viernes, 29 de julio de 2016

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 13-21). En la parábola del hombre necio que acumula con avidez bienes terrenos sin preocuparse por su bien espiritual, no sólo hay una advertencia contra la avaricia, la codicia, la usura, sino que hay además un llamado a meditar en lo breve y pasajero de esta vida y en lo que nos espera en la otra vida. En otras palabras, además de advertirnos acerca de la usura y del hecho de que “no se puede servir a dos señores” (cfr. Mt 6, 24), es decir, a Dios y al dinero, sino a uno de dos, Jesús nos invita, en esta parábola, a meditar en los novísimos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo e infierno. La parábola es una invitación a hacer caso de la Palabra de Dios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40).
La parábola nos advierte entonces, por un lado, acerca de la vanidad de la codicia, que hace acumular bienes materiales uno tras otro, lo cual es una tarea, por lo menos, inútil, pues ninguno de estos será llevado al más allá, ya que a la otra vida sólo nos llevamos bienes espirituales, esto es, las obras buenas realizadas y el amor a Dios y al prójimo que se tenga en el corazón. Lo que nos garantizará la entrada en el Reino de los cielos no es la acumulación de oro y riquezas materiales, sino la Sangre de Jesucristo, su gracia santificante y las obras de misericordia realizadas con su Amor y en su Amor. Acumular bienes terrenos es una necedad, porque el tiempo de esta vida es fugaz, aun cuando se viva hasta ciento veinte años (dicho sea de paso, en estos días salió la noticia de quien sería la persona más anciana de Argentina y tiene ciento dieciséis años[1]), y así lo dice la Escritura: “Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si tenemos más vigor: en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto, y nosotros nos vamos” (Sal 90, 10). Y otro Salmo dice: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir en tu voluntad” (Sal 90). No sabemos cuándo llegará nuestra muerte, pero llegará y, para cuando llegue, de nada nos servirán los bienes materiales, porque no llevaremos ni un gramo de oro a la otra vida, sino sólo las riquezas espirituales que hayamos podido acumular en el cielo con las buenas obras, como dice Jesús: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20). Es decir, Jesús no nos dice que no atesoremos tesoros en absoluto: nos dice que no atesoremos vanamente tesoros materiales, pero sí nos anima a atesorar –y aquí sí, con la avidez de un avaro- tesoros celestiales, esto es, buenas obras, caridad, misericordia, vida de gracia, cargar la cruz de cada día. Así lo dice San Ignacio de Antioquía: “Vuestras cajas de fondos han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros”[2]. Y antes de eso, dice: “Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas (…) tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros”[3]. En esto consiste el tesoro que debemos acumular, y no las riquezas terrenas.
Pero además de invitarnos a reflexionar acerca de la inutilidad de acumular tesoros terrenos, la parábola nos invita también a meditar en los novísimos, esto es, no solo en la muerte terrena, sino en lo que viene después y lo primero que viene después de la muerte es el juicio particular, en donde toda nuestra vida quedará desplegada ante nuestros ojos y la veremos tal como la ve Dios, con lo que sabremos, a la luz de la Divina Justicia, qué es lo que merecemos como destino de eternidad de acuerdo a si nuestras obras son buenas o malas. En la muerte corporal, al mismo tiempo que se cierran los ojos corporales, se abren los ojos del espíritu, y podemos ver en consecuencia, con toda claridad, lo que aquí veíamos sólo por la fe. Luego de la muerte, contemplaremos a Dios tal como es Él, un “piélago de substancia infinita”[4], un océano infinito de Amor eterno, y nos daremos cuenta de que si hemos muerto con faltas de perdón, enojos, frialdades, desatenciones al Amor de Dios, deberemos purificarnos en esas faltas de amor que constituyen los pecados veniales; también nos daremos cuenta que, si hemos muerto en gracia, es decir, con el corazón lleno del Amor a Dios y al prójimo, entonces sí merecemos estar delante de Dios, que es Amor infinito y eterno; por último, en el juicio particular, nos daremos cuenta de que, si hemos muerto separados del Amor de Dios -es decir, en pecado mortal- y puesto que una vez atravesado, por la muerte, el umbral de la eternidad, es imposible regresar, sabremos que nuestro destino eterno es el lugar en donde ya no hay Misericordia Divina, sino sólo la Divina Justicia, esto es, el infierno.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Dios califica de “insensato” –sin sentido común, sin razón- a quien, guiado por la avaricia, acumula tesoros materiales, en vez de acumular “tesoros en el cielo”. No da lo mismo acumular tesoros materiales que espirituales y si bien el destino eterno para los que, con avaricia, aman el dinero, es terrible, el destino eterno para quienes acumulen tesoros en el cielo, es inimaginablemente maravilloso, tal como lo relata San Agustín en el poema dedicado a su madre, Santa Mónica, en su muerte. En dicho poema, San Agustín hace hablar a su madre, como estando ya en la gloria de Dios, describiendo la hermosura de los gozos celestiales: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudieras ver con tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen! Créeme: cuando la muerte venga a romper tus ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en el que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a quien te amaba y que siempre te ama, y encontrarás su corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme, pero transfigurada/o y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás”[5]. Es para gozar de esta dicha celestial, que se deriva de la contemplación de la Trinidad y del Cordero, que debemos, como avaros, acumular tesoros, pero no materiales, sino celestiales: mansedumbre, bondad, misericordia, vida de gracia.





[1] Cfr. Verónica Toller, Cumplió 116 años y dicen que es la más anciana de la Argentina; http://www.clarin.com/sociedad/Cumplio-anos-dicen-anciana-Argentina_0_1622237891.html
[2]  Carta a san Policarpo de Esmirna, Cap. 5, 1-8, 1. 3: Funk 1, 249-253.
[3] Cfr. San Ignacio de Antioquía, passim.
[4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
[5] La muerte no es el final; cfr. http://www.sabiduriadeunpobre.com/public/Fray%20Tomas%202.htm

jueves, 28 de julio de 2016

“El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces”


“El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces” (Mt 13, 47-53). Para que nos demos una idea acerca del Reino de los cielos, Jesús lo compara con una escena conocida en todo el mundo, la de unos pescadores que, luego de una jornada de pesca, se dedican a separar los peces que están en buen estado –y por lo tanto, comestibles y en condiciones de vender-, con los peces que están en mal estado, los cuales son descartados. Es el mismo Jesús quien nos da la clave de interpretación de la imagen de los pescadores: “Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Por lo que dice Jesús, la imagen de los pescadores es útil no sólo para graficar el Reino de los cielos, sino también el Día del Juicio Final. En efecto, así como los pescadores separan a los peces que están en buena condición, de aquellos que no lo están, así también los ángeles de Dios, con San Miguel Arcángel a la cabeza –esta es la razón por la cual San Miguel Arcángel aparece retratado, en muchas ocasiones, con una balanza en la que pesa las almas-, separarán, el Día del Juicio Final, a los hombres buenos, los que murieron en gracia de Dios, con los que no lo hicieron; estos últimos, además, serán arrojados fuera del Reino, “en el horno ardiente”, en donde habrá “llanto y rechinar de dientes”. Claramente, Jesús se refiere al Infierno y se refiere también al tipo de dolor que experimentarán los condenados, que no es solamente el dolor espiritual por haber perdido para siempre la visión beatífica, que los habría llenado de gozo y alegría, sino que el dolor será corporal, porque Jesús habla de “llanto” y de “rechinar de dientes”, lo cual implica la posesión de un cuerpo material por parte del condenado, ya que las lágrimas se producen en los conductos lacrimales y los dientes, obviamente, suponen una boca y la boca y los lacrimales están en el cuerpo y no en el alma o espíritu. Para quienes niegan la existencia del Infierno, o para quienes sostienen que el Infierno está vacío, o para quienes afirman que los dolores en el Infierno son puramente espirituales o morales, como la conciencia de la pérdida de Dios, este pasaje acerca del Reino de Dios ilustra claramente, por parte de Jesús, por contrapartida y con pocas palabras, la tenebrosa realidad del Reino de las tinieblas.
“El Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces”. Además de esto, para profundizar en el significado espiritual de la imagen, es necesario considerar qué elementos sobrenaturales están representados en ella: la barca de los pescadores es la Iglesia Católica; los pescadores que separan los peces, son los ángeles; el mar donde se lleva a cabo la pesca, es el mundo y la historia humana; la red con la que se atrapan los peces, es Cristo, Palabra de Dios encarnada; la finalización de la pesca y la tarea de separar los peces buenos de los malos, significa el fin del tiempo y de la historia humana y el comienzo del Día del Juicio Final, en el que los hombres buenos serán separados de los malos según sus obras, los primeros para el Reino de Dios, los segundos, para el Reino de las tinieblas; los peces buenos, son los que murieron en gracia de Dios y por lo tanto sirven para el Reino; los peces que no sirven como comestibles ni para la venta y son desechados, representan a quienes mueren sin la gracia santificante, en estado de pecado mortal, y se condenan. El ser una u otra clase de pez, es decir, buenos o malos, depende de nuestra libre respuesta a la gracia santificante.

miércoles, 27 de julio de 2016

“El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo”


“El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo” (Mt 13, 44-46). Jesús compara al Reino de Dios con un campo en el cual se encuentra escondido un tesoro que, al ser descubierto por un hombre, este vende todo lo que tiene y así adquiere el campo: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo”. ¿Qué significa esta parábola? Para saberlo, debemos considerar que cada elemento de la misma, representa una realidad sobrenatural: el campo es la Iglesia; el tesoro escondido es la Eucaristía; el hombre es el bautizado; el hecho de encontrarlo es recibir la gracia de la conversión; la venta de todos los bienes para comprar el campo, es la renuncia al mundo, a sus vanidades y al pecado, con tal de vivir en gracia y así ser poseedor del campo y su tesoro, la Eucaristía; la alegría que experimenta el hombre, no es una alegría conocida, sino la Alegría misma de Dios, que es “Alegría infinita”[1].
“El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo”. Si un no-cristiano nos comparara con el hombre de la parábola, por su alegría al recibir la Eucaristía y por su renuncia al mundo y al pecado, ¿nos podría reconocer en este hombre?




[1] Cfr. Santa Teresa de los Andes.

sábado, 23 de julio de 2016

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”


“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”.

(Domingo XVII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá” (Lc 11, 1-13). Luego de enseñar a sus discípulos a rezar el Padrenuestro -y, en consecuencia, a tratar a Dios como “Padre”-, para fortalecer la identidad de hijos de Dios, Jesús nos anima a “pedir, buscar y llamar” a Dios, nuestro Padre, por la oración, y esto constituye una novedad en la oración cristiana, que la distingue de la oración de cualquier otra religión. La novedad de la oración de Jesús es que nos anima a hacerlo desde nuestra condición de hijos, y es por eso que nos enseña el Padrenuestro, y a pedir con confianza y con insistencia, y para ello, relata una parábola en la que un individuo consigue lo que le pide a su amigo, más que por la amistad, por la insistencia.
En la parábola, alguien acude a su amigo a horas poco prudentes –a medianoche-, para pedirle “tres panes para un amigo que llegó de viaje” y él “no tiene nada que ofrecerle”. Esto demuestra algo esencial en la amistad y es la confianza, ya que el individuo acude a su amigo a una hora imprudente, pero lo hace por el hecho de que es su amigo y sabe que puede acudir a él en caso de una necesidad como la que se le presenta. Esta es una de las características de la oración cristiana: Dios es nuestro Padre, pero también es nuestro Amigo, ya que Él mismo nos llama así, en la Última Cena: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Esto quiere decir que, para con Dios, debe  movernos el amor filial y el amor de amistad, que se expresan por la confianza. Luego, Jesús nos revela cuál debe ser la otra característica de la oración cristiana, además de la confianza y el amor, y es la insistencia, que es lo que se manifiesta a continuación en la parábola. A pesar de ser amigos, el amigo importunado no tiene intención de darle lo que le pide, porque tanto él como sus hijos, ya están “acostados”, es decir, descansando: “Y desde adentro él le responde: ‘No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos’”. Puesto que Él es Dios, Jesús sabe que, si pedimos con insistencia, aun cuando por algún motivo no quiera concedernos lo que le pedimos, nos lo dará –si es conveniente para nuestra salvación-, en razón del amor de amistad que nos tiene, pero también a causa de nuestra insistencia en la oración: “Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario”. Jesús, entonces, nos enseña y anima a orar “con insistencia”, y al hacerlo así Dios, que es infinitamente bueno, nos dará cosas buenas: “También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?”. Jesús nos quiere hacer ver que, si entre nosotros, los hombres, hay gestos de bondad, a pesar de estar herida nuestra naturaleza a causa del pecado original, lo que significa que tenemos tendencia al mal, cuánto más Dios, que es infinitamente bueno, nos dará sólo cosas buenas y nada más que buenas y, más que buenas, cosas santas. De esta manera, Jesús nos da la fórmula para, movidos por el amor filial y la confianza en Dios nuestro Padre, conseguir cualquier milagro que necesitemos de Él: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”. Si tenemos que “pedir, buscar y llamar”, la pregunta, entonces, es: ¿qué pedimos, dónde buscamos, y a quién llamamos? La respuesta es que debemos pedir, ante todo, la gracia de la conversión -para nosotros y nuestros seres queridos- y el don de la Divina Sabiduría, para saber qué es lo que es grato a Dios; debemos buscar a través del Costado abierto del Salvador en la Cruz, y debemos llamar y golpear a las puertas del Sagrado Corazón, que derrama su contenido, la Sangre y el Agua, desde el costado traspasado en la cruz; y debemos llamar y golpear también a las puertas del sagrario, en donde está el Sagrado Corazón, que late en la Eucaristía.
         Entonces, al igual que el amigo inoportuno de la parábola, que acude a la casa de su amigo y golpea a la puerta, y pide, y busca el favor de su amigo, así debemos también hacer nosotros con Jesús: llamar, buscar y pedir, a las puertas de su Sagrado Corazón, que asoma por su Costado traspasado en la Cruz y que late en la Eucaristía.
         Ahora bien, si esto hacemos, Dios Padre nos dará algo que ni siquiera podemos imaginar y que, una vez recibido, es tan pero tan grande, que no nos alcanzará la eternidad para apreciarlo y para agradecer: si al igual del hombre de la parábola, que acude a su amigo para pedirle tres panes, nosotros acudimos, por la oración, a Jesús, que es nuestro Amigo, Jesús no nos dará tres panes, sino que nos dará el Pan de Vida eterna, que es su Sagrado Corazón, inhabitado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!”. Al pedirle a Dios Padre el Pan Eucarístico, Dios Padre nos da, con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, el Espíritu Santo, el Amor Divino. ¡Cuán grandiosa y maravillosa es nuestra religión católica, que nos enseña que tenemos a nuestra disposición el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para que el Padre nos lo dé por medio de su Hijo, por la Sagrada Comunión!





jueves, 21 de julio de 2016

“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”


“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros” (Mt 13,10-17). ¿Qué es lo que desearon ver? El cumplimiento de las profecías mesiánicas: ver al Mesías, el Salvador, el Redentor; ver sus milagros, sus prodigios, pero sobre todo, ver su Santa Faz, ver sus manos curando, multiplicando panes y peces; ver al Salvador resucitando muertos y expulsando demonios; ver al Mesías anunciar el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la herencia de la vida eterna.
Muchos justos, que conocían las profecías mesiánicas, desearon vivir en los días del Mesías, pero no pudieron, y en eso consiste la dicha de la que gozan los discípulos.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. También en nuestros días, Jesús nos dice las mismas palabras: “Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. ¿Qué es lo que vemos? Vemos, con los ojos de la fe, al Redentor, resucitado, glorioso, oculto en el misterio de la Eucaristía; vemos, al Redentor, derramar su Sangre en el cáliz del altar, en la Santa Misa; vemos, al Salvador, derramar su misericordia sobre el alma, cada vez, en el Sacramento de la Penitencia. Vemos, a la Esposa del Cordero, resucitar muertos en el alma, por el pecado mortal, al perdonar los pecados, quitándolos de las almas con la Sangre del Cordero, derramada por medio del Sacramento de la Confesión; vemos, a la Iglesia de Dios, multiplicar no panes y peces, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. Muchos paganos querrían ver y vivir lo que nosotros vemos por la fe y vivimos en el Amor de Dios, todos los días, y no pueden hacerlo, porque no tienen el don de la fe.

Es por eso que debemos preguntarnos: nosotros, que tenemos el don de la fe, ¿damos gracias a Dios por lo que vemos y recibimos?

miércoles, 20 de julio de 2016

“En tierra buena, dieron buenos frutos”


“En tierra buena, dieron buenos frutos” (Mt 13, 1-9). En la parábola del sembrador, cada elemento hace referencia a una realidad sobrenatural: la tierra es el corazón del hombre; la semilla es la Palabra de Dios, Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre; el sembrador es Dios Padre. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que una tierra, es decir, un corazón humano, en donde es sembrada la semilla, sea buena? ¿Qué es lo que permite que un corazón dé frutos de santidad, en tanto que, en otros, no se da ningún fruto? Lo que convierte a un corazón en tierra fértil que da frutos buenos, es decir, lo que hace que en el corazón del hombre arraigue la Palabra de Dios y dé frutos de santidad - caridad, alegría, magnanimidad, misericordia-, es la gracia santificante, que hace partícipe al alma de la vida misma del Hombre-Dios y le comunica, por lo tanto, de las mismas virtudes de Jesús. Los ejemplos de tierras fértiles, o de corazones en los que la Palabra de Dios ha echado raíces y ha dado frutos de santidad, son los santos, que siendo fieles a la gracia, no solo la conservaron, sino que la acrecentaron.

“En tierra buena, dieron buenos frutos”. También en nosotros, el Sembrador, Dios Padre, echa su semilla, que es la Palabra de Dios, Jesucristo; también en nosotros, Dios Padre espera que esta semilla arraigue y, echando raíces en nuestros corazones, crezca el Árbol Santo de la Cruz, que da frutos exquisitos de santidad.

martes, 19 de julio de 2016

“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”


“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 46-50). Jesús, rodeado de discípulos, está predicando la Palabra de Dios. En medio de su prédica, le avisan que “su madre y sus parientes”, están afuera, esperándolo: “"Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte”. Jesús responde de manera enigmática, como dando a entender que su familia biológica pasa a un segundo plano: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (…) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Es decir, con esta respuesta, Jesús pareciera dar a entender que su familia biológica –su Madre, la Virgen, y sus “hermanos”, que son sus primos en realidad-, pasa a un segundo plano, puesto que antepone a ellos a “todo el que hace la voluntad de su Padre”.
Sin embargo, no es verdad que Jesús deje de lado a su familia biológica –muchísimo menos a su Madre, la Virgen-: lo que sucede es que Jesús está revelando la creación, de parte suya, de una nueva familia, la familia de los hijos de Dios, congregados en la Iglesia, y esta familia nueva, a diferencia de la familia biológica, que está unida por lazos de sangre, la nueva familia de Jesús está unida por un lazo infinitamente más fuerte que los lazos biológicos, y es el lazo del Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Él y el Padre, que uniendo a los hombres en Cristo, los plenifica con el Amor de Dios y es el Amor de Dios, el que lleva a cumplir la voluntad de Dios, que siempre es santa, benigna y amabilísima. La Nueva Familia de los hijos de Dios, adoptados por la gracia santificante, se caracteriza por cumplir la Divina Voluntad, por amor, no por obligación, ni por miedo. Ésa es la razón por la cual Jesús dice que “Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Pero eso no significa que Jesús deje de lado, o haga pasar a un segundo plano a su familia biológica, y mucho menos a su Madre amantísima, la Virgen, por cuanto Ella es modelo perfectísimo de cumplimiento de la voluntad de Dios, y por partida doble: por ser Madre biológica de Jesús, y por ser la Madre celestial de los hijos adoptivos de Dios, es decir, de la Nueva Familia de Jesús, sus hermanos, adoptados por María Santísima al pie de la cruz.
La Virgen es la primera en cumplir la voluntad de su Padre, con su “Fiat” a la Encarnación y con su amoroso y perfectísimo cumplimiento de su rol materno, encargado por Dios Padre. La Virgen es así doble ejemplo de familia de Jesucristo unida en el amor al cumplimiento del Padre: por ser su Madre biológica, y por ser la Primera que cumple, de modo admirabilísimo y perfectísimo, la voluntad de Dios Padre, que es el ofrecimiento de todo el ser, para ser partícipes de su plan de salvación del género humano.

“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Por haber recibido la gracia santificante en el bautismo, formamos parte de la Familia de Jesús: somos hijos adoptivos de Dios Padre y hermanos de Jesús, y si queremos cumplir la voluntad de Dios, contemplemos a Nuestra Madre del cielo, la Virgen, Aquella que, movida por el Amor del Espíritu Santo, que inhabita en su Inmaculado Corazón, dice “Fiat” a la voluntad amabilísima de Dios.

sábado, 16 de julio de 2016

“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”


Cristo en casa de Marta y María,
(Matthias Musson)

(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María, en Betania. Una vez allí, el Evangelio relata dos acciones totalmente diversas entre una y otra hermana: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Es decir, mientras María está a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplándolo, Marta, por el contrario, está “muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Contrariamente a lo que podría pensarse, Jesús no solo no reprocha la actitud de María –para Marta, su hermana debería ayudarla, en vez de contemplar y escuchar a Jesús-, sino que resalta y destaca el valor de lo que hace, esto es, contemplarlo y escuchar la Palabra de Dios.
         ¿Qué significa esta escena evangélica?
La actitud de las dos hermanas, Marta y María, en relación a Jesús, pueden significar varias cosas. Pueden significar, por ejemplo, dos vocaciones religiosas distintas, contemplativos y activos; pueden significar dos llamados a la santidad, sea la vocación religiosa –María- y la vocación seglar –Marta, que aunque no lo contempla, trabaja igualmente para el Señor-; finalmente, pueden representar también dos estados o momentos distintos, de una misma alma: María, cuando el alma, iluminada por la gracia, ora, ama, adora y contempla a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, ya sea en la cruz o en la Eucaristía; Marta, cuando el alma, en vez de orar, se ocupa de sus deberes de estado, aunque siempre teniendo, en la mente y en el corazón, a Jesús.
Ahora bien, de los estados, dice el mismo Jesucristo, es mejor –“la mejor parte”- el de María, esto es, la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación de Cristo, y es en este sentido en el que se expresa San Buenaventura, cuando dice que Cristo es el camino para ir a Dios.
En un escrito, San Buenaventura da la clave para que el alma pueda llegar a Dios, y esa clave es la contemplación de Cristo crucificado, puesto que Cristo es, dice San Buenaventura, “el camino y la puerta (…) la escalera y el vehículo”[1] que conducen a Dios. Quien contempla a Cristo crucificado, dice San Buenaventura, con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de esta vida, al paraíso, y compara al alma que esto hace, con el Pueblo Elegido que atravesó el Mar Rojo y caminó por el desierto alimentándose con el maná caído del cielo: el cayado con el que el cristiano abre las aguas del Mar Rojo y atraviesa el desierto de la vida  para salir de la esclavitud del pecado, representado en la esclavitud de Egipto, es la Cruz, y el Maná que lo alimenta en su peregrinar a la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, es la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y es así cómo el cristiano realiza la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, estando aún en esta vida, comenzando a vivir, ya en esta vida, un “paraíso en la tierra”. Dice así San Buenaventura: “El que mira plenamente (a Cristo) y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2]. Para San Buenaventura, como vemos, el “paraíso en la tierra”, es la contemplación, con fe y con amor, de Cristo crucificado, y también la alimentación del alma con la Eucaristía,
Quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3]. No quiere decir el santo que la contemplación sea una actividad irracional, sino que, al tratarse de un misterio divino absoluto, es supraracional y sólo el Espíritu Santo puede iluminar e ilustrar al alma con los misterios del Hijo de Dios encarnado, y esa es la razón por la cual el alma debe “abandonar toda especulación de orden intelectual”, para que sea el Espíritu Santo el que actúe. Es esto lo que hace María, arrodillada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplando su Santa Faz.
La contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”[4]. Esto quiere decir que la contemplación de Cristo y el conocimiento de sus misterios, no es obra que surja del hombre, sino que es obra de la gracia, que al hacerla partícipe de la vida divina trinitaria, hace que el alma conozca a Dios como Dios se conoce a sí mismo, y eso es un conocimiento imposible de lograr por las solas fuerzas humanas.
Pero en la contemplación de Cristo, el Espíritu Santo no solo ilumina el intelecto para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el “paso” de este mundo al Padre-, sino que al mismo tiempo, enciende al alma en el Amor de Dios, y para esto es necesario desear morir a nosotros mismos; es necesario desear morir al hombre viejo, al hombre apegado a esta vida terrena, para así poder desear y amar la vida eterna contenida en Cristo Jesús. Esta tarea sólo la puede realizar el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, y así lo dice San Buenaventura: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5]. San Buenaventura dice algo muy fuerte: que debemos “amar la muerte”, y luego nos anima a morir: “muramos”, pero es la muerte a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones terrenas, nuestros deseos y nuestras imaginaciones, porque se trata de morir al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que nace “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante contenida en la Sangre de Jesús y derramada en el alma por los sacramentos.
Culmina San Buenaventura afirmando que, una vez contemplado el Padre por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma, y eso nos basta como cristianos: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “Eso nos basta”; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6]. Es decir, para el católico, lo único que es necesario en esta vida, es la contemplación de Cristo crucificado –nosotros podemos agregar, también la contemplación y adoración del Cristo Eucarístico, es decir, la adoración eucarística-, y no necesita absolutamente nada más en esta tierra, porque llegar al Padre, por Cristo, en el Amor del Espíritu Santo, es ya vivir, en anticipo, la alegría, el gozo y el amor de la eterna bienaventuranza, y es esta la razón por la cual dice que Jesús que la “parte de María”, hermana de Marta, que es la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación y adoración de esa Palabra, crucificada en el Calvario y oculta, gloriosa, en la Eucaristía, es “la mejor parte”.




[1] Opúsculo Sobre el itinerario de la mente hacia Dios, Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.

[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

martes, 12 de julio de 2016

“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Si en otros hubiera hecho milagros, se habrían convertido"


“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza” (Mt 11, 20-24). Jesús se lamenta por las ciudades de Corozaím y Betsaida, porque en ellas, Él ha realizado milagros, pero no ha obtenido a cambio, la conversión del corazón, mientras que las ciudades paganas de Tiro y Sidón, que no han recibido tales milagros, se habrían convertido si es que en estas ciudades, Jesús hubiera realizado curaciones, multiplicaciones de panes y peces, resurrecciones de muertos. Los milagros de Jesús son la confirmación de sus palabras: Él afirma que es Dios Hijo, igual a Dios Padre; realiza milagros que sólo Dios puede hacer, por lo tanto, Él es Dios, tal como lo afirma. Si Jesús hace milagros, entonces, es para que, aquel que recibe el milagro, se convenza de la condición de Jesús de ser Dios y convierta, por lo tanto, su corazón a Él, cambiando de vida, dejando de lado su vivir pagano y comience a vivir la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia.
Jesús se lamenta de las ciudades de Corozaím y Betsaida porque se cumple en ellas lo que Él afirma: “Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá”. Estas ciudades –sus habitantes- han recibido mucho, muchísimo, nada menos que la Presencia en Persona del Hijo de Dios y sus milagros, y por lo tanto se les pedirá cuentas, en el Juicio Final, del porqué de su dureza de corazón, que les impidió la conversión al Dios verdadero. Puesto que Él es Dios y ve en lo profundo del corazón humano, Jesús sabe cómo se habrían convertido las ciudades paganas de Tiro y Sidón, si en ellas Él hubiera hecho los milagros que hizo en las ciudades hebreas: siendo paganas, habrían abandonado el paganismo y habrían vuelto hacia Dios, por medio de la penitencia y la oración.
“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza”. El reclamo de Jesús es válido, en nuestros días, para los cristianos, que reciben, día a día, milagros y prodigios imposibles de ser apreciados en su magnitud, sobre todo el Milagro de los milagros, la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por medio del cual Dios Padre les entrega a su Hijo Jesucristo, oculto en apariencia de pan. Si alguien, luego de recibir –aunque sea una sola vez en la vida- el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en el cual inhabita el Espíritu Santo, que se derrama sobre el alma de quien comulga, no se convierte, no se arrepiente de su vida de pagano, no cambia de vida, no carga la cruz de cada día para ir en pos de Jesús, ese tal recibirá el mismo reproche de Jesús dirigido a Corozaín y Betsaida: “¡Ay de ti, cristiano tibio, porque no te convertiste, a pesar de recibir mi Sagrado Corazón en la Eucaristía, colmado del Amor de Dios! Si este milagro hubiera sido realizado en muchos paganos, estos se habrían convertido a Mí, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza”. Jesús hace el milagro de quedarse en la Eucaristía, para que nos convirtamos a Él.

viernes, 8 de julio de 2016

“Se portó como prójimo el buen samaritano”


(Domingo XV - TO - Ciclo C – 2016)

         “Se portó como prójimo el buen samaritano” (Lc 10, 25-37). Para graficar el Nuevo Mandamiento de la caridad, promulgado por Él, Dios en Persona, Jesús relata la parábola del buen samaritano, en la cual se relata en qué consiste, verdaderamente, el Primer Mandamiento, el mandamiento que concentra en sí toda la Ley de Dios: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Para comprender la parábola -que explica el sentido nuevo y sobrenatural del Nuevo Mandamiento de Jesús-, hay que considerar que cada elemento de la parábola representa una realidad espiritual y sobrenatural: el hombre asaltado y herido, que queda tendido en el camino a causa de los golpes recibidos, es la humanidad herida por el pecado, atormentada por el Demonio y acechada por la muerte; los asaltantes que lastiman al hombre, son los demonios, los ángeles caídos, cuyo único objetivo es perder al hombre eternamente, descargando en él su furia deicida, al ser el hombre la creatura predilecta de Dios y la naturaleza a la que deben adorar en Cristo Jesús, Dios Hijo encarnado; la posada a la cual es llevado el hombre herido para ser curado es la Iglesia, que brinda la medicina del alma necesaria para curar las heridas que deja el pecado, esto es, la gracia santificante que se dona a través de los sacramentos; el buen samaritano, que se detiene a auxiliar a su prójimo, representa a Jesús, el Buen Samaritano, que cura a la humanidad con su Sangre y su gracia; el sacerdote y el levita que pasan de largo representan a los religiosos y laicos que, faltos de caridad y de amor sobrenatural al prójimo, no tienen compasión ni misericordia con su prójimo y es así que, en la negación de auxilio, está representada la religión vacía de amor verdadero y sobrenatural, porque tanto el sacerdote como el levita, por el hecho de ser hombres religiosos, estaban obligados por el Primer Mandamiento a prestarle socorro y asistencia, quedando así en evidencia la falsedad del corazón de aquel que, aun perteneciendo a la verdadera iglesia de Dios, tiene sin embargo un corazón frío y duro para con su prójimo; el Buen Samaritano, por el contrario, que representa a Jesucristo que sana nuestras heridas, además de a Jesucristo, representa todo aquel que obra religiosamente, aun sin pertenecer a la verdadera Iglesia -la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica-, porque obrar con amor al prójimo por amor a Dios y con temor de Dios es la esencia de la religión.

La parábola muestra también cómo es vacía la religión –representada en el sacerdote y el levita que pasan de largo ante el samaritano herido- cuando no hay caridad, porque la esencia de la religión es el Amor en la Verdad a Dios y al prójimo: “Quien dice que ama a Dios y no ama a su prójimo, ese tal es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). El hombre debe amar a Dios, pero Dios tiene su imagen viviente en la tierra y es el prójimo, por lo tanto, si alguien no ama a  su prójimo, no ama en realidad a Dios, aun cuando rece y reciba los sacramentos y cumpla exteriormente con los preceptos de la religión. El Apóstol Santiago nos dice en qué consiste la verdadera religión: “La verdadera religión consiste en socorrer al prójimo por amor a Dios, manteniéndose apartados del espíritu del mundo: “La religión pura y sin mancha delante de nuestro Dios y Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y guardarse sin mancha del mundo” (1, 27).El amor a Dios debe pasar por el amor al prójimo, en el sentido de que debe ser demostrado en el amor al prójimo, porque el prójimo es la imagen viviente de Dios Encarnado, Jesucristo, y en quien Jesucristo inhabita misteriosamente: “Lo que hagáis a uno de estos pequeños, a Mí me lo hacéis”. Otro elemento a considerar es que el amor al prójimo se extiende incluso a aquel prójimo que, por algún motivo circunstancial, es nuestro enemigo, porque así lo manda Jesús: “Amen a sus enemigos” (Mt 5, 44) y así nos lo demuestra en la cruz, dando su vida por nosotros, que éramos enemigos de Dios por el pecado. El amor cristiano al prójimo, demostrado en la parábola del buen samaritano, no es un amor meramente humano, sino sobrenatural, porque se debe amar al prójimo como Cristo nos ha amado: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, y Jesús nos ha amado hasta el extremo de dar su vida en la cruz por Amor a todos y cada uno de nosotros.
“Se portó como prójimo el buen samaritano”. De Dios hemos recibido este mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo” (cfr. 1Jn 4, 21; Mt 22, 40). Si no amamos a nuestro prójimo, a imitación de Cristo, el Buen Samaritano, y si no lo amamos con su mismo Amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, toda nuestra religión es vana. Si amamos a Dios y demostramos ese amor siendo misericordiosos con nuestros hermanos, estamos ya en condiciones de entrar en el Reino de los cielos.


“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos”


“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16-23). Los discípulos de Jesús, en medio del mundo, son comparados, por el mismo Jesús, a “ovejas en medio de lobos”. ¿Por qué esta comparación? Una oveja es un animal manso, en tanto que el lobo es un animal agresivo y carnívoro y depredador, siendo la oveja uno de sus blancos preferidos y más fáciles de conseguir. La mansedumbre del cristiano-oveja se debe a que, por la gracia, se hace partícipe de la mansedumbre del Cordero de Dios, en tanto que la agresividad y hostilidad del mundo sin Dios, participan de la furia deicida del Ángel caído y de la malicia que brota del corazón del hombre en pecado. A primera vista, pareciera como si los cristianos en el mundo estuvieran inermes e indefensos y en grave peligro de muerte, así como un rebaño de ovejas está en peligro inminente de ser devorado por una manada de lobos que rodea al redil. Sin embargo, la indefensión de los cristianos es sólo aparente, porque mientras las ovejas sí están indefensas y nada pueden hacer contra las dentelladas de los lobos, si estos alcanzan a hundir sus dientes en sus tiernas carnes, los cristianos, por el contrario, están protegidos por la Sangre del Cordero de Dios, que ahuyenta a los lobos, los ángeles caídos, y los protege de la malicia de los hombres sin Dios. Si un pastor terreno dejara a su redil a merced de una manada de lobos, desentendiéndose de su suerte, se podría decir, con toda justicia, que ese pastor es desalmado y que no le importa nada el destino de sus ovejas, pues es inevitable que los lobos terminen desgarrando, con sus filosos dientes, los cuerpos indefensos de las ovejas, terminando con el rebaño entero en muy poco tiempo. Pero no es este el caso del Pastor Eterno, Cristo Jesús, porque aunque sus ovejas están en el mundo, rodeadas de lobos y de peligros para la eterna salvación, es Él mismo en Persona quien las asiste, las protege y las cuida para que nada malo les suceda, protegiéndolas con su Amor divino, de manera que ni todo el mal del mundo, ni todo el odio del infierno, puede siquiera tocar un cabello de un cristiano, si Jesús no lo permite (cfr. Mt 10, 29-30). Si Jesús nos envía a los cristianos a un mundo sin Dios, es para que, asistidos por su Sangre, por su Amor y por el Espíritu Santo, sea Él quien conquiste el mundo, por medio de nuestro testimonio, venciendo el odio con el Divino Amor y la violencia con la mansedumbre de su Sagrado Corazón.

jueves, 7 de julio de 2016

“Paz a esta casa”


“Paz a esta casa” (Lc 10, 5). Al enviarlos a anunciar la Buena Noticia, Jesús enseña a sus discípulos a dar el saludo de la paz a aquellas casas en las que los reciban: “Al entrar en una casa, salúdenla invocando la paz sobre ella”. No se trata de un mero saludo de cortesía, sino del don de la paz de Cristo, transmitida por los discípulos. La paz de Cristo es la paz de Dios, que sobreviene al alma cuando la gracia de Cristo quita aquello que le quita la paz y la enemista con Dios, esto es, el pecado.

La Iglesia continúa con la misión encomendada por Cristo, dando la paz de Dios a las almas, y lo hace por intermedio de la Santa Misa: al igual que en el Evangelio, la paz que da la Iglesia no es una mera convención social, sino verdaderamente la paz de Cristo, la paz de Dios a los hombres. Y a su vez, el cristiano, que es el depositario de esta paz divina, debe dar, a su prójimo, incluido aquel que, por un motivo u otro sea su enemigo, la misma paz de Cristo, sin hacer acepción alguna de personas. Lo que se recibe gratuitamente, la paz de Cristo, debe darse gratuitamente, la paz de Cristo, a todo prójimo, sin excepción alguna. Sólo así el cristiano se muestra como verdadero hijo de Dios Padre, que nos da su paz por la Sangre de su Hijo Jesucristo, aun cuando nosotros éramos sus enemigos. Esta es la razón por la cual el cristiano no tiene excusa alguna no solo para no odiar a su enemigo, sino para darle, con el amor de Cristo, la misma paz que de Él recibió desde la cruz.

miércoles, 6 de julio de 2016

“Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”


“Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó” (Mt 10, 1-7). El Evangelista describe a Judas Iscariote no por su pertenencia al grupo selecto de discípulos de Jesús, al que Judas pertenecía, sino por la horrible acción que condujo al apresamiento y posterior condena a muerte de Jesús, la traición: “Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”. Dice San Ambrosio que Jesús escogió a Judas, no porque no supiera lo que Judas habría de hacer, sino que lo hizo, aún con conocimiento de causa –Jesús no podía no saberlo, siendo Él Dios en Persona y, por lo tanto, omnisciente-: “Escogió al mismo Judas, no por inadvertencia sino con conocimiento de causa. ¡Qué grandeza la de esta verdad que incluso un servidor enemigo no puede debilitar! ¡Qué rasgo de carácter el del Señor que prefiere que, a nuestros ojos quede mal su juicio antes que su amor! Cargó con la debilidad humana hasta el punto que ni tan sólo rechazó este aspecto de la debilidad humana”[1]. Y el mismo San Ambrosio afirma que Jesús quiso esta traición, para que supiéramos cómo hacer cuando alguien nos traicione: “Quiso el abandono, quiso la traición, quiso ser entregado por uno de sus apóstoles para que tú, si un compañero te abandona, si un compañero te traiciona, tomes con calma este error de juicio y la dilapidación de tu bondad”[2]. Es decir, si alguien nos traiciona, debemos tratarlo con la misma bondad con la que trató Jesús a Judas.
Pero hay otro aspecto a considerar en este Evangelio, y es qué es lo que Judas pierde, y qué es lo que obtiene, con su traición: lo que Judas pierde es la Comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor, en la Última Cena, al tiempo que gana la comunión con Satanás. Un autor dice así: “Quiero hablar a los faltos de juicio: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Y, tanto a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: “Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi sangre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación”[3]. El Cuerpo de Jesús, la Eucaristía, es ese “pan que alimenta y fortalece” y su Sangre es “el vino de la doctrina celestial que nos deleita y diviniza”, y la razón es que, en la Eucaristía, prolongación de la Encarnación, Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, ha mezclado su Sangre con su Divinidad, de manera tal que el que comulga el Cuerpo, la Sangre y el Alma de Jesús en la Eucaristía, es alimentado con su Divinidad:  “(…) he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación”[4].
Pero Judas, en vez de recostarse en el adorable pecho del Salvador, para escuchar los dulces latidos de su Corazón, como hizo Juan, Judas prefirió escuchar el duro y metálico tintinear de las monedas de plata, precio y pago de su traición, y así, en vez de alimentarse del Cuerpo y la Sangre del Salvador, unidos a su divinidad, se alimentó “del bocado”, no de la Eucaristía, y en vez de ser invadido del Espíritu Santo, como sucede con los que comulgan con amor y fervor la Hostia Santa y Pura, entró en comunión con Satanás, como lo dice el Evangelio: “Judas tomó el bocado (y) Satanás entró en él” (Jn 13, 27). Y en vez de acompañar al Redentor en el Cenáculo, iluminado por la luz de su Sagrado Corazón, Judas sale del Cenáculo, rompe la comunión con Jesús, el Hombre-Dios, y se interna en la noche, no solo en la noche cosmológica, sino en la Noche eterna, en la comunión en el odio deicida con las sombras vivientes, los ángeles caídos y los condenados: “Judas salió del Cenáculo. Afuera era de noche”. En vez de dar su vida por amor a Jesús, el Redentor, como lo harían luego los Apóstoles, Judas sale para consumar la traición, envuelto en el odio a Dios y a su Mesías y devorado por el ansia insaciable de dinero mal habido, característica de la avaricia.
Tengamos mucho cuidado en preferir las cosas del mundo, antes que la Eucaristía.



[1] Cfr. Comentario al evangelio de Lucas, V, 44-45.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Procopio de Gaza, Comentario sobre el libro de los Proverbios, Cap. 9: PG 87, 1, 1299-1303.
[4] Cfr. ibidem.

martes, 5 de julio de 2016

“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias”


“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias” (Mt 9, 32-38). Existe una tendencia, dentro del cristianismo, a identificar la “Buena Noticia del Reino”, proclamada por Jesús en Persona, y la “curación de todas las enfermedades y dolencias”, realizadas también por Jesús. Para muchos cristianos –sean sacerdotes o laicos-, la “Buena Noticia” es buscar la curación o sanación de las enfermedades, sean corporales o psíquicas. Esto es lo que explican las denominadas “misas de sanación”, en donde la gente –legítimamente- busca ser sanada de sus dolencias. Sin embargo, la Buena Noticia de Jesús no radica en la curación de enfermedades y dolencias, por graves que sean: la presencia de la enfermedad y su eventual curación, cuando acontece -sea milagrosamente o sea por la ciencia-, es sólo un aspecto de la vida querido o permitido por Dios, pero para que la persona que sufre se acerque a Él y participe de su Cruz. Se puede decir que la enfermedad, con todo lo que esta acarrea –tribulación, angustia, dolor, ansiedad-, es una participación a la cruz de Jesús. En otras palabras, es Jesús quien, a través de la enfermedad que permite que le acontezca a una persona, está acercando a esta persona a Él mismo, que está crucificado en el Calvario –y, por lo tanto, la acerca también a María Santísima, que está de pie, al lado de la cruz-. Es absolutamente legítimo implorar a Dios, en la Misa, en el Rosario, en la Adoración Eucarística y en cualquier oración que el católico buenamente pueda hacer, pero ante la enfermedad, lo que nos enseñan los santos, como San Ignacio de Loyola, no es pedir, ni la curación, ni la prolongación de la enfermedad, sino que se cumpla la voluntad de Dios. Dice San Ignacio que el alma puede estar llamada a seguirla en la enfermedad, o también en la salud, y que por lo tanto, no hay que pedir ni salud, ni enfermedad, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios en nuestras vidas. En otras palabras, podría ser que Dios quisiera que me santifique en la enfermedad, por lo que tengo que pedir el saber participar de la Pasión de Jesús, que eso es la enfermedad; o pudiera ser que Dios quisiera que yo me santifique con la salud, con lo cual tendría que pedir el sanarme. Ahora bien, como no sé a ciencia cierta cuál es la voluntad de Dios, si que yo me sane o continúe enfermo, entonces, lo que tengo que pedir, es que se cumpla la voluntad de Dios en mí, y el modelo para esta oración son María Santísima en la Anunciación –“Se cumpla en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38) y Nuestro Señor en el Huerto –“Padre, que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” - (Lc 22, 42).

“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias”. La Buena Noticia del Reino es la Persona de Jesús, Segunda de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth, muerto en cruz por nuestra salvación. La curación de “enfermedades y dolencias” es, en algunos casos y no en todos, el camino para llegar al cielo. En otros casos, la enfermedad y la dolencia es el camino para participar de la Santa Cruz de Jesús y así llegar también al cielo. No importan, ni la curación, ni la salud, sino que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas, que quiere salvarnos a todos, a unos en estado de salud, y a otros por la enfermedad. No pidamos, entonces, a priori, ni salud, ni enfermedad, sino que se cumpla su voluntad, que siempre es santa, en nuestras vidas.

viernes, 1 de julio de 2016

“Está cerca el Reino de Dios”


(Domingo XIV - TO - Ciclo C – 2016)

         “Está cerca el Reino de Dios” (Lc 10, 1-12 17.20). Al enviar a sus discípulos a misionar, además de darles consideraciones de tipo práctico, acordes con el ideal de la pobreza evangélica –no llevar calzados, alforjas, etc.-, hay un mandato central que Jesús repite dos veces, y que es lo que los discípulos deben anunciar, tanto a quienes los reciban en sus casas, como a los que no: “El Reino de Dios está cerca”.
         Puesto que el anuncio nos compete directamente a nosotros, los católicos, debemos profundizar en este anuncio y por eso nos preguntamos: ¿qué significa “el Reino de Dios está cerca”? Que el Reino de Dios esté cerca significa, por un lado, que el hombre debe tomar conciencia de que el reino de este mundo, es decir, esta vida terrena, termina pronto, aun cuando alguien llegue a vivir ciento veinte años, y que después de esta vida terrena, inmediatamente, después de la muerte, se termina para el alma el tiempo y el espacio y la vida temporal, para ingresar en la eternidad. Dice el Libro de los Proverbios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (), y es esto lo que el cristiano debe grabar a fuego en su mente y en su corazón: que el Reino de Dios está cerca, porque luego de la muerte terrena, el alma ingresa en la eternidad, en donde tiene lugar su Juicio Particular y luego, según el veredicto divino, sobreviene la eternidad para el alma, sea en el cielo o en el infierno, siendo el Purgatorio una etapa previa al cielo, necesaria para algunos.
         Pero para el católico, “el Reino de Dios está cerca”, tiene además otro significado: el Reino de Dios está cerca porque está cerca la gracia sacramental, la gracia santificante que se comunica al alma por los sacramentos, y es la gracia la que hace que el alma participe de la vida divina de Dios, que es el Rey del Reino de los cielos: cuando el católico recibe la gracia, vive ya con la vida de Dios, Rey del cielo, y por lo tanto, cuando se está en gracia, se puede decir que ya se vive, de modo anticipado y aunque todavía no plenamente, “en el Reino de los cielos” y “del” Reino de los cielos, porque se vive con la vida de Dios, que es la vida del Reino de los cielos. Es decir, por la gracia santificante, recibida a través de los sacramentos, el católico posee ya, en germen, en esta vida terrena, la participación en la vida eterna del Ser trinitario divino; por la gracia, el católico comienza ya a participar del Reino de Dios y, todavía más, de la vida del Rey del cielo, Cristo Jesús.
         La inminencia del Reino, por un lado –porque esta vida terrena es limitada y finaliza pronto- y la proximidad del Reino, por otro –debido a la participación en la vida divina por medio de la gracia santificante-, el católico no puede anhelar, como objetivos últimos de su existencia, a la posesión, disfrute y goce de los reinos terrenos, puesto que estos se oponen radicalmente al Reino de Dios. El católico está destinado a gozar del Reino de los cielos, no de los reinos terrenos, que consisten en bienes materiales, en gozos terrenos y son esencialmente pasajeros. El católico que busca el reino de este mundo –esto es, bienes materiales, placer, honor mundano-, deja necesariamente de lado al Reino de Dios y se somete, voluntariamente, al Príncipe de este mundo, Satanás, que es quien, por permisión divina, gobierna en el mundo.

“Está cerca el Reino de Dios”. Por la gracia, no solo se vive anticipadamente con la vida del Reino de los cielos, sino que, por la comunión eucarística, el católico que comulga en gracia, con fe, devoción y amor, posee ya, más que el Reino de los cielos, al Rey de los cielos, Cristo Jesús en la Eucaristía. Por esta razón es que, para nosotros, los católicos, el Reino de los cielos, no sólo está cerca, sino que tenemos incluso la gracia de que el Rey de los cielos, el Rey de reyes y Señor de señores, Cristo Jesús en la Eucaristía, habite en nuestras almas, convirtiéndolas en morada celestial de su Presencia Eucarística, convirtiéndolas, al ingresar en nosotros por medio de la Eucaristía, en el mismo Reino de los cielos.