lunes, 31 de octubre de 2016

"Invita a los pobres y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos"


“Invita a los pobres y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos” (Lc 14, 12-14). Jesús nos enseña a ser generosos con aquellos que, humanamente, no pueden recompensarnos para que, de esa manera, seamos recompensados en la otra vida: “Tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos”. Si obramos de modo contrario, es decir, buscando ser recompensados en esta vida, recibiremos sí lo que buscamos, el ser recompensados aquí, pero no en la vida eterna. En otras palabras, si solo invitamos a quienes pueden retribuirnos y dejamos de lado a quienes no pueden hacerlo, entonces Dios no nos deberá nada en la otra vida. Cuando des un almuerzo o una cena (…) invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos (...) así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!”. No se trata de reglas de cortesía ni de humanismo, y mucho menos de dialéctica socialista y marxista entre ricos y pobres: se trata de imitarlo a Él, que fue Quien nos invitó primero a nosotros, que somos los pobres, lisiados, paralíticos, ciegos, a su Banquete celestial, la Santa Misa -en donde nos convida con un manjar exquisito, que deleita a los ángeles, la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna- y no teníamos manera de cómo retribuirle, siquiera mínimamente. 

viernes, 28 de octubre de 2016

“Zaqueo (…) hoy tengo que alojarme en tu casa (…) Hoy ha llegado la salvación a esta casa”


(Domingo XXXI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Zaqueo (…)  hoy tengo que alojarme en tu casa (…) Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19 ,1-10). En esta escena evangélica, se relata el proceso de conversión de Zaqueo y la muestra de amor de Jesús hacia él. El proceso de conversión, porque es Jesús quien da a Zaqueo la gracia de desear verlo y de encaramarse al sicómoro para lograrlo; es Jesús quien pone en el corazón de Zaqueo el deseo de conocerlo y de verlo, y esto constituye el primer paso de la conversión. El segundo paso es la aceptación de Zaqueo de esta gracia de conversión, al responder afirmativamente a la misma y al buscar el modo de ver a Jesús, subiéndose al árbol; el tercer paso, es el ingreso de Jesús en su casa y la consiguiente alegría de Zaqueo: la muestra de que la conversión es verdadera, es el deseo de Zaqueo de no ser injusto nunca más para con su prójimo, y para hacerlo, se propone dar “la mistad de sus bienes a los pobres”, lo cual es signo de verdadera justicia, porque cuando se tienen bienes que no se usan, es porque se los está acumulando: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres”; dicha conversión se manifiesta también en el deseo de restituir “cuatro veces más” a quien haya podido perjudicar en su vida previa a la conversión: “y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más”. El proceso de conversión entonces es: gracia previa al deseo de verlo; aceptación de Zaqueo de esa gracia y deseo de verlo; invitación a Jesús a entrar en su casa; alegría por estar con Jesús; desprendimiento de bienes materiales y rechazo de toda injusticia, con tal de no perder la amistad con Jesús.
Ahora bien, para con nosotros, Jesús nos da una muestra de amor infinitamente más grande que para con Zaqueo, porque para con Zaqueo, Jesús entró en su casa material, mientras que para con nosotros, Jesús entra en nuestra casa espiritual, es decir, en nuestra alma; Jesús entró en casa de Zaqueo con su Cuerpo real, todavía no glorificado por la Resurrección, y en nosotros, entra con su Cuerpo glorificado, que ya ha pasado por el Calvario y la Resurrección; a Zaqueo no le donó el Espíritu Santo cuando entró en su casa, a nosotros nos dona el Espíritu Santo cada vez que comulgamos; entró en casa de Zaqueo para comer con él y alojarse en su casa, a nosotros nos da de Él de comer, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, el Pan Eucarístico, y se aloja, no en nuestra casa material, sino en nuestra alma y en nuestro corazón.

Puede ayudarnos en la reflexión el preguntarnos. ¿cómo lo recibe Zaqueo? “Con gran alegría”, dice el Evangelio. Entonces, nosotros debemos preguntarnos: si para con nosotros, Jesús demuestra un amor infinitamente más grande que para con Zaqueo, como lo hemos visto: cuando Jesús entra en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, ¿lo recibimos con “gran alegría” interior, como lo recibió Zaqueo? ¿Se convierte nuestro corazón, por la Presencia del Rey de reyes, o seguimos en el pecado del hombre viejo? ¿Dejamos de idolatrar lo material y repartimos entre los pobres lo que es de justicia estricta que lo hagamos? Pidamos la gracia de recibir a Jesús como Zaqueo, con gozo y alegría interior, y también le pidamos a Nuestra Señora de la Eucaristía la gracia de la conversión del corazón a su Hijo Jesús en la Eucaristía, es decir, pidamos la gracia de la conversión eucarística del corazón.

jueves, 27 de octubre de 2016

“A ustedes la casa les quedará vacía”


“A ustedes la casa les quedará vacía” (Lc 13, 31-35). Avisan a Jesús que Herodes lo busca “para matarlo”: “Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte”. En su respuesta, Jesús deja claro, por un lado, que no “se alejará”, como un amigo bien intencionado le recomienda, porque “un profeta no puede morir fuera de Jerusalén”, y Él, que es más que un profeta, porque es el Mesías, el Hombre-Dios, mucho menos puede morir “fuera de Jerusalén”; por otro lado, Jesús, profetizando su muerte –conoce el futuro en cuanto Dios omnisciente hecho hombre-, se lamenta de Jerusalén, que “persigue a los profetas”, ya sea por medio del poder político, representado en la persona de Herodes, como por medio del poder religioso y su jerarquía, representado en los sacerdotes del Templo, y anuncia la ruina que a causa de esta conducta le sobrevendrá, a Jerusalén, pero sobre todo, al Templo: “A ustedes la casa les quedará vacía”. Esta terrible profecía se cumplirá cuando Jerusalén sea sitiada y sus murallas derribadas y el Templo invadido, profanado e incendiado, por manos de los soldados romanos al mando de Tito, en el año 70 d. C.
“A ustedes la casa les quedará vacía”. La ruina de Jerusalén y del Templo, sobrevenida por haber expulsado de sus murallas al Hombre-Dios para darle muerte, es figura de la ruina del alma y el corazón del hombre que, por el pecado mortal, expulsa de sí al Hombre-Dios y lo arroja fuera de su vida y de su existencia, pereciendo en la vida espiritual. La frase de Jesús: “A ustedes la casa les quedará vacía”, se aplica entonces al hombre que, por el pecado mortal, queda con su alma vacía de la Presencia de Dios, al expulsar a Jesús de su corazón.


miércoles, 26 de octubre de 2016

“Cuando el dueño de casa se levante y cierre la puerta, será el llanto y rechinar de dientes”


“Cuando el dueño de casa se levante y cierre la puerta, será el llanto y rechinar de dientes” (Lc 13, 22-30). Preguntan a Jesús si es verdad que “son pocos los que se salvan”, por lo que la respuesta de Jesús está inequívocamente unida a su Segunda Venida, al Día del Juicio Final, la severidad del castigo divino y al destino eterno de las almas.
Para ampliar su respuesta, Jesús utiliza la imagen de un “dueño de casa” que, en apariencia, está descansando y que, de improviso, “se levanta y cierra la puerta” de su casa; es evidente que había gente entrando y gente por entrar, porque luego que cierra la puerta, para quienes quedan fuera de la casa, comienza el “llantos y rechinar de dientes”, y estos son los que “obraron el mal”, a quienes el dueño de casa no quiere con él.
¿De qué se trata esta imagen? Lo sabremos si consideramos que cada elemento de la misma se refiere a una realidad sobrenatural: el dueño de casa es Él, Jesucristo, el Hombre-Dios, que ha de venir a “juzgar vivos y muertos” al final de los tiempos; el hecho de “cerrar la puerta” indica la finalización del tiempo y de la historia humanos, que dan comienzo a la eternidad, y el que se levante el dueño y repentinamente la cierre, significa que el Día del Juicio Final será imprevisto, puesto que “el día y la hora nadie lo sabe, ni el Hijo del hombre”; la casa es el Reino de los cielos; el exterior de la casa, adonde quedan los malos, es el infierno; la severidad de la Justicia Divina para quienes no quisieron aprovechar la Misericordia Divina se ve en el dolor que experimentarán quienes queden afuera, porque la expresión “llanto y rechinar de dientes” no es un mero modo de hablar, sino la descripción de los efectos –llanto y rechinar de dientes- que el intensísimo dolor de los castigos del Infierno, decretados por la Justicia Divina, decreta para quienes persistieron en la malicia del pecado y rechazaron la gracia santificante.
“Cuando el dueño de casa se levante y cierre la puerta, será el llanto y rechinar de dientes”. No sabemos cuándo ha de venir el Señor Jesús, pero al fin de cuentas, para el cristiano que vive en gracia, eso es un dato menor, porque lo que interesa es, precisamente, la vida de la gracia, que es la que permite ingresar en la “casa del dueño” de la parábola, es decir, el Reino de los cielos.

viernes, 21 de octubre de 2016

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2016)

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano” (Lc 18, 9-14). Jesús narra la parábola del fariseo y el publicano, para que nos demos cuenta de cómo ve Dios a las almas que se creen justas ante los hombres, pero que ante sus ojos no lo son: “Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo esta parábola”. En la parábola, dos hombres “suben al Templo para orar”: uno es fariseo y el otro, publicano. El fariseo es un hombre religioso, es decir, es alguien que conoce la Palabra de Dios, que hace oración y que está en el templo todos los días. Debido a esta actividad religiosa, el fariseo se enorgullece de sí mismo y se ensoberbece, creyéndose justo ante Dios y mejor que los demás hombres, y por eso es que su oración refleja esta soberbia ante Dios y el desprecio hacia los hombres: “El fariseo, de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas’. El fariseo cree que es agradable a los ojos de Dios y que es superior a los otros hombres, pero en el mismo momento en el que hace esta oración, llena de soberbia, se vuelve despreciable a los ojos de Dios, al tiempo que, creyéndose mejor que los otros hombres, se coloca, en realidad, en el último lugar, a causa de su falta de caridad.
Por el contrario, el publicano, que no frecuentaba tanto el Templo, ni hacía tanta oración, se considera por lo mismo injusto ante Dios, porque conoce su condición de pecador, y se considera inferior a los demás hombres, porque los demás son mejores que él, que es un pecador: “(El publicano) manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’. En el mismo momento en el que se humilla ante Dios y se coloca en el último lugar con respecto a los hombres, en ese mismo momento, pasa a estar en primer lugar, tanto a los ojos de Dios, como de los hombres, por ese acto de humildad, que es justamente lo inverso a lo que sucede con el fariseo. Es esto lo que dice Jesús: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. Con esta parábola, Jesús ensalza la virtud de la humildad, no solo en el publicano, sino en sí misma y es una de sus virtudes más preciadas a los ojos de Dios; tanto, que Él mismo aconseja en el Evangelio que la adquiramos de Él: “Aprended de Mí, que soy humilde y manso de corazón” (Mt 11, 29). La razón es que Jesús no quiere que simplemente seamos virtuosos, sino que la humildad es el modo humano que mejor manifiesta la perfección infinita del Ser divino trinitario. En otras palabras: Jesús es humilde porque es Dios, porque Dios, en su perfección infinita, se manifiesta como humilde, cuando se encarna, cuando se hace hombre sin dejar de ser Dios.
De todas las múltiples virtudes de Jesús, una de las principales es la humildad, lo cual significa que quien desea ser humilde y trabaja para ello, participa, en mayor o menor medida, de la humildad de Jesús, que es la perfección de Dios Trino manifestada en la naturaleza humana. Entonces, cuando Jesús nos anima a imitarlo en su humildad –y en la virtud conexa, la mansedumbre-, no lo hace porque simplemente quiere que seamos “mansos y humildes”, sino que quiere que seamos “como Él”, que es Dios hecho hombre: Jesús quiere que seamos “mansos y humildes” como Dios es manso y humilde, y esta es la razón por la cual el publicano sale del Templo justificado a los ojos de Dios, porque al reconocerse pecador y el último entre los hombres, lo puede hacer gracias a la virtud de la humildad que, como tal , es participada de Jesucristo. La humildad del cristiano es participación a la humildad de Cristo, y esto es lo que justifica al alma a los ojos de Dios.
Lo opuesto a la humildad es la soberbia la cual, por otra parte, no es simplemente una virtud opuesta a la humildad: es el pecado capital del diablo en el cielo, pecado por el cual pretende, de modo irracional y absurdo, igualarse a su Creador, y es el pecado que lo lleva a perder la gracia santificante con la que había sido creado y a perder la inteligencia angélica, convirtiéndose en el acto en un ser depravado, soberbio, insolente y, fundamentalmente, mentiroso. La soberbia del fariseo, que es participación a la soberbia demoníaca, es lo que vuelve al hombre impío a los ojos de Dios, al tiempo que lo pone en el último lugar entre los hombres.

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. La enseñanza de la parábola es que lo que hace agradable al alma, a los ojos de Dios, es la humildad, mientras que lo que la vuelve despreciable a sus ojos, es la soberbia. Si queremos ser agradables a los ojos de Dios, debemos humillarnos ante Jesús crucificado, humillado por nosotros, y convertirnos en servidores de nuestros hermanos.

“¡Hipócritas! Disciernen el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?”



“¡Hipócritas! Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo entonces no saben discernir el tiempo presente?” (Lc 12, 54-59). Jesús acusa a sus discípulos de ser “hipócritas” porque saben discernir los cambios de tiempo meteorológico –si hará calor o si lloverá- pero no saben discernir “el tiempo presente”, es decir, la época mesiánica, por su Presencia entre ellos.
Puesto que nosotros, en cuanto cristianos, también somos sus discípulos, estas palabras también nos competen, por lo que debemos preguntarnos: ¿cuáles son los signos del tiempo presente en nuestro tiempo? Podemos buscar la respuesta en dos lados: en el Catecismo de la Iglesia Católica y en Sor Faustina Kowalska. El Catecismo dice: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[1].
Ahora bien, podemos decir que estamos viviendo tiempos de apostasía, con lo cual, si no estamos en esta “prueba final”, estamos viviendo sus prolegómenos. Entonces, una primera respuesta es -según el Catecismo- que el “signo de los tiempos” que estamos viviendo en nuestro siglo XXI, es la preparación previa a su Segunda Venida.
Y con respecto a Santa Faustina, Jesús le dice que “preparará al mundo para su Segunda Venida” por medio de la difusión de la devoción a la Divina Misericordia. Nuevamente, al igual que el Catecismo, la devoción a Jesús Misericordioso nos dice que está cerca el regreso de Jesús en la gloria.
Los dos signos de los tiempos que vivimos, nos llevan a su vez a la pregunta de Jesús: “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8).




[1] Cfr. n. 675.

jueves, 20 de octubre de 2016

“He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía verlo ya ardiendo!”


“He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía verlo ya ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Ante estas afirmaciones de Jesús, nos preguntamos: ¿de qué fuego habla Jesús? ¿Es un fuego que provoca dolor, como el fuego de la tierra que conocemos? ¿Qué es lo que Jesús desea quemar con este fuego? ¿Por qué su prisa por verlo arder?
Para poder contestar a estas preguntas, tenemos que recordar qué elemento de la divinidad es representado con el fuego, y es el Espíritu Santo, que desciende como “lenguas de fuego” en Pentecostés, sobre María Santísima y los Apóstoles reunidos en oración. Entonces, aquí ya tenemos una primera respuesta: el fuego que “ha venido a traer Jesús sobre la tierra” no es otro que el Espíritu de Dios, que es Amor; es el Espíritu Santo, Fuego de Amor divino. Y en esto mismo está también otra respuesta: puesto que se trata de un fuego celestial, sobrenatural, no provoca dolor, como sí lo provoca el fuego material o terrestre que conocemos. Por el contrario, el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo, no solo no provoca dolor, sino que produce en el alma del hombre alegría, gozo, dicha, paz, amor. Es este fuego, entonces, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, lo que Jesús “ha venido a traer sobre la tierra”, como Él lo dice.
La otra pregunta es: ¿qué es lo que desea quemar Jesús con este fuego? Y para responder a esta pregunta, tenemos que recordar que el Sagrado Corazón, que está envuelto en las llamas del Amor de Dios, se encuentra vivo, glorioso, palpitando con la vida divina, en la Eucaristía: Jesús quiere encender los corazones de quienes comulgan, transmitiéndoles esta Llama de Amor Vivo. Ahora bien, si el corazón es duro como la piedra, entonces no podrá arder, por lo que debemos pedir la gracia de que nuestros corazones sean como la madera o como el pasto seco, para que al contacto con las llamas de Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, combustionen espontáneamente.

Por último, ¿por qué su apuro por verlo arder a ese fuego? Porque el que ama desea ser amado: Jesús, que nos ama con el Amor de Dios, quiere que lo amemos, pero no con nuestro amor humano, limitado, sino con el Amor de Dios, contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico. Para darle contento a Jesús, entonces, y para que Él pueda ver arder el Fuego del Amor de Dios en nuestros corazones, es que debemos comulgar en gracia y con el deseo de que nuestras almas y corazones se enciendan con las llamas de Amor del Espíritu de Dios.

miércoles, 19 de octubre de 2016

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”



“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 39-48). Por medio de dos parábolas –un dueño de casa que sabe a qué hora viene el ladrón y los servidores bueno y malo que esperan y no esperan a su señor-, Jesús nos advierte acerca de la necesidad, por parte del cristiano, de estar preparados, atentos y vigilantes –es decir, en estado de gracia-, para su Llegada, ya sea a la vida personal de cada uno –esto sucede en el momento de la muerte personal-, ya sea para toda la humanidad, cuando venga en majestad y gloria en su Segunda Venida para juzgar al mundo.
En la primera parábola, trata de un “dueño de casa” que, de saber a qué hora vendría el ladrón, lo estaría esperando: el dueño de casa somos nosotros, y el que viene a la hora menos esperada, es Él, Jesucristo.
En la segunda parábola, se trata de dos siervos, o más bien, de un siervo, con dos estados espirituales distintos: uno atento y vigilante a la llegada de su amo, el otro, indiferente a la llegada de su amo, ebrio y violento. El primer servidor es el alma que muere en gracia; cuando es encontrado así por Jesús en la hora de la muerte, lo hace “administrador de todos los bienes”, es decir, pasa de siervo –condición de la vida presente terrena- a bienaventurado –la vida en la gloria eterna de quienes se salvan- en el Reino de los cielos. El siervo malo, por el contrario, es indolente acerca del regreso de su amo –no le interesa vivir en gracia y, por lo tanto, vive en estado de pecado mortal, de condenación- y es violento con su prójimo –además de pelear, se embriaga, símbolo de la profanación del cuerpo, “templo del Espíritu Santo”-; a su regreso, el amo le dará un “castigo severo”, es decir, en el Juicio Particular, el alma en esas condiciones, en estado de pecado mortal, será precipitada en el infierno.

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Jesús nos advierte de “estar preparados”, es decir, evitar el pecado y vivir en gracia, para que, cuando Él venga, sea para el momento de nuestra muerte particular, en donde recibiremos el Juicio Particular, o sea para cuando Él regreso al final de los tiempos, en donde la humanidad entera comparecerá ante su Presencia para recibir el Juicio Final, estemos en condiciones de ingresar, por la gracia santificante y la misericordia de Dios, al Reino de los cielos.

viernes, 14 de octubre de 2016

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo C – 2016)

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1-8). Jesús narra la parábola de una mujer viuda que acude a un juez inicuo –“no temía a Dios ni le importaban los hombres”- para que le haga justicia frente a su adversario; finalmente, el juez termina por impartir justicia, pero no tanto porque tuviera deseos de hacerlo, sino para librarse de la mujer que “continuamente” le reclamaba justicia. Como el mismo Evangelio lo dice, la enseñanza de la parábola es la necesidad de ser perseverantes en la oración: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.
La perseverancia en la oración significa que el cristiano debe orar de modo continuo y aunque no vea de modo más o menos inmediato los resultados de lo que pidió en la oración, no debe sin embargo por eso desanimarse, pues Dios escucha las oraciones –principalmente, las que se dirigen a través del Inmaculado Corazón de María-, y no deja de atender los pedidos de sus elegidos. Si un juez injusto – como el de la parábola- es capaz de hacer justicia, aunque sea “después de mucho tiempo” y sólo por la insistencia de la viuda, ¿cómo no habrá de hacer justicia Dios -que es Juez Justo y Eterno- con sus hijos, que claman a Él “día y noche, aunque “los haga esperar?”. Aún más, Dios “compensará” esta espera, arreglando los asuntos de quienes perseveren en la oración “en un abrir y cerrar de ojos”: “Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia”. La perseverancia es figurada en la insistencia de la viuda de la parábola, y así es como podemos ver que Dios escucha y atiende nuestras oraciones, tanto más, cuanto que Dios, lejos de ser “injusto”, es infinitamente Justo, porque es infinitamente perfecto.
“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Jesús advierte contra el desánimo en la oración, puesto que es una tentación frecuente, debido a que los tiempos de Dios y los del hombre no son los mismos, pero el hecho de que Dios “demore” o no responda en el tiempo y en la forma que el hombre quiere, no significa que Dios no escuche la oración ni deje de atender lo que en ella se le pide –obviamente, lo que debe pedirse debe ser siempre algo bueno y útil para la eterna salvación-.  
Un ejemplo de oración perseverante y sin desánimo es la de la madre de San Agustín, que rezó por treinta años por la conversión de su hijo, cuya situación existencial es similar o más idéntica a la de muchos jóvenes del siglo XXI, desde el momento en que estaba atrapado por el hedonismo, las sectas y la ausencia del Dios verdadero, aunque sí es cierto que lo buscaba con todo su corazón. Santa Mónica es ejemplo de perseverancia en la oración porque no rezó un día ni dos, ni se conformó con rezar una novena, y mucho menos un año, sino que se pasó treinta años de su vida rezando. Y a pesar de que sus resultados no fueron inmediatos, sin embargo Dios no dejó de escuchar sus ruegos, súplicas y llantos y le concedió con creces lo que le pedía: Santa Mónica sólo pedía la conversión de su hijo, y Dios le concedió la gracia de que su hijo sea uno de los más grandes santos de la Iglesia Católica. No sólo “arregló los asuntos” de Santa Mónica, sino que le dio mucho más de lo que ella pedía, y esto en mérito y recompensa a su perseverancia en la oración. De esta manera, Santa Mónica nos enseña que los problemas más graves, tanto de la sociedad en general, como de las personas en particular, encarnados en su hijo Agustín antes de la conversión –hedonismo, sectas, rechazo de Dios, de la Iglesia y sus sacramentos-, no se solucionan con meros instrumentos humanos, sino que dependen de Dios y su gracia: una persona convertida, no arruina y destruye su cuerpo con substancias prohibidas; una persona que se encuentra en el infierno del hedonismo y el ateísmo, no encuentra la salida sino es por la gracia santificante.
Llegados a este punto, nos podemos preguntar: ¿por qué es necesaria la perseverancia en la oración? La razón de la perseverancia en la oración es que esta demuestra confianza y amor en Dios y en el poder intercesor de María Virgen; esto quiere decir que cuanto mayor sea el tiempo que se pase en oración, esperando lo que se pide, mayor es la demostración de confianza y amor, porque mayor tiempo pasa esperando, confiando y amando. El hecho de que Dios demore en darnos lo que le pedimos, es una oportunidad para que nosotros crezcamos en la confianza y en el amor a Él, oportunidad que no se da si Dios nos concediera inmediatamente lo que le pedimos. En otras palabras, confiamos en que Dios nos escucha y confiamos en su Amor Misericordioso que nos dará lo que le pedimos –“De Dios obtenemos lo que de Dios esperamos”-, aunque para ello deba pasar tiempo.
Para darnos cuenta acerca de la importancia de la perseverancia en la oración, podemos tomar el siguiente ejemplo: imaginemos a un niño no nacido, unido por el cordón umbilical a la placenta de la madre: por medio de este recibe nutrientes esenciales para la vida y de tal manera, que si por algún motivo llegara a interrumpirse ese flujo vital, el niño no nacido moriría en el vientre materno. Además, la conexión entre el niño y la madre por el cordón umbilical debe ser continua, para que el nutriente que recibe de parte de la madre, pueda obrar su efecto en el crecimiento del organismo. Bien, en esta imagen, el niño no nacido es el alma del cristiano; el cordón umbilical es la oración; los nutrientes que llegan por él, es la gracia santificante; la madre en la que el embrión está, es la Santa Madre Iglesia, lo cual significa que no deben hacerse otras oraciones que no sean las católicas.  Y la perseverancia está en el hecho de que así como el niño necesita nueve meses de conexión continua con su madre por medio del cordón umbilical, así también el alma necesita la conexión continua –los nueve meses son la representación de la duración de la vida terrena del hombre-, así también el alma necesita, mientras viva en la tierra, en todo momento, recibir el nutriente celestial que le viene por la oración, so pena de morir espiritualmente.
“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Si los santos –como Santa Mónica- son ejemplos de perseverancia, lo son porque el ejemplo de perseverancia en la oración por antonomasia es el mismo Señor Jesucristo, Quien intercedió, intercede e intercederá ante el Padre, por la salvación de los hombres, todos los días, hasta el fin del mundo. Hasta el fin del mundo, Jesús estará suspendido en la cruz y hasta el fin de los días, estará Presente en la Eucaristía, intercediendo por nosotros. Pidamos la gracia de perseverar en la oración, en las buenas obras y en la gracia santificante hasta el fin de nuestra vida terrena, para así luego ser llevados al Reino de los cielos, para vivir eternamente en la gloria del Cordero.




“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”



“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12, 1-7).  El hipócrita es aquel que, mientras dice una cosa, por dentro piensa lo exactamente opuesto. La característica del hipócrita es la mentira y es sobre esto acerca de lo que advierte Jesús. La “levadura” de los fariseos, es decir, aquello que, desde el interior, aumenta su soberbia, es la hipocresía, la falsedad, la doblez de corazón. La advertencia es tanto más sorprendente, cuanto que la hipocresía –que debe ser evitada por el cristiano- se da en aquellos que, al menos a los ojos de los hombres-, pasan por ser religiosos, los fariseos. Es llamativo y parece una contradicción o una paradoja, porque los fariseos, siendo religiosos, son mentirosos –hipócritas-, lo cual indica que “su padre” de ellos no es Dios, en quien no hay falsedad ni engaño alguno, sino el Demonio, el “Padre de la mentira” (Jn 8, 44). Si un religioso miente, niega a Dios, Verdad y Bondad infinita, como su Padre, al tiempo que lo reconoce al Demonio; de ahí la gravedad de la mentira, de la falsía y de la hipocresía, propia de los fariseos, porque es el sello distintivo del Demonio en un alma. Si es inconcebible la mentira en un cristiano cualquiera, mucho más lo es en un hombre religioso, sea laico o consagrado, porque es indicio de que su corazón es “cueva de ladrones” (cfr. Jn 2, 16), ladrones que roban la gloria de Dios, los ángeles caídos, y no sagrario de Jesús Eucaristía, en quien no cabe falsía ni engaño alguno.

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”. Un cristiano que tenga el hábito de mentir –aun cuando estas mentiras sean en materia no grave-, demuestra que no conoce a Jesucristo, Sabiduría y Verdad de Dios encarnada o, peor aún, que lo conoce, pero lo rechaza, prefiriendo al Demonio, “Padre de la mentira”. El cristiano que miente, es un fariseo.

martes, 11 de octubre de 2016

“Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia”


Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia” (Lc 11, 37-41). Jesús reprocha a los fariseos, no el hecho de purificar la copa y el plato, sino el hecho de que no acompañan esta purificación exterior con la pureza interior del corazón y de la mente. Es decir, mientras aparentan exteriormente limpieza y pulcritud, que es lo que los hombres ven, sin embargo, en aquello que solo Dios ve, la mente y el corazón, son impuros. Los fariseos piensan que, como los hombres no leen ni los pensamientos ni el corazón, no tiene importancia guardar su pureza, sin tener en cuenta que están a la vista de Dios aún antes de ser formulados. Jesús, como Hombre-Dios, conoce lo que sucede en el interior de sus corazones y mentes y de ahí el reproche.
En cuanto al conocimiento que Dios tiene de nuestros pensamientos y de los sentimientos y afectos que hay en el corazón del hombre, dice así un autor, Balduino de Ford: “(Dios) conoce los pensamientos y sentimientos de nuestro corazón”; y con respecto a nuestro conocimiento de ellos, dice así: “mientras que nosotros, sólo podemos discernirlos en la medida en que el Señor nos lo concede”. Luego afirma que “el espíritu que está dentro del hombre no conoce todo lo que hay en el hombre, y en cuanto a sus pensamientos, voluntarios o no, no siempre juzga rectamente. Y, aunque los tiene ante los ojos de su mente, tiene la vista interior demasiado nublada para poder discernirlos con precisión. Sucede, en efecto, muchas veces, que nuestro propio criterio u otra persona o el tentador nos hacen ver como bueno lo que Dios no juzga como tal. Hay algunas cosas que tienen una falsa apariencia de virtud, o también de vicio, que engañan a los ojos del corazón y vienen a ser como una impostura que embota la agudeza de la mente, hasta hacerle ver lo malo como bueno y viceversa; ello forma parte de nuestra miseria e ignorancia, muy lamentable y muy temible”. Esto podría explicar el caso de los fariseos, que toman  “como bueno –es decir, la apariencia de virtud- lo que Dios juzga como malo” –aparentar buenos y virtuosos exteriormente, descuidando la virtud interior-; sin embargo, a los fariseos se les aplica algo más que una mera ignorancia o error acerca de lo que está bien o está mal, porque en ellos se suma la perversión voluntaria, que consiste en llamar, voluntariamente, “bueno” a lo malo y “malo” a lo bueno, y esto se ve cuando acusan a Jesús, que es Dios Hijo y por lo tanto emisor del Espíritu Paráclito junto al Padre. En esta perversión voluntaria vemos la razón de porqué Jesús les dice que el Demonio es “su padre” (de ellos): porque participan del pecado propio del Demonio, que es la perversión y obstinación voluntaria en el mal. Ahora bien, para que el cristiano no caiga en este error, es necesaria la luz del Espíritu Santo: “¿Quién será capaz de examinar si los espíritus vienen de Dios, si Dios no le da el discernimiento de espíritus (…)? Este discernimiento es la madre de todas las virtudes”[1], dice este autor medieval.
Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia”. La razón del reproche de Jesús es que los fariseos, a pesar de ser hombres religiosos, lo son en apariencia, solo por fuera, porque por dentro, no tienen al Espíritu Santo, el Amor Santo de Dios, que es lo que hace santo al corazón del hombre, purificándolo de todo pecado, de todo error, de toda iniquidad y de toda injusticia, llenándolo a su vez de toda gracia, de toda verdad, de todo esplendor y del Amor de Dios. Puesto que no estamos exentos de ser los destinatarios del reproche de Jesús a los fariseos, y para que seamos purificados desde lo más profundo del ser, pedimos que la Sangre del Cordero “como degollado”, traspasado en la cruz, caiga sobre nuestros corazones y, quitándoles todo pecado y toda impureza, los llene del Espíritu Santo.



[1] Balduino de Ford (¿-c. 1190), abad cisterciense, Tratado 6 sobre Hebreos 4,12; PL 204, 466-467 (trad. breviario, viernes IX semana).

jueves, 6 de octubre de 2016

“El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”


“El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 11, 5-13). Con los ejemplos de un amigo que, al menos por la insistencia, dará a su amigo lo que le pide –panes para, a su vez, otro amigo-, y con la constatación de que los hombres, aun “siendo malos” -a causa del pecado original y la consecuente concupiscencia y tendencia al mal-, somos capaces sin embargo de dar cosas buenas -“¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?”-, Jesús no nos quiere instar a que seamos simplemente solidarios, sino que nos quiere revelar cuál es la magnitud de la bondad de Dios.
Es hacia el final del párrafo en donde se encuentra lo más sorprendente de la revelación de Jesús, una revelación que verdaderamente provoca asombro, al comprobar la magnitud de la bondad de Dios: Dios es tan bueno, que da “el Espíritu Santo”[1], su Divino Amor, a quien “se lo pida”: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!”. La revelación de Jesús es algo que supera cuanto pueda el hombre imaginar: ¡que Dios nos dé a la Persona del Divino Amor, al Espíritu Santo, para nosotros, para que lo poseamos, como si fuera una posesión nuestra, personal! No alcanzarían eternidades de eternidades ni siquiera para llegar mínimamente a comprender -y mucho menos, apreciar-, lo que significan las palabras de Jesús y lo que significa el don del Espíritu Santo. Sólo por este don del Padre y del Hijo, los cristianos deberíamos caer postrados, en adoración y acción de gracias, a Dios Trino.
“El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”. Teniendo a nuestra disposición al Amor de Dios, pues sólo basta pedirlo al Padre en nombre de Jesús –“Todo lo que pidiereis al Padre, en mi Nombre, Él os lo concederá” (Jn 16, 23)-, nos preguntamos: ¿en qué pensamos, los cristianos, cuando pedimos cualquier cosa que no sea el Espíritu Santo?




[1] Ahora bien, cabe aclarar, con respecto al “Don de dones” -que es como se llama también al Espíritu Santo-, que por lo general, tenemos una idea muy limitada acerca de Quién es y es por esto que cuando nos referimos a al Espíritu Santo lo equiparamos con el amor sensible del hombre, lo cual no se corresponde con la realidad, porque el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Trinidad -es decir, es “Dios, que es Amor” (1 Jn 4, 20)- y el Amor de Dios es eterno, celestial, infinito y, esencialmente, incomprensible por parte del hombre.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El Padre Nuestro en la Misa


         “Padre Nuestro que estás en el cielo”: en el Padre Nuestro nos dirigimos a Dios Padre, que está en el cielo, pero en la Misa, el cielo viene a la tierra, o nosotros, que estamos en la tierra, somos llevados al cielo, porque el altar eucarístico se convierte en una porción del cielo, en donde está el Principio Increado de la Trinidad, Dios Padre.
         “Santificado sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado, es decir, alabado, ensalzado, glorificado; en la Santa Misa, quien alaba, ensalza, glorifica, santifica el Nombre de Dios es el mismo Dios Hijo en Persona, Cristo Jesús, que en la Eucaristía está Presente con su Ser divino, Tres veces Santo.
         “Venga a nosotros tu Reino”:          en el Padre Nuestro pedimos que venga el Reino de Dios; en la Santa Misa, más que venir el Reino de Dios, viene el Dios que es Rey de los cielos y tierra, Cristo Jesús, que entrega su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.
         “Hágase tu Voluntad, así en la tierra, como en el cielo”: en el Padre Nuestro pedimos que se haga la voluntad de Dios, en los cielos y en la tierra; en la Santa Misa, Jesucristo cumple ofrece su Vida, su Cuerpo y su Sangre en la Cruz del Altar, para que se cumpla la voluntad santísima de Dios, que es que todos los hombres nos salvemos.
         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padre Nuestro pedimos el “pan de cada día”, es decir, el pan material para alimentar el cuerpo; en la Santa Misa, Dios nos da algo infinitamente más valioso que el pan material para alimentar el cuerpo y es el Pan de Vida eterna, que nutre el alma con la substancia exquisita de la Vida y el Amor de Dios Trino.
         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: mientras en el Padre Nuestra pedimos perdón por las ofensas hechas a la majestad divina por medio de nuestros pecados, al tiempo que ofrecemos el propósito de perdonar a quienes nos ofendan, en la Santa Misa Dios Padre sella el perdón divino por medio de la Sangre de su Hijo derramada en la Cruz y recogida en el altar eucarístico, al tiempo que nos da la fortaleza y el Divino Amor, contenidos en la Eucaristía, para que seamos capaces de perdonar a quienes nos ofenden, con el mismo Amor con el que Él nos perdonó desde la Cruz.
         “No nos dejes caer en la tentación”: pedimos que no nos deje caer en la tentación; en la Santa Misa Dios Padre nos da lo que le concedemos y más, porque nos da el Cuerpo de su Hijo Jesús en la Eucaristía, que nos concede su misma fortaleza, la fortaleza del Hombre-Dios, para que resistamos a la tentación, pero también nos da su Sagrado Corazón Eucarístico, para que no solo no tengamos malos pensamientos, sino para que tengamos sus mismos pensamientos, santos y puros.

         “Y líbranos del mal”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que nos libre del mal; en la Santa Misa, esa petición no solo está concedida, desde el momento en que se trata de la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual venció al mal personificado, el Demonio y al mal del espíritu humano, el pecado, sino que además nos concede la bondad de su Corazón, la misma Divina Bondad con la cual venció a la rebelión del Ángel caído y destruyó el pecado del hombre.

martes, 4 de octubre de 2016

“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada”


“María se ha quedado con la mejor parte, y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María. Siempre en relación a Jesús, las dos hermanas asumen comportamientos muy distintos: mientras María se queda “sentada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra” y contemplándolo, Marta, por el contrario, se ocupa de atender a los comensales. Esto motiva la queja de Marta: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Es decir, Marta considera que María debería dejar de hacer lo que hace –escuchar la Palabra de Dios y contemplar a Jesús-, para ayudarla. Lejos de secundarla en su petición, Jesús no solo aprueba el comportamiento de María, sino que afirma que “es la mejor parte”: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.
¿Cuál es el mensaje que nos deja este Evangelio? Para poder captar el mensaje de este Evangelio, podemos decir que las dos hermanas representan dos estilos de vida dentro de la Iglesia: los laicos, ocupados en las cosas del mundo, estarían representados por Marta; los consagrados, ocupados de las cosas del Señor, estarían representados en María. También podríamos decir que representan, dentro de los consagrados, a las dos vertientes posibles: los consagrados de vida apostólica, es decir, los que no pertenecen a la vida contemplativa y, por lo tanto, están “en el mundo”, aunque “sin ser del mundo” –representados por Marta- y los consagrados que pertenecen a la vida contemplativa, aislados del mundo para, precisamente, rezar más y estar más cerca del Dios de la Eucaristía, Jesucristo –estarían representados por María-. Por último, podemos decir que ambas hermanas representan a una misma alma, que ama a Jesús, pero en dos momentos distintos de su propia vida: cuando se ocupa de las cosas temporales y materiales, sería Marta; cuando medita la Palabra de Dios y hace adoración eucarística, sería María.
Ahora bien, no cabe duda de que ambas hermanas aman a Jesús, aunque demuestran su amor de modo distinto: Marta, ocupándose de cosas temporales orientadas a Jesús –se preocupa por preparar la comida y disponer la mesa para Jesús y los discípulos-, mientras que María demuestra su amor a Jesús escuchándolo y contemplándolo. De estas dos formas de demostrar el amor a Jesús, la mejor, porque se concentra más en la Persona de Jesús, en su mensaje evangélico y en la adoración eucarística, es la que elige María, según las propias palabras de Jesús: “María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

“Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”. En nuestros días, caracterizados por la actividad mundana que se vuelve cada vez más frenética, y en los que la oración y la adoración eucarística son dejadas de lado por una inmensa mayoría de cristianos, es conveniente detenernos un instante, contemplar a María e imitarla, es decir, meditar la Palabra de Dios y hacer Adoración Eucarística.