sábado, 25 de junio de 2016

“Te seguiré adonde vayas”


(Domingo XIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Te seguiré adonde vayas” (Lc 9, 51-62). Al pasar Jesús, un hombre le dice, de modo espontáneo, que “lo seguirá adonde vaya”; a otros dos, en cambio, es Jesús quien formula la llamada a seguirlo: “Sígueme”. En este Evangelio, por lo tanto, se trata acerca del llamado a seguir a Jesús, aunque también de las condiciones y disposiciones espirituales que suponen esta decisión.
¿De qué tipo de seguimiento se trata? ¿Del seguimiento a Jesús en la vida consagrada, o en la vida matrimonial? Podríamos decir que se trata de ambos, agregando, además, un tercer llamado a seguir a Jesús, y es el llamado personal e individual –universal- de Jesús a la santidad, a todos los hombres. Es decir, en este Evangelio estarían retratados todos los hombres y sus estados de vida a los que Jesús elige y llama para que estén con Él: los llamados a la vida consagrada, los llamados a la vida matrimonial, y los que son llamados a -independientemente de qué camino eligen-, a ser santos, que es la llamada universal de Jesús a todo hombre.
Ahora bien, el hecho de seguir a Jesús tiene exigencias, que suponen abandonos y despojos, de los cuales nadie está exento, pues abarca tanto a la vida consagrada, como a la vida matrimonial, o al llamado personal a la santidad. Jesús advierte, sea a quienes espontáneamente se ofrecen a seguirlo –“Te seguiré adonde vayas”, le dice uno-, sea a quienes Él llama en persona –“Sígueme”, le dice a los otros dos- en qué consisten estos abandonos y despojos, necesarios para su seguimiento. Como dijimos, ya sea que se trate a la vida consagrada, la vida matrimonial, o un llamado personal que no sean estos estados, el llamado de Jesús implica siempre, en todos los casos, un llamado a la santidad, que significa dejar atrás la vida del hombre viejo, dominado por el pecado y la concupiscencia, para comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, nacido “de lo alto, del agua y del Espíritu”.
Jesús se detiene en advertir cuáles son las condiciones en las que deben vivir quien lo siga: dejar el mundo –este abandono está significado en aquel que tiene que “enterrar a sus muertos”-; dejar la familia biológica –tomado en forma literal, es sólo para los consagrados- para vivir en la familia de los hijos de Dios –esto está representado en el que le pide despedirse de su familia- y, sobre todo, la disposición del alma a vivir la pobreza y a cargar la cruz, lo cual está significado en la frase de Jesús: “El Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza”. Al decir, esto, Jesús advierte que quien lo siga debe vivir la pobreza, pero sobre todo, que debe estar dispuesto a subir con Él a la cruz, porque es ahí en donde se cumplen sus palabras: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. En la cruz, con sus manos y pies clavados por gruesos clavos de hierro y con su cabeza coronada por una corona de gruesas, filosas y duras espinas, Jesús no tiene cómo ni dónde reclinar la cabeza, sin disponer ni siquiera de un breve instante de descanso y consuelo en todo el tiempo que dura su dolorosa agonía. Entonces, estas condiciones de vida y disposiciones del alma son ineludibles para cualquier estado de vida, en el seguimiento de Jesús.
“Te seguiré adonde vayas”. Sea cual sea nuestro estado de vida, todos estamos llamados a seguir a Jesús, pero lo primero a tener en cuenta es que el seguimiento de Jesús es por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, un camino difícil, áspero, en subida, estrecho, que finaliza en la muerte del propio yo egoísta, del hombre viejo dominado por las pasiones; un camino en el que no se debe mirar para atrás; un camino en el que las únicas posesiones materiales son el leño de la cruz y la corona de espinas; un camino en el que no tiene cabida el mundo y sus atractivos; un camino en donde no hay lugar para reposar la cabeza, porque se está crucificado con Cristo crucificado.

“Te seguiré adonde vayas”. Jesús va, con la Cruz, por el Camino del Calvario. La única manera y el único camino para seguir a Jesús, es el Camino de la Cruz. 

jueves, 23 de junio de 2016

“Un hombre construyó una casa sobre roca (…) otro, construyó sobre arena”


“Un hombre construyó una casa sobre roca (…) otro, construyó sobre arena” (Mt 7, 21-29…). Para graficar el estado del alma frente a las tribulaciones de la vida y las tentaciones, en el espacio de tiempo que se recorre para llegar a la eternidad, Jesús recurre a una parábola en la que dos hombres edifican sus respectivas casas en dos lugares distintos: uno, sobre roca; el otro, sobre arena.
La casa es el alma; los vientos, ríos y tempestades, son los asaltos de las pasiones, las tentaciones, las tribulaciones y los ataques del Enemigo de las almas; la roca es Cristo y sus enseñanzas, sus mandatos y su gracia santificante: quien “construye sobre roca”, es decir, quien afianza su alma en Cristo Jesús, buscando de vivir en gracia, evitar el pecado, obrar la misericordia, llevando los mandatos de Jesús en el pensamiento en el corazón, ese tal, resistirá a todo embate, sea exterior –ataques del enemigo de las almas o injusticias de los hombres-, o interior –tribulaciones-, y saldrá victorioso de todas sus luchas, principalmente las espirituales.
Por el contrario, el que “construye sobre arena”, es aquel que deja de lado al Hombre-Dios, para construir su espiritualidad con elementos que nada tienen que ver con la religión católica, como por ejemplo, el gnosticismo de la Nueva Era, que se manifiesta de múltiples maneras: yoga, reiki, ocultismo, esoterismo, etc. A ese tal, al no estar cimentado en Cristo Jesús, todo su edificio espiritual –su casa- se le derrumbará cuando deba enfrentarse a los mortales enemigos del hombre, el Demonio, el pecado y la muerte, puesto que nada que no sea la gracia santificante de Jesús, recibida a través de los sacramentos, puede defender al alma de tan peligrosos enemigos.

“Un hombre construyó una casa sobre roca (…) otro, construyó sobre arena”. No da lo mismo creer y adorar a Jesús en la Eucaristía y tratar de cumplir sus mandamientos, recibiendo los sacramentos y buscando conservar y acrecentar la gracia santificante, que dejar de lado a Jesús para buscar elementos espirituales alternativos. Lo primero, es el Camino al cielo; lo segundo, es el camino pavimentado al Abismo en donde no hay redención.

miércoles, 22 de junio de 2016

“Por sus frutos los reconocerán”


“Por sus frutos los reconocerán” (Mt 7, 15-20). Jesús nos advierte acerca de los “falsos profetas”, aquellos que, por fuera –por su hablar, por sus aparentes intenciones- son como “ovejas”, pero por dentro, son “lobos rapaces”. Compara a estos falsos profetas con un árbol “malo” –un árbol enfermo, afectado por alguna plaga que contamina sus frutos-: así como el árbol malo no puede dar frutos buenos, porque todos sus frutos están afectados por la plaga, así el lobo rapaz, disfrazado de oveja, da frutos malos. Esto se puede aplicar a diversos niveles, personal, grupal, etc., y esos frutos malos son: discordia, división, dudas, enfrentamientos, rencillas, envidias, traiciones.
Jesús da también el ejemplo de los frutos buenos de un árbol bueno, es decir, de aquel cuya savia es vivificante y no está contaminada con plagas que afecten a los frutos. Estos frutos son: aumento de fe, de oración, de piedad, caridad mutua, misericordia, paciencia, sacrificio.

¿De qué manera puede un cristiano ser un buen árbol, que dé frutos buenos? ¿De qué manera puede un cristiano evitar ser un árbol malo, que dé malos frutos? Si el árbol plantado cerca del Árbol de la Cruz, que da el fruto exquisito, que es el Sagrado Corazón de Jesús. Sólo así, arrodillado y postrado ante Jesús crucificado, besando sus pies ensangrentados y dejando que la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado caiga en su corazón y lo purifique con la santidad divina, sólo así, y de ninguna otra manera, el árbol, que es el cristiano, dará frutos buenos, abundantes, exquisitos. Sólo meditando, contemplando y uniéndose a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, puede el cristiano dar frutos buenos de caridad, misericordia, compasión, fe, paz, justicia. De otra manera, si el árbol no es plantado en la cima del Monte Calvario, al lado del Árbol de la Vida, la Santa Cruz de Jesús, es decir, si el cristiano no medita en la Pasión del Señor, poco a poco se convertirá en un árbol que dará malos frutos; se convertirá en un lobo disfrazado de oveja.

viernes, 17 de junio de 2016

“Tú eres el Mesías”


(Domingo XII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Tú eres el Mesías” (Lc 9, 18-27). Jesús pregunta a sus discípulos “qué es lo que la gente dice de Él”, y después les pregunta qué es lo que “ellos” dicen de Él, pero no porque Él no lo sepa, puesto que es Dios omnisciente, que todo lo sabe, sino porque por medio de esta pregunta y la respuesta que se sigue, destacará la autoridad de Pedro por sobre los demás apóstoles y dará además a conocer una revelación. Es llamativo que, cuando se pregunta a “la gente” –en nuestros días, serían los no cristianos-, todos dan respuestas equivocadas: “Juan el Bautista, “Elías”, “un profeta” y cuando pregunta a sus discípulos –equivalen a los bautizados en la Iglesia Católica-, quien responde de modo certero –“Tú eres el Mesías”-, es Pedro y no los demás discípulos. De esta manera, se destaca la asistencia del Espíritu Santo al Papa en cuanto Vicario de Cristo, que lo ilumina con su luz celestial y le permite conocer a Jesucristo en cuanto Mesías y en cuanto Hombre-Dios, para así poder enseñar a las naciones la Verdad última, sobrenatural, acerca de Jesucristo. Mientras las demás confesiones religiosas ven a Jesús sólo como a un profeta o un hombre santo o un reformador social, o un visionario, sólo la Iglesia Católica, iluminada por el Espíritu Santo en su Magisterio bimilenario, ve en Jesucristo aquello que la razón humana no puede ver por sí misma, esto es, que Jesús es el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en una naturaleza humana, el Verbo Eterno del Padre humanado, Dios Hijo hecho hombre, sin dejar de ser Dios. Que sea Pedro el único que responde acertadamente, se debe al hecho de estar iluminado, en razón de ser el Vicario de Cristo, por el Espíritu Santo, que es Quien le permite ver en Jesús de Nazareth, no al “hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55), o a “uno de nosotros” (cfr. Mc 6, 3), sino al Hijo de Dios encarnado. No es indistinto reconocer o no en Jesucristo al Hijo de Dios, puesto que este reconocimiento está estrechamente ligado con la verdad de la Eucaristía: si Jesús es sólo un hombre y no Dios Encarnado, entonces la Eucaristía es sólo un recordatorio religioso de un hecho sucedido hace veinte siglos, pero de ninguna manera está la Segunda Persona en la Hostia consagrada. Por el contrario, si Jesús es el Verbo de Dios humanado, entonces la Eucaristía es la prolongación de su Encarnación, con la consiguiente Presencia real, verdadera y substancial del Hijo de Dios en el Pan del altar.
         En cuanto a la verdad que revela, es que el Mesías, que es Dios y que es Él en Persona, “ha de sufrir mucho a manos de los hombres”, debe “morir en cruz” para luego “resucitar”, y si alguien lo quiere seguir, debe “tomar su cruz, negarse a sí mismo y seguirlo”, y esa es la única manera de “salvar la vida”, perdiéndola en la cruz. Es decir, Jesús revela que, siendo Él el Mesías, no significa esto que su paso por esta tierra será fácil, sin tribulaciones y sin dolor; todo lo contrario, siendo Él Dios, habrá de sufrir una muerte cruel en la cruz, muerte por la cual salvará al mundo y donará la filiación divina a los hombres. Además, quien quiera seguir al Dios Mesías, deberá llevar también la cruz, compartiendo su tribulación, sus dolores y sus penas, caminando por el Via Crucis. Si el Hombre-Dios eligió para sí mismo el Camino Real de la Cruz para regresar al Padre, no pueden los hombres pretender otro camino, para llegar al cielo como resucitados, que el Via Crucis. Si alguien elige no seguirlo –el seguimiento de Jesús es una elección libre: “Si alguien quiere seguirme…”-, en vez de Via Crucis, transitará por el camino del mundo, por la mundanidad, que conduce al alma a la perdición eterna. Es por esto que Jesús advierte que “el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por el Evangelio, la ganará”: se trata de una paradoja, porque quien quiera salvarse de la cruz y entregarse al mundo y a sus placeres, perderá la vida eterna, sufriendo la eterna condenación, pero el que pierda su vida, muriendo a sí mismo en la cruz, unido al sacrificio de Cristo, ganará la vida eterna, salvando su alma.

“Tú eres el Mesías”. Porque Cristo es Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, junto a Pedro, Papa y Vicario de Cristo, y en la fe bimilenaria de la Iglesia, asistidos por el Espíritu Santo, le decimos: “Tú eres el Mesías, Presente en la Eucaristía. Tú eres, en la Eucaristía, Nuestro Salvador, que vives y reinas glorioso con el Padre. A Ti, oh Rey Mesías, que reinas en el cielo y en la Eucaristía, queremos seguirte; envíanos el Espíritu Santo, para que nos dé la fortaleza de cargar nuestra cruz, para que así, haciendo morir en la cruz al hombre viejo en esta vida, vivamos en tu gloria, en el Reino de los cielos, por toda la eternidad. Amén”.

miércoles, 15 de junio de 2016

“Cuando tú vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre”


“Cuando tú vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre” (Mt 6, 1-6.16-18). Jesús nos enseña a orar: no como los fariseos, que buscan ser vistos por los demás, sino que quien nos debe ver, es nuestro Padre del cielo. El “cuarto” o “habitación” de la que habla Jesús, puede ser sí, una habitación, hablando literalmente, en el sentido de ingresar a un ambiente apartado para rezar a solas, pero ante todo se refiere al recogimiento interior, es decir, el no estar dispersos, fuera de nosotros mismos. La "habitación" o "cuarto" es una imagen de nuestro interior, al cual ingresamos, por así decirlo, por medio del recogimiento de los sentidos; de esa manera, podemos concentrarnos en la oración –como dice San Agustín, tenemos que considerar quién es el que reza, un pecador; a Quién reza, a Dios; por último, qué es lo que se dice en la oración- y en Dios. El recogimiento permite que la oración sea un diálogo íntimo de amor entre el alma y Dios y no una fría repetición mecánica de palabras pronunciadas sin siquiera meditar en ellas. Por último, al decirnos “reza a tu Padre”, nos está indicando que la oración debe brotar, no de los labios, sino del corazón de hijo, o sea, debe ser hecha con amor filial, con amor de hijo, y no como un monólogo temeroso de un siervo a su patrón: somos hijos de Dios por el bautismo sacramental y, por lo mismo, la oración debe surgir desde lo más profundo de nuestro ser, para que sea Dios Padre y no los hombres, quien mire nuestro interior y quien escuche nuestra oración, que así se convierte en una respuesta de un hijo que responde, con amor, al llamado de amor de su Padre, que es Dios.

martes, 14 de junio de 2016

“Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”




“Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 43-48). Jesús nos ordena “ser perfectos” y no de cualquier manera, sino “como el Padre celestial”. Y para graficar de qué clase de perfección se trata, da un ejemplo en el que compara el paradigma de perfección de la Antigua Ley, con la Ley Nueva: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores”. La perfección de la Ley Nueva es, ante todo, en el amor: si antes sólo se amaba al prójimo pero se odiaba al enemigo, ahora se debe amar a todo prójimo, incluido el enemigo. Es esta la perfección que pretende Jesús de nosotros. Pero no se trata de una perfección de orden moral, ni se obtiene por las fuerzas humanas: es una perfección de orden espiritual, y se obtiene como don del Padre del cielo, que es quien concede el amor necesario para amar a quien, por definición, no se puede amar, esto es, el enemigo. Así, el cristiano imita al Padre, que ama a los hombres, sus enemigos porque han crucificado a su Hijo, y los perdona: el cristiano que ama a su enemigo y lo perdona en Cristo Jesús, realiza la perfección del Padre, imitándolo en su perdón divino. Y este amor, indispensable para ser perfectos como el Padre, viene a los hombres de lo alto, puesto que no se trata de algo que los hombres posean en sí mismos: viene del Corazón traspasado de Jesús, que infunde el Amor de Dios, el Espíritu Santo, con la Sangre que brota de su Corazón al ser atravesado por la lanza.

“Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Para ser perfectos en el amor, como nos ordena Jesús, es necesario obtener el Amor de su Corazón traspasado, y ese Amor se obtiene postrándonos ante Jesús crucificado, para que su Sangre, portadora del Espíritu Santo, caiga sobre nosotros, nos purifique de la malicia y oscuridad del pecado, y nos conceda el Amor de Dios, que al darnos la capacidad de perdonar y amar a nuestros enemigos, nos permite alcanzar la perfección de Dios Padre, que nos perdonó y amó a nosotros, sus enemigos, en Cristo Jesús.

viernes, 10 de junio de 2016

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”


(Domingo XI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” (Lc 7, 36-8, 3). La escena evangélica en la que la mujer pecadora derrama perfume en los pies de Jesús, los besa y los seca con sus cabellos, representa y anticipa el Sacramento de la Confesión y, de parte de María Magdalena –según muchos autores, es ella esta mujer-, la contrición del corazón, es decir, el arrepentimiento perfecto del alma que se duele por haber ofendido a Dios, infinitamente bueno y justo, con la malicia del pecado. Esta escena representa la esencia del Sacramento de la Reconciliación, que se basa en el Amor, tanto de parte de Dios, que perdona, como del alma, que se arrepiente y pide perdón, movida no por un miedo irracional a Dios, sino por el Amor de Dios. En el Sacramento de la Penitencia se reproduce la escena entre Jesús, el Hombre-Dios, y la mujer pecadora. Dios, que es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8), se manifiesta al alma, en lo más profundo de su ser, en un doble sentido: se revela como Dios-Amor Misericordioso, Encarnado en Cristo Jesús; por otro lado, ilumina al alma para que esta se conozca a sí misma en las tinieblas y en la malicia del pecado, que ofende la majestad, la bondad y la justicia divinas; al mismo tiempo, le concede la gracia para que acepte esta condición de ser pecadora. El alma, a su vez, contemplando a Dios que se le revela en Cristo Jesús y contemplándose a sí misma al mismo tiempo como pecadora, puede o no aceptar la gracia de la contrición del corazón, porque Dios respeta nuestro libre albedrío; si lo hace, aparece en el alma el arrepentimiento perfecto del corazón, un arrepentimiento que es salvífico y que abre las puertas del alma para que entre el Amor de Dios en su plenitud. 
        Pero lo que hay que tener en cuenta es que ya desde el inicio, antes de la contrición, actúa Dios, que es Amor, revelándose como Amor Perfectísimo y Justicia Perfectísima, y revelando al alma a sí misma en su condición de pecadora. 
           Es por esto que la escena representa también la esencia de la religión en cuanto unión de Dios con el hombre, y esa esencia es el Amor: Dios se comunica por Amor, revela al alma su condición de pecadora por Amor y la perdona por Amor; a su vez, el alma, recibiendo la gracia de conocerse a sí misma, responde también con amor –“Amor con amor se paga”, dice el dicho-, por lo que, como vemos, la relación entre Dios y el alma -la religión- está basada en el Amor. 
            El arrepentimiento perfecto, la contrición del corazón, está basado en el Amor, y es en esto en lo que consiste tanto la contrición del corazón, como el perfecto temor de Dios, que es el amor filial del hombre hacia Dios, un amor por el que ama tanto a Dios, que se duele con el solo pensamiento de poder llegar a ofenderlo con la malicia del pecado. 
         Por el contrario, el miedo a Dios, que lleva a un arrepentimiento sumamente imperfecto, porque no está basado en el Amor a Dios, no es salvífico, porque el alma no se une a Dios por el Amor, sino que simplemente se mantiene a distancia de Él, buscando de no ofenderlo, pero movida por el temor al castigo divino –el Infierno- y no por el Amor a Dios.

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”. Que Santa María Magdalena interceda por nosotros para que, movidos por el Amor del Espíritu Santo, alcancemos la perfecta contrición del corazón y vivamos el Sacramento de la Penitencia como lo que es, el derramarse de la Divina Misericordia sobre nuestras almas, y así, encendidos en el Amor de Dios, hagamos el firme propósito de no volver a pecar, de alejarnos de las ocasiones de pecado y de estar dispuestos a morir, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado.

miércoles, 8 de junio de 2016

“No he venido a abolir la Ley, sino a dar plenitud”


“No he venido a abolir la Ley, sino a dar plenitud” (Mt 5, 17-19). Puesto que el movimiento religioso que inaugura nuestro Señor se diferencia de la Ley mosaica, Jesús explica que “no ha venido para abolir” esta Ley, sino a “darle cumplimiento”, es decir, llevarla a su plenitud. Él, en cuanto Dios, es el legislador divino; por lo tanto, no viene a abolir lo que Él ha establecido en la Antigüedad a los padres, sino que ahora viene a llevarla a su plenitud, por medio de la infusión de un nuevo espíritu[1]. Así, la voluntad de Dios, expresada en el orden antiguo –la ley y los profetas- se expresará en su totalidad y en su perfección intrínseca, y esto se pondrá de manifiesto en el hecho de que en el nuevo reino se hará más hincapié en la vida espiritual y moral. No significa que el orden moral antiguo pasará y será dejado de lado, sino que “surgirá a una nueva vida, al serle infundido un nuevo espíritu”[2], lo cual quiere decir que se cumplirá con todo rigor y deberá ser vivida con mucha mayor perfección que la anterior, puesto que, al recibir un nuevo espíritu, la transgresión no será meramente externa, como la anterior, sino en primer lugar, interior, en el corazón del hombre. El nuevo orden implementado por Jesús se caracterizará por la perfección de su espíritu interior, pero no descuidará las obras externas, porque estas serán expresión de aquel. La razón de la mayor perfección y exigencia de santidad es que Jesús comunicará su gracia santificante, la cual hará vivir al alma, ya desde esta vida terrena, en presencia de Dios, tal como habrá de hacerlo en la vida eterna; la diferencia es que aquí no existe la contemplación “cara a cara”, como en el Reino de los cielos, pero el estado de gracia del alma es el equivalente o más bien, el anticipo, en esta vida terrena, del estado de gloria en el que viven los bienaventurados. Es la gracia santificante la razón por la cual la Nueva Ley es plena y exige un cumplimiento perfecto, porque actuando desde la raíz más profunda del ser del hombre, lo hace partícipe de la santidad misma de Dios, y esto se verifica no solo en el alma, sino en el cuerpo; de ahí que la Escritura diga que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19). Esto es lo que explica, por ejemplo, que el solo desear a la mujer del prójimo en el corazón, sea ya “pecado de adulterio” (cfr. Mt 5, 28) que merece la reprobación, aún cuando la obra no haya sido cometida externamente, porque el alma está en la Presencia de Dios por la gracia, y es lo que explica que la profanación del cuerpo por parte del cristiano, sea profanación de la Persona del Espíritu Santo, la Tercera de la Trinidad, que es su Dueña y Propietaria.
“No he venido a abolir la Ley, sino a dar plenitud”. La Nueva Ley de la gracia de Cristo Jesús hace que vivir en la Presencia de Dios, como anticipo de la vida eterna, sea mucho más exigente, en términos de amor a Dios y santidad, que la Ley Antigua.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario al Nuevo Testamento, Tomo III, 360ss.
[2] Cfr. ibidem.

martes, 7 de junio de 2016

“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo”


“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Jesús describe a sus discípulos, diciendo qué es lo que son, en relación al mundo: son “sal” y “luz”. Utiliza dos elementos con los que los hombres entramos en contacto cotidianamente y que son los que, casi inadvertidamente, dan sabor y color a la vida de todos los días. En efecto, la sal hace que los alimentos adquieran la plenitud de su sabor; sin sal, los alimentos, aún los más elaborados, se vuelven insípidos. Con la luz sucede algo similar: por ella es que podemos ver la realidad que nos rodea en todo su esplendor, con toda la escala cromática; sin luz, o con escasa luz, no solo no se pueden apreciar los colores, sino que todo se vuelve oscuro, con una negrura cuya densidad aumenta a medida que disminuye la luz. Los cristianos, dice Jesús, somos –o al menos deberíamos ser- “sal” y “luz” de la tierra, que den condimento e iluminen esta vida terrena a nuestros hermanos, a nuestros prójimos, a todo aquel con el que nos encontramos. Cada hombre lleva su cruz, y el cristiano debe ser como el Cireneo, que ayude a llevar esa cruz, y es en eso en lo que consiste ser “sal” y “luz”. Pero el cristiano no es, por sí  mismo, sal y luz; no hay nada en él, en su naturaleza humana, que lo haga tener estas condiciones, porque él mismo está bajo el yugo del pecado y arrastra consigo las consecuencias del pecado original. ¿En qué momento se convierte en “sal” y “luz”? Cuando recibe la vida nueva, la vida de la gracia, la vida que viene de lo alto, del Sagrado Corazón de Jesús traspasado en la cruz. Es la Sangre de Jesús la que, cayendo sobre el corazón del cristiano, lo sala y lo ilumina, lo convierte en “sal de la tierra” y “luz del mundo”, porque quitando las tinieblas del pecado y la amargura de la tiranía de las pasiones, el alma, por la Sangre de Cristo que le concede la gracia santificante, se convierte en una imagen viviente de Cristo, que es Quien Es en sí mismo Sal y Luz para la humanidad.

“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo”. Por último, ¿en qué consiste esta función de “salar” e “iluminar”? Lo dice el mismo Jesús: “(…) debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. La “luz que hay en ustedes” es la luz que Él nos comunica con su gracia, porque por la gracia participamos de Él, que es “Luz del mundo”, y esta luz, que es la participación a la santidad y el amor divinos, se muestra al mundo no tanto con palabras, como con obras: “a fin de que ellos vean sus buenas obras”. En otras palabras, la función de salar e iluminar el mundo, hecha posible por la presencia de la gracia en el alma, se verifica en las obras de misericordia. Y, viendo estas obras de misericordia hechas por los cristianos, “sal de la tierra y luz del mundo”, “glorificarán al Padre celestial”, de quien procede toda bondad.

viernes, 3 de junio de 2016

“¡Muchacho, a ti te digo, levántate!”


(Domingo X - TO - Ciclo C – 2016)

         “¡Muchacho, a ti te digo, levántate!” (Lc 1, 11-17). Jesús resucita un muerto, lo cual demuestra que Él es Dios en Persona, tal como lo declara, porque sólo Dios puede hacer un milagro de esta magnitud. Sólo Dios, que es el Creador del alma y del cuerpo, y por lo tanto es su Dueño y Señor, puede ordenar al alma, que por la muerte se ha separado del cuerpo, que vuelva a unirse con el cuerpo para insuflarle vida nuevamente, tal como la tenía antes de su separación; sólo Dios, el Creador de la materia y por lo tanto del cuerpo del hombre, puede hacer, con su omnipotencia, que el cuerpo, que ya ha comenzado el proceso de descomposición orgánica propia de la muerte y que lo convierte, de cuerpo vivo en cuerpo muerto, cadavérico, se retrotraiga en los fenómenos característicos de la muerte –rigidez, frialdad, descomposición orgánica-, para regresar al estado previo a la separación del alma. El milagro es una prueba contundente y evidente de la veracidad de las palabras de Jesús: Él afirma ser Dios Hijo en Persona; hace milagros que sólo Dios en Persona puede hacer; luego, Él es Quien dice ser, Dios Hijo en Persona, igual en naturaleza, dignidad y majestad, que Dios Padre. Jesús obra estos milagros movido por el Amor infinito y misericordioso de su Sagrado Corazón, que se compadece de nuestro dolor, pero al mismo tiempo es su deseo de que, si alguien no cree que Él sea Dios en Persona por sus palabras, lo crea siquiera por “sus obras”, esto es, sus milagros: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 31-42). En otras palabras, Jesús les dice: “Si no me creen lo que les digo, de que Yo Soy Dios Hijo en Persona, créanme al menos por los milagros, y así sabrán que Yo Soy Dios como mi Padre, que es Dios”.
         Ahora bien, si un milagro como el de resucitar un muerto es una prueba contundente para creer y afirmar la divinidad de Jesús, hay otro milagro, mucho más grande que el resucitar un muerto, realizado por la Iglesia, en la Santa Misa, por medio del sacerdote ministerial, y que sirve para creer que la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, es la única Iglesia verdadera, y este milagro es el milagro de la transubstanciación, es decir, la conversión de las substancias inertes, inanimadas, sin vida, del pan y del vino, en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía. Si Jesús en el Evangelio hace un milagro asombroso, el dar la vida a un cuerpo inerte, sin vida, por el cual el cuerpo vuelve a la vida que tenía antes y así prueba que Él es Dios Hijo en Persona, la Santa Iglesia Católica, en la Santa Misa, hace un milagro infinitamente más grande y prodigioso, el convertir la substancia inerte, sin vida, de las ofrendas del pan y del vino, para convertirlas en las substancias vivas y gloriosas de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y Divinidad.

“¡Muchacho, a ti te digo, levántate!”. Jesús realiza este milagro para demostrar su divinidad y para aliviar el dolor de la viuda de Naím, cuyo hijo único había muerto, concediéndole algo que ni siquiera se había imaginado, que su hijo vuelva a vivir, luego de haber estado muerto. Del mismo modo, si la Iglesia obra, por el sacerdocio ministerial, un milagro como el de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, un milagro que ni los ángeles del cielo, con sus poderosas inteligencias angelicales podrían siquiera haber imaginado alguna vez, y lo hace no solo para aliviarnos el dolor de las tribulaciones de la vida presente, sino para, ante todo, concedernos el Amor infinito y Eterno que envuelve con sus llamas su Sagrado Corazón. Si nos asombra el milagro de la resurrección de un  muerto, mucho más debe asombrarnos el milagro de la Eucaristía, ocurrido cada vez, en la Santa Misa, milagro por el cual Jesús nos revela las profundidades insondables de su Amor misericordioso por todos y cada uno de nosotros. Si la viuda de Naím se alegró porque su hijo fue vuelto a la vida, siendo así destinataria privilegiada del Amor de Dios, cuánto más debemos entonces alegrarnos nosotros por la Eucaristía, por el cual el Hijo de Dios nos da la Vida eterna y su Divino Amor.

jueves, 2 de junio de 2016

Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo, con el Amor del Sagrado Corazón



         Jesús da un mandamiento que, en apariencia, es el mismo que ya conocían los hebreos, ya que manda “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo” (cfr. Mc 12, 28-34). ¿Hay alguna diferencia, o es exactamente el mismo? Hay una diferencia: en el Antiguo Testamento, el amor era el amor natural que tenemos a Dios por ser nuestro Creador y era con ese mismo amor, con el que se debía amar al prójimo y a uno mismo. En el Nuevo Testamento, el Amor es sobrenatural: brotando del Corazón mismo de Dios Trino, pasa a través del Sagrado Corazón de Jesús y, como Fuego de Amor Divino, enciende los corazones de los hombres dispuestos por la gracia, en el Amor de Dios, y es con este Amor –celestial, sobrenatural, el Amor del Sagrado Corazón de Jesús-, con el que el cristiano ama a Dios, al prójimo y a sí mismo. ¿Y dónde puede adquirirse ese Amor? Al pie de la Cruz, porque es el Amor de la Cruz, y también tomándolo de la fuente misma, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, porque ese Amor está todo contenido, en su infinitud y eternidad, en la Eucaristía. Quien no ama a Dios, al prójimo y a sí mismo con el Amor de la Cruz y la Eucaristía, no ama como Cristo, con amor sobrenatural, sino que continúa todavía anclado al Antiguo Testamento y ama con un amor puramente natural.