martes, 19 de abril de 2016

"El Padre y yo somos uno”


“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30). Jesús no solo se auto-revela como el Mesías esperado por Israel, sino que va más allá: revela que Él es el Mesías, sí, pero revela también que Él es Dios y es Dios Hijo; revela que Él es el Hijo que proviene del Padre; revela que Él es igual al Padre: “El Padre y yo somos uno”. Jesús se revela como el Mesías, pero resulta que este Mesías, que aparece visiblemente como hombre es, al mismo tiempo, Dios Invisible, que se manifiesta precisamente a través de la humanidad de Jesús de Nazareth: “El Padre y yo somos uno”, es decir, Él y el Padre son uno en naturaleza, pues ambos son Dios, pero al mismo tiempo son dos Personas distintas, en ese mismo Dios: el Padre y el Hijo. Jesús no solo se auto-revela como el Mesías, sino como Dios Hijo proveniente de Dios Padre, como “Dios de Dios, Luz eterna de Luz eterna”, como lo rezamos en el Credo. Lo expresa maravillosamente San Hilario: “El Hijo es el engendrado por el no-engendrado, el único nacido del único, el verdadero salido del verdadero, el viviente nacido del viviente, el perfecto procediendo del perfecto, el poder saliendo del poder, la sabiduría salida de la sabiduría, la gloria de la gloria, “la imagen del Dios invisible” (Col 1, 15)[1] (…) No es una adopción porque el Hijo es verdaderamente Hijo de Dios y dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9)”. La auto-revelación de Jesús es trascendental, porque entonces, si Él es Dios eterno que ha sido engendrado por el Padre in-engendrado por nadie, entonces Él es igual al Padre y tiene en sí mismo la vida eterna, la vida que el Padre tiene desde la eternidad: “Él mismo tiene la vida (eterna) en sí como aquel que lo ha engendrado a la vida en sí mismo (Jn 5,26)”, y Él comunica de esa vida eterna, que la posee desde la eternidad, a quien Él quiere: “Yo doy la vida eterna a mis ovejas” (Jn 10, 28).
“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno”. Si Jesús es el Mesías y el Mesías es Dios, entonces, su Presencia en la Eucaristía no es una presencia meramente simbólica: es la Presencia del Dios Mesías en Persona, a Quien hay que adorar como tal.




[1] Cfr. De Trinitate II, 8.

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