sábado, 2 de abril de 2016

Domingo in Albis o de la Divina Misericordia


         “Deseo que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la Fiesta de la Divina Misericordia (…) Esta Fiesta surge de Mi piedad mas entrañable... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores. Las entrañas mas profundas de Mi Misericordia se abren ese día. Derramaré un caudaloso océano de gracias sobre aquellas almas que acudan a la fuente de Mi misericordia. El alma que acuda a la Confesión, y que reciba la Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de sus culpas y del castigo... Que el alma no tema en acercarse a Mi, aunque sus pecados sean como la grana”[1]. Es por deseo explícito de Jesús que la Iglesia celebra la Divina Misericordia con una fiesta litúrgica solemne el primer domingo después de Pascua. La razón de la celebración es que, en ese día, las compuertas de la Misericordia, se abren de par en par y se derraman sobre las almas; estas compuertas abiertas del cielo no son otra cosa que el Corazón traspasado de Jesús por la lanza del soldado romano el Viernes Santo. Al ser traspasado, de su Corazón brotaron “sangre y agua” (Jn 19, 34), según la descripción de Juan Evangelista, y es este contenido del Sagrado Corazón lo que quita el pecado de las almas, al mismo tiempo que las santifica y las justifica, al concederles la gracia divina. La Fiesta de la Misericordia es extender, en el tiempo y en el espacio, a fin de que caiga sobre la mayor cantidad de hombres posibles, el derrame del Agua y la Sangre que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, para que tanto mayor sea la cantidad de almas que, recibiendo la Divina Misericordia, se salven, evitando de pasar por la Divina Justicia. Para poder apreciar el significado último de esta Fiesta de la Divina Misericordia, hay que tener en cuenta que Jesús crucificado se interpone entre la Divina Justicia y nosotros, convirtiendo la Ira santa de Dios, encendida por la malicia del corazón humano, en Divina Misericordia. Dios Padre nos mira a través de las llagas santas de Jesús y porque nos mira a través de ellas, es que en vez de descargar sobre nosotros la Justicia, derrama sobre nosotros su Misericordia. En el tiempo y en el espacio, esta Misericordia se derrama por el Sacramento de la Confesión, pero lo hace, de modo especialísimo, abundantísimo, en la Fiesta de la Divina Misericordia, de modo que quien acuda al Sacramento de la Penitencia en la Fiesta de la Divina Misericordia, recibe el perdón total de la culpa y de la pena, quedando su alma inmaculada y santa y su corazón como una imagen y copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, lista para entrar en el Reino de los cielos.
         Quien acuda a la Divina Misericordia -de manera especial en la Fiesta de la Divina Misericordia-, que se derrama sobre el alma por el Sacramento de la Confesión, aun cuando sea “como un cadáver en descomposición”, renacerá a la vida nueva, la vida de la gracia, que es el anticipo, en esta tierra, de la vida futura de la gloria. Dice así Jesús Misericordioso: “Escribe de Mi Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia –el Sacramento de la Penitencia o Confesión; N. del R.) donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este  milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde”[2].
Ahora bien, es el mismo Jesús Misericordioso quien advierte que, quien desprecie a la Divina Misericordia, persistiendo en su pecado y sin querer convertirse, deberá comparecer ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[3]. Es decir, quien no quiera arrepentirse de sus pecados, manifiesta que libremente no desea recibir la Divina Misericordia -que es la que, precisamente, perdona los pecados- y que desea someterse, desafiante, a la Justicia Divina. Y Dios, que es infinitamente misericordioso, es también infinitamente justo, no puede dejar de dar, en virtud de su Justicia Divina, aquello que nos merecemos con nuestras obras libres y con nuestras libres decisiones: si obramos el mal y no nos arrepentimos, merecemos en justicia la retribución por el mal cometido, deseado y del que no hemos manifestado arrepentimiento. Quien no desee la Misericordia Divina, no la obtendrá, pero sí obtendrá el pago merecido por sus acciones, por medio de la Divina Justicia, y esto en virtud de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Esto es por lo que decíamos anteriormente: Cristo Jesús se interpone entre la Justicia Divina y nosotros; si no nos resguardamos bajo los rayos de su Sangre y Agua, entonces quedamos expuestos a la Divina Justicia: “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres” (cfr. Rom 1, 18).
         Para que nos quede en claro que Jesús, en cuanto Dios, es Misericordioso pero también Justo y que no deja de dar a cada uno lo que cada uno merece, es que Él mismo en Persona llevó a Santa Faustina al Infierno, para que fuera ella, la santa que debía difundir la Misericordia Divina al mundo, la que diera testimonio también de la Justicia Divina. Dice así Santa Faustina: “Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mi no pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”[4].
         Esto nos hace ver que Jesús Misericordioso es un Dios de Bondad y Amor infinitos, sí, pero que también es un Dios de Justicia infinita y que nos da lo que nos merecemos con nuestras obras. Si deseamos evitar las puertas de la Divina Justicia, arrepintámonos de nuestros pecados, acudamos al Sacramento de la Penitencia, vivamos en gracia y obremos la misericordia –la Iglesia prescribe catorce obras, siete espirituales y siete materiales o corporales, accesibles para todos, de modo que ninguno diga que no podía obrar la misericordia-, a fin de pasar al cielo, al término de nuestras vidas, por las puertas de la Divina Misericordia, el Sagrado Corazón traspasado de Jesús.





[1] Cfr. Santa Faustina Kowalska, Diario, 699.
[2] Diario, 1448.
[3] Diario, 1146.
[4] Diario, 741.

1 comentario: