uno contra el otro, sino que los une verdaderamente en el Divino Amor, los hace ser uno en el Espíritu, lo cual constituye la perfección del amor mutuo esponsal.
Por otra parte, el fundamento de la fidelidad mutua esponsal, también está en Cristo crucificado: así como no puede haber un Cristo crucificado, muerto y resucitado, sin la Iglesia Católica, así tampoco puede haber una Iglesia Católica, sin Cristo crucificado, muerto y resucitado.
El fundamento de la fecundidad esponsal, por el cual los esposos están obligados a procrear, sin poner límites artificiales a su capacidad procreadora, se encuentra en Cristo, quien con su Sangre derramada en la cruz, Sangre que se nos comunica por los sacramentos, nos comunica su gracia santificante, por la cual nos convierte en hijos adoptivos de Dios. De parte de la Virgen, puesto que Ella al pie de la cruz, representa a la Iglesia, el fundamento de la fecundidad para los esposos cristianos radica en el hecho de ser Ella Madre de todos los hombres redimidos por Cristo, adoptándolos como hijos suyos e hijos de Dios, ante el pedido de Jesús: “Madre, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26); este cometido lo cumple la Iglesia, representada en la Virgen cuando, por el sacramento del Bautismo, adopta a los hombres como hijos suyos, esto es, de la Iglesia y de Dios.
Por último, el fundamento de porqué el matrimonio sólo puede ser entre el varón y la mujer, sin dar cabida a ninguna otra posibilidad, es porque, por un lado en Cristo Esposo está representado el varón-esposo, mientras que en la Iglesia está representada la mujer-esposa. Además, puesto que el designio salvífico de Dios se cumple sólo a través de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, sólo así, en el binomio complementario del varón-esposo y de la mujer-esposa, puede cumplirse el designio salvífico y redentor de Dios Trino, no sólo para los esposos, sino para toda la humanidad.

Obrar de otra manera, cuando del sacramento del matrimonio se trata, es obrar en contra de los designios divinos. Es esto lo que Jesús nos advierte, cuando dice: “Que el hombre -con su soberbia y falta de amor- no separe lo que Dios –con su Amor, con su Sangre derramada y con su gracia- ha unido”.