viernes, 26 de junio de 2015

“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Niña, Yo te lo ordeno, levántate” (Mc 5, 21-24. 53-43). Acude a Jesús el jefe de la sinagoga, llamado Jairo, cuya pequeña hija agoniza, para pedirle que vaya a sanarla. Jesús accede al pedido, pero cuando llegan, la niña ya ha muerto, y es por eso que le dicen a Jairo: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Sin embargo, Jesús, a pesar de que la niña está efectivamente muerta, ingresa al lugar donde la están velando, acompañado de Santiago, Pedro y Juan. Un hecho da pie para objetar en contra de que la no niña haya estado muerta, sino todavía agonizando, o ni siquiera estuviera agonizando, sino que tuviera alguna enfermedad de la cual se recuperó en forma coincidente con la llegada de Jesús, es la reacción de los circunstantes, que están alrededor del cadáver de la niña, ya en actitud de velarla, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”: todos los que están alrededor de la niña, reaccionan riéndose de Jesús, lo cual indica que, para ellos, era obvio que la niña ya estaba efectivamente muerta. En otras palabras, que la niña haya estado efectivamente muerta, se desprende de las declaraciones de los amigos del jefe de la sinagoga, del hecho de que ya la estén velando y de que, al decir Jesús de que “solo duerme”, se rían de Él, pues es evidente, para ellos, que no duerme, sino que está verdaderamente muerta. Con esto, se descarta un posible caso de error y de que la niña no hubiera estado muerta al momento de la llegada de Jesús y se acrecienta la magnitud del milagro que Jesús está por hacer.
Haciendo caso omiso de quienes se ríen de Él, Jesús ingresa a la sala donde la están velando a la niña, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Una vez delante del cadáver de la niña, Jesús le dice: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”, y la niña, recuperando la vida, se incorpora de su lecho, “llenando a todos de asombro”. ¿Qué es lo que ha sucedido? Se ha producido un milagro, de resurrección corporal, aunque para la vida terrenal, porque la niña resucita, vuelve a la vida, pero para esta vida; no se trata todavía, obviamente, de la resurrección final. El milagro se ha producido porque, ante el mandato de Jesús, la niña se incorpora debido a que obedece a la voz de su Creador; es la poderosísima voz de Jesús la que, trayendo su alma, que ya se había separado de su cuerpo y se encontraba en la región de los muertos –con toda probabilidad, en el limbo de los justos del Antiguo Testamento- la une nuevamente a su cuerpo, permitiendo que su alma comience de nuevo a animar, a dar vida al cuerpo. Es decir, el alma de la niña ya se había separado de su cuerpo –en eso consiste la muerte, desde el punto de vista metafísico-, por lo que la niña ya había perdido su unidad substancial de cuerpo y alma y estaba muerta, con su cuerpo frío y yaciendo en la tierra, por un lado, y el alma, separada del cuerpo, por otro, y esto, sin posibilidad alguna de que pudieran volver a unirse, porque el único en grado de volver a unir al alma con el cuerpo, es decir, de re-animar el cuerpo para que éste tenga la vida que le da el alma, es su mismo Creador. Y es esto lo que hace Jesús al ordenarle a la niña: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”: puesto que Jesús es Dios, es su voz poderosísima la que trae al alma de la niña de la región de los muertos y la une al cuerpo, volviéndola a la vida terrena. Este hecho es algo sobrenatural, porque sobrepasa las fuerzas de la naturaleza; lo natural, en el caso de la muerte, es que el alma y el cuerpo se separen definitivamente, dando así lugar a la pérdida de la unidad substancial de la persona humana, constituida por cuerpo y alma y debido a que se trata de un hecho sobrenatural, es un milagro, y es el hecho más destacado del pasaje evangélico. Sin embargo, a pesar de lo maravilloso que pueda parecer –y realmente lo sea- este milagro, es nada en comparación con la resurrección corporal al fin de los tiempos, en el que el alma, glorificada, se unirá al cuerpo, para comunicarle de su gloria, para capacitar a los bienaventurados al ingreso en el Reino de los cielos. Este milagro de la hija del jefe de la sinagoga es, por lo tanto, una prefiguración de la resurrección corporal, la que habría de obtenernos Jesús con su sacrificio y muerte en cruz, la cual sucederá, para toda la humanidad, al final de los tiempos, cuando Jesús lo ordene con su voz.
El otro hecho destacado del pasaje evangélico es que Jesús ingresa acompañado por Pedro, Santiago y Juan, los mismos discípulos que luego serán testigos de la Transfiguración en el Monte Tabor, anticipo a su vez de la resurrección. No es casualidad que los mismos testigos de la resurrección corporal de la hija del jefe de la sinagoga, sean los mismos testigos de la Transfiguración en el Monte Tabor: es para que también sepan, por anticipado, la gloria que les espera a quienes le son fieles a Él en el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Ellos –Pedro, Santiago y Juan- han contemplado un milagro de resurrección corporal, para la vida terrena; cuando vean a Jesús transfigurado en el Tabor, comprenderán que Él es el Dios de la Vida y de la Gloria, que los hará resucitar también corporalmente, al fin de los tiempos, pero para la vida eterna, para darles de su gloria y de su vida divina. Ésa es la razón por la cual Jesús lleva como testigos a Pedro, Santiago y Juan, los mismos testigos del milagro de la Transfiguración en el Monte Tabor, para que todos sepan que Él es el Dios Viviente, el Dios de la gloria, el que habrá de resucitar a los muertos al fin de los tiempos, y dará a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras, el cielo o el infierno.
“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”. En este Evangelio, la Iglesia celebra por lo tanto doblemente la vida, porque el Dios de la Vida, el Dios Viviente, Jesucristo, trae de la muerte a la vida a una niña, pero solo como una prefiguración de lo que Él habrá de hacer, al final de los tiempos, con toda la humanidad: así como dio vida a la niña, trayendo su alma de la región de los muertos, así al final de los tiempos, en el Día del Juicio Final, Jesucristo dirá a la humanidad toda: “Humanidad: Yo te lo ordeno, levántate’, y todos los muertos resucitarán para el Juicio Final, aunque unos para la salvación y otros para la condenación eterna. Es por eso que, el hecho de que Jesús resucite a una niña, si bien es un milagro portentoso, es en realidad nada en comparación con lo que Él hará en el Día del Juicio Final, en el que ordenará no a una niña recién muerta a la vida terrena, que vuelva a vivir a la vida terrena, sino que ordenará a toda la humanidad yaciente, que se levante y comparezca ante Él, para que Él sea el Juez Justo de sus actos.

“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”. El Evangelio dice que “todos quedaron llenos de asombro” luego del milagro de la resurrección corporal de la hija del jefe de la sinagoga; también nosotros, por lo tanto, deberíamos asombrarnos ante este prodigio de Jesús y deberíamos asombrarnos mucho más, al tener en perspectiva la resurrección corporal, al fin de los tiempos, que Él realizará, y además de asombro, debería llenarnos de alegría, porque la alegría de la Resurrección de Jesús es lo que debe colmar la vida del cristiano. Sin embargo, mucho más debería asombrarnos otro milagro, un milagro infinitamente más grandioso, que sucede delante de nuestros ojos, cotidianamente, en la Santa Misa, el milagro por el cual Jesús no vuelve a la vida al cuerpo inerte de una niña, ni de toda la humanidad, sino que convierte, a unas substancias inertes, muertas, sin vida, las del pan y el vino, en las substancias gloriosas de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, la Eucaristía. Es decir, si saber, como lo sabemos por el Evangelio, que Jesús da la vida a los muertos y que resucitará a toda la humanidad al fin de los tiempos, y eso debería causarnos gran alegría y asombro, mucha mayor alegría y asombro debería causarnos el saber que Jesús da la vida, su vida gloriosa y resucitada, a unas substancias muertas, inertes, convirtiéndolas en las substancias gloriosas de su Humanidad unida a su Divinidad, la Eucaristía. Este, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, un milagro que supera infinitamente a la resurrección de un muerto y a la resurrección de la humanidad, debería ser lo que colmara nuestros días terrenos de asombro y de alegría.

“Señor, si quieres, puedes purificarme’. ‘Lo quiero, queda purificado’


Jesús cura a un leproso
(ícono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia)

“Señor, si quieres, puedes purificarme’. ‘Lo quiero, queda purificado’ (Mt 8, 1-4) Un leproso implora a Jesús la curación de su lepra, el mal que lo aflige, y Jesús, compadecido, lo cura con su solo Querer: ‘Lo quiero, queda purificado’. Lo primero a destacar, es el reconocimiento de la divinidad en Jesús, por parte del leproso, debido al trato que le  da, puesto que lo trata de "Señor". Lo segundo, es la enfermedad que aflige al leproso, y que es la causa por la cual acude a Jesús, la lepra. Es verdad que Jesús le cura su enfermedad corporal pero, como en toda la Escritura, además del primer nivel, o nivel histórico y literal, hay un segundo nivel, el sobrenatural, al cual nos remiten las escenas bíblicas, en este caso, la del Evangelio. En este caso, la lepra, además de ser la enfermedad real, provocada por el bacilo en el cuerpo material, es, al mismo tiempo, la figura de una realidad espiritual: la lepra es figura del pecado: así como la lepra, provocada por un bacilo, infecta todo el cuerpo, provocándole lesiones indoloras e irreversibles, así el pecado –sobre todo el pecado mortal- daña al alma, provocándole lesiones que le causan la muerte, ya que la priva de la vida sobrenatural. Y de la misma manera, así como Jesús es el Médico Divino que con su poder cura milagrosamente la lepra, la enfermedad corporal, así también, por su Sangre derramada en la cruz y comunicada por el Sacramento de la Confesión, nos libra de esa lepra espiritual que es el pecado, concediéndonos una vida nueva, la vida de la gracia. Al igual que el leproso del Evangelio, que se postró en adoración y acción de gracias luego de ser curado, también nosotros nos postremos en adoración y acción de gracias ante Jesús sacramentado, por el don de la curación espiritual que recibimos, cada vez, en el Sacramento de la Confesión.

jueves, 25 de junio de 2015

“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca..."


“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca, porque ni la lluvia, ni los ríos ni el viento, podrán derrumbarla (…) el que no las pone por práctica, es como el que construye sobre arena, ve su casa destruida cuando soplan los vientos y crecen los ríos” (cfr. Mt 7, 21-27). Escuchar las palabras de Jesús y ponerlas en práctica es como “construir sobre roca”, porque significa que el alma, movida por la gracia, toma su cruz de cada día y sigue a Jesús por el camino del Calvario. Así, da muerte al hombre viejo con sus pasiones, naciendo el hombre nuevo, el hijo de Dios, y cuando arremeten las pasiones, las tentaciones, las tribulaciones, no pueden derribar al alma, en quien está Cristo, Roca firme. Poner en práctica las palabras de Cristo significa obrar en estado de gracia, y como el obrar le sigue al ser, significa que se está en estado de gracia santificante, esto es, unido a Cristo o, dicho en el lenguaje de la parábola, cimentado en Cristo. Es esta gracia divina, que fluyendo del Hombre-Dios se introduce en la raíz más profunda del acto de ser del hombre, la que le concede al hombre la fortaleza sobrenatural que le permite el resistir “la lluvia, los ríos y el viento”, es decir, las tentaciones de las pasiones, las tribulaciones de la vida cotidiana y los asaltos del demonio. Sólo quien está afianzado en la Roca firme que es Cristo, puede resistir a los embates de estos enemigos del alma, que la asedian y azotan constantemente, así como una casa es asediada y azotada constantemente, por el viento y las lluvias, si está construida a la ribera de un río que, por añadidura, desemboca en el mar. Quien obra no por voluntad propia, sino porque Cristo se lo ordena, obra movido por la gracia, y eso significa obrar por impulso divino y porque su alma está firmemente anclada a la Roca firme del Ser divino trinitario de Jesús, de quien fluye la gracia como de una fuente inagotable, y es esta gracia la razón de su fortaleza frente al embate de las pasiones, del mundo y del demonio.
         Por el contrario, quien escucha las palabras de Cristo y no obra según ellas, sino según su propia voluntad, es como quien construye sobre arena: sus propias fuerzas humanas no podrán, de ninguna manera, resistir, cuando sea asediado y asaltado por las tentaciones, por las tribulaciones y por las acechanzas del enemigo de las almas.
“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca…”. No seamos sordos al Amor que nos habla en Cristo y pongamos por obra las palabras del Amor crucificado –amar a los enemigos, vivir la pobreza y la castidad, obrar la misericordia- y cuando arrecien las oscuras fuerzas del mal será el Amor quien nos fortalezca y nos dé la victoria.
        


martes, 23 de junio de 2015

“Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”


“Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús nos advierte que para entrar al cielo, debemos hacerlo por la “puerta estrecha”, puesto que hay otra puerta, que es “ancha”, precedida por un “camino espacioso”, que conduce en dirección opuesta al cielo, y es “la perdición”. Es decir, si Jesús nos advierte, en el sentido de que debemos elegir la puerta estrecha, es porque se nos presentan, en un determinado momento de la vida, las dos puertas, la puerta estrecha, y la puerta ancha, y puesto que estamos heridos por el pecado original, nuestra concupiscencia nos puede llevar a elegir, con toda seguridad, la puerta equivocada, es decir, la puerta ancha, la que está precedida por el “camino espacioso”. Este “camino espacioso”, que conduce a la “puerta ancha” y que finaliza en la “perdición”, es el camino del mundo, es el camino de la propia voluntad, es el camino de la satisfacción de los propios placeres, es el camino de la búsqueda del poder terreno, de las riquezas terrenas, de la avaricia, de la codicia, del egoísmo, de la idolatría, de la vanidad. La puerta ancha conduce a la perdición porque el alma, al cumplir su propia voluntad, deja de cumplir la voluntad de Dios en su vida, que es que se salve, y así el alma se condena, y esa es la razón por la que la satisfacción de los placeres terrenos y la abundancia de las riquezas materiales que no provienen de la Providencia Divina ni se dirigen a ella, es claro signo de predestinación a la eterna condenación.
Por el contrario, la “puerta estrecha”, es el camino opuesto al de la puerta ancha: es el camino de la cruz, el camino de la negación de las pasiones desordenadas, en pos del seguimiento del Hombre-Dios Jesucristo, por el Camino Real del Calvario; la puerta estrecha es el camino que conduce al cielo, por medio de la muerte del hombre viejo en la cruz y el nacimiento del hombre nuevo por la gracia; la puerta estrecha significa el nacimiento a la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios, los hijos concebidos virginalmente y adoptados por la Virgen al pie de la cruz, los hijos predestinados al cielo.

“Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”. Si Jesús nos advierte, es porque existe el peligro de elegir la puerta equivocada y según la puerta que elijamos, así será nuestro destino, porque esa será nuestra libre elección: “Ante el hombre están la vida y la muerte, el bien y el mal, lo que él elija, eso se le dará” (cfr. Eclo 18, 17). Que sea la Virgen, nuestra Madre del cielo, quien elija la puerta estrecha por nosotros. 

sábado, 20 de junio de 2015

“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”


(Domingo XII - TO - Ciclo B – 2015)

         “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 35-41). Jesús y los discípulos suben a la barca para “cruzar a la otra orilla”. Mientras navegan, Jesús se queda dormido; al mismo tiempo, se desata un fuerte vendaval, que levanta grandes olas, las cuales amenazan con hundir a la nave. Los discípulos, llenos de temor frente a la posibilidad de naufragar, despiertan a Jesús, y Jesús, increpando al viento y a las olas, calma instantáneamente la tormenta. La fuerza de las palabras de Jesús, que hacen cesar de inmediato a la fuerte tormenta, provoca el asombro y la admiración entre los discípulos, quienes se preguntan unos a otros: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
         La escena, real -lo que se relata en la Biblia son hechos reales, históricos-, es al mismo tiempo simbólica y representativa de realidades sobrenaturales: la barca es la Iglesia; los discípulos son los bautizados; Jesús, que extrañamente duerme en la barca, a pesar de la fuerte tormenta, es Jesús en su Presencia Eucarística, que con su silencio exterior, pareciera como si estuviera ausente o como si no hablara, o como si estuviera dormido, frente a los continuos ataques que sufre su Iglesia; el mar embravecido y el viento que levanta las fuertes olas, representan tanto al mundo anti-cristiano como al demonio y al Infierno, que odian a Cristo y a la Iglesia y que, valiéndose de sus tenebrosas y oscuras fuerzas malignas, procuran en todo momento hundir a la Iglesia, la Barca de Pedro; el temor de los discípulos y el hecho de que acudan a Jesús, indica falta de fe en la divinidad de Jesús por parte de los hombres de Iglesia y que se cumplirán las palabras de Jesús: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8).
         Ahora bien, no es extraño el hecho de que Jesús domine, con su solo querer y con su sola palabra, al viento y al mar, puesto que Él es Dios y Él es su Creador, y en cuanto Dios y Creador, el viento y el mar le están sometidos, en cuanto creaturas, a su completo querer y esta es la razón por la cual, a una orden de su voz, se aquietan por completo. Pero dijimos que la escena era simbólica y representativa de realidades sobrenaturales, lo cual significa que este dominio que de la naturaleza tiene el Hombre-Dios, se traslada también, por analogía, al plano preternatural, al plano angélico: si el viento y el mar representan al infierno y al mundo anti-cristiano, también estos están bajo el completo y total control del Hombre-Dios Jesucristo, por lo que bastaría con una sola orden de su voz, para que el mundo entero se pacificara, para que la Iglesia toda no solo viviera en paz y en armonía, sino que fuera elevada a los más altos grados de santidad y para que el infierno todo se hundiera en los Abismos para siempre, para no molestar nunca más a los hombres. Esto es lo que sucederá en el Último Día, en el Día del Juicio Final, cuando Jesús diga: "¡Basta!" a la maldad del hombre y comience a juzgar a las naciones.
Sin embargo, hasta ahora vemos que no es esto lo que sucede; en nuestros días, pareciera que estamos viviendo los momentos relatados por el Evangelio, parecen los momentos en que la Barca de Pedro es zarandeada por los fuertes vientos y por las olas gigantescas del mundo anticristiano, puesto que nuestro siglo es el siglo en el que más persecuciones y mártires hay en toda la historia de la Iglesia, y así lo ha remarcado en numerosas oportunidades el Papa Francisco, y es el siglo también en el que se han legislado la mayor cantidad de leyes inhumanas que atentan contra el hombre desde su nacimiento hasta la muerte. Así vemos cómo la cultura de la muerte se impone, día a día, con las leyes del aborto, de la eutanasia, de la fertilización asistida; en nuestro país, se ha aprobado el aborto libre e irrestricto, sin derecho a ejercer la libertad de conciencia y violando la libertad religiosa[1]; en Holanda, se aplica la eutanasia a niños menores de doce años[2]-; además, el mundo está convulsionado por innumerables guerras a pequeña escala; por el crecimiento descontrolado del fenómeno de la drogadicción, de la violencia, del materialismo, del hedonismo, y todo esto, como consecuencia de un mundo que cada vez más se aleja de Dios y de sus Mandamientos. Es decir, pareciera que estamos en el momento de la escena evangélica en el que la barca es agitada por la tormenta mientras Jesús duerme, y por lo tanto, corremos el riesgo del naufragio y del hundimiento en el caos y en la nada; sin embargo, no debemos olvidarnos que Jesús en la Eucaristía es Dios Hijo encarnado y que no solo no duerme, sino que, por el contrario, está atento y escrutando todos los pensamientos y movimientos de los hombres, anotando escrupulosamente todas sus acciones, las buenas y las malas, en el Libro de la Vida, hasta que Él vuelva como Justo Juez, en el Último Día.
         “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”. En el Evangelio, después de que Jesús calma la tormenta, los discípulos se asombran porque Jesús, el Hombre-Dios, domina al viento y a las olas, pero eso es natural, puesto que Él es Dios, así como es natural que Él domine al demonio, al infierno todo y al mundo, por su omnipotencia. Pero lo que Dios no domina –no porque no pueda, sino porque respeta-, es al hombre, debido a su libre albedrío, y aquí hay una segunda analogía en la que podemos aplicar las figuras del viento y el mar embravecidos, y es el corazón del hombre rebelado contra Dios, solo que, a diferencia del viento y el mar del episodio del Evangelio, que como creaturas, obedecen dócilmente a su Creador, en el caso del hombre, este no responde, en muchos casos, a la dulce voz de su Señor. Es decir, el corazón del hombre sin Dios está también representado en el viento y en el mar embravecidos, pero a diferencia del viento y el mar –y también, por analogía, el mundo y el infierno-, que son dominados con el solo querer del Hombre-Dios Jesucristo, el corazón del hombre, rebelado contra Dios, por un misterio que sólo Dios puede develar, en muchas ocasiones, no se aquieta ni siquiera frente a la omnipotencia del Amor Divino, de la Palabra de Dios eternamente pronunciada, Cristo Jesús. En otras palabras, Jesús domina el viento y el mar con la sola orden de su voz, pero muchas veces no puede dominar, ni con su Palabra, ni con su Cuerpo entregado, ni con su Sangre derramada, al corazón del hombre rebelado contra Dios, puesto que el hombre no le obedece, como el viento y el mar sí le obedecen.
“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”. Que nuestros corazones, no sean corazones desobedientes al Amor de Dios encarnado y manifestado en el Cuerpo de Jesús, entregado en la cruz y en su Sangre, derramada en el cáliz, sino que sean como el viento y el mar que, dóciles ante su Creador, se rindan ante el Divino Amor que se dona a sí mismo en la mansedumbre del Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía.




[1] https://www.aciprensa.com/noticias/argentina-legaliza-aborto-prohibe-ecografias-y-viola-libertad-de-conciencia-48520/
[2] http://cigotoypersona.blogspot.com.ar/2015/06/cuando-no-se-comprende-el-sentido.html

viernes, 19 de junio de 2015

“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”


“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (cfr. Mt 6, 19-23). Jesús nos enseña a despreciar las riquezas terrenas y a apreciar, valorar y atesorar las riquezas celestiales: “atesoren tesoros en el cielo”, y el motivo es que, adonde estén nuestras riquezas, ahí estará nuestro corazón: si nuestras riquezas son riquezas terrenas, nuestro corazón estará en la tierra; si nuestras riquezas son riquezas celestiales, nuestro corazón estará en el cielo: “Acumulen tesoros en el cielo, porque donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Es decir, Jesús no nos prohíbe acumular tesoros; al contrario, nos estimula a hacerlo, pero nos sí nos advierte qué clase de tesoros debemos acumular y qué clase de tesoros no: debemos acumular los tesoros del cielo, mientras que no debemos acumular los tesoros de la tierra, y la razón es que el corazón se queda apegado a los tesoros, cualesquiera estos sean. Es conocido uno de los milagros de San Antonio de Padua, en el que se reveló, precisamente, el contenido del corazón de un avaro[1]: se celebraba en Toscana, una región de Italia, las exequias de un hombre muy rico, de forma solemne. En el funeral se encontraba presente San Antonio, el cual, movido por una inspiración sobrenatural, les dijo a todos que el difunto no tenía que ser enterrado en un sitio consagrado, sino fuera de las murallas de la ciudad, es decir, no debía ser enterrado en un cementerio cristiano, sino fuera de él. La razón que aducía el santo era precisamente este pasaje evangélico: “Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón”, y como este hombre había sido avaro toda su vida y había muerto sin arrepentimiento de su avaricia, decía San Antonio, aquel cadáver no tenía corazón. Luego de deliberar un rato, todos hicieron caso al santo y, al abrir el pecho del difunto, constataron que, en vez del corazón, se encontraba la caja fuerte donde conservaba su dinero. Por ese motivo, no fue sepultado en el mausoleo que se le había preparado, sino llevado fuera de las murallas de la ciudad y allí fue sepultado[2].
“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Si evitamos el mal, si vivimos en gracia, si obramos la misericordia, si acudimos a la Virgen en toda circunstancia, como a nuestra Madre del cielo, obtendremos muchos tesoros en el cielo. Y si adoramos a Jesús en la Eucaristía, nuestro corazón no solo no será reemplazado por el dinero, como le sucedió al avaro del milagro de San Antonio, sino que nuestro corazón será uno solo con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.



[1] http://www.mailxmail.com/curso-san-antonio-padua-biografia-historia/san-antonio-padua-milagros-corazon-avaro-recien-nacido-que-habla
[2] Cfr. Sicco Polentone, Vita di Sant’Antonio, 35.

jueves, 18 de junio de 2015

El Padre Nuestro se vive en la Santa Misa


         Todas las peticiones e impetraciones del Padre Nuestro se cumplen y se viven, en acto, en la Santa Misa. Veamos de qué manera.
         “Padre Nuestro que estás en el cielo”: las peticiones del Padre Nuestro se hacen a Dios “que está en el cielo”, pero en la Santa Misa, el altar eucarístico deja de ser una construcción material, para convertirse en una parte del cielo, en donde habita Dios, quien está dispuesto a renovar sacramentalmente, en el altar, por la liturgia eucarística, el sacrificio en cruz de su Hijo, por lo que podemos decir que, si en el Padre Nuestro nos dirigimos al Padre que está en el cielo, en la Santa Misa, desde el inicio, nos dirigimos al Padre que está en esa parte del cielo que es el altar eucarístico, listo para donarnos a su Hijo en la Eucaristía.
         “Santificado sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado y glorificado; en la Santa Misa, el Nombre de Dios es santificado y glorificado infinitamente por el sacrificio de Jesús realizado en el altar y este sacrificio le reporta más gloria y santidad que cualquier otro sacrificio, puesto que se trata del sacrificio del Hombre-Dios.
         “Venga a nosotros tu Reino”: en el Padre Nuestro pedimos que “venga a nosotros” el Reino de Dios; en la Santa Misa, mucho más que venir el Reino de Dios, viene a nosotros el Rey de ese reino, Cristo Jesús, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento sobre el altar eucarístico.
         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: la voluntad de Dios es que todos los hombres seamos salvos y esta salvación se da cuando recibimos la gracia y el Amor de Cristo, y la gracia y el Amor de Cristo los recibimos en la comunión eucarística, por lo que la voluntad de Dios comienza a cumplirse ya en la tierra, antes de que lleguemos al cielo, cuando comulgamos en gracia, porque al unirnos al Cuerpo sacramentado de Cristo, somos unidos al Padre por el Espíritu Santo, lo cual es un anticipo, ya en la tierra, de la salvación en el cielo.
         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: se cumple en la Santa Misa esta petición del Padre Nuestro, porque Dios Padre nos provee, por la Santa Misa, el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Maná Verdadero, la Eucaristía, que concede la vida eterna a quien la consume con fe y con amor.
         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padre Nuestro pedimos que Dios nos perdone nuestros pecados, al tiempo que hacemos el propósito a perdonar a quienes nos hayan ofendido, nuestros enemigos, pero en la Santa Misa, Dios ya ha respondido nuestra petición, antes de que se la hagamos y el signo y el sello de su perdón y de su Amor, es el Cuerpo crucificado y la Sangre derramada de su Hijo Jesús; además, nos concede la gracia más que suficiente para que seamos capaces de cumplir con el propósito de perdonar a nuestros enemigos, porque en la comunión eucarística recibimos el Amor infinito del Sagrado Corazón Eucarístico, que nos permite perdonar y amar a nuestros enemigos, con el mismo perdón y amor con el que nos perdonó y amó Jesús desde la cruz.
         “No nos dejes caer en la tentación”: mucho más que no dejarnos caer en la tentación, por la Eucaristía, recibimos la gracia para no solo resistir la tentación, sino para crecer, cada vez más, en la santidad y en la imitación de Cristo, que es algo mucho más grande que simplemente no caer en la tentación.
         “Y líbranos del mal”: por la Santa Misa, la petición de vernos “libres del mal” se cumple plenamente, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, sacrificio por medio del cual el Hombre-Dios derrotó, de una vez y para siempre, a la Serpiente, aplastando su soberbia cabeza, acorralándola, con la omnipotencia divina que surge de la cruz, hasta la última madriguera del infierno, encadenándola con el poder divino para siempre.
         Por todo esto, el Padre Nuestro se vive en la Santa Misa.


miércoles, 17 de junio de 2015

“Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará”


“Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará” (Mt 6, 1-6. 16-18).  A diferencia de los fariseos, que practicaban la religión para ser vistos y alabados por los hombres, sin importarles en realidad la verdadera esencia de la religión, esto es, la caridad, la compasión hacia el prójimo, y la piedad y el amor sobrenatural hacia Dios, Jesús pone en claro, para sus seguidores, los cristianos, en qué consiste la verdadera religión y el verdadero acto religioso que agrada a Dios, el cual tiene una doble vertiente: hacia Dios y hacia los hombres: hacia los hombres, la limosna, la cual puede ser material, de modo preeminente, aunque también puede ser de orden moral o espiritual –si se trata de un consejo, o de dar tiempo, por ejemplo-; hacia Dios, el acto religioso consiste en la oración y en el ayuno; la oración, en sus diversas formas –vocal, mental, del corazón, etc.-, y el ayuno, que es la forma de orar con el cuerpo, privándolo de lo necesario. En todos los casos, lo que distingue a la religión de Cristo, es decir, a la religión cristiana, de la religión practicada por los fariseos, es la interioridad, es decir, que si bien hay actos que deben ser hechos exteriormente –como la ayuda al prójimo, o como la oración vocal, por ejemplo-, todo debe ser remitido, en la intención, a Dios Padre, en el cenáculo interior del corazón, y debe ser realizado para Él y para que sólo Él lo vea y sólo Él sea glorificado, sin importar la opinión de los hombres. El hecho de que los hombres vean o no el acto religioso –la limosna, la oración, el ayuno-, por un lado, es accidental; por otro lado, debe ser evitado, en lo posible, es decir, si no lo ven, mucho mejor, pero si no es posible, si no se puede hacer el acto religioso sin que los demás lo vean, no debe importar la opinión de los hombres, porque el acto religioso, en su doble vertiente –hacia Dios, la piedad, y hacia los hombres, la compasión-, está dirigido hacia Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, en el altar secreto e interior, que es el corazón, y por lo tanto, poco y nada –más bien, nada- importa la opinión de los hombres.

Al revés de los fariseos, que hacían consistir la religión y el acto religioso en lo meramente exterior, para ser alabados por los hombres, sin importarles ni la piedad hacia Dios ni la compasión hacia los hombres, porque solo buscaban su propia vanagloria, el cristiano busca la gloria de Dios y por lo tanto evita la alabanza de los hombres, para lo cual, y es por eso que la religión y el acto religioso son ante todo interiores, puesto que comienzan en altar del corazón, que es donde se elevan las plegarias de amor, de adoración y de alabanzas al Padre, por el Hijo, en el Amor del Espíritu Santo, y se completa luego este acto de religión con la limosna dirigida a su prójimo, que es la imagen viviente de ese Dios Trino al cual ha amado y adorado en su interior. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará”. Y la recompensa es el crecimiento, cada vez más, en el Amor a Dios Uno y Trino.

martes, 16 de junio de 2015

“Amen a sus enemigos”


“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 43-48). Jesús deja un mandamiento que supera al mandamiento de la Ley Antigua que estipulaba “amar al prójimo y odiar al enemigo”: “ama a tu enemigo”. Este mandamiento nuevo de Jesús es un claro signo de que su religión es de origen divino, puesto que, de ninguna manera, es posible cumplirlo con las solas fuerzas humanas. Humanamente, a un enemigo se lo puede llegar incluso hasta perdonar, pero no “amar” y mucho menos en el grado y en el sentido en el que Jesús lo pide en su mandamiento nuevo, y ésa es la razón por la cual el mandamiento de Jesús es nuevo y de origen divino.

“Amen a sus enemigos”. El mandamiento de Jesús no es fácil de cumplir, pero tampoco imposible, porque Jesús no manda nada imposible; ahora bien, para poder cumplir con este mandamiento, es necesario realizar un itinerario espiritual, y veremos en qué consiste. Cuando Jesús dice: “amen a sus enemigos”, está diciendo que amemos y perdonemos –para amar hay que perdonar primero- con el amor y el perdón con el cual Él nos amó y nos perdonó primero desde la cruz, de modo personal e individual, a cada uno. Esto quiere decir que, para que seamos capaces y estemos en grado de verdaderamente perdonar y amar a nuestros enemigos con el perdón y el amor con los cuales Jesús nos amó y perdonó desde la cruz, es necesario acudir a Él en la cruz, puesto que Jesús crucificado es la Fuente del perdón y del Amor; sus heridas abiertas, su Corazón traspasado y su Sangre derramada, son la fuente inagotable del perdón divino y del Amor Eterno con los cuales Dios no solo olvida para siempre nuestros pecados, sino que nos abraza y nos concede la totalidad de su Amor Divino, contenido en el Sagrado Corazón de Jesús. Y para que el acceso al perdón y al Amor de Dios, donados en Cristo Jesús, sea más fácil y directo, al pie de la cruz, al lado de Jesús crucificado, se encuentra Nuestra Señora de los Dolores, la Virgen, que será quien llevará nuestro pedido de no solo no caer en la tentación de vengarnos de nuestros enemigos con el “ojo por ojo y diente por diente”, sino de vivir, para con ellos, el mandamiento nuevo de la caridad de Jesús, de perdonar y amar a nuestros enemigos, con el mismo perdón y con el mismo Amor con el cual Él nos perdonó y amó desde la cruz. Sólo así, seremos “perfectos, como es “perfecto nuestro Padre que está en el cielo”.

sábado, 13 de junio de 2015

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”


"El Reino de Dios es como un grano de mostaza..."


(Domingo XI - TO - Ciclo B – 2015)
         “El Reino de Dios es como un grano de mostaza…” (Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios con “un grano de mostaza”: así como este grano comienza siendo una pequeñísima semilla, y luego termina convirtiéndose en un árbol o en arbusto de gran tamaño, al cual las aves del cielo eligen para hacer sus nidos, así el Reino de Dios entre los hombres, comienza siendo pequeñísimo, porque en sus inicios nadie lo conoce y porque su manifestación pasa desapercibida; sin embargo, a medida que pasa el tiempo y la historia de la humanidad, la potencialidad divina encerrada en las primeras manifestaciones del Reino, llegan a su plenitud, hasta llegar a su máxima plenitud en el Último Día de la humanidad, en el Día del Juicio Final, en el que el Reino de Dios se manifestará en todo su esplendor, convirtiéndose en ese momento, en el que el tiempo dejará paso a la eternidad, en un reino de “gran tamaño”, pues será observado por toda la humanidad, sin excepción.
         En sus inicios, el Reino de Dios es “pequeño, como un grano de mostaza”, porque contrasta su santidad y bondad, que derivan de la santidad y bondad del Ser divino trinitario, que viene a establecerla y propagarla por Jesucristo, el Hombre-Dios en el mundo, con la inmensidad de la oscuridad y de las tinieblas que envuelven al mundo, que yace “bajo el poder del maligno” (1 Jn 5, 19) y bajo las tinieblas que brotan de los más profundo del corazón del hombre, según lo declara el mismo Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de males: las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Es decir, el Reino de Dios, que es Reino de justicia, de santidad, de paz, de alegría, de bondad, de amor, de caridad, de amistad, de perdón, y que viene a ser establecido por Jesucristo, es pequeño en sus inicios, cuando llega Jesús –tan pequeño como un grano de mostaza-, porque lo que predomina en el mundo, en los tiempos de la Primera Venida de Jesucristo al mundo, son las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y de la muerte, difundidos por doquier, tanto por el demonio, bajo cuyo poder yace el mundo, como por los hombres, seducidos y sometidos a él a causa del pecado original de los primeros padres, Adán y Eva.
         Sin embargo, el Reino de Dios, pequeño al inicio como un grano de mostaza, puesto que posee en sí mismo la fuerza de la santidad divina, que vence a las tinieblas, que vence por sí misma al pecado, al error y a la ignorancia, va creciendo paulatinamente, a medida que ese Reino, por medio de la gracia, se expande no tanto exteriormente, en las estructuras e instituciones de los hombres, sino ante todo en el interior, en lo más profundo y en la raíz del ser de los hombres, y es así como este Reino, pequeño en un inicio como un grano de mostaza, va creciendo paulatinamente, hasta que llega a ser un robusto árbol, que es la imagen utilizada por Jesucristo, cuando la gracia se apodera de las almas y las sustrae del poder de las tinieblas.
         Por este motivo es que podemos decir también que con la parábola del grano de mostaza, se preanuncia además la gracia santificante, propia del Reino de los cielos: la gracia, como el Reino, al inicio es pequeña, pero cuando crece, es un arbusto tan grande, que “los pájaros del cielo van  a hacer nido en sus ramas”. Y quien concede la gracia santificante es Jesús, en cuanto Hombre-Dios, el Dador de la gracia y la Gracia Increada en sí misma y concede la gracia, propia de la Nueva Alianza, a través de su sacrificio en cruz y el derramamiento de su Sangre.
“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”. La parábola se aplica al Reino y se aplica a la gracia, y se puede aplicar, por extensión, al alma, que es el sujeto en el que inhiere, en el que asienta la gracia, y en quien se manifiesta el Reino de Dios. Es por este motivo que la parábola puede también aplicarse al alma, ya que sin la gracia divina, el alma es pequeña –como la semilla de mostaza-, mientras que con la gracia de Dios, alcanza un tamaño insospechado, que supera miles de veces su pequeñez original. Esto se ve en los santos, que llegaron a las más altas cumbres de la santidad, no por ellos mismos, sino por la gracia divina. De todos los santos que están en el cielo, absolutamente todos, deben su gloria y su grandeza a la gracia divina; dicho de otra manera, sin la gracia divina, ninguno de los santos –el Padre Pío, Santa Margarita, San José, San Antonio, o cualquier santo que se nos ocurra-, no solo jamás habrían alcanzado la gloria de la vida eterna, sino que habrían permanecido pequeños e insignificantes, como pequeño e insignificante es un grano de mostaza, y como pequeña e insignificante es un alma sin la gracia de Dios.
Ahora bien, si el alma es el grano de mostaza que por la gracia alcanza un tamaño miles de veces superior al original, y se vuelve tan grande como un árbol, en el que las aves del cielo van a hacer sus nidos; ¿qué representan estas aves del cielo? Representan a las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que inhabitan en el alma en gracia y hacen de ese corazón su morada más preciada.
“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”. Entonces, la enseñanza de esta parábola es que, además de hacernos ver que el Reino de Dios, inicialmente pequeño, crecerá hasta convertir en sus súbditos por el Amor a toda la humanidad en el Día del Juicio Final, la otra enseñanza es que nos permite apreciar además el valor inestimable de la gracia, que convierte nuestra pequeña alma, que inicialmente es pequeña como el grano de mostaza, en el árbol gigante o en el arbusto gigante –nuestra alma es la semilla de mostaza pequeña al inicio que creció hasta transformarse en árbol-, y esto significa el alma que recibió la gracia: al inicio, era pequeña e insignificante, porque la naturaleza humana es pequeña e insignificante; sin embargo, cuando recibe la gracia, se transforma en un gran árbol o arbusto, en el que “van a hacer su nido los pájaros”, los cuales representan a las Tres Divinas Personas, que inhabitan en el alma en gracia, y que por lo mismo, vive ya, en anticipo, en la tierra, el Reino de los cielos.

Que la Virgen, Divina Agricultora, cultive nuestra alma, pequeña como el grano de mostaza, para que crezca robusta como el más grande de los árboles, en cuyas ramas, el corazón, vayan a cobijarse las aves del cielo, las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

miércoles, 10 de junio de 2015

“No he venido a abolir la Ley o los Profetas, sino a dar cumplimiento”

         
     “No he venido a abolir la Ley o los Profetas, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-19). Jesús viene a inaugurar un nuevo movimiento religioso y una nueva Iglesia    –“las puertas del infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia”[1]- y por eso mismo debe explicar su posición con respecto a la ley mosaica[2]: no ha venido a abrogarla sino a perfeccionarla. No podría de ninguna manera abrogarla, siendo Él el mismo Dios que la instituyó, y siendo como es, la ley mosaica, fundada en el orden natural. Jesús no viene a abolir la Ley, sino a perfeccionarla, y la perfección consiste no solo en que el orden moral antiguo no pasará, sino que surgirá a una nueva vida, que le será infundida con un nuevo espíritu. La ley antigua, por el hecho de ser ley, sólo podía controlar con efectividad los actos externos; el nuevo espíritu penetra hasta la parte más recóndita del ser del hombre y sus sanciones son de orden espiritual[3].
La razón de la mayor perfección y santidad de este nuevo orden moral, es que éste se originará en la vida de la gracia, infundida por Jesús a través de su sacrificio en cruz y derramamiento de Sangre. El nuevo espíritu, concedido por la gracia, hará que “ni la letra más pequeña, ni la tilde de una letra, pasarán”[4]. A partir de Jesús, ya no bastará con “no matar”; ahora el mero enojo hacia el prójimo será una falta contra la Nueva Ley, un pecado; ya no bastará con “no cometer adulterio”, ahora “desear a la mujer del prójimo” será pecado. La Nueva Ley de Jesucristo es mucho más exigente que la Ley Antigua, porque escruta lo más profundo del hombre, y no meramente los actos externos. La razón de esta perfección en el orden moral nuevo de Jesús se debe a que, a partir de Jesucristo, por la gracia santificante, Dios Uno y Trino inhabitará en el alma en gracia y convertirá al cuerpo en “templo del Espíritu Santo”[5]. También el paladar será más exquisito: al cristiano no sólo no le satisfarán los manjares terrenos, sino que ya no le servirá de nada comer el cordero terrenal, asado con el fuego de la tierra, de la Pascua antigua: ahora, el cristiano, se alimentará con un banquete nuevo, un banquete no preparado en la tierra; el cristiano se alimentará con un manjar exquisito, celestial, sobrenatural, el Cordero de Dios, cuya Carne gloriosa será asada en el Fuego del Espíritu Santo; además, se saciará con el Pan Vivo bajado del cielo, que le concede la Vida eterna, y beberá del Vino de la Nueva Alianza, la Sangre que brota del Corazón traspasado del Cordero. Es este nuevo orden de cosas, el que Jesús viene a instaurar, y es esto lo que quiere decir que no viene a abrogar la ley, sino a perfeccionarla.



[1] Cfr. Mt 16, 18.
[2] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Editorial Herder, Barcelona 1957, 360.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. 1 Cor 6, 19.

jueves, 4 de junio de 2015

Solemnidad de Corpus Christi



(Solemnidad de Corpus Christi - Ciclo B - 2015)
    
La Iglesia enseña que Jesús, el Hombre-Dios, en la Última Cena, “antes de pasar de este mundo al Padre” (Mt 16, 19), al haber llegado “su Hora” del “paso” de esta vida terrena a la vida eterna, movido por su Amor, sabiendo que partía a la Casa del Padre, quiso quedarse con nosotros, y para eso instituyó el sacerdocio ministerial, ordenando a sus Apóstoles sacerdotes, e instituyó la Eucaristía, convirtiendo el pan y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Es decir, la Iglesia nos enseña que Jesús, antes de su Pascua, antes de su “paso” de esta vida a la vida de gloria con el Padre, instituyó la Eucaristía, anticipando el Jueves Santo, en la Última Cena, lo que habría de hacer el Viernes Santo, en el Sacrificio de la Cruz: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, solo que en la Última Cena entregó su Cuerpo de modo incruento y sacramental en la Hostia y vertió su Sangre, también de modo incruento y sacramental, en el Cáliz.
Esto es lo que la Iglesia llama “Transubstanciación”, es decir, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias glorificadas de su Cuerpo y de su Sangre, su Alma y su Divinidad. Jesús realizó en la Última Cena la Primera Eucaristía, y ordenó sacerdotes ministeriales a sus Apóstoles, dándoles la orden de que hicieran lo que Él hizo “en memoria suya”, “hasta que Él vuelva”; es decir, Jesús ideó la manera de quedarse en medio nuestro, a través de la Santa Misa y por medio del sacerdocio ministerial, que convierte las ofrendas muertas del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús.
De esta manera, Jesús se hace Presente, en nuestro tiempo, con su Cuerpo glorificado, con su Alma glorificada, con su Persona Divina, tal como Es Él en la eternidad, sólo que se hace Presente en nuestro tiempo, en nuestro aquí y ahora, oculto bajo el velo sacramental eucarístico, puesto que no lo vemos tal cual es, sino que lo que vemos son las especies eucarísticas del pan y del vino; sabemos por la fe que la Eucaristía ES Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, pero no lo vemos con los ojos del cuerpo; sí lo vemos, podemos decir, con los ojos de la fe.
Es el “misterio de la fe”[1] que proclama la Santa Iglesia, con estupor, con sagrado asombro, con amor, luego de la consagración, en cada Santa Misa, para goce y disfrute de los hombres: luego de la consagración: "el misterio de la fe" consiste en que las simples y humildes materias inertes del pan y del vino, se han convertido, por la omnipotencia del Espíritu de Dios -que ha obrado a través de la débil voz del sacerdote ministerial, al pronunciar las palabras: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”, el milagro de la Transubstanciación, la conversión de las substancias inertes del pan y del vino-, en las substancias gloriosas de la Humanidad glorificada del Señor Jesús –Cuerpo y Alma glorificados-, unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Divina del Verbo de Dios.
En otras palabras, cuando la Iglesia, a través del sacerdote ministerial, luego de la consagración, dice: “Éste es el misterio de la fe”, está proclamando el milagro más asombroso de todos los milagros, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, milagro por el cual la materia sin vida del pan y del vino, se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, el milagro por el cual, el Cordero del Apocalipsis, adorado en los cielos por ángeles y santos, se hace Presente real, verdadera y substancialmente, en el altar eucarístico, para ser adorado por nosotros, simples mortales.
Sin embargo, debido a que se trata, precisamente, de un milagro tan absolutamente grandioso, que supera tan infinitamente nuestra capacidad de comprensión, y debido a que, incluso las explicaciones teológicas son tan insuficientes para un misterio tan sublime y para tanta grandeza obrada en el altar, Dios mismo decidió hacer un milagro, para que nos diéramos al menos una pálida idea de lo que Él obra en el altar por Amor a nosotros y es el milagro eucarístico de Bolsena, que dio origen a la Solemnidad de “Corpus Domini” o “Corpus Christi”.  
Este milagro eucarístico, llamado el “Milagro de Bolsena” se produjo en la ciudad italiana de Bolsena, en el verano de 1264[2], y sucedió de la siguiente manera: un sacerdote de Bohemia, llamado Pedro de Praga, regresaba de Italia luego de haber obtenido una audiencia con el Papa Urbano IV; en el camino de regreso se detuvo en Bolsena, donde celebró la Misa en la iglesia de Santa Cristina. Como dato a tener en cuenta, este sacerdote tenía muchas dudas de fe acerca de la Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Al llegar al momento de la consagración, mientras Pedro de Praga pronunciaba las palabras que permiten la transubstanciación, sucedió el milagro, del que nos ha llegado la siguiente descripción, la cual traducimos literalmente[3]: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre, excepto aquella fracción que tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”. Continúa el relato: “La sangre que brotaba de la Hostia manchó el corporal –el lienzo que se extiende en el altar para poner sobre él la patena y el cáliz-. Al sacerdote le faltaron las fuerzas para continuar la Misa. Envolvió la Hostia en el corporal y la llevó a la sacristía. Durante el recorrido, algunas gotas de sangre cayeron sobre el pavimento y los escalones del altar, y se conservan hasta hoy día. Gracias a este milagro, el Señor fortificó la fe de Pedro de Praga, sacerdote de grandísima piedad y moral, pero que lamentablemente dudaba de la real presencia de Cristo velado en las Especies, es decir, en las apariencias sensibles del pan y del vino. La noticia del Milagro se difundió inmediatamente, y tanto el Papa como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Luego de un atento examen, Urbano IV no sólo aprobó su autenticidad, sino también decidió que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta particular y exclusiva”[4].
Fue así como el milagro de Bolsena dio origen a la Fiesta del “Corpus Domini” para la Iglesia Universal, el cual fue un milagro del cielo, milagro por el cual Dios mismo quería hacernos ver, con los ojos del cuerpo, aquello que debemos contemplar con los ojos de la fe.
En otras palabras, lo que sucedió en Bolsena, y que pudo ser visto con los ojos del cuerpo, es lo que sucede en cada Santa Misa y aunque no puede ser visto con los ojos del cuerpo, sí puede ser contemplado con los ojos de la fe: el pan, por el poder de Jesús que pasa a través de la voz del sacerdote ministerial, se convierte en la Carne de Jesús, en su Sagrado Corazón traspasado, del cual brota Sangre, y esta Sangre fue la que, manando abundante del Corazón de Jesús, cayó sobre el corporal y sobre el pavimento, manchándolos. Ése es el sentido del milagro de Bolsena: que sepamos que, en cada Santa Misa, Jesús se hace Presente, por el milagro de la Transubstanciación, real y verdaderamente, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y también con todo el Amor Eterno de su Sagrado Corazón.
Sin embargo, en la Santa Misa hay una diferencia con el milagro de Bolsena: en el milagro de Bolsena, la Sangre de Jesús, que brotó milagrosamente de la Carne aparecida en el lugar de la Hostia, se derramó sobre el corporal y el pavimento y quedó allí impresa, hasta el día de hoy, como reliquia; en la Santa Misa, la Sangre de Jesús, que aparece milagrosamente por la Transubstanciación, de la Carne Eucarística, quiere caer, no sobre el corporal, ni sobre el pavimento, para quedar como una reliquia inerte, sino que quiere derramarse sobre los corazones de los hijos de Dios, para colmarlos con la Vida Eterna y para llenarlos con el Fuego del Divino Amor.








[1] Cfr. Misal Romano.
[2] https://www.facebook.com/news.va.es
[3] Cfr. ibidem.
[4] Es así que decidió extender la fiesta del Corpus Domini, hasta ese momento únicamente fiesta de la diócesis de Liegi, a toda la Iglesia Universal, mediante la Bula “Transiturus de hoc mundo ad Patrem”. En ella, se expone la razón de la importancia de la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la Hostia. 

martes, 2 de junio de 2015

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”


“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mc 12, 13-17). Los fariseos y herodianos buscan tenderle una trampa a Jesús, para lo cual, le presentan una moneda que lleva grabada la efigie del César y le preguntan “si es lícito pagar o no los impuestos”. Con su sabiduría divina, Jesús no solo evade la trampa, sino que los encierra a ellos mismos en su propia trampa, al tiempo que nos deja una enseñanza válida para esta vida y para la vida eterna: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. La moneda, es decir, el dinero, es del César, y es por eso que lleva su efigie; por lo tanto, hay que dar “al César, lo que es del César”: puesto que el César representa el mundo y el poder mundano, al mundo hay que darle –en el sentido de despojarse de éste- el dinero y todo lo que el dinero representa: poder, éxito, riquezas terrenas, influencias. Eso le pertenece “al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido de no quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
La otra parte de la respuesta de Jesús, completa y profundiza el sentido de la primera parte: “a Dios, hay que darle lo que es de Dios”. ¿Qué le pertenece a Dios? A Dios le pertenece nuestro ser, nuestra alma, nuestro corazón, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Santificador.

A Dios Uno y Trino hay que darle, entonces, el corazón, el alma, el ser, porque a Él le pertenecen, por ser Él nuestro Dueño y Señor, y es por eso que debemos darle cuanto antes lo que le pertenece -todo lo que somos y tenemos-, para que empezando a poseer de nosotros, que somos su propiedad, en el tiempo, sigamos siendo de su propiedad y pertenencia en el Reino de los cielos, por la eternidad. Y lo que somos y tenemos, que es de Dios, se lo damos por intermedio de las manos y del Inmaculado Corazón de María.