sábado, 26 de diciembre de 2015

Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José


         El Nacimiento del Niño Jesús convierte al matrimonio meramente legal de María Santísima y de San José, en una familia. ¿Por qué el Verbo de Dios elige una familia humana para nacer? Su Advenimiento a la tierra podría haber sido de otra manera, y no necesariamente a través de una familia. La respuesta es que el Hijo de Dios se encarnó y nació en una familia humana, no solo para indicarnos que la familia compuesta por papá-varón, mamá-mujer y los hijos –biológicos o adoptados- es el único modelo familiar pensado, deseado y creado por Dios Trino para la humanidad, sino para que, a ejemplo de la Familia de Nazareth, cuyos integrantes son todos santos, todas las familias aspiren a serlo, imitando a esta Familia como un modelo inigualable.
Aunque vista desde afuera parezca una familia como tantas otras –un padre, una madre, un hijo, es decir, personas unidas por el amor familiar-, sin embargo no lo es, puesto que en esta familia, todo es santo, todo es puro, todo es casto, todo es amor de Dios y la razón es que todo en esta Familia Sagrada, gira en torno a Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios, la santidad Increada en sí misma y Fuente Inagotable de toda santidad.
En esta Familia Santa, todo es santo y todos sus integrantes son santos, porque todo gira alrededor de Jesús, el Hijo de la Familia de Nazareth, el Hijo de María y José, que es Dios Tres veces santo y esa es la razón por la cual todas sus relaciones humanas están santificadas y sus integrantes son modelos de santidad para todas las familias.
         La Madre de la Familia de Nazareth es santa, porque es la Virgen y Madre de Dios, creada Inmaculada, sin mancha de pecado original, para ser precisamente Virgen, inhabitada por el Espíritu Santo desde su Concepción y poder así cumplir el rol de ser la Madre de Dios Hijo, la Madre del Hijo Unigénito de Dios, igual al Padre en majestad y gloria, que al encarnarse y nacer en el tiempo y en la historia, tomaría el nombre de Jesús de Nazareth. María Santísima es, por lo tanto, modelo inigualable de santidad para toda madre y esposa que desee santificarse en el amor familiar.
El Padre de esta Familia, San José, es santo, porque él también, lleno del Espíritu Santo, es el varón casto y puro, elegido por el Padre Eterno para ser, en la tierra, una prolongación de su paternidad y de su condición de padre, asumiendo la paternidad adoptiva de Dios Hijo que, siendo Dios Hijo, se convierte, por propia voluntad, en Hijo adoptivo de su propia creatura. San José es, de esta manera, modelo inigualable de esposo casto y de padre amoroso dedicado a su familia.
El Hijo de la Familia de Nazareth es santo, porque es el Verbo Eterno de Dios que, encarnado en Jesús de Nazareth, no deja de ser Dios, engendrado en la eternidad en el seno del Padre. El Hijo de esta Familia Santa es el Hijo Unigénito de Dios, que asumiendo la naturaleza humana, se somete voluntariamente, por amor, a sus padres terrenos, siendo así modelo inigualable para todo hijo que desee santificarse en la obediente sumisión amorosa a los padres.

         La Iglesia nos concede la gracia de contemplar a la Sagrada Familia de Nazareth, en la Infra Octava de Navidad, para que, en la contemplación de la santidad de sus integrantes -Jesús, María y José-, los imitemos en esta vida terrena, para luego ser glorificados en el Reino de los cielos, en la vida eterna.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Solemnidad de la Natividad del Señor


      (Ciclo C - 2015)   
    "María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2, 1-14). Si se considera sólo este párrafo, o si se mira la escena con la sola razón humana, el Nacimiento de Jesús no pasaría de ser otro más entre tantos, con la particularidad de que se trata de un nacimiento muy pobre, en un lugar no apto para seres humanos, porque es un refugio para animales. Si se lee sólo este párrafo, sin la luz sobrenatural de la fe, parecería que se trata del nacimiento de un niño palestino más, en medio de la soledad y el frío de la noche, y en medio de la indiferencia del resto de los hombres.
         Sin embargo, no se trata de un nacimiento más entre tantos, ni de un niño más entre tantos: se trata del Nacimiento del Niño Dios, del Mesías, del Emanuel, el "Salvador" de la humanidad. Esto se desprende de las palabras con las que los ángeles de Dios anuncian a los pastores lo que ha sucedido: "Les ha nacido un Salvador, la señal es el Niño acostado en el pesebre y envuelto en pañales". El Salvador de la humanidad, nace en la noche, en un portal, un refugio de animales, ante la indiferencia de quienes, despreocupadamente, no dieron lugar a su Madre encinta en las ricas posadas de Belén; el Redentor de los hombres, Dios Hijo encarnado, el Creador de cielos y tierra, el Hacedor del universo visible e invisible, nace con la sola compañía de, además de sus padres, María y José, un buey y un asno, ante la completa indiferencia e ignorancia de los hombres, por quienes habría de entregar un día su vida en el Santo Sacrificio de la Cruz. La noticia del Nacimiento les es comunicada, por los ángeles, a unos humildes pastores que, al momento del Nacimiento, se encontraban cumpliendo su trabajo: estos -a diferencia de los demás hombres, que permanecen en la indiferencia-, dando crédito al celestial anuncio acuden presurosos, con fe y con amor, a adorar a su Dios nacido como Niño.
         Hoy, a más de veinte siglos de distancia, se dan circunstancias similares a las del Nacimiento del Niño Dios en Belén: el Salvador quiere nacer, no ya en un portal terreno, sino en todos los corazones de todos los hombres, pero al igual que entonces, cuando no hubo lugar para Él en las ricas posadas de Belén, también hoy carece de lugar para nacer, porque los ricos -no necesariamente ricos de bienes materiales, sino ricos en el sentido de ser soberbios-, no le permiten entrar en sus corazones y en sus vidas y es por eso que Jesús nace en los corazones e quienes, sabiéndose “nada más pecado”, sabiéndose poseedores de corazones pobres de amor, oscuros y fríos como el portal, desean sin embargo recibir al Niño Dios y darle lugar para que pueda nacer en ellos, necesitados de conversión. Y así como el pobre y oscuro Portal de Belén, al nacer el Niño, se iluminó con el esplendor de la gloria divina que de Él surgía como de su fuente Increada, así también, en las almas humildes –que no es igual necesariamente a pobres materialmente- en las que Dios Niño nace por la gracia, brilla el fulgor resplandeciente del Niño de Belén, quien les comunica su vida divina, su gracia, su paz y su Amor celestial.


"La misericordiosa ternura de nuestro Dios nos traerá al Sol naciente, que iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte"

        

     
      "La misericordiosa ternura de nuestro Dios nos traerá al Sol naciente, que iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y guiará nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1, 67-69). Las palabras proféticas de Zacarías, iluminado por el Espíritu Santo, describen al Mesías que ha de nacer en Belén -y del cual Juan será su Precursor- como a la naturaleza de la misión que el mismo Mesías desarrollará. En efecto, Zacarías llama al Niño de Belén "Poderoso Salvador" que librará a los hombres de sus "enemigos y de los que los odian": puesto que no se trata de un Mesías terreno, que viene a instaurar un reino temporal, el Niño de Belén, el "Poderoso Salvador", librará a los hombres de los ángeles caídos, los demonios que, comandados por la Serpiente Antigua, el Diablo y Satanás, odian a los hombres por cuanto son la creatura predilecta de Dios, creados "a su imagen y semejanza" y los esclavizan por medio de las tentaciones y las pasiones, buscando su eterna perdición. Jesús no ha venido para salvar a un solo pueblo de la tierra, el pueblo de Israel, sino a toda la humanidad, y no ha venido a liberarlos de una esclavitud terrenal y temporal, sino de una esclavitud espiritual y eterna, la de la eterna condenación. Los otros enemigos del hombre, a los cuales el Niño de Belén destruirá, son la muerte y el pecado, porque con su sacrificio redentor, destruirá a una y otro, de una vez y para siempre.
         Que sea un Mesías espiritual, que instaurará un reino espiritual y que combatirá y destruirá a los enemigos espirituales de la humanidad, queda de manifiesto en las palabras de Zacarías, cuando dice que el Mesías es el "Sol que nace de lo alto", que "iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte", y quienes así viven son los hombres, que desde el pecado original de Adán y Eva, viven inmersos en las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, alejados de Dios, que es Luz eterna, además de estar dominados y esclavizados por las "sombras de muerte", que no son otra cosa que las sombras vivientes del infierno, los demonios, arrojados del cielo y caídos a la tierra por su inconcebible soberbia de pretender parecerse a Dios Uno y Trino.
         Lo que moverá a Dios a mandar al Mesías, que es su Hijo Unigénito, a nacer como un Niño desvalido en Belén, es "su misericordiosa ternura", la cual "traerá del cielo al Sol que nace de lo alto", Cristo Jesús, el Mesías, el Salvador, el cual, luego de ofrendarse en el Santo Sacrificio del Altar, derrotando a los enemigos del hombre, guiará a estos "por el camino de la paz", el Camino que es Él mismo, el Camino que los conducirá, en el Espíritu Santo, al Padre.

         Las palabras proféticas de Zacarías, inspiradas por el Espíritu Santo, nos disponen para el verdadero espíritu de Navidad: recibir en nuestros corazones, inmersos en las tinieblas, al "Sol que nace de lo alto", el Niño Dios, que nace en Belén, Casa de Pan, para donársenos como Pan de Vida eterna, para conducirnos, al fin de nuestras vidas, al Reino de la paz, el seno del Padre eterno.

jueves, 17 de diciembre de 2015

“¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?”


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2015 – 16)

“¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?” (Lc 1, 39-45). Cuando la Virgen se entera de que su prima Santa Isabel ha quedado encinta y necesita ayuda, se pone en camino “inmediatamente”, para ir a socorrer a su prima. Además de darnos ejemplo de misericordia heroica para con los más necesitados, porque la Virgen acude a ayudar a su prima encinta -estando Ella misma encinta, afrontando los riesgos de un viaje largo y riesgoso-, en la Visitación de la Virgen a Santa Isabel hay numerosos signos sobrenaturales que indican que la Visitación trasciende absolutamente los límites de la caridad fraterna, cuyo ejemplo heroico nos da María, ubicándose de lleno en el designio divino de salvación. En efecto, en la Visitación de la Virgen interviene, ante todo, el Espíritu Santo, que es quien ilumina tanto a Santa Isabel como al Bautista, que está en el vientre de su madre. La Presencia del Espíritu Santo, con la llegada de María, se puede determinar en los siguientes hechos: en cuanto a Santa Isabel, es el mismo Evangelio el que revela que Isabel está “llena del Espíritu Santo”: “Apenas esta (Santa Isabel) oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó…”.
La reacción de Santa Isabel ante el saludo de María, no corresponden a los habituales saludos familiares de quienes no se ven desde hace tiempo: no saluda a María como a su prima, como debería ser, sino como la “Madre de mi Señor”, es decir, reconoce a la Virgen como a la Madre de Dios y al Niño que lleva María como a su “Señor”, es decir, como a su Dios y esto se debe a que está “llena del Espíritu Santo”, porque se trata de conocimientos que superan absolutamente la razón humana y de ninguna manera podría tenerlos Isabel, sino fuera porque está asistida por el Espíritu Santo.
Pero también el niño, Juan Bautista, que está en el vientre de Isabel, demuestra estar “lleno del Espíritu Santo”, porque “salta de alegría” en el seno de Isabel por la llegada del Mesías: es un conocimiento sobrenatural, dado por el Espíritu Santo, y es también una alegría sobrenatural, porque se alegra por la llegada del Mesías, no porque es su primo.
Pero la Presencia del Espíritu Santo, además del conocimiento y de la alegría sobrenaturales demostrados por Isabel y el Bautista, se comprueba en una virtud, que es el sello distintivo de quienes pertenecen a Dios, y es la humildad, que lleva a Santa Isabel a no considerarse digna de ser visitada por la Virgen: “¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?”.
Como podemos ver en la escena de la Visitación, no hay nada mejor que pueda sucederle a un alma, que el ser visitada por María Santísima, puesto que la Llegada de la Virgen es siempre causa de alegría: trae a Jesús con Ella y Jesús, que es Dios, trae su Amor, el Amor de Dios, el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.
La escena de la Visitación, por lo tanto, nos enseña cómo prepararnos espiritualmente para Navidad: con la humildad de Santa Isabel -mucho más que Isabel, que era santa porque "llena del Espíritu Santo", debemos decir nosotros, que somos "nada más pecado": "¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?"- e implorando la asistencia del Espíritu Santo, porque es la Virgen, encinta y a punto de dar a luz, la que nos visitará para Navidad para dar a luz a su Niño Dios en nuestros corazones. Que por intercesión de Santa Isabel, sea la Virgen en persona la que disponga nuestros corazones para que la recibamos a Ella, que nos trae a su Hijo Jesús y, con Él, el Amor de Dios.


Genealogía de Jesucristo, hijo de David


El Evangelio nos relata la Genealogía de Jesucristo (cfr. Mt 1, 1-17). ¿Qué sentido tiene una genealogía? ¿Por qué antes de Navidad? La genealogía –rama de las Ciencias Sociales que indaga sobre los ancestros- está puesta en el Evangelio para demostrar que Jesús fue un hombre verdadero, real, que nació en el tiempo y en el espacio y no “un fantasma” (cfr. Mt 14, 22-33) como dijeron sus discípulos cuando lo vieron aparecer caminando sobre el mar. También está para demostrar que fue un hombre real y verdadero y no un ser ficticio, con un cuerpo no real, como sostuvieron herejes a lo largo de la historia. De esta manera, se establece que el sacrificio de Jesús en la cruz fue un sacrificio real y verdadero de un Cuerpo real y verdadero y no fantasmagórico o imaginario. Esto tiene consecuencias en la doctrina eucarística, porque si Jesús entregó en sacrificio su Cuerpo real y verdaderamente en el Calvario, entonces la Eucaristía, sacramento confeccionado en la Santa Misa, es el Cuerpo real y verdadero, el mismo Cuerpo real y verdadero –en la Eucaristía, glorificado- que Jesús entregó el Viernes Santo, porque la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.
Para responder a la pregunta del porqué una genealogía de Jesús antes de Navidad, hay que considerar la constitución íntima del Niño Dios: precisamente, es Niño –humano- y es Dios –Dios Hijo-; es Dios Hijo que se une hipostáticamente, personalmente, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, sin dejar de ser Dios. El Niño Dios, el Niño que nace en Belén para Navidad, es la Persona Segunda de la Trinidad –es Dios- y es Hombre al mismo tiempo –nace como niño, como ser humano- y por lo tanto, es necesario saber que el Niño que nace para Navidad en Belén, es un niño, un ser humano, pero también hay que saber que no es un niño más entre tantos; no es un niño santo, ni siquiera el niño más santo entre todos los niños santos: ese Niño que nace en Belén, es Niño humano –por eso su genealogía, que rastrea sus ancestros humanos, de los cuales Él desciende por su naturaleza humana-, pero es también Dios al mismo tiempo. Por eso mismo, y para completar la respuesta, la genealogía descripta en el Evangelio, debe ser leída, meditada y contemplada, conjuntamente y a la luz del Prólogo del Evangelio de Juan, en donde se describe el origen divino del Niño de Belén: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios, y el Verbo estaba en Dios (…) y el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros” (cfr. Jn 1, 1-14).

Entonces, tanto la Genealogía como el Prólogo, nos revelan quién es el Niño Dios, que viene para Navidad “a los suyos”, pero no para ser rechazado, sino para que lo recibamos en el corazón, con fe y con amor: es Jesús, “nacido de María, llamado Cristo”, el Verbo de Dios Encarnado.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

“¿Eres Tú el que ha de venir?”


“¿Eres Tú el que ha de venir?” (Lc 7, 19-23). Juan el Bautista envía a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús si Él es el Mesías “que ha de venir”. Jesús no responde con palabras, sino mediante las obras que Él realizado: curación de enfermos, dar la vista a los ciegos, expulsar demonios, resucitar muertos. Las obras de Jesús hablan por sí mismas acerca de su condición divina, porque se trata de milagros que no pueden ser realizados sino por el poder de Dios. Ahora bien, puesto que Jesús se atribuye a sí mismo la condición de Hijo de Dios, igual al Padre, entonces las obras de Jesús, sus milagros, son milagros realizados con el poder divino, que indican que Quien las hizo era Dios en Persona, y no simplemente un hombre santo con el poder divino participado por Dios. Es decir, al contestar indirectamente, como diciendo: "Mira todos estos milagros, hechos por Mí, que soy Dios en Persona, Jesús le dice al Bautista: "Sí, Soy Yo el que ha de venir, tu Dios, el Dios que Es, que Era y el que Vendrá".

Parafraseando a Juan el Bautista, nosotros le preguntamos a Jesús en la Eucaristía: “¿Eres Tú el que ha de venir al fin de los tiempos? ¿Eres Tú el que vienes para Navidad, para nacer en nuestros corazones? ¿Eres Tú el que viene en cada Santa Misa, renovando el Santo Sacrificio de la cruz, entregando tu Cuerpo en la Eucaristía y derramando tu Sangre en el cáliz?”. Y Jesús, desde la Eucaristía, en el silencio, sin palabras, y en lo más profundo de la raíz de nuestro ser, nos dice: “Sí, Soy Yo, tu Dios, el que Es, el que Era y el que Vendrá”.

martes, 15 de diciembre de 2015

“Vino Juan y los pecadores creyeron en él”


“Vino Juan y los pecadores creyeron en él” (Mt 21, 28-32). Juan el Bautista predica la conversión, la apertura del corazón a Dios y a su Amor, expresado en los Diez Mandamientos, y los que se convierten, dice Jesús, son “los publicanos y las meretrices”, es decir, aquellos considerados entre los más pecadores de la sociedad. Y luego se dirige a los religiosos de su tiempo, los fariseos, los doctores de la ley y los escribas: “Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”.
Lo que Jesús les hace ver a quienes son religiosos, es que la religión tiene una esencia, que es la caridad, una triple caridad, un triple amor sobrenatural a Dios y al prójimo por amor a Dios y en consecuencia, el amor a uno mismo, porque así salvamos el alma, y es esto lo que está expresado en el Primer Mandamiento: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. El reproche de Jesús a los fariseos es que han vaciado a la religión de la caridad, del amor misericordioso, quedándose en reglas externas, construidas por los mismos hombres.

“Vino Juan y los pecadores creyeron en él”. El tiempo de Adviento es tiempo de conversión, tiempo de abrir el corazón al Amor misericordioso del Padre encarnado en Jesucristo y es tiempo también de comunicar el Amor recibido en Cristo Jesús, a nuestro prójimo, por medio de obras de misericordia.

viernes, 11 de diciembre de 2015

“Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2015 – 16)

         “Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 2-3. 10-18). Juan el Bautista predica en el desierto, llamando a la conversión del corazón, y bautiza, como signo de la nueva condición de vida del alma: así como el agua limpia y purifica, al arrastrar la suciedad que se encuentra sobre un objeto, así la disposición nueva del corazón, decidido a no cometer pecados, es como el agua que arrastra lo que está manchado y sucio. Pero el mismo Bautista lo aclara: su bautismo es sólo de agua, es decir, es un bautismo que no llega a la raíz más profunda del ser; es un bautismo meramente de deseo, en el que la persona que se bautiza, recibe el agua solo como un mero símbolo de la disposición interior del corazón de vivir en la Ley de Dios y no bajo el pecado. Es un bautismo, pero meramente moral, porque no incide en la raíz profunda, metafísica, del ser; no incide en el acto de ser del hombre y tampoco lo hace partícipe de la naturaleza divina. En cambio, Jesús bautizará con un bautismo que llegará hasta la raíz más profunda del ser del hombre, el acto de ser, lo que hace que la esencia “hombre” se actualice, y cuando el bautismo de Jesús llegue a lo más profundo del ser, esto hará que el alma comience a participar de la vida misma de Dios, porque no se trata justamente de un mero bautismo moral, como el de Juan, sino un bautismo real, sobrenatural, en donde lo que será purificado no será el cuerpo, como cuando el agua cae sobre el cuerpo, sino el corazón, y lo que hará que el corazón quede purificado, no será el agua, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, insuflado por Jesús, Espíritu que es Fuego de Amor Divino. Por acción del bautismo de Jesús con el Espíritu Santo, el corazón humano queda no solo purificado del pecado, sino que queda imbuido y penetrado por la gracia santificante, que es participación a la vida divina.
         Este hecho –que Jesús bautice con el Espíritu de Dios, que es Fuego Divino- tiene consecuencias profundas, porque la conversión del corazón es real, causada por la gracia, y no meramente moral, como dependiendo de la voluntad del hombre, como en el caso del bautismo de Juan; además, la fuerza para realizar las obras buenas, que son consecuencia del bautismo, ya no depende de la voluntad humana, sino que el deseo de obrar y el obrar mismo como converso, es llevado a cabo y realizado con la fuerza misma de Dios, porque la gracia hace participar en la vida divina. Dicho de otras maneras, quien recibía el bautismo de Juan y deseaba obrar el bien como consecuencia de ese bautismo, obtenía las fuerzas para realizar esas obras sólo de sí mismo, lo cual es una fuerza sumamente débil; por el contrario, quien recibe el bautismo de Jesús, por el cual recibe la gracia santificante, al ser hecho partícipe de la vida misma de Dios Trino, cuando quiere obrar obras de misericordia, que demuestran la conversión del corazón, lo hace con la fuerza misma de Dios y esto es lo que explica el origen sobrehumano de las obras de los santos, obras que no se deben a la sola voluntad del hombre, sino a la fuerza de Dios que actúa a través de ellos. Por ejemplo, cuando la Madre Teresa de Calcuta atendía a los agonizantes, abandonados a su suerte debido al sistema de castas hindú, no lo hacía por sí misma, sino asistida por el Espíritu Santo, de modo tal que puede decirse que en ese pobre atendido por la Madre Teresa, era el Espíritu Santo en Persona quien obraba la misericordia, a través de un instrumento humano, la Madre Teresa.

“Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Quien ha recibido el Bautismo Sacramental de la Iglesia de Jesús, la Iglesia Católica, no puede excusarse en su condición humana para no obrar la santidad; no puede decir: “yo soy un ser humano y por eso no puedo ser paciente y mucho menos paciente hasta el extremo”; “yo soy un ser humano y no puedo controlar mi carácter”; “yo soy un ser humano y no puedo controlar mis pasiones”, porque basta con que lo quiera, y la gracia de Dios lo ayudará, con la fuerza misma de Dios, a ser paciente hasta la muerte de Cruz, a ser humilde con la humildad misma de Jesús y María, a vivir las virtudes en un grado de santidad sublime, y esto porque es la gracia recibida “como Espíritu Santo y fuego” la que lo impulsará a obrar con la fuerza, el amor y la sabiduría misma del Hombre-Dios Jesucristo. El bautizado que no es santo, es porque no quiere serlo; como dice Santo Tomás de Aquino, "basta querer, para serlo".

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”


“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre” (Mt 11, 16-19). Con el ejemplo de dos grupos de muchachos, uno de los cuales no quiere ni bailar ni llorar con el otro grupo, Jesús se refiere a aquellos que, buscando cualquier pretexto, posponen la conversión, la oración y todo tipo de deber de amor para con Dios. El grupo que se niega tanto a llorar como a bailar –los que rechazan la llamada a la conversión tanto de Juan como la suya misma- son los cristianos que, debido a que no quieren convertirse, porque no quieren saber nada de Jesucristo, ni de su mandamiento del amor, ni de su Iglesia, ni de sus sacramentos, se excusa bajo falsos pretextos, con tal de permanecer en su vida apegada a lo terreno. Aquí pueden incluirse los que conviven durante años, pero postergan inexplicablemente el sacramento del matrimonio; pueden incluirse también los que no bautizan a sus hijos, esperando que lleguen a una “mayoría de edad” para que elijan “libremente”; pueden incluirse también los que los bautizan, pero luego no se preocupan por la formación catequética para la Primera Comunión y Confirmación; los que postergan indefinidamente la Confesión Sacramental, etc. Obrando de esta manera, se comportan como la muchedumbre que eligió a Barrabás, como si fuera el salvador, mientras que al Salvador, Jesús, lo trataron como un delincuente, porque lo condenaron a muerte, apartándose de Él: se apartan de Jesús, tanto hoy como ayer, como si Jesús fuera un bandido, que fuera a hacerles daño, cuando es el Cordero de Dios que viene a darles la vida eterna.

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Tanto Juan el Bautista como Jesús, predican la conversión del corazón. No seamos como el grupo de muchachos necios que, buscando cualquier excusa, se alejan del Hombre-Dios Jesucristo.

jueves, 10 de diciembre de 2015

“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista”


“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista” (cfr. Mt 11, 11-15). Nuestro Señor alaba a Juan el Bautista, pero no tanto por su santidad personal, como por el papel que tan fielmente desempeñó en el plan divino[1]. Él es el puente entre el orden antiguo y el nuevo, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo; es el que anuncia el cumplimiento de las profecías mesiánicas; es el que, lleno del Espíritu Santo, señala a Jesucristo y dice: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; es el que viste con piel de camellos, se alimenta con langostas y predica en el desierto la conversión del corazón para estar preparados para la llegada del Mesías, para su aparición pública; es el que da su vida en testimonio de Cristo Esposo, el Hijo de Dios que se une esponsalmente a la humanidad en la Encarnación.
Es necesario conocer al Bautista, porque todo cristiano está llamado a imitarlo y a participar de su misión: como el Bautista, todo cristiano está llamado a señalar, con la luz y el conocimiento sobrenaturales proporcionados por el Espíritu Santo, a Cristo, diciendo de Él, en su Presencia eucarística: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; todo cristiano está llamado a vivir austera, sobria y castamente como el Bautista, y a predicar en el desierto del mundo la conversión del corazón, necesaria para recibir la gracia santificante del Verbo de Dios; todo cristiano está llamado a dar su vida, ya sea en el martirio cruento, o en el martirio incruento, diario que significa dar testimonio de fe y de vida cristianos, al igual que el Bautista, testimoniando a Jesucristo, el Verbo de Dios que en la Encarnación se unió nupcialmente a la humanidad, para dotarla con la gracia y la santidad divinas; al igual que el Bautista, que anunció en el desierto al Mesías que habría de aparecer en el mundo, todo cristiano está llamado a anunciar a Cristo Dios, el Mesías, que vino en Belén, que vendrá al fin de los tiempos, en una nube, lleno de poder y de gloria, para juzgar a la humanidad, que viene en cada Eucaristía, oculto en apariencia de pan.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, 388.

sábado, 5 de diciembre de 2015

“Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanadas”


(Domingo II - TA - Ciclo C - 2015 – 16)

         “Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanadas” (Lc 3, 1-6). El Adviento, que significa “venida”, “llegada”, es tiempo de preparación y de espera -y de doble espera- al Señor Jesús, que es Quien Viene: el Adviento es tiempo preparación y espera de la Segunda Venida del Señor, que sucederá al fin de los tiempos, pero también, y aunque ya vino por Primera Vez, es preparación y participación, por el misterio de la liturgia eucarística, en la espera de la Primera Venida del Señor, porque a pesar de haber ya venido por Primera Vez, prolonga sin embargo su Encarnación en la Eucaristía.  
Para esta doble espera de Jesús que viene –para Navidad y al fin de los tiempos-, es que el Evangelio de hoy nos advierte, por medio del Profeta Isaías: “Preparen el camino del Señor (…) rellenen los valles, aplanen las colinas y las montañas”. Es decir, Dios viene y pareciera que para la Venida del Señor es la tierra la que tiene ser modificada; sin embargo, no es la tierra, sino son nuestras almas y nuestros corazones los que deben modificarse para recibir al Señor Jesús que viene para Adviento. Con la imagen de senderos sinuosos que deben ser rectificados, valles que deben ser rellenados y montañas que deben ser aplanadas, Dios nos advierte, a través del Profeta Isaías, acerca de las realidades espirituales, puesto que estas figuras tienen su equivalente en las disposiciones del alma, y lo que Dios nos está advirtiendo es que, para recibirlo a Él, que “viene” y “llega” para Adviento, es que debemos prepararnos.
En la primera parte del Adviento, en cuanto tiempo litúrgico, nos disponemos como Iglesia para prepararnos para la Segunda Venida del Señor, tal como lo anuncia Él mismo en el Apocalipsis: “Pronto regresaré trayendo  mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras” (cfr. Ap 22, 12). En esta parte del Adviento, entonces, la Iglesia nos prepara espiritualmente para la Segunda Venida, advirtiéndonos a través de elementos geográficos, que debemos cambiar profundamente, para recibir adecuadamente al Señor Jesús, que es “el que era, el que Es y el que vendrá”. ¿Qué es lo que representan estas figuras geográficas? Representan todos los defectos, vicios y pecados que se encuentran en nuestras almas y corazones, cuya presencia es incompatible con la Venida del Señor y por lo tanto, deben ser cambiados: los caminos que tienen que ser enderezados, representan a las almas sinuosas, no veraces, no verdaderamente transparentes; representan a las almas que hablan con engaños, con medias verdades, que son siempre mentiras completas; son las dobles intenciones, la doblez de corazón, la hipocresía, el cinismo, el decir las cosas de modo tortuoso para engañar al prójimo, el no ser rectos, sinceros, el calumniar, el difamar, el decir mentiras; nada de esto puede estar en presencia de Dios que viene, porque la oscuridad del alma no da lugar a la santidad divina y por eso el alma que es así, debe desistir y finalizar con el proceder de doble corazón. A su vez, los valles que deben ser rellenados, son las faltas de amor a Dios y al prójimo, además de la pereza en el divino servicio; representan al corazón humano vacío de fe y de amor, a Dios y al prójimo y, por lo tanto, vacío también de obras de misericordia; las montañas y colinas que deben ser aplanadas, son la soberbia y el orgullo del corazón, la concupiscencia de la carne, de la vida y de los ojos, que se levantan entre Dios y el hombre como un muro infranqueable, porque Dios, que es la Humildad en sí misma, no puede entrar en un corazón altanero, soberbio, lleno de sí mismo y vacío de Dios.
Es por eso que el Adviento –su primera parte- es tiempo de meditación en la muerte, porque no sabemos cuándo vendrá el Señor por Segunda Vez, pero si alguien muere esta tarde, por ejemplo, esta tarde será, para esa persona, el cumplimiento del Adviento, de la Venida o Llegada del Señor Jesús, porque su alma será presentada ante Jesucristo, Sumo y Eterno Juez. Para el que muere antes del fin de los tiempos, su muerte es el Adviento, la Llegada o Venida del Señor, porque es conducida a su Presencia, para recibir, en el juicio particular, la justa retribución de sus obras: para los buenos, el cielo; para los malos, la condenación.
“Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanados”. El Señor Jesús llega para Navidad y cada día que pasa es también un día menos que nos separa de la Segunda Venida. Por lo tanto, Adviento es el tiempo para meditar sobre estas preguntas:  ¿es nuestro corazón como un humilde Portal de Belén, que aunque miserable y oscuro, y a veces dominado por la pasiones, representados en el buey y el asno, tiene lugar sin embargo, para que la Virgen dé a luz en él al Salvador?
¿Cómo estamos preparados para el encuentro cara a cara con Dios que viene en la gloria al fin de los tiempos? ¿Preparamos el camino del Señor? ¿Abajamos nuestro orgullo, es decir, las montañas? ¿Enderezamos los senderos, es decir, evitamos con todo esfuerzo la doblez de corazón? ¿Rellenamos los valles, es decir, llenamos el vacío de amor a Dios y al prójimo obrando obras de misericordia para con los más necesitados? ¿Y si viniera hoy? ¿Estoy preparado para encontrarme con Él, cara a cara?
Adviento es tiempo de preparación para la Segunda Venida y de participación, por el misterio de la liturgia, de la Primera Venida. Tanto para la Primera Venida, como para la Segunda, Jesús, Dios Encarnado, mirará en nuestros corazones y revisará nuestras manos: escudriñará los corazones, buscando Amor, porque siendo Él el “Dios Amor”, no puede entrar en un corazón que no tenga Amor de Dios; revisará nuestras manos, buscando obras de misericordia, porque siendo Él Dios misericordioso, no puede subsistir ante su Presencia quien no sea misericordioso. Sea que nos preparemos para la Primera o para la Segunda Venida, Adviento es tiempo de alistar con Amor la morada del Señor, nuestros corazones, y de preparar los presentes que le ofrendaremos, las obras de misericordia.