sábado, 28 de noviembre de 2015

Adviento: celebración de la Primera Venida y preparación para la Segunda Venida del Señor



(Domingo I - TA - Ciclo C – 2015 – 2016)

         El término “Adviento” viene del latín adventus, que significa venida, llegada; por lo tanto, en el Adviento, todo hace referencia a la venida o llegada del Mesías, una venida que es doble: la Primera, oculta, y la Segunda, en la gloria. Es decir, el Adviento es el tiempo litúrgico en el que la Iglesia, por un lado, celebra la Primera Venida de Nuestro Señor, en Belén, mientras que, por otro lado, se prepara espiritualmente para esperar la Segunda Venida del Señor, en la gloria. El sentido del Adviento es entonces doble: celebrar en la fe la Primera Venida del Mesías "en carne", es decir, en una naturaleza humana, y avivar en los bautizados la espera de la Segunda Venida del Señor, que es “el Alfa y la Omega, el que era, que es y que vendrá” (cfr. Ap 1, 8).
Es por esto que el Adviento se divide en una Primera Parte –comprende desde el primer domingo al día 16 de diciembre-, que mira ante a la Venida de Jesús al final de los tiempos y por eso mismo posee un marcado carácter escatológico, apocalíptico; la Segunda Parte –que comprende desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre-, se orienta más explícitamente a celebrar la Primera Venida de Jesucristo en la historia, y es la Navidad.
En Adviento, la Iglesia contempla y celebra la Primera Venida de Jesús “en la humildad de nuestra carne”, es decir, en el Nacimiento en Belén y para ello se coloca en un clima espiritual similar al de los justos del Antiguo Testamento, que esperaban con ansias el cumplimiento de las profecías mesiánicas y el arribo del Mesías. Debido a este carácter de espera, de expectación, que implica el Adviento, se toman las lecturas bíblicas del profeta Isaías y los pasajes del Antiguo Testamento que señalan la llegada del Mesías. Isaías, Juan Bautista y María de Nazaret son los modelos de creyentes que la Iglesias ofrece a los fieles para preparar la venida del Señor Jesús. El mejor modo de participar del Adviento es “introducirnos” espiritualmente en las escenas evangélicas, junto a Isaías, Juan Bautista y la Virgen para unirnos a ellos en la fe en la espera del Señor.
Al mismo tiempo, Adviento es el tiempo en el que la Iglesia se prepara para la Segunda Venida de Jesús, al final de los tiempos, “en la majestad de su gloria”, como Señor y como Juez de las naciones. Es decir, Adviento es el tiempo espiritual para prepararnos, como Iglesia, para la Segunda Venida del Señor, lo que significa prepararnos para ser juzgados “en el Amor” por Jesucristo, Sumo y Eterno Juez: “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el Amor”, como dice San Juan de la Cruz. Que el Adviento tenga este significado de preparación para la Segunda Venida de Jesús, es lo que explica el hecho de que la Iglesia nos presente para la meditación y reflexión el Evangelio de Mateo en el que Jesús habla acerca no de su Primera sino de su Segunda Venida: “Habrá señales en el cielo (...) verán al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria…”. En la Segunda Venida, la situación será como en tiempos de Noé, quien era el único justo en medio de la perversión generalizada de la humanidad, perversión que fue la que llevó a Dios a enviar el Castigo por medio del Diluvio Universal. De la misma manera, antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor, también la humanidad habrá caído en aberrantes perversiones –con la difusión universal de leyes contrarias a la naturaleza, no hay lugar en la tierra, en la actualidad, en donde no se practiquen tanto el ateísmo como el libertinaje moral y el neo-paganismo, lo cual nos hace ver que nos encontramos en tiempos peores a los inmediatamente anteriores tanto al Diluvio Universal como a la lluvia de fuego que arrasó con las ciudades de Sodoma y Gomorra-, y sólo un pequeño número se mantendrá fiel a su Amor, expresado en los Mandamientos y en las Bienaventuranzas; y de la misma manera a como en tiempos de Noé se salvó un pequeño número de hombres gracias al Arca, así también, al final de los tiempos, sólo se salvará un pequeño número de creyentes, que se hayan refugiado en el Arca de los Últimos Tiempos, el Inmaculado Corazón de María (es por esto que la Consagración a la Virgen, según el método de San Luis María Grignon de Montfort, es un modo óptimo de participar litúrgicamente del Adviento). Es para esta Segunda Venida para la cual nos prepara la Iglesia en la primera parte del Adviento.
En las oraciones de la Liturgia de las Horas, se puede ver también cómo el Adviento sea un tiempo litúrgico en el que el alma debe prepararse para el encuentro cara a cara con Jesús, en la eternidad: “Señor, despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[1]. Es decir, dentro de la gracia propia del Adviento está el desear prepararnos para la Venida de Cristo, para su Segunda Venida, así como también la gracia propia del Adviento es la de celebrar, en la fe, la Primera Venida del Señor, como un Niño humano.
Sin embargo, podemos decir que en Adviento hay una tercera venida o llegada, una venida o llegada intermedia, podríamos decir así, entre la Primera y la Segunda, y es la Venida o Llegada Eucarística del Mesías, acaecida en la Santa Misa. Es decir, al mismo tiempo que la Iglesia celebra la Primera Venida y se prepara para la Segunda Venida, mientras tanto, la Iglesia adora a su Señor en su Venida Eucarística, en la que se combinan aspectos de ambas Venidas, la Primera y la Segunda: en la Eucaristía está contenida la alegría de la Primera Venida, porque Jesús Eucaristía es el mismo Jesús que vino en la Historia, en Belén, y que ya atravesó su misterio pascual de muerte y resurrección y prolonga su Encarnación en la Eucaristía; en la Eucaristía está también contenida la espera de la Segunda Venida, porque Jesús Eucaristía es el mismo Jesús que ha de venir, revestido de poder y de gloria, en una nube al fin de los tiempos” (cfr. Lc 21, 27), para juzgar a vivos y muertos. Cada Eucaristía es, por lo tanto, un Adviento maravilloso, en el que se entrelazan el Primer Adviento, porque se prolonga la Encarnación, la Venida en la humildad de la naturaleza humana y el Segundo, porque se contiene su Presencia glorificada y resucitada, propio de su Venida en la gloria divina.
         Por último, la Iglesia se caracteriza en Adviento por sus obras de misericordia –corporales y espirituales- y esto como muestra de la fe que la Iglesia profesa en su Señor, que ya vino en Belén y al que espera glorioso al fin de los tiempos, mientras lo recibe, en la humildad de la apariencia de pan, oculto a los ojos del cuerpo pero Presente a los ojos de la fe, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía. Es decir, las obras de misericordia, las obras de amor, propias del Adviento y realizadas por la Iglesia, expresan de modo visible y tangible aquello que la Iglesia recibió en la Primera Venida, y que es lo que recibe en la Venida Eucarística, y que es también lo que recibirá en la Segunda Venida: el Amor de Dios.




[1] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas del Domingo I del Tiempo de Adviento.

jueves, 26 de noviembre de 2015

“Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está cerca (…) Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube del cielo"


“Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está cerca (…) Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube del  cielo" (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de dos hechos diferentes: uno, la ruina del templo de Jerusalén, cercana en el tiempo, señal para que sus discípulos huyan; el segundo, la venida del Hijo del hombre, que abarca a todo el universo y del cual nadie podrá escapar y del cual se abstiene de predecir cuándo sucederá, porque eso sólo lo conoce el Padre[1].
Jesús trata dos temas diferentes –la ruina del Templo de Jerusalén con la Segunda Venida del Hijo del hombre- para quitar el error del mesianismo judío, que sostenía que si colapsaban el judaísmo y la ley mosaica junto con Jerusalén, el mundo no podría subsistir y que tanto Israel como la ley mosaica habrían de triunfar eternamente[2]. Al tratar los dos temas de modo conjunto, Jesús se diferencia del tipo de mesías esperado por el judaísmo –quien conduciría a Israel a un triunfo terreno sobre sus enemigos terrenos-, estableciendo una figura muy distinta de cómo es el verdadero Mesías: un Mesías que habría de conceder a la Nueva Jerusalén, la Iglesia Católica, un triunfo espiritual sobre sus enemigos espirituales –el Demonio, la muerte y el pecado- por el sacrificio de su cruz.
El primer hecho, la ruina y caída de Jerusalén, profetizado por Jesús, se cumplió en el año 70 d. C.; el segundo, la Venida del Hijo del hombre, debe aún cumplirse.
         Más allá de cuándo sucederá –sólo el Padre lo sabe-, y más allá de saber que las señales anunciadas por Jesús se están cumpliendo, lo importante del mensaje del Evangelio es que el cristiano debe reflexionar acerca del Mesías que espera: no es un mesías terreno, que dará un triunfo temporal sobre enemigos terrenos y temporales, sino un Mesías-Dios, que concederá el triunfo definitivo sobre los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el mundo y la carne. Hasta que venga el Mesías, en su Segunda Venida, sobre las nubes del cielo, lo recibimos en su Venida Eucarística, acaecida sobre el altar, en cada Santa Misa.



[1] Cfr. B. ORCHARD et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 638ss.
[2] Cfr. ibidem.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2015)

         “Tú lo dices: Yo Soy Rey” (Jn 18, 33-37). Sorprende el hecho de que la revelación y auto-proclamación de Jesús como Rey del Universo se produzca precisamente en este momento, en el momento en el que Poncio Pilatos, el gobernador romano, lo interroga. Al momento de su auto-proclamación como Rey, Jesús está muy lejos de aparentar ser un rey: no solo no tiene una corona de oro, no solo no está en su palacio, rodeado de su corte y de sus nobles y soldados, sino que está esposado, ha sido tomado prisionero, ha sido abandonado por sus discípulos y amigos, ha sido golpeado, insultado, traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido entregado a una potencia extranjera, ha pasado la noche en la cárcel, está rodeado de enemigos. Sorprende la revelación y auto-proclamación de Jesús como rey, porque en nada se parece, en la escena del Evangelio, frente a Poncio Pilatos, indefenso y ultrajado, a un rey terreno, está hambriento, sudoroso, sin haber siquiera podido higienizarse, desde su detención. Parece un pordiosero, un mendigo, un “sin-techo”. Y cuando suba a la cruz, coronado de espinas, y sus manos y pies sean atravesados por gruesos clavos de hierro, parecerá todavía menos rey, a los ojos de los hombres, que sólo ven las apariencias. Y sin embargo, Jesús en la Pasión y en la cruz es Rey, Él es el “Kyrios”, el Rey de la gloria, cuyo trono de majestad es el madero ensangrentado de la cruz, su corona real es la corona de gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran su cuero cabelludo y hacen brotar raudales de Sangre que empapan su cabeza, su rostro divino tumefacto, su Cuerpo Santísimo; Jesús es Rey y su cetro de poder son los clavos de hierro, porque con ellos el Amor manda a los hombres que se santifiquen para el cielo, al tiempo que sujeta y hunde a las potencias infernales en el Abismo eterno. Jesús en la Pasión y en la cruz no parece rey, pero Jesús es Rey por derecho, porque es Dios omnipotente, Creador de los hombres y los ángeles; Jesús no parece rey en la Pasión, pero Él es Rey por conquista, porque es Dios Redentor y Santificador, que redime a la humanidad al precio de su Sangre derramada en la cruz y es Dios Santificador, porque Él es la santidad misma que junto al Padre, dona el Espíritu Santo que santifica las almas y la Iglesia; porque es Dios, Jesús es Rey de ángeles y hombres; Jesús es Rey del Universo visible e invisible; Jesús es Rey de los corazones de los que aman a Dios, porque Él es el Divino Amor y la Misericordia Divina encarnados, aunque el poder omnipotente de su Justicia Divina se extiende incluso hasta la más recóndita madriguera del infierno, en donde los ángeles caídos y los condenados experimentan la magnitud, el poder y el alcance de la furia de su Ira Divina.
Jesús es Rey del Universo, elevado al trono majestuoso de la Santa Cruz y para indicar su reyecía divina, es que se coloca el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, pero como dice San Agustín, es rey no sólo de Israel, sino del Nuevo Israel, la Iglesia Católica, porque es Rey de las almas; San Agustín afirma que Jesucristo es Rey de los cielos y no meramente rey terreno de Israel, porque no persigue fines temporales, sino la eterna salvación de los hombres que creen en Él y lo aman: “¿De qué le servía al Señor ser rey de Israel? ¿Era por ventura algo grande para el Rey de los siglos, ser rey de los hombres? Cristo no es rey de Israel para exigir tributos, armar de la espada a los batallones y dominar visiblemente a sus enemigos, sino que es rey de Israel para gobernar las almas, velar por ellas para la eternidad y llevar al reino de los cielos a los que creen, esperan y aman”.
         “Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús se auto-proclama rey, aunque no parece rey, porque no se parece a ningún rey de la tierra: no está vestido con túnicas de seda, sino con su túnica, que empapada por su Sangre, está cubierta también de tierra y de la humedad del sudor de su Cuerpo estresado; no lleva una corona de oro, sino que ha sido insultado, blasfemado, denigrado, rebajado en su honor y dignidad; no está acompañado por su séquito de nobles y cortesanos, sino que está rodeado de enemigos que desean matarlo. Jesús no parece un rey de la tierra, y Él mismo revela la causa: su realeza no es de este mundo, sino del cielo: “Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. Si fuera un rey de la tierra, los suyos habrían combatido para que no fuera apresado; sin embargo, como no es un rey de la tierra, sino del cielo, es Dios Padre quien no ha dejado que legiones de ángeles lo liberen, sino que ha permitido que fuera entregado a sus enemigos, para que así este Rey –que es Rey por derecho, puesto que es Dios-, se convierta también en Rey por conquista, porque al sufrir su Pasión y derramar su Sangre, Jesús Rey del mundo, habría de vencer para siempre, definitivamente a los tres grandes enemigos de la humanidad: el pecado, la muerte y el demonio. Dios Padre permite que Jesús, siendo Rey del Universo, sea apresado, para que así pueda cumplir su Pasión Redentora, Pasión por la cual Jesús habría de derramar al Espíritu Santo con la efusión de su Sangre, destruyendo así la muerte, borrando los pecados, encarcelando al demonio para siempre en el lago de fuego del Infierno, conduciendo a los hombres a la eternidad, para que disfruten de la bienaventuranza celestial y sean herederos del Reino de los cielos.
“Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. El Reino de Jesús no es de este mundo: es del cielo, viene del cielo y Él viene a instaurarlo en la tierra, pero es un reino eminentemente espiritual, sin delimitaciones geográficas y sin estructuras materiales, por eso Jesús dice: “El Reino de Dios no está aquí  o allí (…) el Reino de Dios está entre ustedes”. Esto quiere decir que el Reino de Dios está en toda alma en gracia, porque lo que hace que el Reino llegue, del cielo a las almas, es la gracia y cuando el alma está en gracia, tiene en sí misma a algo más grande que el Reino, y es al Rey de este reino, Cristo Jesús. Es por eso que una persona puede estar agobiada por las tribulaciones, puede parecer exteriormente un ser carente de todo, pero si está en gracia, tiene en sí al Rey del Universo, Cristo Jesús: a un alma así, es el mismo Rey en Persona quien lo asocia a su cruz, porque quiere hacerlo partícipe de su corona y de su reyecía.
“Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús es el “Kyrios”, el Rey del Universo, que reina desde un madero y reina también desde la Eucaristía, y este mismo Rey, que reina desde la cruz y desde la Hostia consagrada, es el Rey que habrá de venir, revestido de gloria, en una nube, a juzgar a vivos y muertos al fin del mundo. A Nuestro Rey, que reina desde el madero, que viene a nosotros en el Pan de Vida eterna, lo entronicemos en nuestras mentes, en nuestras voluntades, en nuestros corazones, para que a Él y sólo a Él le rindamos el amor y la adoración que sólo Él se merece; adoremos a Nuestro Rey Jesucristo en la Eucaristía, en el tiempo que nos queda de vida terrena, para seguir luego adorándolo, en la contemplación cara a cara, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. A Jesús, Rey del Universo, le decimos: “Oh Cristo Jesús, Rey de la gloria, Kyrios, Señor del cielo y de la tierra, que reinas desde el madero y desde la Eucaristía, nosotros, indignos servidores tuyos, Te proclamamos Nuestro Único Rey y Señor, , porque sólo Tú eres Dios y nadie más que Tú y te ensalzamos, te exaltamos y te adoramos, en el tiempo y en la eternidad. Amén”.


viernes, 20 de noviembre de 2015

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”


“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Lc 19, 45-48). Jesús expulsa a latigazos del Templo a los vendedores de bueyes y palomas y a los cambistas, mientras cita la Sagrada Escritura: “Mi casa es casa de oración y ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”.
Sin embargo, no son solo los vendedores y comerciantes del templo los únicos destinatarios de la ira de Jesús, sino también todos los cristianos que, profanando su cuerpo, convierten a este, llamado a ser “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), morada de la Trinidad, Casa de oración, en cuevas de demonios y esto sucede toda vez que los cristianos, seducidos por el mundo, ingresan imágenes impuras, consienten a la tentación, se dejan arrastrar por pensamientos y deseos impuros y cometen actos impuros. Los bueyes y palomas de los vendedores, que están en el Templo de Dios cuando no deberían estar, representan a las pasiones sin el control de la razón y de la gracia, que así profanan el templo de Dios que es el cuerpo del hombre; los vendedores, representan a la idolatría del dinero, a la entronización en el corazón del hombre del oro y la plata en el lugar de Dios, y a todas las fechorías, trapisondas, engaños y crímenes de todo tipo que el hombre avaro, idólatra del dinero, comete, para obtener más y más ganancias ilícitas.  

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. Nuestra alma y cuerpo están llamados a ser, por la gracia santificante, la Casa del Padre, el Templo del Espíritu Santo, la Morada de la Trinidad y el corazón es el altar vivo en donde debe ser adorado el Dios Viviente, Jesús Eucaristía. Si profanamos la Casa del Padre, el alma y el cuerpo, con deseos, pensamientos, actos impuros o si entronizamos en nuestros corazones al dinero en vez de Jesús Eucaristía, entonces el reproche de Jesús va dirigido a nosotros.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”


“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?” (Lc 19, 11-28). Con la parábola de un hombre que entrega cien monedas de plata a diez servidores para que las multipliquen, premiando a quienes cumplieron sus órdenes y castigando a aquel que no hizo nada con las monedas, Jesús grafica la entrega de dones al hombre por parte de Dios y la necesidad de hacerlos rendir en favor del Reino; en caso contrario, lo recibido será luego quitado al final de la vida.
En efecto, el hombre noble que parte para ser investido como rey, es Él en su misterio pascual, que parte a la Casa del Padre, por el sacrificio de la cruz, para recibir la corona de gloria en los cielos y ser investido como Rey de cielos y tierra; las cien monedas de plata que entrega a sus servidores para que las multipliquen, representan a los dones y talentos de todo tipo –sea en el orden natural, como el ser y la vida; sea en el orden sobrenatural, como el bautismo, la Eucaristía, etc.- con los que Dios adorna a toda alma en la Iglesia; los hombres que multiplicaron las cien monedas de plata representan a los cristianos que utilizan sus talentos colocándolos al servicio del Reino de Dios, buscando en todo la salvación de las almas y la mayor gloria de Dios; el hombre que escondió las cien monedas de plata en un pañuelo por temor a su patrón, representa a los cristianos que, habiendo recibido dones de todo tipo, iguales a aquellos que alcanzaron la santidad –todos reciben cien monedas de plata, en las que están representados los talentos necesarios para la salvación-, sin embargo, no utilizaron esos dones y talentos para salvar almas y para glorificar a Dios, sino que los utilizaron, o bien en provecho propio, o bien para el mal; la recompensa que da el hombre noble a los que multiplicaron sus monedas –diez y cinco ciudades respectivamente-, una recompensa desproporcionada, representa el premio de la vida eterna en el Reino de los cielos, el cual es siempre desproporcionado frente a cualquier obra meritoria del hombre; el castigo al hombre mezquino que no quiso hacer rendir las monedas de plata, representa la eterna condenación de quienes, por tibieza o por malicia, despreciaron los talentos dados por Dios.

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”. Ningún hombre, pero sobre todo, ningún cristiano, puede decir que “no tiene dones”, puesto que todos hemos recibido la cantidad de dones necesarios para ganar el cielo, representados en las cien monedas de plata. Multiplicar esos dones o esconderlos, depende de nuestra libertad, con lo que nuestro destino eterno depende, también, de nuestra entera libertad.

viernes, 13 de noviembre de 2015

"Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria"


(Domingo XXXIII – TO - Ciclo B – 2015)

         “En aquellos días, el sol se oscurecerá, los astros se conmoverán (…) Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a sus ángeles para que congreguen a los elegidos desde los cuatro puntos cardinales” (Mc 13, 24-32). Jesús anuncia el Día del Juicio Final, Día en el que Él, como Justo y Eterno Juez, juzgará a la Humanidad dando a cada lo que ha merecido con sus obras: a los buenos, el cielo, a los malos, el infierno. Según el Catecismo de la Iglesia Católica el Juicio Final “consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como Juez de vivos y muertos, emitirá respecto “de los justos y de los pecadores” (Hech 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras el Juicio Final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular”[1].
         Pero antes del Día del Juicio Final, tiene que venir Él en su Segunda Venida y antes de esto, tienen que darse otros eventos escatológicos, como una guerra generalizada entre todas las naciones de la tierra –una especie de Tercera Guerra Mundial-, pestes, hambrunas, desorden, caos social universal, anarquía, desaparición del dinero y colapso económico mundial, entre otras cosas, todo lo cual preparará el terreno para la asunción del Anticristo como gobernante mundial. Cuando surja el Anticristo, detendrá la guerra generalizada y los conflictos, dando una falsa paz y así se erigirá como Autoridad Mundial, como “Señor del mundo”. Ayudará a la tarea del reconocimiento mundial del Anticristo el Falso Profeta, un hombre que aparentará ser religioso e incluso santo, pero siguiendo las órdenes de Satanás, actuará en contra de la Iglesia buscando su completa destrucción: “Y vi otra bestia que subía de la tierra; tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como un dragón” (Ap 13, 11). El Falso Profeta será un hombre muy astuto, que trabajará para que el Anticristo sea entronizado como Señor del mundo. Recién luego del reinado del Anticristo, que durará tres años, Nuestro Señor vendrá por Segunda Vez e instaurará un reinado de paz por mil años[2], al encadenar en el infierno a Satanás, al Anticristo y al Falso profeta. Es decir, antes de que Nuestro Señor Jesucristo llegue “sobre una nube, lleno de poder y de gloria” para juzgar a las naciones, el Anticristo -que actuará bajo las órdenes directas de Satanás y estará poseído por éste-, tiene que asumir el control de las naciones, ayudado por el Falso Profeta. El Anticristo será aclamado por la casi totalidad de los hombres porque –dice el Catecismo- “dará una solución aparente” a los problemas de la humanidad, pero al precio de la “apostasía de la verdad”. El Anticristo aparentará, en un primer momento, ser un gobernante comprensivo, amable, e incluso misericordioso, pero al cabo de tres años de reinado, mostrará su verdadero rostro de gobernante totalitario y dictatorial dando inicio a la última persecución sangrienta contra la Iglesia. Además de la tribulación que significa la persecución física, también en ese tiempo, según enseña el Catecismo, la Iglesia será sometida a una prueba, la prueba más grande desde su creación, y es de orden espiritual, porque la Iglesia será probada en la fe: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[3]. Muy probablemente esta “prueba en la fe” de la que nos habla el Catecismo, sea la supresión del Santo Sacrificio del altar, la Eucaristía, pues el Anticristo, para instalarse como Señor del mundo, necesita quitar de en medio al Rey de reyes, Jesús, que está en la Eucaristía.
         “En aquellos días, el sol se oscurecerá, los astros se conmoverán (…) Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a sus ángeles para que congreguen a los elegidos desde los cuatro puntos cardinales”. Gobierno del Anticristo, prueba de fe, supresión de la Santa Misa y persecución a la Iglesia, oscuridad espiritual por todo el mundo, cataclismos cósmicos: ése es el panorama mundial y de la Iglesia para los tiempos inmediatamente anteriores a la Segunda Venida de Nuestro Señor.
El mismo Jesucristo glorioso, que vendrá sobre las nubes del cielo lleno de poder y gloria para juzgar a las naciones, se encuentra, oculto bajo el velo sacramental, en la Eucaristía. Adorémoslo en su Presencia Eucarística, amémoslo, por encima de toda tribulación; permanezcamos frente al sagrario, vivamos en gracia y rechacemos el mal, y así estaremos preparados para el encuentro definitivo con Él, cara a cara, ya sea el día de nuestra propia muerte seguida del Juicio Particular, ya sea el Día de su Segunda Venida, si nos toca estar vivos para presenciarlo.




[1] Cfr. Compendio, n. 214.
[2] Se trata del “Milenio espiritual”, sostenido por muchos santos, teólogos y doctores de la Iglesia, además de ser defendido por el Papa Juan Pablo II (cfr. Audiencia general del 14 de febrero de 2001 y la del 15 de noviembre de 1980); también el entonces Cardenal Ratzinger lo sostiene (cfr. entrevista al periodista Vittorio Messori, de la revista “Gesú”, noviembre de 1984). Hay que diferenciarlo de los milenarismos prohibidos, que son los milenarismos carnal –llamado Quilianismo-, milenarismo mitigado y los milenarismos seculares, propiciados respectivamente por el socialismo y el comunismo, el milenarismo gnóstico de la Nueva Era y el milenarismo del Nuevo Orden Mundial; cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, arts. 676-677.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 675.

El Día en que se manifieste el Hijo del hombre será como en Sodoma y Gomorra


         Jesús habla acerca de su Segunda Venida, su Venida en la gloria, y describe cómo será el mundo en ese entonces: será como en los tiempos de Noé y también como en los tiempos de Lot en Sodoma, todo aparentará ser normal: con la gente “comprando y vendiendo”, “casándose”, “comiendo y bebiendo”, “plantando y edificando”, es decir, llevando una vida despreocupada y del todo “normal”. Pero un momento determinado, todo cambiará repentinamente y sin que nadie se lo espere, sobrevendrá repentinamente un castigo universal que, a juzgar por la cantidad de los que son llevados y la cantidad de los que son dejados –uno y uno: de dos que estén en el lecho, uno será dejado y el otro llevado-, afectará a por lo menos la mitad de la humanidad. La referencia a Noé y Lot significa que, cuando Jesús llegue, el mundo estará tanto o más corrupto que cuando sucedieron el Diluvio y la lluvia de fuego.
La llegada de Jesús será repentina, fulminante, como un rayo que atraviesa el cielo: “Porque así como el relámpago sale del oriente y resplandece hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre (Mt 24, 27)”; vendrá “como un ladrón” (Mt 24, 44) que ingresa en la casa del dueño cuando este menos se lo espera. Para esta Segunda Venida en la gloria, debemos estar preparados, vigilantes, como el siervo que espera el regreso de su amo en medio de la noche: vestidos, es decir, en estado de gracia; ceñida la cintura, la vida casta; con las lámparas encendidas, la luz de la fe en el Hombre-Dios Jesucristo.
Por último, Jesús da una señal para que estemos prevenidos, acerca de dónde sucederá la Segunda Venida: “donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”. El cadáver, algo que está muerto, sin vida, es el Anticristo, un hombre poseído por Satanás y discípulo directo suyo; los buitres, las aves que se alimentan de carroña, son los hombres que siguen al Anticristo y se alimentan de sus mentiras, de sus blasfemias, de sus sacrilegios. Jesús se dirigirá directamente hacia donde se encuentre el cadáver rodeado de buitres, es decir, el Anticristo rodeado por los hombres destinados a la eterna perdición.
Nadie sabe cuándo sucederá, sólo Dios; mientras tanto, el cristiano debe esperar a Cristo en su encuentro personal, es decir, en la hora de la muerte, porque allí será conducido ante su Presencia para recibir el Juicio Particular y la retribución –cielo o infierno- que mereció por sus obras hechas libremente.

“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”. Si los buitres, es decir, los hombres seguidores del Anticristo, están junto al cadáver, el Anticristo, entonces los cristianos, representados en las águilas, por la majestuosidad de esta ave que simboliza la gracia, deben estar donde está Cristo con su Cuerpo glorioso y resucitado, en la Eucaristía: “Donde esté el Cuerpo de Jesús resucitado, allí estarán las águilas”. Por eso es que no hay otro lugar mejor para esperar la Segunda Venida de Jesús que estar delante del sagrario, adorando a Jesús Eucaristía.

jueves, 12 de noviembre de 2015

“El Reino de Dios está entre ustedes”


“El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17, 20-25). Preguntan a Jesús “cuándo vendrá el Reino de Dios”, y Jesús responde que no es un reino al estilo de los reinos terrenos, ubicados en lugares geográficos determinados; no es tampoco visible, de manera que pueda decirse que “está en determinado lugar”. Esto quiere decir que el Reino de Dios es invisible, porque no puede ser detectado por los sentidos, y es de naturaleza espiritual, no de naturaleza material y es por eso que no se puede decir: “está en determinado lugar”. Para terminar de contestar la pregunta, Jesús da una respuesta que sorprende al interlocutor: “El Reino de Dios está entre ustedes”. ¿Por qué? Porque es la gracia la que concede al alma una vida nueva, la vida de la gracia, que es la vida del Reino, precisamente, por eso dice Jesús que “el Reino de Dios está entre ustedes”, o “en ustedes”, porque el que vive en gracia participa de la vida del Reino de Dios, que es la vida misma de Dios.

Estar en gracia es tener ya al Reino de Dios en el alma, porque la gracia nos hace partícipes de la vida del Reino, que es la vida de Dios y esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma: “El Reino de Dios está entre ustedes”. Estar en gracia es ya vivir en anticipo, en la tierra, la vida nueva que viviremos en la eternidad; por la gracia, vivimos en la tierra, pero ya con la vida del Reino, vida que se expandirá en su total plenitud en la vida eterna, pero que ya la vivimos desde la tierra. Esto, que es grandioso, no es sin embargo lo más grandioso: lo más grandioso de todo es que, por la gracia, el alma, que tiene en sí la vida del Reino, se hace merecedora de que llegue a ella, por la Comunión eucarística, para morar e inhabitar en ella, el Rey de este Reino de Dios, el Kyrios, Jesucristo, el Hombre-Dios.

viernes, 6 de noviembre de 2015

“Esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros”



(Domingo XXXII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros” (Mc 12, 41-44). Mientras Jesús está en la Sala del Tesoro del templo, se acercan varias personas para depositar ofrendas, entre ellas, muchos ricos y una pobre viuda, para dar su limosna. Los ricos “daban en abundancia”, dice el Evangelio, mientras que la pobre viuda, observada por Jesús, da sólo dos monedas de cobre, lo cual constituye una cantidad prácticamente insignificante en términos monetarios. A los ojos de los hombres, los ricos son los que han dado más, mientras que la viuda ha dado menos. Sin embargo, a los ojos de Dios, que escruta hasta la más profunda raíz del ser del hombre, la relación se invierte: no son los ricos los que han dado más, sino que la que ha dado “más que cualquiera” de todos, es la viuda, y Jesús da la razón: mientras los ricos dan mucho, pero dan de lo que les sobra, la viuda, por el contrario, ha dado poco cuantitativamente, pero sin embargo, en términos relativos, es muchísimo más que cualquier otra suma dada por los ricos, porque ella ha dado “todo lo que poseía”, ha dado “de lo que tenía para vivir”, mientras los otros dan de lo que sobra.
         La viuda pobre, alabada por Jesucristo, es ejemplo para todos nosotros, pero no porque simplemente sea “generosa”, es decir, no es ejemplar porque posea la virtud de la generosidad; su ejemplaridad es en otro sentido, mucho más alto: es ejemplo ante todo de amor a Dios, porque lo que  da es con sacrificio y el sacrificio es la medida del amor; en otras palabras, la viuda pobre es ejemplo porque da “todo” a Dios, sin reservarse nada para ella, y porque lo da todo, lo da con sacrificio y el sacrificio, a su vez, es indicativo del grado de amor a Dios, porque dar –y todavía más, monetariamente- es un sacrificio, pero el sacrificio no se hace por quien no se ama, sino por quien se ama, y cuanto más ama, más se sacrifica y más da. Cuanto más cuesta el don, más sacrificio implica y más amor demuestra. Es esto –dar mucho con mucho sacrificio porque ama mucho- precisamente lo que hace la viuda: al dar “todo” lo que tiene para vivir da, simbólicamente, su propia vida, porque su vida corpórea y terrena no puede subsistir sin eso que dio, que eran dos monedas de cobre, que era lo que tenía para comprar alimentos. Al dar dos monedas de cobre, la viuda está dando, simbólicamente, su propia vida, porque en ese escaso dinero estaba contenido su alimento, lo que le permitía subsistir. En el acto dar dos monedas de cobre la viuda da, simbólicamente, su vida a Dios por amor.
Es por esto que, en el caso de la viuda, el hecho de que dé “todo” lo que tenía para vivir, es mucho más valioso y demostrativo de su amor a Dios -habiendo dado solo dos monedas de cobre- que los ricos, que daban mucho dinero, pero que en realidad era relativamente poco, porque daban de lo que les sobraba: al revés que la viuda, los ricos demuestran poco amor a Dios a pesar de hacer una gran donación, porque lo que dan no es fruto de un sacrificio, sino de lo sobrante, de lo que no les hace falta. Para imitar a la viuda pobre, los ricos que depositaban en el Tesoro del Templo deberían haber donado absolutamente todo lo que tenían, todas sus fortunas, quedándose literalmente sin un céntimo en los bolsillos, sin ninguna propiedad y sin ningún bien material de cualquier tipo. Sin embargo, sólo dan de lo superfluo, de lo que no necesitan, porque lo que tienen supera con mucho a lo que dieron, lo cual quiere decir que dan mucho, pero en el fondo, se quedan con mucho más de lo que dieron y es aquí en donde resalta la ejemplaridad de la generosidad y del amor a Dios de la viuda. Entonces, a los ojos de Dios, la relación se invierte: los ricos se comportan como miserables para con Dios, mientras que la viuda, indigente y por lo tanto en la miseria económica, se muestra pródiga para con Dios.
Pero hay otro elemento en el que se debe meditar, para aprovechar máximamente, desde el punto de vista espiritual, el ejemplo de la viuda, y es el hecho de que la viuda obra como obra porque en realidad participa anticipadamente del sacrificio de Jesús. Es decir, el amor a Dios demostrado por la viuda en la donación de lo que tenía para vivir –las dos monedas de cobre- le viene por ser ella partícipe del amor y del sacrificio de Jesús en la cruz: en realidad, es Jesús Quien lo da “todo” por nuestra salvación, porque entrega su Vida, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la cruz y así se convierte en modelo, arquetipo y fuente de la gracia y del amor de quienes lo den todo por Dios; es Jesús quien da no “lo que tiene para vivir”, sino su Vida misma, que es la vida del Hombre-Dios y por lo tanto, su sacrificio tiene un valor infinito; Jesús en la cruz nos da no de lo que tiene para vivir sino, mucho más que eso, nos da su Vida misma, que es la vida divina que brota del Acto de Ser trinitario como de su Fuente inagotable. Entonces, si la viuda pobre da “todo” lo que tiene para vivir, y con esto demuestra un gran sacrificio, producto de la medida de su amor, este don que hace de sí, es imitación y participación del Don que nos hace Jesús en la cruz, el don de su Vida eterna. Aquí radica la mayor grandiosidad de la viuda, puesto que ella, como dijimos, no es ejemplo porque posea la virtud de la generosidad, sino porque participa anticipadamente del sacrificio de la cruz de Jesús, y en esta participación de la cruz, imita a los santos.

“Esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros”. Si Jesús alaba a la viuda, entonces la viuda pasa a ser, de modo inmediato, ejemplo a imitar. Por lo tanto, a imitación de la pobre viuda, que movida por el amor a Dios depositó ante el altar de todo lo que tenía para vivir, significado en esas dos monedas, también nosotros, guiados por el Espíritu Santo y llenos de su Amor, depositemos al pie del altar eucarístico, como ofrenda de amor a Dios, todo lo que tenemos para vivir, las dos monedas de cobre que son nuestro cuerpo y nuestra alma, y unámoslos al sacrificio en cruz de Jesús, por la salvación de nuestros  hermanos.

jueves, 5 de noviembre de 2015

“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”


“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15, 1-10). ¿Por qué la alegría de los ángeles por un pecador que se convierte? Para saberlo, hay que considerar que la fuente de alegría de los ángeles es Dios Uno y Trino quien, según Santa Teresa de los Andes, es “Alegría infinita”[1]. Los ángeles se alegran en el cielo porque contemplan a Dios Trino y participan de su Ser, fuente inagotable de alegría, y se alegran más cuando un pecador ser convierte, no sólo porque ese pecador convertido ha iniciado, en cuanto tal, el camino que habrá de conducirlo al cielo, sino que se alegran porque Dios Uno y Trino dejará de ser ignorado, despreciado, olvidado, por un hombre más, el pecador convertido, y comenzará a amarlo y adorarlo; los ángeles se alegran porque la conversión de un pecador significa no sólo el inicio de la salvación para ese pecador, sino el fin de las ofensas para la Trinidad, por parte de ese mismo pecador. Ésa es la razón por la cual “hay más alegría entre los ángeles por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”: a la alegría que ya experimentan los ángeles en el cielo por la contemplación de Dios Trino, se les añade una alegría nueva, que antes no tenían, la alegría del pecador convertido.
Si “Dios es Alegría”, entonces, lo opuesto a Dios, el pecado, es tristeza y si hay tristeza en un corazón, es porque ahí no está Dios. Pero resulta que Dios Encarnado, Jesucristo, viene en Persona a darnos su Alegría, contenida en su Sagrado Corazón Eucarístico: “Así también vosotros estáis ahora tristes, pero yo os veré otra vez y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará ya vuestra alegría” (Jn 16, 22). Jesucristo nos dona la Alegría de Dios, que es infinita, porque no sólo quita nuestros pecados con la Sangre de su Cruz, sino que nos dona la filiación divina, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina y por lo tanto de la Alegría divina: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de  vosotros, y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). La Alegría que nos da Jesús es la Alegría de Dios, es su Alegría, que es celestial, sobrenatural, infinita, incomprensible e inabarcable, como el Ser divino. La Alegría que nos da Jesucristo no es el mero contagio superficial de una alegría mundana y pasajera, sino la participación real, por la gracia, de la Alegría del Ser trinitario. Entonces, la gracia de Jesucristo es la fuente de la alegría para nosotros, que somos pecadores.
“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Mientras estamos en esta vida, en estado de viadores, somos pecadores y, por lo tanto, necesitamos de la conversión del corazón, la cual es una tarea de todos los días. Si luchamos por nuestra propia conversión, entonces seremos causa de alegría para nuestros ángeles custodios, al tiempo que participaremos de su alegría, originada en la contemplación gozosa de la Trinidad.



[1] Carta 101; cfr. http://www.teresadelosandes.org/espagnol/e_saintete.htm

martes, 3 de noviembre de 2015

“¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!”


“¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!” (Lc 14,15-24). Con ocasión de la expresión de un invitado, Jesús relata una parábola, en la cual el dueño de casa prepara “un gran banquete” y manda a su sirviente a invitar “a mucha gente”. Sin embargo, a pesar de saber que se trataba de un banquete, es decir, de una comida suntuosa, “todos, sin excepción”, de los que son invitados, se excusan, con pretextos banales y poco creíbles: “Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes”; “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes”; “Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”. Al conocer la respuesta de estos primeros invitados, el dueño de casa le dice, “irritado” a su sirviente, que “recorra las plazas y las calles de la ciudad y que le lleve a los pobres, lisiados, ciegos y paralíticos”. Una vez cumplida la orden, y debido a que todavía quedaban lugares, el dueño de casa ordena a su sirviente que “insista a la gente para entre”, para que “su casa quede llena”. Y hace una advertencia: “Les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”. Es decir, el dueño de casa invita a “toda la gente” para que no queden lugares libres, de manera tal que los primeros invitados no tengan lugar.
Para apreciar la enseñanza de la parábola, es necesario tener en cuenta que cada elemento de la misma representa a una realidad sobrenatural: el dueño que prepara la fiesta o banquete suculento, es Dios Padre; el manjar que se sirve, es la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna, el Cuerpo de Jesús resucitado y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre de Jesús derramada en la cruz y vertida en el cáliz eucarístico; los invitados, son los cristianos, los bautizados en la Iglesia Católica; los pretextos que ponen para no asistir al banquete, son los pretextos banales que los cristianos ponen para no asistir a la Santa Misa, los cuales, actualizados a nuestros días, serían: la televisión, el deporte, los paseos, el fútbol dominical, el descanso, etc., cuando no son los negocios y la avidez de ganar dinero. Es decir, son todas las actividades que hacen los cristianos el Día Domingo, en reemplazo de la Santa Misa: cualquier actividad es preferida por la inmensa mayoría de los cristianos, antes que la Santa Misa, propiciando así un ultraje a Dios Padre, que es quien ha preparado el Banquete Celestial. A su vez, los “pobres, lisiados, ciegos y paralíticos”, son los paganos que aún no conocen a Cristo, pero que serán llamados a ocupar los puestos dejados vacantes por los católicos que no supieron o no quisieron disfrutar y aprovechar el Banquete del cielo, la Santa Misa.
Es por esto que, para estos cristianos, es que se dirige la advertencia de la parábola: “Les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”.

          Para los que asisten a Misa y comulgan con un corazón lleno de amor, de piedad y de devoción, es la expresión: “¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!”.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos



(Ciclo B – 2015)

         La muerte provoca dolor, angustia y tristeza, porque el ser querido ya no está más entre nosotros. La muerte provoca asombro, nos deja sin palabras, porque no hemos sido creados para la muerte, sino para la vida, y es por eso que nos deja sin palabras, atónitos, estupefactos. Frente a la muerte, el hombre queda sin respuestas, porque la muerte se lleva lo que más amamos, a nuestros seres queridos, y nos deja solos, sin su compañía. Frente a la muerte, es necesario tener presentes las verdades de la Santa Iglesia Católica, porque se puede tener la tentación de que a los seres queridos fallecidos ya no se los va a volver a ver más; la experiencia de la muerte es tan fuerte, que se puede pensar que nunca más vamos a volver a encontrarnos con nuestros seres queridos que han muerto.
         Sin embargo, la Iglesia nos enseña que el reencuentro con nuestros seres queridos es posible, aunque no en esta vida, sino en la otra, y luego de haber atravesado nosotros mismos el umbral de la muerte. El reencuentro es posible gracias al misterio pascual de Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, porque gracias a su Pasión y Muerte en cruz, Jesús destruyó nuestra muerte, nos concedió la vida eterna y nos abrió las puertas del cielo. Porque Jesús resucitó y nos concedió la vida eterna, para el cristiano la muerte no es el final de nada, sino el comienzo del camino, el comienzo de la vida eterna. Ahora bien, para que este reencuentro sea posible, debemos vivir en gracia, evitar el pecado –es lo que nos aparta de Dios- y obrar la misericordia. Si esto hacemos, estaremos seguros de que, por la Misericordia de Dios –por la cual esperamos que nuestros seres queridos ya estén con Dios y si todavía no están con Él, esperamos que estén en el Purgatorio, para lo cual rezamos por ellos-, el día de nuestra propia muerte, luego de atravesar el Juicio Particular, nos reencontraremos, en el Reino de los cielos, en Cristo Jesús, con nuestros seres queridos, para ya nunca más separarnos.

La conmemoración de nuestros seres queridos no debe quedar entonces en una estéril tristeza melancólica, sino que la certeza de su reencuentro en Jesucristo, que es Quien nos devolverá a nuestros seres queridos fallecidos, debe estimularnos a ganar indulgencias, ya sea para ellos o para almas del Purgatorio, para crecer cada vez más en la caridad y en la fe, de modo de estar preparados y listos para cuando llegue el momento del feliz reencuentro en la eternidad, en donde ya nunca más habremos de separarnos.