viernes, 25 de noviembre de 2016

El Adviento, tiempo de espera del Mesías que vino, que viene y que vendrá



(Domingo I - TA - Ciclo A - 2016-2017)

         ¿Qué es el Adviento? Ante todo, digamos qué es lo que NO ES el Adviento: no es un tiempo de preparación psicológica y secularizada para las fiestas de Navidad, que están totalmente secularizadas; no es una simple “memoria litúrgica” vacía de contenido; no es mera “repetición cíclica y automática de los ciclos litúrgicos de la Iglesia”, es decir, como un solo comenzar y repetir lo mismo cada año, en la misma fecha.
         Para poder aprehender el significado del Adviento, tenemos que recordar qué significa etimológicamente: “Adviento” es la traducción latina del griego “epifanía” y significa “llegada”. Dicho esto, podemos decir que el Adviento es el período litúrgico con el que la Iglesia, a la vez que inicia un nuevo ciclo litúrgico, se prepara espiritualmente para la Navidad, que es a su vez memoria litúrgica de la Primera Venida del Señor Jesús.
         Entonces, sí es verdad que Adviento comprende las cuatro semanas que preceden a la Navidad y que por lo tanto, constituye este período previo para la Navidad, pero significa algo mucho más que esto: es, ante todo, un estado habitual del cristiano, un modo de vivir del cristiano, que impregna todo el día, todos los días de su vida, hasta su muerte. Y es por esto que decimos que Adviento es mucho más que un “tiempo de preparación religiosa-psicológica para celebrar Navidad”. Veamos porqué decimos que el Adviento es un “estado habitual” para el cristiano o, también, que toda la vida del cristiano es un “Adviento” continuo.
Como dijimos, Adviento significa “venida”, o “llegada”, que en el vocabulario de la Iglesia se entiende por la venida del Mesías, el Salvador, el Redentor del mundo, el Hombre-Dios Jesucristo, por lo que “Adviento” está relacionado con la Venida de Jesucristo.
Ahora bien, Jesús, el Hijo de Dios, vino por primera vez, en la humildad de nuestra carne, asumiendo una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, y vendrá al fin de los tiempos, glorioso y resucitado, para juzgar al mundo. Si Adviento está relacionado con la Venida de Jesús, ¿con cuál de las Dos Venidas de Jesucristo se relaciona? Hay que decir que el Adviento, como tiempo litúrgico, hace referencia a ambas Venidas, e incluso todavía a una venida intermedia, entre la Primera y la Segunda, como veremos. Hace referencia a la Primera Venida porque es el tiempo de preparación especial inmediata para la Navidad, es decir, es un tiempo en el que, como Iglesia, nos preparamos para celebrar litúrgicamente –litúrgicamente quiere decir en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios- su Primera Venida, y la disposición espiritual en este sentido, es como si no hubiera venido, aunque sabemos, obviamente, que ya vino por primera vez, y es así que en este Adviento, nos disponemos como Iglesia con la misma disposición espiritual que tenían los justos del Antiguo Testamento, que esperaban la Venida del Mesías; por otro lado, Adviento hace referencia también a la Segunda Venida en la gloria, por lo que es un tiempo para que, también como Iglesia, recordemos en el misterio de la liturgia, que habrá de venir a juzgar al mundo, al fin de los tiempos, como Justo Juez, y que por lo tanto, debemos estar “atentos y vigilantes”, como el siervo de la parábola, esperando su Segunda Venida como Supremo Juez y Rey del universo, que habrá de juzgar a toda la humanidad. Hay una tercera Venida, intermedia, y es la Venida del Señor Jesús, por el misterio de la liturgia eucarística, al alma, por la Comunión Eucarística, y esta Venida acaece o sucede en el tiempo presente.
Así vemos entonces cómo el Adviento se relaciona con las tres dimensiones temporales en las que vivimos, conectándolas a todas con el misterio pascual de Jesucristo: con el pasado, porque el tiempo de Adviento es un período litúrgico que nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos, tal como instaba Juan el Bautista en el desierto a quienes esperaban al Mesías; nos anima a vivir el presente con la gracia que ya nos trajo Jesús con su Primera Venida y la renueva en cada comunión eucarística y, por último, con el futuro, porque al recordar que habrá de venir, nos hace prepararnos espiritualmente para su encuentro en la Segunda Venida y esto significa esta en estado de gracia permanente.
Podemos decir por lo tanto que la finalidad espiritual del Adviento es triple, teniendo siempre presente que no se trata de meras disposiciones de orden psicológico o moral, ni siquiera espiritual, sino de una verdadera participación, por el misterio de la liturgia, al misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, Dios Hijo Encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Esta triple finalidad es la siguiente:
La primera finalidad, es recordar y celebrar litúrgicamente el pasado, es decir, su Primera Venida y es la razón por la cual contemplamos y participamos, por la liturgia eucarística de la Santa Misa, del Nacimiento de Jesús en Belén. Como Iglesia, el tiempo previo a la Navidad no es hacer una simple memoria psicológica de lo que sucedió en Belén hace veinte siglos, sino que consiste en una verdadera participación, a través del misterio litúrgico, de la Primera Venida del Mesías, en la sencillez y humildad del Niño Dios. Un primer fin del Adviento es la conmemoración participativa de su Primera Venida y esa es la razón por la cual, en Adviento, nos ubicamos como Iglesia en los tiempos previos a su Primera Venida y nos colocamos en la disposición espiritual de quienes, en el Antiguo Testamento, esperaban la Llegada del Mesías.
La segunda finalidad es vivir el tiempo presente –nuestro aquí y ahora- en el misterio de su Presencia real, verdadera y substancial entre nosotros, que es la Eucaristía: es decir, Jesús ya vino en su Primera Venida, pero al mismo tiempo, se quedó presente entre nosotros en la Eucaristía, para cumplir su promesa de estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo” y por la Eucaristía “viene”, “llega”, “adviene” a nuestra alma, toda vez que comulgamos en gracia, con fe y con amor. Se trata de vivir esta realidad de la Presencia misteriosa del Señor Jesús que viene a nosotros en el misterio de la Eucaristía y que nos comunica de su vida divina trinitaria en la comunión. En el presente, vivimos entonces en la vida de Jesús y de la vida de Jesús, que es la vida de la gracia del Hombre-Dios, que ya vino por Primera Vez, que ha de venir por Segunda Vez en la gloria y que adviene, llega, viene, a nuestras almas, en cada Comunión Eucarística, y esta es la “Venida intermedia” a la que hacíamos referencia, es decir, su Venida al alma, cada vez, por la comunión eucarística.
Por último, la tercera finalidad del Adviento consiste en preparamos para el futuro encuentro –personal y con toda la humanidad- que se llevará a cabo con su Segunda Venida en la gloria, sea al fin de los tiempos –o también, al finalizar nuestra vida en la tierra, porque el día de nuestra propia muerte será, para nosotros, el Día de nuestro Juicio Particular, que será un pequeño “Juicio Final en miniatura”-: en otras palabras, significa que en el Adviento nos preparamos espiritualmente para la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la “majestad de su gloria”, cuando Nuestro Señor Jesucristo venga como Señor y como Juez de todas las naciones para premiar con el Cielo a los buenos o para castigar con el Infierno a los malos, según hayan sido nuestras obras libremente realizadas.
Por esta triple finalidad, la Iglesia nos invita en el Adviento a vivir espiritualmente este tiempo litúrgico por medio del examen de conciencia, la penitencia y las buenas obras.

Con esto ya podemos responder a la pregunta inicial acerca de qué es el Adviento: no se limita a las cuatro semanas previas a Navidad, sino que es un estilo de vida o un hábito del cristiano que, como el siervo que espera a su amo con la lámpara encendida, espera al Señor Jesús, que vino por Primera Vez, que viene en cada Eucaristía y que habrá de venir por Segunda Vez, al fin de los tiempos, y el modo de vivir el Adviento –que, volvemos a repetir-, comprende toda la vida del cristiano- es por medio de la penitencia, la oración y las obras de misericordia. El Adviento es tiempo de espera del Mesías que vino, que viene y que vendrá.

“El Reino de Dios está cerca”



“El Reino de Dios está cerca” (Lc 21, 29-33). Hablando acerca de su Segunda Venida en la gloria, Jesús profetiza acerca de lo que sucederá antes de que Él vuelva: guerra, rumores de guerra, terremotos, señales en el cielo. Cuando veamos que suceden estas cosas, dice Jesús, sepamos que “el Reino de Dios está cerca”. Jesús está hablando del Día del Juicio Final y nos advierte acerca de los acontecimientos que precederán a su Venida en la gloria, para que estemos preparados, aun cuando no sabemos si viviremos en esta vida terrena cuando suceda.

         Pero la advertencia de Jesús “el Reino de Dios está cerca”, no es sólo válida para su Segunda Venida, al fin de los tiempos, sino también para todos y cada uno de nosotros, independientemente o no si habremos de vivir o no en esta vida mortal cuando suceda: su advertencia de que el Reino de Dios está cerca, es para todo aquel que, viviendo en esta vida, pase al otro mundo a través de la muerte. Es decir, el Reino de Dios está cerca, y está tan cerca, como cerca está el día ya prefijado por Dios, para la muerte de cada uno, con la consiguiente comparecencia, ante el Rey de los hombres, Cristo Jesús, Supremo y Eterno Juez.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo




(Ciclo C – 2016)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey de los judíos’” (Lc 23, 35-43). Al finalizar el ciclo litúrgico, la Iglesia celebra a Cristo Rey. ¿Dónde reina este Rey? Cristo reina en los cielos eternos, porque Él es el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6); Cristo reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía es ese mismo Cordero de Dios, adorado por ángeles y santos, que es adorado en la tierra y en el tiempo por quienes, reconociéndose pecadores, sin embargo lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en la Cruz, y así reza el letrero puesto por Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”. Pero Cristo Rey quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Él es el Rey del Universo visible e invisible, y todo está en sus manos, pero lo que más desea es el corazón y el amor de los hombres, tal como se lo dijo a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cristo Dios se deleita, no con los planetas ni las estrellas, y ni siquiera con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, pero se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones, pero antes debe el hombre humillarse ante Jesús y reconocerlo como a su Dios, su Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de su corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey.
         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, y quiere reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo destronar a los falsos ídolos entronizados por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey y nos damos cuenta de que reina este tirano que es nuestro yo, cuando a los mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete, es decir, siempre; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.
         Al conmemorar a Cristo Rey del Universo, por medio de la Solemnidad litúrgica, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.





[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm

miércoles, 16 de noviembre de 2016

“Hagan fructificar sus talentos”



“Hagan fructificar sus talentos” (Lc 19, 11-28). Con la parábola de un hombre “de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real” y que entrega “cien monedas de plata” a sus servidores para que las hagan fructificar, Jesús nos advierte acerca de la necesidad imperiosa, de los cristianos, de poner a su servicio los dones –naturales y sobrenaturales- que Él nos dio, para la salvación de las almas.
Las cien monedas de plata representan los dones, talentos, virtudes y toda clase de bienes, tanto naturales –como la inteligencia, la memoria, la voluntad, la practicidad, etc.- como sobrenaturales –el bautismo, la comunión eucarística, la confirmación, etc.- con los cuales Él nos dotó en su Iglesia, y que deben ser puestos al servicio de la Iglesia para la salvación de las almas. Nadie, en absoluto, puede excusarse, diciendo: “Yo no tengo dones, no puedo hacer nada en la Iglesia”, porque eso no es verdad, desde el momento en que todos, absolutamente todos los cristianos, por el solo hecho de ser bautizados, ya tenemos el don de ser hijos de Dios y no meras creaturas. Si alguien dice tal cosa –“no tengo dones”-, lo único que hace es escudarse en una falsa humildad, para justificar su pereza y su acedia. Ser humildes no significa decir “no tengo dones”, “no sirvo para nada”; por el contrario, significa reconocer cuáles son los dones, talentos, virtudes, etc., con los cuales Dios me ha dotado, y ponerlos efectivamente al servicio de la Iglesia, pero no para cualquier cosa, sino para la salvación de las almas, que es el objetivo primordial, y sin buscar el aplauso y los honores de los hombres y del mundo, sino solo el ser vistos por Dios Padre.

“Hagan fructificar sus talentos”. Jesús nos advierte, porque cuando Él llegue en su Segunda Venida, nos pedirá cuenta de todos y cada uno de los dones que nos ha dado. Que nos recompense o que nos castigue y quite lo que aún creíamos tener, depende de nuestra libertad.

martes, 15 de noviembre de 2016

“Hoy tengo que alojarme en tu casa”



“Hoy tengo que alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Al comentar el pasaje del Evangelio en el que Jesús encuentra a Zaqueo, Santa Isabel de la Trinidad establece una analogía según la cual la casa material de Zaqueo y Zaqueo mismo es ella, de manera que el diálogo que se entabla entre Jesús y Zaqueo es el diálogo entre Jesús y ella[1]. Dice así: “Como a Zaqueo, mi Maestro me ha dicho: “Apresúrate, desciende, que quiero alojarme en tu casa”. Apresúrate a descender, pero ¿dónde? En lo más profundo de mí misma”. Santa Isabel de la Trinidad hace una analogía entre ella y Zaqueo y entre la casa de Zaqueo y su propia alma, mientras que el descenso de Zaqueo del árbol, es el descenso que ella misma hace “hasta lo más profundo de ella misma”, con lo cual, el encuentro que se verifica entre Jesús y Zaqueo, en la casa material de este último, se verifica en el alma de –la casa espiritual- de Santa Isabel de la Trinidad. Ahora bien, puesto que Zaqueo ya ha recibido la gracia de la conversión, parte de la cual es desprenderse de los bienes materiales a los que estaba aferrado antes de conocer a Jesús, esto mismo se verifica también en Santa Isabel, aunque en relación a los bienes espirituales, que comienzan por el apego que el alma tiene a sí misma. Dice así la santa: “(entrar en la casa-alma) después de haberme negado a mí misma (Mt 16, 24), separado de mí misma, despojado de mí misma, en una palabra, sin yo misma”. Es decir, así como Zaqueo demuestra su conversión, fruto del encuentro con Jesús, la santa demuestra esta conversión en el deseo de despojarse de sí misma, para que Jesús sea todo en ella.
         Luego, al analizar la frase de Jesús “Hoy tengo que alojarme en tu casa”, Santa Isabel interpreta el pedido de Jesús –el Hombre-Dios- como el deseo de Dios Uno y Trino de inhabitar, por la gracia y el amor, en el alma de todo ser humano: “Es necesario que me aloje en tu casa”. ¡Es mi Maestro quien me expresa este deseo! Mi Maestro que quiere habitar en mí, con el Padre y el Espíritu de Amor, para que, según la expresión del discípulo amado, yo viva “en sociedad” con ellos, que esté en comunión con ellos (1Jn 1, 3)”. De estas palabras se deduce que hay una profundización en el amor hacia Santa Isabel en relación a Zaqueo, porque si en el caso de Zaqueo entró sólo el Hombre-Dios Jesús y lo hizo sólo en su casa material, ahora, en Santa Isabel, junto con Jesús, Persona Segunda de la Trinidad, vienen a la casa de Santa Isabel, su alma, junto con Jesús, el Padre y el Espíritu Santo. Son las Tres Divinas Personas las que quieren entrar en el alma de Santa Isabel y hacer morada en ella. La santa confirma este pensamiento, citando a San Pablo, en donde el  Apóstol se refiere a los bautizados como “miembros de la casa de Dios”: “Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois miembros de la casa de Dios”, dice san Pablo (Ef 2, 19). He aquí como yo entiendo ser “de la casa de Dios”: viviendo en el seno de la apacible Trinidad, en mi abismo interior, en esta “fortaleza inexpugnable del santo recogimiento” de la que habla san Juan de la Cruz...”. “Ser de la casa de Dios” es, para Santa Isabel, ser el alma en gracia “la casa de Dios Uno y Trino”, de las Tres Divinas Personas.
         El alma en la que inhabite la Santísima Trinidad, será “bella”, con una belleza sobrenatural y descansará en Dios Trino, viviendo no ya en el tiempo y en el espacio humanos, sino en la eternidad de Dios, aun si continúa viviendo en el tiempo terrestre, y en la inhabitación de la Trinidad en lo más profundo de su ser, el alma se transformará en el “resplandor de su gloria”: “¡Oh qué bella es esta criatura  así despojada, liberada de ella misma!... Sube, se levanta por encima de los sentidos, de la naturaleza; se supera a ella misma; sobrepasa tanto todo gozo como todo dolor y pasa a través de las nubes, para no descansar hasta que habrá penetrado «en el interior» de Aquel que ama y que él mismo le dará el descanso... El Maestro le dice: “Apresúrate a descender”. Es así como ella vivirá, a imitación de la Trinidad inmutable, en un eterno presente..., y por una mirada cada vez más simple, más unitiva, llegar a ser “el resplandor de su gloria” (Heb 1,3) o dicho de otra manera, la incesante “alabanza de gloria”» (Ef 1, 6) de sus adorables perfecciones”. Para Santa Isabel, entonces, el episodio evangélico del encuentro entre Jesús y Zaqueo no solo se actualiza en su alma, sino que se profundiza hasta un nivel insospechado, el de la transformación del alma en el “resplandor de la gloria” de Dios Trino.




[1] Último retiro, 42-44.

lunes, 14 de noviembre de 2016

“Señor, que vea”


“Señor, que vea” (Lc 18, 35-43). Un ciego, sentado al borde del camino, al escuchar que se acerca Jesús, se pone a gritarle a Jesús: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Los discípulos quieren hacerlo callar, pero el ciego grita aún más fuerte: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Finalmente, Jesús hace traer al ciego delante de él, le pregunta qué es lo que quiere y el ciego le dice que quiere ver: “Señor, que vea”. En vista a su fe, Jesús le concede lo que le pide y el ciego, inmediatamente, recupera la vista y comienza a seguir a Jesús, glorificándolo.
El ciego es un ejemplo, para nosotros, desde el punto de vista de la fe: demuestra tener un gran conocimiento de Jesús y esto se demuestra en dos hechos: por un lado, lo llama con un título real: “Hijo de David”, lo cual significa que lo reconoce como Rey; por otro, le pide un don que solo Dios puede hacer, y es devolverle la vista. Que el ciego tenga una fe no humana, sino celestial sobrenatural, se concluye por la respuesta de Jesús –le dice: “Tu fe te ha salvado”-, y en esto es para nosotros un gran ejemplo: cree en Jesús, porque ha oído hablar de Él, de sus maravillosos milagros, de sus enseñanzas celestiales, y es por eso que tiene una fe inquebrantable en Jesús, pero no en un Jesús humano, sino en un Jesús que tiene poderes de Dios, porque sabe que es Dios en Persona. Es decir, porque cree en Cristo Dios, es que le da a Jesús un título mesiánico y le pide un milagro que sólo Dios puede hacer: devolverle la vista.

“Señor, que vea”. Somos como el ciego del Evangelio, porque no vemos a Jesús con los ojos del cuerpo, y por ese motivo, decimos, junto con el ciego del Evangelio: “Señor, que yo te vea, con los ojos del alma iluminados por la fe de la Iglesia, en la Eucaristía, en donde estás Presente con tu Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad y que viéndote, te adore, adorándote, te ame, y amándote, salve mi alma”. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

“Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen (...) no llegará tan pronto el fin”



(Domingo XXXIII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin” (Lc 21, 5-19). Según algunos autores, Jesús y sus discípulos se encuentran, probablemente, en la cima del Monte de los Olivos (cfr. Mc 13, 3), desde donde contemplaban el templo[1], siendo ese el marco en el que se desarrolla el diálogo. Los discípulos llaman la atención a Jesús sobre las grandiosas puertas de bronce que conducían a los atrios interiores del Templo, el cual había sido concebido y edificado para la eternidad[2]. La profecía de Jesús sobre el Templo, según la cual en poco tiempo no sería más que un cúmulo de piedras –“no quedará piedra sobre piedra”-, los sorprende, pero esta destrucción no es gratuita, sino que tiene su origen en el rechazo del Mesías por parte de Israel, quien habría de expulsarlo, del Templo y de la Ciudad Santa, el Viernes Santo, para darle cruel muerte de cruz, y es esto lo que Jesús revela proféticamente cuando dice: “Vuestra casa quedará desierta”. La terrible predicción lleva a los discípulos a formular la angustiada pregunta: “¿Cuándo sucederá esto?”.
Jesús no da una fecha, sino que responde revelando cuáles serán las señales: aparecerán falsos cristos, se desencadenarán guerras, etc., aunque todavía “no será el fin”. Aún más, no sólo no será el final, sino que en Mateo y Marcos se dice que esa será la señal del “comienzo de los dolores”.
Pero en la respuesta de Jesús hay que diferenciar dos hechos distintos, uno que marca su Primera Venida, y el otro, su Segunda Venida: el primero es la destrucción de Jerusalén y el Templo -arrasado por Tito durante el gobierno del emperador Vespasiano en el año 70, como símbolo del fin del pacto del Antiguo Testamento-, que estará precedida por la persecución cruenta a los cristianos –al tiempo que Lucas escribe el Evangelio, ya han sufrido la muerte Santiago, Esteban-, todo lo cual efectivamente sucedió; el otro evento es su Segunda Venida, la cual estará precedida por los falsos cristos –hoy más que nunca en la historia de la humanidad, abundan los falsos mesías de la Nueva Era-, las guerras, el hambre, etc. A quienes se mantengan firmes en la fe bimilenaria de la Iglesia, Jesús les promete la asistencia del Espíritu Santo, con lo cual les promete lo mismo que Dios le había prometido a Moisés en su enfrentamiento con el faraón (cfr. Éx 4, 11-12)[3]. Además, Jesús tranquiliza a sus discípulos afirmando que “todo está en manos de Dios”, de manera que nada sucederá sin que Él lo quiera y permita, y si los discípulos pierden la vida por el Evangelio, salvarán sus almas: “Por vuestra perseverancia –hasta derramar la sangre en la confesión de la fe en Cristo Dios-, salvaréis vuestras almas” (cfr. Mc 13, 13b: “El que perseverare hasta el fin, ése será salvo”).
El primero de los signos, la destrucción del Templo, ya se produjo. Falta el segundo, la Segunda Venida de Jesucristo en la gloria. ¿Cuándo será ese día? No lo sabemos, pero sí sabemos que, indefectiblemente, llegará. En el Antiguo Testamento se habla de este día: “Porque llega el Día, abrasador como un horno. Todos los arrogantes y los que hacen el mal serán como paja; el Día que llega los consumirá, dice el Señor de los ejércitos, hasta no dejarles raíz ni rama. Pero para ustedes, los que temen mi Nombre, brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos, y saldrán brincando como terneros bien alimentados” (Mal 3, 19-20). En otros pasajes, este Día es descripto como “Día de la Ira del Señor”, puesto que al terminar el tiempo termina la Misericordia y Jesús aparecerá como Justo Juez, no como Dios Misericordioso, que dará a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras libremente realizadas: Cielo o Infierno. Refiriéndose a este día, la Virgen le dijo a Santa Faustina que “hasta los ángeles de Dios temblarán” ante la Justa Ira de Dios, desencadenada por la malicia de los hombres.
¿Y qué es lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica, acerca de la Segunda Venida de Jesucristo? Dice así: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[4]. Antes de la Segunda Venida de Cristo, vendrá el Anticristo, el cual se presentará como un pseudo-mesías que “dará una solución aparente” a la vida del hombre caído en el pecado y dominado por la concupiscencia, porque al precio de hacerlo apostatar de la Verdad Revelada, le permitirá seguir en su pecado, argumentando que “nada es pecado” y que “Dios todo perdona”, alentando al hombre a seguir en su estado de no conversión y de rebelión contra Dios, pero con apariencia de religiosidad, porque para lograr este perverso propósito, creará una nueva Iglesia, la Anti-Iglesia, que permitirá el pecado y modificará la Ley de Dios, sus Mandamientos y sus Sacramentos.
Es esto lo que advierte Monseñor Fulton Sheen, cuando hablando del Anticristo, afirma que este construirá una iglesia falsa dentro de la Iglesia verdadera, lo cual será, con toda probabilidad, la causa de la “prueba de fe” que deberán atravesar los católicos, al deber diferenciar entre la verdadera y la falsa iglesia: “Tendrá todas las notas y las características de la Iglesia, pero a la inversa y vaciada de su Divino contenido. En el medio de todo este aparente amor por la humanidad y su discurso superficial de libertad e igualdad, él tendrá un gran secreto que no le dirá a nadie: él no creerá en Dios. Porque su religión será la fraternidad sin la paternidad de Dios... Él va a crear una contra-Iglesia que será la mona de la Iglesia, porque él, (como) el Diablo, es el mono de Dios. Tendrá todas las notas y las características de la Iglesia, pero a la inversa y vaciada de su Divino contenido. Será el cuerpo místico del Anticristo que se parecerá en todo lo exterior al cuerpo místico de Cristo”[5]. Esta falsa Iglesia del Anticristo, con sus falsos sacramentos y mandamientos, será, con toda probabilidad, la “prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes”, tal como lo advierte el Catecismo.
Por último, San Ambrosio, comentando acerca del Día del Juicio Final, medita acerca de la inutilidad de saber la fecha, si no convertimos nuestros corazones a Dios, puesto que ese día puede ser el mismo día de nuestra muerte. Dice así San Ambrosio: “(…) Existe en cada uno de nosotros un templo que sólo se destruye si se derrumba la fe (…) ¿de qué me sirve saber cuándo será el día del juicio? ¿De qué me sirve, siendo consciente de tanto pecado, saber que el Señor vendrá un día, si no vuelve a mi alma, si no vuelve a mi espíritu, si Cristo no vive en mí, si Cristo no habla por mí? Es a mí que Cristo debe venir, es en mí que ha de tener lugar su venida” [6]. Esto es así porque, en realidad, a nivel personal debe realizarse una consumación escatológica en cada hombre que muere, y esa consumación ocurre precisamente en el momento de su muerte personal, sin que para él sea necesario esperar al final de los tiempos. En otras palabras, si alguien muere esta noche, esta noche es, para ese tal, el Día del Juicio Final, porque afrontará su Juicio Particular, en el que se decidirá su destino eterno, corroborado luego en el Juicio Final. En esa consumación escatológica individual ya nuestro Señor Jesucristo tendrá que mostrarse tal como es, y el velo que para los vivos cubre su realeza tendrá que rasgarse para dar paso a la clara visión de Cristo glorificado. La Parusía o segunda venida de Cristo ocurre cada vez que Cristo regresa con gloria para cada persona que muere, cuando viene para juzgar los actos de su vida[7]. Retornando a San Ambrosio, el santo afirma que de nada sirve saber si Cristo vendrá hoy o en dos años, si es que no abro las puertas de mi corazón a su gracia y si no dejo que su gracia convierta y cambie radicalmente mi corazón. Y si lo hago, es decir, si dejo entrar a Jesucristo en mi corazón y lo reconozco, por la fe, y le doy mi corazón y lo entronizo en mi corazón a Jesús Eucaristía, entonces sí estoy listo para cuando venga, cuando Él así lo decida.
El Día del Juicio Final, el Día de la Ira de Dios, ha de venir, tarde o temprano, y para ese día debemos prepararnos, y la mejor –y única- manera es vivir en gracia, evitar el pecado, obrar la misericordia, alimentarnos del Pan de Vida eterna, la Eucaristía. Quien esto hace todos los días de su vida, está ya preparado para la Segunda Venida del Señor, sea que suceda hoy, mañana o en cinco años.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario al Antiguo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 639.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] N. 675.
[5] El Comunismo y la Conciencia de Occidente, Bobb-Merril Company, Indianápolis 1948, 24-25.
[6] Comentario al evangelio de Lucas, X, 6-8.
[7] http://www.mercaba.org/Cristologia/01/parte_4_capitulo_06.htm

“Como el relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre cuando llegue su Día”


“Como el relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre cuando llegue su Día” (Lc 17, 20-25). Jesús se refiere a su Segunda Venida, y la compara a cuando un “relámpago brilla de un extremo al otro del cielo”, para que sepamos cuán repentina será esta venida. Está hablando del Día del Juicio Final, aunque también se refiere a su Venida al alma, a cada alma de modo personal, en el día de la muerte, es decir, cuando la persona muera: el día de la muerte de cada uno será tan inesperado y veloz, como “un relámpago que brilla de un extremo al otro del cielo”. De todos modos, tanto para uno como en otro caso, debemos estar preparados, “atentos y vigilantes”, con las “túnicas ceñidas y las lámparas encendidas”, para que ese día no nos sorprenda de improviso. Y la forma de estar preparados para ese día, es vivir en gracia, evitar el pecado, obrar la misericordia y, sobre todo, amar a Jesús que, antes de venir en la gloria, en su Segunda Venida, viene a nosotros, oculto en cada Eucaristía.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán



         La Iglesia celebra en este día la dedicación –consagración- de la basílica San Juan de Letrán, construida por el emperador Constantino y considerada “Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”, por ser la Catedral del Papa, Vicario de Cristo y Obispo de Roma[1]. Se celebra esta fiesta de la dedicación de la cátedra del Obispo de Roma, en señal de amor y de unidad para con la cátedra de Pedro -que, como escribió san Ignacio de Antioquía, “preside a todos los congregados en la caridad”[2]-, con lo que afirmamos nuestra unidad como católicos romanos, al tiempo que proclamamos el primado del Papa sobre los demás obispos[3].
         Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿hay alguna otra razón por la cual la Iglesia Católica celebra y hace fiesta por un edificio? Para conocer la respuesta, debemos tener en cuenta el significado simbólico del Templo dedicado al Señor, es decir, que representa -el templo material-, al cuerpo del cristiano, convertido en “templo del Espíritu Santo” por medio de la gracia bautismal.
         Es en este sentido en el que se expresa San Bernardo[4] al referirse a esta fiesta, al afirmar que lo que se festejaba o celebra, más allá del templo material concreto que es la Basílica de San Juan de Letrán, “es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la Esposa de Cristo”, pero esta “casa del Señor” es, ante todo, el bautizado: “Preguntémonos ahora qué puede ser la casa de Dios, su templo, su ciudad, su Esposa. Lo digo con temor y respeto: somos nosotros. Sí, nosotros somos todo esto en el corazón de Dios. Lo somos por su gracia, no por nuestros méritos”. Por la gracia del bautismo sacramental, fuimos convertidos, de meras creaturas, en “templos vivientes del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 9) y “casa de Dios”: “Somos su casa” y en esta casa inhabita el Espíritu Santo: “Y el apóstol Pablo nos dice: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”[5]. “Hermanos, sabemos por experiencia que somos la casa del Padre de familia por el alimento tan abundante que tenemos, el templo de Dios por nuestra santificación, la ciudad del Rey supremo para nuestra comunión de vida, la esposa del Esposo inmortal por el amor. Creo, pues, que puedo afirmar sin miedo: esta fiesta es realmente nuestra fiesta”.
Ahora bien, esta “casa de Dios” y “templo del Espíritu Santo” que somos nosotros, los bautizados, es lo que constituye en la otra vida a la Jerusalén celestial, según nos enseña la Iglesia cuando reza así: “Señor, tú que con piedras vivas y elegidas edificas el templo eterno de tu gloria: acrecienta los dones que el Espíritu ha dado a la Iglesia para que tu pueblo fiel, creciendo como cuerpo de Cristo, llegue a ser la nueva y definitiva Jerusalén”. Las “piedras vivas y elegidas” que “edifican el templo eterno de la gloria” de Dios, son los bautizados. Es esto mismo lo que se desprende del Libro del Apocalipsis: “Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: “Ésta es la morada de Dios con los hombres, y acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos”. Pero no vi santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap 21, 2-3. 22. 27). La Ciudad Santa, la Morada de Dios, es la Jerusalén celestial, los bautizados con la gracia del Cordero y esta Ciudad santa “no tiene santuario”, porque el santuario es “el mismo Dios”, que habita con su Pueblo, los santos. La Ciudad santa, en el cielo, está formada por los santos, aquellos en los que habita Dios Trino, que es su santuario.
         Pero esta inhabitación trinitaria en el alma de los redimidos no es exclusiva del cielo, sino que comienza ya aquí en la tierra, con la inhabitación trinitaria por la gracia en el alma de los justos –pecadores pero que se esfuerzan por vivir en gracia y rechazar el pecado-. Para San Bernardo, el hecho de que Dios inhabite en nuestras almas, es la razón primera para ser santos –perfectos- como Dios es santo y perfecto, porque Él es el que comunica de su santidad en aquellos en los que inhabita, y es así que dice: “Sed santos, dice, porque yo, vuestro Señor, soy santo” (Lv 11,45).  ¿Será suficiente la santidad? Según el testimonio del apóstol también la paz es necesaria: “Procurad la paz con todos y la santidad sin la cual nadie verá a Dios” (Heb 12,14). Esta paz es la que nos hace vivir juntos, unidos como hermanos, y edifica para nuestro Rey, una ciudad enteramente nueva llamada Jerusalén que significa: visión de paz”. Es decir, porque Jesús y el Padre, con el Espíritu Santo, hacen morada en nuestros cuerpos, almas y corazones, convirtiéndolos en algo más grande que los cielos, porque inhabita en ellos el Dios Uno y Trino, cuya grandeza no pueden abarcar los cielos, entonces es por esta razón por la cual debemos ser santos y perfectos: “Sed perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48). Esto quiere decir que, siendo templos vivientes de Dios Trino, en donde inhabitan las Tres Divinas Personas no podemos, de ninguna manera, profanar el Templo de Dios que es nuestro cuerpo y nuestra alma, con pensamientos, deseos y obras malas de cualquier tipo, puesto que eso significaría, inmediatamente, la profanación, más que de nuestros cuerpos y almas, de las Tres Divinas Personas que hicieron de nuestros corazones sus altares en donde ser adoradas como un Único Dios Verdadero.
         Para darnos una idea de lo que decimos, basta con hacer la siguiente analogía: así como en el templo material inhabita Dios Hijo en la Eucaristía, en el sagrario, así el Espíritu Santo inhabita en el cuerpo del bautizado en gracia, y de la misma manera a como Jesús Eucaristía sería gravemente ultrajado si en el templo se interpretara otra música que no sea la de su adoración, o se proyectasen imágenes indecentes, o si hiciera cualquier cosa que no fuera para su alabanza y gloria, de la misma manera, cuando en el templo del Espíritu Santo que es el cuerpo del bautizado, es profanado, se profana a la Persona Tercera del Espíritu Santo que en él inhabita, y cuando se escuchan canciones mundanas, profanas o directamente blasfemas, o se vieran espectáculos inmorales, es como si en el Templo se escucharan cosas indecentes, se profirieran palabras y entonaran cantos soeces, y se vieran cosas inmorales. Y de un modo inverso, si el templo que es el cuerpo, está iluminado por la gracia y si se entonan en el alma cánticos de alabanza y adoración al Cordero, y si se hacen obras buenas en su honor y se evita todo pensamiento, deseo y obra impuros, entonces es como cuando un templo, en el que habita Jesús Eucaristía en el sagrario, está todo perfumado, limpio, aireado y en su interior se escucha la voz de Dios Trino, que habla en el silencio, en lo más profundo del corazón del hombre. Por lo que vemos, entonces, en esta fecha, no se celebra a un “edificio material”, sino ante todo, a aquello que este edificio material, consagrado, esto es, dedicado al servicio del Señor, representa: el cuerpo y el alma del hombre que por la gracia son convertidos en templo del Espíritu Santo y sus corazones en altar, sagrario y custodia de Jesús Eucaristía.






[1] San Juan de Letrán es la catedral de la diócesis de Roma, que el Papa preside como obispo. En el día de hoy, celebramos su dedicación por el papa Silvestre I en el año 324 d.C., cuando se convirtió en la primera iglesia en la que los cristianos podían hacer culto en público. Cfr. http://es.aleteia.org/2015/11/09/9-de-noviembre-un-dia-de-fiesta-por-un-edificio/
[2] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[4] San Bernardo (1091-1153); Sermón 5 para la Dedicación: Fiesta de la dedicación de una iglesia, fiesta del Pueblo de Dios.
[5] Cfr. ibidem.

martes, 8 de noviembre de 2016

“Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”


“Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 7-10). La aclaración de Jesús acerca de qué es lo que debemos decir cuando cumplimos nuestro deber –si es que lo cumplimos- es necesaria, toda vez que, llevados por nuestra soberbia y nuestro deseo de ser glorificados por los hombres –y hasta por Dios-, nos atribuimos cosas que sólo le corresponden a Dios y su gracia. Por ejemplo, si alguien se convierte, podemos caer en la tentación de decir que “fue por mis oraciones”; si algún desastre se evita, o si se consigue algo que puede ser considerado un milagro, todo lo atribuimos a nosotros mismos, como si nosotros fuéramos Dios, o como si Dios estuviera subordinado a nosotros mismos. Y cuando esto hacemos, no solo pecamos de soberbia, sino que nos olvidamos las palabras de Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5). Sin Jesús, no podemos hacer “nada”, literalmente hablando, porque Él es la Gracia Increada, de quien procede toda gracia creada y participada, lo cual quiere decir que es Él quien obra en las almas, siendo nosotros sólo “pobres instrumentos” –cuando lo somos-.

viernes, 4 de noviembre de 2016

“Ustedes son hijos de Dios y herederos de la resurrección”


(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Son hijos de Dios y herederos de la resurrección” (Lc 20, 27-38). Los saduceos, que “niegan la resurrección” –creían que Dios se desinteresaba de sus creaturas por lo cual, además de negar la resurrección de la carne, negaban también la Divina Providencia y la inmortalidad del alma[1]-, tratan de poner en una situación sin salida a Jesús, citando la ley del “levirato” y exponiendo el hipotético caso de una mujer que se casa y enviuda siete veces, preguntan a Jesús “de quién será la mujer” en la resurrección. Con este ejemplo, tratan de poner en ridículo la idea de la resurrección, haciéndola aparecer como algo absurdo –una mujer que en el más allá tiene siete maridos: “Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”-, o bien como algo directamente imposible e inexistente. En realidad, lo que reflejan los saduceos con este ejemplo es que la idea que tienen acerca del más allá es bastante primitiva o burda, pues solo caben una de dos opciones: o el más allá y la resurrección son una mera extrapolación de esta vida terrena, o bien, directamente la niegan en su existencia. Con su respuesta, Jesús no solo revela que la resurrección existe, sino que además revela sus características, que difieren de esta vida terrena: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”. El dilema de los siete esposos es falso, pues en el cielo los que resuciten “no se casarán”; no morirán, porque son “semejantes a los ángeles”, es decir, sus cuerpos y almas serán glorificados, por lo cual la vida en el más allá no es una mera extrapolación de esta vida; la resurrección existe por lo que “los muertos van a resucitar” y la razón es que el Dios que los habrá de resucitar –el Único Dios Verdadero- “no es un Dios de muertos, sino de vivientes”.
         Pero Jesús dirá, además de que la resurrección existe y de cómo es, es decir, sus características, algo sorprendente: que Él es la misma resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida, el que crea en Mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). En otras palabras, Jesús quiere decir que el Dios que habrá de resucitar a los muertos, el Dios Viviente por el que todo ser vivo tiene vida, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, es Él, porque Él es “la Resurrección y la Vida”.
Y en otro pasaje, Jesús revelará algo más en relación a la resurrección: para aquel que es “justo” –es decir, para el que vive en estado de gracia santificante y lucha para erradicar el pecado de sí mismo-, la resurrección comienza ya, aquí, en esta vida, pues está contenida en la Eucaristía: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera” (Jn 6, 44-51). El que come “el Pan de Vida”, que es Él –“Yo Soy el Pan de Vida”-, aunque muera a esta vida terrena con la muerte corporal, sin embargo, al haberse alimentado con el Pan Vivo bajado del cielo, que concede la Vida eterna del Cordero a quien lo consume, ese tal “vivirá” en el cielo, es decir, “no morirá”, porque resucitará a la vida eterna en razón, precisamente, de la Vida divina que recibió en esta vida mortal, contenida en la Eucaristía. En Jesús, resucitado y glorioso, está contenida nuestra propia resurrección, según afirma un Padre de la Iglesia: “En el último día la muerte será vencida. La resurrección de Cristo, después del suplicio de la cruz, contiene misteriosamente la resurrección de todo el Cuerpo de Cristo. Así como el cuerpo visible de Cristo fue crucificado, sepultado y seguidamente resucitó, así también el Cuerpo entero de los santos de Cristo está crucificado con él y no vive ya en sí mismo... Pero cuando vendrá la resurrección del verdadero cuerpo de Cristo, su Cuerpo total, entonces, los miembros de Cristo que hoy son semejantes a huesos secos, se juntarán unos con otros (Ez 37,1s), encontrando cada uno su lugar y “todos juntos lleguemos al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud (Ef 4,13). Entonces la multitud de los miembros formarán un cuerpo, porque todos pertenecen al mismo cuerpo (Rm 12, 4)”[2]. Ahora bien, la novedad que los católicos debemos dar al mundo no es solamente que la resurrección existe y que Jesús resucitó, sino que ese Jesús resucitado, vivo, glorioso, lleno de la luz, de la vida y del Amor de Dios, está con su Cuerpo glorificado y resucitado en la Eucaristía y que comunica de su gloria y de su vida eterna a quien lo recibe en gracia, con fe y con amor en la Comunión Eucarística, aunque no lo hace a quien no lo recibe, por lo que se puede decir que quien no recibe a Jesús Eucaristía es -parafraseando a Orígenes-, “un miembro de Cristo semejante a un hueso seco”, sin vida, con lo cual vemos la importancia de la Comunión Eucarística para poder resucitar, y que no da lo mismo, en absoluto, comulgar o no comulgar.
“Son hijos de Dios, y herederos de la resurrección”. Somos hijos de Dios en virtud del bautismo sacramental –quien no lo recibe, no es hijo de Dios-, y por lo tanto, somos también “herederos de la resurrección”, por cuanto el germen de vida divina ha sido ya injertado en nuestras almas al momento de recibir el bautismo. Por lo tanto, los católicos debemos considerarnos sumamente afortunados, porque no solo creemos que la resurrección existe sino que, cada vez que comulgamos, incorporamos a nuestras almas, más que la semilla o el germen de la resurrección, al Dios Viviente y Tres veces Santo, el Dios que es la Vida divina y la Resurrección en sí misma, Jesús Eucaristía.
Es esta alegre noticia, que Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos transmite su vida divina, la que los católicos debemos transmitir al mundo, más que con discursos, con obras de misericordia y santidad de vida.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 443.
[2] Orígenes (c. 185-253), Comentario al evangelio de Juan, 10,20; PG 14, 371-374.