sábado, 28 de mayo de 2016

Solemnidad de Corpus Christi


El momento en el que, producido el milagro, el Padre Pedro de Praga lo traslada, 
conmocionado, a la sacristía.

(Ciclo C – 2016)

         La Solemnidad de Corpus Christi -o del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo-, una de las más importantes de la Iglesia Católica, se originó en un milagro eucarístico, conocido como el milagro de Bolsena-Orvieto. ¿Cómo fue el milagro? Sucedió a mediados del siglo XIII, en el año 1263, cuando un sacerdote de Bohemia, llamado Pedro de Praga, que tenía muchas dudas sobre su fe, en particular sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, decidió hacer una peregrinación a Roma para rezar ante la tumba de San Pedro y pedirle el fortalecimiento de su fe. Luego de cumplido su cometido y sintiéndose fortalecido en su vocación como sacerdote, inició su viaje de regreso a Praga. En el camino se detuvo en la localidad de Bolsena al norte de Roma, para allí pasar la noche y continuar viaje al otro día. En esta localidad, visitó la parroquia de Santa Cristina, una mártir del siglo III para venerar sus reliquias. Luego de su visita a la tumba de Santa Cristina, Pedro de Praga experimentó todavía más fortalecimiento de su fe, y es así que se dice que antes de celebrar la Misa, Pedro rezó “por la fuerza del alma y el extremo abandono que Dios da a los que confían plenamente en Él”. Fue durante la celebración de la Misa que ocurrió el asombroso milagro que dio origen a la Fiesta de Corpus Christi: una vez pronunciadas las palabras de la consagración, la Hostia ya consagrada se convirtió en músculo cardíaco vivo y sangrante, del cual comenzó a brotar abundante sangre, y tan abundante, que se vertió incluso sobre el corporal que se encontraba sobre el altar. Al comprobar el espectacular acontecimiento sobrenatural que se producía delante de sus ojos, el sacerdote, profundamente conmovido, envolvió el músculo cardíaco sangrante con el purificador del cáliz y lo llevó a la Sacristía. En el trayecto hacia la sacristía, cayeron en el suelo de mármol unas gotas de sangre, lo que también sucedió en los escalones del altar, quedando la sangre desde entonces firmemente adherida al mármol, al punto que luego se cortaron esos trozos de mármol, impregnados con la sangre del milagro, para ostentarlos como reliquias; estos mármoles manchados e impregnados con la sangre del milagro fueron colocados en sus respectivos relicarios en Bolsena, en donde permanecen hasta el día de hoy, para ser venerados por los peregrinos[1]. El milagro fue descripto así en una placa de mármol: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre excepto aquella fracción, que la tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”[2]. Es decir, toda la Hostia consagrada se convirtió en músculo cardíaco vivo, del cual brotaba sangre fresca, excepto la parte de la Hostia que estaba sostenida por las manos del sacerdote, y esto para que fuera patente que el milagro se producía en la misma Hostia que consagraba el sacerdote.
         Debido a que el Papa Urbano IV se encontraba en la cercana localidad de Orvieto, el Padre Pedro decidió trasladarse a esta ciudad para comunicarle acerca del prodigio sucedido en la misa. Enterado el Papa, envió al obispo de Orvieto en persona a Bolsena, para que comprobara la veracidad de la historia y recuperara las reliquias. Luego, el Papa Urbano IV reconoció el milagro -la venerada reliquia fue llevada en procesión y se dice que el Pontífice, al ver el milagro, se arrodilló frente al corporal y luego se lo mostró a la población- y el 11 de agosto 1264 instituyó para toda la Iglesia la actual fiesta litúrgica, llamada Corpus Christi, a partir de la fiesta Corpus Domini -existente desde 1247 y que se celebraba sólo en la diócesis de Lieja, en Bélgica-, para celebrar la Presencia real de Cristo en la Eucaristía. Además, el Papa decidió encomendar a Santo Tomás de Aquino la tarea de preparar los textos del Oficio y de la Misa de la fiesta, y se estableció que el Corpus Christi se celebre en el primer jueves después de la octava de Pentecostés[3].
El asombroso prodigio sobrenatural se produjo en momentos en que habían comenzado a circular creencias falsas en la Eucaristía, como las propagadas por un tal Berengario de Tours, quien sostenía erróneamente que la presencia de Cristo en la Eucaristía no era real, sino sólo simbólica: el milagro no solo contrastó esta falsa tesis, sino que confirmó, de una manera asombrosa, la enseñanza de la Iglesia desde el inicio, es decir, que Jesús está Presente real, verdadera y substancialmente en la Eucaristía.
El milagro eucarístico de Orvieto es un recordatorio sobrenatural, dado por el cielo mismo, de la verdad profesada desde siempre por la Iglesia: Jesucristo, Dios Hijo en Persona, el Creador del universo visible e invisible, viene a nosotros y se entrega en la Eucaristía, en cada Eucaristía. Por medio de este milagro, sensible y visible, Pedro de Praga experimentó un gran milagro y su fe fue grandemente enriquecida; sin embargo, Jesús mismo dice: “Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29). Esto quiere decir que no debemos pretender que suceda el milagro visible nuevamente, en cada Santa Misa, porque nos basta que haya sucedido una vez, ya que confirma la fe de la Iglesia, de que el Hombre-Dios Jesucristo está realmente Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía. Y si el milagro nunca hubiera sucedido, debería bastarnos para creer firmemente, el testimonio de la Iglesia que, asistida por el Espíritu Santo, nos enseña esta verdad. Lo que nos enseña la Iglesia es que, por las palabras de la consagración, pronunciadas por el sacerdote pero en las que va la virtud misma de Jesucristo, que las pronuncia también a través del sacerdote, se produce el milagro de la conversión de las substancias muertas y sin vida del pan y del vino, en las substancias vivas y gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús. Así nos enseña San Ambrosio: “(En la) consagración divina (…) actúan las palabras del Señor y Salvador en persona (…) Porque este sacramento que recibes (la Eucaristía) se realiza por la palabra de Cristo (…) Era real la carne de Cristo que fue crucificada y sepultada; es, por tanto, real el sacramento de su carne (…) Que nuestra mente reconozca como verdadero lo que dice nuestra boca, que nuestro interior asienta a lo que profesamos externamente”[4].
De esta manera, el milagro de Bolsena-Orvieto nos confirma nuestra fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, pero también nos sirve para que nos demos cuenta de cómo actúa en nosotros al comulgar el Cuerpo y la Sangre gloriosos de Jesús Eucaristía, para lo cual podemos comparar a nuestros corazones con el piso de mármol en el que cayó la sangre del milagro de Bolsena-Orvieto: nuestros corazones son muchas veces como el mármol en el que cayó la sangre del milagro: fríos, duros y sin vida; pidamos entonces que la Sangre Preciosísima de Jesucristo, que ingresa en nosotros por la Comunión Eucarística en gracia, penetre nuestros corazones y los impregne, tal como sucedió con la sangre del milagro, que impregnó el mármol, pero, a diferencia de la sangre del milagro, que no cambió el mármol, porque este siguió siendo frío, duro y sin vida, la Sangre de Jesús, al caer en nuestros corazones por la Comunión Eucaristía, los vivifica, llenándolos de la vida, la luz, el calor y el Amor del Espíritu Santo.
En cada Santa Misa, delante de nuestros ojos, se produce de modo invisible, luego de las palabras de la consagración, el milagro de la Transubstanciación, por el cual el pan se convierte en la substancia del Cuerpo de Cristo y el vino en la substancia de la Sangre de Cristo, y aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, sí podemos “verlo” con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, y el milagro de Bolsena-Orvieto nos confirma que esta fe de la Iglesia -que es nuestra fe- en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, es verdadera.
Por último, Cristo Jesús hace este milagro sólo para darnos su Amor, el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico, entonces nosotros, al comulgar su Cuerpo y su Sangre, debemos hacerlo también con amor, adorando profundamente su Presencia Eucarística, como dice San Agustín: “Nadie coma el Cuerpo de Cristo si no es adorador”. No nos acerquemos a comulgar sin antes hacer un acto de profundo amor y adoración interior al Cuerpo de Cristo en la Eucaristía.





[2] Cfr. http://www.therealpresence.org/eucharst/mir/spanish_pdf/Bolsena-spanish.pdf
[3] La liturgia de Santo Tomás de Aquino liturgia acompañaría la Bula Transiturus de hoc mundo ad Patrem. A su vez, las reliquias del milagro se conservan en la catedral de Orvieto. En la Capilla del Corporal se venera la Hostia Santa, el corporal y el purificador. En 1338 se colocaron en el relicario de Ugolino di Vieri, donde se encuentran actualmente. El relicario se colocó, a partir de 1363, sobre el altar de mármol que se encuentra en la misma capilla. El altar donde ocurrió el milagro fue colocado, desde la primera mitad del siglo XVI , en el atrio de la basílica subterránea de Santa Cristina en Bolsena. En Bolsena se conservan en sus respectivos relicarios las lápidas de mármol manchadas con la Sangre del Milagro.
[4] Del Tratado de san Ambrosio, obispo, Sobre los misterios.
(Núms. 52-54. 58: SC 25 bis, 186-188. 190

viernes, 27 de mayo de 2016

“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”


“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (Mc 11, 11-26). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, movido por una más que justa indignación e ira, y lo hace de modo intempestivo: “Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo”. La razón de su ira santa queda expuesta en sus propias palabras: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Y en el Evangelio de Juan dice: “Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (2, 13-25). Con su actitud y sus palabras, Jesús revela que Él es el Hijo de Dios, pues lo llama “mi Padre”, y es Dios como el Padre, puesto que llama al templo “mi Casa” y “Casa de mi Padre”. Queda así revelada su condición divina y la razón que justifica ampliamente su ira: a la Casa de Dios se va a orar, pero la han convertido en “mercado”, lo cual, además de constituir la compra-venta una acción extemporánea, por cuanto está fuera de lugar, ya que no es el lugar indicado para hacerlo, ofende a Dios porque expresa, en quien lo hace, la primacía del dinero por encima del amor debido a Dios.
Jesús actúa, por lo tanto, con toda justicia, desalojando a quienes, a sabiendas, han profanado “su Casa” y “Casa de su Padre”. Pero además del hecho real con su significación directa, hay un sentido figurado, puesto que cada elemento de la escena evangélica corresponde a una realidad sobrenatural: el templo representa el cuerpo y el alma del cristiano que, por la gracia, se convierte en “templo de Dios” y que, por el pecado, desplaza a Dios de su altar, el corazón, para entronizar algún ídolo, sea el dinero o algún amor profano y mundano; los animales irracionales –con la falta de higiene y la irracionalidad- representan, a su vez, a las pasiones que, sin el control de la razón y de la gracia, contribuyen a profanar el cuerpo y el alma del cristiano, “templo de Dios”; los cambistas con sus mesas de dinero, por último, representan a los cristianos que, seducidos por los bienes materiales, desplazan a Dios de sus corazones, emplazando en su lugar al dinero y sirviendo a Satanás, su dueño.

“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”. La advertencia de Jesús no es solo para los fariseos, sino sobre todo para nosotros. Estemos atentos, entonces, para no profanar el cuerpo y el alma, puesto que desde el Bautismo, han sido convertidos en templos de Dios, en donde inhabita el Espíritu Santo y en cuyo altar, que es el corazón, sólo debe ser adorado Jesús Eucaristía.

viernes, 20 de mayo de 2016

Solemnidad de la Santísima Trinidad


Santísima Trinidad 
(Rublev)

(Ciclo C – 2016)


         La revelación, por parte de Jesucristo, de que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, es una novedad absoluta para la humanidad, porque ninguna creatura, ni angélica ni humana, está en condiciones de penetrar en esta verdad, si no le es revelada de lo alto. Esta revelación tiene implicancias directas en la fe católica, que así se diferencia radicalmente de las otras grandes religiones monoteístas, como el judaísmo y el islamismo. El católico no cree simplemente en Dios Uno, sino en Dios Uno y Trino, un solo Dios, Ser perfectísimo, de majestad infinita, que existe desde toda la eternidad, con su Acto de Ser Increado, y que es uno, pero que a la vez, en Él, coexisten Tres Personas distintas, que son distintas por su procedencia, pero son iguales en cuanto a su majestad, poder y honor divinos. Significa también que el católico no puede dirigirse a Dios tal como lo hacen las otras religiones monoteístas, porque en el Dios de la religión católica hay Tres Personas –Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo-, y el hecho de ser “personas” implica, por la propia definición de “persona”, que con todas y cada una de las Tres Divinas Personas, se puede entablar una comunión de fe, de vida y de amor, porque las Personas Divinas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por ser personas, tienen inteligencia –conocen- y voluntad –aman, tal como sucede con las personas humanas y angélicas. Esto quiere decir que la relación del católico con su Dios es con Dios Uno, pero también Trino, esto es, con todas y cada una de las Personas de la Santísima Trinidad, y esa relación es de tipo personal y una relación de tipo personal implica tratar con esa persona por medio del diálogo, para conocerla y también para amarla. De manera análoga a como se trata con una persona humana –diálogo, conocimiento, amor-, así, de manera análoga –análoga porque las Personas de la Trinidad son Dios y por lo tanto sobrepasan infinitamente nuestra capacidad de comprensión y de entendimiento-, así es como el cristiano puede y debe tratar a Dios Uno y Trino. Si no sabemos cómo hacerlo, podemos leer las vidas de los santos –por ejemplo, Padre Pío, Sor Isabel de la Trinidad, etc.-, que en su oración se dirigían, de modo diferenciado, a las Divinas Personas, pero por supuesto que la Virgen es el modelo perfectísimo para aprender a cómo tratar a las Divinas Personas, puesto que Ella era Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo. Esta relación personal del católico con las Divinas Personas es necesaria por el hecho de que Dios es Trinidad Personas, y tanto más, cuanto que, por el Bautismo sacramental, fue convertido en hijo adoptivo de Dios Padre y en hermano de Jesucristo, y unido al Padre y al Hijo por Dios Espíritu Santo, el Amor del Padre y el Hijo. Todo católico, entonces, está llamado a entablar esta relación de amistad, de comunión de vida y amor con todas y cada una de las Tres Divinas Personas, y el modo más adecuado para iniciar, acrecentar y conservar esta relación con las Tres Divinas Personas, es la Santa Misa, porque allí la Iglesia adora y honra a las Tres Divinas Personas, ofreciéndoles el único don digno de su majestad divina, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señora Jesucristo, es decir, la Santa Eucaristía. Así como para establecer una relación con una persona, podemos ofrecerle un regalo de gran valor, como signo de nuestra amistad, así, al ofrecer a la Trinidad el Cuerpo Sacramentado de Jesús en la Eucaristía, iniciamos de la mejor manera nuestra relación con las Tres Divinas Personas.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”


“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 1-12). Al implementar la Nueva Ley, Jesús da por abolida la permisión de divorcio que existía bajo la ley de Moisés. A partir de ahora, el matrimonio será de “uno con una, para toda la vida”, puesto que el divorcio queda expresamente prohibido por Nuestro Señor. El matrimonio sacramental, impartido en su Iglesia, la Iglesia Católica, será uno, monogámico, indisoluble, fecundo, fiel, sin que puedan ser estas características alteradas por ninguna ley humana. La razón por la que el matrimonio entre los católicos tiene estas características no se derivan de imposiciones arbitrarias de legisladores eclesiásticos humanos, sino que se explican por el hecho de estar el matrimonio sacramental injertado –por el sacramento- en otro matrimonio o nupcias esponsales, anterior a todo matrimonio humano, y es el matrimonio místico, celestial, sobrenatural, de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. En otras palabras, las características del matrimonio sacramental católico –uno, único, fiel, indisoluble, fecundo-, se derivan del hecho de estar los esposos cristianos “injertados”, en virtud del sacramento, a la unión esponsal mística entre Jesús Esposo y la Iglesia Esposa, y como por el sacramento son como una prolongación viviente de esta unión esponsal, constituyendo ante la sociedad humana un signo de Cristo Esposo –el esposo terreno- unido con su Esposa la Iglesia –la esposa terrena-, entonces el matrimonio sacramental católico debe poseer y reflejar sus mismas características, so pena de constituir un signo contradictorio. Es decir, el matrimonio católico es uno, único, fiel, indisoluble, constituido por el esposo-varón y la esposa-mujer, porque así es el matrimonio celestial y místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Si se contrarían estas características, se atenta en realidad, no en primer lugar contra la institución del matrimonio en sí, sino contra el matrimonio místico formado por Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. En este sentido, el adulterio, la infidelidad, la ausencia voluntaria de fecundidad, el divorcio, son todos signos que contarían expresamente la santidad primigenia de la unión esponsal entre Jesús y la Iglesia. Esto es lo que explica la muerte de Juan el Bautista, quien da su testimonio martirial no por el matrimonio terreno, sino por la Alianza esponsal mística de Jesús con su Iglesia, alianza de la cual el matrimonio cristiano obtiene sus características esenciales e inviolables. La contradicción de las notas del matrimonio atentan contra las notas del matrimonio místico de Jesús con su Esposa. Por ejemplo, el adulterio carnal de uno –o de los dos cónyuges- atenta contra la nota de fidelidad hasta la muerte, en el amor, de Cristo con su Iglesia, y se equipara a una hipotética Iglesia con un Cristo falso –no presente en la Eucaristía, por ejemplo-, o a un Cristo Eucarístico –con su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía-, con una Iglesia “infiel”, que albergara en su seno a otras creencias religiosas. Así como estas hipotéticas son impensables, así también es impensable la infidelidad entre los cónyuges católicos unidos por el sacramento, y lo mismo se diga de las otras notas características del matrimonio católico.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Cuando Jesús hace esta afirmación, está diciendo que el hombre no puede tener el atrevimiento de pretender modificar el matrimonio místico, sobrenatural, preexistente a toda unión esponsal humana, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

miércoles, 18 de mayo de 2016

“El que no está contra nosotros, está con nosotros”


“El que no está contra nosotros, está con nosotros”.  (Mc 9, 38-40). Frente a uno que “hacía milagros” en nombre de Jesús, pero que no pertenecía al círculo de sus discípulos, estos últimos “tratan de impedírselo”, argumentando precisamente que no forma parte de ellos: “no es de los nuestros”. La respuesta de Jesús abre el camino para comprender el verdadero ecumenismo: lejos de aprobar la conducta de sus discípulos, que pretendían callar a quien “no era de ellos”, Jesús les dice que “no se lo impidan”, porque –según da a entender-, si alguien hace milagros en su Nombre, no puede hablar mal de Él, lo cual quiere decir que, en cierta medida, está asistido por Él, ya que da buenos frutos: “No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí”. Y quien está asistido por Él, como en el caso de la persona que hacía milagros en su Nombre, “está con Cristo”: “El que no está contra nosotros, está con nosotros”.  
Comentando este pasaje del Evangelio, el Beato Pío XII, en la Encíclica Mystici Corporis Christi, y parangonando la acción de la Iglesia con la de Cristo, da las claves acerca de en qué consiste el verdadero ecumenismo: la Iglesia Católica es la que posee la Verdad Revelada en su plenitud, mientras que las otras iglesias, en las que no se encuentra esta verdad plena, están llamadas a integrarse en esta plenitud. Dice así el Santo Padre: “La esposa de Cristo, la Iglesia, es única. Sin embargo, el amor del divino Esposo se extiende con largueza, de manera que, sin excluir a nadie, abraza en su Esposa al género humano entero”[1]. El Santo Padre extiende, por analogía, la actitud de Jesús de no rechazar a quien no forma parte del círculo más íntimo de los discípulos, con la actitud de la Iglesia que, en un verdadero ecumenismo, y sabiéndose portadora de la plenitud de la Revelación, abraza y llama a toda la humanidad, porque todos los hombres son “hermanos de Cristo según la carne” y están todos “llamados a la vida eterna”: “Cristo (…) abraza en su Esposa (la Iglesia) al género humano entero (…) (incluidos los hombres) todavía no incorporados al Cuerpo de la Iglesia, a los hermanos de Cristo según la carne, llamados con nosotros a la misma salvación eterna”[2].
Seguidamente, hace una velada alusión a las ideologías –liberalismo, marxismo, comunismo, socialismo, nazismo- que “exaltan el odio, la lucha, la violencia”, y por lo tanto enfrentan al hombre contra el hombre mismo, provocando crueles guerras fratricidas, y las contrapone con la Iglesia que, basada en el Mandamiento de su Señor, ama a todos los hombres, sin distinción alguna de ninguna clase, incluidos “a los enemigos”: “Nuestro Rey pacífico (…) nos ha enseñado no solamente amar a los que no son de los nuestros, de nuestra nación ni de nuestro origen (Lc 10, 33ss) sino (a) amar incluso a nuestros enemigos”[3].
“El que no está contra nosotros, está con nosotros”. Como miembros de la verdadera y única Iglesia de Jesucristo, el Hombre-Dios, nuestra misión es llamar a todos los hombres, cualquiera sea su raza, credo o condición social, para que ingresen a la Nueva Arca de salvación, la Iglesia Católica.



[1] Venerable Pio XII, Papa, Encíclica Mystici Corporis Christi.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

martes, 17 de mayo de 2016

“No entendían lo que les decía (…) discutían quién era el más importante”


“No entendían lo que les decía (…) discutían quién era el más importante” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les revela a sus discípulos el misterio más asombroso y el evento más importante para la humanidad toda, el misterio de su Pasión redentora, los discípulos “no entienden” qué es lo que Jesús les dice, y no solo eso, sino que, llevados por la cortedad de miras de la naturaleza humana y por el egoísmo de sus corazones, “discuten acerca de quién sería el más grande”. Jesús y sus discípulos se mueven en dos universos paralelos, sin puntos de contacto entre sí: Jesús les habla acerca de la inminencia de su Pasión y Muerte; les habla acerca de lo que deberá sufrir, les advierte que será traicionado y que deberá sufrir mucho en manos de los hombres, pero que al tercer día resucitará; en fin, Jesús les habla de la inminencia de la vida eterna que está por llegarles a partir de su muerte y resurrección, lo cual implica, al mismo tiempo, la caducidad de esta vida terrena y temporal, pero los discípulos “no entienden” porque tienen sus mentes y sus corazones cerrados a la voz del Espíritu y así la Palabra de Dios no puede penetrar en ellos para iluminar sus densas tinieblas. Así, hacen oídos sordos a la Voz Eterna de Dios, que les habla a través de Jesús, que les avisa que deben despegarse de este mundo, para prepararse para la vida eterna y siguen por el contrario enfrascados en sus egoísmos humanos y aferrados a este mundo cuya figura se desvanece.

“No entendían lo que les decía (…) discutían quién era el más importante”. La incapacidad de entender el misterio del cristianismo y la soberbia y mezquindad de pretender la gloria mundana en vez de la gloria celestial que nos trae Jesús con su cruz, no es privativa de los discípulos de Jesús. Hasta el día de hoy, muchos cristianos siguen –seguimos- sin entender lo que significa ser cristianos, mientras ambicionamos las riquezas del mundo, olvidando la vida eterna que nos espera.

sábado, 14 de mayo de 2016

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo C – 2016)

         En cumplimiento de sus promesas, de que enviaría el Paráclito, Jesús envía al Espíritu Santo sobre su Iglesia reunida en oración –María Santísima y los Apóstoles-, el cual se manifiesta como “lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-11). De esta manera, Jesús finaliza su misterio pascual, aunque el Amor de Dios está también en el inicio, lo cual quiere decir que tanto la causa de la Encarnación, como de su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo, fue el envío del Amor de Dios a los hombres, con lo que su envío completa aquello para lo cual fue enviado por su Padre al mundo.
         Ahora bien, una vez enviado a la Iglesia, ¿qué funciones ejercerá el Espíritu Santo, obtenido para la Iglesia al precio de la Sangre Preciosísima del Cordero?
El Espíritu Santo ejercerá una función pedagógica y de memoria del misterio de Jesús, el cual es imposible de ser comprendido y mucho menos creído, sino es por la iluminación interior del Espíritu de Dios: “Les recordará todo lo que les he dicho” (cfr. Jn 14, 26) “Les hablará de Mí” (Jn 15, 26). El Espíritu Santo ilumina la oscuridad de nuestra razón, para que no reduzcamos el misterio del Hombre-Dios al de un revolucionario social, ni el misterio de la Eucaristía a un panecillo bendecido: “Cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades. Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento”[1]. Es decir, sin el Espíritu Santo, podemos creer en Dios Uno pero no Trino y no podemos creer ni saber que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, es la que se ha encarnado en Jesús de Nazarety y es quien prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Y esto, porque el Don del Espíritu Santo nos ilumina nuestras tinieblas con su luz sobrenatural y divina: “(El Espíritu Santo) es la luz de nuestra mente, el resplandor de nuestro espíritu”[2]. El Espíritu Santo, enviado por Jesús en Pentecostés, es la “luz de nuestro espíritu”, la luz de Dios que ilumina nuestras tinieblas y nos comunica la Sabiduría de Dios, que nos permite conocer a Jesús como Quien Es, la Segunda Persona de la Trinidad Encarnada, y la Eucaristía como lo que Es, esa misma Segunda Persona de la Trinidad Encarnada, oculta a los ojos del cuerpo.
El Espíritu Santo ejercerá una función de santificación, principalmente a través del Sacramento de la Penitencia o Reconciliación: “Reciban el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados, les serán perdonados” (Jn 20, 23). El Espíritu Santo actuará a través del Sacramento de la Penitencia, quitando los pecados del alma y concediendo la gracia santificante.
         El Espíritu Santo convertirá los cuerpos de los cristianos en sus “templos”, con lo que cada cristiano pasará a ser “templo viviente del Espíritu Santo”. Es decir, otra acción que hará el Espíritu Santo, una vez quitada del alma la mancha del pecado, será la de donar la gracia de la filiación divina y convertir al cuerpo del cristiano en su templo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros. Lo habéis recibido de Dios, y por lo tanto no os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a precio. En verdad glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1 Co 6, 19-20). Significa, por lo tanto, que profanar el propio cuerpo no será ya una profanación del cuerpo, sino una profanación del Espíritu Santo, que inhabita en ese cuerpo. De ahí la gravedad de todos los atentados contra el cuerpo (intoxicación con substancias alucinógenas, drogadicción de todo tipo, alcoholismo, lujuria, gula, etc.), como así también el incorporar imágenes indecentes o música indecente; de ahí también la importancia de que nuestro cuerpo sea casto y puro, porque es templo del Espíritu Santo.
         El Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, tendrá la función de transformar nuestros corazones, duros, fríos y negros como el carbón, en brasas incadescentes, luminosas, que transmitan al mundo el Amor de Dios.
         El Espíritu Santo, inhabitando en el cuerpo del cristiano transformado en su templo, colmará de sus dones al alma, que mediante los frutos de esos dones, hará conocer al mundo el Amor de Dios. Un cristiano que muestre los frutos del Espíritu Santo -caridad, gozo; paz, paciencia, mansedumbre, benignidad, que consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría; longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor en su divina voluntad, fe, templanza y castidad, castidad-. La Presencia del Espíritu Santo en una persona se nota no por sus prédicas, sermones u homilías, sino porque obra de una manera nueva, sobrenatural, reflejando los frutos del Amor de Dios, de manera tal que los demás, al verlo, pueden decir: “En este cristiano habita el Amor de Dios”. El cristiano que muestre estos frutos, hará conocer al Espíritu Santo, llamado “ese Gran Desconocido”. Esto quiere decir que si hoy no se conoce al Espíritu Santo, es porque los cristianos, recibiendo sus dones, no hacen conocer sus frutos al mundo, por medio de sus obras.
         El Don de dones de Jesucristo para su Iglesia en Pentecostés, es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de sus integrantes, y esa Presencia del Espíritu Santo en una persona –en una comunidad- se hace patente no por palabras, sino por hechos y hechos de misericordia, manifestados en los frutos del Espíritu Santo: una persona que es caritativa, bondadosa, modesta, casta, etc., muestra que en su alma inhabita el Espíritu Santo y que el Amor de Dios es el Alma de su alma. Es para esto, para lo que Jesús envía su Espíritu Santo en Pentecostés: para que convierta nuestros cuerpos en su templo y nuestros corazones en el altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, para que amando con el Amor de Dios a nuestros prójimos y amándolo también a Él en el tiempo, continuemos luego amándolo por la eternidad.



[1] San Hilario, Tratado sobre la Santísima Trinidad; Libro 2, 1, 33. 35: PL 10, 50-51. 73-75.

[2] Ibidem.

jueves, 12 de mayo de 2016

“Para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”


“Para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús quiere cumplir su misterio pascual, para dar cumplimiento a la voluntad del Padre: que el Amor que une al Padre y al Hijo, el Espíritu Santo, esté en los hombres: “Para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. En una sola frase, Jesús revela el fin de su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, la inmensidad del Amor misericordioso de Dios para con los hombres, y la doctrina de la inhabitación trinitaria en el alma en gracia. Jesús ofrendará su Cuerpo y su Sangre en la cruz, para que los hombres reciban el Espíritu, y así los hombres, unidos por un mismo espíritu, serán “uno” en Cristo y esta unidad será la más profunda y sublime que pueda ni siquiera imaginarse para una naturaleza creada y tan limitada, como la naturaleza humana: la unión será en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor de Dios. Es decir, Dios Trino ama tanto a la humanidad, a los hombres –a cada hombre-, que desea unir a los hombres en su Amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es esto lo que Jesús pexpresa cuando dice: “Que sean uno (…) para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. El Amor de Dios, que une al Padre y al Hijo en la eternidad, será el que una a los hombres, en Cristo, con el Padre.
Por el don del Espíritu, el cristiano comienza a vivir una vida nueva, la vida en Cristo Jesús, la vida en el Amor de Dios, y así el cristiano se diferencia radicalmente de todo otro hombre que no haya recibido el don del Espíritu, porque su vida ya no es más la vida creatural, sino una vida absolutamente nueva, la vida que le comunica el Espíritu de Dios, desde el momento en que el Espíritu de Dios, por la gracia, comienza a vivir en él: “ (…) el Espíritu transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita”[1]. El cristiano es transformado porque el Espíritu, que inhabita en su corazón por la gracia santificante, le comunica la vida de Dios; es una vida que es nueva no en un sentido figurado, sino nueva porque Dios, que es Espíritu, inhabitando en él, lo hace partícipe de su propia vida, la vida misma de la Trinidad: “Vemos, pues, la transformación que obra el Espíritu en aquellos en cuyo corazón habita”[2].
“Para que el amor que me tenías esté en ellos, como yo también estoy en ellos”. Aquel en el que habita el Espíritu de Dios, aborrece el mundo y sus atractivos, al tiempo que ama lo que ama Dios, porque ama con el amor de Cristo, el Amor con el que el Padre amaba a Cristo desde la eternidad. Para que el Amor de Dios inhabite en nuestros corazones, es que Jesús sufre su dolorosa Pasión.



[1] San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan, Libro 10, 16, 6-7: PG 74, 434.
[2] Cfr. ibídem.

“Que sean uno, como nosotros”


“Que sean uno, como nosotros” (Jn 17, 11b-19). Jesús pide al Padre que sus discípulos “sean uno”. ¿De qué unidad se trata? No es una unidad basada en comunión de sentimientos o pensamientos, tal como sucede en las comunidades humanas: se trata de la unidad en el Espíritu Santo. Que la unidad sea en el Espíritu se deriva de las palabras mismas de Jesús: “Que sean uno, como nosotros”: la unidad que Jesús quiere para sus discípulos es la que Él tiene con el Padre desde la eternidad –“como nosotros”- y esa unidad entre el Padre y el Hijo, está dada por el Espíritu Santo. Será entonces el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios quien, enviado por Jesús y el Padre, unirá a los hombres en un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesús, la Iglesia. Así lo dice la Escritura: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13). Así como el alma une a los órganos en un solo cuerpo, así el Espíritu Santo, “Alma de la Iglesia”, une a los bautizados en un solo Cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesús, la Iglesia Católica.
“Que sean uno, como nosotros”. La razón por la que el Espíritu nos une en un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesús es para que, como miembros de Jesús, no solo erradiquemos todo pensamiento y sentimiento contrario a la santidad de Dios, sino que, animados por el Espíritu e iluminados por su divina esencia, dejemos de pensar y de amar con nuestra naturaleza humana, para comenzar a pensar y amar con los pensamientos y el Amor de Cristo Jesús.

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“Padre, glorifica a tu Hijo”


“Padre, glorifica a tu Hijo” (Jn 17, 1-11a). En la Última Cena, sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, sabiendo que su Pasión redentora daba comienzo, pide a su Padre Dios que “lo glorifique”. No se trata, obviamente, de la gloria mundana sino, como el mismo Jesús lo dice, de la gloria eterna, la misma gloria que Él, en cuanto Dios Hijo, posee desde toda la eternidad: “con la gloria que Yo tenía cerca de Ti, antes que el mundo existiese”. Es decir, Jesús pide que se manifieste su gloria, la que Él posee por su naturaleza divina, por ser consubstancial al Padre, en el contexto de la Última Cena, en la “Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, en un momento de suprema tribulación, porque se inicia la Gran Tribulación de la Cruz. Esto quiere decir que Dios Padre glorificará a su Hijo, como se lo pide, y la gloria eterna de Cristo Jesús se manifestará, sí, pero no en los esplendores sagrados de la Epifanía ni en la majestuosidad refulgente del Tabor; tampoco se manifestará la gloria de Jesucristo, tal como se manifiesta en los cielos, ante los ángeles, con la viva luminosidad celestial, superior a miles de soles juntos, con los que el Ser divino trinitario envuelve a los ángeles: la gloria de Cristo Jesús, su gloria eterna, se manifestará de un nuevo modo, desconocido para los hombres, y es la gloria de la Cruz. Ya no aparecerá cubierto de luz, como en la Epifanía y el Tabor, sino cubierto de Sangre, es la Sangre gloriosa del Cordero de Dios, que lava los pecados de los hombres, al tiempo que les concede el Espíritu Santo. Precisamente, es el don del Espíritu Santo, por medio de la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón traspasado, lo que motiva la Pasión del Señor y, en definitiva, la razón de su glorificación por la cruz. Jesús quiere ser glorificado de una forma nueva, para así donarnos el Espíritu Santo, de modo que los hombres pudiéramos comenzar a vivir de una forma nueva, la vida de los hijos de Dios. La gloria de la cruz lleva al don del Espíritu Santo, quien transforma nuestra vida creatural en vida de hijos de Dios: “nuestra vida anterior (debía ser) transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo; (…) el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador (…) cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu, y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: “Padre”, y nos sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la posesión del Espíritu que todo lo puede”[1]. Que poseamos el Espíritu, que nos hace “poderosos e invencibles” frente al Demonio y a los enemigos de Dios, es la razón por la cual Cristo Jesús pide al Padre ser glorificado en la Santa Cruz. Quien quiera participar de la gloria del Hijo debe, por lo tanto, participar de su Cruz, y quien así lo hace, glorifica al Hijo: “He sido glorificado en ellos”. El Padre glorifica a Jesús por la Cruz y nosotros, los hombres, también lo glorificamos cuando cargamos la cruz de cada día.



[1] Del Comentario de san Cirilo de Alejandría, sobre el evangelio de san Juan; Libro 10, 16, 6-7: PG 74, 434.

viernes, 6 de mayo de 2016

Solemnidad de la Ascensión del Señor


(TP - Ciclo C – 2016)

         La Iglesia celebra la Ascensión del Señor, pero, ¿qué significa “Ascensión”? ¿Qué es lo que entendemos cuando decimos en el Credo "subió a los cielos" -es decir, ascendió- y "está sentado a la derecha del Padre"? ¿Se lo debe tomar en un sentido literal, como cuando alguien asciende, por ejemplo, a una montaña? Por otra parte, ¿qué significado tiene para la Iglesia –y por lo tanto, para nosotros-, el hecho de que Jesús haya “ascendido a los cielos”? 
Con respecto a la Ascensión y a la expresión del Credo "está sentado a la derecha del Padre" -que se deriva de la Ascensión-, dice San Agustín que no deben entenderse esta acción de ascender y la postura de "estar sentado", tal como la entendemos los seres humanos, sino que significa que Jesucristo, al ascender con su Cuerpo glorificado recibe del Padre la potestad, en cuanto Hombre-Dios -la misma que tenía en cuanto Dios Hijo desde la eternidad-, para juzgar al mundo al fin de los días. Dice así San Agustín: “No debemos considerar esta postura (sentado) como la que toma el cuerpo humano, ni que el Padre estaba sentado a la izquierda ni el Hijo a la derecha. Se debe entender por la derecha la potestad que recibió de Dios aquel hombre (Cristo, Dios Hijo) para juzgar cuando venga, después de haber venido para ser juzgado. Estar sentado es lo mismo en latín que habitar, y por eso se dice de un hombre que ha pasado tres años en un país: In illa patria sedit per tres annos. De este modo, pues, debemos creer que está Cristo a la derecha de Dios Padre; porque es bienaventurado y habita en la bienaventuranza, que es la derecha del Padre, con quien todo es derecha, porque no hay nada allí que sea miserable”[1]
Por extensión, entonces, tampoco debe tomarse la expresión "Ascensión" en un sentido físico, tal como lo entendemos los humanos, cuando queremos expresar que un cuerpo material se desplaza en sentido vertical de abajo hacia arriba: la expresión "Ascensión" queda enmarcada en este hecho, en que la Humanidad Santísima de Jesús, su Cuerpo y su Alma glorificados, unidos a su Persona divina, la Persona Divina del Hijo de Dios, comenzó a inhabitar con el Padre y el Espíritu Santo, tal como lo hacía antes de la Encarnación, desde la eternidad, solo que ahora, a partir de la Ascensión, Dios Hijo comienza a inhabitar con el Padre y el Espíritu Santo con su Cuerpo y Alma humanos glorificados.
Es en este sentido en el que se expresa San Juan Damasceno, cuando analiza la expresión “a la derecha del Padre”: afirma a su vez que esto significa la “Gloria y honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”.
En otras palabras, Jesús, en cuanto Dios Hijo, siendo consubstancial al Padre, existía junto al Padre, con su divinidad; luego de la Encarnación, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, continúa existiendo como siempre, solo que ahora lo hace con su Cuerpo y Alma humanos glorificados.
Es interesante constatar que en el Antiguo Testamento hubo una prefiguración de la Ascensión de Nuestro Señor con la ascensión de Elías en un carro de fuego a los cielos, pero hay diferencias entre ambas, según lo afirma San Gregorio Magno, porque Elías fue arrebatado al cielo cósmico, mientras que Jesús ascendió al trono de la majestad de Dios, y mientras Elías debe regresar para volver a morir, Jesús, por el contrario, “ya no muere más” (cfr. Rom 6, 9); también, Elías es ascendido por el poder de Dios, mientras que Jesús, que es Dios, asciende por su propio poder; por último, Jesús en los cielos aparece “de pie” y “sentado”, porque en la posición de pie, erguida, significa como Aquel que combate auxiliando a sus fieles que dan sus vidas en su Nombre aquí en la tierra, mientras que la posición de sentado indica que Él es el Sumo y Eterno Juez, que habrá de juzgar al mundo al fin de los tiempos. Dice así San Gregorio Magno: “En el Antiguo Testamento vemos que Elías fue arrebatado al cielo (2 Re 2). Pero el cielo etéreo no es el cielo aéreo, porque éste se halla próximo a la tierra. Elías, pues, fue elevado al cielo aéreo para ser conducido súbitamente a cierta región desconocida de la tierra, en donde vivirá en un gran reposo de cuerpo y espíritu, hasta que al fin del mundo vuelva a pagar su tributo a la muerte. Es de notar también que Elías fue arrebatado en un carro de fuego, para demostrar abiertamente que, aún siendo puro, necesitaba como hombre de la ayuda de otro. Pero nuestro Redentor se elevó sin necesidad de un carro de fuego ni del auxilio de los ángeles, porque el que todo lo hizo podía elevarse sobre todo por su propia virtud. Es de observar que añade San Marcos: “Y está sentado a la diestra de Dios”, mientras que San Esteban dice: “Estoy viendo ahora los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 55). Pero el estar sentado corresponde al juez, y el estar de pie al combatiente o al que ayuda en el combate. San Esteban ve de pie en el combate a Cristo que le ayuda, y San Marcos dice que está sentado, después de la ascensión, porque después de la gloria de ella se verá al fin como Juez”[2].
Otro Padre de la Iglesia, Teófilo, dice así: “Elías también parecía ser llevado al cielo, pero el Salvador mismo ascendió al cielo como precursor de todos para presentarse en su cuerpo sacratísimo como primicia ante el Padre. En este concepto, ya fue honrada nuestra naturaleza con todas las virtudes de los ángeles”[3]. San Juan Crisóstomo, a su vez: “Obsérvese que el Señor nos hace ver sus promesas. Había ofrecido que resucitarían los cuerpos; resucitó El de entre los muertos, y confirmó a sus discípulos en esta fe por espacio de cuarenta días. Ofreció también que seremos arrebatados al cielo, y probó esto también por medio de las obras”[4].
Con respecto a la pregunta acerca del significado de la Ascensión de Nuestro Señor en relación a nuestra vida de fe, hay que decir que, con la profesión de fe en el dogma de la Ascensión del Señor, renovamos el propósito de vivir la fe recibida en el bautismo, lo cual quiere decir que si creemos que Cristo, que es la Cabeza, Ascendió a los cielos –con su Cuerpo y su Alma humanos divinizados, es decir, unidos a la Divinidad, tal como lo estuvieron desde la Encarnación, pero ahora con el Cuerpo glorificado-, también nosotros, que somos su Cuerpo Místico, estamos también llamados a seguir sus pasos. Creer en la Ascensión del Señor implica creer que nuestro cuerpo mortal está destinado a la muerte terrena y por lo tanto, a sufrir la descomposición orgánica, pero que también está destinado a la glorificación en el Último Día, en el Juicio Final, cuando -si morimos en gracia, se entiende-, la gracia del alma, convertida en gloria, se derramará sobre el cuerpo este que poseemos ahora y lo glorificará, concediéndole las características de los cuerpos resucitados, los cuales serán impasibles, inmortales, luminosos, jóvenes –ninguno tendrá más de la edad perfecta, treinta y tres años, la edad de Cristo al morir-, sumamente perfectos y hermosos. Sin embargo, para poder acceder a la glorificación corpórea, es necesario que vivamos en estado de gracia santificante y que muramos también en gracia, para que así se derrame sobre nuestros cuerpos mortales, transmutándolos en gloriosos, la gloria que el alma recibe de Jesús resucitado. Esto quiere decir que no podemos ascender a los cielos y ser glorificados si aquí, en la tierra, vivimos dando rienda suelta a la satisfacción de las pasiones y nos dedicamos al disfrute de los placeres terrenos; no podemos ascender al cielo y ser glorificados si antes no nos negamos a nosotros mismos, si antes no cargamos nuestra cruz de cada día para ir en pos de Cristo Jesús por el Camino Real del Calvario, el Via Crucis; no podemos ascender con el alma y el cuerpo glorificados, si no mortificamos el cuerpo y las pasiones y si no vivimos en gracia y la acrecentamos, puesto que nadie que presente la más mínima mancha de pecado, esto es, de malicia, puede subsistir ante la Presencia de Dios y su Cordero, Tres veces Santo, Puro e Inmaculado.
Es por esto que la celebración litúrgica de la Solemnidad de la Ascensión no se limita a ser una mera recordación de un hecho acaecido hace más de XX siglos, sino que debe constituir el centro de nuestra fe y la fe debe ser la que guíe nuestro obrar, el cual, además de buscar la propia santidad, persigue la conversión y la santidad de todo el mundo, según el mandato misionero dejado por Jesús. Al ascender, Jesús deja la misión a su Iglesia y a sus miembros de “ser sus testigos hasta el fin del mundo”, pero este testimonio de Jesús no se puede dar a través de sermones, sino mediante el ejemplo de vida, para lo cual se necesita vivir en el cumplimento diario de sus Mandamiento y, sus Bienaventuranzas, y en la práctica asidua y constante de la misericordia para con los más necesitados. En otras palabras, como dicen los Padres de la Iglesia, si creemos en la Ascensión del Señor debemos, por el resto de tiempo que nos quede permanecer en esta tierra, vivir una “vida santa”, vida que constituye el mejor testimonio de que creemos en la gloriosa Ascensión a los cielos del Señor y de que con Él seremos ascendidos en cuerpo y alma: “Prosigamos imitándolo siempre en una vida santa, alabando y bendiciendo a Dios, de quien es la gloria, la dicha y el poder por los siglos. Amén”[5]
Por último, recordemos que si bien Jesús ascendió a los cielos con su Cuerpo glorioso y resucitado, desapareciendo visiblemente de los ojos corpóreos, se quedó misteriosamente en la tierra, en el sagrario y en la Eucaristía, con su mismo Cuerpo glorioso y resucitado, con el que había ascendido, siendo visible a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe. La Eucaristía, esto es, Cristo Jesús resucitado, glorioso y ascendido a los cielos, es el destino final hacia el cual estamos llamados, y es por eso que la Comunión Eucarística -en estado de gracia-, en la que el alma se une al Cristo Eucarístico, el mismo que ascendió a los cielos, anticipa ya, desde la tierra, nuestra propia ascensión gloriosa.






[1] San Agustín, De Dymbolo ad catechumenos, 7, Catena Aurea.
[2] San Gregorio Magno, Homilia in Evangelia, 29, Catena Aurea.
[3] Cfr. Catena Aurea.
[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Catena Aurea.
[5] Cfr. Teófilo, Catena Aurea.

jueves, 5 de mayo de 2016

“El mundo se alegrará (…) ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”


“El mundo se alegrará (…) ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús anuncia, de manera enigmática para sus discípulos, su próxima muerte en cruz, y su futura resurrección: “Dentro de poco, ya no me verán, y poco después, me volverán a ver”. Ante la pregunta acerca del significado de sus palabras, Jesús no responde directamente, sino que profundiza todavía más el carácter misterioso de su revelación: “Ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”. Jesús les dice, en definitiva, que Él habrá de morir en cruz y que cuando eso suceda, será la alegría del mundo y la tristeza de sus discípulos; su muerte en cruz significará el vértice del triunfo –aparente- de las tinieblas –del infierno, del pecado y de la muerte- sobre el hombre; su muerte en cruz significará por lo tanto la alegría del mundo, la alegría mundana, la alegría falsa y superficial, que tiene origen en las profundidades del infierno y en las profundidades del corazón del hombre sin Dios; es una alegría vana y superficial porque se basa en el mal y en el pecado y en todo lo que ofende a Dios; es la alegría del carnaval, es la alegría del mundo sin Dios, es la alegría que proporciona la satisfacción sensual de las pasiones; es la alegría que, en el fondo, implica desesperación, porque se exaltan la carne y las pasiones, es decir, aquello que está contaminado con el pecado y condenado irreversiblemente a morir. Cuando el mundo se alegre por la muerte de Jesús en la cruz, los discípulos “estarán tristes”, porque habrá desaparecido –aparentemente- de la faz de la tierra, Aquel que era la Luz y la Causa de su Alegría, Cristo Jesús. Es por esto que, a la alegría mundana del mundo sin Dios, le acompaña la tristeza de los discípulos de Jesús, que se entristecen ante el espectáculo inmoral del triunfo momentáneo –pero triunfo al fin- de las tinieblas sobre la humanidad.
Sin embargo, Jesús también revela que esta alegría mundana de los hombres sin Dios finalizará y, consecuentemente, dará paso a la tristeza, una tristeza que nunca jamás finalizará, porque es la tristeza que se vive en el infierno y en el alma de los ángeles caídos y de los hombres condenados, que no poseen y nunca más lo poseerán, a “Dios, que es la Alegría infinita”. Jesús también revela que la tristeza de sus discípulos dará paso a la alegría y esa alegría comenzará cuando “lo vuelvan a ver”, es decir, comenzará en el momento de verlo ya resucitado. La alegría del cristiano, por lo tanto, es radicalmente distinta a la alegría del mundano; es la alegría comunicada por Jesús resucitado, que brota de su Ser divino trinitario como de una fuente inagotable; es una alegría que no se origina ni fundamente en el mundo ni en nada que al mundo le pertenezca, sino en el Ser mismo divino de Dios, por lo que se trata de una alegría celestial, divina, trinitaria, desconocida para el hombre, que solo por analogía puede el hombre darse una idea de cómo es esta alegría, porque no la conoce hasta que Cristo Jesús no la da a conocer. Es la alegría que surge de saber que Jesús ha vencido en la cruz al demonio, al pecado y a la muerte, y nos ha abierto las puertas del paraíso y nos ha convertido en herederos del Reino, al concedernos la filiación divina y es por esto que se origina en el cielo mismo y no en la tierra.

“(La) tristeza se convertirá en gozo”. Si bien Jesús nos hará gozar con total plenitud de su alegría en los cielos eternos, ya desde esta vida, en medio de las tribulaciones, dolores y persecuciones, hace gustar de la alegría de su Sagrado Corazón a quienes le son fieles en la gracia y en el amor, adorándolo día y noche en la Eucaristía.

miércoles, 4 de mayo de 2016

“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena”


“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena” (Jn 16, 12-15). Jesús revela cuál será la función de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad una vez que Él, junto al Padre, la envíe a la Iglesia y a las almas para Pentecostés: los guiará “a la Verdad plena”. ¿De qué se trata esta Verdad plena” de la que habla Jesús? Para saberlo, hay que recordar una frase de Jesús dicha anteriormente: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora”. Los discípulos habían recibido la revelación de que Jesús habría de morir por ellos y de que habría de resucitar, pero no habían recibido la revelación de cuánto habría de padecer Jesús por cada uno de ellos. También les había dicho que se iba a quedar “todos los días, hasta el fin del mundo”, entre ellos, pero no les había dicho cómo, y no les había dicho, porque “no podían entenderlo”, porque no tenían al Espíritu Santo que los hiciera capaces de entender, al modo como entiende Dios mismo, los sublimes misterios de su evento pascual. Es por eso que les dice: Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora”. Solo cuando Él les envíe el Espíritu Santo desde el cielo, el Espíritu Santo los iluminará y los guiará “hasta la Verdad plena” y así podrán comprender los misterios de la redención.
“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena”. Al igual que los discípulos, también nosotros, los cristianos, también necesitamos ser guiados “hacia la Verdad plena”, porque, al igual que ellos, también nosotros “no podemos entender” las palabras de Jesús y esa incapacidad de entendimiento la demostramos a cada paso que damos, en cada día de nuestra vida. No entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice: “Sígueme” y no queremos seguirlo, porque Jesús nos llama a dejar esta vida terrena y a entrar en la vida eterna; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice que debemos cargar la cruz de todos los días y en vez de cargarla, la tiramos, y nos echamos sobre las espaldas las carga del mundo, que no son las que Dios quiere para nosotros; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice que “Él es el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo”, que nos alimenta con la substancia exquisita de la divinidad, pero nosotros preferimos atiborrarnos de los manjares terrenos; no entendemos el misterio de Jesús cuando Jesús nos dice: “Perdona setenta veces siete” y “Ama a tus enemigos”, y nosotros preferimos en cambio vengarnos de quien nos hace mal y odiar al enemigo, en vez de amarlo hasta la muerte de cruz, como nos lo pide Jesús, no entendemos el misterio de Jesús cuando Él nos dice que “es bienaventurado el pobre de espíritu, porque de él es el Reino de los cielos”, pero nosotros nos empecinamos en enriquecernos con bienes materiales, a costa de nuestro prójimo; no entendemos que “sólo recibirán misericordia los que den misericordia a sus hermanos más necesitados”, pero nosotros nos empecinamos en preferir un partido de fútbol antes que hacer alguna de las obras de misericordia prescriptas por la Iglesia, y así ganarnos el cielo.

También nosotros, como los discípulos, somos “duros y tardos de entendimiento” (cfr. Lc 24, 25) y es por eso que necesitamos al Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo para que “nos guíe hasta la Verdad plena”.