viernes, 26 de febrero de 2016

“Si ustedes no se arrepienten, todos van a perecer”



(Domingo III - TC - Ciclo C – 2016)

         “Si ustedes no se arrepienten, todos van a perecer” (Lc 13, 1-9). Jesús trae a colación dos hechos trágicos, en el que murieron de forma violenta varias personas, advirtiéndoles que el hecho de que hayan muerto de esa manera, no significa que ellos eran pecadores y necesitaban conversión, mientras que los que no murieron así, no eran pecadores y por lo tanto no necesitaban conversión. El ejemplo y la aclaración de Jesús es sumamente necesario, porque en el mundo bíblico la muerte violenta –como los ejemplos que trae Jesús- era considerada como un castigo divino por los pecados cometidos. Jesús –que es Dios- les advierte que no es así, puesto que todos los hombres necesitamos conversión; se trata de una advertencia para quien, creyéndose ya convertido, piensa que no necesita hacer nada más por su conversión, lo cual es un error, porque la conversión –que es, en definitiva, el trabajo por la santidad, para que prevalezca el hombre nuevo sobre el hombre viejo-, es una tarea de todos los días, hasta el día de la propia muerte.
         Ahora bien, la advertencia de Jesús va seguida de un consejo: “conviértanse”, porque "de lo contrario, correrán la misma suerte": Jesús nos llama a la conversión, porque la falta de conversión implica estar en un riesgo vital, según sus palabras textuales. Ahora bien, para convertirse, el cristiano debe obrar, de modo concreto y efectivo, porque solo quien obra –en nombre de Cristo y para Cristo-, demuestra que busca la conversión y demuestra también que su fe está viva, puesto que si no se busca la conversión, no se obra, y si no se obra de acuerdo a lo que se cree, es porque la fe está muerta: “Una fe sin obras es una fe muerta”. 
           ¿En qué debe trabajar el cristiano para convertirse? No en los demás, sino en sí mismo y el modo de hacerlo es tomando a los Sagrados Corazones de Jesús y de María como modelos, ejemplos y fuentes inagotables de toda virtud: el cristiano debe comparar su corazón –no el del prójimo, sino el suyo- con los Corazones de Jesús y de María y tender hacia la perfección, esto es, hacia la imitación de Cristo y la imitación de María. Y esto, de modo concreto, constante, diario, en las pequeñas cosas de todos los días. Por ejemplo, quien es susceptible –es decir, se ofende por cualquier cosa-, demuestra una gran soberbia, y la soberbia es la antítesis exacta de la humildad, la virtud del Sagrado Corazón de Jesús y también del Inmaculado Corazón de María. Entonces, el cristiano debe preguntarse: “Jesús y María son humildes y yo soy soberbio, porque me ofendo por cualquier cosa, incluso hasta por cosas que sólo existen en mi imaginación (hay personas que dialogan consigo mismas y terminan enojándose con el prójimo por pensamientos que sólo existen en su mente); ¿qué puedo hacer, de modo concreto, para disminuir mi soberbia y adquirir, aunque sea mínimamente, algo de humildad?”. De la comparación con los Sagrados Corazones de Jesús y María, surge casi de forma inmediata qué es lo que debo hacer para imitarlos, para adquirir y/o crecer en cualquier virtud que sea. Y así con todas las virtudes, trabajando todos los días, todo el día, esforzándose por la imitación de Jesús y María. Un trabajo espiritual de este tipo demuestra que esa alma se esfuerza por la conversión, que es precisamente girar el corazón, desde las cosas terrenas y bajas –las propias pasiones, el propio yo, el orgullo-, hacia Jesús, tal como hace el girasol cuando amanece, cuando comienza a salir el sol.
         Hacia el final, Jesús refuerza la idea de la necesidad imperiosa de la conversión, con la parábola de la higuera que no da frutos y que está a punto de ser cortada, hasta que intercede alguien para que no sea cortada, suplicándole al dueño que la deje un tiempo más, esperando a que dé frutos. El dueño de la higuera es Dios Padre; la higuera estéril somos nosotros, que no nos decidimos a vivir como cristianos, buscando siempre vivir como paganos, lejos de la cruz de Cristo y sin importarnos su imitación; la higuera estéril hachada, es el cristiano al que Dios se cansó de esperar para que diera frutos y lo llama a su Presencia, para recibir el Juicio Particular y el correspondiente castigo por sus malas obras, por su corazón sin conversión; el que intercede ante el dueño de la higuera para que ésta no sea cortada, es Jesucristo, quien desde la cruz, muestra al Padre sus heridas y su Sangre que brota de ellas a borbotones, suplicando clemencia al Padre y pidiendo que nos dé un poco más de tiempo, a ver si en algún momento decidimos empezar a trabajar por nuestra conversión y comenzamos a dar frutos de santidad. La conversión es necesaria para salir de un gran peligro espiritual, común a todos los cristianos –seamos sacerdotes o laicos, según San Antonio de Padua: “El gran peligro de los cristianos es predicar y no practicar; creer, pero no vivir de acuerdo a lo que se cree”.

         Y Dios, mirando a su Hijo en la cruz, golpeado, malherido, agonizante, sangrante, sólo por las heridas y las súplicas de su Hijo, nos concede más tiempo para que nos convirtamos. Pero Dios no espera infinitamente, porque la vida terrena tiene un límite. ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para convertirnos? No sabemos hasta cuándo Dios esperará y soportará nuestra decidia, nuestra pereza espiritual, por lo que la Cuaresma es un tiempo de gracia adecuado, dispuesto por la Providencia, para que dejemos de comportarnos como paganos, como hijos de las tinieblas y comencemos, de una vez por todas, a vivir como cristianos, como hijos de Dios, como hijos de la luz.

“El Dueño de la Viña la entregará a quienes le den el fruto a su debido tiempo”


Parábola de los viñadores homicidas
(Diego de Quispe)

“El Dueño de la Viña la entregará a quienes le den el fruto a su debido tiempo” (Mt 21,33-43.45-46). En esta parábola, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el dueño de la viña es Dios; la viña es el Pueblo Elegido y la Iglesia; los enviados por el dueño para reclamar la renta, son los profetas -muchos de los cuales son asesinados; los primeros arrendatarios de la viña -que quieren usurparla y apropiarse ilegalmente de ella- son los fariseos y los escribas, que pretenden apropiarse del Pueblo de Dios, gobernándolo no con la Ley de Dios, sino con sus propios mandamientos humanos; estos arrendatarios son también los homicidas de la viña que dan muerte primero a los profetas y luego al hijo de Dueño, que es Jesucristo; los nuevos arrendatarios de la viña son los bautizados en la Iglesia Católica, de quienes espera Dios que den frutos de santidad.

Por lo tanto, en esta parábola debemos vernos reflejados nosotros mismos, los bautizados en la Iglesia Católica, que somos al mismo tiempo la Viña del Señor, el Nuevo Pueblo de la Alianza, como también los nuevos arrendatarios, por lo que debemos ser conscientes de que Dios, el Dueño de la Viña, buscará en nosotros, en el Juicio Particular y en el Juicio Final, frutos de santidad: caridad, misericordia, compasión, justicia, sabiduría, humildad, y cualquier otra perfección hallada en Cristo, pues como cristianos tenemos el deber de imitarlo en sus virtudes, en sus perfecciones, en su vida de santidad. También debemos saber que si el Dueño de la Viña no encuentra en algún bautizado -que son los sarmientos injertados en la Vid Verdadera que es Jesucristo-, esos frutos de santidad, entonces “arrancará los sarmientos y los arrojará al fuego” (cfr. Jn 15, 1-8). 
“El Dueño de la Viña la entregará a quienes le den el fruto a su debido tiempo”. Con esta parábola Dios se asemeja a un viñador que, llegado el tiempo de la vendimia, prueba las uvas de su vid para quedarse con las uvas que rebosan de dulzura, mientras que a las uvas que no sirven, sea por agrias o por aguadas, las desecha: esas uvas son los corazones de los cristianos y la Vendimia es el Juicio Final; por eso debemos preguntarnos: ¿qué sabor encontrará el Viñador cuando llegue la Vendimia y pruebe nuestros corazones? ¿El dulce sabor de la santidad y de la gracia divina? ¿O encontrará el sabor amargo y agrio del pecado? 
De nuestra libertad depende si encuentra uno u otro sabor.

jueves, 25 de febrero de 2016

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”


Lázaro y Epulón.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro Jesús nos advierte acerca de las enormes consecuencias que, para la vida eterna, tienen el apego al dinero y a los bienes materiales, además del egoísmo y la indiferencia para con el prójimo más necesitado. Con esta parábola, Jesús revela, además, lo que sucede en el momento de la muerte: un juicio divino particular para cada uno en persona –en la parábola está implícito, porque el destino de cada uno depende de sus obras- y luego los destinos finales –eternos- para las almas: o el cielo –el Purgatorio es temporal, como una antesala del cielo- o el infierno, en compañía del Demonio y sus ángeles y los condenados.
Además de la revelación de los novísimos –muerte, juicio, infierno, cielo-, lo importante en esta parábola es la causa de la condena de Epulón y de la salvación de Lázaro: un análisis superficial llevaría a concluir que el rico se condena por sus riquezas –la simple posesión de estas serían, en sí mismas, las que lo llevan al infierno-, mientras que el pobre se salva por su pobreza –la pobreza en sí misma sería lo que lo lleva al cielo-. Sin embargo, no es así, porque lo que condena a Epulón no es la posesión de bienes materiales, sino su posesión egoísta, desde el momento en que nunca se preocupó, mientras vivía en la tierra, de auxiliar a su prójimo necesitado, Lázaro. Hubiera bastado el gesto de socorrer a Lázaro en sus necesidades, pero no lo hizo y no lo hizo porque en su corazón no había lugar para el amor, la compasión, la caridad, la misericordia y puesto que Dios es Amor, Compasión, Caridad y Misericordia, no había nada de común entre Él y Dios en la otra vida y es por eso que fue apartado de la Presencia de Dios para siempre. Epulón se condena, entonces, no por el hecho de ser rico, sino por usar de modo egoísta sus riquezas y por no apiadarse ni tener compasión por el prójimo más necesitado.
A su vez, Lázaro no se salva por el simple hecho de ser pobre materialmente: se salva porque, en su pobreza material y en la tribulación que le supone vivir, además, de pobre, enfermo, no solo no reniega de Dios ni se queja por su suerte, sino que sufre de modo paciente y sereno, aceptando con mansedumbre de corazón su penosa existencia en esta vida (pobreza, enfermedad, soledad). En Lázaro brillan las virtudes de la humildad, de la mansedumbre y de la piedad y además del amor fraterno, porque no guarda rencor contra su prójimo Epulón,  a pesar de que este se comporta de forma tan egoísta para con él. En definitiva, son todas estas virtudes las que le valen ganar el cielo a Lázaro, y no el simple hecho de no poseer bienes materiales.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”. Jesús nos advierte acerca de la realidad del más allá, no para infundirnos temor, sino para que comprendamos el valor de la caridad para con el prójimo y practiquemos las obras de misericordia, de manera de alcanzar el Reino de los cielos.

miércoles, 24 de febrero de 2016

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”


“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?” (Mt 20,17-28). Jesús profetiza su Pasión y ante el pedido de la madre de los hijos de Zebedeo –Santiago y Juan- de que sus hijos “se sienten a su derecha e izquierda en el Reino de los cielos”, Jesús les hace una pregunta para que tomen conciencia de qué es lo que están pidiendo: “¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. Es decir, Jesús les está diciendo que si quieren puestos de honor en el cielo, deben participar de su Pasión en la tierra. La respuesta de Santiago y Juan es clara y contundente: “Podemos”, lo que demuestra que sí sabían lo que estaban pidiendo y que implicaba la participación en la Pasión y que por lo tanto desean compartir el mismo destino de Jesús: el Calvario en esta vida y el Reino de los cielos en la otra.
Lo que piden los hijos de Zebedeo –la gloria de los cielos pero pasando por la ignominia de la Pasión- es algo que todos los cristianos debemos pedir y es algo que la Iglesia pide para nosotros, que participemos en cuerpo y alma a la Pasión del Señor, para luego participar de su gloria. En las Laudes del Miércoles de la segunda semana de Cuaresma, la Iglesia dice así: “Concédenos llevar en nuestros cuerpos la pasión de tu Hijo”[1]. Y luego la Iglesia agrega algo en la petición, que nos confirma que lo que pedimos –participar en la Pasión- es posible, pero no por nuestras propias fuerzas, sino porque hemos recibido la fortaleza misma del Hombre-Dios, su Cuerpo en la Eucaristía: “(…) Tú que nos has vivificado en su Cuerpo”. Es decir, la razón por la cual podemos unirnos a su Pasión en cuerpo y alma, es porque hemos sido vivificados en su Cuerpo Místico, al haber recibido el Espíritu Santo; además, hemos sido vivificados con su Cuerpo, al recibir la Eucaristía, el Pan de Vida eterna.
“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos dirige Jesús la misma pregunta y nosotros, también a nosotros nos pregunta Jesús si podemos acompañarlo en el Via Crucis, si podemos beber del cáliz amargo de la Pasión, si podemos participar de su Pasión en cuerpo y alma, si podemos recibir su corona de espinas; y nosotros, al igual que los hijos de Zebedeo, que deseamos la corona de luz y de gloria del Reino de los cielos, pero que sabemos que para recibir esta corona debemos recibir en esta vida la misma corona de espinas de Jesús, nos postramos ante Jesús Eucaristía y le decimos: “Podemos”.



[1] Cfr. Liturgia de las Horas.

martes, 23 de febrero de 2016

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”



“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado” (Mt 23, 1-12). Al advertirnos a los cristianos acerca del obrar de los fariseos, Jesús pone el acento en una característica llamativa de los mismos: el deseo de querer ser vistos y alabados por los hombres: “Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar ‘mi maestro’ por la gente”. Y si Jesús nos advierte, es para que, como cristianos, obremos de modo diametralmente contrario, es decir, que pasemos desapercibidos, así como un sirviente pasa desapercibido: “Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros”. El cristiano tiene que ser “servidor” de los demás y, en este servicio, pasar desapercibido, que es una actitud radicalmente opuesta a la de los fariseos. Luego Jesús explica la razón por la cual el cristiano no debe obrar para ser alabado por los demás, como hacen los fariseos: “Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El ser un servidor de los demás, que pase desapercibido, implica la virtud de la humildad, que es lo opuesto al pecado de soberbia. Ahora bien, lo que hay que considerar es que no se trata de un mero virtuosismo; es decir, el cristiano no obra como servidor para simplemente cultivar una virtud, aun cuando esta sea sumamente loable, como lo es la humildad. La razón última del mandato de Jesús a los cristianos, el de obrar con humildad, sin ser vistos y sin buscar, de ninguna manera, la alabanza de los hombres, es que la humildad es la manifestación, por medio del obrar humano, de la perfección absoluta del Ser divino trinitario y, como tal, es tal vez la perfección que más sobresale en el Hombre-Dios Jesucristo, así como en su Madre, la Virgen, Madre de Dios. En otras palabras, la humildad sería como la traducción, en el lenguaje humano del obrar, de la perfección infinita del Ser divino de Dios Trino. También sucede lo mismo con otras virtudes: castidad, caridad, justicia, magnanimidad, etc., pero lo que más caracteriza al obrar del Hombre-Dios –ya con el solo hecho de la Encarnación, evento pascual en el que, sin dejar de ser Dios, asume una naturaleza, la humana, infinitamente inferior a la divina-, es la humildad. Esto quiere decir que el cristiano que busca ser “servidor de todos”, sin llamar la atención y sin buscar el aplauso y el honor de los hombres y del mundo, participa, de alguna manera, de la humildad del Hombre-Dios, que lo lleva a encarnarse y a padecer la muerte de cruz por la salvación de los hombres, lo cual le vale el ser luego glorificado –ensalzado- por Dios Padre, por la gloria de la Resurrección. Por el contrario, el que se auto-ensalza y ensoberbece, buscando el honor de los hombres y la vanagloria del mundo, participa de la soberbia del ángel caído, Satanás, soberbia que es castigada por Dios con la humillación de ser arrojado de su Presencia en los cielos y ser precipitado a los abismos del infierno.

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”. Jesús no nos llama, como  cristianos,  a ser meramente virtuosos, aunque esto sea, en sí mismo, algo excelente: nos llama a algo infinitamente más grande, y es a participar de su propia humildad, la humildad del Via Crucis, del Calvario y de la Pasión, para luego ser exaltados en su gloria, la gloria del Cordero “como degollado” (Ap 5, 6).

viernes, 19 de febrero de 2016

“Jesús se transfiguró…”


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2016)

         “Jesús se transfiguró…” (Lc 9, 28b-36). Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro y sus ropas resplandecen con una luz más potente y brillante que cientos de miles de soles juntos: es la Luz Eterna de su Ser trinitario la que, por un instante, se abre paso a través de su Humanidad Santísima. Ahora bien, para aprehender el contenido sobrenatural y la enseñanza del episodio evangélico de la Transfiguración –y el por qué la Iglesia inserta este Evangelio antes de Semana Santa-, hay que tener en cuenta, por un lado, a los dos santos del Antiguo Testamento que aparecen al lado de Jesús en el momento de la Transfiguración, Moisés y Elías y el contenido de su conversación: el tema sobre el que ambos dialogan es acerca de la partida de Jesús de este mundo, es decir, hablan de su Pasión y Muerte en Cruz; el otro elemento que hay que tener en cuenta es que la Transfiguración, en sí misma, anticipa la Resurrección de Jesús luego de su muerte en el Calvario, porque la luz que Jesús emite en la Transfiguración y el estado de su cuerpo, luminoso y glorioso, es la misma luz que emitirá cuando resucite, el Domingo de Resurrección, en el sepulcro. En este Evangelio, entonces, están condensados los aspectos fundamentales de la fe en Jesucristo: “no es un hombre santo, no es un hombre sabio, no es un reformador ni mucho menos un revolucionario social”[1]: Jesucristo es el Hombre-Dios, que habrá de cumplir su misterio pascual, pasando por la muerte cruenta de la cruz para luego resucitar glorioso al tercer día.
Teniendo esto en mente, surgen algunas preguntas: ¿por qué Jesús se transfigura? ¿Por qué lo hace antes de la Pasión? ¿Qué relación hay entre la Transfiguración de Jesús y nuestra vida personal? Para responder a estas preguntas, hay que considerar ante todo que la Transfiguración no es un milagro, porque es el “estado natural” de Jesús: así debería aparecer Jesús, desde el  momento mismo de la Encarnación, puesto que Él es Dios y en cuanto Dios, es Luz y Luz eterna, porque la naturaleza del Ser divino trinitario es una naturaleza luminosa. La pregunta entonces no es “por qué Jesús se transfigura”, sino, por el contrario, “por qué NO se transfigura” y porqué sólo lo hace en el Monte Tabor –y también en la Epifanía-, como anticipo de la Resurrección. La respuesta la da un teólogo[2], quien sostiene que Jesús no se transfigura durante toda su vida –como decíamos, sólo lo hace en la Epifanía y en el Tabor, antes de la Resurrección- porque la Transfiguración implica el estado glorioso de la Humanidad de Jesús, lo cual quiere decir que Jesús no hubiera podido sufrir la Pasión, si hubiera permanecido glorioso y luminoso desde la Encarnación. Entonces, por un milagro de su omnipotencia divina, Jesús impide, durante la mayor parte de su vida terrestre, que la luz de su gloria se transparente, por así decirlo, a través de su Humanidad, para poder sufrir la Pasión. Es decir, que Jesús NO se transfigure, en la mayor parte de su vida terrena, es un milagro mayor aún que la misma Transfiguración en el Monte Tabor.
Otra pregunta a contestar es el porqué de la Transfiguración de Jesús antes de su Pasión, hecho que es confirmado por la conversación de los dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y la respuesta la da Santo Tomás de Aquino, quien dice que Jesús se transfigura antes de la Pasión, porque así les recordaba a sus discípulos que Él era Dios Encarnado, para que cuando lo vieran todo desfigurado por los golpes, cubierto de hematomas, de escupitajos, de heridas abiertas y su Rostro y su Cuerpo cubiertos de Sangre, puesto que no lo iban a poder reconocer -a causa del estado en el que iba a quedar su Humanidad Santísima como consecuencia de los golpes recibidos por nuestros pecados-, se recordaran de la gloria del Tabor y así no se desanimaran en el Camino de la Cruz, en el Via Crucis. Jesús se cubre de gloria y de luz en el Tabor, porque habría de cubrirse luego de su propia Sangre en el Calvario, quedando irreconocible a causa de los golpes, las heridas, la tierra, el barro, el sudor y la Sangre.
La última pregunta a contestar es qué relación tiene la Transfiguración de Jesús con nuestra vida personal, y la respuesta la tenemos en Dios Padre, que se manifiesta en el Tabor haciendo sentir su voz y diciendo: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Así, Dios Padre lo que hace es ratificar la fe de la Iglesia en Jesús como Hombre-Dios, como Hijo de Dios Encarnado, lo cual tiene sus consecuencias, porque quiere decir que, por el hecho de ser Dios, debemos obedecer sus mandatos y hacer lo que nos diga y lo que nos dice Jesús es que “tomemos nuestra cruz de cada día y que lo sigamos” por el Camino del Calvario, el Via Crucis.
“Jesús se transfiguró…”. Todos los cristianos estamos llamados a la gloria de la Resurrección pero, como dice Dios Padre, debemos escuchar a Jesús y Jesús nos dice que debemos “cargar nuestra cruz de cada día y seguirlo” (Lc 9, 23; Mt 16, 24), lo cual quiere decir que debemos subir al Monte Calvario, junto con Jesús, para morir al hombre viejo y para nacer al hombre nuevo, a la vida de la gracia. La enseñanza del Evangelio de la Transfiguración, entonces, además de que Jesús es Dios Encarnado y de que llega a la gloria del Reino de los cielos por medio del sacrificio de la cruz, es que también nosotros estamos llamados a ser transfigurados por la gloria de Dios, pero también debemos saber que no vamos a llegar a esta gloria si antes no pasamos por la muerte en cruz; es por eso que la Iglesia pide que los bautizados participen de la cruz de Jesús con sus sufrimientos: “Haz que tus fieles aprendan a participar en tu pasión con sus propios sufrimientos”[3], para que así participen luego con Él de la gloria del Reino de los cielos. Y aquí está la respuesta de por qué la Iglesia coloca este Evangelio de la Transfiguración antes de Semana Santa: para que nosotros, los cristianos, participando de la Pasión de Jesús por el misterio de la liturgia, seamos capaces de participar luego de su gloria. Por último, no hay mejor forma de participar de la cruz de Jesús que uniéndonos espiritualmente con nuestras vidas, con lo que somos y tenemos, al Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico, en la Santa Misa.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes en el Estadio Nacional de Chile, 2 de abril de 1987.
[2] Cfr. Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1956.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, Viernes de la I Semana de Cuaresma.

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”



“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte –a todos los cristianos- que, a partir de Él, rige una Nueva Ley, la ley de la Caridad, esto es, el amor sobrenatural –que es el Amor de Dios y no el amor meramente humano- que el hombre debe a Dios y a su prójimo. Hasta antes de Jesús, regía el mandato de la Antigua Ley, que mandaba amar al prójimo y a Dios, pero el amor con que se cumplía esta ley era un amor meramente humano, lo cual quiere decir limitado, escaso, de corto alcance. Tanto el amor a Dios como al prójimo, estaba estrechamente comprendido en los límites del amor humano; tanto es así, que se consideraba “prójimo” sólo a quien compartía la raza y la religión hebreas. Para ser “justos”, bastaba únicamente con “no matar”; a partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar” al prójimo para ser agradables a Dios: ahora, un leve enojo –la irritación- merece la “condena del tribunal”; el insulto, “el castigo del Sanedrín”, y quien muere maldiciendo a su hermano, merece “la Gehena del fuego”, es decir, el infierno. El cristiano, para poder entrar en el Reino de los cielos, debe ejercer “una justicia superior a la de los fariseos”, porque el nuevo paradigma de amor a Dios y a los hombres es Jesús crucificado, quien da la vida no sólo por sus amigos, sino por sus enemigos, es decir, nosotros, que éramos enemigos de Dios a causa de nuestros pecados y, sin embargo, Jesús no sólo no nos condenó por quitarle nosotros su vida en la cruz, sino que nos perdonó y el signo de ese perdón divino es su Sangre derramada en el Calvario. La “justicia superior a la de los escribas y fariseos” es la caridad, el amor sobrenatural perfecto a Dios y a los hombres, y de entre los hombres, a los enemigos, porque Jesús murió por nosotros, que éramos sus enemigos. Así dice el Beato Elredo: “La perfección de la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”[1]. Jesús es el ejemplo perfectísimo de amor a Dios y a los hombres, es decir, de una justicia “superior a la de fariseos y escribas”. Pero no es sólo ejemplo de caridad, sino ante todo, es Fuente de caridad, porque de su Sagrado Corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, fluye este Divino Espíritu de Amor con su Sangre, cuando su Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano y ésa es la razón por la que, todo aquel sobre el que cae la Sangre del Cordero, ve su corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Y un corazón así encendido en el Fuego del Divino Amor, se vuelve una copia viviente del Sagrado Corazón y se vuelve, por lo tanto, capaza de amar a los enemigos de la misma manera y con el mismo Amor con el que lo amó y perdonó Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. Espejo de caridad, Libro 3, cap. 5: PL 195, 582.

jueves, 18 de febrero de 2016

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá"


“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Mc 7, 7-12). Jesús nos anima a pedir a Dios, confiando en su bondad divina: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. Más adelante, insiste todavía en la bondad de Dios, animándonos aún más a pedir: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!”.
Ahora bien, es un hecho que “no sabemos pedir como conviene” (cfr. Rom 8, 26). Y no sabemos pedir porque cuando lo hacemos pedimos cosas del mundo –pedimos salud, trabajo, dinero, pasarla bien, que desaparezcan las tribulaciones-, lo cual significa pedir en contra de Dios y de nuestra salvación: “Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en vuestros placeres” (Sant 4, 3). Si deseamos cosas del mundo, estamos pidiendo con “malos propósitos” y nos convertimos, según Santiago, en “almas adúlteras”, porque nos convertimos en amigos del mundo y en enemigos de Dios, ya que el que se hace amigo del mundo inmediatamente se vuelve enemigo de Dios: “¡Oh almas adúlteras! ¿No saben que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Sant 4, 4). Según lo que hemos visto hasta aquí, lo que tenemos es, por un lado, la promesa de Jesús de que lo que pidamos nos será dado, porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) y bondad infinita y porque así nos lo prometió Jesús; por otro lado, tenemos nuestra ignorancia acerca de lo que debemos pedir para nuestra salvación.
¿Qué debemos entonces pedir? Debemos pedir tesoros, pero no terrenos, sino celestiales; debemos pedir la gracia de la conversión y de la salvación eterna, para nosotros, para nuestros seres queridos, para todo el mundo; debemos pedir participar de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo “en cuerpo y alma”[1]; debemos pedir amar a Jesús Dios por lo que Es, Dios de infinita bondad y misericordia, y no por lo que da; debemos pedir la gracia de morir, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado; debemos pedir que la Divina Misericordia descienda sobre los moribundos de este día, para que ninguno se condene y todos se salven; debemos pedir la gracia de amar a Jesús como lo ama la Virgen, con su mismo amor y con su mismo Inmaculado Corazón.
Son estos tesoros celestiales los que debemos pedir,  pero hay algo más, y es lo que Dios quiere para nosotros; qué cosa sea esto, nos lo dice el Apóstol Santiago: “¿O piensan que la Escritura dice en vano: Él celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros?” (Sant 4, 2-3). El Apóstol Santiago nos dice que Dios “anhela para nosotros el Espíritu (Santo)”: aquí está entonces lo que debemos pedir, según la Voluntad de Dios y no según la nuestra: debemos pedir el Espíritu Santo. También nos lo dice Jesús, en el Evangelio paralelo a este pasaje: “Mi Padre dará el Espíritu Santo al que se lo pida” (Lc 11, 13).
“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. A través de la oración –que es la que consigue los bienes que nos permiten responder a los deseos de Dios-, debemos –parafraseando a Jesús- “llamar” a las puertas del sagrario, debemos “buscar” en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, debemos “pedir” a Jesús Eucaristía el Espíritu Santo, que viene a nosotros en la Sangre del Corazón traspasado de Jesús y vertida en el cáliz eucarístico.



[1] Cfr. Liturgia de las Horas, I Semana del Tiempo de Adviento.

miércoles, 17 de febrero de 2016

“El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán"


“Los hombres de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús advierte a la humanidad toda –no solo a los fariseos- que es necesaria la conversión del corazón para poder entrar en el Reino de los cielos al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final: “El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”. Jesús toma como ejemplo de conversión a los ninivitas, quienes se convirtieron luego de que Jonás predicara y les advirtiera, en nombre de Dios, que un gran castigo caería sobre ellos si no se convertían, si no se arrepentían de la malicia de sus corazones (cfr. Jon 3, 1-4). Los ninivitas, ante esta advertencia, hicieron todos penitencia, desde el rey hasta el más pequeño de los súbditos, llegando incluso a hacer penitencia hasta los mismos animales. Al escuchar la voz de Dios en la persona de Jonás, que los amonestaba y les pedía que cesaran en sus pecados para que así salven sus almas, los ninivitas tuvieron temor de Dios –lo cual no es miedo, sino un respeto reverencial que nace del amor a Dios: se lo ama tanto, que se teme pecar, porque así se ofende a quien se ama- y por este temor, decidieron hacer una dura penitencia como signo externo de la conversión interior del corazón. Es por esto que Jesús los pone como ejemplo de conversión, al tiempo que señala que si los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás, la “generación malvada” –esto es, la humanidad toda- debe convertirse aún con mayor razón, porque el que está llamando al arrepentimiento de las malas obras, a la penitencia y a un cambio del corazón hacia Dios, no es ya un profeta, como en tiempos de Jonás, sino Dios mismo en Persona. En otras palabras, quien llama a la conversión y a erradicar todo rastro de malicia en el corazón del hombre, no es ya otro hombre en nombre de Dios, sino el mismo Dios en Persona, la Persona del Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado, el Hombre-Dios Jesucristo. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Los hombres de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás”. Y la conversión del corazón tiene como objetivo no un mero cambio temporal, sino la adquisición de la bienaventuranza en la vida eterna, ya que esto es lo que Jesús advierte de manera indirecta: “El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”. En el Día del Juicio Final, no subsistirán delante de Dios quien tenga malicia en el corazón, porque Dios es Bondad y Amor infinitos y perfectísimos, sin sombra alguna, no ya de malicia, sino ni siquiera de imperfección alguna. El llamado a la conversión por parte de Jesús implica el llamado a la santidad, que es al mismo tiempo un llamado a la perfección cristiana: “Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto”. Y esta perfección en la santidad es una perfección en el Divino Amor, que excluye la más mínima sombra de malicia en el corazón del hombre. Quien no acepte el llamado a la conversión que predica la Misericordia Divina encarnada, Cristo Jesús, deberá afrontar, en el Día del Juicio Final, a la Justicia Divina. Y de Dios “nadie se burla” (Gál 6, 7).

martes, 16 de febrero de 2016

“Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’”


         “Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’” (Mc 6, 7-15). Jesús enseña a sus discípulos a orar y da dos indicaciones acerca de cómo debe orar un cristiano: por un lado, debe ser una oración que se diferencie de la “oración de los paganos”, quienes “creen que oran porque hablan mucho”, con lo cual Jesús quiere dar a entender la vacuidad en el orar a deidades demoníacas, como es propio del paganismo, y una oración así no es escuchada por Dios: “Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados”. Entonces, por exclusión y en el polo opuesto a las oraciones realizadas por los paganos –la oración mecánica, fría, sin amor por el Dios verdadero-, se encuentra la oración del cristiano, la cual, para ser auténtica –y para que sea escuchada por Dios-, debe nacer del corazón, lo que quiere decir que debe ser una oración hecha con amor y la razón de esto es que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) y, por lo tanto, sólo escucha las oraciones hechas con amor.
La otra indicación para orar es que los cristianos, desde ahora en adelante, pueden llamar a Dios “Padre”: “Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo”. Ahora bien, también los judíos llamaban a Dios “Padre”, pero la diferencia con la paternidad de Dios a partir de Jesucristo, es que ahora Dios es “verdaderamente” –ontológicamente, podríamos decir- Padre, porque la gracia santificante comunicada por Jesucristo hace al alma participar de la filiación divina del Hijo de Dios, de manera tal que el bautizado es hecho “verdaderamente” –ontológicamente- hijo de Dios por el bautismo debido a que precisamente recibe la participación en la filiación divina con la cual el mismo Jesucristo es Hijo de Dios desde la eternidad. En otras palabras, el llamar “Padre” a Dios no es, para el bautizado en la Iglesia Católica, una cuestión de sentimentalismo: a partir del momento en el que recibe el bautismo, el católico se convierte en verdadero hijo de Dios al recibir la participación en la filiación divina del Hijo Unigénito de Dios, Jesucristo. Los otros hombres –los no bautizados- sólo son “hijos de Dios” de modo genérico, en el sentido de que son creación de Dios, pero no son hijos de Dios en el mismo sentido y en el mismo grado que los católicos, que recibieron el bautismo sacramental.
         “Cuando ustedes oren…”. Dos indicaciones, entonces, de Jesús, para la oración verdaderamente cristiana: debe ser hecha con amor y no debe ser una mera repetición mecánica; debe ser dirigida a Dios con un sentimiento realmente filial porque, por Jesucristo, hemos sido adoptados como hijos verdaderamente suyos y por lo tanto es verdaderamente nuestro “Padre”.
Entonces, surge la pregunta: si así debe ser la oración de los cristianos -surgida desde lo más profundo del corazón y con sentimiento de hijos verdaderos-, ¿cuál es, de entre todas las oraciones, la oración más perfecta? La oración más perfecta, es decir, la que se realiza con amor infinito y eterno a Dios y con un sentido verdaderamente filial, es la Santa Misa, porque allí Jesucristo, el Hijo de Dios, ama al Padre con un amor infinito y eterno, el Amor que inhabita en su Sagrado Corazón y le da gracias por haber salvado a los hombres por medio del Santo Sacrificio de la Cruz, renovado en forma incruenta y sacramental sobre el altar, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el cáliz. Entonces, uniéndonos a Jesucristo en el Santo Sacrificio del Altar, damos a Dios la más perfecta oración cristiana, la oración de acción de gracias del Hijo de Dios, que nace de su Sagrado Corazón y se eleva al Padre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         

sábado, 13 de febrero de 2016

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2016)


         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentado por el Demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, en donde Jesús ayuna durante cuarenta días y cuarenta noches. Al finalizar su ayuno, Jesús experimenta hambre; es en ese momento en el que se le aparece el Demonio, quien lo tienta para tratar de hacerlo caer (en realidad, el Demonio tentó a Jesús durante los cuarenta días, aunque no dice nada acerca de la naturaleza de estas tentaciones; sí relata el Evangelio cuáles son las tres tentaciones a las que lo somete el Demonio, al finalizar los cuarenta días de ayuno). Ahora bien, hay que decir que esto que pretendía el Demonio, el hacer caer a Jesús por medio de las tentaciones, era imposible, debido a que Jesús era Dios Hijo encarnado, por lo cual nunca habría podido ni siquiera tener la más ligera vacilación frente a la tentación. Si Jesús se deja tentar por el Demonio, es sólo para darnos ejemplo de cómo tenemos que hacer frente a las tentaciones, lo cual es sumamente útil para nuestra vida espiritual puesto que, como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida”.
         En la primera tentación, el Demonio trata de hacer caer a Jesús por medio del hambre corporal; sabe que ha estado cuarenta días y noches sin ingerir alimento alguno y que siente hambre. Aprovechándose aviesamente de la debilidad natural del cuerpo de Jesús, luego de tanto tiempo sin ingerir alimentos, el Demonio trata de convencer a Jesús de que pida a Dios que “convierta las piedras en panes”: Dios es bueno y no dejará de hacer un milagro como este, para que Jesús pueda alimentarse. Jesús le responde que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Así, Jesús nos enseña que, si alimentamos el cuerpo con el alimento terreno, es mucho más importante alimentar el alma con el manjar exquisito de la Palabra de Dios, la cual proporciona todo al alma todo aquello que Dios es: luz, amor, paz, alegría, fortaleza. Así, Jesús nos enseña –y sobre todo a los padres de familia- que si nos preocupamos y desvelamos por el alimento corporal, mucho más lo debemos hacer por el alimento espiritual, la Palabra de Dios. Además, al poner por encima la satisfacción del hambre espiritual con la Palabra de Dios, sobre la satisfacción del hambre corporal con el alimento terreno, Jesús nos advierte no solo contra la tentación de la gula -es decir, el ingerir alimentos cuando no hay necesidad alguna de hacerlo o bien, el gasto excesivo en alimentos exóticos y demasiado caros-: también nos advierte contra la tentación del hedonismo, la tentación de pretender los sentidos sin medida ni regla moral alguna. El cristiano, por el contrario, debe ser ascético y sobrio, mortificando su cuerpo y no concediéndole todo lo que el cuerpo le pide, además de privilegiar el alimento de la Palabra de Dios por sobre el alimento corporal.
         En la segunda tentación, el Diablo pasa ya al plano espiritual, tratando de que Jesús caiga en la petición de milagros absurdos e innecesarios, es decir, trata de que Jesús lo imite a él en su tarea diabólica de tentar, pidiendo un milagro que es absolutamente innecesario. Primero, lo lleva al pináculo del templo y le dice que se tire desde allí hacia el vacío: Dios, que es bueno, “mandará sus ángeles para que lo protejan de su caída”. Jesús responde con la Escritura: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trataba de un milagro innecesario, inútil, y su petición, un acto temerario contra Dios, porque en primer lugar, no tenía necesidad alguna de subir al pináculo del templo; en segundo lugar, si se arrojaba, lo hacía por propia voluntad y con total libertad, demostrando que quería caer desde lo alto, sin que nadie lo obligara, para luego pedirle a Dios que envíe a sus ángeles. Pero si Jesús cedía a esta tentación, cometía un acto de temeridad, de desafío a Dios, pidiendo un milagro absurdo e innecesario. Así, Jesús nos enseña que debemos estar muy atentos a no caer en esta tentación, pues muchas veces somos nosotros mismos quienes nos alejamos de Dios y nos arrojamos al vacío, para luego quejarnos de Dios, porque Dios “no nos ayuda”. Debemos prestar mucha atención, porque es en realidad esto último lo que pasa: somos nosotros quienes nos alejamos voluntariamente de Dios, cayendo en el vacío de la existencia de Dios –esto es lo que está representado en la hipotética caída voluntaria de Jesús desde el pináculo del templo. Es esto lo que hacemos –alejarnos de Dios, arrojarnos al vacío de una vida sin Dios- toda vez que nos alejamos de los sacramentos, porque para los católicos, la unión con Dios se da por la fe, por el amor y sobre todo por los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía-. Y al alejarnos de Dios, perdemos la luz de su Sabiduría, que nos permite obrar según la Divina Voluntad, comportándonos temerariamente por doble partida: por alejarnos de su Voluntad –por hacer algo que Él no quiere que hagamos- y por pedir, desde esta posición, algo que no es acorde a su santa Voluntad. Esto es lo que nos enseña Jesús con la segunda tentación.
         Luego el Demonio lo lleva a lo más alto de una montaña, le muestra los reinos de la tierra “y su gloria mundana” y le dice que “le dará todo eso si, postrándose, lo adora”, a lo cual Jesús responde, también citando la Escritura: “Sólo a Dios adorarás”. Así, Jesús nos enseña a despreciar los honores mundanos y las riquezas terrenales, además de la vanagloria, porque detrás de todo eso está el Demonio; nada de eso se debe desear y mucho menos, se debe adorar al Demonio, sino sólo a Dios, Uno y Trino, encarnado en la Persona del Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por eso solo se debe adorar la Eucaristía y nada más que la Eucaristía. Por otra parte, el Demonio, “Padre de la mentira”, no puede dar lo que promete, y como es el Engañador por excelencia, lo único que pretende es perder el alma del hombre, al cometer el acto más perverso y erróneo que jamás alguien pueda cometer, la adoración de una creatura –que encima es perversa y maligna-, como es el Demonio (o también, los ídolos demoníacos, como el Gauchito Gil, San La Muerte, la Difunta Correa, entre otros muchos).
         Por último, notemos que tanto el Demonio, para sus tentaciones, como Jesús, para resistir a las mismas, citan a las Sagradas Escrituras, aunque con fines y con métodos de interpretación diametralmente opuestos: el Demonio cita las Escrituras para justificar la perversión, torciendo su sentido, porque la Escritura de Dios jamás puede inducir al mal, en esto se ve el accionar de las sectas, pero también de muchos católicos que malinterpretan las Escrituras, buscando auto-justificarse en su pecado. Por su parte, Jesús también acude a las Escrituras –obviamente, con el único sentido posible, el de iluminar las tinieblas del hombre- para responder a las tentaciones con la Palabra de Dios, enseñándonos que es así como debemos proceder: buscando siempre la recta interpretación católica, sin apartarnos de las enseñanzas del Magisterio, no interpretando la Biblia según nuestro propio parecer o nuestros propios caprichos y mucho menos acomodar la Fe católica a nuestros incrédulos razonamientos humanos.

Ahora bien, si Jesús cita la Palabra de Dios escrita para responder a las tentaciones del Demonio, para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios no está sólo en la Biblia: está también en la Tradición y en el Magisterio y, sobre todo, está encarnada en la Eucaristía, de manera que es a todas estas fuentes a las que debemos recurrir para resistir y vencer a la tentación. Sólo los sectarios piensan que la Palabra de Dios está sólo en la Escritura: para nosotros, los católicos, está en tres lugares: Tradición, Magisterio y Biblia, además de estar encarnada, gloriosa, en la Eucaristía. Como dice el Santo Cura de Ars, “seremos tentados hasta el momento antes de morir”, pero tenemos que saber que si recurrimos al auxilio de la Palabra de Dios, tal como nos da ejemplo Jesús, no solo nunca caeremos en la tentación, sino que, cuanto más seamos tentados, tanto más saldremos fortalecidos. 

viernes, 12 de febrero de 2016

Viernes después de Cenizas


“Cuando se lleven al novio, entonces ayunarán” (Mt 9, 14-15). Preguntan a Jesús porqué sus discípulos no ayunan, como sí lo hacen los discípulos de Juan. Jesús responde utilizando la figura de un novio con sus amigos: cuando estos están con el novio, hay alegría y, por lo tanto, no hay necesidad de ayunar; pero cuando el novio no está, entonces sí. El novio –o esposo- que está con sus amigos, es Él que está con sus discípulos: Él, Dios Hijo, el Unigénito de Dios, eternamente engendrado en el seno del Padre, es el Esposo que se une en desposorios místicos con la Humanidad, por la Encarnación, en el seno de María Santísima; el novio que es llevado, es Él que muere en la cruz, cumpliendo su misterio pascual de muerte y resurrección, llevando a cabo el sacrificio redentor en el Calvario, sacrificio cruento por el cual habría de salvar a toda la humanidad al precio de su Sangre derramada en la cruz. Mientras Él esté con sus discípulos, no tienen necesidad de ayunar, pero cuando vengan las horas amargas de la Pasión, horas en las que Él sufrirá la muerte en cruz, entonces sí lo harán.

“Cuando se lleven al novio, entonces ayunarán”. El ayuno prescripto para el tiempo cuaresmal tiene, para la Iglesia y los cristianos, el sentido de recordarnos que no estamos aún con el Esposo de la Iglesia Esposa, porque nos encontramos aún en esta vida terrena y no lo contemplamos todavía cara a cara en la visión beatífica. El ayuno realizado en el tiempo –ayuno de alimento corporal, pero ante todo, ayuno de la malicia del corazón, esto es, el pecado-, tiene entonces esta finalidad: hacernos recordar que somos los amigos del Esposo, los amigos del Novio, que nos ha sido quitado por la muerte en cruz en el Calvario. El ayuno corporal finalizará cuando, por la gracia de Dios, alcancemos el Reino de los cielos y contemplemos cara a cara al Cordero de Dios y a Dios Uno y Trino. Entonces finalizará nuestro ayuno terreno, porque nos alimentaremos de la contemplación beatífica de la Trinidad y del Cordero por toda la eternidad.

jueves, 11 de febrero de 2016

Jueves después de Cenizas


“Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 22-25). Quien quiera seguir a Jesús, debe hacer dos cosas: “renunciar a sí mismo” y “tomar su cruz de cada día”, y recién seguirlo. Si no se cumplen estas condiciones, no se puede seguir a Jesús de ninguna manera.
Ahora bien, ¿qué es renunciar a sí mismo? Principalmente, es renunciar a nuestras pasiones que, como consecuencia del pecado original, están desordenadas y, en muchas ocasiones, priman sobre la razón, de ahí que se les llame “pasiones irracionales”; estas son por ejemplo, la ira, el odio, la lujuria, la pereza, la gula, la avaricia, etc. Sin embargo, para seguir a Jesús no basta con negarse a sí mismo en lo que a estas pasiones extremas se refiere: negarse a uno mismo quiere decir negarse en nuestros defectos dominantes, que pueden ser la impaciencia, el no decir la verdad, faltas leves a la caridad, o incluso ligeras imperfecciones. Negarse a uno mismo quiere decir también llevar en el corazón los mandamientos de Cristo –amar a los enemigos, perdonar setenta veces siete, por ejemplo- por encima de nuestras propias tendencias desviadas, que nos conducen en dirección opuesta a la Voluntad de Dios. Negarse a uno mismo es negar nuestras pasiones, vicios y defectos, que nos impiden obrar como cristianos, al tiempo que nos hacen obrar como neo-paganos, como cristianos neo-paganos.
¿Qué significa “Tomar la cruz”? Quiere decir que para seguir a Jesús, es necesario crucificar al hombre viejo con sus pasiones, porque no basta el mero voluntarismo para ir en pos de Jesús. Muchos –que reducen el ser cristiano y su mensaje a la antropología y el psicologismo- piensan que el cristiano puede, con su propia voluntad y su propio querer, ser virtuoso, prescindiendo de la gracia, lo cual es un imposible. Es la gracia santificante del Cordero de Dios la que cambia nuestros corazones, pero la gracia la concede Jesús crucificado con la Sangre que brota de su Corazón traspasado, por lo que es necesario –más bien, indispensable, condición sine qua non- tomar la cruz, para ser crucificados con Cristo en la cima del Monte Calvario. Sólo así podrá morir el hombre viejo y nacer el hombre nuevo, que vive la vida nueva de la gracia.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame”. La negación de sí mismo y el tomar la cruz, no es por una única vez, sino todos los días, a cada momento de la vida cotidiana, porque el seguimiento de Jesús camino del Calvario comprende el entero arco de nuestra vida terrena. La negación de sí mismos y el portar la cruz cada día, todos los días, sólo terminará cuando atravesemos el umbral de la muerte cargando nuestra cruz, para encontrarnos cara a cara con Jesús en el Reino de los cielos. Ahí, en la contemplación gozosa de Dios Trino y su Cordero, y convertidos en imágenes vivientes de su gloria, Cristo será todo en todos y nuestra alegría no tendrá fin.


martes, 9 de febrero de 2016

Miércoles de Cenizas


(Ciclo C - TC - 2016)

         El ritual de la imposición de cenizas tiene como objetivo el hacernos recordar, a los cristianos, que esta vida terrena, que se desarrolla en el transcurso del tiempo, tiene un fin: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”. Las cenizas nos recuerdan que nuestro cuerpo, el cuerpo al que tanto cuidamos y alimentamos, está destinado a convertirse, por la muerte, en cenizas, en polvo, puesto que nada de él quedará luego de que el alma, que es el principio vital que le da vida, se separe en el momento de la muerte.
         Ahora bien, como cristianos, sabemos, porque nos lo ha revelado Jesucristo, que con la muerte temporal no termina nada, sino que, por el contrario, comienza todo, si podemos decir así, porque en el mismo instante en el que alma se desprende del cuerpo –y el cuerpo comienza su proceso de descomposición orgánica-, el alma ingresa en la eternidad y la conciencia adquiere pleno conocimiento de las realidades de la vida eterna, comprendida la Dios Uno y Trino. Al ingresar en la eternidad, el alma es conducida ante la Presencia de Dios Trino, para recibir lo que el Catecismo llama “Juicio particular”, un juicio en el que el alma puede ver, a la luz de Dios y con total perfección y detalle, todas sus obras, las buenas y las malas, y el destino eterno –cielo o infierno- que con dichas obras, realizadas libremente, se mereció.
         La imposición de cenizas nos recuerda, por lo tanto, las verdades de fe acerca del más allá, los denominados “novísimos”: muerte, juicio, purgatorio, cielo o infierno, y nos lo recuerda para que, por la penitencia, el arrepentimiento del corazón por los pecados cometidos y la realización de obras de misericordia, evitemos el infierno y ganemos el cielo, saliendo victoriosos, por la Sangre de Cristo, de nuestro Juicio particular. Es por esto que el Miércoles de cenizas no pretende sólo recordarnos que “somos polvo y en polvo nos convertiremos” -verdad que, por otra parte, nos ayuda a vivir más despreocupados acerca de los cuidados excesivos dados al cuerpo, que finalmente se convertirá en polvo-, sino que, además de esto, nos recuerda que nuestra alma será juzgada al fin de sus días de vida en la tierra, para recibir el destino final que se mereció libremente por sus obras, el cielo o el infierno; por lo tanto, debemos prepararnos, desde ahora, para ganar el cielo.
         El cristiano no pone sus esperanzas en esta vida terrena -que se termina, tarde o temprano, con la muerte-, sino en Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, porque Jesús, con su cruz, nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha convertido en hijos de Dios y nos ha dado como herencia el Reino de los cielos. Conquistar este Reino, con la gracia, la oración, la penitencia y la misericordia, es el objetivo del cristiano, que ha sido liberado de la esclavitud del pecado por la Sangre del Cordero de Dios (derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, cada vez, en la Santa Misa, por la liturgia eucarística).

         Además de lo que hemos considerado, existe otro significado del Miércoles de cenizas -con el cual inicia el tiempo litúrgico de la Cuaresma- y es la participación, también misteriosa y sobrenatural, de la Iglesia a la Pasión de Cristo: la imposición de cenizas no es un mero ritual recordatorio, sino un gesto litúrgico por el cual la Iglesia toda, como Cuerpo Místico, comienza a participar de la Pasión de su Cabeza, Cristo, Pasión por la cual la Iglesia, al tiempo que triunfa “sobre las puertas del Infierno” (cfr. Mt 16, 18), conduce a sus hijos al Reino de los cielos. No hay mejor manera de vivir el Miércoles de cenizas y la Cuaresma, que meditando la Pasión de Cristo, buscando de imitar las virtudes del Corazón de Jesús, "manso y humilde" (Mt 11, 9).

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”


“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” (Mc 7, 1-13). Jesús culpa a los fariseos y escribas de tergiversar la religión, vaciándola de su contenido, que es la caridad. Jesús les dice que “Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” y da un ejemplo concreto: el mandamiento de Dios que dejan de lado –entre otros tantos- es el Cuarto, que manda “Honrar padre y madre”, y lo dejan de lado, por cumplir “los mandamientos de los hombres”, es decir, las disposiciones de la ley farisaica, según las cuales, si se dejaba lo que se poseía en el altar del templo, entonces ya no había obligación para con los padres. Sin embargo, esto último es un acto de malicia porque, amparándose en una ley religiosa, los fariseos y escribas, lo que hacían, era desentenderse del amor debido a los padres. Por otra parte, lo que se depositaba ante el altar, lo recolectaban ellos mismos, con lo cual su ganancia era óptima: se desentendían del deber de caridad y justicia para con los padres, se quedaban con todo el dinero –con el cual deberían haber ayudado a sus padres, además de auxiliar al templo- y tranquilizaban sus conciencias citando la ley, un “mandamiento de hombres”, como les dice Jesús, poniéndolo por encima del “mandamiento de Dios”, que mandaba “honrar padre y madre”.
Obrando de esta manera, los fariseos y escribas vacían a la religión de su contenido esencial, la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, amor que impide cualquier acto de impiedad hacia Dios y de injusticia hacia el prójimo. Es por eso que, cuando no hay caridad en un acto de religión, sólo queda lo externo, el mero cumplimiento ritual, exterior, visible a los ojos de los hombres, pero inútil a los ojos de Dios. La caridad, esencia del acto religioso, impide la impiedad y la injusticia, volviendo al acto religioso piadoso para con Dios y justo para con el prójimo. Jesús desenmascara a los fariseos y escribas, haciéndoles ver que se han olvidado de la caridad y por lo tanto, son injustos para con el prójimo, al tiempo que inmediatamente se vuelven impiadosos para con Dios, porque no puede haber verdadera piedad para con Dios, si hay falta de caridad para con el prójimo.

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”. Tengamos en cuenta las palabras de Jesús, para no solo no reemplazar nunca los Mandamientos de la Ley de Dios, por preceptos humanos, sino ante todo para que vivamos los Mandamientos divinos con la perfección sobrenatural de la caridad cristiana, es decir, para que cumplamos los Mandamientos de Dios con amor sobrenatural en el corazón, con actos religiosos plenos de caridad y piedad.

sábado, 6 de febrero de 2016

“Navega mar adentro y echa las redes”


(Domingo V - TO - Ciclo C – 2016)
         “Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). En este Evangelio llamado “de la primera pesca milagrosa”, hay en realidad dos pescas: una primera, hecha por Pedro y sus discípulos, sin Cristo, de noche, en la que no logran pescar nada; una segunda, milagrosa, de día, con Cristo, en la que pescan con abundancia. Jesús realiza por lo tanto un gran milagro, que es el de atraer los peces a la red. La escena evangélica, sucedida realmente, tiene además un significado espiritual y sobrenatural; para poder aprehenderlo, hay que considerar que cada elemento terreno, real, remite a una realidad sobrenatural. Así, por ejemplo: la barca de Pedro, a la que sube Cristo, es la Iglesia Católica, conducida por el Vicario de Cristo, el Papa, bajo las órdenes de su Cabeza, el Hombre-Dios Jesucristo; el mar, es el mundo y la historia humana; la noche significan las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, además de las tinieblas vivientes, los demonios, que acechan a la Iglesia y la perturban en su tarea de salvar almas; el día –la hora de la mañana en la que se lleva a cabo la pesca milagrosa-, caracterizado por la iluminación con la luz del sol, significa la Iglesia iluminada por la luz de la resurrección de Cristo, el Sol de justicia que ilumina el mundo con su luz eterna desde el Domingo de Resurrección y significa por lo tanto el triunfo de Cristo, muerto en cruz y resucitado, sobre los enemigos mortales de la humanidad, las tinieblas que son el demonio, la muerte y el pecado; los peces en el mar, son los hombres a los que no se ha predicado el Evangelio; la red echada en el mar, con la cual se atrapan los peces, es el Evangelio de Jesucristo predicado por el Magisterio eclesiástico, con el cual la Iglesia salva las almas de los hombres; como toda pesca, y aunque no aparezca en este episodio, los pescadores separan a los peces buenos de aquellos que están muertos: los pescadores son los ángeles de Dios, que en el Día del Juicio Final, y bajo las órdenes del Sumo y Eterno Juez Jesucristo, separarán a los hombres buenos, aquellos en quienes la Palabra de Dios dio fruto en un treinta, sesenta y ciento por uno, de los peces malos, es decir, aquellos hombres muertos a la gracia y destinados a la condenación, por no haber creído en Jesucristo; la pesca infructuosa, realizada de noche, sin Jesucristo en la barca, significan los esfuerzos apostólicos de la Iglesia que no están precedidos por la oración y que por lo tanto no cuentan con el favor de Dios, pero también significa una Iglesia sin Cristo; la pesca milagrosa, realizada en una hora y en un lugar no aconsejados para la pesca, pero que a pesar de eso consigue abundancia de peces y realizada con Cristo en la Barca de Pedro, es la Iglesia que, junto al Vicario de Cristo sigue sus mandatos, y significa que los esfuerzos apostólicos, misioneros y evangelizadores de la Iglesia, aunque realizados en condiciones humanamente imposibles, obtienen sin embargo la conversión de numerosas almas, porque el que convierte los corazones con su gracia, es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
         Hay dos pescas en el Evangelio, entonces: una infructuosa, de noche, sin la guía de Jesucristo, que no logra pescar nada, a pesar de hacerlo en la hora adecuada –la noche- y en el lugar adecuado; la pesca milagrosa, se realiza bajo las órdenes de Cristo, y obtiene numerosísimos peces, indicando así que no somos nosotros quienes atraemos a las almas, sino Jesús, aunque el hecho de que Jesús atraiga las almas por medio del trabajo de Pedro y los demás Apóstoles, indica que Él quiere atraer a las almas mediante nuestro trabajo apostólico en su Iglesia.
         El Evangelio de las dos pescas –la infructuosa, sin Cristo, y la milagrosa y abundante, con Cristo-, nos enseña que, tanto en la vida personal, como en la vida de la Iglesia, “nada podemos sin Cristo”, Presente en la Eucaristía: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
         Ahora bien, hay otro elemento para considerar, y es que cuando Pedro se da cuenta de que Cristo acaba de hacer un gran milagro y que por lo tanto es Dios Encarnado, se postra ante Jesús y le dice: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Nosotros, reconociendo también en Jesucristo su condición de Hombre-Dios, también nos postramos ante Él, pero no le pedimos que se aparte de nosotros, sino que se quede con nosotros, porque somos pecadores y queremos ser convertidos por su gracia. Es por eso que le decimos: “Señor Jesús, no te apartes de mí, porque soy pecador. Quédate conmigo, quédate en mí, yo soy uno de los peces atrapados por la red de tu Palabra de Vida eterna. Quédate conmigo, entra en mi corazón por la Eucaristía y santifica mi alma con tu gracia, conviérteme en Ti, en una imagen viviente tuya. Jesús Eucaristía, no te apartes de mí, que soy un pecador. Quédate conmigo, y no te apartes nunca de mí”.


jueves, 4 de febrero de 2016

“Jesús envió a los Doce de dos en dos (…) fueron a predicar, exhortando a la conversión”


“Jesús envió a los Doce de dos en dos (…) fueron a predicar, exhortando a la conversión” (cfr. Mc 6, 7-13). Jesús envía a sus Apóstoles a misionar y, si bien les concede al mismo tiempo poder para expulsar demonios y curar enfermos, la tarea principal de los Apóstoles es la de “exhortar a la conversión”. Puesto que esa misión es la misión de la Iglesia Universal –sean sacerdotes o laicos- en todos los tiempos, tenemos que considerar que también nosotros somos enviados para llamar a la conversión a nuestros hermanos. Esto nos lleva a plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué significa “conversión”? La conversión es un giro del corazón, que se encuentra volcado hacia las cosas terrenas y bajas, hacia lo alto, hacia Dios; por la conversión, el corazón se despega de lo mundano, para dirigir su mirada hacia el Sol de justicia, Jesucristo, de manera tal que, a partir de este encuentro con Cristo, lo que guíe su vida sean sus mandatos y no las seducciones del mundo. Ésta es la tarea de los Doce, y es también la tarea de toda la Iglesia de todos los tiempos y, por lo tanto, es también nuestra tarea: llamar a la conversión a nuestros hermanos.
La otra pregunta es: ¿cómo “exhortar a la conversión”? Lograremos la conversión de nuestros hermanos mediante la oración, en primer lugar; luego, por la acción. Sin oración previa, ninguna empresa apostólica puede seguir adelante; con la oración, la empresa apostólica se desenvuelve según los designios de Dios. Una manera concreta de actuar apostólicamente, en vistas a la conversión de nuestros hermanos, es por medio de obras de misericordia espirituales, como por ejemplo, las tres primeras: dar un consejo a quien lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que peca. Y una vez que hemos dado consejo, enseñado y corregido, nuestra tarea continúa enseñando a nuestros hermanos que todos los remedios espirituales que necesitan están en la Iglesia, y estos son, principalmente, el Bautismo, la Confesión Sacramental y la Eucaristía, esto es, la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo.
“Jesús envió a los Doce de dos en dos (…) fueron a predicar, exhortando a la conversión”. La misión de los Apóstoles es nuestra misión, que es eminentemente espiritual y sobrenatural: que le mundo tome conciencia de la necesidad de la conversión y de que fuera de la Iglesia Católica, la Iglesia del Hombre-Dios Jesucristo, no hay salvación.