viernes, 30 de septiembre de 2016

“Señor, auméntanos la fe”


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C – 2016)

“Auméntanos la fe” (Lc 17, 5-10). Los Apóstoles piden a Jesús que “les aumente la fe” y Jesús les responde: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería’”. Con esta respuesta, Jesús nos quiere hacer ver el poder de la fe de los cristianos, capaz de modificar la naturaleza creada, operando sobre las leyes de la naturaleza, es decir, obrando milagros. Ahora bien, no se trata de una fe cualquiera, sino de la fe verdadera, la fe bimilenaria de la Iglesia, que es la fe teológica en Jesucristo como Hijo de Dios encarnado y que es la que posibilita, a su vez, hacer milagros en su nombre[1]. Todos los santos, de todos los tiempos, han tenido esta fe, la fe de la Iglesia –Jesús es la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana en el seno virgen de María, por obra del Espíritu Santo-, infundida en el bautismo sacramental, y es por eso que pudieron hacer milagros en nombre de Jesús. La fe es un don, infuso en el bautismo pero, al igual que una semilla, a la cual si no se la riega y no se la abona, no germina, así también la fe, si no se la riega con la oración y la gracia y si no se la abona con la práctica de lo que la fe enseña, entonces la fe se marchita y muere. Es esto lo que quiere decir la Escritura cuando dice: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras, te mostraré mi fe” (Sant 2, 18). Es decir, alguien puede proclamar a los cuatro vientos que tiene fe en Jesucristo, pero si no obra de acuerdo a la fe que dice profesar, esa fe es una fe muerta, sin vida. Por el contrario, alguien puede no decir ni una palabra de la fe que cultiva en su corazón, pero si obra la misericordia, demuestra que su fe está viva. La fe es importante para hacer milagros en nombre de Jesús, pero el primer milagro es que mi propio corazón esté convertido al Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús; de lo contrario, esa fe de nada me sirve.
Si esto es así, ¿cómo saber si tengo fe verdadera en Jesucristo, una fe capaz de hacer milagros? ¿Tengo que hacer una curación milagrosa, para saber si tengo fe? Hay una prueba muy sencilla y la puedo hacer en cualquier momento, y el resultado de esa prueba me dirá si mi fe en Jesucristo es o no verdadera: si Jesús dice: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44) y “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 22), pero yo, en vez de perdonar a mi prójimo, sólo busco venganza y guardo enojo y rencor en mi corazón, y no perdono, entonces esa fe no es verdadera; si Jesucristo dice: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8), pero no busco vivir la pureza, en pensamientos, palabras y obras, entonces mi fe no es verdadera; si Jesús dice: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Mt 23, 12), pero no soy capaz de humillarme ante mi prójimo, pidiendo perdón si he cometido una falta contra él, entonces mi fe no es verdadera; si Jesús dice: “Carga tu cruz de cada día y sígueme” (cfr. Mc 8, 34), pero yo no quiero cargar la cruz y reniego de la cruz, porque me niego a ofrecer mis tribulaciones, mis dolores, mis pesares, y porque cargar la cruz significa morir al hombre viejo, y yo no quiero morir al hombre viejo y sus pasiones, porque eso implica comenzar a vivir la vida de la gracia, que significa un combate a muerte contra el pecado, contra mi vicio dominante y contra mis defectos, entonces mi fe no es verdadera.
Por otra parte, la fe debe ser pura y cristalina y no contaminarse con elementos extraños a la fe católica, y los extremos opuestos a la verdadera fe son la incredulidad y la credulidad, es decir, el no creer, a pesar de las evidencias –por ejemplo, los milagros de resurrección de muertos, o las multiplicaciones milagrosas de panes y peces-, y la creencia irracional en quien no se debe creer, o en atribuir dones de Dios y sus santos a quienes son agentes del Demonio –por ejemplo, creer en supersticiones como la cinta roja, o creer en agentes del Demonio como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, o San La Muerte, atribuyéndoles milagros, cuando en realidad, estos verdaderos agentes del infierno, lo único que traen al alma es desgracia, pecado y muerte-; creer de esta manera, de forma irracional, es tener una fe idolátrica, supersticiosa, como lo es también creer en quienes operan con las fuerzas del mal, los ángeles caídos, como los brujos, los lectores de cartas, los magos y todos los que practican la hechicería y la brujería.
 “Señor, auméntanos la fe”. Como vemos, no solo tenemos que pedir que aumente nuestra fe, sino que debemos pedir que purifique nuestra fe, para que nuestra fe sea la misma y única fe, pura e incontaminada, de la Iglesia. Y cuando así lo hagamos, es decir, cuando pidamos la pureza y el aumento de la fe, para que nuestra fe sea la misma fe de la Iglesia desde hace dos mil años, nuestra fe será capaz de un prodigio infinitamente mayor que trasplantar un árbol de morera en el fondo del mar. Entonces, debemos pedir, como los Apóstoles: “Señor, danos la fe de la Iglesia, purifica nuestra fe, auméntanos la fe”, porque por nosotros mismos, nuestra fe no es capaz de mover no ya una planta de morera, sino ni siquiera una hoja, pero si nos unimos a la fe de la Iglesia, como lo decíamos recién, nuestra fe adquiere una fortaleza de tal magnitud, que más que mover un árbol, hace un prodigio infinitamente mayor: hace bajar del cielo nada menos que al Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, quien por las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial -que convierte las substancias inertes del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad- se queda, con su Ser divino trinitario, oculto en lo que parece pan, pero ya no es más pan sin levadura, sino Él mismo en Persona. Es esta fe, la fe de la Iglesia en la Transubstanciación, la que tenemos que pedirle a Nuestro Señor que aumente cada vez más, y es por eso que decimos, junto con los Apóstoles: “Señor, auméntanos la fe”.




[1] Cfr. B. Orchard, 624.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

“Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”



“Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 47-51). En la persona de Natanael -a quien muchos consideran que es San Bartolomé-, se destacan, por un lado, la virtud de la sinceridad y la transparencia de corazón, elogios recibidos de parte de Jesús: “Éste es un verdadero israelita, un hombre sin doblez”. Este solo hecho, la ausencia de doblez de corazón, muestra ya una disposición natural del alma para la comunión de vida y amor con Dios. A esto, se le agrega la iluminación del Espíritu Santo, que es quien le permite confesar a Jesús, no como a un maestro o rabbí religioso más, sino como lo que es: el Hombre-Dios, el Hijo de Dios encarnado, que por derecho propio y por naturaleza, es el Mesías, el Rey de Israel: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. De la persona de Natanael, entonces, los cristianos tenemos mucho para aprender y es ante todo, la transparencia del corazón, lo cual quiere decir que no hay oscuridad, en forma de hipocresía o falsedad, lo cual es el “sustrato”, por así decirlo, sobre el cual actúa la gracia, en este caso, la que le permite ver a Jesús como al Hijo de Dios encarnado. La transparencia de su corazón y la ausencia de doblez, como frutos de la gracia que ya está actuando en él, es lo que le permite tener su corazón dispuesto para recibir una gracia mayor, y es la de reconocer a la Persona Divina del Hijo de Dios en Jesús de Nazareth: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. Se trata del cumplimiento de las palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña, pues es una de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”. Natanael, que es puro de corazón por la gracia y la ausencia de doblez, ve a Dios encarnado, Jesús de Nazareth, con sus propios ojos corpóreos.
Pero la acción de la gracia en un corazón bien dispuesto como el de Natanael, no se detiene ahí: Jesús le dice que “verá cosas más grandes todavía”, y nosotros nos podemos qué cosa más grande puede haber, que la de contemplar, con sus propios ojos, al Hijo de Dios en Persona. Y la respuesta nos la da la Iglesia: las “cosas más grandes” que podemos ver es, no al Hijo de Dios, con los ojos corpóreos, como lo veía Natanael cuando lo tenía frente a sí, sino al Hijo de Dios oculto en algo que parece pan, pero que ya no lo es, y es la Eucaristía. Contemplar a Jesús, el Hijo de Dios, con los ojos de la fe y no con los ojos corpóreos, es una gracia infinitamente más grande que la recibida por Natanael, según las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que creen sin ver”.


“Te seguiré adondequiera que vayas”


“Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57-62). Un discípulo, entusiasmado por la Persona de Jesús, por su mensaje evangélico y por sus milagros, exclama, eufórico: “¡Te seguiré adonde vayas!”. Jesús, sin rechazar esta decisión del discípulo, le advierte sin embargo acerca de una de las condiciones que deberán afrontar quienes lo sigan: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.
¿A qué se refiere Jesús? Se refiere, ante todo, a la pobreza, puesto que, dedicados con su Maestro a predicar el Evangelio, los Apóstoles y los discípulos no tendrán bienes materiales y de tal manera, que aún los animales, como los zorros y las aves, tendrán sus guaridas y sus nidos, respectivamente, en donde descansar, mientras que “el Hijo del hombre no tendrá ni siquiera esto. Pero hay algo más en esta frase, y es que Jesús se refiere a su cruz, de la cual deberán participar todos los que lo sigan, porque es la cruz en donde Jesús no solo no tiene bienes materiales, sino que es allí en donde, a causa de la corona de espinas, no tiene “dónde reclinar la cabeza”. En efecto, la corona de espinas es de tal tamaño y sus espinas son tan grandes, además de filosas y cortantes, que le impedirán prácticamente todo movimiento con su Cabeza, por lo que es en la posición de crucificado en donde se cumple cabalmente la advertencia de Jesús para quienes deseen seguirlo: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.

El cristiano que quiera seguir a Jesús tiene, por lo tanto, que estar dispuesto no solo a la pobreza de la cruz –solo lo necesario para la salvación, como el madero, los clavos, la corona de espinas-, sino a ser crucificado junto con Jesucristo, participando de su corona de espinas, bebiendo del cáliz de sus amarguras y sintiendo sus mismas penas.

lunes, 26 de septiembre de 2016

“Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén”



“Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén” (Lc 9, 51-56). El Evangelio destaca la actitud decidida, firme, valiente, de Nuestro Señor Jesucristo: “Jesús se encaminó decididamente a Jerusalén”. Esta actitud de Jesús se valora en toda su dimensión cuando se considera la oración previa que revela la causa por la que se dirige “decididamente” a Jerusalén, y es el haber llegado la Hora de su Pasión: “Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo”, esto es, cuando debía ya, en el tiempo establecido por el Padre, llevar a cumplimiento su misterio pascual de Muerte y Redención, “Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén”. Es decir, Jesús, en cuanto Hombre-Dios, sabía perfectamente qué es lo que habría de sucederle; sabía que sería acusado injustamente y sentenciado a muerte; sabría que sería flagelado y coronado de espinas y luego ajusticiado en el patíbulo de la cruz; sabía que sería abandonado por sus discípulos –los mismos a los que habría de llamar “amigos” en la Última Cena-; sabía que sería traicionado por el “hijo de la perdición”, Judas Iscariote; sabía que sería abandonado por todos, menos por su Madre, la Virgen; sabía que habría de morir de una muerte cruenta y dolorosísima en la cruz, y sin embargo, se encamina “decididamente” hacia Jerusalén. Además de su valentía y fortaleza sobrehumanas, destaca en Jesús el Amor que arde en su Sagrado Corazón, por todos y cada uno de los hombres, porque es por ellos, por todos los hombres de todos los tiempos, por los que se encamina “decididamente” a Jerusalén, para redimirlos y santificarlos mediante su muerte en cruz. Esto quiere decir que Jesús, en su “caminar decidido” hacia Jerusalén, no sólo estaba pensando en cuánto habría Él de sufrir, sino que estaba pensando en todos y cada uno de nosotros, porque era por nosotros, por nuestra salvación individual y personal, de todos y cada uno de los hombres, por quienes decidía sufrir la Pasión. Esto nos hace ver que si la valentía y fortaleza de Jesús son enormes, pues no lo amedrenta el sacrificio de la cruz, inmensamente mayor es su Amor por nosotros, porque es por Amor a nosotros, a cada uno de los hombres, que se decide encaminarse a Jerusalén. Es decir, Jesús no sólo piensa en su Pasión, sino que nos tiene, a todos y cada uno de los hombres, en su Sagrado Corazón, cuando se encamina “decididamente” a Jerusalén. Entonces, esto nos lleva a la siguiente reflexión: si Jesús, pensando en mí y sólo en mí, movido por el Amor infinito y eterno que arde en su Sagrado Corazón, se encaminó “decididamente” a Jerusalén para sufrir su Pasión, Muerte y Resurrección, ¿por qué yo no me dirijo “decididamente” a la Santa Misa, en donde se renueva, en el altar y por el misterio de la liturgia eucarística, de modo incruento, el mismo y único Sacrificio de la Cruz? Jesús se encaminó “decididamente” hacia Jerusalén, para morir por mí en la cruz, ¿y qué hago yo? ¿Me encamino “decididamente” hacia la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la cruz, movido por amor a Jesús?  

viernes, 23 de septiembre de 2016

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (cfr. Lc 16, 19-31). Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, sus vidas y sus destinos eternos: el rico se condena en el infierno, el pobre se salva y va al cielo. Para no caer en interpretaciones apresuradas y superficiales, que condenen al rico por su riqueza y justifiquen al pobre por su pobreza, hay que tener en cuenta cuál es el sentido espiritual de la parábola, para comprender qué es lo que condena al rico, que no es su riqueza, y qué es lo que salva al pobre, que no es su pobreza. Es necesario hacer esta aclaración, porque existen interpretaciones de este pasaje que, haciendo hincapié en lo que es secundario –riqueza y pobreza de los protagonistas de la parábola-, interpretan el pasaje en un sentido contrario al Evangelio, considerando sólo los aspectos meramente materiales. En estas fallidas interpretaciones, el rico es considerado “malo” solo por el hecho de ser rico, siendo así la causa de su condenación la sola posesión de bienes materiales; a su vez, el pobre es considerado “bueno” por el solo hecho de ser pobre, siendo la pobreza la causa de su salvación. Sin embargo, hacer esta interpretación es, por un lado, simplista y falso y, por otro lado, ajena al Evangelio y a su espíritu. Como decíamos antes, ni la riqueza en sí misma es la causa de la condenación del rico Epulón, ni la pobreza es la causa de la salvación del pobre Lázaro. Con respecto a Epulón, baste decir que, en el Evangelio, hay quienes eran considerados ricos, como Zaqueo, o también José de Arimateo, el fariseo discípulo de Jesús y dueño del sepulcro donde fue depositado el Cuerpo de Nuestro Señor. También en la Iglesia hay numerosos santos, como por ejemplo el joven Pier Giorgio Frassatti, que siendo hijo de uno de los hombres más ricos de Italia, nunca renunció a su fortuna, aunque vivía pobremente porque todo lo que tenía lo daba como limosna, o el caso de Santa Isabel de Hungría, que era reina y dueña de una inmensa fortuna, pero todo lo que era suyo lo donó para construir hospitales, escuelas y albergues. Y al contrario, hay ejemplos de pobres, como Judas Iscariote, que tienen corazón de avaro. Como vemos, entonces, no es la riqueza en sí misma la que condena, como tampoco es la pobreza en sí misma lo que salva.
         Lo que salva o condena, es el modo de usar los bienes que se poseen y el estado del corazón en relación a Dios y al prójimo, que es lo que nos enseña la parábola: Epulón se condena porque en su corazón no hay amor ni a Dios, ni al prójimo; si hubiera tenido amor a Dios, se habría desprendido de algo de sus bienes materiales para socorrer a Lázaro que, en cuanto prójimo y en cuanto sufriente, es imagen viviente de Dios Hijo encarnado y crucificado. Puesto que no tiene amor ni a Dios ni a su imagen viviente, que es el prójimo, en su corazón sólo hay amor de sí mismo, de sus propios placeres y comodidades, lo cual lo pone, de modo inmediato, bajo el dominio del Príncipe de las tinieblas, y esa es la causa de su condenación. En otras palabras, Epulón se condena no por poseer riquezas, sino por no poseer amor en su corazón y por tener su corazón en las riquezas, cumpliéndose así lo que dice Jesús: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
A su vez, Lázaro no se salva por la pobreza en sí misma, sino por amar a Dios y a su prójimo, demostrando el amor a Dios en la mansedumbre, paciencia y humildad con la que vive las tribulaciones permitidas por Dios para su santificación –la enfermedad, la pobreza, la soledad-, y demostrando su amor al prójimo –en este caso, Lázaro-, sin demostrarle enojo, encono ni nada parecido, por el hecho de ser Lázaro rico y él pobre y por el hecho de comportarse egoístamente con él. Es decir, Lázaro se salva porque ama a Dios y al prójimo, y no porque es pobre, o sea, no se salva por la pobreza en sí misma, sino por el amor a Dios y al prójimo que contiene su corazón.

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Todos somos, en cierta medida, Epulón, en el sentido de que todos tenemos riquezas –sean materiales o espirituales- para dar y compartir con nuestros prójimos más necesitados; todos debemos ser Lázaro, porque todos debemos amar a Dios y al prójimo, si queremos salvar nuestras almas. Desprendernos de nuestros bienes materiales en favor de nuestros prójimos, enriquecernos con el tesoro más grande que tiene la Iglesia, la Eucaristía, es la enseñanza de esta parábola de Jesús.

jueves, 22 de septiembre de 2016

“Herodes trataba de ver a Jesús”



“Herodes trataba de ver a Jesús” (Lc 9,7-9). Herodes trata de ver a Jesús, dice el Evangelio, pero su deseo se origina, ante todo, por curiosidad vana y no por deseos de amistad: no sabe si es Elías, que ha resucitado, aunque está seguro que no es Juan Bautista, porque él mismo lo ha hecho decapitar. Herodes trata de ver a Jesús, y esto nos debería hacer reflexionar a nosotros, los cristianos: Herodes era un hombre que no amaba a Jesús y cuyos mandamientos no los tenía en cuenta, y sin embargo, “trataba de ver a Jesús”; ¿qué sucede con nosotros, que somos cristianos, que somos, en teoría sus discípulos y seguidores; que somos sus hermanos por el bautismo, pues tenemos a Dios por Padre, a la Virgen por Madre y a Él como hermano? ¿Qué sucede con nosotros, que estamos llamados a ser sus amigos y a corresponderle en el amor que Él nos ha demostrado muriendo por nosotros en la Cruz? ¿Tratamos de ver a Jesús? Obviamente, no nos referimos a verlo sensiblemente, corporalmente, con los ojos del cuerpo, sino que nos referimos a la luz de la fe, que ilumina al alma y que, en virtud de esta fe, sabemos que está en el sagrario, oculto en la Eucaristía, en la apariencia de pan. ¿Tratamos de “ver” a Jesús en su Presencia Eucarística? ¿Acudimos al sagrario para “ver” a Jesús oculto en la Eucaristía, con los ojos de la fe? ¿Acudimos a la Santa Misa para “ver” a Jesús que renueva su Sacrificio de la Cruz en el Altar Eucarístico? ¿Tratamos de “ver” a Jesús en la Eucaristía, para agradecerle por haber dado su vida por nosotros, para decirle que lo amamos y que deseamos contemplarlo y verlo, cara a cara, en la bienaventuranza eterna del Reino? ¿Tratamos de ver a Jesús con la luz de la fe en el sagrario? ¿No será que, en el fondo, Herodes, con todos sus vicios, defectos y pecados, tenía más amor a Jesús que nosotros, porque al fin de cuentas, él trataba de verlo, pero nosotros, en cambio, preferimos ver el mundo y sus atractivos, antes que ver a Jesús por la luz de la gracia y de la fe?

martes, 20 de septiembre de 2016

“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8, 19-21). Mientras Jesús está predicando a una multitud, le avisan que la Virgen y sus primos lo buscan y no pueden verlo precisamente a causa de la muchedumbre: “Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte”. Con respecto a este pasaje, hay que notar que la palabra “hermano” no significa, en hebreo, necesariamente, hermanos de sangre, sino que se refiere también a otro grado de parentesco, como es el ser primos. En el caso de Jesús, es verdad de fe que Jesús no tuvo hermanos biológicos, puesto que su Madre, María, tiene el doble privilegio de ser Virgen y Madre, y Él mismo es Hijo de Dios, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo y no por la naturaleza humana. Entonces, cuando le dicen a Jesús que “su Madre y sus hermanos” lo están esperando, se refieren a la Madre de Jesús, la Virgen, y a los primos de Jesús, y de ninguna manera, hacen referencia a ningún hermano biológico, que Jesús no los tenía.
Continuando con el Evangelio, en un primer momento, la respuesta de Jesús parece, si se la considera superficialmente, como si estuviera dejando de lado a su familia biológica, para reemplazarla por otra familia, porque dice que “su madre y sus hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios”, lo cual da a entender que esta es su familia y no la familia que está afuera.
Sin embargo, no es esa la intención de Jesús: lo que hace es revelar que, a partir de Él, existe una Nueva Familia, unida por los lazos del Divino Amor, el Espíritu Santo, y no por los lazos biológicos o sanguíneos, y es la Familia de los hijos de Dios, que tienen por Madre a la Virgen, por Padre a Dios y por hermano a Jesús, y que, llevados por el Espíritu Santo, el Amor de Dios, cumplen la Divina Voluntad en sus vidas. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. Además, la Virgen es la Primera en cumplir de modo perfectísimo la Voluntad de Dios, por lo que es Ella también la cabeza de esta Nueva Familia, la Familia de los hijos de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica que, guiados por el Espíritu Santo, cumplen la Voluntad de Dios.

“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. Esto quiere decir que nosotros, los católicos, los bautizados, estamos llamados a formar parte de la Nueva Familia de Jesús, pero para hacerlo, debemos cumplir su Voluntad, que se expresa en los Diez Mandamientos, en las Bienaventuranzas, y en los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, según el estado de vida de cada uno. Es decir, hemos sido incorporados por el Bautismo sacramental a la Familia de Jesús, pero para permanecer en esta Familia, debemos, en la vida diaria, buscar de cumplir siempre la Voluntad de Dios, y la Voluntad de Dios es que nos salvemos, y nos salvamos si vivimos en gracia.

viernes, 16 de septiembre de 2016

“Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas”



(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2016)

         “Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 1-13). En este Evangelio, Jesús nos narra la parábola de un administrador, que es un mayordomo, que gobierna la hacienda de un hombre rico[1]. Luego de ser acusado de mala administración -con fundamento-, es despedido. Se encuentra por lo tanto ante el dilema de cómo vivir, pues no se siente con fuerzas para trabajar, al tiempo que se avergüenza de mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los deudores de su amo, arrendadores que pagan su renta en especies y, de acuerdo con ellos, falsifica sus contratos y así engaña de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el mayordomo piensa hacerse amigos y protectores que puedan recibirlo bien cuando sea despedido, como una especie de “devolución de favores”. Al saberlo, dice Jesús que “el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente”.
Ahora bien, la alabanza que hace el amo de este “administrador infiel”, constituye una dificultad, puesto que, además de alabarlo el amo engañado, también parece alabarlo, al menos indirectamente, Nuestro Señor. Es por esto que surge la pregunta: ¿es así, como parece, que Jesús alaba semejante estafa? De ser así, no dejaría de causar perplejidad, puesto que esto es radicalmente contrario a su espíritu y doctrina. La respuesta es que, por un lado, con respecto a Jesús, Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, porque la parábola no dice que el mayordomo haya obrado “sabiamente” –lo que correspondería al Evangelio-, sino “astutamente” -es decir, con una prudencia que no pertenece al Reino de los cielos, sino a los ideales de este mundo y al Príncipe de las tinieblas-, y esto es lo que Nuestro Señor (no el amo) quiere significar (en 8b), cuando compara a los “hijos de este siglo” –los hijos de las tinieblas- con los “hijos de la luz”, hebraísmos con que se designa a aquellos que viven siguiendo, respectivamente, los ideales de este mundo o los del mundo venidero (cfr. Ef 5, 8; 1 Tes 5, 5): “Los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz”.
Para poder dilucidar mejor la enseñanza de Jesús, lo que tenemos que considerar es que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son hombres que actúan al margen de la Ley de Dios y, obviamente, como tales, no son alabados por Jesús: el primero, el amo, se entera de que ha sido estafado, de un modo que le será difícil probar y su reacción, según afirma un autor, es la de “decidir prudentemente tratar el asunto como una broma y hace el comentario que haría cualquiera en tales circunstancias: ‘Este administrador es un estafador, pero un estafador inteligente’: “El señor –el dueño del que habla la parábola- alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente”. La alabanza implícita de Jesús es el haber “obrado hábilmente”, no la deshonestidad.
En otras palabras, lo que Jesús alaba de modo indirecto no es el robo, sino la astucia con la que obra el administrador infiel; Jesús no aprueba el mal, sino que su enseñanza es que si quienes poseen la luz de la gracia para vivir con la vista puesta en los bienes eternos –es decir, los cristianos-, mostraran al menos la agudeza y sagacidad de los que viven pensando sólo en las ventajas temporales, entonces la Iglesia obtendría resonantes triunfos en su lucha por la salvación de las almas. Lo que nos dice Jesús es que nosotros, en cuanto “hijos de la luz”, es decir, en cuanto cristianos, podemos imitar la astucia del administrador, haciendo un uso hábil e inteligente de los dones recibidos: “Gánense amigos (como él hizo para sí) mediante el dinero de la injusticia -es el equivalente a “dinero sucio”-, en orden a que, cuando éste no esté ya con vosotros, os reciban en las moradas eternas”. Nuestro Señor no condena en absoluto la posesión de las riquezas, y tampoco aprueba, ni siquiera mínimamente, un proceder a todas luces inmoral e ilícito –el del administrador infiel-, sino que pide que en esto como en cualquier otra cosa el hombre se considere como administrador de Dios y que en el obrar el bien y en el administrar los dones que  le ha sido confiado, el cristiano sea fiel pero también sagaz, inteligente -astuto, con una astucia bien entendida-, lo cual a su vez es una directa recomendación suya: “Sed mansos como palomas y astutos como serpientes” (Mt 10, 16). Jesús quiere que seamos administradores fieles y sabios, inteligentes, astutos, de los bienes que se nos ha confiado, de manera que, cuando esa administración finalice un día con la muerte y tengamos que rendir cuentas, salgamos airosos del juicio particular, y el modo de prepararnos para ese día, el día del juicio particular, es dando limosnas, según enseña la Escritura: “Dar limosna salva de la muerte y purifica de todo pecado” (Tob 12, 9); “(…) vosotros ferviente caridad; porque la caridad cubrirá multitud de pecados” (1 Pe 4, 8).
         Al comentar este pasaje, San Gregorio Nacianceno enfoca la administración de los bienes hacia los bienes terrenos y materiales, y dice así[2]: “Amigos y hermanos míos, no seamos malos administradores de los bienes que nos han sido confiados, para no tener que escuchar las siguientes palabras: “Avergonzaos, vosotros que retenéis el bien de los demás. Imitad la justicia de Dios y no habrá ya pobres”. No nos cansemos en amontonar bienes y tener reservas, cuando otros están agotados por el hambre. No nos hagamos meritorios del reproche amargo y de la amenaza del profeta Amos: “Escuchad esto, los que aplastáis al pobre y tratáis de eliminar a la gente humilde, vosotros, que decís: ¿Cuándo pasará la luna nueva, para poder vender el trigo; el sábado, para dar salida al grano?” (Am 8,5). Imitemos la ley sublime y primera de Dios “que hace llover sobre justos y pecadores y hace salir el sol para todos” (cfr. Mt 5,45). Dios colma a todos los habitantes de la tierra con inmensos terrenos para cultivar, con manantiales, ríos y bosques. Para los pájaros ha hecho el aire, y el agua para todos los animales del mar. Para la vida de todos, da en abundancia los recursos esenciales que no deben ser acaparados por los poderosos, ni restringidos por las leyes, ni delimitados por fronteras, sino que los da para todos, de manera que nada falte a nadie. Así, repartiendo por igual sus dones a todos, Dios respeta la igualdad natural de todos. Nos muestra así la generosidad de su bondad... Tú, ¡pues, imita esta misericordia divina!”. En otras palabras, para San Gregorio Nacianceno, la astucia de administradores fieles, que nos pide Jesús, radicaría en hacer un uso caritativo de los bienes materiales que se nos han confiado, para ayudar a los pobres –también materiales- con los que la Divina Providencia nos haga encontrar.
Ahora bien, podríamos decir que la parábola puede referirse a la administración de otro tipo de bienes, los bienes inmateriales que se nos ha concedido, sean naturales –inteligencia, voluntad, dones, talentos innatos- como sobrenaturales –gracia bautismal, Eucaristía, Confirmación, Confesiones, etc.-, bienes todos que debemos saber aprovechar y hacerlos rendir, de modo de poder entrar en el Reino de los cielos.
“Haceos amigos con los bienes de este mundo, así os recibirán en las moradas eternas”. En definitiva, se trate de bienes materiales o inmateriales, todos deben ser puestos al servicio del Reino de Dios, para ser considerados como Jesús como “siervos buenos y fieles”, de manera tal de merecer “pasar a gozar de Nuestro Señor” (cfr. Mt 25, 23).




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 623.
[2] Homilía sobre el amor a los pobres, 24-26; PG 35, 890-891.

martes, 13 de septiembre de 2016

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


         ¿Por qué los cristianos exaltamos y adoramos la Cruz? Aún más, ¿por qué le decimos “Santa” Cruz? La cruz era, en la Antigüedad, un instrumento de tortura, destinado a los más viles criminales y bandidos; era un signo de advertencia para todos aquellos que osaran sublevarse contra el imperio, y puesto que constituía el castigo y la muerte más cruel, era símbolo de muerte y barbarie. ¿Por qué entonces los cristianos exaltamos y adoramos la cruz?
         La respuesta es que los cristianos no adoramos ni veneramos al madero en sí mismo: no es el madero en sí, sino el Rey Cristo el que es ensalzado en su signo, en su estandarte[1]: adoramos el signo de la Cruz, veneramos la Cruz como signo litúrgico, que desde la Pasión de Cristo, significa el Misterio de la Redención, porque el Cordero se inmoló en la Cruz para nuestra salvación. Adoramos la Cruz porque la Cruz está empapada, impregnada, con la Sangre del Cordero de Dios; es a Cristo Dios, el Hombre-Dios, y a su Sangre Preciosísima, que tiñó el madero de la Cruz, a quien adoramos, exaltamos, veneramos y honramos, y le damos gracias y lo bendecimos, porque por la Santa Cruz, nos redimió, nos libró de nuestros enemigos mortales, el Demonio, el pecado y la muerte, nos concedió la filiación divina y nos abrió las puertas del cielo. Es a Cristo, el Hombre-Dios, el Hijo de Dios Encarnado, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, engendrado eternamente en el seno del Padre, que al encarnarse asumió hipostáticamente, personalmente, la naturaleza humana en el seno purísimo de María Virgen y que al nacer en el tiempo milagrosamente de la Madre de Dios, recibió el Sagrado Nombre de Jesús de Nazareth, a quien adoramos. No adoramos al madero por sí mismo, sino al signo litúrgico de la Cruz, que es Santa porque el que murió en ella, empapándola con su Sangre, es el Dios Tres veces Santo, Cristo Jesús, el Cordero “como degollado”, Cordero que está clavado en la Cruz, que se ha hecho Cruz en la Cruz[2]. Cuando veneramos y adoramos la Santa Cruz, veneramos y adoramos al Señor Jesucristo que triunfó por la Cruz y con su omnipotencia divina transformó el antiguo símbolo de castigo, dolor, desesperación, ignominia y muerte, en signo de triunfo, victoria, alegría, esperanza y gloria y vida eterna[3].
         Estas son las razones entonces por las que adoramos y veneramos la Santa Cruz: porque el Cordero de Dios fue en ella inmolado, y la impregnó con su Sangre Preciosísima, y es esta Sangre Preciosísima, que tiñe el madero de la cruz transformándola de instrumento de tortura en instrumento de redención y salvación eterna, lo que adoramos, veneramos, exaltamos y ensalzamos; es el signo litúrgico de la Cruz lo que adoramos, porque en la liturgia la Cruz se nos manifiesta no ya como el antiguo instrumento de tortura y muerte ideado por los hombres, sino como el signo visible de nuestra redención y de la vida eterna obtenidas para nosotros por Cristo Jesús, porque ya ha sido santificada por el Dios Tres veces Santo, Jesucristo. Mientras el Señor Jesucristo se eleva a las regiones celestes, luego de triunfar en el Monte Calvario, nosotros en la tierra adoramos el signo de la Santa Cruz, empapada con su Sangre Preciosísima y, postrados,  le decimos: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”.




[1] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2, 1964, 244.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate”


"Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím"
(Pierre Bouilloin)

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate” (Lc 7, 11-17). Jesús obra un milagro de resurrección, que prueba que lo que Él dice es verdad: Él se auto-proclama como Dios –como Dios Hijo-, hace milagros que sólo Dios puede hacer, por lo tanto, es Dios. El sentido de los milagros, en general, es para que creamos en esta verdad: que Jesús es Dios Hijo encarnado y Él mismo así lo dice: “Si no me creéis a Mí, creed al menos por las obras que hago” (Jn 10, 38). Es decir, tanto los contemporáneos de Jesús, que asistían en persona a los milagros, como nosotros, que lo hacemos por el Evangelio, no tenemos excusas para no creer en la divinidad de Jesucristo, porque sus milagros, sus obras, hablan por Él y dan testimonio de su divinidad.
Pero en este caso particular, el de la resurrección del hijo de la viuda de Naím, el milagro tiene también otro objetivo: por un lado, anticiparnos la resurrección final, que será del cuerpo, y es por eso que decimos, en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne”, y esto será tanto para la salvación, como para la condenación. Por otro lado, el milagro de Jesús prefigura y anticipa otro milagro de resurrección, invisible, que es el del alma, por la gracia santificante que se dona por el Sacramento de la Penitencia: así como el cuerpo que estaba muerto recobra vida al ser unida al alma, que es su principio vital, así el alma, que estaba muerta por el pecado mortal, recobra la vida de la gracia, participación a la vida de Dios, por medio de la Confesión sacramental. También es un signo de la misericordia de Dios para con los que están afligidos, como la madre del joven, angustiada por la muerte de su hijo: del mismo modo, Jesús está en el sagrario, en la Eucaristía, para consolarnos en nuestras penas, para fortalecernos en la tribulación, para concedernos siempre el Amor misericordioso de su Sagrado Corazón Eucarístico.

“Joven, Yo te lo ordeno, levántate”. Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím, devolviéndolo a la vida terrena, y ese mismo Jesús, está en la Eucaristía, en el sagrario, dispuesto a hacer por nosotros un milagro infinitamente más grande que el que hizo a la viuda de Naím: Jesús está en la Eucaristía para darnos algo más grande que la vida terrena, y es la vida eterna, contenida en su Sagrado Corazón Eucarístico: “Yo Soy el Pan de Vida eterna” (cfr. Jn 6, 35).

viernes, 9 de septiembre de 2016

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (



(Domingo XXIV - TO - Ciclo C – 2016)

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 1-32). Los escribas y fariseos murmuran contra Jesús, culpándolo del hecho de que “recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús, sabiendo por su omnisciencia divina qué es lo que están murmurando, narra dos parábolas, la de la dracma perdida y la de la oveja perdida, las cuales tienen elementos en común: algo valioso para el dueño se pierde y el dueño, luego de buscarlo, lo encuentra, se alegra por ello, y transmite a los demás la alegría de haber encontrado lo que estaba perdido; hay una tercera parábola, la del hijo pródigo, que sigue también este mismo esquema y razonamiento. ¿Cuál es la enseñanza sobrenatural que Jesús nos transmite por medio de estas parábolas? En las tres parábolas, el elemento perdido –la dracma, la oveja, el hijo pródigo- representa al hombre pecador que se aleja de su Dios y Señor, perdiéndose de su vista; en las tres parábolas, aquellos que encuentran lo que habían perdido –la mujer que barre la casa, el pastor que encuentra a la oveja, el padre que abraza a su hijo al regresar a la casa paterna- representan a Dios Padre, que se alegra cuando el hombre pecador se arrepiente del pecado y, respondiendo a la gracia de la conversión, vuelve su corazón a Dios, despegándolo de las cosas terrenas y bajas. En las tres parábolas, se repiten, tanto la idea como la expresión: “¡Felicítenme! La dracma/la oveja/mi hijo estaba perdido, y ha sido encontrado!”; es decir, en las tres parábolas se da el elemento común de la alegría del dueño al encontrar lo que estaba perdido, y en las tres se repite también la idea central, que es la pérdida de algo muy apreciado por el dueño. En las tres parábolas, el dueño busca lo que se había perdido: la luz que enciende el ama de casa para buscar la dracma, representa a Jesucristo, Luz del mundo, que ilumina con su luz divina la casa del hombre, es decir, su alma, para que el hombre pueda contemplar a Dios; el pastor que encuentra la oveja, es Jesús, Sumo y Eterno Pastor, que bajando del cielo al barranco de la tierra, en donde yace herida su oveja, el hombre, lo rescata con el cayado de la cruz, lo carga sobre sus hombros, lo cura con el aceite de la gracia y lo regresa al redil, la Iglesia Católica Peregrina en la tierra primero y el Reino de los cielos después; en la parábola del hijo pródigo, el padre no sale a buscar a su hijo, pero está presente en la mente y en el corazón de este, en el recuerdo y en el amor, y es la causa de que regrese, al sentir la nostalgia del abrazo del padre y su cariño paternal. La pérdida –de la dracma, de la oveja, del hijo pródigo- en las parábolas, simboliza una pérdida ancestral, que se remonta a los primeros padres de la humanidad, Adán y Eva, y es la pérdida de la amistad con Dios por el pecado, como consecuencia de la escucha de la voz de la Serpiente Antigua, que los tienta con una falsedad: si desobedecen a Dios y lo obedecen a él, el Demonio, “serán como dioses”. Es esta falsa promesa la que lleva a Adán y Eva a apartarse de Dios, y ese apartarse de Dios es el pecado original con el que nace todo hombre, y es también el pecado actual con el que todo hombre rompe la amistad con Dios, y es lo que está representado en las diferentes pérdidas de las parábolas.
Es decir, la perdición del hombre se origina en el pecado de Adán y Eva, que se transmite a la humanidad de generación en generación: todos los hombres, nacidos con el pecado original, cometen el mismo pecado de Adán y Eva: escuchar la voz del Demonio, dejarse seducir por sus falsas promesas –“Si desobedecen a Dios, serán como Él”- y se esconden de su Presencia. En el hombre se encuentra el “misterio de iniquidad”, que consiste en que, habiendo sido creado por Dios, para ser feliz sólo en Dios, el hombre sin embargo, haciendo mal uso de su libertad, se deja engañar por el Tentador y da las espaldas a su Dios, escondiéndose de su Presencia, deleitándose en aquello que le provoca dolor y muerte, es decir, el pecado. A su vez, en la mujer que barre y encuentra la dracma, en el pastor que sale a buscar su oveja, y en el padre que abraza al hijo pródigo, está representada la Iglesia, que sale a buscar al pecador y, cuando lo encuentra, se alegra, hace una fiesta y organiza un banquete, el sacrificio del Cordero de Dios en la cruz, y ofrece, de parte de Dios Padre, al hombre indigente un banquete celestial, consistente en Carne, Pan y Vino: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”. La dracma perdida, la oveja perdida, el hijo pródigo, somos nosotros, los hombres, cuando nos extraviamos por el pecado. Cuando respondemos a la gracia de la conversión, Dios y sus ángeles se alegran en el cielo, mucho más por nuestra respuesta, que por los hombres justos, que no necesitan conversión.

jueves, 8 de septiembre de 2016

“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?



“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el mismo pozo?” (Lc 6, 39-42). La imagen de “un ciego que guía a otro ciego”, quienes terminan los por “caer en un pozo”, se puede aplicar a los intentos de la razón humana que, sin la iluminación divina, no puede penetrar los misterios absolutos de Dios, finalizando estos intentos en estrepitosos fracasos. Es notorio, por ejemplo, en los filósofos idealistas como Hegel, quienes, sin la guía de la Verdad revelada, terminan por atribuir al espíritu humano atributos que sólo pertenecen a Dios, y lo mismo se puede decir de cualquier filósofo o sistema filosófico que no tenga la luz de la Revelación por guía. La razón humana, si bien es comparada por Aristóteles con la luz, es sin embargo oscuridad cuando pretende penetrar los misterios absolutos de Dios, como la Trinidad y la Encarnación del Verbo. Pero no debemos pensar que la ceguera es propia sólo de filósofos alejados de la Verdad, como los filósofos ateos, existencialistas, marxistas; también pueden caer en esta ceguera los filósofos y teólogos católicos, que se comportan como ciegos al rechazar voluntariamente la luz del Magisterio y de la Tradición de la Iglesia, apartándose también de la filosofía aristotélico-tomista.
“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el mismo pozo?”. El Papa Juan Pablo II decía: “Los hombres de nuestro tiempo no solo piden que hablemos de Jesucristo, sino que en cierto modo se lo hagamos ver”[1]. Como católicos, debemos hacer ver a nuestros prójimos, con la luz de la fe, a Cristo Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, pero solo lo lograremos si nosotros mismos respondemos a la gracia de desear ser iluminados por el Cordero de Dios Jesucristo, “Luz del mundo” y “Lámpara de la Jerusalén celestial” (cfr. Ap ).




[1] Nuovo Millennio Inneunte, 16.

“¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!”



“¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!” (Lc 6, 20-26). Con sus “ayes”, del mismo tenor que los “ayes” dirigidos contra los escribas y fariseos, Jesús advierte a sus discípulos acerca de un grave peligro: el ser admirados por el mundo, entendido este como el espíritu mundano que, por su malicia intrínseca, se opone frontalmente al Espíritu de Dios. En este caso particular, el “ay” de Jesús, acerca de las alabanzas de los hombres mundanos recibidas por los cristianos, es un criterio para discernir cuán lejos o cerca estamos de Jesucristo y sus bienaventuranzas: cuanto más cerca del mundo estemos –y por eso recibimos sus alabanzas-, más lejos del Hombre-Dios nos encontramos, siendo merecedores de sus “ayes”.
¿Cuál es la razón del “ay” para un discípulo de Jesucristo, al que todo el mundo alaba? La razón es que, para ser alabado por el mundo, se necesita ser apartados de Jesucristo, de sus bienaventuranzas, de sus mandatos y de su cruz. La razón del “ay” de Jesús es que el mundo alaba y ensalza a quienes se oponen radicalmente a las enseñanzas de Jesús, es decir, a quienes predican el error, la falsedad, la herejía y el cisma. Si un cristiano recibe las alabanzas del mundo anti-cristiano, entonces esto significa que ese tal cristiano ha cometido el peor de los crímenes, y es la apostasía; significa que dicho cristiano ha abandonado la Verdad y ha abrazado el error; significa que ese cristiano ha dejado de lado los Mandamientos de Jesucristo, para abrazar los mandamientos de Satanás; significa que ese cristiano no está ya más guiado por el Espíritu Santo y está esclavizado por el espíritu del mal, el Ángel caído, Satanás, el “Príncipe de este mundo”; significa que ese cristiano ha cometido el peor de los pecados: la apostasía de la Verdad y el abrazo del error. La contrapartida del elogio del mundo a los apóstatas es el odio del mundo a los que permanecen fiel a la Sabiduría encarnada, Jesucristo, y estos son los santos y los mártires, que renuncian a la propia vida, antes que ceder frente a las herejías y cismas.

“Ay si todo el mundo habla bien de vosotros”. El “ay” de Jesús, dirigido a sus discípulos, es un criterio para que sepamos si nos encontramos en el camino que lleva al cielo, o en la autopista pavimentada que conduce al infierno. El mundo habla bien y ensalza a aquellos que pertenecen al mundo, y si esto es reprobable en cualquier hombre, lo es mucho más para un discípulo de Cristo, porque las alabanzas mundanas son proporcionales al abandono de la Verdad divina revelada en el Hombre-Dios Jesucristo. Y quien voluntariamente se aleja de la Verdad Absoluta de Dios, encarnada y revelada por Jesucristo, se acerca también voluntariamente al error y al pecado; quien recibe los elogios del mundo, se coloca bajo las alas y las garras del Príncipe de este mundo y Padre de la mentira, Satanás y se aparta libremente de la Verdad y Sabiduría de Dios encarnada, Jesucristo.  

“La gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos”



“La gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos” (Lc 6, 12-19). El Evangelio relata algo que, en principio, parecería ser meritorio, por parte de la gente, y es que buscan a Jesús, lo cual es bueno, pero el motivo por el que lo buscan, desvirtúa lo bueno de buscar a Jesús. El Evangelio dice que buscaban a Jesús, e incluso trataban de tocarlo, porque de Él “salía una fuerza que curaba a todos”. Es decir, es meritorio el hecho de buscar a Jesús, pero es menos meritorio el buscarlo porque “cura” las enfermedades y la razón es que, al buscar a Jesús por lo que da y no por lo que Es, entonces en última instancia se está buscando lo que Jesús puede dar, pero no a Él en Persona. En otras palabras, no está mal el hecho de buscar a Jesús para que cure una enfermedad, pero si se lo busca solo por eso, entonces se pierde lo mejor de Jesús, que no es su omniptencia divina, capaz de curar toda clase de enfermedades, sino su Amor, el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor mismo de Dios.

“La gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos”. Si buscamos a Jesús sólo por lo que da y no por lo que Es, en el fondo, tenemos la misma actitud egoísta y desinteresada de la multitud, que lo buscaba porque “salía de Él una fuerza que los curaba a todos”. Es por esto que debemos preguntarnos: ¿buscamos a Jesús Eucaristía por lo que Él Es, Dios de infinita majestad y gloria, o lo buscamos sólo porque puede darnos solución al problema que nos aqueja? ¿Buscamos a Jesús Eucaristía por ser Él quien Es, Dios Tres veces Santo, ante quien se postran los ángeles del cielo, sin atreverse siquiera a levantar la mirada, o lo buscamos porque hay un asunto temporal que nos aflige? ¿Buscamos a Jesús para adorarlo, amarlo, darle gracias, porque murió en la cruz por nuestra salvación derramando su Sangre por nosotros, o lo buscamos para que nos quite un problema que nos urge? ¿Buscamos a Jesús en la Eucaristía para tributarle el honor, el amor y la adoración y la acción de gracias, por permanecer entre nosotros en el sagrario, para darnos el Amor de su Corazón, o lo buscamos sólo porque puede quitarnos una aflicción que tenemos? Como hicieron los santos, busquemos a Jesús por lo que Es, y no por lo que da, tal como nos enseña Santa Teresa de Ávila: “Hay que buscar al Dios de los consuelos, y no a los consuelos de Dios”.

“Estaban al acecho para ver si curaba en sábado”



“Estaban al acecho para ver si curaba en sábado” (Lc 6, 6-11). El Evangelista destaca la actitud de los escribas y fariseos frente a Jesús, que está enseñando en la sinagoga: puesto que se trata del día sábado y saben que Jesús ha hecho milagros de curaciones, lo observan con atención para “ver si curaba en sábado”, de manera de tener así “algo para acusarlo”. No es casual que el Evangelista utilice el verbo “acechar”, el cual describe una actitud propia de un animal cazador frente a su presa: el cazador acecha a su presa, es decir, la vigila desde algún escondite, o desde la oscuridad, de manera tal que la presa quede desprotegida al sentirse falsamente segura, siendo entonces el momento más oportuno para saltar sobre ella y darle muerte. Es la actitud que tienen los escribas y fariseos frente a Jesús, la del animal depredador: no les interesa el hecho de que Jesús haya probado, con los milagros, que Él es Dios, tal como lo afirma; tampoco les interesa la felicidad del prójimo, es decir, del hombre que recibe la curación milagrosa; no les interesa la misericordia del Hombre-Dios: sólo les importa la ley y su transgresión, porque no están animados por el Amor de Dios, sino por la soberbia y el orgullo. La perversión de los fariseos llegará al extremo de falsear la realidad, pues es precisamente este gesto de Jesús, de curar al hombre con el brazo paralizado –lo cual es una obra de misericordia-, será usado por los fariseos como prueba falsa –entre otras más- en el juicio inicuo al que someterán a Jesús: “No respeta el sábado”.
“Estaban al acecho para ver si curaba en sábado”. Negación de Dios, falta de caridad para con el prójimo, religión puramente exterior, calumnias. Los cristianos no estamos exentos, por el hecho de ser cristianos, de caer en los mismos errores que los escribas y fariseos, y es por eso que debemos estar “atentos y vigilantes”, principalmente hacia nosotros mismos, para no ser destinatarios de la “mirada llena de indignación” que les dirige Jesús a escribas y fariseos.


viernes, 2 de septiembre de 2016

“El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2016)

“El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo (…) Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (…) Cualquiera que no me ame (…) más que a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33). Jesús enumera las condiciones necesarias para ser discípulo suyo, lo cual nos hace ver que ser cristianos no es solamente haber recibido el bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación, y que tampoco alcanza con la asistencia dominical a la Santa Misa: además de todo esto, ser cristianos, es decir, discípulos de Jesús, es “cargar la cruz”, “renunciar a todo lo que se posee”, “amar a Cristo más que a la propia vida”. ¿Cómo podemos entender estas palabras de Jesús?
Se pueden entender en un sentido literal, como es en el caso de los consagrados, que renuncian a los bienes materiales y a la posibilidad de formar una familia, y también en el sentido espiritual, entendiendo por la “renuncia de todo lo que se posee”, a todo aquello que impide la unión con Dios: la concupiscencia, el pecado, los vicios, el mal, etc. Es decir, Jesús nos advierte que para ser su discípulo se debe renunciar, en el caso de los consagrados, a los bienes materiales y al hecho de formar una familia, pero sobre todo, se trate de consagrados o no, la renuncia es a todo lo que nos impide la unión con Dios y pertenece al hombre viejo: el orgullo, la soberbia, la vanidad, el materialismo, etc. No puede ser discípulo de Jesús quien no esté dispuesto a renunciar a los bienes terrenos y a la concupiscencia de la carne y de la vida.
Quien quiera ser discípulo de Jesús, debe estar dispuesto ya sea a renunciar a todo lo material y a la posibilidad de formar una familia, como los consagrados, y también a renunciar a todo lo que es propio de la naturaleza humana sometida bajo el yugo del pecado original. Este es el significado de “cargar la cruz de todos los días, ir detrás de Jesús y dejar la propia vida”: la cruz no es el problema afectivo que puedo tener; no son los problemas económicos; no son los problemas familiares; no son las circunstancias externas: la cruz es el hombre viejo, el hombre carnal, el hombre al que le atraen las concupiscencias de la carne y de la vida; el hombre que se resiste a orar; el hombre que se resiste a la gracia; el hombre que no desea morir a sí mismo, porque eso implica comenzar a cumplir los Mandamientos de Jesucristo y no los de Satanás; cargar la cruz es cargar a ese hombre viejo, cargado de malicia, de tendencia al mal, lleno de vanidad y de orgullo, y es a ese hombre viejo al que hay que crucificar en el Calvario, para que muera y así nazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante, el hombre nacido del Agua y la Sangre que brotan del Corazón traspasado de Jesús, que tiene a la Virgen por Madre, a Dios por Padre, a Jesús por Hermano y al Espíritu Santo como el Amor con el cual amar su nueva vida de hijo de Dios y a su Nueva Familia, la familia que Dios le regala por la gracia. Pero para que esto suceda, es decir, para que el hombre viejo pueda morir, es necesario llevarlo al Calvario, yendo detrás de Jesús, cada día, todos los días, para así terminar de morir a esta vida terrena para comenzar a desear la vida eterna, para dejar de ansiar los bienes de este mundo “cuya figura pasa” (cfr. 1 Cor 7, 31) pronto porque ya llega “el cielo nuevo y la tierra nueva” (cfr. Ap 21, 1) prometidos por Jesús, que “hace nuevas todas las cosas”.
Estas son entonces las condiciones para seguir a Jesús y ser sus discípulos, aunque también hay que agregar que Jesús da las condiciones para el martirio: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Este “renunciar a la vida”, se entiende en sentido literal, es decir, el que quiera ser discípulo de Jesús, tiene que estar dispuesto, literalmente, a entregar su vida terrena en pos de este seguimiento –de manera tal que deba ser su cuerpo sin vida colocado en un ataúd para luego ser sepultado- , lo cual puede darse en el marco de una persecución sangrienta, y es el caso de los mártires, aunque se refiere también al caso de estar dispuestos a perder la vida, también literalmente, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tal como lo pidió Santo Domingo Savio el día que hizo su Primera Comunión: “Morir antes que pecar”. En el mismo sentido, San Ignacio de Loyola afirma: “Que se pierda el mundo, antes que decir una sola mentira”. Santa Teresa de Ávila: “En esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena, que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia, y así en esto muy poco me ha tentado jamás”[1].
Jesús nos advierte que debemos estar dispuestos a morir, literalmente hablando, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado –esto quiere decir dispuestos a morir antes que decir una “mentira leve”, y aquí vemos la magnitud y las exigencias de lo que significa el seguimiento de Jesucristo y sus exigencias-, si es que queremos ser sus discípulos: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Hasta que no estemos dispuestos a perder la vida, literalmente hablando, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, no podemos ser discípulos de Nuestro Señor Jesucristo.
La renuncia tiene por objeto poseer a Jesús; quien no está dispuesto a renunciar, se queda con sus bienes, pero se pierde de tener a Jesús, lo cual significa una gran pérdida y el caer en manos del enemigo de las almas, como dice Santa Teresa de Ávila: “Acordaos, hijas mías, aquí en la ganancia que trae este amor consigo y de la pérdida por no le tener, que nos pone en manos del tentador, en manos tan crueles, manos tan enemigas de todo bien y tan amigas de todo mal”[2]. Para poseer a Jesús, que está en la Eucaristía, y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, es que el cristiano debe “cargar la cruz”, “renunciar a todo lo que posee”, “amar a Jesús más que a la propia vida”.




[1] V 7,1.
[2] C 40, 8. Cfr. CE 70, 3.