martes, 31 de enero de 2017

“Mi nombre es Legión, porque somos muchos”


“Mi nombre es Legión, porque somos muchos” (Mc 5, 1-20). El Evangelista describe en este pasaje y de un modo muy gráfico, la degradación a la cual el Demonio lo somete cuando toma posesión de su cuerpo. La descripción es muy cruda y da cuenta del odio sobrenatural que el Demonio tiene hacia el hombre, en cuanto imagen viviente de Dios. El Evangelio dice que el hombre poseído por el “espíritu impuro (…) habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas (…) había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo (…) día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras”. Una teología no católica diría que no se trataba de un endemoniado, sino de un enfermo psiquiátrico, pero eso es dudar de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia, que nos enseñan que se trata, en este caso, de una verdadera posesión demoníaca, y no de un solo demonio, sino de muchos, tal como lo revelan los ángeles caídos ante la orden de Jesús de dar sus nombres: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”.
El Evangelio describe entonces una realidad, la posesión demoníaca del cuerpo de un hombre, realidad que constituye una de las principales causas por las que el Hijo de Dios, Jesucristo, se encarnó y murió en cruz para luego resucitar, y es el de “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Al realizar el exorcismo expulsando a los demonios con la sola orden de su voz, Jesús restituye la libertad plena al hombre endemoniado, quedando reflejado, de manera patente, el estado de degradación a la que conduce al hombre el Demonio, cuando posee su cuerpo, y el estado de salud plena –corporal, espiritual, moral- que concede Jesús por su bondad.
Otro elemento a considerar es que el hombre poseído por el espíritu inmundo vive lejos de Dios: habita “en el cementerio”, dice el Evangelio, queriendo significar el estado de muerte eterna a la que el Demonio quiere conducir al hombre. Sin embargo, no hace falta estar poseído corporalmente por el Demonio o por los demonios, para vivir alejados de Dios: basta con no cumplir sus Mandamientos, porque a los Mandamientos de Dios, el Demonio contrapone los suyos, que son los exactamente opuestos. Por ejemplo, si el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”, basta con odiar al prójimo, por ejemplo, o con intoxicar el cuerpo propio con substancias prohibidas, o adorar a ídolos –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa, el dinero, el placer-, para estar bajo el mando directo del Demonio, sin que éste necesite tomarse el “trabajo” de poseer el cuerpo. La impureza espiritual que supone el odio y la idolatría, impide que Dios Trino inhabite en ese corazón, y donde no está Dios, está el Demonio.

“Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Quien se inclina ante los ídolos neo-paganos y ante el dinero, aun cuando no esté poseído corporalmente por el Demonio, es su esclavo y servidor más fiel.

domingo, 29 de enero de 2017

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”


(Domingo IV - TO - Ciclo A – 2017)

         “Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 1-12). Jesús proclama el Sermón de la Montaña, en el que revela cuál es el camino para poseer y heredar el Reino de los cielos. Las Bienaventuranzas constituyen, por lo tanto, el programa de vida de quien desee, más allá de esta vida, alcanzar el anhelado Reino de Dios. Ahora bien, estas Bienaventuranzas proclamadas por Jesús, se encuentran en las antípodas de la sociedad hedonista, materialista, relativista y ocultista que caracteriza a nuestros días. Para la mentalidad del hombre pos-moderno, acostumbrado a vivir “como si Dios no existiera” y a cumplir su propia voluntad y no la de Dios, las Bienaventuranzas le suenan como un lenguaje extraño, incomprensible, pero no porque no sean para él, sino porque su oído espiritual, cerrado a la Voz de Dios, pero abierto al sibilino silbo de la Serpiente Antigua, no es capaz de reconocer la voz de su Creador, que habla a través de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth.
         Jesús proclama una felicidad que, a los ojos del mundo, es suma desgracia, porque se opone radicalmente a lo que el mundo considera “felicidad”. Jesús dice: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”. El hombre de hoy idolatra y adora al dinero y es capaz de cometer los más horribles crímenes, con el fin de hacerse de ese dinero, sin importarle su origen ilícito, y considera que en eso consiste su felicidad, cuando la felicidad, a los ojos de Dios, está en la pobreza, primero espiritual, y luego material.
         Jesús dice: “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia”; el hombre de hoy, incapaz de soportar la tribulación y habiendo rechazado la cruz, quiere soluciones mágicas, rápidas, y es por eso que, en vez de sufrir con paciencia las tribulaciones, uniéndolas a las tribulaciones de la Cruz de Jesús, único camino posible para superarlas, acude a los servidores del Demonio, los chamanes, los brujos, los magos, los hechiceros, y toda clase de charlatanes, ofendiendo a Dios por no confiar en su Amor providente, y poniéndose voluntariamente en manos del Enemigo de las almas, el Demonio.
Jesús dice: “Felices los afligidos, porque serán consolados”, pero se trata de la aflicción de la Cruz, de la Pasión, del Huerto de Getsemaní, una aflicción que surge de contemplar cómo el Nombre Tres veces Santo de Dios es ultrajado permanentemente, pero el hombre, encerrado en su egoísmo, sólo considera su propia aflicción, la aflicción propia de las tribulaciones e incertidumbres propias de esta vida, pero aun así, ni recurre a Dios en su aflicción, ni lo acompaña en la aflicción del Hombre-Dios en la Pasión y el Calvario.
Jesús dice: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. La felicidad de Jesús es la que sobreviene cuando el alma tiene “hambre y sed de justicia”, pero el mundo no considera que esto sea causa de felicidad; más bien, considera que la única felicidad es el saciar el hambre y la sed del cuerpo, y por eso no pretende ni quiere ni se afana por otra cosa que no sean los manjares y banquetes terrenos, despreciando sacrílegamente el Banquete y el Manjar celestial, la Carne del Cordero, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía.
Jesús dice: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia”, pero el hombre de hoy, lejos de ser misericordioso con su prójimo, lo utiliza a éste para su propio placer hedonista, convirtiendo a su prójimo en un objeto que debe ser utilizado y desechado cuando ya no sirva más.
Jesús dice: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”, pero el hombre de hoy inunda el mundo con una doble impureza: la del alma, postrándose en adoración ante los ídolos mundanos –el fútbol, la música anti-cristiana, el dinero, el poder, el placer hedonista-, y la impureza corporal, decretando injustamente y en contra del designio divino, que la sexualidad es para el placer y no reservada única y exclusivamente para el matrimonio y la procreación.
Jesús dice: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”, pero el hombre de hoy, convertido en hijo de las tinieblas, considera a la guerra, la discordia, la revancha, la venganza y el odio, como los motores que deben regir las relaciones entre los hombres y las naciones, despreciando y rechazando la Paz de Dios ofrecida en la Cruz por Jesús.
Jesús dice: “Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”, pero el hombre de hoy, al haberse alejado de Dios, Fuente de justicia y la Justicia Divina en sí misma, ni practica la justicia ni le interesa la justicia, volviéndose injusto ante Dios y ante los hombres.
Jesús dice: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí”, pero el hombre de hoy, al no seguir a Jesús, es alabado y glorificado por el mundo y su única meta es recibir los halagos y la gloria mundana, convirtiéndose así en perseguidores de Cristo y su Iglesia.
Jesús dice: “Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo”, pero el hombre de hoy se alegra y regocija por los placeres de la tierra, porque no piensa más ni en la eternidad ni en el Reino de los cielos.

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”. ¿Cómo vivir las Bienaventuranzas, para así ser felices, en esta vida y en la otra? Arrodillados ante la Santa Cruz de Jesús, besando con amor y piedad sus pies ensangrentados y suplicando a Nuestra Señora de los Dolores, que está de pie al lado de la Cruz, que interceda por nosotros y nos refugie en su Inmaculado Corazón.

lunes, 23 de enero de 2017

“El pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado”


“El pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado” (cfr. Mc 3, 22-30). ¿Por qué razón el pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado? ¿Acaso Dios no perdona todos los pecados? La razón es que quien profiere este pecado, desconoce a Dios en aquello que es la esencia de Dios, y es su santidad, puesto que le atribuye a Dios, que es bondad infinita en sí misma, lo que es propio del Adversario, el Demonio, esto es, la maldad. En otras palabras, el pecado contra el Espíritu Santo es atribuir malicia a Dios, y es esto lo que hacen los fariseos con respecto a Jesús, luego de ver sus prodigios. El pecado no tiene perdón porque el pecador, en su necedad y contumacia, persiste obcecadamente en calificar a Dios como “diabólico”, lo cual es, además de un contrasentido, un pecado gravísimo, del cual sus autores no quieren salir ni reconocer. En efecto, en el pasaje evangélico, los escribas dicen de Jesús: “Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios” y también “Está poseído por un espíritu impuro”. Pero también podríamos decir que es un pecado contra el Espíritu Santo lo opuesto: atribuir bondad y santidad a aquello que es intrínsecamente diabólico y perverso, como las supersticiones –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-; es decir, es también una grave ofensa a la santidad divina, atribuir al Demonio y sus representantes, milagros, curaciones, sanaciones, que sólo pueden ser hechas por Dios, tal y como lo hacen numerosos malos católicos que, cayendo en la superstición, en la brujería, el satanismo y el ocultismo, si reciben algún verdadero milagro, causado por la Misericordia Divina, en vez de atribuirlo a Dios, lo atribuyen al Demonio y sus representantes. Semejante necedad, junto al pecado de atribuir maldad a Dios Trino, “jamás será perdonada”.

sábado, 21 de enero de 2017

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”



(Domingo III - TO - Ciclo A – 2017)

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4, 12-23). Con motivo del traslado de Jesús a…, el Evangelista Mateo cita una profecía de Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz” (9 1), afirmando que era de esta manera como esta profecía habría de cumplirse. Es decir, para el Evangelista, la profecía de Isaías, que afirmaba que “un pueblo que habitaba en tinieblas” habría de “ver una gran luz”, se cumple con el traslado físico de Jesús de una región a otra de Palestina: “Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”. Muchos pueden pensar que el Evangelista habla en un sentido metafórico, pero no es así: iluminado por el Espíritu Santo, San Mateo ve lo que sucede en la realidad: Jesús, que es Dios y en cuanto Dios es “luz del mundo”, Luz de Luz y la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, ilumina el lugar adonde va, y lo hace con una luz que no le viene desde afuera, impuesta por alguien, sino que surge de su propio Acto de Ser divino, trinitario: Jesús es luz divina, celestial, sobrenatural, porque la naturaleza divina es luminosa en sí misma. Es decir, la “gran luz” que ve “el pueblo que habitaba en tinieblas” – y “en sombras de muerte”-, no es otra cosa que Dios mismo que, en la Persona del Hijo de Dios, viene a esta tierra, para iluminar y dar de su vida eterna a quien ilumina. Y si “la gran luz” es Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, “el pueblo que habita en tinieblas y en sombras de muerte” no es otra cosa que la humanidad entera, caída en el pecado original cometido por los Primeros Padres, Adán y Eva. Por último, las “tinieblas y sombras de muerte” que envuelven a la humanidad, y que son derrotadas por la Luz Increada y Encarnada, Jesús de Nazareth, son los demonios, los ángeles caídos, verdaderas sombras vivientes que, surgidas desde lo más profundo del Infierno, envuelven a la humanidad entera desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Esa misma Luz Increada, Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, que hace veinte siglos se trasladó, por medio de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, a “Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”, es la misma Luz Increada que, oculta bajo las especies sacramentales, habita en la Eucaristía, en el sagrario, para iluminarnos a nosotros, hombres del siglo XXI, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, y para darnos, junto con la luz divina que brota de la Eucaristía, su vida y su Amor divinos.

viernes, 20 de enero de 2017

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”


“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él” (Mc 3, 13-19). Jesús elige a sus Apóstoles, y en esta llamada hay muchas características: llama “a los que Él quiso”, es decir, a los que Él amó con amor de predilección para que fueran sus Apóstoles, para que cumplieran la misión que les tenía asignada desde la eternidad; los llama, en primer lugar, “para que estén con Él”, es decir, para que sus Apóstoles entablen con Él, que es su Dios, una relación de amor de amistad, porque Él es Amor, en cuanto Dios, y no puede haber otra relación con Dios que no sea la del amor; los llama para una misión, que es la de “predicar el Evangelio y expulsar demonios”, porque el Hombre-Dios ha venido para “darnos la vida eterna” (cfr. Jn 10, 10) y para “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Ahora bien, la elección de los Apóstoles es libre por parte de Dios, como también es libre la respuesta de los Apóstoles; de hecho, muchos murieron mártires como testimonio de fidelidad a la elección de Jesús. Pero también, como parte de la libertad, uno de ellos rechazó su amor de amistad y lo traicionó, entregándolo: “Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”. Esta libertad en decir “no” al llamado de Jesús, decisión que Él lamenta pero respeta, es lo que fundamenta la existencia del Infierno, Infierno que es una muestra del inmenso respeto que Dios tiene por las decisiones libres de cada creatura suya, aun cuando esta decida rechazarlo para siempre.

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”. El llamado de Jesús a sus Apóstoles se repite para con cada bautizado, con todas sus características, y si bien los Apóstoles son sólo Doce, la substancia del llamado, el “estar con Él” y “predicar el Evangelio”, es idéntica para todo bautizado. Y al igual que sucedió con los Apóstoles, que unos lo siguieron y dieron sus vidas por Él, libremente, mientras otro –Judas Iscariote- también libremente lo traicionó y lo entregó, también con cada bautizado se da la misma posibilidad: fidelidad al llamado, o rechazo; escuchar los latidos del Corazón de Jesús, o el tintineo metálico del dinero; ganar el cielo dando la vida por Jesús, o ser precipitado en el Infierno, si no se ama a Jesús. El llamado de Jesús no garantiza el Reino de los cielos: nos lo debemos ganar, amando libremente a Dios y a su Mesías, Jesucristo, y poniendo por obras ese amor.

domingo, 15 de enero de 2017

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


"Juan Bautista predicando"
(Pier Mola)

(Domingo II - TO - Ciclo A – 2017)

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Al ver “acercarse a Jesús”, Juan nombra a Jesús con un nombre nuevo, no dado por nadie anteriormente, llamándolo: “Cordero de Dios”: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Es decir, mientras otros ven en Jesús “al hijo del carpintero”, al hijo de María y José”, Juan ve en Jesús no a un hombre más entre tantos, sino al Cordero de Dios, y el Cordero que viene a “quitar los pecados del mundo”. El nombre nuevo que el Bautista da a Jesús –Cordero de Dios- y la función mesiánica que le atribuye –quitar los pecados del mundo-, no son producto de elucubraciones mentales del Bautista: según la misma Escritura, el Bautista es iluminado por Dios Padre, y es la única explicación plausible para que él vea lo que nadie más ve: ve al Espíritu Santo en forma de paloma descender sobre Jesús, y ve en Jesús al “Hijo de Dios”, es decir, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo mismo, se puede decir que, para el Bautista, la revelación de Jesús en cuanto Mesías y Cordero de Dios es el fruto de una teofanía trinitaria acaecida en su alma, por don y disposición divina.
Esta es la razón sobrenatural por la cual Juan no tiene ninguna duda acerca de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y acerca de su función mesiánica, pues es Dios Padre –“Aquél que lo ha enviado”- quien le dice quién es Jesús: “(…) el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’”. Dios Padre envía a Juan; además, Juan ve, en persona, al Espíritu Santo, en forma de paloma, descender sobre Jesús: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él””; y “el que bautiza en el Espíritu”, no puede ser otro que el Hijo de Dios, Segunda Persona de la Trinidad. De aquí el testimonio sin duda alguna del Bautista, acerca de la divinidad de Jesucristo: “Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios” y acerca de su función mesiánica: ha venido a “quitar los pecados del mundo”.

         “Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Análogamente a Juan, que ve en Cristo no a un hombre más, sino a la Persona del Hijo de Dios, el cristiano, iluminado por la luz de la gracia y de la fe de la Iglesia Católica, ve en la Eucaristía no un pan bendecido, sino al Hijo de Dios, Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por eso la misión del cristiano en la tierra, es la misma misión del Bautista: anunciar, en el desierto del mundo, iluminado por la luz de la gracia y de la fe, no sólo que Jesús es Dios Hijo encarnado, sino que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Al igual que el Bautista, que al ver a Jesús no vio en Él a un simple hombre, sino al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también, el católico, al ver la Eucaristía, no ve un pedacito de pan bendecido, sino al Hijo de Dios, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, oculto en apariencia de pan. Cada vez que el católico contempla la Eucaristía, debe repetir, junto a Juan el Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y adorar a Jesús en la Eucaristía, y amarlo con todas las fuerzas de su corazón.

sábado, 14 de enero de 2017

“Señor, si quieres, puedes purificarme”


“Señor, si quieres, puedes purificarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, implorándole que cure su lepra: “Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”. Jesús, “conmovido”, dice el Evangelio, lo toca y lo cura: “Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado””. Al instante, el leproso queda completamente curado: “En seguida la lepra desapareció y quedó purificado”.
Para poder aprehender el sentido sobrenatural de este episodio evangélico, es necesario recordar que, como dice Santo Tomás, a partir de las realidades sensibles, podemos elevarnos a las realidades sobrenaturales. En este caso, la lepra, una enfermedad causada por un bacilo y que, en el lenguaje bíblico, del pecado. Es decir, así como la lepra se caracteriza por cubrir el cuerpo de manchas indoloras y de provocar la deformación del rostro y la mutilación del cuerpo, al provocar la inflamación de la piel y de los cartílagos, llegando incluso hasta provocar la muerte, así también el pecado, en el orden espiritual, provoca una mancha en el alma, propiamente el pecado, que es indolora, y al mismo tiempo, deforma, hasta volverla irreconocible, a la imagen de Dios que toda alma posee en sí misma, por haber creada a imagen y semejanza de Dios.
A su vez, la curación milagrosa de Jesús, extendiendo su mano, tocando al leproso y diciendo: “Lo quiero, queda curado”, es un anticipo y una figura del Sacramento de la Penitencia, sacramento por el cual Jesús en Persona, a través del sacerdote ministerial, cura el alma del pecador con su gracia, quitándole la mancha del pecado y restaurando, por la gracia, la belleza natural del alma, concediéndole además una belleza sobrenatural, al convertirla, también por la gracia, en una imagen suya, en una imagen del Hombre-Dios.

Es de destacar también la fe del leproso, porque le dice “Señor”, reconociendo con esto la divinidad de Jesús, porque “Señor”, en este contexto, se reserva sólo a Dios; la fe del leproso no se queda en palabras, sino que acude a Jesús con la convicción de que, si es voluntad de Él, lo curará: “Si quieres”, le dice el leproso, puedes curarme”. La fe del leproso en la condición divina de Jesús y por lo tanto en su capacidad de poder curar su grave enfermedad, es un ejemplo para todos nosotros, al momento de acudir al Confesionario; es decir, al confesarnos, debemos confiar en el poder divino de Jesús, que perdona, a través del sacerdote ministerial, cualquier pecado, por grave que sea. Por lo tanto, al confesarnos, antes de recibir el sacramento, debemos repetir, interiormente, con la misma fe, confianza y amor en Jesús, que el leproso del Evangelio: “Señor, si quieres, puedes purificarme de mis pecados”.

jueves, 12 de enero de 2017

“Jesús fue a un lugar desierto a orar”


“Jesús fue a un lugar desierto a orar” (cfr. Mc 1, 29-39). La oración de Jesucristo se caracteriza, entre otras cosas, por ser opuesta a la oración farisaica: mientras esta es externa y es realizada públicamente para que los hombres vean y alaben como religiosos a quienes la realizan, la oración de Jesús es una oración realizada “en un lugar desierto”, es decir, un lugar apartado de toda mirada humana, porque lejos de buscar ser reconocido por los hombres, Jesús busca nada más que la unión íntima, espiritual y en el Amor, con Dios. En este sentido, la oración farisaica es superficial, dirigida nominalmente a Dios pero, en el fondo, es una oración del fariseo consigo mismo porque, en el fondo, no busca unirse a Dios en la fe y en el amor, sino que lo busca es su propia glorificación mundana, que la obtiene al ser tenido como “hombre bueno y religioso” por parte de los hombres. Sin embargo, a los ojos de Dios, la oración farisaica y el fariseo mismo, no son más que un cúmulo de soberbia, orgullo, presunción y vanidad, porque su oración no llega hasta el trono de su majestad, desde el momento en que el fariseo no es eso lo que pretende sino, como hemos dicho, lo que pretende, al hacer oración, es recibir la glorificación mundana de parte de los hombres. El fariseo, con su oración pública y superficial, no busca la gloria de Dios, sino su propia gloria.
“Jesús fue a un lugar desierto a orar”. En este sentido, la elección de Jesús de un “lugar desierto”, se contrapone radicalmente a la oración pública de los fariseos, realizada exprofeso delante de los hombres para ser reconocidos por ellos, lo cual no es del agrado de Dios y se contrapone a la oración cristiana: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas; porque a ellos les gusta ponerse en pie y orar en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa” (Mt 6, 5). Esto no significa que no se pueda orar públicamente, sino que la oración debe ser, ante todo, un diálogo privado, íntimo, interior, entre Dios y el alma, en la que el alma, movida por la fe y el amor a Dios y no a sí misma, busca unirse a Dios, y esto puede suceder aun cuando se rece públicamente.

La elección de un lugar “desierto”, en el que Jesús está físicamente apartado de los discípulos y de los hombres, tiene un doble significado: por un lado, hacernos ver que la verdadera oración cristiana no busca el honor v ano y mundano que los hombres se propician unos a otros, ya que lo que busca la oración es la unión con Dios por la fe y el amor, y no el aplauso humano. Por otro lado, la elección de un lugar físicamente alejado de los hombres, como el desierto, tiene por objeto de simbolizar otro desierto, no ubicado físicamente, sino en el interior mismo del hombre, y es su propio corazón, en donde los hombres no pueden acceder, siendo sólo Dios y nadie más que Dios, quien puede acceder a él. Es decir, en la oración cristiana, además de ser importante de que esta se realice en un lugar físico que se encuentre apartado del mundo, el desierto simboliza y representa el propio corazón del hombre, porque es allí en donde el alma se encuentra a solas con Dios y es vista sólo por Dios. Es por esto que Jesús recomienda, para orar, el retirarse a la habitación propia y cerrar la puerta y orar, para ser visto sólo por Dios y para recibir la recompensa de Él y no de los hombres: “Tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6). Y esto puede acontecer aun en medio de una multitud, si el alma busca, aun en medio del hombre y del bullicio del mundo, encerrarse en su propio corazón para buscar a Dios y su gloria y no el aplauso, el reconocimiento y la gloria mundana de los hombres.

martes, 10 de enero de 2017

“Jesús increpó (al espíritu impuro) diciéndole: “Cállate y sal de este hombre””


El Anticristo y el Demonio
(Signorelli)

“Jesús increpó (al espíritu impuro) diciéndole: “Cállate y sal de este hombre”” (Mc 1, 21b-28). Lo llamativo en este pasaje evangélico, entre otras cosas, es que se repite por tres veces la expresión “espíritu impuro” (la última es en plural). ¿A quién o a quiénes se refiere el evangelista cuando utiliza esta expresión? La respuesta se obtiene cuando se considera que la expresión es relativa a un Espíritu Puro Absoluto, que no puede ser otro que el Espíritu de Dios, o de Dios, que “es Espíritu” Puro, Purísimo. Profundizando ligeramente en esta noción, podremos entender mejor la expresión “espíritu impuro”. El Espíritu Puro de Dios significa que su Ser divino trinitario es Perfectísimo de toda perfección: en Él, en Dios Uno y Trino, se encuentran todas las perfecciones posibles, en grados ilimitados e infinitos, como Sabiduría, Bondad, Justicia, Misericordia, Humildad, Alegría, Paz, Fortaleza, Verdad, Amor, Simplicidad, etc. Dios es Espíritu y porque es Espíritu, posee en Él, en su Acto de Ser trinitario, como en su Fuente Increada, todas las perfecciones imaginables, y en un grado superlativo, y son estas perfecciones las que, por medio de la gracia de Jesucristo, obtenida por su sacrificio en cruz, las comunica a los hombres, haciéndolos partícipes de ellas al hacerlos partícipes de su Ser y de su Vida divina, y es esto lo que sucede con los santos, y también con los ángeles que a Él permanecieron fieles.
En contraposición, el “espíritu impuro”, es el que no solo no posee ninguna de estas perfecciones, sino que posee todas las imperfecciones opuestas a cada perfección, convirtiéndose el espíritu impuro en la fuente creada –porque se origina en la voluntad perversa del ángel caído- de toda imperfección, es decir, de todo error, de todo vicio, de toda maldad, de toda estulticia, la peor de todas, la de no querer amar, adorar y servir a Dios Uno y Trino. Y de manera análoga a como sucede con Dios, que comunica y hace partícipe al hombre –convirtiéndolo así en santo- de sus perfecciones, así el Demonio, el espíritu impuro por excelencia, seduce y tienta al hombre para hacerlo partícipe, por imitación, de su mayor impureza espiritual, es decir, de su rebelión contra Dios y, a partir de esta, lo hace partícipe de todo el resto de su inmundicia espiritual.

Para poder tener una idea de lo que es un espíritu impuro, los seres humanos podemos hacer una analogía con las cosas impuras –sucias- de este mundo, material y terreno, como por ejemplo, un vertedero de aguas servidas. En el plano espiritual, el espíritu impuro se manifiesta, ante todo, por la oposición a la Verdad, es decir, la Mentira, y es por eso que el Demonio es llamado por Jesús “Padre de la mentira”. Luego, en el hombre, se manifestará también en el cuerpo, por medio de la impureza corporal, pero para que esta se dé, es necesario que esté primero la impureza espiritual, la primera de todas, la mentira y el error. En este sentido, el Anticristo, en cuanto hombre poseído por el espíritu impuro por antonomasia, el Demonio, se caracteriza porque en él no hay Verdad alguna, sino sólo mentira, herejía y error.

lunes, 9 de enero de 2017

“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”


“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él” (Mc 1, 14-20). Jesús pasa y luego de llamar a Simón y Andrés, llama a Santiago y a Juan y ellos, dice el Evangelio, “dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Si la escena se ve externa y superficialmente, no difiere en mucho a lo que sucede con líderes humanos, quienes, con mayor o menor carisma, ante el llamado de un líder, lo dejan todo y van tras del líder. Sin embargo, aquí no se trata de un llamado de un hombre, a otros hombres, para una empresa humana: se trata de la Llamada del Hombre-Dios, para una empresa celestial –el origen del plan de redención es la Santísima Trinidad-, la salvación de toda la humanidad. Se trata de la Llamada del Hombre-Dios a sus Apóstoles, a aquellos que, fundados sobre Él, la Roca firme, habrían de constituir las Doce columnas de la Iglesia, fuera de la cual nadie, ningún ser humano, desde el primero al último, habrá de encontrar la eterna salvación.
“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Es llamativa la prontitud con la cual los Apóstoles responden al llamado de Jesús, aun sin saber, a ciencia cierta, en qué consiste o qué implica la respuesta a este llamado. Sin embargo, a pesar de que no saben con toda certeza qué implica el llamado, hay algo –o Alguien- que, viniendo de Jesús, al mismo tiempo que los atrae, los ilumina acerca de la misión a la que están siendo convocados. ¿Qué es lo que los atrae a Jesús? ¿Qué o Quién es ese “Alguien” que los ilumina cuando Jesús los llama? Es el Espíritu Santo, que enciende en ellos un nuevo amor, sobrenatural, celestial, inflamando sus corazones en el Amor de Dios; es el Espíritu Santo, infundido en sus almas por Jesús y su Padre, quien enciende en sus almas el deseo de la feliz eternidad, es decir, de una felicidad que no es de este mundo; es el Espíritu Santo, donado por el Padre y el Hijo, quien les hace saber acerca de la empresa de eterna salvación a la que están llamados.

“Dejando a su padre en la barca, se marcharon con Él”. Por medio del Espíritu Santo, Jesús convoca a su Iglesia naciente; no para mejorar el bienestar del hombre en la tierra; no para dar a los hombres una felicidad terrena, sino para un destino trascendente: liberarlos de la eterna condenación y conducirlos a la eterna felicidad en el cielo. El llamado de Jesús se origina en la eternidad –en el deseo de Dios Trino de salvar a todos los hombres- y conduce a la eternidad, y este llamado, con sus exigencias de santidad y de dar la vida por él- es válido no sólo para los Apóstoles, sino para los católicos de todos los tiempos.

domingo, 8 de enero de 2017

Fiesta del Bautismo del Señor


(Ciclo A – 2017)

   Hoy Jesús es bautizado por Juan en el Jordán, pero no porque Jesús necesitara ser bautizado, ni porque recibiera de Juan algo que le faltara: siendo Jesús Dios Hijo encarnado, era purísimo y perfectísimo, y su Humanidad santísima, ungida con el Espíritu Santo en el momento mismo de la Encarnación en el seno de María Virgen, no tenía necesidad alguna de ser purificada. Jesucristo es Dios, y por lo tanto no tiene necesidad de un bautismo para ser purificado, como nosotros, los hombres, y quien da testimonio de su divinidad, además de Juan el Bautista no duda ni por un instante que Jesús es Dios Hijo, porque es el Espíritu Santo quien se lo hace ver, es el Espíritu Santo mismo quien da testimonio de la divinidad de Cristo, según afirma San Gregorio de Nacianzo: “El Espíritu atestigua la divinidad de Cristo, acudiendo a Él como a su igual (…) y el Espíritu se apareció en forma corporal de una paloma, para honrar así el Cuerpo de Cristo, que es también divino por su excepcional unión con Dios”[1].
La razón por la cual se bautiza, es para darnos ejemplo de cómo sí nosotros necesitamos el bautismo, aunque en el bautismo de Jesús en el Jordán hay un significado sobrenatural mucho más profundo: no solo está significado el bautismo sacramental que el alma recibe en la Iglesia, sino que está realizado todo bautismo sacramental. Está significado, porque la teofanía trinitaria del Jordán se repite en cada bautismo sacramental: así como el Hijo, al recibir el agua, oye la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado”, y el Espíritu Santo aparece en forma de paloma, así en el bautismo sacramental, cuando se derrama agua y el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, el Espíritu Santo, invisible, concede al alma la filiación divina, haciendo que Dios Padre exclame, acerca del que acaba de ser bautizado: “Éste es mi hijo (adoptivo) muy amado”.
         En el bautismo de Jesús en el Jordán está realizado todo bautismo sacramental –todos y cada uno de los que se realizarán hasta el fin de los tiempos-, porque en la inmersión de la Humanidad santísima de Jesús en el Jordán, está representada su muerte –en la cruz-, y en el emerger Jesús del Jordán, está representada su resurrección, y como en Él los hombres somos hechos partícipes de su Humanidad por la Encarnación, todo el que recibe el bautismo sacramental, participa de su muerte –inmersión- y de su resurrección –emerger del agua-.
         Otro elemento presente en el Bautismo es la “derrota del dragón”, es decir, del Demonio, al ser sumergido Jesús, porque allí está significada y anticipada su muerte en Cruz, por la cual lo derrota definitivamente.
         Por lo tanto, al celebrar la Fiesta del Bautismo del Señor, recordemos que en su inmersión fuimos hechos partícipes de su muerte en cruz; nuestro enemigo mortal, el Demonio –junto a la Muerte y el Pecado- fue vencido para siempre; se nos concedió la filiación divina y, para nosotros, se abrieron las puertas del cielo, cerradas por Adán, por lo que debe servir esta Fiesta para meditar en el don recibido en nuestro bautismo sacramental, un don imposible siquiera de imaginar y cuya magnitud no podremos apreciar en su totalidad ni en toda la eternidad. Meditemos acerca de nuestra condición de hijos de Dios y decidámonos a vivir como hijos de la luz y hagamos el firme propósito de dejar, para siempre, las obras del hombre viejo, el hombre de pecado, para vivir la vida nueva de la gracia, en lo que nos queda de nuestra vida terrena, para luego vivir en la gloria, por la eternidad.



[1] Disertación 39, En las santas Luminarias, 14-16. 20: PG 36, 350-351. 354. 358-359.

sábado, 7 de enero de 2017

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”


“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 12-17. 23-25). La conversión del corazón, esto es, el centrar el ser en Dios Trino y estar en su Presencia –o al menos desear estarlo- permanentemente no es, de ninguna manera, una obra humana, sino producto de la gracia santificante, obtenida por el sacrificio en Cruz de Jesús. Es la gracia la que obra este prodigio, más grande que la Creación, el de la conversión de un alma a Dios. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la gracia no se obtiene rezando, cumpliendo los Mandamientos, obrando el bien: todo eso es ya fruto de la gracia; todo eso es ya efecto de la gracia, en un corazón que ha respondido a la gracia inicial de querer convertirse, para lo cual es necesario rezar, cumplir los Mandamientos, obrar el bien. Caeríamos en un grave error si pensáramos que la gracia se “obtiene” de esta manera, es decir, rezando, obrando rectamente en Presencia de Dios. Si decimos esto, estaríamos afirmando que Dios está obligado a dar la gracia al alma que obra bien, lo cual no es cierto. Dios no está obligado, en manera alguna, a dar la gracia. La gracia es gratuita, por definición, y es un don de Dios, que Él da a quien quiere, y no en base a nuestros méritos, que no los tenemos y no los podemos tener, de ninguna manera, para merecer la gracia. El alma que experimenta el deseo de apartarse de las cosas mundanas, de todo lo que ofende a Dios, para hacer oración, para observar los Mandamientos, para vivir según las Bienaventuranzas, para cargar la cruz de cada día en pos de Jesús, es un alma que ya ha respondido a la gracia, la cual ha sido concedida gratuitamente. Pero no significa, de ninguna manera, que una tal alma sea “merecedora” de la gracia, porque eso sería colocar el obrar humano de modo antecedente al obrar de Dios, con lo cual Dios estaría obligado a darnos la gracia por nuestro buen comportamiento, lo cual no se corresponde con la verdad, esto es, que la gracia antecede a todo posible mérito nuestro y que no hay ninguna posibilidad de que, por nosotros mismos, sin la gracia, seamos capaces de adquirir méritos que nos posibiliten la gracia.

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Experimentar el deseo de apartarnos de las cosas mundanas; de vivir los Mandamientos de Jesús; de vivir las Bienaventuranzas; de cargar la Cruz de cada día, no viene de nosotros: es ya la acción del Espíritu Santo en el alma, es ya el inicio de la conversión, es ya el comienzo de la acción de la gracia, donada gratuitamente por Dios, es ya la Presencia del Amor de Dios en el alma. Es ahí en donde comienza la conversión: en el don de Dios, la gracia, que nos mueve hacia el Bien Infinito y Eterno que es Dios. De parte nuestra, nos compete responder, con obras, al deseo de conversión dado por Dios.

viernes, 6 de enero de 2017

Solemnidad de la Epifanía del Señor



(Ciclo A – 2107)

         Dios Hijo encarnado manifiesta su gloria, dejándola resplandecer a través de su Cuerpo de infante, a los Reyes Magos, y estos lo adoran, postrándose ante Él y ofreciéndole sus dones: oro, incienso y mirra. En los dones que los Magos le ofrecen al Niño Jesús, están representados los elementos esenciales de nuestra fe católica en Cristo Jesús: mirra, para adorar su Carne, la Carne del Cordero de Dios; oro, para glorificar su divinidad, puesto que el Niño ante el que se postran no es un niño más entre tantos, sino que es la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana; incienso, para representar la oración del hombre que, surgiendo desde lo más profundo del corazón, realizada desde un pobre Portal en Belén, al ser elevada por la gracia, llega hasta la majestad del cielo, hasta el trono del Cordero en los cielos.
         Los Reyes Magos fueron guiados por la Estrella de Belén, una estrella real, verdadera, cósmica, que los condujo hasta el lugar mismo en donde estaba el Niño Dios, el Rey de las naciones. La Estrella de Belén, real y verdadera, es representación al mismo tiempo de la verdadera Estrella de Belén, María Santísima, quien nos conduce, en la noche de esta vida, hasta su Hijo Jesús, para que postrándonos ante Él, le ofrezcamos los dones de nuestro pobre corazón: la oración, la adoración y el amor.
         Pero la adoración de los Magos al Niño Dios, habiendo sucedido una vez en el tiempo, no se limita sin embargo, ni a los Reyes Magos, ni a ese momento preciso de la historia en el que el Niño Dios se manifestó con su gloria celestial –en eso consiste la Epifanía- a los Reyes Magos, en quienes estaban representados los pueblos paganos, convertidos por la fe: también nosotros, alejados en el tiempo y en el espacio del Portal de Belén, podemos adorar a nuestro Dios, que viene a nosotros como Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Así, el altar eucarístico se convierte en un Nuevo Belén, en donde, por el misterio de la liturgia eucarística, se presenta para nuestra adoración y contemplación, el mismo Niño Dios al que adoraron los Magos, aunque esta vez no se manifiesta como Niño Dios, sino como Eucaristía, es decir, como Pan Vivo bajado del cielo.

         Entonces, al igual que los Reyes Magos, que guiados por la Estrella de Belén, al llegar ante el Niño se postraron y lo adoraron, ofreciéndoles los dones de incienso, oro y mirra, así también nosotros, guiados por la mística Estrella de Belén, la Virgen y Madre de Dios, María Santísima, llegando ante el altar eucarístico, Nuevo Portal de Belén, nos postramos ante el Niño Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y le ofrecemos, con gozo y admiración, los dones de nuestros pobres corazones, contritos y humillados: el incienso de la oración, el oro de la glorificación y la mirra de la adoración eucarística.

jueves, 5 de enero de 2017

“Hemos hallado a Jesús”


“Hemos hallado a Jesús” (Jn 1, 43-51). La noticia del hallazgo de Jesús, de parte de Felipe a Natanael, es la noticia más hermosa que jamás nadie pueda recibir: “Hemos hallado a Jesús”. Aquel de quien hablaban los profetas, el Redentor, el Mesías, el Salvador; Aquel a quien esperaban los justos del Antiguo Testamento, porque habría de salvar a Israel. Pero el encuentro con Jesús supera infinitamente las expectativas que Felipe o cualquiera del Pueblo Elegido podría tener acerca del Mesías: la liberación que trae Jesús no es terrena, sino celestial, y los enemigos a los que el Mesías derrotará no son los simples mortales, sino aquellos que esclavizan a la humanidad entera: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y si estos son dones maravillosos del Mesías, no son todos, ni los más grandiosos: el Mesías dará a los hombres, a aquellos que lo reciban, “el poder de ser hijos de Dios”, al concederles la gracia de la filiación divina, la misma filiación divina con la cual Jesús, el Mesías, es Hijo de Dios desde la eternidad. Y, todavía más, el Mesías que acaban de encontrar, es Quien derramará hasta la última gota de Sangre en la Cruz del Calvario, como suprema muestra del Divino Amor a los hombres, Amor que donará a todos y cada uno sin medida; Amor celestial, sobrenatural, infinito, eterno e incomprensible.
“Hemos hallado a Jesús, el hijo de José de Nazareth”. Ese mismo Jesús, hallado por Felipe y comunicado a Natanael, se encuentra en la Eucaristía, vivo, glorioso, resucitado, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de Muerte y Resurrección. ¿Podemos decir, parafraseando a Felipe: “Hemos hallado a Jesús en la Eucaristía”? Y si lo hemos hallado, ¿comunicamos esta grandiosa noticia a nuestros hermanos, más que con palabras, con obras de misericordia?


miércoles, 4 de enero de 2017

Santísimo Nombre de Jesús


         Jesús, cuyo nombre le fue dado por el Ángel a la Virgen al anunciarle la Encarnación: “le pondrás por nombre Jesús porque Él salvará a su pueblo de sus pecados (…)”, también lleva el nombre de “Emanuel”, dictado también por el ángel: “le pondrás el nombre de Emmanuel” (cfr. Mt 1, 21.23), que significa “Dios con nosotros”.
         Ambos nombres -sea en su en sentido teológico, Jesús, como en su sentido profético, Emanuel-, hacen de Jesús el nombre más excelso y sublime que jamás haya existido sobre la tierra, y no lo existirá más, porque el nombre de Jesús contiene y encierra en sí mismo, en el misterio insondable del designio de Dios, la salvación de la humanidad y, aún más grandioso que la salvación misma, el hecho de la Presencia, por la Encarnación, del Verbo de Dios entre los hombres.
         Es necesario explayarnos brevemente en ambos significados –Jesús y Emanuel-, para poder apreciar el misterio de amor divino, insondable e inefable, que estos nombres encierran para el hombre.
         “Jesús” es el “Salvador”, lo cual lleva a preguntarnos: ¿de qué nos salva Jesús? Puesto que Jesús no es un hombre más entre tantos, ni siquiera un hombre santo, ni el más santo entre los hombres santos, sino el Dios Tres veces Santo, que es la Santidad Increada en sí misma y Fuente de toda santidad participada a la creatura humana y angélica, la salvación que viene a traernos Jesús no es intra-mundana, horizontal, inmanente a la historia humana; no es una salvación intra-histórica, materialista, subjetivista: es un salvación ante todo de orden espiritual, y esto se encuentra en las palabras mismas del ángel: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesús viene a salvarnos del pecado, la mancha espiritual sinónimo de malicia, que contamina a todo hombre que viene a este mundo a partir del pecado original cometido por Adán y Eva en el Paraíso y que se transmite a la humanidad de hombre a hombre y de generación a generación. Así como apartó a Adán y Eva de la Presencia de Dios, así también el pecado aparta al hombre de Dios, siendo por lo tanto esta mancha espiritual la causa de la infelicidad espiritual, de la enfermedad, tanto física como espiritual, del dolor y de la muerte, tanto física y terrena como de la segunda muerte, la espiritual, la eterna condenación. Jesús viene a salvarnos del pecado, porque lavará los pecados del hombre con la Sangre Preciosísima que brota de sus heridas, al ser crucificado en el Calvario, Sangre que es derramada hasta la última gota al ser su Corazón traspasado por la lanza, para ser derramada sobre las almas de todos los hombres.
         Pero Jesús no sólo ha venido para salvarnos del pecado: ha venido para salvarnos de los otros dos grandes enemigos mortales de la humanidad, introducidos en el hombre a partir de Adán y Eva, y estos son la Muerte y el Demonio, por “cuya envidia entró la muerte en el mundo y en el alma del hombre”. El Demonio, cual bestia insaciable de muerte, pretendió devorar la carne del Redentor, dicen los santos, y en esta carne, que para el Demonio fue un cebo mortal, al estar encerrada en ella la Divinidad, encontró el Demonio su muerte y su derrota más completa: “Dios se hace perfecto hombre, sin que le falte nada de lo que pertenece a la naturaleza humana, excepción hecha del pecado (el cual, por lo demás, no es inherente a la naturaleza humana); de este modo ofrece a la voracidad insaciable del dragón infernal el señuelo de su carne, excitando su avidez; cebo que, al morderlo, se había de convertir para él en veneno mortal y causa de su total ruina, por la fuerza de la divinidad que en su interior llevaba oculta”[1].
         Pero si el hecho de la salvación de estos tres grandes enemigos mortales del hombre –el Demonio, el Pecado y la Muerte-, hacen del nombre de Jesús el nombre más grandioso que jamás alguien pueda pronunciar, el hecho de que Jesús sea el “Emamanuel”, el Dios con nosotros, expresa un misterio de amor divino que escapa a toda capacidad de comprensión por parte de la creatura humana. Así lo expresa San Máximo confesor: “La encarnación de Dios es un gran misterio, y nunca dejará de serlo. ¿Cómo el Verbo, que existe personal y substancialmente en el Padre, puede al mismo tiempo existir personal y substancialmente en la carne? ¿Cómo, siendo todo él Dios por naturaleza, se hizo hombre todo él por naturaleza, y esto sin mengua alguna ni de la naturaleza divina, según la cual es Dios, ni de la nuestra, según la cual es hombre? únicamente la fe puede captar estos misterios, esta fe que es el fundamento y la base de todo aquello que excede la experiencia y el conocimiento natural”[2]. En efecto, porque si “Jesús” expresa la salvación –lo cual es algo grandioso y un misterio del Amor Divino-, “Emanuel” expresa el misterio inconcebible, incapaz siquiera de ser imaginado por el hombre, porque se trata de la Presencia, en Persona, del Verbo de Dios que, encarnado, es decir, asumiendo en la unidad de su Persona Divina la naturaleza humana, viene a nuestro mundo, a nuestra historia, a nuestra vida personal, para conducirnos, a todos y cada uno de nosotros, mediante el don sacrificial de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Cruz primero y en la Eucaristía después, al Reino de los cielos, al seno del eterno Padre, luego de concedernos su misma filiación divina y unirnos a su Cuerpo para ser animados por su Espíritu, el Espíritu Santo.
         Si ya la salvación –trascendente, supra-histórica, sobrenatural-, expresada en el nombre de “Jesús” es un misterio del Divino Amor –porque Dios de ninguna manera estaba obligado a salvarnos-, el nombre de “Emanuel” expresa un misterio sobrenatural absoluto, al cual sólo se puede acceder por la iluminación del mismo Espíritu y el cual sólo puede ser contemplado, a la luz del mismo Espíritu, para luego caer en postración y adoración ante el Hombre-Dios, Jesús, el Emmanuel, “Dios con nosotros”.



[1] San Máximo Confesor, de los Capítulos, distribuidos en cinco centurias, Centuria 1, 8-13: PG 90, 1182-1186.
[2] Cfr. ibidem.

Infraoctava de Navidad 6 2016



         En el Niño que reposa en el Pesebre de Belén y que extiende sus bracitos, como hace todo niño recién nacido, hay un misterio inefable, insondable, que encierra en sí mismo el destino de felicidad y alegría eterna para el hombre. Pero este misterio no se explica ni se entiende, sino se contempla, a la escena del Pesebre, a la luz de otra escena, igualmente misteriosa e inefable, la del Hombre-Dios crucificado en el Calvario, el Viernes Santo. En otras palabras, el Pesebre no se explica sin la Cruz, así como la Cruz no se entiende sino se contempla la escena del Pesebre y el Niño que en él yace, envuelto en pañales, a la luz de la fe. El Pesebre y la Cruz son dos escenas que encierran un único misterio y que por lo mismo forman una sola y única unidad: el misterio de la Encarnación redentora del Salvador, Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que viene a nuestro mundo como Niño Dios, como Niño recién nacido, tomando Cuerpo y Sangre en el seno de la Virgen, para ofrecer este Cuerpo y Sangre, junto con su Alma y su Divinidad, en el Altar sacrosanto de la Cruz, como expiación por nuestros pecados y salvación de nuestras almas. Los ángeles que adoran al Niño y cantan gozosos la gloria de Dios en el Nacimiento, son los mismos ángeles que, en el Viernes Santo, llenos de pesar y tristeza, recogerán la Sangre del Cordero de Dios, que brotará a manantiales de las heridas de sus manos, de sus pies y de su Costado traspasado. Y serán también los mismos ángeles que adorarán al Cordero que, prolongando su Encarnación en la Eucaristía y renovando sacramentalmente su sacrificio en cruz en el Altar Eucarístico, ofrecerá su Cuerpo como Pan de Vida eterna y su Sangre como Vino de la Alianza Nueva y Eterna en la Santa Misa. Pesebre, Calvario, Santa Misa y Eucaristía, misterios insondables de un Dios que se hace Niño, para inmolarse en el Altar de la Cruz y ofrecerse a nuestras almas como Pan Vivo bajado del cielo.

martes, 3 de enero de 2017

Infraoctava de Navidad 5 2016


         El canto de los ángeles expresa la esencia de la Navidad: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). El Nacimiento del Niño Dios en la tierra glorifica a Dios en el cielo, porque el Niño Jesús es la gloria de Dios manifestada en forma de Niño humano, revelada en la tierra como naturaleza humana y es por eso que el que glorifica al Niño Dios en la tierra, glorifica al mismo tiempo a ese mismo Dios que está en el cielo.
         El Nacimiento del Niño Dios trae la paz a los hombres de buena voluntad, a aquellos que lo aceptan así como viene a la humanidad: encarnado en la naturaleza humana, asumiendo en su Persona Divina a la naturaleza humana, para redimirla, santificarla y elevarla a la dignidad inapreciable de hijos de Dios a todos los hombres que lo reciban con fe y con amor. La paz que trae este Niño y que es la que cantan los ángeles, no es la paz mundana, sino que es la paz de Dios, porque este Niño, ya desde la Encarnación, al asumir la naturaleza humana en su Persona Divina –la Segunda de la Trinidad-, comenzó la Redención, la cual habría de consumar en la Cruz, al entregar su Cuerpo y derramar su Sangre en el Monte Calvario. Y con la Redención, con el perdón de los pecados, obtenido al precio de la Sangre y la Vida de Jesús crucificado, el hombre alcanza la paz de Dios, la verdadera y única paz que puede sosegar su espíritu, revuelto e inmerso en la oscuridad espiritual desde el pecado original de Adán y Eva, porque la Sangre del Redentor, al caer sobre el alma del hombre, no solo le quita aquello que lo enemistaba con Dios, el pecado, sino que le concede además la gracia santificante que lo convierte en hijo adoptivo de Dios, y por la gracia, el alma del hombre se llena de una paz nueva, desconocida, que es la Paz de Dios o, más bien, se “llena” su alma –por así decir- de Dios, que es la Paz Increada en sí misma.

         “La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz que viene a traer este Niño Dios, nacido en Belén del seno virgen de María Santísima, es una paz que no es la paz mundana, sino la paz que todo hombre anhela, la paz que viene al alma por la gracia santificante, que colma el alma con Presencia de Dios Uno y Trino. 

Infraoctava de Navidad 4 2016


         El Evangelio narra que José y María, con la Virgen ya pronta a dar a luz, recorrieron las posadas de Belén en busca de refugio, calor, reposo, pero no encontraron lugar en ellas: “no había sitio para ellos en el mesón” (cfr. Lc 2, 7). Las posadas ricas de Belén, bien iluminadas, calefaccionadas, llenas de gente despreocupada, en donde resuenan las risotadas, en donde se baila y se festeja mundanamente, en donde no hay lugar para Dios que está por nacer, representa a los corazones de los hombres sin Dios y que no aman a Dios y que no quieren recibir a Dios en sus vidas; las posadas ricas de Belén, que no tienen lugar para recibir al Niño Dios que ha de nacer, representan a los hombres mundanos, cuyos corazones están llenos de amores mundanos, profanos, y en cuyas vidas no hay cabida para Dios, porque su lugar está reemplazado por ídolos: el dinero, el placer, el goce desenfrenado de las pasiones, las alegrías ilícitas y perversas. Como en las posadas ricas de Belén, en estos corazones no hay lugar para Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 20), porque sólo hay amor egoísta de sí mismo.
         Por el contrario, el pobre Portal de Belén, un refugio de animales –un buey y un asno-, oscuro, frío, indigno de ser habitado por el hombre, con restos de deshechos fisiológicos de los animales, representa al corazón del hombre pecador, el hombre que también está sin Dios, como el hombre mundano, pero que a diferencia de este, desea ardientemente recibir a su Dios que nace, ofreciéndole la pobre miseria de su corazón, considerándose indigno de la Presencia de Dios en él, humillándose en su miseria y pobreza, pero no obstante –o más bien, a causa de su miseria y pobreza-, abre sus puertas de par en par a Dios, para que Dios Niño purifique su corazón con su gracia, lo ilumine con su gloria, lo vivifique con su Vida divina.
         ¿Cómo saber si nuestro corazón es un corazón sin Dios y que no desea recibir a Dios, como las ricas posadas de Belén o, por el contrario, es un corazón de un pecador, y por eso sin Dios, pero que desea recibir a Dios, a pesar de su miseria y pecado?
Si dejamos entrar a María Virgen en nuestras almas, porque La que trae a Jesús, en su seno virginal y purísimo, es la Madre de Dios. Si abrimos las puertas de nuestros corazones a María Santísima, entonces nuestros pobres y míseros corazones serán como el Portal de Belén, porque en ellos nacerá, por la gracia, Aquel ante el cual los ángeles se postran en adoración día y noche, el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.