viernes, 30 de enero de 2015

“Los espíritus impuros se arrojaban a sus pies diciendo: ‘Ya sé quién eres: el Santo de Dios’”


(Domingo IV - TO - Ciclo B – 2015)
         “Los espíritus impuros se arrojaban a sus pies diciendo: ‘Ya sé quién eres: el Santo de Dios’” (Mc 1, 21-28). Jesús realiza exorcismos, y cuando los demonios son expulsados, exclaman: “Tú eres el Santo de Dios”. El Evangelio nos plantea por lo tanto el grado de conocimiento que de Jesús tienen los ángeles caídos, los demonios; por extensión, nos plantea qué grado de conocimiento tienen de Jesús los ángeles de luz, y qué grado de conocimiento tenemos nosotros, los hombres. Con respecto a los demonios, hay que decir que este conocimiento es de tipo conjetural, porque lo ven hacer milagros que solo Dios puede hacer, y como Él se auto-proclama Dios, entonces deducen que es Dios; pero también deducen que es Dios porque ellos mismos experimentan, en los exorcismos que realiza Jesús, la omnipotencia divina, que se transmite a través de la voz humana de Jesús y que es la que los hace salir expulsados inmediatamente, de los cuerpos a los que poseen. Los demonios reconocen en Jesús a Dios, o al menos a su fuerza, que actúa a través de Jesús, y se postran delante de Jesús, no en adoración, porque la adoración implica amor a Dios y los ángeles caídos, por definición, no poseen amor y jamás lo podrán poseer, porque renunciaron libremente al Amor de Dios. A pesar de eso, lo reconocen y le dicen: “Tú eres el Santo de Dios”. Los demonios no pueden ver a la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth, porque no poseen la gracia y por lo mismo, han quedado como ciegos delante de Dios; además, ellos son oscuridad y Dios es Luz divina y eterna, y la luz nada tiene que ver con la oscuridad.
         De modo transitivo, el Evangelio nos plantea también el conocimiento que de Jesús tienen los ángeles de luz, y lo que nos enseña el Catecismo es que ellos lo conocen en cuanto Dios, porque contemplan su esencia, desde el momento en que poseen la gracia que los capacita para esa visión. Los ángeles de luz, que contemplan a Jesús en su esencia divina, saben que Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada en una naturaleza humana, y se postran ante su Presencia, en señal de adoración y de amor, exclamando, entre otras alabanzas, el triple Sanctus: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Sébaoth”, como proclaman los ángeles ante el trono de Dios, en la visión de Isaías, y como lo proclaman los ángeles en el Apocalipsis, al adorar al Cordero en su trono. Los ángeles de luz pueden ver a Dios Hijo en Jesús de Nazareth, porque ellos participan de la luz de Dios, por la gracia; son luz en la luz y por la luz de Dios, y como la luz es afín a la luz, entonces, a diferencia de los demonios, que son oscuridad y tinieblas vivientes, los ángeles de luz pueden ver al Hijo de Dios en Jesús de Nazareth. Por eso es que, luego de la las tentaciones de Jesús en el desierto, los ángeles acompañan a Jesús y lo sirven, como dice el Evangelio, porque Jesús es el Rey de los ángeles.
         Por último, el Evangelio nos plantea también el conocimiento que nosotros tenemos de Jesús, y el conocimiento que tenemos, es el que nos da la fe, puesto que no lo contemplamos en su esencia, como los ángeles de luz. El hombre que puede contemplar a Dios, intuitivamente, en su esencia, es aquel que muere en estado de gracia, pues inmediatamente, antes de la resurrección de los cuerpos, y antes del Juicio Final, comienza a gozar de la visión beatífica. Esto es lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia, en su número 1023: “Quienes mueren en la gracia y amistad de Dios y están perfectamente purificados viven con Cristo para siempre. Ellos son como Dios, porque lo ven “como es Él” (1 Jn 3, 2 ), “cara a cara” (1 Cor 13, 12).  Éste es una de las verdades de fe reveladas por la Escritura y confirmada por al Tradición y es un dogma irreformable de la Iglesia Católica, y es uno de los más grandiosos y maravillosos misterios de la fe católica: la visión beatífica de las almas en el cielo, la cual consiste en la visión inmediata y en la contemplación intuitiva de Dios Trino, reservada para quienes han pasado a la otra vida en estado de gracia, completamente purificados de toda imperfección; es el regalo más preciado y el fruto más maravilloso de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, porque Él murió en cruz, precisamente, para que alcanzáramos el Reino de los cielos, la felicidad eterna en la contemplación de la Trinidad. Ahora bien, nosotros, que estamos en la tierra, no gozamos de esta visión intuitiva, inmediata, cara a cara, de Dios Uno y Trino, pero sí sabemos, por la fe de la Iglesia, que Jesús no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que prolonga su Encarnación gloriosa en la Eucaristía, y esto es una forma de “ver” a Jesús: no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Esta luz de la fe nos fue infundida, gratuitamente, como una semilla, con la gracia bautismal, pero depende de la libertad de cada uno, acrecentar esa fe, con actos concretos de fe, de piedad, de oración, de amor de caridad, o bien, apagar esa fe, viviendo en la vida cotidiana, como si Dios no existiera y como si Jesús fuera un “fantasma”, como le dicen los discípulos cuando lo ven caminar sobre el agua.
Y es aquí en donde se plantea la diferencia con los ángeles, tanto los caídos como los de luz, con nosotros: tanto los ángeles caídos, como los ángeles de luz, reconocen en Jesús a Dios y si bien los ángeles caídos no lo adoran, sí se postran ante su Presencia, en señal de sumisión, mientras que los ángeles de luz sí lo adoran, porque lo aman; nosotros, que sabemos que Jesús es Dios, muchas veces, lo negamos, como si no lo conociéramos, y al hacer esto, renegamos y negamos la fe de la Iglesia y nos volvemos como ciegos frente a su Presencia Eucarística. Por el contrario, si hemos recibido la luz de la fe, es decir, el conocimiento de que Jesús de Nazareth es Dios Hijo encarnado y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, es para que demos fruto y fruto abundante, del treinta, sesenta o ciento por ciento.

“Los espíritus impuros se arrojaban a sus pies diciendo: ‘Ya sé quién eres: el Santo de Dios’”. Al contemplar a Jesús en la Eucaristía –ya sea en la Santa Misa, en la consagración, cuando por el milagro de la Transubstanciación el pan y el vino se convierten en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, o ya sea en la adoración eucarística-, todo cristiano, movido por el Amor de Dios e iluminado por la luz de la gracia y de la fe, debería decirle a Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios”, y demostrar su amor y su adoración con el ejemplo y la santidad de vida. Es esto lo que enseña Santo Tomás de Aquino, cuando dice que “amar a Dios es más importante que conocerlo”, pero como nadie ama lo que no conoce, hay que conocer a Dios encarnado, Jesucristo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para amarlo y adorarlo, en el tiempo y en la eternidad. 

jueves, 29 de enero de 2015

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza”


“El Reino de Dios es como un grano de mostaza” (Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de los cielos con un grano de mostaza: así como el grano de mostaza, que al inicio es una semilla de muy pequeño tamaño y al final adquiere enormes proporciones, alcanzando el tamaño de un árbol, en el que las aves del cielo van a hacer sus nidos, así es el Reino de Dios en el alma: comienza siendo pequeño, cuando se siembra en el alma la semilla de la gracia, y finaliza siendo algo infinitamente más grande que esa semilla inicial, cuando el alma crece en santidad por la participación a la vida divina, a causa de la gracia, convirtiéndose en una imagen viva del Sagrado Corazón de Jesús. 
La parábola se comprende más, entonces, cuando le asignamos a cada elemento, un significado espiritual: el grano de mostaza es la gracia; aquello donde se la siembra, es el alma; el arbusto del tamaño de un árbol, es el alma que, por la gracia, ha crecido en la imitación de Jesucristo y se convertido en otro cristo. ¿Y las aves del cielo, que van a hacer sus nidos en el árbol? Son las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, que van a hacer morada en el corazón del alma en gracia.

miércoles, 28 de enero de 2015

“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”


“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero” (Mc 4, 21-25). Jesús da un ejemplo que puede resultar obvio, el de una lámpara que, cuando se la enciende, no se la enciende para esconderla bajo un cajón o bajo la cama, sino que se la enciende para colocarla sobre el candelero, para que esparza e irradie su luz con mayor eficacia. Sin embargo, Jesús no dice obviedades, y la figura de la lámpara encendida que debe ser colocada en un candelero y no en un cajón, se entiende cuando se hace una traslación a la vida espiritual, en donde las cosas no parecen ser tan obvias, como lo vamos a ver. Para apreciar el significado de la imagen utilizada por Jesús, hay que tener en cuenta que cada elemento de la imagen, posee un significado sobrenatural: la lámpara, que primero está sin encender –y por lo tanto no ilumina-, representa al alma humana, oscurecida por el pecado; el fuego que enciende la lámpara, y que permite que esta pueda cumplir su función de iluminar, es esa misma alma humana, pero que ha recibido el don de la gracia santificante, que por ser participación de la naturaleza divina, que es luminosa en sí misma –por eso Jesús dice de sí: “Yo Soy la luz del mundo”-, es también luz y, por lo tanto, ilumina al alma al hacerla ser partícipe de la luminosidad celestial y sobrenatural del Ser trinitario de Dios. 
Es aquí, entonces, cuando comenzamos a comprender que el ejemplo de lámpara que se enciende, no para ser colocada bajo el cajón o bajo la cama, lo cual puede resultar una obviedad en la vida cotidiana, no resulta tan obvio en la vida espiritual, porque quien enciende la lámpara, esto es, el alma humana, con la luz de la gracia, es Jesucristo, y si la enciende, es para que esa alma, iluminada con la luz de la gracia –y también con la luz de la fe, porque la fe es un don infuso con la gracia, y que al abrir los ojos a la realidad sobrenatural del misterio pascual de Jesucristo, actúa también como luz que ilumina el alma-, irradie a su vez esa luz recibida, para iluminar a un mundo que se encuentra sumergido en “tinieblas y en sombras de muerte”, esto es, sumergido en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, de la muerte, y acechado por las sombras vivientes, los ángeles caídos. 
Precisamente, la lámpara que se coloca sobre el candelero, y en un lugar adecuado para que pueda irradiar su luz, la cual disipará las tinieblas, es figura del cristiano en gracia y con fe, que de esta manera se convierte en un faro de luz, en una antorcha encendida, que proclama al mundo la Verdad de Jesucristo. Cuando Jesús ilumina a un alma con la luz de la gracia y de la fe, lo hace para que esa alma sea como un faro de luz, en medio de las densas tinieblas en las que se encuentra inmerso el mundo de hoy, un mundo sin Dios, un mundo ateo, materialista, hedonista, relativista, y que por lo mismo, se encuentra en peligro inminente de precipitarse en el abismo del cual no se retorna. Sin embargo –y aquí está la explicación de porqué no es una obviedad la figura dada por Jesús-, la lámpara encendida por Jesucristo, esto es, el hombre que recibe el don de la gracia y de la fe católica, es un ser libre que, en muchos casos –y sobre todo en nuestros días-, libremente decide dejar de iluminar, para convertirse ella misma en parte de las tinieblas, todo lo cual forma parte del “misterio de iniquidad” denunciado por las Escrituras (cfr. 2 Tes 2, 7). 
Esta es la razón por la cual Jesús tiene que aclarar que la lámpara encendida no debe ser colocada bajo el cajón o la cama, sino que debe ser puesta en el candelero, para que se aproveche al máximo la luz que ella irradia: el cristiano que recibe la luz de la gracia y de la fe, no la recibe para que apostate y reniegue de la luz de Dios, sino para que sea portador de la luz, así como la lámpara es portadora de la luz, para que el resto de sus hermanos sean iluminados con la luz de Cristo.

“Una lámpara no se enciende para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”. Si hemos recibido la luz de la gracia y de la fe, no es para que ocultemos nuestra fe, en las situaciones cotidianas que nos toca vivir, sino para que proclamemos al mundo, con obras más que con palabras, el luminoso misterio de Jesucristo, el Salvador y Redentor de los hombres, Dios de Dios y Luz de Luz, que ha venido para destruir las tinieblas y sombras de muerte que nos envuelven, y conducirnos a la luz inaccesible en la que Él habita, el Reino de los cielos, el seno de Dios Padre.

lunes, 26 de enero de 2015

“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios”


“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 31-35). Aunque parezca lo contrario, Jesús no niega a su familia biológica, es decir, su Madre, la Virgen, y sus primos: Jesús, en realidad, amplía el concepto de “madre” y “hermanos”, a no solo aquellos a los que está ligado por la sangre, sino a aquellos a los que está ligado por el amor a Dios, amor que se expresa en su voluntad, manifestada en los Diez Mandamientos. De esta manera, al decir que “su madre y sus hermanos son quienes cumplen la Voluntad de Dios”, Jesús no solo reafirma a su Madre, la Virgen, como su Madre, y a sus “hermanos” –primos, en realidad-, como su familia, puesto que ellos, la Virgen la primera, cumplen la Voluntad de Dios: lo que hace, es anticipar el concepto de Iglesia como “Familia de Dios”, porque pertenecen a la Iglesia los bautizados, los hijos de Dios, cuyo deseo primero y último es vivir de acuerdo a los Mandamientos de su Padre adoptivo, Dios, cumpliendo así su Voluntad. En otras palabras, no solo la Virgen y sus primos son “su madre y sus hermanos”, porque además de familia biológica, cumplen la Voluntad de Dios, sino que ahora serán “madre y hermanos” suyos, quienes entren a formar parte de la Iglesia, por el bautismo, y tengan como objetivo primario de sus existencias, hacer la Voluntad de Dios en sus vidas, correspondiendo así con amor de hijos adoptivos, al Amor del Padre que, por Amor, los ha adoptado y los ha redimido, enviando a su Hijo a morir en la cruz por ellos.
Ahora bien, el hecho de ser “madre y hermanos” de Jesús, es decir, de pertenecer a su “familia espiritual”, no es un calificativo meramente moral: por la gracia, el cristiano es incorporado verdadera y realmente al Cuerpo Místico de Jesús; es unido a Él de modo orgánico, de manera tal que pertenece a su Cuerpo y, así como el cuerpo recibe vida del alma, así el cristiano, incorporado al Cuerpo Místico de Jesús por el bautismo, recibe su Espíritu, el Espíritu Santo, que actúa como “Alma de su alma”, así como lo hace también con la Iglesia Universal. Así, la "madre" y los "hermanos" de Jesús, los bautizados, estarán unidos a Él, no por lazos de sangre, como en la familia biológica, sino por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.         
“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios”. El cristiano es “madre” de Jesús cuando, a imitación de la Virgen, lo engendra en su corazón por la gracia, la fe y el amor; el cristiano es “hermano” de Jesús, cuando por la gracia del bautismo sacramental, queda incorporado a su Cuerpo Místico, naciendo a la vida de los hijos de Dios, convirtiéndose en hijo adoptivo y espiritual de la Virgen y de Dios Padre, y hermano de Jesús, al ser unido a Él por esta misma gracia. Y quien es “madre” y “hermano” de Jesús, está unido a Él por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que es quien pone en el corazón el amor a la Voluntad de Dios, expresada en los Mandamientos, y da la fuerza necesaria para vivir según los Mandamientos, para que así el cristiano pueda cumplir la Voluntad de Dios en su vida. Y al que cumpla la Voluntad de Dios. Y si alguien se esfuerza por cumplir la Voluntad de Dios, a su vez, Dios podrá cumplir su Voluntad en el alma del cristiano, y la Voluntad de Dios es que, por Jesús en la cruz, el cristiano salve su alma y viva en su Casa para siempre: es Voluntad de Dios que todos los hijos adoptivos suyos vivan en su Casa, la Casa del Padre, el Reino de los cielos, por toda la eternidad.

jueves, 22 de enero de 2015

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”.


Jesús llama a Simón, Andrés, Santiago y Juan

(Domingo III - TO - Ciclo B – 2015)

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron” (Mc 1, 14-20). Jesús camina por la orilla del mar de Galilea; encuentra a Simón y a Andrés, que están pescando, y les dice: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. El Evangelio relata la prontitud y celeridad de la respuesta de los hermanos llamados por Jesús: “Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron”. “Inmediatamente”, dejan sus redes, y no sólo, sino toda su vida anterior, para seguir a Jesús. Hacia el final del pasaje, sucederá lo mismo con Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. En efecto, dice el Evangelio: “Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron”.
         Los hermanos Simón y Andrés, y los demás que fueron llamados por Jesús ese día en el mar de Galilea, no podían ni siquiera imaginar, al comenzar ese día, lo que habría de sucederles más tarde, y que cambiaría sus vidas para siempre: el encuentro y el llamado de Jesús de Nazareth, y no podían siquiera imaginar, porque de este encuentro con Jesús, no solo cambiaría para siempre su ocupación, que de material pasaría a ser espiritual, porque se dedicarían a salvar almas, sino que su destino eterno quedaría sellado para siempre, porque a partir del encuentro con Jesús, sus vidas terrenas se unieron al misterio pascual del Cordero, que por la cruz, los condujo a la felicidad de la bienaventuranza eterna.
           Es esta inmediatez e dejarlo todo, no solo lo que tenían entre manos, sino toda su vida anterior, para seguir a Jesús, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué vieron, qué fue lo que sintieron, qué fue lo que los hizo dejar literalmente todo, para seguir a Jesús? ¿Qué sucedió en sus almas, para que unos pobres e ignorantes pescadores, enfrascados en su tarea cotidiana, lo dejaran todo al instante, sin vacilar, para seguir a Jesús y terminar dando la vida por Él, convirtiéndose en los más grandes santos entre los santos? Si ellos eran simples pescadores, y por lo tanto, su nivel cultural y de instrucción general era escaso, ¿acaso podían saber qué significaba el ser “pescadores de hombres”, tal como les anuncia Jesús? ¿Qué vieron en Jesús, qué experimentaron en sus corazones, qué escucharon en lo más profundo de sus almas, al oír la voz de Jesús, para que estos pescadores dejaran todo al instante y lo siguieran hasta la muerte de cruz?
         ¿Qué fue lo que estos pescadores vieron en Jesús, para seguirlo inmediatamente hasta la muerte de cruz? ¿Qué vieron estos pescadores en el llamado de Jesús, un llamado que los conduciría, de las orillas del mar, al cielo infinito, en donde ahora y por toda la eternidad, adoran al Cordero?
Vieron lo que ven los santos en Jesús, iluminados por la luz del Espíritu Santo: vieron en Jesús a Dios Hijo encarnado y escucharon en su voz humana, su voz amorosísima, que es la voz de Dios; vieron en Jesús no al “carpientero , el hijo de María y José” (cfr. Mc 6, 3), no al “hijo del carpintero” (Mt 13, 55), como lo llamaban en su pueblo, sino al Hijo del Eterno Padre que, encarnado en una naturaleza humana, los llamaba con un llamado que no solo escuchaban con sus oídos, sino ante todo con la vibración del alma, porque el que los llamaba era el Amor de Dios encarnado, la Divina Misericordia personificada, que mediante la voz humana de Jesús de Nazareth, hacía vibrar sus almas con la ternura del Amor Divino, a la vez que las encendía en el Fuego del Espíritu Santo, y era este Amor Divino, encendido en sus corazones por el solo hecho de escuchar y de ver al Cordero de Dios, Jesús de Nazareth, lo que hizo que los pescadores de mar cambiaran de oficio y aceptaran la misión de “pescar hombres”, es decir, de salvar almas de la eterna condenación y de conducirlas a la eterna bienaventuranza, no ya en sus barcas de madera, sino en la Barca Divina, la Nueva Arca de la Alianza, la Iglesia Santa del Cordero.

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés (…) Jesús les dijo: “Síganme, y yo los haré pescadores de hombres”. También a nosotros nos dice hoy, Jesús, desde la Eucaristía: “Síganme, en el cumplimiento de la Ley Nueva del Amor, y los haré pescadores de hombres; síganme, carguen su cruz y vengan detrás de Mí por el Camino Real de la cruz, y les daré almas para salvar de la eterna condenación; síganme, en la imitación de la bondad y mansedumbre de mi Sagrado Corazón, y les daré corazones deseosos de amar a Dios en el tiempo y adorarlo en la eternidad; síganme, con la cruz a cuestas, camino del Calvario, y luego de un breve paso por la prueba, la humillación, la negación y el sacrificio, dejarán esta vida terrena, para gozar de la eterna felicidad en el seno de mi Padre; síganme, cristianos, los haré pescadores de hombres y así salvarán sus almas y las de sus hermanos, y junto con ellos podrán gozar de la felicidad sin fin en el Reino de los cielos”.

“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios”


“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 13-19). Desde que inicia la misión encomendada por el Padre, de salvar a la humanidad con su sacrificio redentor en cruz, de modo público, como el Mesías y Salvador, como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, Jesús llamó a hombres, a quienes eligió de entre la multitud, con un amor de predilección, y los eligió porque quería, de esa manera multiplicar su presencia y propagar su mensaje por medio de ellos [1]. Es así como llama primero a los cuatro primeros discípulos para que sean “pescadores de hombres” (Mt 4, 18-22) y luego elige a doce para que “estén con Él” y para que, como Él, “anuncien el Evangelio y expulsen a los demonios” (Mc 3, 14). La elección de Jesucristo es, como todas las cosas hechas por Dios, pero esta elección de un modo especial, hecha sobre la base de la decisión de las Tres Divinas Personas, quienes eligen a los discípulos y apóstoles, no por las cualidades humanas, sino por Amor. Una vez elegidos y nombrados, los envía en misión a hablar en su nombre y revestidos de su autoridad; los apóstoles “lo dejan todo” y siguen a Jesús y viven con Él, durante los tres años de la vida pública de Jesús, y es así como, entre otras cosas, colaboran en la distribución de los panes multiplicados milagrosamente en el desierto (Mt 14, 19) y reciben autoridad especial sobre la comunidad que deben dirigir (Mt 16, 18). Es decir, mucho más que simples ayudantes o meros delegados técnicos y consultivos del fundador de una nueva religión, los Doce Apóstoles constituyen los fundamentos del “Nuevo Israel”, cuyos jueces serán en el último día (Mt 19, 28), que es lo que simboliza el número 12 del colegio apostólico. Por otra parte, será a ellos a quienes, ya resucitado, y siempre como una muestra de amor de predilección, Jesús se les aparecerá estando ellos reunidos, dándoles el encargo explícito de “hacer discípulos y de bautizar a todas las naciones” en nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 18) y con la gracia santificante, conseguida por Él al precio del derramamiento de su Sangre en la cruz. Además de esto, la misión encargada luego de la Resurrección, implica el hecho de que deberán ser “testigos de Cristo”, es decir, deberán atestiguar que el Cristo resucitado es el mismo Jesús con el que habían vivido (Hch 1, 8. 21), lo cual constituye el punto central de la fe católica, porque esto quiere decir que Jesús es Dios, ya que los milagros, señales y prodigios obrados por Jesús y atestiguados en persona por los Doce, solo pueden ser hechos por Dios en Persona. El testimonio de los Doce Apóstoles será por lo tanto esencial para la fe de la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, porque esta fe atestigua que Jesús no es un simple hombre y que por esto, sus milagros y portentos –el primero de todos, la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Última Cena, al instituir la Eucaristía obrando el prodigio de la Transubstanciación-, son todos reales y verídicos, obrados por Dios Hijo encarnado y no inventos fantasiosos de comunidades cristianas primitivas que idealizan a su líder fallecido, pero que en realidad, nunca realizó tales milagros, como pretende el racionalismo y el modernismo. Es por esta razón que los Doce son, para siempre el fundamento de la fe Iglesia: “El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14).
Ante todo, constituyen el fundamento de la fe de la Iglesia por el hecho de que, al haber vivido con Jesús durante los tres años de su vida pública fueron testigos privilegiados de los misterios de la vida terrena del Cordero, de su misterio pascual de muerte y resurrección. Los Apóstoles, al ser llamados por Jesús, vivieron con Él y esto significa que, por lo tanto, recibieron personalmente de Él sus enseñanzas; fueron testigos oculares y presenciales de sus milagros y fueron testigos de sus enfrentamientos con los fariseos y, si bien defeccionaron brevemente en la Pasión, puesto que lo abandonaron, estuvieron con Él en la crucifixión y luego, Jesús resucitado se les apareció estando ellos reunidos, para después enviarles el Espíritu Santo en Pentecostés: toda esta vivencia experiencial de los Doce adquiere un valor trascendental y sobrenatural para la vida de la fe de la Iglesia fundada por Jesucristo, puesto que la fe transmitida por los Doce se convierte en la fe de la Iglesia naciente. Esto explica que, tres siglos más tarde, cuando se redactó el Credo que condensa la fe de la Iglesia, se le llamó “Símbolo de los Apóstoles”, porque la parte esencial del Credo se fundamenta en la enseñanza y el testimonio de los apóstoles, que se basa a su vez en su condición de testigos oculares del Cordero. Con esta designación del Credo como “Símbolo de los Apóstoles”, se quería significar que la fe de la Iglesia universal, es decir, aquello en lo que cree, es la misma fe de los Doce Apóstoles. Es decir, en base al testimonio de los apóstoles, es que se fue redactando el texto de lo que hoy se conoce como el “Símbolo de los Apóstoles”[2] o Credo, que es la profesión de fe oficial y pública de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.
El Credo se llama, por tanto, “Símbolo Apostólico” porque sirve de señal de reconocimiento y de unidad de los católicos; porque a pesar de no haber sido escrito de puño y letra por los apóstoles, se fundamenta en sus enseñanzas y porque los apóstoles fueron los primeros que profesaron que Jesús es el Kyrios, el Señor de la gloria[3], y con esto se significa que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado.
“Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios”. Nosotros, no somos el fundamento de la Iglesia, ni fuimos testigos presenciales de los milagros y de las enseñanzas del Señor Jesucristo; sin embargo, fuimos llamados por el mismo Jesucristo en Persona, el día de nuestro Bautismo, para formar parte de su Iglesia y prolongar la misión de los Apóstoles: así como ellos fueron elegidos para multiplicar la presencia de Jesús y propagar su mensaje, así también nosotros estamos llamados a multiplicar la presencia de Jesús y propagar su mensaje, el mensaje de la caridad, del Amor de Dios derramado por su Sangre en la cruz, y esto por medio, no de discursos ni homilías, sino con la santidad de vida; y así como los Doce Apóstoles, siendo testigos oculares de los milagros de Jesucristo, dieron testimonio de la divinidad de su Persona, así estamos llamados a ver la vida presente con los mismos ojos de los Apóstoles, es decir, con la fe de la Iglesia y si bien no fuimos testigos oculares, presenciales, de Jesucristo, como lo fueron los Apóstoles, sí somos testigos oculares, presenciales, directos, de la Presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar, la Eucaristía, que se obra y actualiza cada vez en la Santa Misa por el milagro de la Transubstanciación y por lo tanto nuestra misión consiste, de manera análoga a la de los Doce, en dar testimonio de vida de esta Presencia Eucarística.





[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1993, voz “Apóstoles”, 99ss.
[2] http://www.mercaba.org/CREDO/CURSO/credo_01.htm
[3] http://www.mercaba.org/CREDO/CURSO/credo_01.htm

miércoles, 21 de enero de 2015

“Los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!””


“Los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”” (Mc 3, 7-12). Lo que llama la atención en este Evangelio es la expresión de los demonios al ser expulsados de los cuerpos de los posesos, luego de los exorcismos realizados por Jesús: si los ángeles caídos, por definición, no tienen más, porque la perdieron libre y voluntariamente, por propia perversa decisión, la visión beatífica, y por lo tanto no pueden ver a Jesús como Hombre-Dios, ¿por qué motivo, cuando son expulsados a causa de los exorcismos, dicen: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, como si reconocieran a la Persona de Dios Hijo en Jesús de Nazareth? Dicho de otra forma: los ángeles apóstatas, a causa de rebelión, perdieron la gracia y por lo tanto, quedaron cegados a la visión intuitiva de la esencia divina; no tienen modo de conocer a Jesús como Hijo de Dios por el conocimiento que les da la gracia; entonces, ¿cómo es que sí reconocen –o al menos así parece- a Jesús como Hijo de Dios cuando son expulsados a causa de los exorcismos realizados por Jesús?
El conocimiento que tienen los demonios, de Jesús, es conjetural: ven a un hombre, Jesús de Nazareth, que se auto-proclama Dios y que hace milagros que sólo Dios puede hacer; por lo tanto, deducen que, o es Dios, o es un hombre a quien Dios acompaña con sus obras. Sin embargo, en el caso de las expulsiones sufridas en los exorcismos, a los demonios les sucede algo más: en la voz de Jesús de Nazareth, reconocen la poderosísima voz del Creador, porque saben que han sido creados por el Dios de infinita bondad, a Quien ellos traicionaron por pura maldad, y reconocen la voz del Creador, porque cuando Jesús les imparte la orden de salir, a través de su voz humana, emitida por sus cuerdas vocales, se vehiculiza la omnipotencia divina, que es la que los expulsa de los cuerpos a los que ellos han poseído. Es decir, cuando los demonios ven acercarse a Jesús, ven a un hombre más, como cualquier otro, pero cuando Jesús emite la orden de salir de los cuerpos que han poseído, los demonios se ven arrastrados por una fuerza poderosísima, abrumadora, que no pueden dejar de reconocer como perteneciente a Dios, que es su Creador y es por eso que, aunque no ven intuitivamente a la Persona de Dios Hijo en Jesús de Nazareth, deducen, con toda exactitud, que ese Hombre que los ha expulsado con su sola voz, es Dios en Persona, y por eso, llenos de furia y de rabia demoníaca, pero también llenos de terror, al experimentar la severidad de la Justicia Divina, al salir de los cuerpos a los que poseían, gritan: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.
Ahora bien, si llama la atención que los demonios reconozcan a Jesús, aun cuando no lo pueden ver, pero sí cuando experimentan la poderosísima omnipotencia divina que se transmite a través de la voz humana de Jesús de Nazareth, llama todavía más la atención otro hecho: que una inmensa cantidad de hijos adoptivos de Dios, no reconozcan a Jesús, cuando en la Santa Misa, en el momento de la consagración, es el mismo Jesús quien pronuncia y emite, a través de la débil voz del sacerdote ministerial, las palabras de la consagración, que por la misma omnipotencia divina, producen el milagro de la Transubstanciación, que convierte las substancias inertes del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.

En otras palabras, así como los demonios reconocen, por la intensidad de la fuerza divina que se transmite por la voz humana de Jesús de Nazareth, a la Persona de Dios Hijo, y por eso le dicen: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, así los cristianos deberían reconocer a Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que a través de la voz humana del sacerdote ministerial y por la omnipotencia del Amor Divino, produce la conversión de las materias inertes del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, en la Santa Misa. Todos los cristianos, al escuchar las palabras de la Transubstanciación –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, deberían decir, no al sacerdote ministerial, sino a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que pronuncia estas palabras a través del sacerdote concediéndoles el poder divino de realizar la Transubstanciación: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.

martes, 20 de enero de 2015

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones"


“Dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende tu mano. Él la extendió y su mano quedó curada” (Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los dos sentimientos –además de la misericordia por el hombre con la mano paralítica, y que lo lleva  a curarlo-, es lo que experimenta el Sagrado Corazón de Jesús, al comprobar “la dureza de sus corazones”, que les impedía ver y aprobar el acto de misericordia que significaba el curar la mano del paralítico, debido al falso concepto de religión que poseían. En efecto, para los fariseos, la religión consistía en el cumplimiento meramente exterior de la ley –en este caso, un precepto humano, que impedía el trabajo manual en sábado-, sin estar acompañado ni del amor a Dios ni de la compasión al prójimo; ésa es la razón por la cual, cuando Jesús ingresa en la sinagoga y ve al hombre paralítico, los fariseos suponen, porque conocen a Jesús, que Jesús curará su mano, sin importarle el precepto legal que impedía realizar trabajos manuales en el día sábado, día considerado sagrado. Jesús, que es Dios encarnado, y por lo tanto no solo lee los pensamientos, sino que los pensamientos de todos los hombres de todos los tiempos están ante Él antes de ser siquiera formulados, lee los pensamientos y escudriña la malicia de los corazones de los fariseos, quienes se ponen en guardia y quedan a la espera del gesto de Jesús de curar la mano del paralítico, para tener un argumento legal con el cual acusarlo. 
Para tratar de sacarlos del error, y en un vano intento por hacer luz en sus oscurecidas mentes, que no quieren ver la Verdad, y para iluminar sus perversos corazones, que entenebrecidos por el odio se niegan a amar a la Divina Misericordia, encarnada en Jesús, les dice: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. La pregunta que les dirige es muy clara, y está encaminada a hacerles ver el valor infinitamente superior del bien sobre el mal y de salvar una vida antes que perderla, todo lo cual justifica el quebrantamiento de un precepto legal, el de no realizar trabajos manuales. 
En otras palabras: si en sábado está prohibido legalmente realizar trabajos manuales, porque con esto se respeta el día sagrado, el día dedicado a Dios, y así se cumple con la religión, el hecho de curar o de salvar una vida, no contradice el precepto legal, sino que cumple cabalmente con el fin de la religión, que es amar y adorar a Dios y ser compasivos y misericordiosos para con el prójimo sufriente. Esto es lo que los fariseos no pueden comprender: que el verdadero culto a Dios –y por lo tanto, la verdadera religión-, radica no en el cumplimiento meramente externo de preceptos que no son esenciales, al tiempo que se mantiene un corazón frío en el verdadero amor a Dios y endurecido por la falta de caridad hacia el prójimo, sino en glorificarlo y la glorificación de su nombre se da cuando, en su honor y en su nombre, se tiene compasión del prójimo sufriente, que es lo que pretende hacer Jesús, con la curación de la mano del paralítico. Al curarlo al paralítico, Jesús no quebranta el precepto de no trabajar el sábado: mucho más que eso, cumple cabalmente con la esencia de la religión, que es la glorificación y el amor de Dios, al auxiliar a quien sufre, no por mero filantropismo, sino precisamente, por amor a Dios. Lamentablemente para los fariseos –y para los cristianos que no puedan entender la acción de Jesús, que es en lo que consiste la verdadera religión-, después de que Jesús cura la mano del paralítico, se obstinan en su error y se endurecen en sus corazones, “confabulándose con los herodianos para buscar la forma de acabar con él”, apenas salidos de la sinagoga.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones”. Jesús nos mira desde la Eucaristía, no solo exteriormente, sino en lo más profundo de nuestro ser y de nuestros corazones, y sabe cuáles son los sentimientos que albergamos hacia nuestros prójimos, sobre todo aquellos a quienes, por uno u otro motivo, son nuestros enemigos. ¿Dirige también sobre nosotros una mirada llena de indignación y se apena por la dureza de nuestros corazones? ¿O se complace en ellos, al ver que vivimos la esencia de la religión, la glorificación y el amor de Dios y la compasión para nuestros prójimos, incluidos en primer lugar, nuestros enemigos?

“El Hijo del hombre es señor también del sábado”


“El Hijo del hombre es señor también del sábado” (Mc 2, 23-28). Mientras atraviesan unos sembrados, algunos discípulos de Jesús, sintiendo hambre, arrancan espigas y comen; esta acción escandaliza a los fariseos, puesto que es claramente una acción manual, la cual estaba prohibida en el día sábado, constituyendo por lo tanto una infracción de la ley: “¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?”. Jesús les responde con otra infracción de la ley, cometida nada menos que por el rey David, y en una situación muy similar: David y sus hombres, sintiéndose con hambre, ingresan “en la casa de Dios” y comen de los panes de la proposición, que estaban reservados solo a los sacerdotes, y comió él y se lo dio a sus hombres: “¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros”. Con este ejemplo, Jesús quiere hacerles ver a los fariseos, que el precepto humano legal puede ser quebrantado, cuando hay una razón de fuerza mayor: así como ni David ni sus hombres cometieron falta comiendo de los panes de la proposición, así tampoco sus discípulos cometieron falta comiendo espigas, porque tanto en uno como en otro caso, la ley podía ser quebrantada para satisfacer una necesidad vital, en ambos casos, la alimentación corporal, y esto es lo que Jesús significa cuando dice: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”.
Pero luego Jesús finalizará diciendo algo que va más allá de la casuística legal en la que ha sido cuestionado por los fariseos, y es algo referido a la Nueva Economía de la salvación que Él viene a instaurar, en la que la Antigua Ley, precisamente, en la que se basan los fariseos, quedará derogada: “el Hijo del hombre es señor también del sábado”. Con esta frase, Jesús está anticipando su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual el sábado, día sagrado del Antiguo Testamento, quedará suprimido, para dar lugar al Domingo, Dies Domini, el Nuevo Día del Señor de la Nueva Ley, la ley de la caridad, porque Él resucitará “al tercer día”, esto es, en el Día Domingo, quedando desde entonces, y para siempre, establecido el Domingo como día sagrado, y ya nunca más el sábado.

El motivo es que el Domingo, Día de Señor, Jesús resucita glorioso, lleno de la vida y de la gloria divina, la misma vida y la misma gloria que Él poseía en cuanto Dios Hijo desde la eternidad, y que se la comunica a su Humanidad Santísima que yacía muerta en el sepulcro, lo cual constituye, en unidad y junto con el Viernes Santo y el Santo Sacrificio de la Cruz, el inicio de la Nueva Economía de la salvación establecida por Él, Nueva Economía por la cual los hombres serán salvos, no ya por cumplir la Ley Antigua y observar el sábado, sino por cumplir la Ley Nueva de la caridad y observar el Domingo, y serán alimentados no con espigas de trigo o panes de la proposición, sino con el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, la Eucaristía. A nosotros, discípulos suyos que atravesamos el campo de la vida y del mundo en dirección a la Jerusalén celestial, Jesús no nos alimenta con espigas de trigo, sino con un trigo cocido en el Fuego del Espíritu Santo y convertido en Pan de Vida eterna; a nosotros, que como el rey David, ingresamos con hambre de Dios en el santuario, Jesús nos alimenta, por la Santa Misa, con el Nuevo Pan de la Proposición, su Carne y su Sangre gloriosos, la Eucaristía, que nos sacia con la substancia divina del Ser trinitario y nos nutre con el Amor celestial, eterno e infinito, de su Sagrado Corazón.

viernes, 16 de enero de 2015

“Maestro, ¿dónde vives? ‘Vengan y lo verán’”


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2015)

         “Maestro, ¿dónde vives? ‘Vengan y lo verán’” (Jn 1, 35-42). Dos discípulos se encuentran hablando con Juan el Bautista; pasa Jesús, y Juan el Bautista dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oír a Juan el Bautista decir que Jesús es “el Cordero de Dios”, siguen a Jesús; Jesús se da vuelta, les pregunta qué quieren, y ellos le dicen: “Maestro, ¿dónde vives?”. Jesús les contesta: “Vengan y lo verán”. Los discípulos van con Jesús y se quedan con Él. Luego, el Evangelio relata que “Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro”; después de estar con Jesús, Andrés va a buscar a su hermano Simón y al encontrarlo, Andrés le dice: “Hemos encontrado al Mesías”, y lo lleva a su vez a Jesús. Al llegar los hermanos, Jesús mira a Pedro y le dice: “Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas”, que traducido significa Pedro”.
         El Evangelio nos habla acerca del descubrimiento de Jesús en cuanto Mesías y Hombre-Dios, que hace Andrés: primero, escucha hablar de Él como “Cordero de Dios”, cuando Juan el Bautista lo ve pasar y, señalándolo, dice: “Éste es el Cordero de Dios”: en ese momento, la gracia actúa en Andrés, dándole el conocimiento y el amor sobrenaturales de Jesús en cuanto Mesías, en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Redentor, en cuanto Cordero de Dios, y no en cuanto el mero "hijo del carpintero"; luego, cuando ya la gracia ha actuado en él y ha puesto en su corazón el deseo de conocer y amar más a Jesús, le pregunta dónde vive, porque quiere conocerlo y amarlo cada vez más: ya no le basta con simplemente verlo pasar y saber que es “el Cordero de Dios”: ahora, en su corazón, arde el deseo de una mayor intimidad con el Mesías, con el Cordero de Dios, y es por este motivo que va detrás de Jesús para preguntarle dónde vive; luego, cuando Jesús le dice: “Vengan y lo verán”, Andrés lo sigue y “se queda un día” con Jesús, significando con esta unidad de tiempo ya sea toda la vida o un período de aprendizaje perfecto (ya que el día completo puede simbolizar ambas cosas). Luego de estar un día con Jesús, recibiendo de Él sus enseñanzas y el Amor de Dios que Jesús, en cuanto Dios Encarnado comunica, Andrés, lleno de la Sabiduría y del Amor divinos que Jesús le ha transmitido, sale en busca de su hermano Simón –quien luego será “Pedro”, el Vicario de Cristo”-, y esto es lógico que así suceda, porque quien se acerca a Dios Encarnado, Jesús, se ve inflamado en su Amor y se ve colmado por su Divina Sabiduría y por lo tanto ve, con toda claridad, que no hay mayor felicidad para el hombre, en esta tierra, que conocer y amar a Dios, a través de su Mesías venido en la carne, Jesucristo, y sabe también, que no se puede acceder al Padre, sino es a través de este mismo Mesías; iluminado por este conocimiento divino y movido por el Fuego de Amor que se ha encendido por la comunión de vida y amor llevada con Jesús, el discípulo –en este caso, Andrés-, sale a buscar a sus hermanos, a sus prójimos, para que ellos también encuentren, conozcan y amen a Jesús, el Mesías, para que encontrándolo, conociéndolo y amándolo, salven sus almas. Es lo que hace Andrés con su hermano Simón: luego de conocer y amar a Jesús, va en busca de Simón, y le dice: “He encontrado al Mesías”, y lo lleva junto a Jesús, para que la dicha y la alegría que él tiene por haber conocido a Jesús, la tenga también su hermano Simón. El Evangelio nos relata, entonces, por un lado, el proceso de conversión del alma, que implica el conocimiento personal de Jesús y el amor a Jesús por parte del cristiano; por otro, nos relata el proceso de la misión, que conduce al cristiano convertido, es decir, al que conoce personalmente y ama a Jesús, porque ha tenido un encuentro personal con Jesús, a misionar, es decir, a llevar la Buena Noticia de la Presencia de Jesús en medio de los hombres; el cristiano que conoce y ama a Jesús, arde en deseos de darlo a conocer, porque ha quedado fascinado con la Presencia divina de Jesús y ha sido encendido en su Amor, y es este Amor de Dios, comunicado por Jesús, el que lo lleva a misionar, es decir, a comunicar a otros la Buena Noticia de la Presencia de Jesús en la Iglesia, en medio de nosotros; es este Amor, dado por Jesús en la intimidad de la oración y de la adoración eucarística, el que lleva al cristiano a comunicar a sus hermanos la Buena Noticia de la Eucaristía como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”, que quiere dar a todos, sin reservas, el contenido de su Sagrado Corazón Eucarístico, su Amor eterno e infinito.

         Junto a Andrés, entonces, también nosotros le preguntamos a Jesús, desde lo más profundo de nuestro ser, para conocerlo y amarlo cada vez más, para luego darlo a conocer a nuestros hermanos: “Jesús, ¿dónde vives?”. Y Jesús nos contesta: “Ven conmigo, y lo verás: verás que Soy Dios, y como Dios, vivo en el seno eterno del Padre; ven conmigo, y verás que estoy vivo en el seno de la Iglesia, en el altar eucarístico, en la Santa Misa; ven conmigo y lo verás, verás que vivo en el sagrario, en el Santísimo Sacramento del altar, en la Eucaristía; ven conmigo y lo verás, ven a verme allí donde vivo, porque además de vivir en el seno de mi Padre, en la Eucaristía y en el sagrario, quiero vivir en tu corazón”.

jueves, 15 de enero de 2015

“Hijo, tus pecados te son perdonados”


“Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 1-12). Jesús perdona los pecados del paralítico, lo cual provoca un falso escándalo entre los fariseos, pues estos sabían que solo Dios podía perdonar los pecados: al decir Jesús “Hijo, tus pecados te son perdonados”, es evidente que Él se está atribuyendo la condición divina, única en grado de perdonar los pecados. Ante este falso escándalo, Jesús, para respaldar con un hecho la veracidad de sus palabras, realiza un milagro portentoso: sana al paralítico, devolviéndole la capacidad de caminar. De esta manera, Jesús acalla a sus críticos, a la par que confirma, con el milagro físico de la curación de la parálisis, el milagro realizado anteriormente, en el alma del paralítico, la curación de su alma, por el perdón de los pecados. La realización del milagro de curación corporal tiene por objeto, de parte de Jesús, no simplemente acallar las voces de sus feroces y despiadados críticos, sino ante todo convalidar, con un milagro físico, el milagro inmaterial, invisible, interior, obrado anteriormente en el alma del paralítico, y es el perdón de sus pecados. De esta manera, Jesús demuestra doblemente su condición divina, porque como Él mismo lo dice, es fácil decir: “Te perdono los pecados” y hacerse pasar por Dios, pero no es tan fácil decir: “Toma tu camilla y levántate”, porque luego de decir eso, el milagro se tiene que producir realmente, so pena de pasar por un embaucador. Es por esto que, al decirle al paralítico: “Toma tu camilla y levántate” y al producirse efectivamente el milagro –milagro que puede ser comprobado por todos, pues el paralítico se levanta, toma su camilla y camina por sí mismo-, Jesús demuestra que es Dios, porque tiene el poder de reconstituir los tejidos corporales dañados e inutilizados para que vuelvan a ejercer su función, y al demostrar que es Dios, entonces, tiene el poder de perdonar los pecados, puesto que ésta es solo potestad divina, y es así que la frase dicha anteriormente al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”, se revela como verdadera y auténtica. 
Así, el milagro de la curación física del paralítico, que es en sí mismo portentoso, se revela casi como insignificante, frente al milagro de la curación espiritual del alma, como consecuencia del perdón de los pecados. Así como la parálisis había destruido los nervios motores y el tejido muscular que le permitían caminar, así el pecado destruye la capacidad del hombre de caminar en la Voluntad de Dios, expresada en los Mandamientos: Jesús se revela, en este episodio, como el Dios que sana al hombre en su totalidad, porque no solo cura el cuerpo enfermo, sino que, ante todo, sana el alma enferma por el pecado.

Sin embargo, no se detiene aquí el poder divino de Jesús: no contento con el doble milagro obrado sobre el paralítico –curación del cuerpo y del alma-, Jesús realizará todavía dos milagros infinitamente más grandes, y es la donación de la filiación divina, la misma filiación por la cual Él es Hijo de Dios desde toda la eternidad, y el don de su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y su Amor trinitario, en la Eucaristía. “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Jesús cura el cuerpo y perdona los pecados y así revela su omnipotencia divina, que restaura al hombre en su plena salud, corporal y física, pero su objetivo final va mucho más allá que simplemente devolverle al hombre su salud: si le devuelve la salud, es para que Él pueda donarse a sí mismo, sin reservas, con toda la plenitud de su Ser y de su Amor trinitarios en el Pan de Vida eterna, la Eucaristía. 

miércoles, 14 de enero de 2015

“Si quieres, puedes purificarme”


“Si quieres, puedes purificarme” (Mc 1, 40-45.). Un leproso se acerca a Jesús y le implora ser curado: “Si quieres, puedes purificarme”; Jesús se compadece de él, extiende su mano, lo toca y lo cura, al mismo tiempo que dice: “Lo quiero, queda purificado”. El leproso queda curado instantáneamente. Todo el episodio, real, es a la vez una figura y un anticipo del Sacramento de la Penitencia, porque en Jesús está representado el sacerdote ministerial y en el leproso, está representada el alma en pecado. La analogía es posible debido a que, en la Escritura, la lepra es figura del pecado: así como la lepra, enfermedad indolora porque el bacilo destruye los filamentos nerviosos que transmiten la sensibilidad, así también el pecado, insensiblemente, va adormeciendo y anestesiando al alma para el bien, y así como el bacilo de la lepra termina destruyendo el cuerpo y desfigurándolo, así también el pecado, termina por destruir en el hombre la imagen de bondad que es él de Dios y lo termina convirtiendo en una imagen deformada, en un ser que en nada se parece al Dios de Bondad infinita, a cuya imagen y semejanza fue creado. Y si la lepra es figura del pecado, Jesús, a su vez, no es figura, sino que es Él el Sumo Sacerdote que, actuando in Persona, a través del sacerdote ministerial, quita el pecado, esto es, la lepra del alma, con su omnipotencia divina, derramando sobre el alma su Preciosíma Sangre vertida en el Santo Sacrificio de la cruz.
“Si quieres, puedes purificarme”. Hay un elemento más, que está contenido en la expresión del leproso, y que remite al Sacramento de la Penitencia: el leproso, por un lado, desea ser curado; por otro lado, reconoce a Jesucristo como Hombre-Dios, es decir, como quien tiene poder para curarlo; por último, luego de ser curado, da gracias y alaba a Jesucristo y proclama su gloria por todos lados; en estas actitudes del leproso, están contenidas las condiciones del penitente, para que la Confesión sacramental sea válida: al igual que el leproso, que desea ser curado de su enfermedad, el pecador debe tener el firme deseo de erradicar, de una vez y para siempre, el pecado del cual se confiesa, y para ello, debe estar dispuesto a perder la vida terrena, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado –es lo que se expresa en la fórmula penitencial: “…antes querría haber muerto, que haberos ofendido”, es decir, el alma se duele de no haber muerto, literalmente hablando, antes que haber cometido el pecado del cual se está confesando-; por otro lado, quien se confiesa, debe tener fe en la condición de Jesucristo en cuanto Hombre-Dios y Redentor, que actúa en y a través del sacerdote ministerial, perdonando en Persona los pecados –de otro modo, si no fuera Jesucristo quien obra a través del sacerdote, sería este, en cuanto hombre, quien perdonaría los pecados, lo cual sería un absurdo-; finalmente, debe existir el propósito de enmienda, es decir, el penitente debe tener y hacer, en el momento de la confesión sacramental, el firme propósito de no cometer nunca más el pecado del cual se confiesa, lo cual implica poner en práctica todos los medios naturales y sobrenaturales a su alcance, para huir, literalmente hablando, de las ocasiones de pecado, y esto significa un cambio de vida, una conversión, porque implica un verdadero cambio de vida; esto está representado en el leproso del Evangelio que, luego de ser curado, alaba a Jesucristo y proclama su gloria por todas partes, lo cual significa un evidente cambio de vida, que es lo que debe hacer el penitente que ha sido perdonado de sus pecados: alabar a Jesucristo, más que con expresiones, con el ejemplo cotidiano de vida, vivida esta vida en estado de gracia santificante y huyendo del pecado como del veneno más mortífero.

“Si quieres, puedes purificarme”. El leproso del Evangelio, que pide espontáneamente la curación a Jesús, con fe en Jesús y que luego de la curación se muestra agradecido para con Jesús, demostrándole su amor, proclamando la alegría de haber sido curado y alabando la misericordia de Jesús por todos lados, es la figura perfecta del perfecto penitente, de aquel que verdaderamente siente culpa de sus pecados –la culpa perfecta, la contrición del corazón, la que se deriva de haber ofendido a Dios, Padre infinitamente bueno, con la malicia del pecado-, pero está arrepentido de ellos y está dispuesto a perder la vida antes de volver a cometer un pecado mortal o venial deliberado –sabe que sus pecados hieren a Jesucristo y lo crucifican, de modo místico pero real- y, consciente del don de la gracia santificante, que es la que lo hace participar de la vida nueva de los hijos de Dios –no una vida nueva meramente moral, sino la vida verdaderamente nueva, porque es participación a la vida divina que brota del Ser trinitario-, se muestra agradecido y con su corazón lleno de amor a Jesucristo y como consecuencia, cambia de vida –propósito de enmienda- y proclama la misericordia de Jesucristo, no con palabras, sino con obras de misericordia.

martes, 13 de enero de 2015

“Jesús se acercó a ella y la tomó de la mano”


Jesús cura a la suegra de Simón Pedro
(John Bridges)

“Jesús se acercó a ella y la tomó de la mano” (Mc 1, 29-39). Lo que llama la atención en este Evangelio, es el tipo de actividad desplegada por Jesús: cura enfermos, expulsa demonios, ora y predica la Buena Noticia. Comienza por la suegra de Pedro, a quien le impone las manos y la cura; luego, dice el Evangelio, “Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados”; hacia el anochecer, se retira a orar: “Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando”; luego, se marcha junto a Pedro y a los discípulos, para continuar predicando y expulsando demonios: “Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios”.
Es llamativo que la actividad de Jesús se repita: orar, predicar, curar enfermos, expulsar demonios, anunciar la Buena Noticia. Esto podría hacer pensar que la “Buena Noticia” de Jesús consiste en la sanación corporal y en la expulsión de demonios, y sin embargo, ésa no es la Buena Noticia: el curar las enfermedades y el expulsar demonios, son solo prolegómenos de la Buena Noticia: Él, que es Dios Hijo encarnado, ha venido no solo para librarnos del pecado, de la muerte y del infierno, sino para concedernos algo que supera infinitamente estos dones, y es el concedernos la filiación divina, su misma filiación divina, por medio de la cual somos adoptados como hijos por Dios, al recibir la filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios por toda la eternidad, y además, luego de darnos la filiación divina, Jesús se nos dona Él mismo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en el Pan del Altar, Pan que contiene en sí mismo la Vida eterna, haciéndonos participar, ya desde aquí, desde esta tierra, un anticipo de lo que será la vida en la feliz eternidad, en la contemplación de la Trinidad. Ésta es entonces la Buena Nueva de Jesús, y para eso Jesús prepara el camino, curando enfermos y expulsando demonios: para preparar nuestros corazones para recibir los dones celestiales imposibles siquiera de ser imaginados, que nos hacen superiores a los ángeles y nos hacen participar de la vida y del Amor Divinos: ser hijos adoptivos de Dios y alimentarnos con el Amor del Sagrado Corazón, contenido en la Eucaristía.


lunes, 12 de enero de 2015

“Jesús lo increpó diciendo: ‘¡Cállate, sal de este hombre!”


“Jesús lo increpó diciendo: ‘¡Cállate, sal de este hombre!” (Mc 1,25). Jesús realiza un exorcismo, expulsando a un demonio que se había apoderado del cuerpo de un hombre. El episodio nos muestra, por un lado, que Jesús es Dios, pues con una sola orden suya, el demonio sale inmediatamente del cuerpo del poseso, dejándolo libre y esto no podría suceder si Jesús fuera un simple hombre; al ser Dios, Jesús es el Creador de los ángeles, incluidos los rebeldes, quienes fueron creados buenos, pero se volvieron perversos y malignos por propia voluntad, apartándose libre y voluntariamente del Amor de Dios, de Dios, que es Amor, y el hecho de que Jesús sea Dios Creador, explica el poder que ejerce sobre los ángeles, en este caso, un ángel caído, y explica que, con una sola orden de su voz, salga inmediatamente del cuerpo del poseso; por otro lado, el Evangelio revela que los demonios, precisamente, existen, y que no son seres de fantasía, sino temibles entidades malignas, llenas de odio hacia Dios y hacia el hombre, que odian a Dios y desean destruirlo y, puesto que no lo pueden hacer, buscan la destrucción de la raza humana y de todo hombre, por cuanto el hombre es imagen de Dios. Jesús, el Hombre-Dios, es el Único en grado de librarnos del poder destructivo de los ángeles caídos y sin su ayuda, estamos definitivamente perdidos y destinados a sucumbir bajo el poder de los demonios, desde el momento en que la naturaleza angélica, aun sin la gracia divina, es muy superior a la naturaleza humana. La posesión demoníaca, lejos de ser una mera designación primitiva de una enfermedad neurológica, tal como lo pretenden las interpretaciones racionalistas del Evangelio, es una pavorosa muestra, tanto del estado de indefensión de la especie humana frente a los demonios, como del odio extremo que estos ángeles caídos expresan hacia la humanidad, odio que se traduce en el deseo de provocar daño, dolor, sufrimiento y muerte, tanto temporal como eterna, y todo por ser el hombre imagen de Dios, puesto que, al no poder dañar a Dios, el demonio se arroja, enfurecido, sobre su imagen, el hombre, y esto es lo que explica la posesión diabólica y el intenso sufrimiento que los demonios provocan a quienes poseen. Pero precisamente, como dice el Evangelio, Jesús ha venido para “destruir las obras del demonio” (1 Jn 1, 38) y una de sus obras más perversas es la de la posesión diabólica, posesión a la que Jesús pone fin con una sola orden emanada de su voz.

“Jesús lo increpó diciendo: ‘¡Cállate, sal de este hombre!”. Jesús expulsa al demonio que poseía el cuerpo de un hombre, pero mientras no se dice nada acerca del reconocimiento del hombre hacia Jesús en cuanto Hijo de Dios, sí se dice del demonio: el demonio siente que una poderosísima fuerza, una fuerza que él, en cuanto creatura angélica, reconoce, con su inteligencia angélica, como proveniente de Dios, y reconoce que esa fuerza proviene de Jesús, de la voz de Jesús, y es por eso que, sorprendido, al verse expulsado por tan poderosa fuerza, cuando creía que ya tenía su presa asegurada, dice: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Es decir, si bien el demonio no tiene visión intuitiva –y por eso no sabe a ciencia cierta si Jesús es Dios Hijo o no-, sin embargo, al experimentar la fuerza divina que de Él se emana como de su fuente, y que es la que lo ha expulsado con tanta fuerza y autoridad, no puede sino conjeturar, con mucha probabilidad, que Jesús es Dios: “Ya sé quien eres: el Santo de Dios”. En definitiva, el demonio reconoce –si bien conjeturalmente, pero lo reconoce- a Jesús como a Dios; del hombre liberado de la posesión, no se dice, ni que lo haya reconocido, ni que le haya dado las gracias. Lamentablemente, el hombre liberado de la posesión representa a muchos católicos en su relación con Jesús en la Eucaristía: Jesús ha venido a salvarlos, renueva su sacrificio en cruz, de modo incruento, en la Santa Misa, se queda en el Santo Sacramento del Altar, en el sagrario, para dar todo su Amor a quien se le acerque, pero la gran mayoría de los católicos de hoy, parecen como el poseso liberado del Evangelio: ni reconocen a Jesús en la Eucaristía, ni se acercan al sagrario para darle gracias.

viernes, 9 de enero de 2015

“El Espíritu del Señor está sobre mí"


Jesús en la sinagoga

“El Espíritu del Señor está sobre mí (…) Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4, 14-22). En la sinagoga, Jesús pasa a leer la lectura que corresponde al profeta Isaías y luego de haber leído el pasaje, en el que el profeta describe la misión del Mesías, Jesús dice que ese pasaje “se acaba de cumplir”, aplicando directamente el pasaje a su Persona, dando a entender claramente que Isaías estaba hablando de Él o, lo que es lo mismo, que Él es el Mesías del cual habla Isaías, lo refiere . 
Al aplicarse como referido a sí mismo el pasaje del profeta Isaías, lo que nos dice Jesús es que Isaías describe, a cientos de años de distancia, cuál será la misión del Mesías, es decir, en qué consistirá su obra de salvación, una vez venido en carne a la tierra. La misión del Mesías, entonces, está especificada en la visión de Isaías de cientos de años atrás, que se actualiza y se cumple plenamente en Jesucristo, el Hombre-Dios; esta misión consistirá en: “Llevar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos y dar la vista a los ciegos, y dar la libertad a los oprimidos”. Es importante saber en qué consiste la misión del Mesías, porque de esta misión mesiánica, se derivará la misión de la Iglesia, que es la continuación y prolongación, en el tiempo, del Mesías, de su Presencia salvífica y de su obrar en medio de los hombres. Si la misión del Mesías es meramente política y terrena, liberadora de realidades mundanas -tal y como lo pensaba la gran mayoría del Pueblo Elegido, que creía que el Mesías sería nacional y los liberaría, solo a ellos, de una opresión temporal y terrena, como era el Imperio Romano que los había sojuzgado-, entonces la misión de la Iglesia será meramente política y terrena, liberadora de realidades meramente mundanas, y así la Iglesia tendrá como cometido principal el dar techo a los pobres y saciar el hambre corporal de la humanidad, lo cual no la diferenciaría de una ONG terrena, más que en su orientación filantrópica.
Sin embargo, la tarea primordial del Mesías no será de orden terrenal, político y mundano, sino que será de orden espiritual y sobrenatural, por lo que la liberación será ante todo espiritual; esta misión la anuncia Jesús al leer al profeta Isaías y al aplicarse a sí mismo lo enunciado por el profeta siglos antes: su misión, por lo tanto, será el anunciar la “Buena Noticia” a los pobres, y esa Buena Noticia es la liberación a quienes están cautivos por el pecado, el error, la muerte y el demonio; dará la vista a los ciegos, sí, pero si bien Jesús hará milagros de curación física, la luz que hará ver a los ciegos es la luz de la fe, por medio de la gracia, en Él en cuanto Hombre-Dios, Redentor y Salvador de la humanidad; liberará a los oprimidos, sí, pero no a los que están oprimidos por meras enfermedades corporales, ni por problemas psicológicos, morales, espirituales o existenciales: el Mesías liberará a los oprimidos, porque los rescatará, al precio de su Sangre, de las “sombras de muerte” y de las “tinieblas” vivientes, los ángeles caídos, que son quienes oprimen a la humanidad desde la Caída Original.

“El Espíritu del Señor está sobre mí (…) Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos”. La misión del Mesías es eminentemente espiritual y sobrenatural, y por lo tanto, eminentemente espiritual y sobrenatural es la misión de la Iglesia, que es el Cuerpo Místico del Mesías, el Hombre-Dios Jesucristo. 

Fiesta del Bautismo del Señor



(Ciclo B – 2015)

“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1, 7-11). Celebramos la Fiesta del Bautismo del Señor, Aquel de quien el Bautista anticipa que bautizará “con el Espíritu Santo”. En la Fiesta misma, hay algo que llama la atención y que nos lleva a reflexionar: Jesús, el que ha de bautizar “con el Espíritu Santo”, se bautiza a su vez en el Jordán y en este hecho radica la pregunta que nos hacemos: Jesús se bautiza, pero resulta que Jesús no necesitaba ser bautizado y de ninguna manera y bajo ninguna condición, puesto que Él era Dios Hijo y por lo tanto, la santidad personificada en sí misma; en otras palabras, el bautismo se administra a quienes necesitan ser purificados de sus pecados y si Jesús no solo no tenía ningún pecado de ninguna clase, sino que era la santidad personificada, al ser Él Dios Tres veces santo, la pregunta es: ¿por qué razón se bautiza Jesús? ¿Es sólo para dar ejemplo moral de lo que debe hacer todo hombre, es decir, es solo para señalar el camino de la docilidad hacia el bautismo? Podría ser, pero no es, ni mucho menos, el sentido místico, real y sobrenatural del bautismo de Jesús. ¿Cuál es el sentido místico, real y sobrenatural de su bautismo? Jesús se deja bautizar en el Jordán, sumergiéndose en el río, porque al haber asumido Él, Dios Hijo, en unidad de persona, a la humanidad, en la inmersión en el Jordán, está sumergiendo a toda la humanidad unida a Él por los sacramentos y la está haciendo ser partícipe de su misterio pascual de Muerte y Resurrección; la está asociando a su muerte, simbolizada en la inmersión, para hacerla participar luego de su Resurrección en unión con Él, simbolizada en su emerger del Jordán[1]. El bautismo de Jesús no es entonces una mera enseñanza moral de cómo debemos ser dóciles a nuestro propio bautismo: es la incorporación mística, real, sobrenatural, de todo bautizado, a su misterio pascual de Muerte y Resurrección, de manera tal que en su inmersión quedamos incorporados realmente a su Muerte en cruz, todos los bautizados, y en su emerger del Jordán, quedamos incorporados realmente a su Resurrección, ocurrida el Domingo de Resurrección.
Este es el significado del bautismo sacramental, y la razón de porqué el bautismo sacramental nos quita el pecado original: porque nos sumerge, místicamente, con Jesús en el Jordán y nos hace participar, místicamente también, de su muerte en la cruz, simbolizada en la inmersión, y nos hace participar de la Resurrección, simbolizada en el emerger de Jesucristo de las aguas del Jordán. Al ser bautizados sacramentalmente, quedamos incorporados al misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo, misterio de Muerte y Resurrección, misterio por el cual recibimos la gracia santificante, se nos quita el pecado y somos adoptados como hijos por Dios, es decir, somos incorporados y hechos partícipes de su Muerte, ocurrida el Viernes Santo y somos incorporados y hechos partícipes también de su Resurrección, ocurrida el Domingo de Resurrección.
Y a su vez, cuando un niño –o un adulto- es bautizado, es sumergido mística, real y sobrenaturalmente –de un modo misterioso, pero real-, no junto a Cristo, sino en Cristo en el Jordán, porque ha sido incorporado a Él y es también, en Él, hecho emerger de las aguas del Jordán, también misteriosa pero realmente, de modo que el que se bautiza es hecho partícipe, en el acto, de la plenitud de gracias que se derivan del sacrificio y muerte en cruz de Jesús y de su posterior Resurrección. De esta manera, por el bautismo, se nos abren las puertas del paraíso, que en la tierra es la participación a la vida trinitaria por medio de la gracia santificante y, en la otra vida, es la bienaventuranza en la gloria.
El Evangelio del Bautismo del Señor nos descubre, entonces, los admirables secretos sobrenaturales que se esconden en el Sacramento del Bautismo, el que recibimos el feliz día en el que fuimos bautizados, y nos ayuda por lo tanto no solo a no banalizar nuestra condición de cristianos, sino a profundizar cada vez más en el maravilloso misterio y la altísima dignidad que significa ser hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo y herederos del cielo, títulos todos adquiridos gratuitamente cuando fuimos bautizados y nos conduce, por lo tanto, a empeñarnos en una vida de santidad que sea acorde a la gracia recibida el día de nuestro bautismo, lo cual implica, en primer lugar, detestar el pecado con todas las fuerzas del ser, vivir en estado de gracia santificante y estar dispuestos a perder la vida antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado –lo cual, por otra parte, es lo que decimos a Jesús en la oración de arrepentimiento del Sacramento de la Penitencia: “...antes querría haber muerto, que haberos ofendido”- y obrar las obras de misericordia corporales y espirituales, de acuerdo a nuestras posibilidades, según nuestro estado de vida.
“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”. Si esto hacemos, nuestros corazones se convertirán en otros tantos nidos de gracia, de luz y de amor, en los que anidará la Dulce Paloma del Espíritu Santo, y desde ellos, el Espíritu Santo emanará su Amor, el cual se traducirá en paciencia, sacrificio, castidad, alegría, amor de caridad para con los más necesitados, y así el mundo, al ver las obras de misericordia de los bautizados, podrá decir que los cristianos fueron bautizados no con agua, sino el con Amor de Dios, con “Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).




[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “Bautismo”, 117ss.