sábado, 30 de abril de 2016

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos morada en él”


(Domingo VI - TP - Ciclo C – 2016)

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos morada en él” (cfr. Jn 14, 29-39). Antes de su Pasión, en la Última Cena, Jesús hace diversas revelaciones: que en Dios hay Tres Personas y que la Tercera Persona es el Espíritu Santo, con lo cual Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas; que la Tercera Persona, el Amor del Padre y del Hijo, será enviado por el Padre luego de que Él muera en la cruz y que el Espíritu Santo “les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”; revela también cuál es la causa última por la que Él ha venido de este mundo para sufrir su Pasión y Muerte en cruz, y es el don del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que hará que el Padre y el Hijo moren en el corazón de quien ame a Jesús y cumpla sus mandamientos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”.
Son todas revelaciones de carácter sobrenatural, todas las cuales no serían nunca posibles de conocer por la sola razón humana, puesto que son verdades que sólo las conoce Dios y sólo Dios puede darlas a conocer, aunque también es cierto que sólo Dios puede hacer que no solo sean conocidas, sino amadas en cuanto tales, en cuanto verdades sobrenaturales, es decir, verdades que se encuentran en Dios y que se refieren a Dios.
El pasaje es uno de los pasajes centrales de la fe católica desde el momento en que la constituye como fe propia de la Iglesia Católica, enseñadas y creídas sólo por la Iglesia Católica y que determinan profundamente nuestra vida de fe, por lo que también guiar –o al menos, deberían hacerlo- nuestra vida de oración y nuestra vida cotidiana hacia una vida de santidad cada vez mayor.
¿De qué manera estas verdades divinas reveladas por Jesús, determinan nuestra vida de oración, de fe y la vida de todos los días?
Ante todo, Jesús revela que Dios es Uno y Trino al señalar que hay Tres Personas en Dios: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Esto significa que el católico no cree en un Dios meramente Uno y que la semejanza en la fe en Dios Uno con otras religiones monoteístas comienza y termina ahí, en que Dios es Uno: el católico cree que Dios es Uno y Trino, es decir, Uno en naturaleza y Trino en Personas y que, al haber Personas Divinas en Dios, esas Divinas Personas conocen y aman, es decir, se pueden establecer relaciones de tipo interpersonal con estas Divinas Personas, de un modo análogo a como se establecen las relaciones interpersonales entre las personas humanas. Esto quiere decir también que el católico cree en un Dios a cuyas Divinas Personas se las puede hablar y se puede con ellas dialogar; significa que a esas Divinas Personas se las puede amar, así como se ama a las personas humanas y los ejemplos de santos que han establecido relaciones personales con las Tres Divinas Personas, abundan a lo largo de la historia de la Iglesia; sólo por mencionar, Santa Isabel de la Trinidad y la Sierva de Dios Francisca Javiera del Valle. Esta verdad de Dios como Trinidad de Personas, con las cuales se puede establecer un vínculo de fe y de amor, es incompatible con las creencias de la Nueva Era, que niegan la existencia de una Trinidad de Personas en Dios y que afirman que si hay algo a lo que se puede llamar “divinidad”, esta divinidad es una especie de energía cósmica impersonal, de la cual el hombre es sólo una parte de la misma. La incompatibilidad de estas creencias neo-paganas es evidente, desde el momento en que, como se puede ver, con una energía impersonal es imposible establecer relaciones interpresonales. Es aquí entonces en donde radica la incompatibilidad de las creencias orientales –yoga, reiki, Lilah, budismo, hinduismo, sincretismo, panteísmo, etc.- con la fe católica y que practicar estas creencias, propias de la Nueva Era, supone necesariamente abandonar la fe católica, en la teoría y en la práctica.
La otra verdad que revela Jesús, propia de la fe católica, es la de la inhabitación trinitaria en el alma: es decir, Jesús revela no solo que Dios es Uno y Trino, sino que las Tres Divinas Personas “hacen morada” en el alma en gracia, es decir, en el alma que, iluminada por la gracia, ame al Padre y al Hijo: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos morada en él”: esto quiere decir que, el que ama a Jesús y cumple sus mandamientos –por ejemplo, amar al enemigo, cargar la cruz todos los días y seguirlo-, es porque ya está en él el Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo el que convierte el cuerpo del alma fiel en su templo más preciado (cfr. 1 Cor 6, 19) y el alma en morada celestial, y tan hermosa, que el Padre y el Hijo deciden dejar los cielos en donde habitan –por así decirlo- para ir a “hacer morada” en el alma de aquel que los ama: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos morada en él”.
Otra verdad que Jesús revela es que la Tercera Persona de la Trinidad, el Amor Divino, será enviado por el Padre y por Él para que “les enseñe y recuerde todo lo que Él ha dicho”, es decir, Jesús revela las funciones del Espíritu Santo en el alma y en la Iglesia: enseñar y hacer recordar lo que Jesús hizo y dijo, que son estas verdades de carácter sobrenatural, porque son verdades que ninguna creatura –ni ángel ni hombre alguno- es capaz de alcanzar por sí mismas, por lo que necesitan ser reveladas, como lo hace Jesús, pero además necesitan ser “enseñadas y recordadas”, que es lo que hace el Espíritu Santo. Precisamente, cuando no es el Espíritu Santo el que enseña estas verdades, la razón humana, sin la luz del Espíritu de Dios, reduce todas estas verdades a su estrecha capacidad y convierte el Evangelio en un método de auto-ayuda, o lo contamina con ideologías totalmente extrañas al Evangelio, y es así como surgen los cismas y las herejías dentro de la Iglesia.

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos morada en él”. Por último, la fe trinitaria del católico debe, necesariamente, manifestarse en su fe y en su oración -debe creer en las Tres Divinas Personas y rezar a las Tres Divinas Personas- y, para ser verdaderamente fe, debe manifestarse en obras (cfr. 2 Sant 18), porque las obras son la señal de que se cree en Jesucristo, Dios Hijo, que es igual al Padre –“El que me ve, ve al Padre” (cfr. Jn 14, 9)- y que es Quien, con el Padre, envía el Espíritu Santo, el Amor de Dios, al corazón del fiel, para que sea este Amor Divino el que, a su vez, atraiga al Padre y al Hijo para que “hagan morada” en él. Es decir, el que es fiel a las palabras de Jesús, el que cumple sus Mandamientos, es amado por el Espíritu Santo y el Espíritu Santo, viviendo en él, convierte su cuerpo en su templo y el corazón en una morada tan agradable a Dios, que el Padre y el Hijo deciden dejar los cielos para ir a morar en el alma del que vive en gracia. Es por esto que decimos que la fe en Dios Trino debe guiarnos a una vida de santidad cada vez mayor.

miércoles, 27 de abril de 2016

“Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos”


“Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos” (Jn 15, 1-8). Jesús es la Vid verdadera y el cristiano, el bautizado, es el sarmiento, que recibe de la vid la savia, esto es, el flujo vital que le da una nueva vida, la vida de la gracia. Como consecuencia de recibir esta savia que es la gracia, el alma, al participar de la naturaleza divina, recibe de esta todo lo que la naturaleza divina posee y es: amor sobrenatural, paz sobrenatural, alegría sobrenatural, fortaleza sobrenatural. El alma que vive en gracia –es decir, el sarmiento que permanece unido a la vid-, recibe de Dios su vida divina y, con esta, todo lo que es y posee Dios mismo, y así comienza a ser una nueva creatura, una creatura que vive con la vida misma de Dios Trino y ya no más con su vida natural. El alma en gracia adquiere la paciencia de Cristo, la mansedumbre de Cristo, el Amor de Cristo por Dios y los hombres, la Fortaleza de Cristo, la Sabiduría de Cristo, y así con todas las virtudes del Hombre-Dios, que empiezan a brillar en el alma que a Él se mantiene unido, es decir, el bautizado que no solo no comete pecado mortal, sino que conserva y acrecienta, cada vez más, la gracia santificante.
Es esto lo que sucede en la vida de los santos: ellos son el ejemplo perfecto de almas que viven en gracia y la acrecientan cada vez más; es decir, los santos son esos sarmientos que, unidos a la vid, reciben de esta el flujo vital, la savia divina, que es la gracia santificante, convirtiéndose así en imágenes vivas del mismo Jesucristo, obrando, en Él, por Él y con Él, obras –prodigios, milagros, mortificaciones, ayunos, penitencias- “más grandes todavía” (cfr. Jn 14, 12) que las que Él mismo realizó en el Evangelio.
El sarmiento unido a la vid es el cristiano que no solo no pierde la gracia por un pecado –ni venial, ni mucho menos, mortal-, sino que, recibiendo de Jesús su vida divina, vive con una vida nueva, que antes no poseía, la vida misma de Dios: esto es lo que explica las obras de los santos, obras sobrenaturales, que sobrepasan la capacidad natural de la naturaleza humana (multiplicación milagrosa de panes, como Don Bosco, o una vida sin milagros visibles y sensibles, pero de una absoluta santidad, como los esposos Quatrocchi, o la Santa Josefina Bakhita, por ejemplo). Quien permanece unido a Jesús, además, permanece unido en el Amor de Dios y es en este Amor que el santo obtiene de Dios “lo que pide”, que antes que bienes materiales, son ante todo, los bienes sobrenaturales necesarios para una vida de santidad: “Si permanecéis en mí y si mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis, y se os dará”.

“Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos (…) mi Padre es el Viñador”. Así como un viñador, al llegar el tiempo de la cosecha, toma los granos de uva y los prueba, así Dios Padre, como un viñador celestial, toma de la Vid, que es Cristo, los granos de uva de los sarmientos unidos a la Vid, es decir, los corazones de los cristianos, y como así también un viñador terreno desecha los granos de uvas que están aguados o agrios, porque no sirven para hacer un buen vino, así también Dios Padre, celestial Viñador, toma los corazones de los hombres y los prueba, y si los encuentra agrios –faltos del Divino Amor- o aguados –es decir, tibios o perezosos en la vida de santidad-, no los lleva consigo, porque no sirven para la Vendimia de la Pasión. Pero a los granos de uva que sí sirven, es decir, los corazones que son dulces al paladar de Dios -porque en ellos inhabita el Divino Amor, al igual que en el Sagrado Corazón de Jesús-, Dios Padre, el celestial Viñador, los selecciona para su vendimia y los aparta, como frutos elegidos, para hacerlos partícipes, en la tierra, de la Cruz de su Hijo Jesús, para luego concederles la eterna bienaventuranza en la otra vida, en el Reino de los cielos.  

martes, 26 de abril de 2016

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”


“Os dejo la paz, os doy mi propia paz” (Jn 14, 27). Antes de sufrir su Pasión, Jesús deja a su Iglesia uno de los más preciados dones para la humanidad entera: la paz. ¿De qué paz se trata? Jesús mismo nos encamina a la respuesta: la paz que deja a su Iglesia es su paz, que es la paz de Dios; no es la paz del mundo, como Él mismo lo dice: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz, pero no como la da el mundo”. Jesús establece una diferencia neta entre la “paz del mundo” y la “paz de Dios”, que es la que da Él. ¿Cuáles son estas diferencias? Ante todo, la paz del mundo es extrínseca al hombre y no compromete su interior; es decir, el mundo da una paz que podríamos llamar “social”, pero que no apacigua el espíritu del hombre. Otra diferencia está en aquello que causa la paz: en el mundo, la paz significa mera ausencia de conflictos, sin comprometer el estado espiritual del hombre: así, puede haber paz social –por un acuerdo entre los miembros de la sociedad, por tratados civiles, etc.-, pero puesto que esto se refiere sólo a lo externo, la paz del mundo coexiste con un estado de violencia interior en el hombre. Por el contrario, la paz de Dios, que es la que da Cristo Jesús, es eminentemente espiritual e interior, y está causada por la gracia santificante, que quita de raíz aquello que enemista al hombre con Dios y le quita la paz: el pecado. Pero no solo esto: al quitar el pecado, la gracia apacigua y pacifica al alma, porque la hace partícipe de la naturaleza y de la vida de Dios, que es paz en sí mismo. La paz de Cristo es entonces la verdadera paz que necesita el hombre, porque no solo quita el factor de enemistad con Dios –el pecado-, sino que lo colma sobreabundantemente con la vida divina misma, al conceder la participación en la naturaleza de Dios. En otras palabras, el hombre que recibe la gracia santificante de Jesucristo, no solo ve eliminada la barrera que lo separaba y enemistaba con Dios, quitándole la paz, sino que ahora está unido a Dios por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es pacífico en sí mismo al ser Él es la Paz Increada.

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Desde la cruz, Jesús nos dona la paz con su Sangre derramada; por la Eucaristía, Jesús derrama su paz, no la paz del mundo, sino la paz de Dios, sobre quienes lo reciben con fe y con amor. Entonces, es esta paz, la paz de Dios que el alma recibe de Jesucristo, la que el cristiano debe dar a su prójimo; todo cristiano debería decir a su prójimo -más con obras de misericordia que con palabras-: “Te doy la paz de Cristo, te dejo la paz de Cristo, la paz que Él me dio al lavar mis pecados con su Sangre y al donarme su vida divina con su sacrificio en cruz”.

viernes, 22 de abril de 2016

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”


(Domingo V - TP - Ciclo C – 2016)

         “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 13, 31-33a).  Ante las palabras de Jesús en la Última Cena, surgen estas preguntas: ¿puede Jesús dar un “mandamiento nuevo”, que se agrega, como tal, a los Diez Mandamientos de Moisés? ¿No es una prerrogativa de Dios dar Mandamientos a los hombres? Si es verdaderamente un Mandamiento nuevo, ¿en qué consiste?
         Hay que responder que, por un lado, sí es prerrogativa de Dios dar Mandamientos a los hombres, pero puesto que Jesús es Dios, puede hacerlo, en cuanto Dios que Es; es decir, sí es su prerrogativa. Pero para entender un poco mejor este Mandamiento Nuevo de Jesús, hay que compararlo con el Mandamiento anterior y ver cuál es la diferencia, es decir, en qué consiste la novedad. Antes de este Mandamiento Nuevo, también existía el mandamiento del amor, puesto que el Primer Mandamiento mandaba “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, pero este mandamiento tenía diferencias: Dios era sólo Uno y no Trino, porque todavía no estaba revelado que en Dios Uno hubiera una Trinidad de Personas divinas; por otro lado, el amor con el que se mandaba amar, era sólo el amor humano, con todos los límites que tiene el amor humano –a menudo, es superficial, se deja llevar por las apariencias, es débil, entre otras carencias-; por último, se consideraba “prójimo” sólo a quien perteneciera a la misma raza o a quien profesara la misma religión; para el resto, es decir, para los gentiles, se aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”. Éste era el mandamiento del amor según la Ley de Moisés.
A partir de Jesús, que es quien da el nuevo mandamiento -“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” -, hay que decir que este Nuevo Mandamiento, por un lado, no se contradice con el mandamiento del amor dado por Él mismo en el Sinaí, a Moisés, sino que se continúa en la misma dirección, que es la dirección del amor, pero ahora este mandamiento es verdaderamente nuevo, por varias razones. Por un lado, porque se trata de amar al prójimo –y a Dios, por supuesto, que ahora se revela como Trinidad de Personas-, con un nuevo amor, con una fuerza nueva, la fuerza del Divino Amor del Sagrado Corazón de Jesús; por otro lado, al ser un Amor que no es el amor meramente humano, adquiere nuevos límites y este límite nuevo no es ya el límite del amor propio de la naturaleza humana, como en sucedía en el mandamiento del Antiguo Testamento, sino que es el límite ilimitado –valga la paradoja- del Amor Divino –y, por lo tanto, infinito y eterno- con el que Jesús nos ha amado desde la cruz, ya que esto es lo que dice Jesús explícitamente: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz. Por último, el amor con el que se debe amar al prójimo, no se circunscribe al amor del prójimo que es “amigo”, sino que se extiende a todo prójimo, empezando por aquel que, por motivos circunstanciales, es nuestro enemigo, porque el mandato de la caridad implica este amor: “Ama a tu enemigo” (cfr. Mt 5, 44).

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”. A partir del Mandamiento nuevo, la Ley del Talión queda abolida para dar lugar a la Ley de la Caridad, del Amor sobrenatural de Dios, que exige amar a nuestro prójimo –incluido el enemigo- con el mismo Amor con el que nos amó el Sagrado Corazón de Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es en esto en lo que radica el “mandamiento nuevo” que nos da Jesús. Por último, ¿dónde conseguir este Amor de Jesús, que nos permita cumplir el mandamiento nuevo, de amar al prójimo, incluido el enemigo, hasta la muerte de cruz? En dos lugares: arrodillados ante Jesús crucificado, y en la Eucaristía, recibiendo en gracia a Jesús Sacramentado.

“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”


“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida” (Jn 14, 1-6). Jesús está revelando a sus discípulos no sólo quién es Él –Dios Hijo, que es el Único que conoce al Padre-, sino qué es lo que va a hacer por nosotros, a través de su sacrificio y muerte en cruz: va a prepararnos “una morada en la casa de su Padre”, para que “donde esté Él, también estemos nosotros”. Jesús nos revela, de esta manera, no solo la precariedad de esta vida terrena, temporal, sino la existencia de una vida en el más allá, una vida que, por desarrollarse en Dios, es eterna, como Dios es eterno; una vida en la absoluta paz, alegría y amor de Dios, porque es una vida que transcurrirá, por los siglos sin fin, en la Casa del Padre, allí adonde Jesús va a prepararnos una morada. Pero Jesús también nos revela que a esa vida eterna en la Casa del Padre, no se llega si no es por Él: “Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Jesús se nos revela a sí mismo como Dios, al utilizar el nombre propio de Dios –“Yo Soy”-, aplicándoselo a Él; es decir, al decir: “Yo Soy”, está utilizando el nombre con el que los hebreos conocían al Dios Único y Verdadero; por lo tanto, se está revelando como Dios. Luego de revelarse como Dios, se revela como “Camino, Verdad y Vida”: Jesús es el Camino que conduce al Padre y no hay otro camino que no sea Él, porque Él es Dios Hijo, que procede del Padre y que conduce al Padre y “nadie va al Padre” sino es por Él; Jesús es la Verdad Suprema y Absoluta de Dios, porque Él es la Sabiduría de Dios, y por lo mismo, nadie conoce al Padre sino Él, Dios Hijo, y quien conoce al Padre es porque es Él, Jesús, quien lo da a conocer; cualquier otra verdad acerca de Dios, que no sea la revelada por el Hijo de Dios, Jesús de Nazareth, es sólo tinieblas y oscuridad; Jesús es la Vida, y la Vida eterna, la vida misma de Dios Trino, la vida que brota del Ser divino trinitario, porque Él es el Hijo Eterno del Padre, que engendrado antes que todos los siglos, recibe del Padre en la eternidad la Vida Increada y es por esto que toda vida que no sea la Vida eterna que da Jesús, es sólo desolación y muerte.
“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Único Camino al Padre que debemos recorrer, es la Única Verdad Divina que debemos creer y es la Única Vida eterna que debemos recibir.


jueves, 21 de abril de 2016

“El que me recibe, recibe al que me envió”


“El que me recibe, recibe al que me envió” (Jn 14,1-6). Jesús continúa revelando la identidad entre Él y su Padre: verlo a Él, es “ver al Padre” (cfr. Jn 14, 9); nadie va al Padre, “si el Hijo no lo conduce” (cfr. Jn 14, 6); ahora, revela que recibir a Él, es “recibir al que lo envió”, es decir, al Padre. Esto tiene una profunda consecuencia en la doctrina y en la espiritualidad eucarística, porque si Jesús es Dios Hijo encarnado, Él prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por lo tanto, estar frente a la Eucaristía y adorar la Eucaristía, es estar frente a Dios Hijo en Persona y adorar a Dios Hijo en Persona, que se encuentra frente a nosotros glorioso y resucitado, tal como está en el cielo, sólo que oculto bajo apariencia de pan. Por otro lado, si ver a Jesús, Dios Hijo, es ver a Dios Padre –porque hay entre ambos identidad de naturaleza y substancia y porque el Hijo es la Sabiduría del Padre-, entonces contemplar el misterio de Jesús en la Eucaristía es contemplar el misterio de Dios Padre, que es Quien envía a su Hijo Dios a encarnarse y a prolongar su encarnación en la Eucaristía; también quiere decir que si nadie va al Padre si no lo conduce al Hijo –y el Hijo conduce al Padre en el Espíritu Santo-, entonces, adorar la Eucaristía, que es adorar al Hijo, es entonces también adorar al Padre y ser conducidos al Padre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Finalmente, si recibir a Jesucristo es recibir “al que lo envió”, es decir, al Padre, entonces, recibir la Eucaristía, que es Jesucristo en Persona, es recibir al Padre y es, también, recibir al Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo. Jesús revela, así, la doctrina de la inhabitación trinitaria, una maravillosísima realidad sobrenatural para el alma que comulga en gracia, la cual se convierte, así, por la comunión eucarística, en templo de la Santísima Trinidad.

miércoles, 20 de abril de 2016

“Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas”


“Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas” (Jn 12, 44-50). Jesús se auto-revela como “luz”, pero no es una luz como la conocemos nosotros, puesto que no se trata de una luz creada, porque Él es la Luz Increada, la luz eterna, que proviene del Padre, Luz eterna, y así lo decimos en el Credo: “Luz de Luz”. Jesús es luz, pero a diferencia de la luz artificial o de la luz del sol, que es luz inerte y que sólo por analogía se dice que da vida, Jesús, al mismo tiempo que ilumina, concede vida a quien ilumina, y esta vida que concede no es la vida natural, creada, sino la vida de la gracia, que hace participar en la vida misma de Dios Uno y Trino.
“Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas”. Al iluminar y vivificar con la luz divina que brota de su Ser divino trinitario, el alma que recibe esta luz viva por parte de Jesús ya no “permanece en tinieblas”, porque la luz vence a las tinieblas y esto constituye un verdadero proceso de liberación espiritual, porque las tinieblas que acechan a la humanidad y ponen en riesgo su salvación eterna no son las tinieblas inertes del mundo cósmico, sino las tinieblas del pecado y del error, además de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, que acechan y dominan a los hombres a quienes no ilumina el Hombre-Dios Jesucristo, Sol de justicia.

“Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas”. Jesús, Sol de justicia, Luz de Luz eterna, nos ilumina y nos vivifica con la vida divina desde la Eucaristía. Adorar a Jesús Eucaristía es, para el alma, no solo ser liberada de las tinieblas vivientes –además de las tinieblas del error, del pecado y de la ignorancia-, sino ser nutrida y vivificada con la luz misma de Dios, luz que es Amor, Vida, Paz y Alegría infinitas.

martes, 19 de abril de 2016

"El Padre y yo somos uno”


“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30). Jesús no solo se auto-revela como el Mesías esperado por Israel, sino que va más allá: revela que Él es el Mesías, sí, pero revela también que Él es Dios y es Dios Hijo; revela que Él es el Hijo que proviene del Padre; revela que Él es igual al Padre: “El Padre y yo somos uno”. Jesús se revela como el Mesías, pero resulta que este Mesías, que aparece visiblemente como hombre es, al mismo tiempo, Dios Invisible, que se manifiesta precisamente a través de la humanidad de Jesús de Nazareth: “El Padre y yo somos uno”, es decir, Él y el Padre son uno en naturaleza, pues ambos son Dios, pero al mismo tiempo son dos Personas distintas, en ese mismo Dios: el Padre y el Hijo. Jesús no solo se auto-revela como el Mesías, sino como Dios Hijo proveniente de Dios Padre, como “Dios de Dios, Luz eterna de Luz eterna”, como lo rezamos en el Credo. Lo expresa maravillosamente San Hilario: “El Hijo es el engendrado por el no-engendrado, el único nacido del único, el verdadero salido del verdadero, el viviente nacido del viviente, el perfecto procediendo del perfecto, el poder saliendo del poder, la sabiduría salida de la sabiduría, la gloria de la gloria, “la imagen del Dios invisible” (Col 1, 15)[1] (…) No es una adopción porque el Hijo es verdaderamente Hijo de Dios y dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9)”. La auto-revelación de Jesús es trascendental, porque entonces, si Él es Dios eterno que ha sido engendrado por el Padre in-engendrado por nadie, entonces Él es igual al Padre y tiene en sí mismo la vida eterna, la vida que el Padre tiene desde la eternidad: “Él mismo tiene la vida (eterna) en sí como aquel que lo ha engendrado a la vida en sí mismo (Jn 5,26)”, y Él comunica de esa vida eterna, que la posee desde la eternidad, a quien Él quiere: “Yo doy la vida eterna a mis ovejas” (Jn 10, 28).
“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno”. Si Jesús es el Mesías y el Mesías es Dios, entonces, su Presencia en la Eucaristía no es una presencia meramente simbólica: es la Presencia del Dios Mesías en Persona, a Quien hay que adorar como tal.




[1] Cfr. De Trinitate II, 8.

viernes, 15 de abril de 2016

“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”


(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2016)

         “Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna” (Jn 10, 27-30). Jesús utiliza la figura de un pastor y sus ovejas para graficar la relación que existe entre Él –el pastor- y nosotros –las ovejas-, los bautizados en la Iglesia Católica. Para entender la analogía, hay que analizar brevemente dos cosas que hacen las ovejas en relación al pastor: conocen su voz y lo siguen por el camino por el que va el pastor. Así también debe suceder con el cristiano: reconocer la voz de Jesús y seguirlo. Ahora bien, reconoce su voz quien ama y vive sus mandamientos (cfr. Jn 14, 21), los mandamientos específicos de Jesús en el Evangelio, como “amar a los enemigos” (cfr. Mt 5, 44), “cargar la cruz de todos los días, negarse a sí mismo y seguirlo” (Lc 9, 23)y “vivir las bienaventuranzas” del Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12), lo cual a su vez está estrechamente relacionado con cargar la cruz.
Entonces, ¿qué quiere decir, más en concreto, “conocer su voz”? Quiere decir entonces amar al prójimo, pero no solo aquel con el que no tengo problemas, sino ante todo con aquel que, por un motivo circunstancial, es mi enemigo, porque este es el mandamiento específico de Jesús, que se opone a la ley del Talón –“ojo por ojo y diente por diente”, del Antiguo Testamento-. Pero no se trata de amar con el amor humano: se trata de amar “como Jesús nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (cfr. Jn 13, 34)- y Jesús nos ha amado con el Amor Divino, el Espíritu Santo, y hasta la muerte de cruz; esto quiere decir que si no amamos al enemigo de la misma manera que nos amó Jesús, entonces no escuchamos la voz del Pastor Supremo, no lo conocemos y no lo seguimos, porque nos comportamos como ovejas que no reconocen la voz de su pastor.
En el rebaño, una vez que las ovejas reconocen la voz del pastor, lo siguen por el mismo camino por el que va el pastor; no van por otro camino distinto, sino por el mismo camino del pastor, porque así se sienten más seguras. ¿Cómo se traduce esto en nuestra relación como cristianos con Jesús?
Así como las ovejas, al reconocer la voz del pastor, lo siguen, entonces también nosotros debemos reconocer la voz de Jesús que, camino del Calvario, nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” (cfr. Mt 16, 24). Así como las ovejas siguen al pastor, así también debe el cristiano seguir a Jesús, tomando la cruz de cada día e ir en pos de Jesús por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Este “tomar la cruz y seguir a Jesús por el Via Crucis”, no es algo dicho en un sentido sentimental, metafórico, simbólico o figurado: significa verdaderamente negarnos a nosotros mismos –en nuestras pasiones, en nuestra soberbia, en nuestro pecado dominante-, tomar la cruz para seguir a Jesús hasta el Calvario y ser crucificados con Él y morir con y junto a Él, como el Buen Ladrón para así, como el Buen Ladrón, para crucificar nuestras pasiones y así prepararnos para el Paraíso en la vida eterna (cfr. Lc 23, 43); tomar la cruz quiere decir seguir a Jesús para morir al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, la concupiscencia y el pecado, para morir al hombre que es hijo de las tinieblas a causa de la maldad de su corazón: “Porque de adentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricias, maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo e insensatez.…” (Mc 7, 21-22); tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir amar y vivir las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Sermón de la Montaña, que es a su vez una consecuencia de cargar la cruz y seguirlo por el camino del Calvario, porque el bienaventurado en esta tierra no es el que es alabado por el mundo por su vida y pensamientos mundanos, ni el que disfruta sensualmente de las pasiones, ni el que posee riquezas materiales: el bienaventurado es el que está crucificado con Jesús, porque las bienaventuranzas son una participación a la Cruz de Jesús en el Calvario; seguir a Jesús significa morir al hombre viejo, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida que hace del corazón del hombre una copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y hace del cuerpo un templo del Espíritu Santo; la vida de la gracia y la Presencia del Espíritu Santo en el cristiano se ve cuando el cristiano muestra, no con sermones, sino con obras, la misericordia misma de Jesús: es el que da a los demás la mansedumbre y el amor de Jesucristo; es el que muestra con obras que el Espíritu Santo mora en él y le ha dado sus dones –sabiduría, consejo, temor de Dios- y sus frutos: justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Gál 5, 22) y no según el espíritu del mundo. El que sigue a Jesucristo se une, en estado de gracia, a su Cuerpo glorioso por la Comunión Eucarística, recibiendo del Cuerpo Eucarístico de Jesús la vida nueva, la vida de la gracia, la vida eterna, porque el Cuerpo Eucarístico de Cristo es la “fuente de la vida de Dios”, como dice San Efrén: “A ti sea la gloria, que te revestiste de un cuerpo humano y mortal, y lo convertiste en fuente de vida para todos los mortales”. Y ese Cuerpo, ya resucitado y glorioso, “fuente de vida (eterna) para los mortales, está en la Eucaristía.
Entonces, escuchar su voz que nos dice: “Toma tu cruz y Sígueme” es lo que debe hacer el cristiano, para ser como la oveja que conoce la voz de su pastor y lo sigue. Pero, para no seguirlo sólo con la imaginación, sino en la realidad y para unirnos a Él en la cruz de un modo también real y verdadero, tenemos que preguntarnos: ¿dónde está la cruz de Jesús? ¿Dónde está Jesús en la cruz? Y la respuesta es que Jesús crucificado está, de manera real y verdadera, en Persona -no de modo simbólico, metafórico o imaginario-, en la Santa Misa, porque la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, por lo que es la Santa Misa nuestro Nuevo Monte Calvario, en donde llega a su culmen nuestra unión con Jesús. Dice también San Efrén: “Venid, ofrezcamos el sacrificio grande y universal de nuestro amor, tributemos cánticos y oraciones sin medida al que ofreció su cruz como sacrificio a Dios, para enriquecernos con ella a todos nosotros”[1]. “Ofrecer el sacrificio grande y universal” significa participar de la Santa Misa, en donde por manos del sacerdote ministerial, ofrecemos al Padre a Jesús crucificado y nos ofrecernos a nosotros, al Padre, en Él. Y el que esto hace, continúa San Efrén, se “enriquece con la cruz”, y esta riqueza consiste en recibir el Espíritu Santo, el Amor Increado, que es Quien nos hace nacer a la nueva vida, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Es para esto que la oveja, que conoce la voz del pastor, lo sigue –el discípulo carga la cruz y sigue a Jesús-: para recibir del Pastor Eterno la Vida eterna, la vida de Él, que es la vida misma de Dios Trino, y no la vida nuestra, la temporal o terrena, sino la vida de la gracia.
         Por último, la relación entre Jesús y nosotros se fundamenta en la relación entre Él y el Padre: “El Padre y Yo somos uno” y al ser uno –un mismo Dios-, están unidos por el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que Jesús concede a quien se une a Él en la Eucaristía. Esto quiere decir que quien se une a Jesús, se une también al Padre, es el Espíritu Santo recibido de Jesús, el que lo une al Padre. Unirse a Jesús Eucaristía es unirse a Dios Trino: al comulgar el Cuerpo sacramentado de Jesús, Dios Hijo, Él nos infunde el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que nos une al Padre, que está en Jesús y es uno con Él. Unirse a Jesús quiere decir unirse a Dios en el Divino Amor.
“Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (…) y Yo les doy la vida eterna”. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce y lo sigue por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Quien es de Jesús, escucha su voz, lo reconoce, se niega a sí mismo y se une a Él en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, para así comenzar a vivir, ya desde esta vida terrena, la vida nueva de los hijos de Dios, la participación en la vida misma de Dios Trino, la vida eterna.



[1] San Efrén, Sermón sobre nuestro Señor, 3-4. 9: Opera, edición Lamy, 1, 152-158. 166-168.

miércoles, 13 de abril de 2016

“El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”


“El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 35-40). Jesús se auto-revela como “Pan de Vida”, pero no en un sentido terrenal, ni tampoco en un sentido figurado: no es “Pan de Vida” en sentido terrenal, porque el pan terreno, material, da vida, sí, pero solo en el sentido de que, al nutrir el cuerpo, impide la muerte terrena y prolonga la vida, también terrena. Por el contrario, Jesús, en cuanto “Pan de Vida”, alimenta el alma con la substancia misma de Dios Trino y puesto que Dios es “su misma eternidad”, al nutrir al alma con la substancia divina, la hace partícipe de la eternidad divina y es por eso que Jesús en la Eucaristía es “Pan de Vida eterna”, que concede la vida eterna, la vida divina misma de Dios Uno y Trino. Jesús en la Eucaristía concede y hace partícipe al alma de la vida misma de Dios, lo cual significa que el Pan Eucarístico -Jesús en la Eucaristía- concede una vida nueva, una vida que no es la vida natural, humana, sino la vida celestial y divina de la misma Trinidad. Por esto, es que Jesús es “Pan de Vida” no en un sentido figurado, sino real, verdadero, porque comunica de la substancia divina de un modo real, no metafórico o simbólico: esto es lo que explica su afirmación: “El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”: “jamás tendrá hambre”, no porque luego de consumir la Eucaristía ya no experimente más el hambre corporal, sino porque el Pan Eucarístico, al nutrir realmente al alma con la substancia divina del Divino Amor, calma y satisface sobreabundantemente el hambre de Dios que tiene toda alma desde el momento en que es concebida; “jamás tendrá sed”, a su vez, no significa que el que comulga la Eucaristía no experimentará más la sed corporal, sino que el alma, al unirse al Sagrado Corazón Eucarístico por la comunión, bebe el contenido último del Corazón de Jesús, la Sangre gloriosa y resucitada del Cordero de Dios, y así su alma queda sobreabundantemente satisfecha en su sed de Amor Divino.

“El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”. Jesús Eucaristía no está en el sagrario para calmar el hambre y la sed corporales –aunque sí lo puede hacer, desde el momento en que han existido santos místicos que, durante años, se alimentaron solamente de la Eucaristía, como Marta Robin, Padre Pío, Luisa Piccarretta, Teresa Newman, María Julia Jahenny, sólo por citar unos ejemplos-, sino para satisfacer nuestra hambre de Dios y nuestra sed del Divino Amor.

martes, 12 de abril de 2016

“Yo soy el pan de Vida”


“Yo soy el pan de Vida” (Jn 6, 30-35). Ante la afirmación de los judíos de que sus padres habían recibido de Moisés el “pan bajado del cielo”, Jesús les responde diciendo que el verdadero maná no es el que les dio Moisés, sino el que da su Padre -“mi Padre les da el verdadero pan del cielo”- y a continuación les revela que Él en Persona es ese verdadero pan del cielo: “Yo Soy el Pan de Vida”. Aun siendo de origen celestial y divino, el maná recibido en el desierto por mediación de Moisés era solo una figura del Verdadero Maná, Jesús, el Hijo de Dios: el maná del desierto sólo alimentaba el cuerpo, para una vida terrena y sólo permitía atravesar el desierto de arena para llegar a la Jerusalén celestial; el Verdadero Maná, el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado en la Eucaristía, alimenta el alma, para la vida eterna, y es el que permite atravesar el desierto de la vida en dirección a la Jerusalén celestial, la Ciudad Santa del Reino de los cielos, en donde reina, majestuoso, el Cordero de Dios. Jesús en la Eucaristía es el Pan de Vida eterna, el verdadero Pan bajado del cielo, que nos concede la vida misma del Ser trinitario divino, la vida eterna, que nos permite vivir, en anticipo, ya desde el desierto de esta vida temporal, la vida de la gloria que habremos de vivir, por su Misericordia, en el Reino celestial.


“Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna”


“Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna” (cfr. Jn 6, 22-29). La multitud, luego de ser alimentada por Jesús por medio de la multiplicación milagrosa de panes y peces, va en su busca. Cuando encuentra a Jesús, este, siendo Dios, sabe cuál es la intención por la cual lo están buscando: no lo buscan porque consideren que Él es el Hombre-Dios, que ha hecho un maravilloso milagro para alimentarlos; lo buscan porque los ha alimentado con pan terreno y les ha saciado el hambre corporal: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”. Por esta razón, Jesús corrige, al tiempo que eleva, la razón por la cual deben buscarlo: porque Él les da el Pan de Vida eterna: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre”. Si Jesús les sació el hambre corporal multiplicando panes y peces, es porque sólo era un signo que anticipaba un milagro infinitamente mayor, el don del Pan de Vida eterna, la Carne del Cordero de Dios contenida en la Eucaristía, el “alimento que permanece hasta la vida eterna”. Jesús les hace ver que no tienen que interesarse por el pan material, que alimenta para esta vida terrena, sino por el Pan Vivo bajado del cielo, el Pan que “Él les dará”, la Eucaristía, que contiene a Él mismo, que es Dios y en cuanto Dios, es su misma eternidad; el Pan que “alimenta para la vida eterna”.

“Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna”. También a nosotros, Jesús nos dice lo mismo: “Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna”. También a nosotros, Jesús nos dice que “no debemos alimentarnos solo de pan, sino de la Palabra que sale de la boca de Dios” (cfr. Mt 4, 4) y la Palabra que sale de Dios es Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. También a nosotros Jesús nos dice que debemos, ante todo, “trabajar” –desear, anhelar, amar-, no el alimento terreno, sino el alimento celestial, el Verdadero Maná bajado del cielo, la Eucaristía.

viernes, 8 de abril de 2016

“Pedro, ¿me amas? (…) Apacienta mis ovejas”


(Domingo III - TP - Ciclo C – 2016)

         “Pedro, ¿me amas? (…) Apacienta mis ovejas” (cfr. Jn 21, 1-19). En el diálogo entre Jesús resucitado y Pedro, este último, con su triple profesión de amor, repara la triple falta de amor cometida en la Pasión de Jesús, cuando estando en el patio y mientras Jesús estaba ya encarcelado, ante la acusación de ser uno de los discípulos de Jesús, negó enfáticamente el conocerlo. Ahora, ya pasada la Pasión y con Jesús resucitado y habiéndose Pedro arrepentido de su cobardía, repara su triple negación con una triple profesión de amor a Jesús. Pero hay además otro elemento además de la reparación, y es la comprensión, por parte de Pedro –y gracias a la luz del Espíritu Santo-, de en qué es lo que consiste este amor declarado a Jesús. Este conocimiento se da cuando Jesús, por tercera vez, le pregunta si lo ama, Pedro responde que sí, y Jesús le profetiza de qué manera habría de morir, a causa de ese amor: “Cuando seas viejo, otro te llevará adonde no quieras”. Y dice el Evangelio que Jesús se estaba refiriendo a su muerte: “Esto lo dijo aludiendo a la muerte con la que iba a glorificar a Dios”. Luego Jesús le dijo: “Sígueme”.
         Es decir, en la triple declaración de amor, además de la reparación a su traición, hay una comprensión, dada por el Espíritu Santo, por parte de Pedro, acerca de lo que implica amar a Jesús: no es un mero amor sentimentalista; no es una mera declaración pasajera; no es un simple decir: “Tú sabes que te quiero”, para luego darse la vuelta y seguir con la vida propia. El amar a Jesús implica, por un lado, la realización concreta de obras que demuestren que ese amor declarado es realmente cierto y eficaz, en el sentido de que se traduce en obras -en el caso de Pedro, se trata de "apacentar las ovejas", es decir, conducir la nave de la Iglesia, como Sumo Pontífice y Vicario de Cristo, bajo la guía del Espíritu Santo-; por otro lado, implica el olvido más radical de sí mismos, puesto que el amor a Jesús implica seguirlo –por eso Jesús le dice: “Sígueme”- e implica también el dejar la vida terrena en ese seguimiento –por eso Jesús le profetiza su muerte martirial al final de su vida-, para así ganar la vida eterna.

         “Pedro, ¿me amas? (…) Apacienta mis ovejas”. También a cada uno de nosotros, Jesús resucitado en la Eucaristía nos hace la misma pregunta y, puesto que también nosotros, en mayor o menor medida, hemos abandonado a Jesús, como Pedro, por el pecado, también nosotros debemos, en consecuencia, guiados por el Espíritu Santo, reparar nuestras faltas de amor. Y también, al igual que Pedro, debemos ser conscientes de que el amor que declaramos a Jesús Eucaristía no es meramente declarativo ni vacío de contenido y que el contenido del amor son las obras de misericordia para con nuestros hermanos. Sólo así, demostraremos que amamos a Jesús con el amor del Espíritu Santo, el Amor de Dios, que nos hace tomar la cruz cada día, para seguirlo por el Camino del Calvario, para morir al hombre viejo y nacer, en el tiempo y para la eternidad, al hombre nuevo, el hombre que vive la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”


“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra” (Jn 3, 31-36.). Muchos cristianos reducen el misterio de Jesucristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, a lo que puede comprender su estrecha razón humana: para estos tales, Jesús es solo un hombre bueno y nada más. Al reducir la magnitud de la persona de Cristo –de Hombre-Dios a persona humana, común y corriente-, reducen en consecuencia el cristianismo, a un mero psicologismo, a una especie de “método de auto-ayuda y de superación personal” religioso. De esta manera, el cristianismo se convierte no en el único camino de salvación y acceso al Reino de los cielos por medio de la unión con Dios hecho hombre, sino en una corriente psicologista, entre tantas otras, que “ayudan” a la psiquis humana a “enfrentar sus miedos”, a “encontrarse a sí misma”, a “darse cuenta de que puede realizar sus sueños”, y así con una interminable serie de lugares comunes y cursis. Quedan de lado la vida de la gracia y la esperanza de la gloria en el Reino de los cielos; la lucha contra el pecado y la concupiscencia de la vida y de la carne; la lucha contra “las potestades siniestras de los aires” (cfr. Ef 6, 12ss); la necesidad imperiosa de “cargar la cruz de cada día” para ir en pos de Jesús (cfr. ); la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; la realidad de María Santísima como “Mediadora de todas las gracias”, y así con todas y cada una de las verdades del cristianismo. Y todas estas verdades quedan de lado puesto que simplemente no encajan –por ser verdades celestiales y sobrenaturales- en el estrecho horizonte del psicologismo humano. A estos cristianos, que hablan terrenalmente del Dios “bajado del cielo”, les cabe la frase de Jesús: “El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”

miércoles, 6 de abril de 2016

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, para que los creen en Él tengan vida eterna”


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna” (cfr. Jn 5, 16-21). En esta frase de Jesús está revelado el motivo de su Encarnación, Pasión y Muerte, es decir, el motivo de su Misterio Pascual de Muerte en Cruz y Resurrección. Si alguien, al contemplar la Cruz, al contemplar a Jesús crucificado, al contemplar su Cuerpo lacerado y cubierto de heridas sangrantes, al contemplar sus manos y pies clavados al madero, al contemplar su Costado traspasado, al contemplar su corona de espinas, se pregunta el porqué de la muerte en cruz tan cruel de Jesús, ese alguien encontrará la respuesta en esta frase de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna”. Es el Amor misericordioso de Dios Padre el que lo lleva a entregar a Jesús, Dios Hijo encarnado, a morir en cruz, para que una vez muerto donara a Dios Espíritu Santo por medio de la Sangre y el Agua que brotaron de su Corazón traspasado. No hay otro motivo que explique la Cruz de Jesús, que su Amor infinito y eterno, el Amor misericordioso de su Corazón. Y por lo tanto, es también el Amor misericordioso de Dios el que lo lleva a crear la Santa Misa, la renovación sacramental de su sacrificio en Cruz, para donarse a sí mismo en la Eucaristía, Pan de Vida eterna: no hay otro motivo ni otra causal divina, que explique el porqué del don de sí mismo que Jesús hace en cada Eucaristía, que el Amor de Dios. La Cruz y la Santa Misa se explican por esta frase de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que los creen en Él tengan vida eterna”. Sólo Amor –divino, eterno, infinito- recibimos de parte de Dios, en la Cruz y en la Eucaristía, y es por eso que, en pago a ese Amor, sólo Amor –sin medida y sin distinciones, como el de Jesús en la Cruz- debemos dar a nuestros prójimos, comenzando por aquellos que, de un modo circunstancial, puedan ser nuestros enemigos. Sólo dando el mismo amor de Jesús, el que recibimos desde la Cruz y la Eucaristía, podremos cumplir el mandamiento del Amor: “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo; ama a tu enemigo, como Dios te ama desde la Cruz y desde la Eucaristía”. 

martes, 5 de abril de 2016

“Como Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del hombre”



       “Como Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del hombre” (Jn 3, 7-15). Jesús compara la acción de elevar la serpiente de bronce en el desierto, por parte de Moisés, con la elevación en la cima del Monte Calvario, de la cual Él mismo será objeto, para que el alma que lo contemple reciba algo mucho más grande que la curación de una herida, para que “todo aquel que crea en Él, tenga vida eterna”. Para poder aprehender el sentido sobrenatural de la frase de Jesús y el porqué de su comparación, hay que traer a colación el episodio bíblico. En el desierto, mientras peregrinaba hacia la Tierra Prometida, el Pueblo Elegido sufrió un ataque por parte de numerosas serpientes venenosas, ante lo cual Dios le ordenó a Moisés que fabricara una serpiente de bronce y la elevara en lo alto, para que el que hubiera sufrido la mordedura de la serpiente, fuera milagrosamente curado ante la vista de la serpiente de bronce, lo cual así sucedió. En este episodio, estamos representados los bautizados, como miembros de la Iglesia Católica: los integrantes del Pueblo Elegido representan a los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica; la Jerusalén terrena representa a la Nueva Jerusalén, la Ciudad Santa que está en el cielo, no en este mundo; las serpientes representan a los demonios; el desierto es esta vida terrena, que se desarrolla en el tiempo y el espacio; las mordeduras de las serpientes y el veneno inoculado representan a los demonios que inoculan en el alma el veneno de la soberbia y de la rebelión contra Dios; la muerte en el desierto representa la muerte eterna; la serpiente de bronce representa a Jesús; los que miran a la serpiente, representan a quienes se arrodillan ante Jesús crucificado y contemplan sus llagas, su corona de espina, su Costado traspasado, sus manos y pies clavados, su Sangre; las curaciones milagrosas que reciben los que ven la serpiente, representan el don de la vida eterna que recibe aquel que contempla a Jesús crucificado con fe y con amor: la vida eterna.
“Como Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del hombre”. De manera análoga, y debido a que la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, también el que contemple a Jesús elevado en la Eucaristía, recibe el don de la vida eterna, don mediante el cual “nace de nuevo por el Espíritu”, no para este mundo, sino para el Reino de los cielos.

sábado, 2 de abril de 2016

Domingo in Albis o de la Divina Misericordia


         “Deseo que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la Fiesta de la Divina Misericordia (…) Esta Fiesta surge de Mi piedad mas entrañable... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores. Las entrañas mas profundas de Mi Misericordia se abren ese día. Derramaré un caudaloso océano de gracias sobre aquellas almas que acudan a la fuente de Mi misericordia. El alma que acuda a la Confesión, y que reciba la Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de sus culpas y del castigo... Que el alma no tema en acercarse a Mi, aunque sus pecados sean como la grana”[1]. Es por deseo explícito de Jesús que la Iglesia celebra la Divina Misericordia con una fiesta litúrgica solemne el primer domingo después de Pascua. La razón de la celebración es que, en ese día, las compuertas de la Misericordia, se abren de par en par y se derraman sobre las almas; estas compuertas abiertas del cielo no son otra cosa que el Corazón traspasado de Jesús por la lanza del soldado romano el Viernes Santo. Al ser traspasado, de su Corazón brotaron “sangre y agua” (Jn 19, 34), según la descripción de Juan Evangelista, y es este contenido del Sagrado Corazón lo que quita el pecado de las almas, al mismo tiempo que las santifica y las justifica, al concederles la gracia divina. La Fiesta de la Misericordia es extender, en el tiempo y en el espacio, a fin de que caiga sobre la mayor cantidad de hombres posibles, el derrame del Agua y la Sangre que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, para que tanto mayor sea la cantidad de almas que, recibiendo la Divina Misericordia, se salven, evitando de pasar por la Divina Justicia. Para poder apreciar el significado último de esta Fiesta de la Divina Misericordia, hay que tener en cuenta que Jesús crucificado se interpone entre la Divina Justicia y nosotros, convirtiendo la Ira santa de Dios, encendida por la malicia del corazón humano, en Divina Misericordia. Dios Padre nos mira a través de las llagas santas de Jesús y porque nos mira a través de ellas, es que en vez de descargar sobre nosotros la Justicia, derrama sobre nosotros su Misericordia. En el tiempo y en el espacio, esta Misericordia se derrama por el Sacramento de la Confesión, pero lo hace, de modo especialísimo, abundantísimo, en la Fiesta de la Divina Misericordia, de modo que quien acuda al Sacramento de la Penitencia en la Fiesta de la Divina Misericordia, recibe el perdón total de la culpa y de la pena, quedando su alma inmaculada y santa y su corazón como una imagen y copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, lista para entrar en el Reino de los cielos.
         Quien acuda a la Divina Misericordia -de manera especial en la Fiesta de la Divina Misericordia-, que se derrama sobre el alma por el Sacramento de la Confesión, aun cuando sea “como un cadáver en descomposición”, renacerá a la vida nueva, la vida de la gracia, que es el anticipo, en esta tierra, de la vida futura de la gloria. Dice así Jesús Misericordioso: “Escribe de Mi Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia –el Sacramento de la Penitencia o Confesión; N. del R.) donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este  milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde”[2].
Ahora bien, es el mismo Jesús Misericordioso quien advierte que, quien desprecie a la Divina Misericordia, persistiendo en su pecado y sin querer convertirse, deberá comparecer ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[3]. Es decir, quien no quiera arrepentirse de sus pecados, manifiesta que libremente no desea recibir la Divina Misericordia -que es la que, precisamente, perdona los pecados- y que desea someterse, desafiante, a la Justicia Divina. Y Dios, que es infinitamente misericordioso, es también infinitamente justo, no puede dejar de dar, en virtud de su Justicia Divina, aquello que nos merecemos con nuestras obras libres y con nuestras libres decisiones: si obramos el mal y no nos arrepentimos, merecemos en justicia la retribución por el mal cometido, deseado y del que no hemos manifestado arrepentimiento. Quien no desee la Misericordia Divina, no la obtendrá, pero sí obtendrá el pago merecido por sus acciones, por medio de la Divina Justicia, y esto en virtud de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Esto es por lo que decíamos anteriormente: Cristo Jesús se interpone entre la Justicia Divina y nosotros; si no nos resguardamos bajo los rayos de su Sangre y Agua, entonces quedamos expuestos a la Divina Justicia: “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres” (cfr. Rom 1, 18).
         Para que nos quede en claro que Jesús, en cuanto Dios, es Misericordioso pero también Justo y que no deja de dar a cada uno lo que cada uno merece, es que Él mismo en Persona llevó a Santa Faustina al Infierno, para que fuera ella, la santa que debía difundir la Misericordia Divina al mundo, la que diera testimonio también de la Justicia Divina. Dice así Santa Faustina: “Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mi no pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”[4].
         Esto nos hace ver que Jesús Misericordioso es un Dios de Bondad y Amor infinitos, sí, pero que también es un Dios de Justicia infinita y que nos da lo que nos merecemos con nuestras obras. Si deseamos evitar las puertas de la Divina Justicia, arrepintámonos de nuestros pecados, acudamos al Sacramento de la Penitencia, vivamos en gracia y obremos la misericordia –la Iglesia prescribe catorce obras, siete espirituales y siete materiales o corporales, accesibles para todos, de modo que ninguno diga que no podía obrar la misericordia-, a fin de pasar al cielo, al término de nuestras vidas, por las puertas de la Divina Misericordia, el Sagrado Corazón traspasado de Jesús.





[1] Cfr. Santa Faustina Kowalska, Diario, 699.
[2] Diario, 1448.
[3] Diario, 1146.
[4] Diario, 741.

Sábado de la Octava de Pascua


         Jesús resucitado se aparece a los discípulos; entre ellos, a María Magdalena y a los discípulos de Emaús (cfr. Mc 16, 9-15). Tanto María Magdalena como los discípulos de Emaús, van a anunciar a sus hermanos en religión, pero en ambos casos, los destinatarios de la Buena Nueva, se caracterizan por dudar de sus palabras: “no les creyeron”, dice el Evangelio. A esta incredulidad, hay que  sumarles las de la propia Magdalena y la incredulidad primera también de los discípulos de Emaús. Cuando Jesús se les aparece, personalmente, “a los Once”, lo primero que hace es “echarles en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado”. Jesús no pasa por alto la desconfianza infundada de sus discípulos, mucho menos la del Colegio Apostólico, puesto que esta desconfianza implica no solo no creer en las palabras de los testigos que lo han visto resucitado, sino que, en el fondo, implica no creer en Él mismo y en sus propias palabras, puesto que Él había anunciado que habría de resucitar “al tercer día”.
         “Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón”. La dureza de corazón es consecuencia de la incredulidad, puesto que la fe –la apertura de la mente a la luz de la gracia- permite que el corazón sea capaz de amar en un nuevo sentido, sobrenatural –al abrirse también a la acción de la gracia-, pero si la mente se cierra a la Verdad revelada, Jesucristo, también el corazón se cierra a la acción del Espíritu Santo en él.

         Prestemos atención al reproche de Jesús, que también va dirigido a nosotros, toda vez que actuamos como si Jesús no solo no hubiera resucitado, sino que no estuviera, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. También nosotros somos “necios de entendimiento y duros de corazón” cada vez que no elevamos la mente y el corazón a la Presencia gloriosa y resucitada de Jesús en la Eucaristía y obramos sin misericordia, no como si fuéramos cristianos, sino como si fuéramos paganos.

viernes, 1 de abril de 2016

Viernes de la Octava de Pascua


         “¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Luego de que Jesús, ya resucitado, realiza el prodigio de la segunda pesca milagrosa, San Juan Evangelista, que estaba en una de las barcas, reconoce a Jesús y exclama, con gran alegría: “¡Es el Señor!”. Hasta el momento, no lo habían reconocido, además de estar frustrados porque “no habían pescado nada en toda la noche”. A pesar de que Jesús ha resucitado y está con ellos, no pueden pescar nada y no reconocen a Jesús. Pero cuando Jesús hace el milagro de la segunda pesca prodigiosa, entonces lo reconocen, Juan el primero. Muchas veces nos pasa lo mismo con Jesús Eucaristía: Él nos espera en el sagrario, como esperaba a los discípulos en la orilla, pero no para alimentarnos, como a ellos, con carne de pescado, una carne sin vida, inerte, sino para alimentarnos con su propia carne -tal como un pío pelícano- con su Cuerpo resucitado y glorioso, con su Corazón inhabitado por el Espíritu Santo, el Amor de Dios.

“¡Es el Señor!” +, dice Juan, reconociendo a Jesús luego del milagro de la pesca prodigiosa; si el milagro es la ocasión para la efusión del Espíritu, que nos ilumina y nos permite reconocer a Jesús, entonces nosotros tenemos una ocasión infinitamente más grandiosa que una pesca milagrosa, y es la Santa Misa, en donde se verifica el milagro, cada vez, de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Entonces, en la Santa Misa, luego de la consagración digamos, con el mismo gozo exultante de Juan Evangelista, a Jesús en la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Y, como Pedro, que se cubrió con su túnica para ir al encuentro de su Señor, cubrámonos nosotros con la vestidura de la gracia, para ir al encuentro de Jesús en la Eucaristía.