viernes, 29 de julio de 2016

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 13-21). En la parábola del hombre necio que acumula con avidez bienes terrenos sin preocuparse por su bien espiritual, no sólo hay una advertencia contra la avaricia, la codicia, la usura, sino que hay además un llamado a meditar en lo breve y pasajero de esta vida y en lo que nos espera en la otra vida. En otras palabras, además de advertirnos acerca de la usura y del hecho de que “no se puede servir a dos señores” (cfr. Mt 6, 24), es decir, a Dios y al dinero, sino a uno de dos, Jesús nos invita, en esta parábola, a meditar en los novísimos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo e infierno. La parábola es una invitación a hacer caso de la Palabra de Dios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40).
La parábola nos advierte entonces, por un lado, acerca de la vanidad de la codicia, que hace acumular bienes materiales uno tras otro, lo cual es una tarea, por lo menos, inútil, pues ninguno de estos será llevado al más allá, ya que a la otra vida sólo nos llevamos bienes espirituales, esto es, las obras buenas realizadas y el amor a Dios y al prójimo que se tenga en el corazón. Lo que nos garantizará la entrada en el Reino de los cielos no es la acumulación de oro y riquezas materiales, sino la Sangre de Jesucristo, su gracia santificante y las obras de misericordia realizadas con su Amor y en su Amor. Acumular bienes terrenos es una necedad, porque el tiempo de esta vida es fugaz, aun cuando se viva hasta ciento veinte años (dicho sea de paso, en estos días salió la noticia de quien sería la persona más anciana de Argentina y tiene ciento dieciséis años[1]), y así lo dice la Escritura: “Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si tenemos más vigor: en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto, y nosotros nos vamos” (Sal 90, 10). Y otro Salmo dice: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir en tu voluntad” (Sal 90). No sabemos cuándo llegará nuestra muerte, pero llegará y, para cuando llegue, de nada nos servirán los bienes materiales, porque no llevaremos ni un gramo de oro a la otra vida, sino sólo las riquezas espirituales que hayamos podido acumular en el cielo con las buenas obras, como dice Jesús: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20). Es decir, Jesús no nos dice que no atesoremos tesoros en absoluto: nos dice que no atesoremos vanamente tesoros materiales, pero sí nos anima a atesorar –y aquí sí, con la avidez de un avaro- tesoros celestiales, esto es, buenas obras, caridad, misericordia, vida de gracia, cargar la cruz de cada día. Así lo dice San Ignacio de Antioquía: “Vuestras cajas de fondos han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros”[2]. Y antes de eso, dice: “Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas (…) tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros”[3]. En esto consiste el tesoro que debemos acumular, y no las riquezas terrenas.
Pero además de invitarnos a reflexionar acerca de la inutilidad de acumular tesoros terrenos, la parábola nos invita también a meditar en los novísimos, esto es, no solo en la muerte terrena, sino en lo que viene después y lo primero que viene después de la muerte es el juicio particular, en donde toda nuestra vida quedará desplegada ante nuestros ojos y la veremos tal como la ve Dios, con lo que sabremos, a la luz de la Divina Justicia, qué es lo que merecemos como destino de eternidad de acuerdo a si nuestras obras son buenas o malas. En la muerte corporal, al mismo tiempo que se cierran los ojos corporales, se abren los ojos del espíritu, y podemos ver en consecuencia, con toda claridad, lo que aquí veíamos sólo por la fe. Luego de la muerte, contemplaremos a Dios tal como es Él, un “piélago de substancia infinita”[4], un océano infinito de Amor eterno, y nos daremos cuenta de que si hemos muerto con faltas de perdón, enojos, frialdades, desatenciones al Amor de Dios, deberemos purificarnos en esas faltas de amor que constituyen los pecados veniales; también nos daremos cuenta que, si hemos muerto en gracia, es decir, con el corazón lleno del Amor a Dios y al prójimo, entonces sí merecemos estar delante de Dios, que es Amor infinito y eterno; por último, en el juicio particular, nos daremos cuenta de que, si hemos muerto separados del Amor de Dios -es decir, en pecado mortal- y puesto que una vez atravesado, por la muerte, el umbral de la eternidad, es imposible regresar, sabremos que nuestro destino eterno es el lugar en donde ya no hay Misericordia Divina, sino sólo la Divina Justicia, esto es, el infierno.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Dios califica de “insensato” –sin sentido común, sin razón- a quien, guiado por la avaricia, acumula tesoros materiales, en vez de acumular “tesoros en el cielo”. No da lo mismo acumular tesoros materiales que espirituales y si bien el destino eterno para los que, con avaricia, aman el dinero, es terrible, el destino eterno para quienes acumulen tesoros en el cielo, es inimaginablemente maravilloso, tal como lo relata San Agustín en el poema dedicado a su madre, Santa Mónica, en su muerte. En dicho poema, San Agustín hace hablar a su madre, como estando ya en la gloria de Dios, describiendo la hermosura de los gozos celestiales: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudieras ver con tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen! Créeme: cuando la muerte venga a romper tus ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en el que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a quien te amaba y que siempre te ama, y encontrarás su corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme, pero transfigurada/o y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás”[5]. Es para gozar de esta dicha celestial, que se deriva de la contemplación de la Trinidad y del Cordero, que debemos, como avaros, acumular tesoros, pero no materiales, sino celestiales: mansedumbre, bondad, misericordia, vida de gracia.





[1] Cfr. Verónica Toller, Cumplió 116 años y dicen que es la más anciana de la Argentina; http://www.clarin.com/sociedad/Cumplio-anos-dicen-anciana-Argentina_0_1622237891.html
[2]  Carta a san Policarpo de Esmirna, Cap. 5, 1-8, 1. 3: Funk 1, 249-253.
[3] Cfr. San Ignacio de Antioquía, passim.
[4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
[5] La muerte no es el final; cfr. http://www.sabiduriadeunpobre.com/public/Fray%20Tomas%202.htm

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