sábado, 30 de enero de 2016

“Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo”



(Domingo IV - TO - Ciclo C – 2016)
         
     “Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo” (Lc 4, 21-30).
         Sorprende el cambio radical de sentimientos y de actitud por parte de aquellos a quienes predica Jesús. En un primer momento, todos están “admirados” por su sabiduría; en un segundo momento, “todos se enfurecen” y de tal manera, que quieren matar a Jesús, arrojándolo por el precipicio.
         ¿Cuál es la causa de este cambio radical en sus ánimos e intenciones?
         Para entender el porqué del cambio radical de ánimo –de la admiración por sus palabras al deseo de quitarle la vida- hay que reflexionar en los episodios de los profetas Elías y Eliseo que recuerda Jesús: en ambos casos, los profetas son enviados, no a los miembros del Pueblo Elegido -es decir, a los que creían en un Único Dios-, sino a los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso llamado Naamán el sirio. Ambos paganos, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, se comportan con caridad –la viuda de Sarepta, porque auxilia al profeta- y con piedad –el leproso, porque cree en la palabra del enviado de Dios-, con lo cual, como dice Jesús, se vuelven merecedores de los favores de Dios.
         Lo que Jesús les quiere decir -si bien indirectamente- a quienes lo escuchan, miembros del Pueblo Elegido, al traer a la memoria ambos episodios, es precisamente este hecho, el de haber recibido, de parte de Dios, un amor de predilección al haberlos elegido para que formen parte del Pueblo de Dios, pero ellos han sido infieles a este Amor de Dios, al endurecer sus corazones, faltos de caridad y de piedad, que es lo que sí demostraron tener los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán el sirio. Esta dureza de corazón es lo que hace que no sean gratos a los ojos de Dios y que por lo tanto, no reciban de Él sus favores, como sí lo recibieron los paganos.
En otras palabras, lo que Jesús les quiere decir es que no es la pertenencia formal al Pueblo Elegido, lo que les vale el favor de Dios, sino esa pertenencia, más la caridad y la piedad, como los paganos, la viuda y el leproso. Dios da sus favores a estos últimos porque demostraron con sus obras ser verdaderamente hombres de religión: la viuda de Sarepta que ayudó a Elías y el leproso curado, demostraron caridad y piedad, respectivamente, que forman parte de la  virtud de la religión y es en lo que constituye la esencia del acto religioso. Sin caridad y sin piedad, la religión y los actos religiosos –y la persona que se dice religiosa- se vuelven vacíos, duros, fríos, y no son agradables a Dios. Todavía más, reaccionar con enojo frente a la corrección de algo que estamos haciendo mal, como lo hacen los que escuchan a Jesús en el pasaje del Evangelio, es índice muy claro de ausencia del Espíritu Santo en un alma, y es señal también de un alto grado de soberbia. La humildad y la mansedumbre del corazón son, por el contrario, señales de un corazón similar al Corazón de Jesús, manso y humilde.

         No debemos pensar que Jesús habla solamente a quienes lo escuchaban en ese momento: también nos hace a nosotros el mismo reproche; no tenemos que pensar que, por pertenecer a la Iglesia Católica, por estar  bautizados y por asistir a Misa, somos gratos a Dios: esto, sí, es sumamente necesario, pero es igualmente necesario poseer la caridad –el amor sobrenatural a Dios y al prójimo- y la piedad. Sólo siguiendo el ejemplo de los paganos citados por Jesús, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán, el sirio, sólo así, nos aseguraremos de ser gratos a Dios y de ser merecedores de su favor. 

viernes, 29 de enero de 2016

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza”



“El Reino de Dios es como un grano de mostaza” (Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios con un grano de mostaza: así como el grano de mostaza, al inicio es pequeño y casi insignificante, para luego convertirse en un arbusto que asemeja un árbol, en el cual van a refugiarse las aves del cielo, así es el Reino de Dios: al inicio, el alma es pequeña e insignificante, pero por medio de la gracia santificante, infundida en el bautismo y a medida que se acrecienta la misma con actos de fe, de esperanza y caridad, el alma crece paulatinamente, y se agiganta cada vez más, convirtiéndose en una imagen viviente de Cristo y en poseedora del Reino de Dios. 
Entonces, en la imagen utilizada por Jesús, la semilla de mostaza es el alma, pequeña e insignificante al inicio, sin el Reino de Dios en sí misma; la gracia santificante es lo que convierte, a esta semilla pequeña, es decir, el alma, en una imagen viviente de Jesucristo y en poseedora, más que del Reino, del Rey de este Reino, Cristo Jesús, porque la gracia hace que el alma sea una imagen o copia viviente del Hombre-Dios, con lo cual, su estatura espiritual es gigantesca. Si la semilla de mostaza, al convertirse en arbusto, crece cientos de miles de veces, hasta convertirse en un arbusto que semeja un árbol, el alma, por la gracia santificante, crece hasta convertirse en algo inimaginablemente más grande que lo que era sin la gracia: una copia viviente de Jesucristo y así puede decirse que el Reino de Dios ha comenzado en esta alma.

Sin embargo, aún falta un elemento y son “las aves del cielo” que van “a cobijarse en las ramas del árbol”. ¿Qué representan las aves del cielo? Representan a las Tres Divinas Personas de la Trinidad, que hacen nido -inhabitan- en el corazón en gracia.  

miércoles, 27 de enero de 2016

“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto"


“Los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno” (Mc 4, 1-20). Con la parábola de un sembrador, cuya semilla cae en distintos tipos de terrenos y da frutos en diversos porcentajes, Jesús describe la interacción y la relación sobrenatural que se produce entre la Palabra de Dios, el hombre y sus situaciones existenciales y el ángel caído, Satanás. El sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla, la Palabra de Dios -su Hijo, Jesucristo, la Palabra Eternamente pronunciada-, en el corazón del hombre, el cual, en algunas ocasiones es como el “borde del camino”, otra es un “terreno rocoso”, en otros casos es un terreno “espinoso”, y en otro caso, es “tierra fértil”, que da fruto “al treinta, sesenta y ciento por uno”. Lo más interesante de la parábola es la semilla que cae en terreno fértil, porque es la que da frutos, y esto nos lleva a preguntarnos qué es lo que hace que un corazón dé frutos, ante la escucha de la Palabra de Dios, y qué es lo que hace que no dé frutos. A diferencia de la tierra, que es un ser obviamente inerte, sin vida y sin libertad, el corazón del hombre es libre, lo cual quiere decir que, en cierta medida, que la Palabra fructifique o no, depende de su libertad: los obstáculos a la germinación de la Palabra –Satanás, la tribulación, la persecución, la seducción de las riquezas- son obstáculos en tanto y en cuanto es el hombre el que decide que sean obstáculos, puesto que la Palabra de Dios tiene, en sí misma, la fuerza propia de la divinidad, que le permite al hombre superar, mediante esa fuerza, cualquier clase de obstáculo –natural o preternatural, esto es, diabólico- que pretenda impedir el crecimiento de la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Un factor, entonces, es la libertad del hombre, desde el momento en que es el hombre el que, libremente, decide inclinarse por la Palabra de Dios o por el mundo y sus seducciones y falsos atractivos. El otro factor a tener en cuenta, es la libertad de Dios y la acción de la gracia divina: cuando Dios siembra en un corazón su Palabra, lo hace por su Amor -sin obligación alguna de ningún tipo-, al tiempo que concede la gracia suficiente para que esta Palabra germine. Es decir, para que la Palabra de Dios rinda al “treinta, sesenta y o ciento por uno”, son necesarias, de nuestra parte, la libre elección de la Palabra de Dios y confianza en ella ante cualquier circunstancia adversa y que esta Palabra de Dios ocupe siempre el primer lugar, en el centro de nuestro corazón; del lado de Dios, aunque siempre encontraremos su disposición a sembrar en nosotros su Palabra, es necesaria también la acción previa de la gracia, que es la que prepara al corazón para recibir con fe y con amor la Palabra de Dios. Y aquí viene otro factor sobrenatural, necesario para que la Palabra dé frutos en el alma: como toda gracia proviene de la María Santísima, la Medianera de todas las gracias, entonces, para que germine la Palabra de Dios en nuestros corazones y dé fruto “al ciento por uno”, es necesario que nos dirijamos a Ella, suplicándole que convierta nuestros corazones, áridos, llenos de espinas y de rocas y acechados por los pájaros que comen la semilla, en tierra fértil que reciba la Palabra de Dios, para que la Palabra de  Dios, echando raíces, dé frutos de caridad, mansedumbre, humildad, santidad.

sábado, 23 de enero de 2016

“El Espíritu del Señor está sobre Mí"


(Domingo III - TO - Ciclo C – 2016)

         “El Espíritu del Señor está sobre Mí (…) hoy se ha cumplido esta profecía”.  (Lc 1, 1-4.4, 14-21). Estando en la Sinagoga, Jesús pasa a leer las Sagradas Escrituras y lee un pasaje del profeta Isaías, en el cual el Mesías describe su constitución y su misión: sobre el Mesías “está el Espíritu Santo” y el Señor lo ha enviado para “llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
Puesto que en Israel muchos creían que cuando llegara el Mesías, éste conduciría a Israel a liberarse de la opresión de los romanos, es decir, que sería un Mesías cuya misión sería principalmente terrena, Jesús revela que la misión del Mesías será eminentemente espiritual y dentro de esta misión, lo central es el anuncio de la Buena Noticia a los pobres; también dará la libertad a los oprimidos y a los cautivos, dará la vista a los ciegos y proclamará un año de gracia del Señor.
Todo lo que Jesús anuncia, pertenece al orden de lo espiritual y sobrenatural, porque los pobres, objeto de la misión central del Mesías, seguirán siendo pobres materialmente porque no se trata de los pobres materiales, al menos no exclusivamente, sino de los “pobres de espíritu”, tal como dirá luego Él mismo en el Sermón de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios” (Mt 5, 3). Es decir, el versículo leído por Jesús en la Sinagoga, perteneciente al libro del profeta Isaías, describe cuál es la misión central –podríamos decir exclusiva y excluyente- del Mesías: “anunciar la Buena Noticia a los pobres” y puesto que estos pobres no son los pobres materiales, sino los “pobres de espíritu” y en esa pobreza de espíritu están comprendidos tanto los pobres como los ricos materiales, eso quiere decir que el Mesías no ha venido para acabar con la pobreza material de los hombres, puesto que la pobreza, como dirá el mismo Jesús, siempre existirá: “A los pobres los tendréis siempre entre vosotros” (Mt 6, 11), sino que ha venido para cumplir una misión eminentemente espiritual: dar una “Buena Noticia” a la humanidad, la Buena Noticia de que el hombre no sólo será liberado de sus tres enemigos mortales –el pecado, la muerte y el demonio- porque Él los derrotará a los tres en su sacrificio en cruz, sino que además, le será concedida al hombre la filiación divina por la gracia del Bautismo.
Y contra aquellos que, dentro de Israel, esperaban que el mesías fuera un líder político que liberara a Israel de la opresión del Imperio Romano y también de sus enemigos materiales y terrenos, Jesús revela que la misión del Mesías es ante todo eminentemente espiritual, porque si bien ha venido a “liberar a los oprimidos y a los cautivos”, se trata de quienes están oprimidos y cautivos por el pecado, la muerte y el demonio, es decir, todos los hombres después de la caída de Adán y Eva.
Que la misión sea eminentemente espiritual, está confirmada por el hecho de que el Mesías proclamará “un año de gracia del Señor”, es decir, inaugurará un tiempo nuevo, el año de gracia, en el que Dios derramará su misericordia sobreabundantemente sobre los hombres, para liberarlos de todas las esclavitudes espirituales. De esta manera, Jesús revela que el Mesías cumplirá una misión eminentemente espiritual y que no se limitará al Pueblo de Israel, sino que será universal, porque se extenderá a toda la humanidad. Esto contrasta con las visiones terrenas y reductivas del Mesías, por parte de quienes esperaban en el Mesías, pero un Mesías meramente humano, terreno y político. Es importante esta distinción acerca de la misión del Mesías, porque la misma misión del Mesías, será luego continuada, en la tierra, en el tiempo y en la historia, por la Iglesia. Esto quiere decir que, si bien la Iglesia está obligada, por el mandamiento de la caridad, a atender a los pobres materiales, sin embargo su misión principal son los “pobres de espíritu”, aquellos que están sedientos de la Palabra de Dios, sean ricos o pobres materiales.
Pero hay otro aspecto en la revelación de Jesús, además de la misión del Mesías y es el hecho de que Jesús se atribuye ser Él el Mesías enviado por Dios: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Jesús dice que ese pasaje “se ha cumplido hoy”, es decir, en Él, porque es en Él en quien está el Espíritu de Dios. Ahora bien, el Espíritu de Dios puede estar en un hombre y así ese hombre es un hombre santo, porque está asistido por el Espíritu de Dios, pero no es esta la forma en la que el Espíritu está en Jesús: el Espíritu Santo está en Jesús en cuanto Hombre y en cuanto Dios: en cuanto Hombre, el Espíritu está en su Humanidad como unción, desde su Concepción, porque Jesús, en su Cuerpo y en su Alma, en su Humanidad, fue ungido con el Espíritu Santo en el momento de su Encarnación; en cuanto Dios, Él es, junto con el Padre, el Dador del Espíritu, porque siendo Él Dios Hijo, espira el Espíritu junto al Padre –y esto, tanto en cuanto Dios, como en cuanto Hombre-: será Jesús, junto al Padre, quien expirará al Espíritu Santo en Pentecostés, así como es Jesús, junto al Padre, quien expira al Espíritu Santo, que actúa a través del sacerdote ministerial en la Santa Misa, para convertir el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, la Eucaristía.   

“El Espíritu del Señor está sobre Mí”. Jesús es el Dios Mesías, que se ha encarnado en el seno de María Santísima para donar al Espíritu Santo, el Espíritu que es “Fuego de Amor Divino”, el Fuego con el que quiere incendiar los corazones: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y ¡cómo quisiera ya verlo ardiendo!”; es el Espíritu que nos ha comunicado a los cristianos en Pentecostés; es el Espíritu cuyo fuego debería estar ardiendo en nuestros corazones; es el Espíritu Santo que deberíamos reflejar con nuestras obras de misericordia y por el cual, quien ve a un cristiano, debería decir: “El Espíritu del Señor está sobre él”. 

viernes, 22 de enero de 2016

“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, con el poder de expulsar demonios”


“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, con el poder de expulsar demonios” (Mc 3,13-19). Jesús elige a los Doce apóstoles, constituyendo así a su Iglesia, la Iglesia Católica, como una realidad jerárquica. En el nombre –apóstoles- de este pequeño grupo de hombres que Jesús elige, se revela la misión que Él les encomienda: “apóstol” significa “enviado”; esto significa que son elegidos para ser enviados a cumplir una determinada misión. Es decir, Jesús instituye su Iglesia, que es eminentemente contemplativa –los llamó para que “estuvieran con Él”- pero al mismo tiempo es misionera, porque elige a su Apóstoles, para “enviarlos a predicar” el Evangelio de la Buena Noticia, la salvación traída a los hombres por Cristo Jesús. Esto nos hace ver que desde su máxima jerarquía, la Iglesia nace siendo misionera, porque los Doce Apóstoles, “columnas de la Iglesia” (cfr. Ef 2, 20) son “enviados” por Jesús para que evangelicen al mundo.
Ahora bien, en cuanto a nosotros, simples fieles bautizados –que, obviamente, no somos las “columnas de la Iglesia” como los Doce Apóstoles-, sí compartimos con ellos algunos de los aspectos de su nombre y misión: como los Apóstoles, a quienes llamó porque Él los eligió –“llamó a los que quiso”-, también a nosotros Jesús nos llama y nos incorpora a su Iglesia por medio del Bautismo sacramental porque Él así lo quiso, es decir, somos bautizados porque Jesús nos eligió: si Jesús no hubiera querido llamarnos, no formaríamos parte de su Iglesia, y si lo hacemos, es porque Jesús quiso llamarnos; y también, así como Jesús llama a los Apóstoles para que “estuvieran con Él”, así también nos llama a nosotros para que “estemos con Él”, unidos a Él por el Amor de su Sagrado Corazón y esto se da ante todo en la adoración eucarística; por último, así como los Apóstoles son “enviados para predicar”, así también nosotros somos enviados por Jesús al mundo para predicar la Buena Noticia de la salvación.
“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”. Comentando este pasaje, un autor anónimo[1]  del siglo II dice que Jesús, reconociéndolos como “fieles a su palabra”, “les dio a conocer los misterios del Padre” y los “envió al mundo (…) para que todas las naciones creyeran en Él, que era (Dios) desde el principio”. De la misma manera, también nosotros somos llamados por Jesús desde la Eucaristía, para que nos comunique, en el silencio de la adoración y en lo más profundo del alma, los secretos del Padre, que sólo Él, por ser el Hijo Unigénito, conoce; nos llama desde la Eucaristía para que “estemos con Él”, para colmarnos de su gracia y de su Amor de Dios, un amor que es eterno, inagotable e incomprensible; nos llama desde la Eucaristía para que nosotros, saliendo de la adoración y habiendo sido colmados de dones y sobre todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, comuniquemos a nuestros hermanos, con obras de misericordia, antes que con palabras, el mismo amor misericordioso recibido de Jesús Eucaristía. Como a los Apóstoles, Jesús nos llama desde la Eucaristía, eligiéndonos con amor de predilección, para que transmitamos a nuestros prójimos la Alegre Noticia de la Presencia real y substancial, personal –y no imaginaria o “fantasmática”[2]- de ese Dios de la Eucaristía, al que adoramos y en el que confiamos; nos llama, como a los Apóstoles, para que demos testimonio en el mundo de la religión que nos lleva a despreciar lo mundano, porque “está cerca el Reino de los cielos”[3], que es eterno; nos llama para que anunciemos a nuestros hermanos que sólo Cristo Jesús debe ser amado y adorado en su Presencia sacramental eucarística, y no los falsos ídolos neo-paganos; nos llama para que anunciemos a nuestros prójimos que el Amor entre los cristianos es el Amor de Dios, un Amor que lleva a perdonar “setenta veces siete”[4] y “amar al enemigo”[5] y al prójimo como a nosotros mismos; nos llama desde la Eucaristía para que manifestemos al mundo que ya no somos simples creaturas, sino hijos adoptivos de Dios por la gracia y que viviendo en gracia esperamos serenos y alegres la muerte terrena, para comenzar a vivir en plenitud la alegría de la vida eterna en el Reino de los cielos, en la visión beatífica de Dios Uno y Trino; en definitiva, Jesús nos llama y nos envía, como los Apóstoles, para que anunciemos al mundo la Alegre Noticia de que Él no solo ha resucitado, dejando el sepulcro vacío, sino que está, vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía.



[1] Carta a Diogneto (c. 200), XI; SC 33, 79ss.
[2] Cfr. Mc 6, 45-52.
[3] Cfr. Mc 4, 17.
[4] Cfr. Mt 18, 22.
[5] Cfr. Mt 5, 44.

miércoles, 20 de enero de 2016

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación”


"El Salvador de los ojos furiosos",
ícono bizantino del Siglo XIV.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación” (Mc 3, 1-6). Es extraño que Jesús, el Dios Misericordioso, tenga una actitud como esta, la de “indignación” y, sin embargo, el Evangelio la relata: “Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación”. Y a renglón seguido, el Evangelio da la razón de la indignación de Jesús, y es la “dureza de corazón” de los fariseos: “apenado por la dureza de sus corazones”. Los fariseos logran, en el colmo de su necedad y obstinación en el mal, provocar la indignación de Jesús.
Jesús se indigna y apena por la dureza de los corazones de los fariseos, porque estos lo acusan de cometer una falta legal, que es la de curar en día sábado, cuando el precepto bien podía obviarse, al tratarse de una obra de misericordia, como lo es la curación de la mano paralizada de un hombre enfermo. Es decir, si los fariseos hubieran tenido un mínimo de misericordia, no se habrían opuesto a que Jesús realice su obra de caridad, la curación de la mano paralizada de un hombre, pero como no querían amar –ni a Dios ni al prójimo-, endurecen sus corazones, oponiéndose a la Divina Misericordia Encarnada, Jesús, acusándolo al mismo tiempo de faltar contra la ley.
El hecho de detenerse en una prescripción legal –no realizar tareas manuales en día sábado- para evitar u oponerse a una obra de misericordia –curar la mano enferma- demuestra dureza de corazón, que es producto de la necedad –ausencia de sabiduría divina-, obstinación en el pecado y, en consecuencia, presencia de odio en el corazón de los fariseos, al puesto del amor. Y debido a que la obstinación voluntaria en el mal se debe a una libre elección, la dureza de corazón de los fariseos cierra sus almas a toda posible acción ulterior de la gracia santificante, con lo cual se están auto-condenando, de manera irreversible y de modo anticipado, ya en esta tierra, a la privación eterna de la visión beatífica de Dios. En otras palabras, con la dureza de corazón, fruto de la obstinación en el mal -que se deriva de no querer reconocer que Cristo es Dios, porque se niegan, irracionalmente, a reconocer los milagros que hace con su propio poder- se dirigen por sí mismos a aquel terrible lugar en el que no hay redención, el infierno, porque quien cierra voluntariamente –libremente- su corazón a la acción de la gracia, ejerce un acto de libertad que es respetado por Dios: si la persona decide que no quiere saber nada con Dios, entonces Dios respeta esta decisión –de terribles consecuencias para el alma- y la respeta, porque Dios considera sagrada su imagen en nuestras almas, y es la de la libertad. Libremente se oponen a la Misericordia Divina, libremente se colocan bajo la acción de la implacable y terrible Justicia Divina, y eso es lo que motiva la pena de Jesús.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación (…) apenado por la dureza de sus corazones”. Oponerse a la Divina Misericordia implica, necesariamente, colocarse bajo el punto de mira de la Justicia Divina, tal como Jesús se lo dice a Santa Faustina: “Quien no quiera pasar por las puertas de mi Misericordia, deberá pasar por las puertas de mi Justicia”. Obremos con caridad, confiados en la Divina Misericordia, teniendo siempre presente que, si libremente decidimos no ser misericordiosos para con nuestros hermanos más necesitados, estamos manifestando que, libre y voluntariamente, queremos comparecer ante la Divina Justicia. Y “de Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Seamos misericordiosos con nuestros hermanos y así recibiremos de Jesús, el día de nuestro juicio particular, una mirada llena de amor, de compasión y de misericordia, y no una mirada "llena de indignación".

martes, 19 de enero de 2016

“David entró en la Casa de Dios y comió los panes de la ofrenda”


“David entró en la Casa de Dios y comió los panes de la ofrenda” (Mc 2, 23-28). Los discípulos de Jesús pasan por un campo de trigo en día sábado y, puesto que tienen hambre, sacan espigas y comen. De esta manera, cometen una acción ilegal, puesto que la Ley establecía que en el sábado, día dedicado a Dios, debían evitarse los trabajos manuales, como forma de honrar a Dios, y el arrancar espigas para comer, era considerada una acción manual y, por lo tanto, una falta legal. Pero Jesús responde trayendo a la memoria otra falta legal, la de David con sus compañeros, quienes hicieron algo similar a Él y sus discípulos: llevados por el hambre, entraron en la casa de Dios y comieron de los panes de la proposición. Lo que Jesús les quiere hacer ver a los fariseos, es que la legalidad de la ley cede ante el deber de caridad: en nada ofende a Dios que, para satisfacer el hambre –sea de David o de Él y sus discípulos- se pase por alto un precepto de la Ley, para comer, sean los panes de la proposición, sean espigas de trigo. La caridad –siempre que no se falte a la justicia- prima por sobre toda otra consideración, y esa es la enseñanza de Jesús.

“David entró en la Casa de Dios y comió los panes de la ofrenda”. Jesús justifica, con la caridad, la necesidad de David de satisfacer su apetito corporal, alimentándose con pan terreno y la necesidad de sus discípulos de comer trigo. Para con nosotros, Jesús nos trata con una caridad infinitamente más grande que la caridad con la que trató a David, porque, al igual que David, también nosotros entramos en la Casa de Dios para comer Pan, pero no un mero pan material, hecho de trigo y agua, sino el Pan de Vida Eterna, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual se nos dona el Amor Eterno de Dios. 

lunes, 18 de enero de 2016

“A vino nuevo, odres nuevos”


“A vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 18-22). ¿Por qué Jesús utiliza la figura del vino y del odre? Para entenderlo, hay que considerar que el odre, el recipiente de cuero que se utiliza para almacenar el vino, es figura del corazón humano: hasta tanto el Hijo del hombre no cumpla su misterio pascual de muerte y resurrección, el corazón del hombre –el odre- almacena el vino viejo –la Ley del Antiguo Testamento-, pero cuando Él cumpla su misterio pascual de muerte y resurrección, es decir, cuando muera en cruz y resucite, el corazón del hombre será renovado por la gracia santificante que Él concederá desde la cruz: así, el corazón humano es el odre nuevo, que se encuentra en grado de alojar el “vino nuevo”, es decir, su Sangre brotada de su Corazón traspasado, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

“A vino nuevo, odres nuevos”. No se puede alojar el “Vino Nuevo”, la Sangre del Cordero, en un odre viejo, un corazón no purificado por la gracia santificante, un corazón apegado a las cosas bajas del mundo, un corazón dominado por las pasiones. El “Vino Nuevo”, la Sangre de Jesús brotada de su Corazón traspasado y derramada en el cáliz del altar eucarístico, debe ser recibida y alojada en un odre nuevo, en un corazón renovado por la gracia santificante, un corazón que no es del hombre viejo, apegado al pecado, sino del hombre nuevo, el hombre nacido a la vida de la gracia.

viernes, 15 de enero de 2016

“Hijo, no tienen más vino”


(Domingo II - TO - Ciclo C – 2016)

         “Hijo, no tienen más vino” (Jn 2, 1-11). Jesús y María son invitados a unas bodas en Caná. En un determinado momento, la Virgen se percata de algo que les sucede a los esposos y que empañará la fiesta: se han quedado sin vino. La Virgen le avisa a Jesús, el cual, luego de una resistencia inicial, accede a obrar el primer milagro público, que es la conversión del agua de las tinajas, en vino de excelente calidad. El milagro de las Bodas de Caná es el primer milagro público de Jesús, es decir, es la primera manifestación pública de Jesucristo como Hombre-Dios, pero también es la primera manifestación de la Virgen como Medianera de todas las gracias. En efecto, cuando se medita acerca de cómo Jesús realiza el milagro, lo que podemos observar es que, en primera instancia, Jesús no tiene ninguna intención de hacer el milagro: cuando la Virgen se da cuenta de que los novios se han quedado sin vino y le avisa a Jesús, éste le dice: “¿Y a ti y a mí qué, Mujer?”, en un claro intento por desentenderse del asunto, porque “todavía no había llegado la Hora” establecida por el Padre para dar inicio a la manifestación del Mesías. Sin embargo, a renglón seguido, el Evangelio pone de manifiesto el poder intercesor de María Santísima, no solo ante su Hijo Jesús, sino ante la Trinidad misma, porque Jesús, luego de esta respuesta, y por mediación de su Madre, decide obrar el milagro de convertir el agua en vino. Esta intercesión de María demuestra que su nombre de “Omnipotencia Suplicante” le corresponde absolutamente, porque su Candor, su Pureza y su Plenitud de gracia, logran que Dios Padre adelante la Hora de la manifestación de su Hijo; logran que el Hijo realice un milagro que no estaba dispuesto a hacer, y logra que Dios Espíritu Santo se manifieste públicamente por anticipado, porque todo el milagro de la conversión del agua en vino exquisito, es por el gran Amor que Dios tiene a los esposos y a los invitados.
         Ahora bien, en el milagro de las Bodas de Caná, sucedido realmente, hay también varios significados sobrenaturales: las tinajas vacías simbolizan el corazón del hombre sin Dios, sin su amor, pero también simboliza al corazón que está libre de las afecciones mundanas y listo, por lo tanto, para recibir la gracia santificante; las tinajas llenas con agua, significan el corazón con la gracia de Dios, que llega por intercesión de María Santísima, que prepara al alma para recibir la Sangre de Jesús; las tinajas con vino exquisito, simbolizan al corazón del hombre colmado con la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
Además, en este milagro también está representado y anticipado el milagro que sucede en la Santa Misa: el agua que se convierte en vino en las tinajas, simboliza y anticipa al vino que, por el poder del Espíritu Santo, se convierte en la Sangre del Cordero de Dios en el cáliz del altar eucarístico.
Entonces, estas son las enseñanzas que nos deja el milagro de las Bodas de Caná: primera manifestación pública de Jesucristo como Dios Encarnado; primera manifestación pública de la Virgen como Medianera de todas las gracias y condición de María como Omnipotencia Suplicante, lo cual nos anima sobremanera a confiar en el poder intercesor de María Santísima; la disposición del corazón, que debe estar vacío de afectos mundanos para así recibir la gracia santificante; el corazón en gracia, que se colma con la Sangre de Jesús, derramada en la cruz y vertida en el cáliz eucarístico; el vino de las ofrendas eucarísticas en la Santa Misa, que se convierte en la Sangre de Jesús, derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, en el cáliz del altar.

“Hijo, no tienen más vino”. Nuestros corazones son como las tinajas de barro, vacías del amor de Dios, vacías del amor al prójimo. Que por intercesión de María Santísima, nuestros corazones sean como las tinajas de barro de las bodas de Caná: primero, vacías de afectos mundanos; luego, colmadas de la gracia santificante; por último, plenas de la Sangre que brota del costado traspasado del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

“Hijo, tus pecados te son perdonados”


“Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 1-12). El paralítico es llevado por sus amigos y parientes delante de Jesús. Podría parecer que lo que quiere es la curación de su enfermedad física, la parálisis que le impide caminar. Sin embargo, Jesús, que lee los pensamientos y los deseos del corazón porque es Dios, no le dice: “Estás curado de tu parálisis”, sino que le dice: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Esto demuestra la fe del paralítico en Jesús en cuanto Hombre-Dios y demuestra también que, mucho más que la salud del cuerpo, le importa la salud del alma, porque lo que va a pedir a Jesús, no es la sanación del cuerpo, sino el perdón de los pecados, es decir, la salud del alma.
         Las palabras de Jesús despiertan el falso escándalo de los fariseos, quienes, sin embargo, algo de verdad dicen: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino Dios?”. Los fariseos, conocedores de las Sagradas Escrituras, saben que sólo Dios puede perdonar los pecados, por eso, al ver a Jesús, a quien ellos se niegan, obstinadamente, a reconocer como Dios Encarnado, y al ver que es un hombre que, en apariencia, está perdonando los pecados, se escandalizan falsamente: “¿Cómo puede un hombre perdonar los pecados?”. Jesús sí puede perdonar los pecados porque, precisamente, es Dios hecho hombre, sin dejar de ser Dios.
         Jesús lee los pensamientos de los fariseos, quienes en su interior lo tratan de blasfemo, porque piensan que se hace pasar por Dios, al perdonar los pecados del paralítico. Sabiendo qué es lo que pensaban y que se estaban escandalizando injustificadamente, Jesús desenmascara la falsedad farisaica revelando su omnipotencia divina de un modo más sensible y manifiesto, curando milagrosa e instantáneamente la parálisis del hombre enfermo: “"¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o "Levántate, toma tu camilla y camina"? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y, como relata el Evangelio, el paralítico tomó su camilla y salió –caminando- a la vista de todos. Jesús obra un milagro que es sensible y exterior, para probar, con ese milagro, que sus palabras son verdaderas: Él se auto-proclama como Dios, que como tal puede perdonar los pecados, y para probar que Él es verdaderamente Dios que perdona los pecados –es decir, que actúa con su omnipotencia y su Amor divinos, quitando la mancha del pecado, que es algo espiritual-, realiza un milagro que confirma su omnipotencia divina, su condición de Dios, y es el de curar físicamente al paralítico, como señal externa de que ya lo curó, anteriormente, en su interior, por medio de su palabra.

         “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Con el doble milagro realizado en el paralítico –la curación de su alma y la curación de su cuerpo- Jesús demuestra que es Dios, que quita los pecados del mundo. El mismo Jesús del Evangelio, el que curó al paralítico, es el que se nos manifiesta, oculto en apariencia de pan, en la Eucaristía, según nos revela la Santa Madre Iglesia cuando, al ostentar la Hostia consagrada, el sacerdote ministerial dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Jesús Eucaristía es el Hombre-Dios del Evangelio que perdona nuestros pecados; entonces, como el paralítico del Evangelio, que glorifica a Dios luego de recibir su perdón, también nosotros glorifiquemos y adoremos al Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

jueves, 14 de enero de 2016

“Lo quiero, queda purificado”


“Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45). Jesús cura a un leproso. La escena, real, tiene sin embargo un significado sobrenatural: la lepra es figura del pecado: así como la lepra, provocada por un bacilo, destruye de manera insensible pero progresiva y sin detenimiento, el cuerpo, así el pecado, insensiblemente, destruye la vida del alma, hasta darle muerte final. Al curar al enfermo leproso, Jesús anticipa aquello que hará a nivel espiritual: Él es el Cordero de Dios que, al precio altísimo de su Sangre derramada en la cruz, quitará el pecado del alma del hombre, esa mancha oscura que impregna de malicia y de rebelión contra Dios, a su corazón. Por esto es que, entonces, la curación de la enfermedad corporal –en este caso, la lepra-, no es, de ninguna manera, el objetivo final de la misión de Jesucristo en la tierra y, en consecuencia, tampoco lo es el de la Iglesia. Sin embargo, tampoco es el objetivo final del Verbo de Dios Encarnado, la curación de la enfermedad espiritual, porque si bien Jesús quita aquello que enferma al alma con la desobediencia y la falta de amor a Dios, que es el pecado, y si bien Él es, como lo enseña la Iglesia, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el hecho de quitar el pecado –un don grandioso, maravilloso e inmerecido para el hombre-, con todo, es sólo el prolegómeno de un don de la Misericordia Divina inimaginable e impensable: el don de la filiación divina, que hace vivir al hombre con la vida nueva de los hijos de Dios. Esto también está anticipado en la curación del leproso: así como el leproso, luego de ser curado, comienza a vivir una vida nueva, la vida sin la enfermedad de la lepra, la vida sana, así también, aquel a quien Jesucristo le quita el pecado, comienza a vivir la vida nueva, la vida de la gracia. Todos nosotros estamos representados en el leproso que recibe la curación y la vida nueva, porque a todos nosotros, Jesucristo nos quita el pecado con su Sangre Preciosísima, derramada en la cruz y vertida en el alma por medio del Bautismo sacramental y el Sacramento de la Confesión, y todos nosotros hemos recibido la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Entonces, como el leproso del Evangelio, que “proclamaba a todo el mundo” el don recibido, también nosotros proclamemos al mundo, con el ejemplo de vida, la Divina Misericordia derramada en nuestras almas.

miércoles, 13 de enero de 2016

“Jesús se levantó y fue a un lugar desierto, allí estuvo orando”


“Jesús se levantó y fue a un lugar desierto, allí estuvo orando” (Mc 1, 29-39).luego de su actividad apostólica –curar enfermos y expulsar demonios-, Jesús se retira a un lugar desierto, para orar. El desierto es sinónimo de soledad y silencio, y esa es la razón por la cual Jesús ora allí, porque para orar, el hombre necesita estar a solas, para encontrar a Dios, así como también necesita hacer silencio, tanto exterior como interior, para escuchar la voz de Dios, que habla en el silencio y no en el estrépito.
Al orar, siendo Él el Hombre-Dios, Jesús nos enseña, con el ejemplo, a hacer oración. Puesto que el hombre está compuesto de materia y espíritu, es necesario que haga oración, para alimentar el espíritu. Por eso es que Jesús dice: “No solo de pan vive el hombre”, porque el hombre no necesita solo el alimento corporal, sino del alimento espiritual, y el alimento espiritual más exquisito y sabroso de todos, es la Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. La oración es al alma lo que el alimento corporal es al cuerpo: así como el cuerpo, sin alimento, perece, así el alma, sin oración, sucumbe ante las tentaciones que inevitablemente, por el hecho de ser viadores, se nos presentan todos los días. La oración es también al alma, lo que el agua al cuerpo: así como el cuerpo perece por deshidratación luego de unas horas sin beber, así también el alma, si no se sacia en su sed espiritual en la Fuente inagotable de paz, felicidad y amor que es Dios Trino, entonces sucumbe también porque inevitablemente saciará su sed espiritual en “cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (cfr. Jer 2, 13), es decir, buscará saciar su sed de espiritualidad, pero puesto que todo lo que no sea Dios Uno y Trino, es veneno para el alma, finalizará por sucumbir. El alma que ora, es alimentada por Dios Trino, recibiendo de Él todo lo que Él es y tiene: amor, paz, felicidad, alegría, serenidad. El alma que ora es como el planeta o la estrella que está más cercana al sol: cuanto más cercana, más luz y calor recibe del sol; cuanto más lejana, más oscura y fría. Y quien no ora a Dios –la manera más rápida, segura y eficaz de llegar al Corazón mismo de Dios es por intercesión de María Santísima-, “ora a ídolos demoníacos” (cfr. 1 Cor 10, 20), que solo llenan el corazón de vacío, tristeza, angustia, dolor y muerte, tanto temporal como eterna.

“Jesús se levantó y fue a un lugar desierto, allí estuvo orando”. En nuestro caso, el desierto no es un lugar geográfico, sino que designa el interior más íntimo de nuestro ser, allí en donde sólo Dios puede acceder y allí donde sólo Dios ve lo más profundo de nuestro ser, aquello de nosotros que está oculto incluso a nosotros mismos. Y esta oración, la oración interior, hecha con el corazón, es decir, con amor, es la esencia de la oración, pero para poder realizarla, es necesario el silencio y el recogimiento interior en ese desierto interior que es nuestra propia alma, según nos dice Jesús:: “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio” (Mt 6, 6). Dios Padre premia al que hace oración y el premio es la Presencia, por medio de Dios Espíritu Santo, de su Hijo, Jesucristo, en el alma orante.

martes, 12 de enero de 2016

“Ya sé quién eres, el Santo de Dios”


“Ya sé quién eres, el Santo de Dios” (Mc 1, 21-28). Al escuchar a Jesús que predica en la Sinagoga, un demonio -hablando en plural, porque se dirige a Jesús en nombre de todos los demonios que poseen a un hombre- le dice a Jesús: “¿Qué quieres de nosotros? (…) Ya sé quién eres: el santo de Dios”. El Demonio dice esto  a Jesús porque reconoce en Jesús la voz de Dios y la reconoce por su autoridad y su sabiduría; el Demonio se da cuenta de que la voz de Jesús es la voz de Dios; percibe, con certeza, de que Dios habla a través de Jesús, y es por eso que increpa a Jesús, diciéndole, con temor, que ya sabe quién es: “el santo de Dios”. San Jerónimo[1], al comentar este pasaje, corrige al demonio, afirmando que Jesús no es “santo de Dios”, sino que es “Dios Santo”, lo cual es algo mucho más grande que ser “el santo de Dios”, porque una cosa es ser un hombre santo, a quien Dios asiste de modo especial, otorgándole gracia y poder, y otra cosa es ser Dios Tres veces Santo. De todos modos, lo que destaca en el Evangelio es la fe del demonio –de los demonios- que posee al hombre que está en la sinagoga, porque se da cuenta de que Jesús no es un hombre cualquiera. Si bien no puede saber que es Dios Hijo encarnado, sí se da cuenta de que Jesús es algo más que un simple hombre y se da cuenta por la sabiduría de sus palabras y por la autoridad con la que habla. Lo que debemos tener en cuenta es que Jesús es el Creador de los espíritus angélicos, incluso de aquellos como los demonios que, por propia voluntad, decidieron hacerse malos y reos de eterna condenación. El demonio reconoce en la voz de Jesús, la voz de su Creador, la voz de Aquel que lo trajo a la existencia, como así también la voz de Aquel que lo apartó para siempre de su Presencia, por haberse rebelado contra su Amor y su Ser divino trinitario, y por eso tiembla de terror ante su Jesús. Con su pregunta, el demonio demuestra tener fe en Jesús, sino como Dios, sí como “santo de Dios”, es decir, como alguien a quien Dios acompaña y lo reconoce con terror, porque siente en la voz de Jesús el poder omnipotente de Dios, que puede expulsarlo del cuerpo que posee, con solo quererlo.
Muchos cristianos, en nuestros días, demuestran tener menos fe que los demonios, porque no reconocen a su Dios ni a su Sabiduría, manifestada en los Mandamientos y en el Magisterio; muchos cristianos no reconocen a Dios, cuando Dios habla en las Sagradas Escrituras; muchos cristianos no lo reconocen en el Sacramento de la Confesión, cuando es Jesús el que habla a través del sacerdote ministerial, concediendo el perdón de los pecados; no lo reconocen cuando habla a través de la Iglesia, sea en la Palabra de Dios, en las lecturas que se leen en la Misa, sea en la Liturgia Eucarística, cuando Jesús pronuncia las palabras de la consagración, a través del sacerdote ministerial, obrando el milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
“Ya sé quién eres, el santo de Dios”. Si bien el demonio reconoce el poder de Dios en Jesús y lo hace con terror, porque reconoce la fuerza omnipotente de Dios que puede expulsarlo del cuerpo que ocupa, los cristianos podemos aprender, incluso de estos demonios, que hablan a través de un poseso, reconociendo a Jesús, que no solo habla en su Iglesia, sino que está Presente en su Iglesia, en la Eucaristía. Parafraseando al demonio, y afirmándonos en la fe bimilenaria de la Iglesia, le decimos a Jesús, con fe y con amor: “Jesús, ya sé quién eres en la Eucaristía: Tú eres el Dios tres veces Santo”.





[1] Cfr. Comentario al evangelio de Marcos, 2; PL 2, 125s.

lunes, 11 de enero de 2016

“Conviértanse y crean en la Buena Noticia”


“Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1, 14-20). Jesús predica y pide la conversión del corazón: “Conviértanse y crean en la Buena Noticia”. La conversión y el creer en la Buena Noticia, el Evangelio, es indispensable para poder entrar en el Reino de los cielos. Para apreciar mejor la necesidad de la conversión, hay que reflexionar acerca del pecado original, el pecado cometido por los primeros Padres, Adán y Eva, pecado que les valió la expulsión del Paraíso, la pérdida de la amistad con Dios y el quedar bajo el dominio de la muerte y del demonio. Como consecuencia del pecado original, la humanidad perdió la gracia santificante y los dones con los cuales había sido creada y dotada –impasibilidad, inmortalidad, integridad-, pero lo más grave de todo, es que quedó con el corazón vuelto hacia las cosas terrenas, hacia las cosas bajas, dominado por las pasiones, y oscurecido por las tinieblas del pecado.
La conversión consiste en volver la mirada del corazón hacia Dios, en un movimiento que recuerda al girasol: este, cuando es de noche, se encuentra con su corola cerrada e inclinado hacia la tierra; las penumbras hacen que el girasol quede inclinado hacia la tierra y cerrado en sí mismo, a oscuras. Cuando comienza el amanecer, anunciado por la Aurora, la estrella luciente de la mañana, la estrella que anuncia la llegada del nuevo día, el girasol comienza a abrir su corola, al mismo tiempo que realiza un giro, desde la tierra hacia donde está inclinado, hacia el cielo, el lugar en el que la estrella de la mañana anuncia la llegada de un nuevo día. Cuando aparece la estrella de la mañana, que es la más brillante de todas, en el firmamento, eso constituye para el girasol la señal de que aparecerá, en breve, en el cielo, el sol, que pondrá fin a la noche y dará inicio al nuevo día. Luego, a medida que avanzan las horas, y mientras el sol se desplaza por el firmamento, el girasol, al tiempo que abre su corola y despliega sus pétalos, realiza un movimiento de rotación por el cual deja de estar orientado hacia la tierra, para orientarse hacia el sol y seguirlo, durante todo su recorrido por el cielo.
En la conversión, sucede algo similar en el corazón: antes de la conversión, el corazón del hombre está cerrado sobre sí mismo, además de estar inclinado hacia la tierra, atraído por las cosas bajas de este mundo, al estar dominado por las pasiones. Pero luego, cuando aparece en su alma y en su vida la Estrella luciente de la mañana, la Aurora brillante de los cielos que anuncia la llegada del nuevo día, la Virgen María, el corazón comienza, de a poco, a elevarse, a despegarse de los atractivos del mundo. La presencia de la Virgen en el alma significa el inicio de la conversión, porque es la Virgen, Medianera de todas las gracias, la que concede la gracia de la conversión, y así el corazón, al tiempo que comienza a desapegarse de los falsos atractivos del mundo, gira hacia los bienes del cielo, y cuando aparece en el cielo de su alma el Sol de justicia que es Jesucristo, el alma, al igual que hace el girasol cuando aparece el sol, siguiéndolo a lo largo de su recorrido por el cielo, así el corazón que recibe la gracia de la conversión, no solo se despega de su afección por lo terreno, sino que eleva su mirada a Jesucristo, Sol de justicia, y lo sigue. Para el alma, la aparición –no significa una manifestación sensible- de la Aurora de la mañana, la Virgen, es una clara señal del comienzo del nuevo día, es decir, del inicio de su vida de converso, el inicio del comienzo de su vida como hija adoptiva de Dios, que va en pos del Sol de justicia, Jesucristo.

“Conviértanse y crean en la Buena Noticia”. Así como para el girasol, la aparición de la estrella de la mañana y del sol en el firmamento señala el inicio del nuevo día y el despegarse de su inclinación hacia la tierra para abrir su corola, desplegar sus pétalos y seguir al sol en el recorrido por el firmamento, así también, para el cristiano, la aparición de la Virgen en su vida, representa el inicio de la vida nueva de la conversión, que implica no solo el despegarse de las cosas bajas de este mundo y de este mundo mismo, sino ante todo, la adoración a Jesucristo en la Eucaristía, Sol radiante de justicia que ilumina el alma con la Luz Eterna de Dios. Así el alma que inicia la conversión, orientando su vista a Jesús Eucaristía, comienza a vivir ya en la tierra una nueva vida, una vida que se desplegará en su plenitud en los cielos, la vida de la bienaventuranza eterna, la vida del Reino de los cielos.

sábado, 9 de enero de 2016

Bautismo del Señor


(Ciclo C - 2016)

         “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús” (Lc 3, 15-16. 21-22). Juan bautiza a Jesús, lo cual es un hecho llamativo, puesto que, por un lado, el bautismo de Juan es un bautismo meramente moral, de deseo, incapaz de llegar hasta la raíz más profunda del ser del hombre; además, el bautismo de Jesús, como Juan mismo lo dice, es un “Bautismo con el Espíritu Santo y Fuego”, es decir, infinitamente superior al de Juan; por último, Jesús mismo no tiene necesidad alguna de bautizarse, desde el momento en el que Él es Hijo de Dios, Dios Hijo Encarnado y, por definición, la santidad misma, por lo que el bautismo, realizado para la conversión, como en el caso de Juan, o para borrar el pecado original, como en el caso de Jesús, no tienen cabida en Jesús, que es la Santidad Increada, por ser Dios en Persona. Es decir, el bautismo es para los pecadores y Jesús, por definición y por imposibilidad metafísica, no era, no es, ni podrá jamás ser pecador y, por lo tanto, no necesita del bautismo. Mucho más cuando, como afirmamos más arriba, el bautismo de Jesús es infinitamente más grande que el del Bautista, porque Jesús bautiza con el Fuego del Divino Amor,  el Espíritu Santo, que llega hasta lo más profundo del hombre, mientras Juan bautiza sólo con agua, que corre superficialmente por el cuerpo, sin llegar hasta lo más profundo del alma. Pero el argumento decisivo en contra del bautismo de Jesús es lo que también ya afirmamos: Jesús es Dios en Persona y por lo tanto, no necesita ser bautizado de ninguna manera, puesto que no es, no fue y no será nunca, por los siglos de los siglos, pecador. Entonces, surge la pregunta: ¿por qué Jesús se hace bautizar con Juan, si Él no tiene necesidad de bautismo alguno, por el hecho de ser el Hombre-Dios? ¿Por qué se bautiza Jesús, si Él administra un bautismo inimaginablemente superior al de Juan?
       La respuesta a estas preguntas está en el hecho de que en el bautismo de Jesús por inmersión, está significado y realizado, místicamente, el bautismo sacramental que todos nosotros hemos recibido en la Iglesia. En otras palabras, en la inmersión de Jesús, es decir, en su bautismo, está comprendido -de forma mística, sobrenatural y misteriosa- nuestro propio bautismo sacramental y su acción en nuestras almas. 
       Para que seamos capaces de adentrarnos en el misterio del bautismo de Jesús y su relación con nosotros, los bautizados, hay que considerar que Jesús es Dios y que Él está unido personalmente -hipostáticamente- a la Humanidad redimida; por otra parte, por medio del Bautismo sacramental, quedan unidos a Él, en su Cuerpo Místico, todos los hombres que son redimidos por su gracia santificante, es decir, todos los que reciben el bautismo sacramental. 
      Esto quiere decir que, en su bautismo -al ser sumergido en su Cuerpo en las aguas del Jordán por Juan el Bautista-, en su Humanidad Santísima inmersa en el agua del Jordán, somos sumergidos, místicamente, todos los que recibimos el bautismo sacramental. De esta manera, somos hechos partícipes de su misterio pascual de muerte y resurrección, porque en la inmersión de Jesús, somos sumergidos todos los bautizados, significando y realizando esta inmersión nuestra muerte al hombre viejo, porque con la Humanidad de Jesús sumergida, nos sumergimos místicamente nosotros cuando recibimos el agua del bautismo sacramental; al emerger Jesús de las aguas del Jordán, significa su resurrección y significa y realiza, también, para nosotros, el nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, el nacer a la vida de la gracia. 
           Entonces, por la inmersión de la Humanidad de Jesús en el Jordán, queda significada y realizada nuestra propia inmersión -así como un hombre se sumerge en el río o en el lago- y con esta inmersión, nuestra muerte al pecado y al hombre viejo; al emerger Jesús con su Humanidad Santísima, queda significada y realizada nuestra vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia, porque el emerger significa la resurrección gloriosa de Jesucristo, a la cual somos incorporados y hechos partícipes por el bautismo sacramental.
         Ahora bien, hay otro elemento sobrenatural, presente en el bautismo de Jesús, que también está presente en el misterio de nuestro bautismo sacramental, y es la teofanía trinitaria, es decir, la manifestación de Dios como Uno y Trino. En efecto, cuando Jesús, Dios Hijo encarnado, es bautizado, al emerger Él de las aguas del Jordán, se escucha la voz de Dios Padre, que dice: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”, al tiempo que aparece el Espíritu Santo, en la forma corpórea de una paloma: se manifiestan las Tres Divinas Personas, el Padre, con su voz; el Hijo, que se bautiza con su Humanidad; y el Espíritu Santo, en forma de paloma. 
     Cuando somos bautizados, emergemos -como dijimos anteriormente- como una nueva creación en Cristo, siendo re-creados, al pasar de meras creaturas a hijos adoptivos de Dios; emergemos unidos a Él, como hijos adoptivos de Dios, porque somos unidos a Él, en su Cuerpo Místico, por el Espíritu Santo; por el bautismo sacramental, somos integrados a Cristo y formamos su Cuerpo, constituyéndonos en miembros suyos vivientes; somos convertidos en hijos adoptivos de Dios, animados por el Espíritu Santo, que viene a ser el alma de nuestra alma y por lo tanto también aletea en nuestro bautismo, de forma invisible, el Espíritu Santo. Y porque somos convertidos en “hijos en el Hijo” (cfr. Ef 1, 3-6. 15-18), también Dios Padre pronuncia similares palabras a las que dirigió a Jesús cuando salió del Jordán, esta vez dirigidas a nosotros; cuando el sacerdote nos bautiza, derramando agua y pronunciando la fórmula trinitaria del bautismo, Dios Padre nos dice a cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo adoptivo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección”. La teofanía trinitaria del Jordán se renueva -de modo invisible e insensible-, cada vez, en cada bautismo sacramental, porque el alma es sumergida místicamente –real y sobrenaturalmente- con Cristo en el Jordán, es unida a Él en su Cuerpo Místico por el Espíritu Santo, es convertida en hija adoptiva de Dios y recibe de Dios Padre todo el amor y el beneplácito, como Jesús en el Jordán.

“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Las palabras de Dios Padre, dirigidas a Dios Hijo en su bautismo en el Jordán, también son dirigidas a nosotros en nuestro bautismo sacramental; eso quiere decir que Dios Padre tiene puesto todo su Amor de predilección  en nosotros, en cada uno de nosotros, sus hijos adoptivos por el bautismo, y por lo tanto, espera que nosotros, unidos en cuerpo y alma al Sacrificio redentor en cruz de su Hijo Unigénito Jesús, unidos a Él por el Espíritu Santo, nos ofrezcamos, como Jesús y en Jesús, como hostias vivas, puras y santas, para la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

viernes, 8 de enero de 2016

“Jesús multiplica panes y peces y da de comer a una multitud”


“Jesús multiplica panes y peces y da de comer a una multitud” (Mc 6, 34-44). Jesús realiza un milagro para satisfacer el hambre de la multitud que había ido a escuchar sus palabras. Según el Evangelio, los integrantes eran más de “cinco mil hombres”, porque a estos deben agregárseles las mujeres y los niños, con lo cual, el número final asciende a más de diez mil. No es extraño que Jesús multiplique panes y peces: siendo Él Dios Hijo en Persona, siendo Él el Creador del universo visible y del invisible, es decir, siendo Él el Creador de los espíritus puros, los ángeles y de las almas espirituales de los hombres, además de ser el Creador de sus cuerpos materiales y de toda la materia del universo, el hecho de crear los átomos y las moléculas que componen los panes y los peces, es algo prácticamente insignificante para Él,  y es esto lo que Jesús hace, en el milagro de la multiplicación de panes y peces.
Ahora bien, este milagro, por medio del cual satisface el hambre corporal de la multitud, es sólo una señal de un milagro posterior, infinitamente más grande, porque satisfacer el hambre corporal de la humanidad no es el objetivo último del Mesías: su objetivo último es saciar el hambre y la sed que de Dios tiene toda alma humana, y para ello, multiplicará, en el correr de los siglos y en el signo de los tiempos, no el pan material ni la carne muerta de peces, sino que lo que multiplicará, por medio de la Santa Misa, será el Pan Vivo bajado del cielo y su Carne gloriosa y resucitada en la Eucaristía.

“Jesús multiplica panes y peces y da de comer a una multitud”. Para con nosotros, Jesús hace un milagro infinitamente más grandioso que el del Evangelio: multiplica su Presencia sacramental, la Eucaristía, para alimentar nuestras almas con la Carne del Cordero de Dios y con el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.

jueves, 7 de enero de 2016

“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”


“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz” (Mt 4, 12-17. 23-25). Jesús se establece en Cafarnaúm y lo hace para que se cumpla la profecía de Isaías: “Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. Ahora bien, Jesús se establece en un lugar determinado, según el Evangelio, “en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”. Por lo tanto, se podría pensar que la profecía de Isaías se refiere a solo esta pequeña parte de la población de la tierra, la cual sería la única beneficiada por la “gran luz”. Sin embargo, es obvio que no es así, puesto que “el pueblo que habita en sombras de muerte”, no es ni el pueblo que habitaba en esa región de Cafarnaúm, ni el Pueblo Elegido, sino toda la humanidad. De la misma manera, las “sombras de muerte” en las que vive sumergida la humanidad, no son las sombras provocadas por la noche cosmológica, que sobreviene en la tierra cuando se oculta el sol: se trata de “sombras de muerte”, es decir, por un lado, es la sombra del pecado, esa mancha oscura que sumerge en las tinieblas a todo hombre que nace en esta tierra, ocultándolo de los rayos vivificantes de ese Sol de justicia que es Dios. Por otro lado, las “sombras de muerte” que envuelven en las tinieblas a los hombres, son también los ángeles caídos, sombras vivientes que habitan en el infierno y que salen de él para acechar a los hombres, tentarlos y procurar que caigan en el pecado mortal y que mueran en pecado mortal, para así lograr su condenación eterna. Y con relación a la “gran luz” que ilumina a toda la humanidad, no se trata de ninguna luz creada, puesto que es la luz de Cristo, el Hombre-Dios; es la luz que brota de su Ser divino trinitario y que por lo mismo, es una luz nueva, desconocida y distinta a toda luz conocida por la creatura: una luz viva, que vivifica con la vida misma de Dios Trino a todo aquel que ilumina. La “gran luz” que ilumina a los pueblos todos, a toda la humanidad, no es una luz de este mundo; no es una luz artificial, sino una luz Increada, porque se trata de la Luz Eterna de Dios, de Dios, que es Luz en sí mismo.

“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. La Luz de Cristo, que brota de su Ser divino trinitario, no solo disipa a las “sombras de muerte”, sino que, ante todo, ilumina y vivifica, con la vida misma de la Trinidad, a quien a Él se acerque, con fe y con amor. La misma luz eterna que brilló en el Pesebre de Belén y que manifestó la Presencia de “Dios entre nosotros”, es la misma luz eterna que brilla desde la Eucaristía, porque la Eucaristía es ese Emmanuel, ese “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14), que vino a nuestro mundo como Niño en Belén, Casa de Pan, para permanecer entre nosotros como Eucaristía, como “Pan Vivo bajado del cielo” (cfr. Jn 6, 31-60).

miércoles, 6 de enero de 2016

Solemnidad de la Epifanía del Señor


(Ciclo C – 2015)


         “Hemos venido a adorar al Rey” (Mt 2, 1-12). Los Reyes Magos acuden al Portal de Belén para adorar al Niño Dios y para ofrecerle sus dones. Vienen de lejanos países y la señal que los conduce hasta el Pesebre es una estrella que brilla en el cielo, destacándose por encima del brillo de las demás estrellas. Una vez que llegan al Pesebre, se postran ante el Niño y lo adoran, entregándole dones de gran valor: oro, incienso y mirra. La adoración de los Magos, un hecho real y verdaderamente acaecido en la historia, tiene un significado sobrenatural en la figura de los Reyes Magos está representado el itinerario de conversión del alma: el hecho de provenir de países lejanos y paganos, representa a las almas que, aun habiendo recibido el bautismo sacramental que convierte al hombre en hijos adoptivos de Dios, se comportan en sus vidas, sin embargo, como paganos, y es por eso que los Reyes representan tanto a los paganos, como a los cristianos neo-paganos; la estrella que los guía, es un fenómeno cósmico y por lo tanto, real, que real y verdaderamente sucedió en la historia, tratándose de una verdadera estrella que, aumentando prodigiosamente su brillo, condujo a los Magos a su destino final, el Niño de Belén: esta estrella, real, representa a la Estrella Luciente de la mañana, la Virgen, cuya presencia en la vida de una persona, anuncia la pronta llegada del Sol de justicia, Jesucristo, que inaugura el Nuevo Día del hijo de Dios, esto es, el inicio de la vida de la gracia en el alma. Así, la estrella de Belén que guía a los Reyes Magos hasta el Niño Dios, representa a la Virgen, que guía a las almas hasta su Hijo, Jesucristo. Por último, los dones que ofrecen los Reyes Magos –oro, incienso y mirra-, representan los dones que el alma ofrece a Jesucristo cuando se convierte, es decir, cuando lo reconoce como lo que Es: Dios Hijo encarnado. De esta manera, el oro representa la adoración, tributada a Jesucristo como el Verbo del Padre humanado; la mirra, representa la adoración a la Humanidad de Jesucristo, divinizada por su unión personal, hipostática, a la Segunda Persona de la Trinidad, y el deseo de unirse, en cuerpo y alma, al sacrificio redentor Jesús; el incienso, representa la oración de alabanza, de adoración, de acción de gracias y de petición, que se tributan a Jesús en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. En los Reyes Magos, entonces, está representado el itinerario espiritual del alma que, guiada por la Estrella de la mañana, la Virgen María, adora a Dios, hecho Niño en el Pesebre y entregado con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Cruz y como Pan Vivo en el Altar Eucarístico.

Infraoctava de Navidad 7 - Los ángeles y los pastores


         Los ángeles, cuyo nombre indica su función –mensajeros de Dios-, se alegran por contemplar a Dios Uno y Trino en su esencia  y por tener que comunicar a los hombres la más hermosa y alegre noticia que pueda jamás recibir la Humanidad, y es la Encarnación de la Persona Segunda de la Trinidad y su Nacimiento como un Niño humano, de María Virgen. Lo que contemplan extasiados los ángeles en el cielo, es lo que adoran los pastores y Reyes Magos en la tierra y es lo que describe el evangelista Juan en su Prólogo: los ángeles contemplan a la Palabra de Dios, que era Dios, que estaba junto a Dios, que era la vida y la luz de los hombres; los pastores y Magos adoran a esa misma Palabra, hecha Carne, hecha Niño-Dios, que vino a los suyos para donarse como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan celestial, un Pan que es la Carne gloriosa del Cordero de Dios, que al precio de su Sangre derramada en la Cruz, quitará los pecados del mundo. Para que los hombres pudieran alegrarse con la alegría de los ángeles y para que se alimentaran con Pan de ángeles, es que el Verbo, el Logos, la Palabra de Dios, que estaba junto a Dios desde la eternidad y era Dios por ser engendrado y no creado, viene a este mundo y se reviste de carne y sangre, de un cuerpo humano y un alma humanas, para que así el hombre pudiera, al igual que el ángel, contemplar con sus propios ojos la gloria de Dios, porque el Niño de Belén es el Dios de la gloria que se manifiesta en la humildad de la carne, de la naturaleza humana. A partir de la Encarnación, los hombres no tienen nada que envidiar a los ángeles, porque si estos se alegraban en la contemplación de la Palabra en los cielos y se extasiaban en su gloria, ahora los hombres, contemplando a la Palabra hecha Carne, que manifiesta visiblemente la gloria de Dios a través del Cuerpo del Niño, también se alegran y regocijan porque ha venido hasta ellos, hasta este “valle de lágrimas”, el Dios de gloria, de majestad y de alegría infinitas, para aliviar sus penas y alegrar sus días, hasta el Día del Juicio Final. Y esa misma alegría y regocijo sobrenaturales experimentan los hombres cuando adoran al Niño de Belén, con su Cuerpo ya glorioso y resucitado, que ha pasado ya por el misterio de su Pasión y Resurrección, en el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.
         Los pastores

         En los pastores se cumple el adagio que dice: “Haz lo que debes y está en lo que haces”, porque al momento del anuncio de los ángeles acerca del nacimiento del Niño Dios, se encuentran realizando su labor, la de cuidar el rebaño. Por el mismo hecho, son una confirmación de que el trabajo, realizado con honestidad y con la mayor perfección posible, es un lugar de santificación. Pero lo más importante es el motivo por el cual son elegidos para recibir el anuncio del Nacimiento: su sencillez, su humildad de corazón y su amor a Dios, todo lo cual queda de manifiesto en la prontitud con la que aceptan el mensaje angélico y el amor y el candor que demuestran al acudir a adorar al Niño Dios. De esta manera, los pastores, hombres de escasa cultura humana pero que, súbitamente, se vuelven sabios al adquirir sabiduría divina –saber que el Niño que nace no es un niño más entre tantos, sino Dios que se hace Niño sin dejar de ser Dios- y se oponen así a las almas soberbias, a las almas centradas en sí mismas, que piensan que porque poseen sabiduría -sea de las ciencias divinas, sea de las ciencias humanas-, son superiores a los demás, con lo cual se vuelven impermeables tanto al mensaje celestial revelado y transmitido directamente por los ángeles, como en el Nacimiento, como al Magisterio de la Iglesia, tal como sucede, por ejemplo, con la transmisión ordinaria de la Verdad Revelada (Catecismo, Credo, Dogmas). Esto quiere decir que, al aceptar el mensaje angélico sin dudar ni por un instante y al adorar a Dios hecho Niño con alma humilde, los pastores nos dan ejemplo de cómo debe ser nuestra disposición –intelecto y voluntad- con respecto a las verdades de la fe, la principal de ellas, la relativa a la doctrina eucarística: como ellos, que creyeron sin dudar en lo que los ángeles les decían y así se dirigieron a adorar a Dios, de igual manera también nosotros, con la misma disposición y humildad, debemos creer en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor en la Eucaristía y postrarnos ante ese Dios que, hecho Niño en Belén, se nos manifiesta oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía.