viernes, 24 de febrero de 2017


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2017)

         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Ante la tentación del hombre que pretender acumular dinero, al mismo tiempo que alabar a Dios, las palabras de Jesús son muy claras y precisas: “No se puede servir a Dios y al dinero”. Y luego da la razón: “porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Para comprender mejor el porqué de esta imposibilidad, podemos recordar lo que enseña San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, acerca de para qué ha sido creado el hombre: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma”[1]. Es decir, el hombre ha sido creado por Dios para Dios, para servirlo y alabarlo, y así salvar su alma; el hombre no ha sido creado para servir al dinero, y mucho menos cuando, detrás del dinero, está Satanás, puesto que el dinero es, según los santos, “el estiércol de Satanás”. No hay lugar en el corazón del hombre para dos señores: o se sirve a Dios, o se sirve al dinero y, en el dinero, a Satanás. Podemos pensar en el corazón como un
         ¿Qué sucede en el corazón del hombre, cuando el dinero ocupa el lugar que sólo Dios puede y debe ocupar? Sucede que el hombre intercambia al dinero por Dios, y termina idolatrando y sirviendo al dinero, en vez de adorar y servir a Dios. Cuando esto sucede, el dinero –y mucho más, el obtenido ilícitamente, por medio del robo, el fraude, la extorsión, o de cualquier forma delictiva- hace caer fácilmente al hombre en el engaño de que esta vida y sus placeres terrenos –la gran mayoría, ilícitos, porque se derivan de la concupiscencia de la carne y del espíritu-, son accesibles, fáciles de conseguir, y duran para siempre, siempre y cuando haya dinero para acceder a ellos. El dinero hace emprender al hombre un peligroso camino, un camino ancho y espaciado, que finaliza en el Abismo del que no se sale; el dinero le facilita al hombre, afectado por las consecuencias del pecado original –el desorden de las pasiones, el difícil acceso a la Verdad y la dificultad para obrar el bien-, un camino que conduce a un lugar opuesto al cielo, el Infierno. No en vano Jesús nos advierte que, si queremos ir al cielo, debemos entrar por la puerta estrecha, es decir, por la puerta opuesta a la que conduce el dinero: “Uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Él en respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar, y no podrán. Y después que el padre de familia hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a llamar a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!, y él os responderá: No os conozco, ni sé de dónde sois (…) Apartaos de mí todos vosotros, artífices de la maldad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes; cuando veréis a Abrahán, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera” (Lc 13, 22-28). La puerta estrecha es la pobreza de la cruz, que se opone al camino ancho y espacioso que concede el dinero. La advertencia de Jesús se dirige a nosotros, hombres pecadores, que fácilmente podemos caer en la tentación de pensar que el dinero y lo que el dinero obtiene –placeres terrenos, bienes materiales, vida despreocupada de las necesidades del prójimo- es preferible a la pobreza de la cruz de Jesús. Y si queremos saber cuál de los dos caminos estamos transitando, si el camino ancho del dinero o el camino estrecho de la cruz, es decir, si queremos saber si nuestro corazón está en el dinero o en Dios, podemos hacer la siguiente reflexión: si me reflexión: si me ofrecieran darme un millón de dólares sólo por asistir a un lugar que queda a la misma distancia de mi iglesia, para escuchar a un persona por una hora, y nada más, debo preguntarme si pondría todas las excusas que pongo, para no ir a ese encuentro, como cuando me excuso para faltar a la misa dominical. O también, en otras palabras: si considero que cien, mil, un millón de pesos, valen más que la Eucaristía dominical, entonces es obvio que mi tesoro es el dinero y que mi corazón no está en Dios, sino en el dinero.
         En nuestros días, caracterizados por un duro materialismo, acompañado del más profundo ateísmo que jamás la humanidad haya conocido, las multitudes son atraídas por la vida placentera y fácil, es decir, por el camino ancho y espacioso que proporciona el dinero. En nuestros días, se vive para el dinero y por el dinero, sin importar qué es lo que hay que hacer para obtenerlo, sin importar los medios, cualesquiera que estos sean, para ganar dinero, porque el dinero está antes que toda consideración moral, ética y espiritual. Es el caso, por ejemplo, de los médicos que, para ganar dinero, practican abortos, o los sicarios que, para ganar dinero, asesinan personas: no importa el medio, aun cuando este sea moralmente ilícito, cuando se trata de ganar de dinero. Cuando el dinero ocupa el lugar de Dios, el amor por el dinero desplaza del corazón del hombre no sólo el Amor a Dios, sino todo amor al prójimo y todo rasgo de humanidad. El hombre desea vivir según la vida que otorga el dinero: despreocupadamente, como en un estado de vacaciones o de juventud, permanentes, sin fin, eternas; desea autos de lujo, mansiones, viajes costosos, y todo tipo de placer terreno ilícito, y como sabe que esto sólo lo puede dar el dinero, idolatra al dinero en vez de adorar a Dios, que le pide lo contrario del dinero: vivir la pobreza de la cruz. Al hombre que está así enceguecido y embotado por el dinero, las palabras de Jesús “No se puede servir a Dios y al dinero”, “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha”, o no las escucha, o si las escucha, las rechaza, porque no ama a Dios y a su Reino de Amor, sino al dinero y la vida que el dinero puede conseguir.
Por el contrario, aquel que quiere servir a Dios y no al dinero, debe emprender un camino muy distinto, un camino empinado, difícil de transitar; un camino que finaliza en la cima y en el cielo; un camino en el que hay que llevar la propia cruz a cuestas y negarse a sí mismos, al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, para ir en pos de Cristo, que va delante con la Cruz, camino al Calvario. Este camino, al que se ingresa por la puerta estrecha, finaliza en la cima del Monte Calvario, que es a su vez la puerta de entrada al Reino de los cielos, en donde se encuentra la Jerusalén celestial, destino final de los que aman al Cordero y mueren en estado de gracia:
“No se puede servir a Dios y al dinero”. Para que nuestros corazones estén anclados y adheridos en el verdadero y único tesoro que merece ser obtenido, Jesús Eucaristía, y para que despeguemos nuestros corazones del dinero y del afán desmedido por conseguirlo, dirijamos, con la ayuda de Nuestra Madre del cielo, la Virgen de la Eucaristía, esta oración a Jesús en el sagrario: “Oh Jesús, Dios de la Eucaristía, Dios del sagrario, Tú quieres convertir nuestros pobres corazones en otras tantas moradas en las que poder reposar y darnos el Amor de tu Sagrado Corazón, y no cesas de llamarnos con insistencia, una y otra vez. Y sin embargo, nosotros, llevados por la indiferencia y el desamor hacia Ti, y llevados por el amor desmedido al dinero y al mundo, hacemos oídos sordos a tus llamados de amor desde la Eucaristía y te dejamos solo y abandonado en el sagrario, para ir en búsqueda del placer terreno, de los bienes materiales, del oro y la plata, de la gloria mundana y de la estima de los hombres, eligiendo así el amor efímero y superficial de las creaturas, antes que el Amor infinito y eterno del Padre, que mora en tu Corazón Eucarístico. Concédenos, oh Buen Jesús, la gracia de poder encontrar la “perla preciosa”, el “tesoro escondido”, el único tesoro capaz de alegrar nuestros días en la tierra y luego por toda la eternidad, tu Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Y así, alegrándonos de haberte encontrado en la Eucaristía, seamos capaces de dejar definitivamente atrás lo que nos separa de Ti, cortando de una vez y para siempre con el pecado, desprendiéndonos del afecto a los bienes terrenos y mundanos, incapaces de dar un solo instante de verdadera alegría. Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que descubramos la perla de gran precio, el tesoro escondido; ayúdanos a vender todo lo que tenemos, a desarraigar nuestros corazones del amor al dinero, para adquirir el campo donde se oculta el tesoro, la fe en la Presencia Eucarística de tu Hijo Jesús. Amén”.




[1] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, nº 23.

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