miércoles, 31 de agosto de 2016

“No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”


“No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres” (Lc 5, 1-11). En este Evangelio se relata una de las pescas milagrosas realizadas por Jesús. Notemos el siguiente detalle: Pedro y los demás pescadores han estado tratando de pescar, infructuosamente, toda la noche, pero cuando Jesús se lo ordena, sacan una gran cantidad de peces. ¿Qué significa este milagro? Para saberlo, tengamos en cuenta que, al igual que sucede con las parábolas, en este caso, también cada elemento del milagro, se refiere a una realidad sobrenatural.
Jesús es el Hombre-Dios y, como tal, sube a la barca de Pedro, es decir, no sube a la otra barca, sino a la de Pedro, porque esta barca es la Iglesia, la barca del Vicario de Cristo, el Papa; el mar representa el mundo y la historia humana; los peces son los hombres; la noche, en la que han pescado infructuosamente, representa a una Iglesia sin Cristo y, al no estar Cristo, Luz del mundo y Luz eterna de Luz eterna, trabaja a oscuras, con las solas fuerzas humanas de sus integrantes, sin lograr ningún fruto, y es por eso que las redes, al final de la noche, están vacías; Jesucristo que sube a la barca de Pedro significa que es Él quien, con su Espíritu, gobierna la Iglesia; el día, iluminado por la luz del sol, y es el tiempo en el que se realiza el milagro, representa la gracia de Jesús, Sol de justicia y Gracia Increada, Fuente de toda gracia participada, por Quien el trabajo apostólico de la Iglesia, que busca salvar las almas, tiene frutos y frutos abundantes.

El milagro nos enseña, por lo tanto, que sin Jesucristo y su Espíritu, todo nuestro trabajo apostólico es en vano, y es esto lo que representa la pesca infructuosa realizada por Pedro y los demás apóstoles; por el contrario, el trabajo apostólico realizado bajo la guía del Hombre-Dios, supera todo cálculo humano. Por último, Pedro y los demás apóstoles se postran ante Jesús luego del milagro, invadidos por el santo temor de Dios, al descubrir, en Jesucristo, a Dios Hijo encarnado: esto representa al alma que, iluminada por el Espíritu Santo, reconoce a Jesús en la Eucaristía y se postra para adorarlo.

“Las multitudes lo buscaban”


“Las multitudes lo buscaban” (Lc 4, 38-44). En el Evangelio se narra que Jesús “curaba muchos enfermos” y “expulsaba demonios”, y por ese motivo, “una multitud lo buscaba”. Buscar a Jesús para pedirle que nos cure alguna enfermedad, para que nos dé alivio en alguna tribulación, para que nos proteja de las acechanzas del Tentador de las almas, no está mal; aún más, es lo que hay que hacer. Sin embargo, no deja de ser, en el fondo, una actitud egoísta, porque se busca a Jesús sólo por el hecho de que encontrarnos con Él puede reportarnos algún beneficio.
“Las multitudes lo buscaban”, dice el Evangelio, aunque lo buscaban, como podemos ver, no por lo que es Él en sí mismo, sino porque hacía milagros y expulsaba demonios. ¿Qué sucede con nosotros? ¿Buscamos a Jesús, como la multitud? Y si lo buscamos, ¿lo hacemos porque estamos interesados en algún beneficio que nos pueda conceder? Jesús, siendo el Hombre-Dios, puede concedernos todos los milagros y puede “solucionar” todos nuestros problemas, de todo tipo –salud, monetarios, afectivos-, pero si buscamos a Jesús sólo por esto, estamos demostrando que, en el fondo, tenemos una actitud egoísta para con Jesús, porque lo buscamos por lo da y no por lo que Es.
Mucho más que solucionarnos nuestros problemas y tribulaciones, Jesús quiere que lo busquemos para entregarnos el contenido de su Sagrado Corazón Eucarístico, su Sangre Preciosísima, que contiene al Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Jesús está en la Eucaristía, en Persona, con su Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad. ¿Voy a buscarlo? Y si voy al sagrario, ¿voy para pedirle dones, milagros, favores? ¿O voy para recibir el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico? Es para esto que tenemos que buscar a Jesús, por lo que es Él, Dios de infinita majestad, que quiere darnos el Espíritu Santo contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico. Para esto es que lo tenemos que buscar, al menos en primera instancia y luego, solo luego, para pedirle algún don o favor. ¡María Santísima, Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que yo busque a tu Hijo Jesús en el sagrario, por lo que ES, y no por lo que da!

lunes, 29 de agosto de 2016

“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo”


“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo” (Mt 13, 44-46). Jesús compara al Reino de los cielos con un hombre que encuentra un tesoro escondido en un campo y, para poder adquirir el tesoro, va y vende todo lo que tiene y compra el campo. Como en todas las parábolas de Jesús, los personajes y elementos de la misma, tomando situaciones de la vida humana, hacen referencia a la vida sobrenatural. El hombre que encuentra el tesoro es un hombre cualquiera que, un día cualquiera, sin esperarlo siquiera, recibe la gracia de la conversión y es esta gracia la que está representada en el hecho del descubrimiento del tesoro; el tesoro es la vida de la gracia, la vida que hace al alma partícipe de la vida divina de Dios Uno y Trino, pero también es la Eucaristía, porque el mayor bien –el único- que tiene la Iglesia, no es ni el oro ni la plata, sino la Sagrada Eucaristía; los bienes que el hombre vende para poder adquirir el campo, son los pecados, los vicios, y todo lo malo, que aparta al hombre de Dios y de la comunión de vida y amor con Él.

“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo”. En ese hombre que descubre el tesoro escondido, estamos representados los cristianos, que hemos recibido la gracia de pertenecer a la Iglesia Católica, la única Iglesia verdadera del Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino, y esta Iglesia a la que pertenecemos, posee un tesoro de valor incalculable, la Eucaristía, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Estamos representados en el hombre que descubre el tesoro en el campo, pero, ¿vendemos verdaderamente todo lo que tenemos, es decir, luchamos contra el pecado y contra todo lo que nos aparta de la gracia, para quedarnos con el tesoro, que es la Eucaristía? ¿O más bien, haciendo al revés que el hombre de la parábola, nos quedamos con los bienes que poseemos y no los vendemos, porque en el fondo, preferimos la vida del hombre viejo, con sus concupiscencias, antes que la vida del hombre nuevo, que vive sólo del Pan Vivo bajado del cielo?

viernes, 26 de agosto de 2016

“Cuando des un banquete…”


(Domingo XXII – TO - Ciclo C - 2016)

         “Cuando des un banquete…” (Lc 14, 1.7-14). Jesús es invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos; al llegar, Jesús observa cuidadosamente la actitud de los invitados, y ve cómo todos “buscan los primeros puestos”. lo cual constituye una muestra de soberbia y vanidad, pues lo que pretenden, al buscar los primeros puestos, es aparentar ante los demás, recibir sus honores y ser admirados, además de congraciarse con los más poderosos, despreciando a los humildes. A partir de esta actitud, Jesús da dos recomendaciones: no buscar nunca los primeros puestos, sino los últimos, e invitar a quienes “no puedan retribuirnos”, y esto último lo hace por medio de una parábola. Contrariamente a lo que pudiera parecer, Jesús no nos está simplemente animando a ser buenos y educados –que sí hay que serlo-; tampoco nos está dando lecciones de urbanidad –que sí hay que tenerlas-, como el de no ocupar nunca los puestos principales; tampoco nos recomienda tener un simple gesto de solidaridad y de generosidad humana –que sí hay que tenerlos-. El objetivo de la parábola, por la cual nos advierte que debemos invitar a aquellos que no pueden devolvernos el convite porque nada tienen, es darnos una enseñanza cuyo contenido es sobrenatural y por lo tanto, infinitamente más profundo que una mera lección de modales de urbanidad.
¿De qué enseñanza sobrenatural se trata? En realidad, al pedirnos que nos comportemos como el dueño de un banquete que invita a quienes no pueden retribuirle, Jesús nos está aconsejando que imitemos a Dios Padre en su Amor misericordioso, porque es Dios Padre quien da un banquete –suculento, exquisito- a los pobres, lisiados, miserables, que somos nosotros y que no tenemos con qué retribuirle; es Dios Padre quien nos sirve un manjar de sabor exquisito en la Santa Misa y nos invita a este banquete, sin que podamos, de ninguna manera, retribuirle lo que nos convida. ¿En qué consiste este banquete suculento, de manjares exquisitos, servidos por Dios Padre para nosotros en cada Santa Misa? Este banquete celestial consiste en Carne, Pan y Vino: Dios Padre nos sirve la Carne del Cordero de Dios, inmolada en el altar de la Cruz y asada en el Fuego del Divino Amor en la Resurrección, el Cuerpo de Jesús resucitado en la gloria; acompaña a esta Carne del Cordero un Pan exquisito, el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, y lo que se bebe en este manjar celestial, es un Vino delicioso, que embriaga al alma con la dulzura del Amor de Dios, un Vino exquisito, que no puede ser producido por ningún viñedo de la tierra, porque este Vino que nos sirve Dios Padre está hecho con el fruto de la Vid Verdadera, triturada en la vendimia de la Pasión, la Sangre Preciosísima del Señor Jesús, derramada en la cruz y vertida en el cáliz del altar eucarístico y que contiene, en sí misma, al Espíritu de Dios. Es un manjar tan exquisito, tan delicioso, que es imposible de apreciar por los hombres.

“Cuando des un banquete…”. Dios Padre nos invita a su banquete celestial, la Santa Misa, y nosotros no podemos retribuirle. Aunque, pensándolo bien, sí podemos retribuirle a Dios Padre el banquete que nos sirve, y es ofreciéndole nosotros, por manos del sacerdote ministerial, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía. Y es tan alto el precio de lo que le ofrecemos al Padre, la Eucaristía que, incluso, si Dios no nos debe, quedamos a mano. 

jueves, 25 de agosto de 2016

“El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes”


“El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes” (Mt 25, 1-13). Jesús compara al Reino de los cielos con un esposo que viene de sus bodas nupciales, ya entrada la noche, y cuando llega, es recibido sólo por cinco de las diez vírgenes, porque son las únicas que tienen aceite para alumbrarse en la noche y ver cuando el esposo llegue; una vez que llega, el esposo entra en la casa con las vírgenes prudentes, mientras que a las necias las deja afuera. Una vez más, aquí tenemos que ver, en esta parábola de Jesús, cuáles son las realidades sobrenaturales representadas en la misma. El Esposo que regresa ya entrada la noche es Jesucristo, que es llamado “Esposo” de la Iglesia Esposa y, por la Encarnación del Verbo con la humanidad, Esposo de las almas; la noche, representa el estado del mundo y de las almas al momento del regreso de Jesús para el Día del Juicio Final: la noche representa la ausencia de fe en las almas, y es por eso que Jesús pregunta: “Cuando regrese el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”; se está refiriendo a un estado de ateísmo generalizado en la humanidad, que habrá suplantado a Dios por el hombre en su corazón; las vírgenes representan a las almas; las lámparas con aceite y con llama encendida por la mecha, significan a las almas en estado de gracia santificante –el aceite-; con su humanidad casta y pura, que es la mecha limpia que con su pureza permite la circulación del aceite para luego inflamarse con el fuego; y con la luz de la fe –que es lo que significa la llama de la lámpara-; la casa en donde entra el Esposo con las vírgenes prudentes, significa la Casa del Padre, el Reino de los cielos, y el ambiente de fiesta y alegría pura que se vive en ella, significa la alegría que experimentan los bienaventurados en el cielo por la contemplación de Dios Trino y el Cordero. A su vez, las vírgenes necias, que no tienen aceite porque, por pereza, se durmieron y no fuero a “proveerse de aceite”, significan las almas que, por pereza espiritual, descuidaron el estado de sus almas y, cayendo en el sopor de la indiferencia, fueron cometiendo pecado venial tras pecado venial, hasta el pecado mortal, que es lo que significa las lámparas sin aceite, porque el alma no tiene la gracia y tampoco la ilumina la luz de la fe; el hecho de que la “puerta se cierra”, quedándose ellas afuera de la sala nupcial, significan las almas que, al morir en pecado mortal, quedan irremediablemente afuera del Reino de Dios.
Nuevamente, Jesús nos advierte: “Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora”. Seamos como las vírgenes prudentes, es decir, que nuestras almas estén llenas con el aceite de la gracia y que la luz de la fe en Cristo Jesús nos ilumine en las siniestras tinieblas en las que el mundo sin Dios se ha sumergido, para que cuando llegue el Esposo, Nuestro Señor Jesucristo, salgamos a su encuentro y seamos llevados al salón nupcial, el Reino de Dios.


miércoles, 24 de agosto de 2016

“Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor”


“Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor” (Mt 24, 42-51). Jesús nos presenta una parábola en la que un señor, dueño de casa, regresa luego de un viaje de manera imprevista y se encuentra con dos tipos de servidores distintos: uno bueno, que al momento de la llegada de su señor lo está esperando y está trabajando, y uno malo que, por el contrario, no solo no hace su trabajo, sino que se dedica a comer y a beber y a comportarse mal. Para entender esta parábola, debemos tener en cuenta que cada elemento de la parábola representa un elemento sobrenatural: el “dueño de casa” no es otro que Él, Jesús, el Hombre-Dios que, como Él lo dice, “vendrá a la hora menos pensada”, tanto a nuestra vida personal, como en el final de la historia de la humanidad: “Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada”; el premio dado al servidor fiel, es el Reino de los cielos; el castigo al servidor malo y perezoso, es el infierno, que es la realidad que designa la expresión usada por Jesús: “afuera (del cielo), en donde habrá llanto y rechinar de dientes (ausencia de felicidad y dolor)”; los servidores, que son dos, somos nosotros, pero el ser un “servidor fiel y previsor”, a quien su señor “lo encuentra, al llegar, ocupado en su trabajo” o ser un “servidor malo”, perezoso, glotón y ebrio, que golpea a los demás, depende de cada uno de nosotros, de nuestras obras libremente realizadas. Entonces, con la imagen de dos tipos de servidores distintos, Jesús grafica tanto su Llegada a nuestras vidas personales, el día de nuestra muerte, en el que recibiremos nuestro Juicio Particular, como al Día del Juicio Final, en el que Él juzgará a toda la humanidad, para dar a cada uno lo que cada uno se mereció libremente con sus obras, y es para estos encuentros, cara a cara, persona a persona con Jesús, para lo que debemos prepararnos.
La pregunta por lo tanto es: ¿de qué manera nos constituimos en “servidores fieles”, para que cuando Jesús llegue, nos dé el premio de la vida eterna? Viviendo en gracia, procurando obrar la misericordia, poniendo nuestros talentos al servicio de la Iglesia para la salvación de las almas. Por el contrario, si no nos preocupamos, ni por vivir en gracia, ni por obrar la misericordia, nos convertimos en el servidor malo y perezoso, que queda fuera del banquete del Reino.

“Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor”. Jesús nos advierte para que estemos prevenidos, porque no sabemos cuándo será Su Llegada a nuestra vida personal, cuando lo veremos cara a cara. Es para ese encuentro, que debemos tener el corazón en gracia y con amor a Dios, y con las manos llenas de obras de caridad.

martes, 23 de agosto de 2016

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”


“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Jesús se queja de los fariseos, que eran personas religiosas, y les reprocha que justamente ellos, que son religiosos, se han olvidado de lo esencial de la religión: la justicia, la misericordia y la fidelidad. La religión es la relación con Dios, que es Uno y Trino, y así como sucede entre humanos que, cuando se quiere entablar una relación de amistad, se debe tener valores en común –“lo semejante llama a lo semejante”-, dice Aristóteles, así también con Dios, el hombre debe tener en común con Dios aquello que distingue a Dios, que es la justicia, la misericordia y la fidelidad. Dios es Justo, de lo contrario, si fuera in-justo, sería imperfecto y por lo tanto dejaría de ser Dios, que es infinitamente perfecto; Dios es misericordioso y, aún más, es la misericordia en Persona y fuente de toda misericordia; Dios es fiel, porque la fidelidad es una característica de la perfección del Ser divino trinitario. Por lo tanto, si el hombre quiere ser religioso, es decir, si quiere establecer un diálogo de amor y una comunión de vida con las Tres Divinas Personas, debe ser –o, al menos, tratar de ser- justo, misericordioso y fiel. De lo contrario, es decir, si el hombre es injusto, inmisericordioso e infiel, no puede entablar una relación religiosa con Dios y, aunque se vista como religioso, aunque vaya al templo todos los días, aunque lea la Palabra de Dios todos los días, sus actos de religión no le valen de nada ante Dios, porque no son agradables a Dios.
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Debemos tener en cuenta que el reproche de Jesús no se dirige a ateos, es decir, a quienes no creen en Dios; no se dirige a quienes no frecuentan el templo: se dirige a hombres religiosos, los fariseos, que están en el templo todo el día, pero que a pesar de eso, se han olvidado –han dejado de lado- lo que, por estar en el templo, deberían tener en primer lugar: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Siendo religiosos, se han vuelto injustos, carentes de misericordia, e infieles a Dios, porque lo han abandonado por el culto de sí mismos.
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Jesús califica duramente a los fariseos, llamándolos “hipócritas”, pero no debemos creer que ese reproche se limita solo a ellos, porque como cristianos, formamos el Nuevo Pueblo Elegido, y si no somos justos, misericordiosos y fieles a Dios, también a nosotros nos cabe el mismo reproche y la misma advertencia de Jesús: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Para que Jesús no nos tenga que reprochar como a los fariseos, tenemos que procurar ser justos –es una injusticia, por ejemplo, que un cristiano ame más al dinero que a Dios-, misericordiosos –practicando las obras de misericordia que nos indica la Iglesia- y fieles –sobre todo a Dios, no abandonando la Misa dominical por las distracciones mundanas-.


viernes, 19 de agosto de 2016

“Traten de entrar por la puerta estrecha"



(Domingo XXI - TO - Ciclo C – 2016)

“Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán” (Lc 13, 22-30). ¿Adónde hay que entrar? Al Reino de los cielos. ¿Por dónde? Por la “puerta estrecha”. ¿Qué es esa “puerta estrecha”? Es Jesús mismo, según la propia definición que da Él de sí mismo: “Yo Soy la Puerta”. Pero resulta que esta Puerta está en la cruz, y es por eso que, todo aquel que quiera acceder al Reino de los cielos y al seno eterno del Padre, tiene que subir a la cruz. Jesús crucificado es la Puerta abierta al Reino de los cielos, porque su Corazón ha sido traspasado por la lanza del soldado romano, y es por esa Puerta abierta, que es su Corazón abierto por el acero de la lanza, por donde debemos entrar los cristianos, si queremos llegar al Reino de Dios. No hay otra puerta ni otro acceso al Reino de Dios sino es por la Puerta de Dios, el Sagrado Corazón de Jesús traspasado por la lanza.
“Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán”. La Puerta por la que se entra al Reino es estrecha, porque es el Corazón traspasado de Jesús, cuya herida abierta ha sido provocada por el frío y duro acero de la lanza. Es una Puerta estrecha, porque la herida es pequeña, aunque lo suficientemente grande como para que se derrame sobre las almas el océano infinito de amor misericordioso y eterno que inflama al Corazón de Jesús, pero es una herida pequeña cuando de entrar por ella se trata: para entrar al Sagrado Corazón de Jesús, hay que pasar por la herida abierta de su costado y por ahí no puede pasar quien está inflado por el orgullo; por la herida abierta del Corazón traspasado de Jesús no puede pasar quien está henchido por la soberbia y el amor propio. Por esta Puerta estrecha no se puede pasar cargado de bienes materiales, de oro, de plata, de afición a la concupiscencia carnal; por esta Puerta se ingresa a un camino, a un sendero estrecho, en subida, difícil de transitar, porque además de ser en subida, se debe cargar la cruz de todos los días; es un sendero arduo, a cuyos lados hay filosas piedras y plantas espinosas que arrancan jirones de piel y provocan heridas cortantes a quienes, por el peso de la cruz, trastabillan y caen; es un sendero que es imposible de extraviarse, porque es único, en subida y porque está señalado su recorrido por la Sangre Preciosísima del Cordero, que va delante de todos, y que cae a borbotones de su Cuerpo herido; este sendero, al que conduce la Puerta estrecha, finaliza en la cima de un monte, el Monte Calvario, en donde se da muerte al hombre viejo, para que pueda nacer el hombre nuevo, el hombre nacido de lo alto, del agua y del Espíritu, el hombre que vive con una vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la Luz; el que entra por la Puerta estrecha, carga la cruz hasta el Calvario, muere al hombre viejo y nace al hombre nuevo, y así está listo para emprender la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, a algo más grande que el Reino de los cielos, el seno del eterno Padre, al que llega, conducido por el Hijo, en el Amor del Espíritu Santo.

“Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán”. Si Jesús nos ofrece pasar por una Puerta estrecha, que es su Corazón traspasado, el mundo también nos ofrece una puerta, pero se trata de una puerta distinta a la de Jesucristo: es una puerta ancha, fácil de traspasar; una puerta que conduce a un camino pavimentado, fácil de recorrer, un camino en donde no hay que negarse ningún placer terreno, un camino en el que todas las pasiones y todas las concupiscencias son satisfechas, un camino fácil de recorrer porque no hay que llevar el peso de la cruz, la cual se abandona a los costados del camino, un camino atractivo, lleno de luces de colores, de pantallas de televisión que ofrecen programas sensuales, en donde todos ríen a carcajadas por los dobles sentidos, un camino en donde no hay necesidad de pensar ni en Dios ni en su Mesías, porque aquí no tienen importancia sus Mandamientos, y por lo tanto tampoco importa el prójimo con sus necesidades, sino que lo único que importa es el “yo” egoísta y mezquino, que sólo piensa en sí mismo; un camino en el que todo el mundo es feliz, con una felicidad pasajera, hecha de risotadas y carcajadas que se ríen de lo sagrado y de todo lo bueno, pero que termina en llanto inconsolable, cuando el camino empieza a deslizarse hacia abajo y finaliza en un gran abismo de fuego, del que nadie sale nunca más, y en donde no existe el Amor de Dios, porque Dios, que es Amor, está ausente con su Amor, aunque está Presente con su implacable Justicia Divina, y en donde los condenados y los ángeles caídos, llenos de odio implacable a los que caen en este abismo, son la compañía eterna de quienes no quisieron entrar por la Puerta estrecha, el Corazón traspasado de Jesús.

viernes, 12 de agosto de 2016

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”



(Domingo XX - TO - Ciclo C – 2016)

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). ¿Qué clase de fuego es el que ha venido a traer Jesús? Ya en el Antiguo Testamento, Dios había mandado fuego sobre la tierra, como en la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra (cfr. Gn 19, 24), debido a los pecados de impureza de sus habitantes. ¿Es este fuego el que ha venido a traer Jesús? ¿Es el fuego destructor, material, que arrasa con los cuerpos, con las casas, con la vegetación, con los animales, con la naturaleza toda? Además, según las palabras de Jesús, es un fuego que “debe arder sobre toda la tierra”, es decir, es un fuego de alcance universal. Y si estamos, como se puede comprobar día a día, en una situación en la que se ha universalizado el pecado de Sodoma y Gomorra, ¿se trata acaso del deseo de destrucción del mundo por parte de Dios, teniendo en cuenta esta situación de corrupción moral generalizada, que abarca a todo el planeta? ¿Quiere Dios destruir el mundo, no ya por un Diluvio Universal, sino por un fuego de alcance universal?
La respuesta a estas preguntas es que el fuego que ha venido a traer Jesús no es un fuego conocido por el hombre; no es un fuego destructor; no es un fuego material; no es un fuego que provoca dolor; no es un fuego que consume la materia y la convierte en carbón y cenizas. El fuego que ha venido a traer Jesús y que “ya quiere verlo ardiendo”, es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; es el Amor de Dios que une al Padre y al Hijo desde la eternidad y que Él quiere enviarlo sobre el mundo; es el Fuego que incendia las almas en el Amor de Dios; es el Fuego que convierte los corazones de los hombres, secos como la leña o como la hierba al sol, en carbones ardientes, en teas llameantes, que arden en el Amor Divino; es un Fuego celestial, sobrenatural, jamás visto y que no tiene las propiedades destructoras del fuego material, sino que se trata de un fuego que ilumina, vivifica con la vida de Dios y comunica el Amor de Dios a aquel que es alcanzado por sus llamas.
La otra pregunta a responder es: ¿dónde está ese Fuego que ha venido a traer Jesús? Está en su Sagrado Corazón, envolviéndolo con sus llamas, y es el Espíritu Santo. El Fuego que ha venido a traer Jesús es el Espíritu Santo, el Amor Divino, con el que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre desde la eternidad. Es el Fuego de Pentecostés que incendia los corazones en el Amor de Dios y que, inhabitando en el Corazón de Jesús, es transportado, vehiculizado, por su Sangre Preciosísima. Es éste el Fuego que Jesús ha venido a traer al mundo y que “ya desea verlo ardiendo”: es un fuego espiritual, que ha de incendiar las almas y los corazones.
¿Y de qué manera enviará Jesús este Fuego al mundo, a las almas, a los corazones de los hombres? Él mismo lo dice, y es cuando, elevado en la Cruz –“Tengo que recibir un bautismo”, el bautismo de su Sangre-, su Sagrado Corazón sea traspasado y al ser traspasado, se produzca la efusión de su Sangre Preciosísima, Sangre que porta al Espíritu de Dios, Fuego de Amor Divino, que al caer en los corazones humanos secos como el leño, es decir, sedientos del Amor de Dios se conviertan, al contacto con la Sangre del Cordero, en brasas incandescentes que comienzan a arder, a brillar y a iluminar con la luz, el calor y el ardor del Divino Amor.
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. El Fuego que ha venido a traer Jesús es el Espíritu de Dios y está contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico, y cada vez que comulgamos, Jesús quiere aplicar este fuego a nuestros corazones, y son nuestros corazones los que Jesús “quiere ya ver ardiendo”, y si estos no arden al contacto con la Eucaristía –o Carbón Ardiente o Ántrax, como lo llamaban los Padres, porque es la Humanidad de Cristo inhabitada por el Espíritu Santo-, es porque nuestros corazones son tibios, es decir, son corazones duros y fríos como la roca, en donde el fuego no puede aplicar. Que la Virgen convierta nuestros corazones en madera reseca, para que al contacto con la Eucaristía, se conviertan en brasas ardientes que irradien el Fuego del Amor de Dios, el Fuego que Jesús quiere ya ver ardiendo en nuestras almas.


“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”


“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (cfr. Mt 19, 3-12). Jesús deroga el divorcia que había sido autorizado por Moisés “a causa de la dureza de los corazones”, recordando al mismo tiempo que el plan original de Dios era la unión del varón y de la mujer “en una sola carne”. Así, queda establecido el fundamento natural del matrimonio monogámico –la monogamia se deriva de la misma naturaleza humana, creada por Dios, y no de una ley positiva- y será la Iglesia la que luego, por mandato divino, elevará al matrimonio natural a la categoría de sacramento, lo cual hace que la unión monogámica entre el varón y la mujer adquiera un doble fundamento de solidez, natural y sobrenatural. Jesús puede hacer esto –derogar el divorcio concedido por Moisés, restablecer el diseño original monogámico y, por último, divinizarlo por la gracia santificante del sacramento del matrimonio- desde el momento en que Él es no solo el Creador del varón y la mujer, sino también el Divino Legislador, es decir, es Quien establece las leyes, tanto naturales como sobrenaturales, que regulan la unión esponsal en la raza humana.

Esto es importante considerar y tener en cuenta puesto que las características esenciales del matrimonio –unidad, indisolubilidad, fecundidad, se explican por argumentos derivados de la naturaleza humana, pero también y ante todo, se explican por el argumento sobrenatural, esto es, por estar el matrimonio del varón y la mujer injertados, por el sacramento, en un matrimonio místico, celestial, sobrenatural, anterior a todo matrimonio humano, el matrimonio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. De esto se deduce que, atentar contra las características esenciales del matrimonio –y de la familia que de él se deriva- es atentar no sólo contra el orden natural establecido por Dios, sino también contra la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia: el adulterio humano, si fuera consentido, equivaldría a convalidar un “adulterio espiritual” –si cabe la expresión- en el que un cristo falso habitaría en la Iglesia verdadera, o una iglesia falsa alojaría en su seno al verdadero Cristo, Presente en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía, o una iglesia falsa adoptaría y pondría, al nivel del Cristo Esposo, a meros ídolos paganos. Como también podemos deducir, no se puede aceptar, de ninguna manera, ni el adulterio humano, ni el adulterio espiritual de un falso ecumenismo.

Fiesta de la Dedicación de la Iglesia Catedral


         En la dedicación de un templo, lo que hace la Iglesia es ofrecer a Dios una obra hecha por manos humanas, para que Él, con su santidad, la convierta en algo sagrado, en algo que es de su propiedad, en algo que ya no pertenece al mundo y por lo tanto está separado de todo lo que es profano y mundano. El templo, de mera construcción material hecha por el hombre, pasa a ser un lugar consagrado a Dios por la santidad divina y destinado a ser un lugar en el que los hombres se congregan para rendir culto a Dios, para proclamar su Palabra y celebrar sus sacramentos, el principal de todos, la Eucaristía. Al ser consagrado a Dios, el edificio no se puede usar para ninguna otra actividad que no sea la de dar culto a Dios, so pena de profanarlo y, con la profanación del templo, profanar a su Dueño, que es Dios. El templo consagrado se convierte, además de lugar de culto a Dios, en un signo visible de la presencia divina en el mundo, más específicamente, de la presencia de Jesucristo en el mundo, puesto que se contradistingue radicalmente de todo otro edificio mundano. El hecho de estar consagrado a Dios y de ser el lugar de la Presencia de Dios en medio del mundo, hace que el templo deba ser respetado como se lo merece, como un lugar sagrado, y esto implica que se deben evitar las conversaciones, no solo las mundanas, sino toda conversación que no sea verdaderamente necesaria para la santidad y el culto debido a Dios; se deben evitar los pensamientos inútiles y vanos; se deben evitar las canciones profanas y mundanas; se deben evitar las vestimentas que ofenden a la majestad divina y que no condicen con la aspiración a la santidad de los fieles, hijos de Dios; se deben evitar, en definitiva, cualquier comportamiento mundano, y puesto que Dios no habla en el estrépito, sino en la “suave brisa”, es decir, en el silencio, el silencio, tanto exterior, como interior, son los que deben caracterizar al templo, para que el hombre pueda escuchar, en lo profundo de su ser, la dulce voz de Dios. El templo es lugar de oración, de contemplación de los misterios de Dios, de reflexión y meditación en la Palabra de Dios, y no es un lugar para amenizar, ni para convertirnos en espectadores de una función teatral.
Al consagrar el templo o la iglesia a Dios, se lo dedica a Él y se le entrega este templo como una ofrenda, para que su Presencia divina llene el espacio, lo convierta en algo sagrado y por lo tanto digno de Él, de manera que los hombres, al estar ante la Presencia de Dios en un lugar consagrado, abandonen su mundanidad, hagan el propósito de alejarse del pecado y se decidan a vivir en gracia y santidad.
Ahora bien, el templo material, es decir, la construcción humana convertida en sagrada por la santidad de Dios es,a su vez, es la prefiguración del hombre convertido en mera creatura en hijo de Dios y en “templo del Espíritu Santo” por la acción de la gracia santificante, por lo cual, todo lo que se dice del templo consagrado, se dice del cuerpo y del alma del hombre que ha recibido la gracia de la divina filiación y la gracia de que su cuerpo y su alma sean templos de Dios. Así como el templo está dedicado a Dios y nada profano puede entrar en él, así también el cristiano está consagrado a Dios y nada profano, mundano, pecaminoso, puede contaminar, ni su alma, ni su corazón, ni su cuerpo, porque ya no le pertenecen a él, sino a Dios. Y de la misma manera a como el templo se profana con palabras, músicas, acciones mundanas, así también el cristiano, al permitir palabras, música, acciones profanas y mundanas, profana el templo de Dios que es su cuerpo, ofendiéndolo en su majestad.

El cristiano, por el solo hecho de ser cristiano, es templo de Dios en su cuerpo y en su espíritu y su corazón es altar en donde debe ser bendecido, amado y adorado Jesús Eucaristía. Éste es el sentido de la consagración del cristiano como templo de Dios en el bautismo y todo lo que atente contra esta consagración, debe ser evitado, como si de la peste se tratase, y es el sentido de que el cristiano debe distinguirse del mundo como signo de la presencia de Dios, como lo es un templo.

jueves, 11 de agosto de 2016

“Perdona setenta veces siete”


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-35.19, 1). Movido por una mentalidad casuística, propia del fariseísmo, Pedro pregunta a Jesús “cuántas veces” debe perdonar a su prójimo, pensando que el número siete –que es número de perfección para los hebreos- era suficiente: “Se adelantó Pedro y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?’”. La respuesta de Jesús da la magnitud del perdón en la nueva religión que Él viene a fundar: “Jesús le respondió: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’”. Es decir, Pedro pensaba que, si perdonaba siete veces, que es el número perfecto, ya había cumplido con la ley, con lo cual, a la ofensa número ocho, ya se vería en libertad para aplicar la ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Jesús introduce dos novedades en el perdón cristiano: por un lado, no rechaza la idea de la perfección del perdón “cuantificado”, por así decir, pero la eleva al infinito al decir: “setenta veces siete”, lo cual quiere decir: “siempre”. Es decir, si la ofensa se repite todos los días, todo el día, el cristiano debe perdonar “setenta veces siete”, siempre. La otra novedad que introduce Jesús en el perdón cristiano, es la “cualidad” del perdón: el cristiano –el discípulo de Cristo- debe perdonar con un perdón que no es el perdón que está al alcance de la naturaleza humana, sino el perdón divino. Para comprender de qué se trata, el cristiano debe meditar, contemplar, reflexionar, arrodillado ante Jesús crucificado, acerca del perdón divino que él mismo ha recibido en Cristo, un perdón que le ha costado a Jesucristo su Vida y su Sangre, entregadas en la cruz. Es decir, el cristiano debe perdonar a su prójimo –cualquiera sea la ofensa que éste le haga, independientemente de si el prójimo pide o no perdón- con el mismo perdón –y con el mismo Amor- con el cual Jesucristo nos perdona desde la cruz. Ésa es la razón por la cual, como cristianos, no tenemos, en modo absoluto, justificación para no perdonar a nuestro prójimo, sin importar la magnitud del daño que nos haya hecho. Otro elemento aparte, es la cuestión de la justicia, que sí debe ser buscada –es decir, en la ofensa del prójimo, mi deber cristiano es perdonar, pero también, buscar la justicia, dependiendo de la ofensa-. 

“Perdona hasta setenta veces siete”. El perdón del cristiano es radicalmente distinto al perdón del Antiguo Testamento, porque se extiende en el tiempo y porque, fundamentalmente, es un perdón nuevo, porque debo perdonar a mi prójimo con el mismo perdón con el que Cristo Dios me perdona desde la cruz. Si no hago así, soy como el hombre malvado de la parábola, que por una deuda insignificante hizo encarcelar a su prójimo, cuando él mismo había recibido el perdón de su deuda, de parte del rey, imposible de saldar, puesto que era una suma enorme de dinero. Las ofensas que el prójimo nos hace, son ínfimas, comparadas con las ofensas que suponen nuestros pecados contra la majestad y bondad divinas, y Dios nos perdona siempre en Cristo Jesús, por su Sangre derramada en la cruz, por lo cual no tenemos excusa alguna para no perdonar.

viernes, 5 de agosto de 2016

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”



(Domingo XIX - TO - Ciclo C – 2016)

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 32-48). Jesús nos advierte que debemos estar preparados para su venida, que será inesperada. Ahora bien, una vez hecha la advertencia de Jesús, tenemos que preguntarnos: ¿para qué debemos prepararnos? ¿En qué consiste la preparación? ¿Qué quiere decir Jesús cuando dice que Él llegará “a la hora menos pensada”?
Para poder responder a estas preguntas, es necesario analizar la imagen que utiliza Jesús, la figura de un servidor que, a altas horas de la noche, espera a su Señor que regresa de una boda, puesto que cada elemento de la imagen representa una realidad sobrenatural. La noche representa el finalizar del tiempo, ya sea personal, o el tiempo de duración del mundo: así como al finalizar el día sobreviene la noche, así al finalizar la vida de cada persona, sobreviene la muerte, como también al finalizar el tiempo establecido por Dios, terminará el tiempo y la historia humana para dar paso a la eternidad, el Día del Juicio Final; la noche representa entonces ya sea el finalizar de la vida terrena, personal, como el finalizar de la historia humana, con la aparición consiguiente, tanto en uno como en otro caso, de Cristo Dios, Sumo Juez y Juez Eterno; la llegada inesperada del señor que regresa de una boda, significa el fin del tiempo y el comienzo de la eternidad, es la Llegada de Cristo Dios al alma, cuando esta es llamada ante su Presencia para recibir el Juicio Particular, en el momento en que muere, es decir, que pasa de esta vida a la otra, y representa también la Segunda Venida de Jesucristo en la gloria, como Rey de las naciones y como Justo Juez, que juzgará a la humanidad en el Día del Juicio Final, dando a cada uno lo que cada uno libremente mereció por sus obras: el cielo a los buenos y el infierno a los malos; el servidor atento y fiel, con la túnica ceñida y con la lámpara encendida, representa al bautizado que, viviendo la vida de la gracia, no solo cree sino que espera el regreso de Jesús: la posición de pie y en estado de vigilia -el siervo tiene todo listo para cuando regrese su amor; ha preparado la mesa y un refrigerio para su amo, para que se recupere del viaje, sale a la puerta a cada momento para ver si regresa- representa, precisamente, la fe activa y operante, en contraposición con el siervo que duerme, que es el católico que no vive su fe porque luego de haberla recibido como don en el bautismo, voluntariamente dejó de vivir de esa fe; la túnica -es ropa de trabajo, ya que el servidor atento no está vestido con la ropa habitual para dormir, sino con la ropa con la que realiza sus labores diarias- representan las obras que el bautizado debe hacer para entrar en el Reino de los cielos; el cinturón, la castidad y la pureza de cuerpo y alma; la lámpara encendida significa la presencia de la luz de la gracia en el alma, que ilumina la oscuridad del hombre al hacerla partícipe de la luz de Dios, luz que se manifiesta en esta vida no de modo sensible sino interior y espiritualmente por la fe y la Verdad; el señor que llega y encuentra a su siervo en esta actitud de servicio y se pone él mismo a servirlo -notemos la inversión de roles: el señor toma el lugar del siervo y el siervo, el lugar del señor-, representa el premio de la eterna bienaventuranza que Dios da a quienes se esfuerzan por vivir en gracia, cumplir sus mandamientos y obrar la misericordia: con respecto a los mandamientos, no da lo mismo, en absoluto, cumplir los mandamientos de Dios, a cumplir los mandamientos de Satanás, los exactamente opuestos a los de Dios, ya que Jesús premiará a quienes cumplan sus mandamientos y no a los que, libre y voluntariamente, cumplan los mandamientos de Satanás, alimentándose de sus abominables venenos espirituales y sirviendo a sus agentes (Gauchito Gil, Difunta Correa, San La Muerte, entre otros tantos). La felicidad del siervo, expresada por Jesús –“¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!”- representa la felicidad del alma en la eterna bienaventuranza, felicidad que se deriva no de las cosas de este mundo, sino de la contemplación de la Trinidad y del Cordero. A su vez, la fiesta de bodas de la que regresa el dueño de casa, es la Encarnación del Hijo de Dios, esto es, el desposorio místico entre Dios y la Humanidad, llevada a cabo en el seno virgen de María Santísima y por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Por último, con respecto a la preparación en sí misma, es el mismo Jesús quien nos dice cómo debemos prepararnos: “Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”. La preparación consiste en la realización de obras de misericordia, en vivir en gracia y en tener la mente y el corazón permanentemente en la vida eterna, es decir, en hacer del Reino de los cielos el verdadero tesoro, porque allí donde esté el corazón, allí estará el tesoro del hombre, y si nuestro tesoro está en Dios Trino, allí, en Dios Trino, estará nuestro corazón.
“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Hasta que, por la Misericordia de Dios mediante, lleguemos al Reino, que nuestros corazones estén en nuestros tesoros: el Inmaculado Corazón de María y el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.


La Transfiguración del Señor


         Ocurrida en el Monte Tabor, la Transfiguración del Señor (cfr. Mc 6ss) debe ser contemplada a la luz de otro monte, el Monte Calvario. En el Monte Tabor, Jesús se reviste de luz, una luz que no viene del exterior, sino de lo más profundo de su Ser divino trinitario, puesto que la naturaleza divina es luminosa, con una luz más resplandeciente que miles de millones de soles juntos; una luz que da la vida divina a quien ilumina; una luz que comunica el Amor de Dios a quien ilumina. Si en el Monte Tabor Jesús se reviste de luz, en el Monte Calvario, por el contrario, se reviste de Sangre, de su propia Sangre, la Sangre del Cordero, que brota a borbotones de sus heridas abiertas; una Sangre roja, Preciosísima, que da la vida divina a aquel sobre quien cae esta Sangre; una Sangre que quita el pecado del corazón del hombre y que comunica el ardor del Divino Amor a aquel que es bañado en esta Preciosísima Sangre, la Sangre del Cordero de Dios. En el Monte Tabor, resplandece la gloria de Dios, la gloria que Jesús habrá de comunicar a los bienaventurados; en el Monte Calvario, Jesús no está cubierto de gloria, sino de su Sangre, la Sangre Preciosísima que comunicará a los hombres el perdón de Dios y su Divina Misericordia. En el Tabor, Jesús permite que su gloria divina, la que Él posee en cuanto Segunda Persona de la Trinidad, resplandezca ante sus discípulos, para que estos no desfallezcan en las amargas horas de la Pasión y esto es un milagro de la Divina Bondad; en el Monte Tabor, Jesús retira, por un milagro, su gloria, impidiendo que se manifieste como en el Tabor, para poder sufrir la Pasión y mostrar así la magnitud infinita del Amor Misericordioso de Dios por los hombres, a los cuales quiere salvar, a todos, por el sacrificio de Jesús en la Cruz.

         Ahora bien, si es cierto que la Transfiguración en la gloria de Jesús no puede no ser meditada a la luz de su Santo Sacrificio del Monte Calvario, es también cierto que tanto la Transfiguración, como el Calvario, deben meditarse a la luz de aquello que, en el misterio de la liturgia, constituye el Nuevo Monte Tabor, porque Jesús resplandece, a la luz de la fe, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía, y constituye también el Nuevo Monte Calvario, porque Jesús renueva su Santo Sacrificio de la Cruz, y es el Altar Eucarístico. Transfiguración y Tabor; Crucifixión y Calvario; Eucaristía y Altar Eucarístico, he aquí los misterios insondables de Nuestro Dios, el Señor Jesús.

miércoles, 3 de agosto de 2016

“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”


“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!” (Mt 15, 21-28). Jesús alaba la fe de la mujer cananea porque su fe en Él, en su condición de Hombre-Dios, capaz de hacer milagros y de expulsar demonios con la orden de su vez, supera todas las pruebas a las que la somete el mismo Jesús. La fe de la mujer cananea es verdaderamente fuerte: por un lado, a pesar de no pertenecer ella al Pueblo Elegido, cree en Jesucristo, que es hebreo de raza; supera el obstáculo puesto por el mismo Jesús en Persona, que no le concede el milagro de buenas a primera, sino que le hace ver que los milagros como los que ella pide –exorcizar a su hija para ahuyentar al demonio que la posee- están reservados “a los hijos”, es decir, a los miembros del Pueblo Elegido; finalmente, supera la prueba más dura de todas, que es la de soportar la humillación que significa ser comparada con un perro, cuando Jesús le dice que “no está bien que los perros –es decir, ella, que es pagana- coman –reciban milagros- de la mesa de los hijos –los judíos, el Pueblo Elegido-, a lo que la mujer cananea responde que eso es verdad –acepta, implícitamente, con mansedumbre y humildad, el calificativo que le da Jesús, de “perro”-, pero que también es cierto que los perros, o los cachorros –los paganos como ella-, comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos –es decir, los paganos pueden recibir un milagro “menor”, la migaja, como lo es la expulsión del demonio-. Con esta última respuesta, en la que la mujer cananea utiliza las mismas palabras y el mismo argumento de Jesús, la mujer termina por dar el ejemplo perfecto de fe, pero también de mansedumbre y humildad –no se ofende por ser comparada con un perro-, aunque también de inteligencia y astucia evangélicas –el mismo Jesús nos dice que seamos “mansos como palomas y astutos como serpientes”[1]-, todo lo cual significa que la mujer, pagana, está iluminada, como primicia del sacrificio de Jesús, por el Espíritu Santo, ya que son virtudes sobrenaturales, imposibles de ser “producidas” por la naturaleza humana. Todo esto motiva el asombro de Jesús –hay que agregar la docilidad a la gracia por parte de la mujer cananea-, con lo cual le concede, como premio a su fe, lo que le ha pedido, es decir, que su hija se vea libre de la posesión demoníaca.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”. Ahora bien, nosotros, desde el momento en que formamos parte del Nuevo Pueblo Elegido y que por lo mismo poseemos la fe desde el bautismo, injertada como una semilla del cielo en nuestras almas, ¿podemos decir que tenemos la fe de la mujer cananea? ¿Creemos en Jesucristo como Hombre-Dios, capaz de hacer milagros sorprendentes? ¿Creemos en su poder divino, que en la Santa Misa convierte, por el milagro de la transubstanciación, el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre? Y si lo creemos, ¿comulgamos con la piedad, el fervor, la devoción y, sobre todo, el amor que la Eucaristía se merece? ¿O, por el contrario, hacemos todo de manera mecánica, automática, como quien no tiene fe, o una fe superficial? ¿Pretendemos el auxilio divino, siendo nuestra fe sumamente débil, si la comparamos con la de la mujer cananea?




[1] Cfr. Mt 10, 16.

“Es un fantasma”


“Es un fantasma” (Mt 14, 22-36). Los discípulos, que están en la barca que es sacudida por fuertes vientos, ven llegar a Jesús caminando por las aguas; en vez de reconocerlo, puesto que están con Él día y noche y han presenciado muchos otros milagros, se ponen a gritar, llenos de pavor, diciendo: “¡Es un fantasma!”. Jesús los tranquiliza diciéndoles que “es Él” y que “no teman”; Pedro, que está en la barca, para corroborar que se trata de Jesús, le pide que lo haga ir hasta Él. Jesús lo llama y Pedro comienza a caminar sobre las aguas, aunque apenas comenzado el trayecto y frente al ímpetu del viento, tuvo miedo, expresión de su falta de fe en Jesús y comenzó a hundirse, frente a lo cual Jesús le tiende la mano y lo rescata, al tiempo que le reprocha su falta de fe: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Luego Jesús sube a la barca y el viento se calma inmediatamente y los discípulos, esta vez iluminados por el Espíritu Santo, se postran ante Él, adorándolo.
Lo que sucede con los discípulos es que no reconocen a Jesús como Dios; podría ser la prefiguración de la Segunda Venida del Señor, quien no será reconocido como tal, pues la falta de fe en Jesús como Dios Hijo encarnado será tal, que es para esos días que se reserva la pregunta de Jesús: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8).
Pero no solo los discípulos defeccionan en la fe: también Pedro, siendo Vicario de Cristo, falla en su fe, una fe que le permitiría hacer la obra de Dios, un milagro tan portentoso como el del mismo Hombre-Dios, esto es, caminar sobre las aguas.
A su vez, las aguas que se calman cuando Jesús sube a la barca, representan a los enemigos de la Iglesia, a los ángeles caídos y a las pasiones desordenadas, que atormentan a los hombres desde la Caída Original, todos los cuales se disipan como el humo al viento ante la Presencia del Hombre-Dios.
Ya una vez Jesús en la barca e invadidos por el Espíritu de Jesús y el Padre, el Espíritu Santo, los discípulos en la barca -esto es, en la Iglesia-, se postran ante Jesús y lo adoran; es lo que deben hacer los cristianos ante la Presencia de Jesús Eucaristía.