jueves, 30 de marzo de 2017

“Las Escrituras dan testimonio de Mí”


“Las Escrituras dan testimonio de Mí” (cfr. Jn 5, 31-47). Los judíos se caracterizaban, en el Antiguo Testamento, por ser el Pueblo Elegido, es decir, por ser la única nación de la tierra que había recibido, de modo extraordinario –no por medio de la elucubración de la razón- la Verdad de que Dios era Uno. Así, los judíos poseían esta verdad y se distinguían del resto de las naciones, que creían en múltiples dioses. Como depositarios de la Verdad, los judíos, como dice Jesús, “escudriñaban las Escrituras, buscando la vida eterna”. Sin embargo, no la encuentran, por el hecho de estar centrados en la vanidad que implica la búsqueda de sí mismos[1].
Pero no solo no lo encontrarán a Dios en las Escrituras, porque se buscan a sí mismos: tampoco lo encontrarán cuando ese Dios, que transmite la Vida eterna por la Palabra sagrada, se les revele como Hombre-Dios, porque a pesar de que quien da testimonio de Él es Dios Padre, sus milagros y el profeta más grande del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, terminarán crucificándolo. La lección que aprendemos del Pueblo Elegido es que la vanidad de la búsqueda de sí en vez de buscar a Dios, es reflejo de un pecado anterior, que está a la raíz, y es la soberbia, el pecado capital del Demonio en el cielo, pecado del que todo soberbio humano participa.
“Las Escrituras dan testimonio de Mí”. Que los judíos, por la vanidad de buscarse a sí mismos, no hayan encontrado a Dios, ni en las Escrituras, ni en Jesús de Nazareth, puesto que Jesús era ese mismo Dios de las Escrituras, en cuerpo y alma humanos, no nos garantiza que nosotros hayamos de encontrarlo. ¿Dónde está Dios para nosotros, los católicos, el Nuevo Pueblo Elegido? Está, en Persona, en la Eucaristía. Desde el sagrario, Jesús nos dice: “La Eucaristía da testimonio de Mí, porque la Eucaristía Soy Yo, Dios Hijo encarnado”. Al igual que con los judíos del Evangelio, hoy pasa lo mismo con muchos católicos: no encuentran a Dios, porque no encuentran la Eucaristía, es decir, buscan a Dios por fuera de la Eucaristía. Y fuera de la Eucaristía no está Dios, porque la Eucaristía es el Único Dios Verdadero, que nos da la Vida eterna, la misma vida de su Ser divino trinitario.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 707.

miércoles, 29 de marzo de 2017

“Los judíos querían matarlo porque se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre”


“Los judíos querían matarlo porque se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre” (Jn 5, 17-30). Jesús revela de sí mismo su condición de Dios Hijo, procedente del Padre, consubstancial al Padre –y por lo tanto al Espíritu Santo- y, por lo tanto, revela la armonía que existe en las Tres Divinas Personas, en el querer ad intra y en el obrar ad extra: “Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”. Esta unidad en la acción, que se deriva de la participación de la misma naturaleza divina y del mismo Acto de Ser divino trinitario por parte de las Tres Divinas Personas, refleja la perfección infinita de Dios Trinidad: si hubiera disenso entre las Divinas Personas, Dios no sería tal, porque no sería perfecto. Afirmar lo contrario, es decir, afirmar división y disensión al interno de la Trinidad, es una falsedad y una herejía.
“Lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”: lo que es una Verdad revelada, y por lo tanto, fuente de alegría y gozo para los hombres, que descansan de sus tribulaciones con la seguridad de que Dios Trino crea y conduce el universo hacia la final santificación, constituye para los judíos por el contrario una blasfemia, porque rechazan la Trinidad en Dios, permaneciendo en la revelación de Dios como meramente Uno y no Trino y por ese motivo buscan matar a Jesús: “Los judíos querían matarlo porque se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre”.
“Lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”. La Creación –en el Génesis-, la Redención –en el Calvario-, la santificación y purificación –en Pentecostés- es obra de un mismo Dios, que es Trinidad de Personas, que crea, redime y santifica, y gobierna el mundo, desde la Creación, hasta el Apocalipsis, hasta la renovación total del mundo en el Espíritu Santo, cuando creará el “cielo nuevo y tierra nueva”. No hay ni un segundo de la historia, de la humanidad y del hombre, en que Dios Trino no esté Presente con su Querer, su Amor y su Obrar conjunto y armónico en sus Tres Divinas Personas. Y si esto es válido para el universo creado, visible e invisible, lo es aún más para la obra maestra de la Trinidad, la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Sacrificio de Jesús en la Cruz:
“Mi Padre trabaja y Yo también trabajo”. La Trinidad de Personas trabaja en la obra de nuestra redención y santificación, todos los días, haciendo que el sacrificio de la Cruz nos sea accesible a todos los hombres de todos los tiempos y lugares, por la Santa Misa. No hagamos vano el trabajo de la Trinidad, no desperdiciemos ni despreciemos su obra maestra, el santo sacrificio del altar y aprovechémoslo cada vez que nos sea posible, no sea que lo lamentemos cuando ya sea demasiado tarde.


martes, 28 de marzo de 2017

“¿Quieres curarte?”


“¿Quieres curarte?” (Jn 5, 1-16). En el episodio de la curación del paralítico de la piscina de Betsaida, hay diferentes elementos para analizar y meditar: por un lado, el hecho de la curación en sí misma, es una muestra tanto del poder omnipotente de Jesús con el cual demuestra que es Dios –puesto que nadie que no sea Dios, puede hacer un milagro de tal magnitud-, además de su bondad misericordiosa, ya que el único motivo por el cual Jesús cura al paralítico es por su amor; por otro lado, la existencia de la pileta de Betsaida, también una muestra del amor misericordioso de Dios, que disponía esta forma de curación milagrosa en el Antiguo Testamento; a su vez, la piscina de Betsaida, con sus aguas milagrosas que curan al hombre enfermo cuando el Ángel agita las aguas, es una figura y un anticipo de la gracia santificante, que cura y sana la enfermedad peor del hombre, el pecado que anida en su corazón; el Ángel, es anticipo del Espíritu Santo que, descendiendo sobre las aguas bautismales, concederá al sacramento el poder de sanación espiritual que curará, por este sacramento, el pecado original. Otro elemento que se destaca es la total ausencia de misericordia de los hombres sin Dios, pues el paralítico sufre desde “hace treinta años” porque nadie se compadece de él y nadie, viendo su impedimento, se acerca para ayudarlo a bajar en el momento en que las aguas se agitan; pero no solo los hombres que asisten a la piscina se muestran inmisericordiosos: mucho más grave es la falta total de misericordia y compasión por parte de quienes se decían ser religiosos, esto es, los fariseos, quienes lejos de alegrarse porque el paralítico ha sido sanado y así su prójimo ha dejado de sufrir, lo hostigan fijándose en un precepto humano, inventado por ellos, como el de llevar la camilla en un día sábado: “Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla”; además, en vez de alegrarse doblemente, porque Dios en Persona habita entre ellos en Jesús de Nazareth, y porque ese Hombre-Dios despliega su omnipotencia y su amor misericordioso, atacan a Jesús por el hecho de curar en sábado.

¿Quieres curarte? También a nosotros nos hace la misma pregunta Jesús, desde la Eucaristía, y nos brinda su Amor misericordioso, que cura todas las heridas del alma, en esa Nueva Piscina de Siloé que es el Sacramento de la Reconciliación. Y allí, al igual que al paralítico ya curado, nos advierte acerca del poder destructivo del pecado: “Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía”. 

viernes, 24 de marzo de 2017

“¿Crees en el Hijo del hombre? (…) Es el que te está hablando (...) “Creo, Señor”. Y, postrándose, lo adoró”


(Domingo IV - TC - Ciclo A – 2017)

         “¿Crees en el Hijo del hombre? (…) Es el que te está hablando (...) “Creo, Señor”. Y, postrándose, lo adoró” (Jn 9, 1-41). Jesús devuelve la vista a un ciego de nacimiento; hacia el final del episodio evangélico, se registra este diálogo entre Jesús y el ciego que ha recuperado la vista que se postra ante Jesús, al reconocerlo como Dios Hijo encarnado.
El ciego de nacimiento es figura del hombre caído en el pecado original, puesto que el pecado es como una tiniebla espiritual que ciega su inteligencia y le dificulta contemplar la Verdad, y es como un humo denso que ofusca su voluntad y le dificulta obrar el Bien. Puesto que la Verdad y el Bien en sí mismos se identifican en Dios –Dios es la Verdad Suprema y Absoluta y el Bien infinito-, el pecado original dificulta al hombre el retorno a Dios. Al regresarle la vista, Jesús simboliza el don de la gracia santificante, que es luz para el alma y que disuelve las tinieblas del error y del pecado, haciendo participar al alma tanto del Conocimiento y la Sabiduría de Dios, como del Amor de Dios. Así, los santos se vuelven capaces de conocer y amar a Dios tal como Dios se conoce y se ama a sí mismo.
         El ciego de nacimiento es, por lo tanto, una representación de la humanidad caída en el pecado y es, por lo tanto, una representación de cada uno de los seres humanos, puesto que todos, desde Adán y Eva, hemos heredado el mismo pecado original. El ciego que recupera la vista es, a su vez, todo cristiano que, recibiendo su gracia santificante en el Bautismo, ha recibido también el don de la fe sobrenatural en Él, en cuanto Hijo de Dios, además de habérsele quitado el pecado original. Puesto que es un don, la fe debe acrecentarse con actos concretos de fe –oración, obras de caridad, etc.-; de lo contrario, esa fe se debilita y termina por apagarse, ya que es como una pequeña luz celestial, encendida por Dios en el alma en el momento del bautismo.

         “¿Crees en el Hijo del hombre? (…) Es el que te está hablando (...) Y, postrándose, lo adoró” (Jn 9, 1-41). El mismo Jesucristo que devuelve la vista al ciego de nacimiento, es el mismo Jesucristo que nos hace la misma pregunta desde la Eucaristía: “¿Crees en Mí, en mi condición de Hombre-Dios?”. Nosotros, parafraseando al ciego que recibió el milagro de ver, le respondemos: “Sí, creemos que Tú eres el Hombre-Dios”. Jesús nos dice: “Soy Yo, que te hablo desde la Eucaristía”. Y entonces también nosotros, como el ciego del Evangelio que ha recuperado la vista, nos postramos ante su Presencia Eucarística.

jueves, 23 de marzo de 2017

“El Reino de Dios ha llegado a vosotros”


“El Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 14-23). La expulsión de demonios con el solo poder de su voz, la multiplicación de panes y peces, la curación de enfermos, la resurrección de muertos, son todos signos realizados por Jesús que indican que Él no es un profeta más entre tantos, sino Dios mismo, en la Persona del Hijo, que ha venido a la tierra y, con Él, ha llegado su Reino, un Reino de luz, que se opone al Reino de las tinieblas del Príncipe de las tinieblas. Los múltiples signos de Jesús indican que Él es el Mesías, pero que no ha venido aquí para convertir la tierra en un paraíso sino para derrotar a los tres grandes enemigos del hombre –el Demonio, el Pecado y la Muerte- por medio de su sacrificio en cruz. En este sentido, la Cruz es el signo más patente de la llegada del Reino de Dios a los hombres. Y si lo es la Cruz, lo es entonces también la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.

miércoles, 22 de marzo de 2017

“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud”


“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud” (Mt 5, 17-19). Jesús, siendo Dios, había dado –junto al Padre y al Espíritu Santo- a Israel una Ley: “Dios, nuestro creador y nuestro redentor, se escogió a Israel como pueblo de su propiedad y le reveló su ley, preparando así la venida de Cristo”[1]. Pero esta Ley, dada en el Antiguo Testamento, no tenía fuerzas para llevar a la santificación, puesto que, escrita en tablas de piedra, sólo mostraba el precepto que conducía a la santidad, pero no otorgaba la santidad: “La ley antigua es la primera etapa de la ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los diez mandamientos (…) Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. El decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de toda persona para manifestarle la llamada y los caminos de Dios y para protegerla del mal”. Siendo “buena y santa” en sí misma, la Ley del Antiguo Testamento, reflejada en el Decálogo, no concedía por sí misma la fuerza misma de Dios, necesaria para vivirla en plenitud: “Según la tradición cristiana, la ley santa, espiritual y buena (Rm 7,12ss) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (Ga 3,24) la ley indica lo que hay que hacer, pero no da por sí misma la fuerza, la gracia del Espíritu, para ponerlo por obra. A causa del pecado, que la ley no puede borrar, ésta sigue siendo una ley de servidumbre... Es una preparación al evangelio”[2]. La Ley antigua no concedía la santidad, ni quitaba el pecado; sólo mostraba el camino para llegar a Dios.
Ahora, en cuanto Verbo de Dios Encarnado, Jesús viene “no a abolir”, sino a “darle plenitud” a esa Ley, es decir, viene a darle aquello que la Ley antigua no tenía ni podía dar: la fuerza de Dios para cumplirla, y la santidad de Dios en el alma, objetivo último del Decálogo y de la Nueva Ley de Jesús.    
Esta “plenitud” que Jesús viene a dar a la Ley, es “la gracia del Espíritu Santo concedida a los fieles por la fe en Cristo –y, añadimos nosotros, por los sacramentos de la Iglesia Católica- (…) La ley nueva o la ley evangélica es la perfección aquí en la tierra, de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo (y) del Espíritu Santo y, por él, se convierte en la ley interior de la caridad: “...yo concluiré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza nueva...Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb 8, 8-10)”[3].
En otras palabras, la “Ley Nueva” que viene a traer Cristo, que es la “plenitud” de la Ley mosaica, es la ley de la gracia, la ley por la cual Dios Uno ya no está en el Monte Santo, siendo accesible sólo a Moisés, sino que, revelado en Cristo como Uno y Trino, como Trinidad de Personas, está en el corazón del justo. Inhabitación de la Trinidad en el alma del justo, participación a la santidad misma de Dios Uno y Trino, es en eso en lo que consiste la “plenitud” de la Ley o la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1961-1967.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

“Perdona hasta setenta veces siete”


“Perdona hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Para entender el mandato de Jesús de perdonar “hasta setenta veces siete” a nuestros prójimos que nos ofenden, ayuda mucho meditar acerca de la simbología contenida en la parábola del rey que perdona a su súbdito una cuantiosa deuda, el cual a su vez no quiere perdonar a un prójimo que le es deudor también, pero de una deuda mucho más pequeña. En la parábola, el rey que perdona una deuda enormemente grande, es Dios Padre, que perdona a la humanidad y a cada hombre en particular, la deuda enorme –infinita- que supone cada pecado cometido y que ofende su divina majestad: la deuda es insalvable por parte del hombre, y lo que hace es directamente condonar la deuda al hombre, a todo hombre, entregando a su Hijo Jesús a morir en el sacrificio de la cruz. En cierta manera, Dios perdona la deuda –el pecado del hombre-, pero la paga Él mismo, y a un precio altísimo, la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, degollado en la Cruz. El deudor al cual el rey le condona la deuda, como vemos, es el hombre, todo hombre, toda la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el último día. La deuda contraída por el hombre –el pecado- es imposible de saldar, pero el rey de la parábola, que es Dios, le perdona la deuda a su súbdito, el hombre, sin pedirle que le devuelva; lo único que quiere es que él, a su vez, haga lo mismo con su prójimo. En otras palabras, ese deudor, a quien el rey le perdona la deuda, somos todos y cada uno de nosotros, porque Jesucristo ha muerto en la cruz por todos los hombres y lo único que Dios quiere de nuestra parte, en contraprestación por la deuda saldada, es que nosotros seamos igual que Él, que lo imitemos en su misericordia sin límites y perdonemos las deudas que nuestros prójimos contraen con nosotros, cuando nos hacen algún mal. El tercer protagonista de la parábola, el prójimo del súbdito al que el rey le perdonó la deuda, es un prójimo cualquiera que, por algún motivo, es nuestro deudor, porque nos ha provocado algún mal. Cuando no perdonamos, somos como el súbdito desagradecido, que hace encarcelar a su prójimo por una deuda insignificante, y esto es lo que provoca la indignación, del rey de la parábola, y de Dios en la realidad. La deuda que el prójimo contrae con nosotros, aun cuando nos provocara el mayor mal o daño que un hombre puede contraer con otro, es casi inexistente, cuando se compara en magnitud con la deuda que nosotros contraemos con Dios con cualquier pecado –mucho más grande cuanto más grande es el pecado-, y lo que Dios espera de nosotros, es que nosotros, por misericordia, como Él obró con nosotros, “perdonemos a nuestros deudores”, tal como lo decimos en el Padrenuestros. El valor de la Sangre de Cristo, derramada por todos y cada uno de nosotros, es incalculable y de valor infinito, de ahí que alcance, por así decir, para saldar la deuda que el prójimo contrae con nosotros al infligirnos algún mal. Si Dios nos perdonó al precio de la Sangre del Cordero, no tenemos excusas para no hacer lo mismo con nuestro prójimo, cualquiera sea la deuda que éste contraiga con nosotros.

viernes, 17 de marzo de 2017

“Dame de beber”


(Domingo III - TC - Ciclo A – 2017)

         “Dame de beber” (Jn 4, 5-42). Luego de recorrer los caminos de Palestina predicando el Evangelio, Jesús llega a la ciudad samaritana de Sicar a la hora del mediodía, en el que el calor se hace sentir más; a esto, se le suma el hecho de estar cansado por el caminar. Todo sumado –largas caminatas evangelizando, más el calor-, hacen que Jesús sienta sed, por lo que se acerca a un pozo –llamado “Pozo de Jacob”-, frecuentado por hebreos y samaritanos. Sentado en el borde del pozo, ve acercarse a una mujer samaritana, con la cual entabla un diálogo que comienza con un pedido por parte de Jesús: “Dame de beber”.
         Una primera reflexión en este episodio evangélico es el hecho de que Jesús experimente la sed, porque podría objetarse diciendo que Jesús es el Hombre-Dios y que, por lo tanto, no podía tener sed, porque Dios no tiene sed, siendo Espíritu Purísimo. A esta objeción -que Jesús sea Dios y que sienta sed- se responde considerando lo siguiente: Jesús es el Hombre-Dios, es decir, es Dios Hijo Encarnado, es la Segunda Persona de la Trinidad, que ha asumido hipostáticamente –personalmente- una naturaleza humana y por lo tanto, posee las dos naturalezas, la divina y la humana, pero estas dos naturalezas no se mezclan ni se confunden, conservando cada una sus operaciones y es por eso que siente sed: no en cuanto Dios, sino en cuanto hombre.
Una segunda reflexión la podemos hacer al considerar el pedido que Jesús, que está sentado en el borde del pozo, le hace a la samaritana: al acercarse al pozo, Jesús le pide un poco de agua: “Dame de beber”. En este pedido de Jesús hay, en un primer momento, un pedido literal de agua –líquida, esto es, la del pozo-, para satisfacer verdaderamente su sed corpórea, ya que su Cuerpo se ha deshidratado por el esfuerzo del caminar y por el intenso calor.
         Sin embargo, además de este pedido de agua líquida –valga la aclaración-, hay otro nivel de interpretación de las palabras de Jesús, más profundo o, si se quiere, más elevado y sobrenatural. ¿Cuál es este sentido? En el desarrollo del diálogo, Jesús se presenta como Aquel que es capaz de dar un “agua viva”: “Si supieras Quién Soy Yo, el que te habla, tú me pedirías agua, porque Yo Soy Dios, y de Mí brota la fuente de agua viva que salta hasta la eternidad; si supieras que Yo Soy Dios, tú me pedirías que te diera “agua viva”: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. Ahora bien, esto parece una paradoja, porque primero Jesús dice que tiene sed y pide de beber, pero después le dice que Él le puede dar de beber a ella, pero un agua distinta, un “agua viva”, y esto porque Él es “el don de Dios”, es Dios Hijo, de cuyo seno manan fuentes de agua viva, y por eso es que le dice que si la samaritana supiera quién es Él, sería ella la que le pediría de beber, porque le pediría del agua de la gracia: “El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”.
Para profundizar en este nivel sobrenatural, hay que considerar la simbología subyacente en este episodio evangélico: el pozo es símbolo del corazón del hombre sin Dios y el agua del pozo, es símbolo del amor del hombre: Jesús tiene sed del agua del pozo, es decir, tiene sed del amor del corazón del hombre. A su vez, el “agua viva” que Jesús dará a quien cree en Él, es la gracia santificante, porque el agua es símbolo de la gracia, y esta agua viva brota del corazón de Jesús, y es esta agua la que Jesús ofrece, a la samaritana y a todos los hombres, por medio de los sacramentos. El “agua viva” que ofrece Jesús, a diferencia del agua del pozo de Jacob, que satisface la sed del cuerpo, satisface la sed de amor de Dios que el hombre tiene.
Así se explica la frase de Jesús: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. El “agua viva” es la gracia santificante, que brota de Jesús como de su Fuente inagotable, así como un arroyo de montaña, de agua cristalina, brota de la vertiente y es lo que Jesús quiere dar a las almas, porque con la gracia santificante, se comunican al alma la vida y el Amor de Dios.
Entonces, por un lado, Jesús tiene sed del amor de nuestros corazones –pero le damos vinagre en vez de agua cuando, en vez de amor a nuestros prójimos, tenemos para con ellos sentimientos de enojo, desprecio, indiferencia, o cualquier otra falta de caridad-, y es esto lo que expresa cuando dice en el pozo de Jacob: “Dame de beber”, pero también cuando dice en la Cruz: “Tengo sed”; por otro lado, Jesús es quien nos ofrece de beber el “agua viva” que es la gracia santificante que brota de su Corazón traspasado, Agua con la que apaga el ardor de nuestras pasiones, al tiempo que nos sacia con la Vida y el Amor de Dios. Jesús nos ofrece de beber el agua de la gracia santificante, porque Él es la Fuente de agua viva, es decir, de la gracia santificante, y si esto es así, entonces la Eucaristía es esa misma Fuente de agua viva, porque la Eucaristía es Jesús. Entonces, con la samaritana, le pedimos a Jesús Eucaristía: “Dame de beber el contenido de ese pozo sin fondo que es tu Corazón traspasado, el Agua de tu gracia y sacia mi sed con la Sangre de Sagrado Corazón”.

Por último, tenemos que hacer la siguiente consideración con relación a la frase de Jesús: “Ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre”. Él establecerá la verdadera adoración, porque por la gracia santificante, infundirá en el alma el espíritu de adoración verdadera y la Presencia del Dios verdadero y Único, el Dios Uno y Trino, el Único Dios a quien adorar. En la Eucaristía, Jesús nos da de beber el Agua de su Costado y la Sangre de su Corazón, el Amor de Dios, y se nos manifiesta como el Único Dios a quien adorar.

“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña”


“Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña” (Mt 21, 33-43.45-46). Para poder apreciar el contenido sobrenatural de esta parábola, hay que tener en cuenta qué representa cada elemento de la misma: el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es Jesús y también la Iglesia; los arrendatarios son el Pueblo Elegido; los enviados del dueño son los profetas; la muerte del hijo del dueño es la muerte de Jesús en su Pasión; aquellos a quienes el dueño le entregará la viña, luego de quitarles la viña a los primeros arrendatarios, somos los bautizados en la Iglesia Católica. Nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, somos el Nuevo Pueblo Elegido, a quienes Dios Padre ha encargado la administración de los misterios de su Iglesia; a quienes Dios Padre ha confiado lo más precioso que Él tiene, que es su Viña, Cristo Jesús en la Eucaristía, y la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, para que cuidemos de estos sus dos más preciados tesoros. No nos hagamos indignos de tan grande e inmerecido don.

miércoles, 15 de marzo de 2017

“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”


“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?” (Mt 20, 17-28). Después de que Jesús les anunció a sus discípulos su misterio pascual de Muerte y Resurrección, se acercaron a Jesús “la madre de los hijos de Zebedeo (…) junto con sus hijos”, y se postró ante Jesús “para pedirle algo”: que sus hijos “se sienten en el Reino”, “a la derecha y a la izquierda” de Jesús. Para asegurarse de que han entendido lo que le habría de suceder a Jesús, Él les pregunta si “pueden beber del cáliz que Él ha de beber”, es decir, les pregunta si van a ser capaces de afrontar la humillación, la traición, el dolor, la amargura, de la Pasión. Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, le responden: “Podemos”. Es decir, saben que, para “sentarse a la derecha e izquierda de Jesús”, en el Reino, o sea, para gozar de la gloria del Reino de los cielos, deberán sufrir, junto con su Señor, las amargas horas de la Pasión y, movidos por el Amor de Dios, dicen: “Podemos”, lo cual quiere decir también: “Estamos dispuestos”.
Los otros discípulos, al enterarse de la conversación, se “se indignaron contra los dos hermanos”, dice el Evangelio, y la razón de esta indignación es que no han entendido –como sí lo han hecho los hermanos- en qué consisten los premios que da Jesús y cuándo los da, porque piensan en la gloria mundana y en categorías mundanas y humanas, no celestiales y sobrenaturales, como Jesús. Los otros diez discípulos piensan que con Jesús es como lo que sucede con los líderes humanos, que prometen dádivas y premios a quienes los secunden en sus planes mundanos; además, ambicionan los puestos de gloria, pero no la cruz. Es por eso que Jesús les aclare que, con Él, el Hombre-Dios, las cosas son distintas: “Los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”. Con Cristo, el discípulo sí obtiene la gloria, pero no mundana, y no por cumplir planes y objetivos mundanos: la gloria que se obtiene es la gloria del cielo, y se la obtiene sólo en tanto y en cuanto se beba del cáliz de la Pasión, el cáliz de sus amarguras, el cáliz del dolor, el cáliz de la Cruz. Eso es lo que Jesús les quiere decir cuando les pregunta si “pueden beber del cáliz que Él ha de beber”.

Desde la Eucaristía, también a nosotros nos pregunta Jesús si podemos –si queremos- “beber del cáliz de la Pasión”, es decir, si queremos participar de su Pasión redentora en cuerpo y alma, si queremos participar de su Pasión para la salvación de nuestros hermanos, como requisito indispensable e ineludible para llegar al Reino de los cielos. Y nosotros, junto con Santiago y Juan, le decimos: “Podemos”.

martes, 14 de marzo de 2017

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”


“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23, 1-12). Jesús no nos da consejos de buena conducta; no nos anima a simplemente ser humildes y no ser soberbios: cuando nos advierte que “el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”, nos advierte acerca de una realidad de la vida del espíritu, y es el ser hechos partícipes, por la virtud de la humildad, de la vida de Cristo y, por el pecado de la soberbia, del odio del Demonio. Es decir, Jesús nos pide que seamos humildes, porque de esa manera lo imitamos a Él, en su humildad, la virtud por excelencia del Hombre-Dios -y de la Virgen-, junto a la caridad, mientras que, si somos soberbios, participamos del pecado del Demonio en los cielos, y nos volvemos partícipes de su rebelión de odio contra Dios.

“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El corazón humilde es el que imita a Jesús en sus humillaciones: en la humillación de la Encarnación, en la humillación del Lavado de los pies, en la humillación de la Cruz, y en infinidades de oportunidades a lo largo de su vida terrena; el corazón humilde imita a Jesús y evita ponerse en el centro de atención; perdona las ofensas; no busca venganza; agradece las correcciones. Todo lo contrario sucede con un corazón soberbio: no permite correcciones, todo tiene que ser como él lo dice, no es capaz de perdonar ni de pedir perdón. Jesús entonces, no nos enseña meras reglas de moral: nos advierte que, en un corazón humilde, habita Dios Uno y Trino; en un corazón soberbio, está el Demonio; el corazón humilde será ensalzado por Dios, mientras que el corazón soberbio es rechazado por Dios, así como el Demonio fue quitado de la Presencia de Dios en el cielo.

sábado, 11 de marzo de 2017

“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”


(Domingo II - TC - Ciclo A – 2017)

         “Jesús se transfiguró en el Monte Tabor” (cfr. Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, deja traslucir la luz y con una intensidad tal, que su rostro resplandece “como el sol”, mientras que sus vestiduras se vuelven “blancas como la luz”. De un momento a otro Jesús cambia, de una apariencia normal a todo hombre, a resplandecer con un resplandor mayor a mil soles juntos.
         ¿Qué significa la Transfiguración? Ante todo, es una manifestación de la divinidad de Jesús, es decir, es una teofanía, tal como la Epifanía –la manifestación luminosa del Niño Jesús en Belén- o la teofanía trinitaria del Jordán. En este caso, Jesús se manifiesta como Dios porque la luz que lo ilumina no es una luz creada, sino increada, y no se origina fuera de Él, sino en Él, en su Ser divino trinitario, puesto que la naturaleza divina es luminosa. En otras palabras, lo que hace Jesús en la Transfiguración es revelar, visiblemente, su condición divina: Dios es Luz, y Luz Increada, eterna, viva, que concede la vida eterna a quien ilumina. Jesús, que es el Cordero de Dios, posee la luz de la gloria, comunicada por el Padre desde la eternidad; la luz que emite en el Tabor, es esa misma luz que recibe del Padre desde la eternidad y que, brotando de su Ser trinitario, ilumina a la Jerusalén celestial, puesto que Él es su Lámpara: “La Jerusalén celestial no tiene necesidad de sol ni de luna, puesto que su Lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23). La luz con la que Jesús ilumina el Tabor, es la misma luz con la que Jesús ilumina a los ángeles y santos en la Jerusalén celestial.
Jesús ya había demostrado su condición divina con los milagros, y se había auto-proclamado como Dios Hijo, igual al Padre, Dador del Espíritu Santo, junto con el Padre; ahora, en el Tabor, manifiesta su divinidad de un modo nuevo: visiblemente, permitiendo que la luz de su Ser divino se refleje a través de su naturaleza humana. Al transfigurarse, es decir, al revestirse de luz, Jesús se manifiesta visiblemente como Dios Hijo encarnado. Cuando se considera el fenómeno de la Transfiguración, lo que se debe tener en cuenta es que, lejos de ser algo extraordinario, esta condición luminosa de Jesús es en realidad su estado natural porque, como hemos dicho, Él es Dios y “Dios es Luz” (1 Jn 1, 5). Nos tenemos que preguntar, entonces, por qué razón, si este era el estado natural de Jesús, sin embargo Jesús no resplandecía ni emitía su luz divina trinitaria -es decir, la luz de su gloria, porque en el lenguaje bíblico la luz es sinónimo de gloria- en toda su vida terrena, excepto en dos oportunidades. En otras palabras, la pregunta es: si Jesús es Dios, ¿por qué emitió su luz sólo en la Epifanía, a poco de nacer, y luego por unos breves instantes en el Tabor, mientras que el resto de su vida terrena aparecía ante los demás como si fuera un hombre más entre tantos, sin resplandecer? La respuesta a esta otra pregunta, nos permite profundizar en el significado de la Transfiguración: si el estado natural de Jesús es el de la Transfiguración, y si Él, durante toda su vida terrena, se mostró, no como Dios resplandeciente de gloria, sino como un hombre más entre tantos, al punto que sus contemporáneos lo llamaban “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, es porque, por un milagro de su omnipotencia, impedía que la luz de su gloria se irradiara al exterior por medio de su naturaleza humana[1], y esto lo hacía para poder sufrir la Pasión.
Es decir, si Jesús hubiera vivido su vida terrena tal como lo requería su condición divina, revestido de luz y de gloria, no habría podido sufrir la Pasión, porque el estado de naturaleza glorificada impide el sufrimiento. Sin embargo, era tanto era el Amor que Jesús nos tenía, que habiendo podido salvarnos sin sufrir, decidió, para demostrarnos hasta dónde llega su Amor por nosotros, obrar un prodigio, un milagro de su omnipotencia, y es el de no permitir traslucir la luz de su gloria, para poder así sufrir el Calvario, por nuestra salvación. Entonces, no es que la Transfiguración es un milagro, por el cual Jesús aparece recubierto de luz divina: ése es su estado natural; el milagro es que viviera los treinta y tres años sin transfigurarse, para que su naturaleza humana pudiera padecer el tormento de la cruz.
         Una vez hecha esta consideración, surge otra pregunta: ¿por qué Jesús se transfigura poco tiempo antes de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquieno que es para que los discípulos tengan fuerza en los duros momentos de la Pasión que habrían de sobrevenir. Es decir, Jesús se transfigura para que sus discípulos, contemplando la luz de la gloria que brotaba de Jesús y sabiendo por lo tanto, sin lugar a dudas, de que Jesús era Dios omnipotente, cuando lo vieran en el otro Monte, el Monte Calvario, cubierto no ya de luz, sino de su Sangre Preciosísima, no se abatieran y no desesperaran, recordando al Dios glorioso del Tabor. Jesús se transfigura de luz en el Monte Tabor para que sus discípulos, viéndolo cubierto de Sangre en el Monte Calvario, no solo no desfallecieran, sino que tomaran fuerzas con el recuerdo del Dios glorioso. Y es también para que nosotros, cuando contemplemos a Cristo crucificado, con su corona de espinas, con su Sangre brotando de sus heridas, con los clavos en sus manos y pies que lo aferran al madero, recordemos que ese Cristo es Dios; recordemos que el Cristo Crucificado y también el Cristo de la Eucaristía, es Dios omnipotente, para que así tengamos confianza y fe en su divino poder, sobre todo cuando atravesemos por las tribulaciones que sobrevienen en la vida terrena.
La Transfiguración del Monte Tabor, entonces, está estrechamente unida a la Ignominia del Monte Calvario y es por esta razón que, para comprender en su totalidad la significación sobrenatural de la Transfiguración, es necesario contemplar la Transfiguración y la Alegría del Monte Tabor, a la luz de la Humillación y el Dolor del Monte Calvario. En el Tabor, Jesús se muestra como el Dios de la gloria infinita, que resplandece con una luz más brillante que miles de soles juntos; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto con su Sangre Preciosísima, humillado, ofendido, golpeado, indefenso ante los hombres y abandonado por sus discípulos; en el Tabor, Jesús se muestra revestido de luz divina, y como esa luz la recibe desde la eternidad del Padre, el Tabor es obra del Padre; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto de heridas sangrantes, de golpes, de hematomas, de escupitajos, de ignominia, de humillación, y como todo eso se debe a nuestros pecados, podemos decir que el Monte Calvario es obra de nuestras manos; en el Tabor, la compañía de Jesús es deliciosa y provoca tanta alegría, gozo y dicha, que todos, como Pedro, desean estar con Él: “Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías””; en el Calvario, en cambio, Jesús parece abandonado por el Padre, es abandonado por sus discípulos, teniendo por sola compañía la de su Madre amantísima, la Virgen, mientras que el resto de los hombres, la humanidad entera, lo crucifica en medio de insultos y blasfemias y es por eso que nadie –o casi nadie- quiere estar con Él en la cruz.
          “Jesús se cubrió de su luz en el Monte Tabor (…) Jesús se cubrió de su Sangre Preciosísima en el Monte Calvario”. ¿Dónde queremos estar nosotros? ¿En la alegría del Monte Tabor, o en el dolor, desamparo, humillación e ignominia del Monte Calvario? Hagamos lo que hace nuestra Madre del cielo: no aparece en el Tabor, pero está de pie, al lado de la Cruz, en el Monte Calvario. Llevados por la Virgen, acompañemos a Jesús en el Calvario y, con un corazón contrito y humillado, postrémonos ante Él y besemos, con amor y devoción, sus pies ensangrentados.





[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1969.

viernes, 10 de marzo de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). A partir de Jesús, entrar en el Reino de los cielos es más arduo, si se quiere, que antes de Él, y es Jesús quien da los ejemplos de cómo el cumplimiento de la Ley de Dios es mucho más estricto para un cristiano que para quien no lo es: antes, bastaba con no matar; ahora, quien se enoja o mantiene rencor contra su prójimo, puede incluso hasta condenarse eternamente; antes, bastaba con no cometer adulterio material o físicamente; ahora, quien desea la mujer del prójimo en su corazón ya cometió adulterio.
La razón es que, a partir de Jesús y por su gracia, la Ley de Dios ya no está escrita en tablas de piedra, sino en el mismo corazón del hombre, y Dios ya no está en una montaña inaccesible, sino que está en el mismo corazón del hombre, por lo que, el hombre que está en gracia, es el equivalente a Moisés en presencia de Dios en la montaña santa. Es decir, por la gracia, la Presencia de Dios es interior al hombre, ya que Dios Trino inhabita en el corazón del justo, en el corazón del que está en gracia. Además, la gracia convierte al cuerpo del hombre en el templo de Dios, por lo que cualquier profanación de este templo viviente –sea con el pensamiento, la palabra o la obra-, es un pecado que se comete ante los ojos de Dios, por así decirlo. Por la gracia, Dios, que está en lo más profundo del hombre, “ve”, por así decirlo, a los pecados cometidos por el hombre en su corazón y en su pensamiento, así como un hombre en el interior de un templo, puede ver la acción de otro hombre realizada en ese templo.

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. A partir de Jesús, los pensamientos más recónditos de la mente y los deseos más profundos del corazón del hombre, están ante la Presencia de la Trinidad. Si queremos ganar el cielo, nuestros pensamientos y deseos, que por la gracia santificante están ante Dios, no pueden ser sino pensamientos y deseos santos y puros, como los del mismo Jesús.

jueves, 9 de marzo de 2017

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá”


“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá” (Mt 7, 7-12). Jesús nos garantiza que, si pedimos, se nos dará; si buscamos, encontraremos; si llamamos, se nos abrirá. Es Palabra de Cristo, lo cual quiere decir “Palabra de Dios”, porque Cristo es Dios. Jesucristo nos anima a pedir, a buscar, a llamar, con la certeza total de que seremos escuchados y nuestras peticiones serán atendidas: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá”. Entonces, como es “Palabra de Dios”, estamos más que seguros de que lo que pidamos, se nos dará; lo que busquemos, encontraremos, y cuando llamemos, se nos abrirá. Pero entonces, se nos presenta un dilema: ¿qué pedir?, ¿qué buscar?, ¿adónde llamar?

Llevados de la mano de María, como un niño pequeño es llevado por su madre, amorosa, pidamos, busquemos y llamemos: pidamos participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma; busquemos vivir en gracia y postrados ante la cruz, besando con amor y devoción sus pies ensangrentados; toquemos a las puertas del sagrario, llamemos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, le pidamos entrar en Él a través de su Costado traspasado, y quedémonos ahí, para siempre.

miércoles, 8 de marzo de 2017

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación”


“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación” (Lc 11, 29-32). Jesús cita el caso de Jonás y los ninivitas: así como éstos se convirtieron ante la prédica del profeta, quien era un signo enviado por Dios para que hicieran penitencia y abandonaran el pecado, así también, el Hijo del hombre, Jesús, es el único signo para la humanidad, enviado por Dios, para que se arrepienta de su pecado y se convierta. Pero hay una diferencia, tal como lo dice Jesús –“aquí hay alguien más que Jonás”-, y es que mientras Jonás era solo un hombre, Jesús es Dios Hijo encarnado, es el Hombre-Dios y esa es la razón por la cual no hay “otro signo” ni lo habrá, que no sea Jesús, que está en la Cruz y está en la Eucaristía, en Persona. En otras palabras, Jesús crucificado y Presente en Persona en la Eucaristía es el único signo para la humanidad, hasta el fin de los tiempos. En vano buscan quienes buscan salvación en otras religiones, porque no hay otro signo que el Hijo del hombre crucificado y el Cordero de Dios en la Eucaristía; inútilmente buscan, muchos católicos, signos de salvación en cualquier otra religión que no sea la religión Católica.

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación”. Parafraseando a Jesús, podemos decir: “Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre, crucificado, y en la Eucaristía, es el único signo para la humanidad entera. La humanidad no encontrará la paz, hasta que, con un corazón contrito y humillado, no se postre en adoración, ante la Cruz y la Eucaristía”.

“Si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”


“Si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6, 7-15). El fundamento del perdón cristiano no se basa ni el paso del tiempo, ni en la bondad de la persona ofendida que, precisamente por su bondad y buena voluntad, decide perdonar a quien lo ofendió. El perdón cristiano tiene su origen en la Trinidad, porque es Dios Padre quien, para perdonar a la humanidad, envía, por medio de su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo Dios, Jesús, para que muriendo sobre la cruz, lave los pecados de los hombres y les conceda la gracia de la filiación divina. En otras palabras, el fundamento del perdón cristiano es el perdón divino de Dios Padre, que llevado por su Amor, el Espíritu Santo, entrega a su Hijo en la cruz para perdonarnos a todos y cada uno de los hombres. Debido a que se trata de un perdón de origen celestial y divino, para que el cristiano pueda perdonar a su prójimo como Dios quiere, debe ante todo, meditar él mismo, a los pies de la cruz de Jesús, acerca del perdón recibido personalmente por él desde la cruz; luego, con ese  mismo perdón, perdonar a su vez a su prójimo que lo ha ofendido. Sólo así imitará y participará del perdón del Padre a los hombres, y sólo así se hará merecedor del perdón del Padre. Pero si el cristiano se niega a perdonar con el mismo perdón con el cual el Padre lo perdonó a él mismo desde la cruz, o si perdona por solo motivos humanos, no recibirá el perdón divino que creía haber recibido, o bien le será quitado si es que ya lo había recibido: “Si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”.

“Venid, benditos (…) Apartaos, malditos”


“Venid, benditos (…) Apartaos, malditos” (cfr. Mt 25, 31-46). En el día del Juicio Final, Jesús les dirá, a los que se salven: “Venid, benditos”, mientras que, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos, malditos”. ¿En qué se basará para bendecir a unos y maldecir a otros? En las obras libremente realizadas por cada uno: a quienes libremente practiquen la misericordia para con sus prójimos más necesitados, les dará misericordia, los bendecirá y los introducirá en su Reino, para siempre. En cambio, a los que libremente se negaron a ser misericordiosos, les negará misericordia, los maldecirá, y los arrojará fuera de su Presencia, el Infierno. Ambos destinos, son para siempre.

“Venid, benditos (…) apartaos, malditos”. Jesús es un Dios Misericordioso, y puede que, quienes interpretan mal a esta misericordia, consideren que Jesús es incapaz de maldecir, y sin embargo, sí lo hará, al fin de los tiempos. No de modo arbitrario –lo cual sería algo injusto-, sino según su Divina Justicia, porque dará a los buenos lo que los buenos se ganaron con sus obras libremente realizadas, y dará a los malos lo que los malos libremente escogieron con sus malas obras y con sus ausencias de obras de misericordia. Por lo tanto, es injusto acusar a Dios de la condenación eterna de un alma –o de un ángel-, porque lo que Él hace con su Divina Justicia es simplemente respetar, al máximo, la libre decisión, sea del hombre o del ángel, de realizar o no obras buenas. El encuentro con el prójimo más necesitado se convierte, en esta perspectiva, en la oportunidad de ganar el cielo, para siempre, si obramos para con él la misericordia, aunque también se convierte en la oportunidad de perderlo para siempre y de ganar el Infierno, si es que cerramos nuestro corazón a su pedido de auxilio. En este sentido la Cuaresma, al ser un tiempo dedicado exclusivamente a la penitencia y a las obras de misericordia, es un tiempo ideal para ganar el cielo.

viernes, 3 de marzo de 2017

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”


(Domingo I - TC - Ciclo A – 2017)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Mt 4, 1-11). Jesús es llevado por el Espíritu Santo con un fin específico: ser tentado por el demonio. Al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno, su naturaleza humana, unida a su Persona divina, sintió hambre, dice el Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. Es en ese momento en el que se hace presente en Tentador, el Ángel caído. El Demonio no sabía que Jesús era Dios, aunque tenía sospechas. Sí sabía que era un hombre muy especial, al cual Dios acompañaba de manera evidente con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer, lo cual aumentaba todavía más su sospecha de que fuera Dios encarnado. Y es por eso que se decide a hacer una empresa imposible, al mismo tiempo que blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.
El Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús tenía mucha hambre, como es lógico, luego de cuarenta días de ayuno, y podía verdaderamente obrar ese milagro, es decir, hacer que las piedras se convirtieran en panes, y lo podía hacer, porque era Dios Hijo encarnado, tenía el poder más que suficiente para convertir las rocas en panes y así satisfacer su hambre. Pero Jesús, contestando con la Escritura, al tiempo que rechaza la tentación, nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura, pero también la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, es el alimento principal para el hombre: “Jesús le respondió: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. De esta manera, Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos en primer lugar por el alimento del alma –y lo mismo hacer para con nuestro prójimo, de ahí la necesidad de la Evangelización y de la Misión-, y este alimento del alma es la Escritura –la lectura, meditación y oración- y la Eucaristía –la adoración y la Comunión Eucarística-, que satisface al alma con la substancia y el Amor Divino contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Solo en un segundo momento viene el alimento corporal, el cual de nada sirve, si no se provee antes al alimento espiritual. Si Jesús respondía realizando el milagro de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechaza de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].
Vencido en la primera tentación, el demonio hace el intento con la segunda tentación, para lo cual lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. El demonio intenta que Jesús cometa el pecado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles, pero si Jesús hiciera esto, cometería un pecado de presunción o temeridad, porque no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y, al mismo tiempo, desafiar literalmente a Dios, para que lo salve. En el fondo, es un pecado de soberbia; al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si por un imposible, Jesús hubiera accedido, hubiera cometido un pecado, y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu, que se origina, fundamentalmente, en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, que es la raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo, y su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. Pero sucede que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica es precisamente ése: “Haz lo que quieras”.
En la tercera y última tentación, el demonio pretende que Jesús lo adore, a cambio de riquezas y poderes terrenos: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Jesús le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Luego de la satisfacción de las pasiones –concupiscencia de la carne-, luego de la adoración de sí mismo –concupiscencia del espíritu-, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración de Satanás, una simple creatura que, además de ser simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios. Esto –la adoración al demonio- se da de diversas maneras: con las prácticas ocultistas, con la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a los servidores del demonio –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-, aunque también se adora al demonio de modo indirecto al menos, con la adoración del dinero, con el deseo de poseer, de modo avaro y sin importar los medios ilícitos, la mayor cantidad de dinero posible. Jesús nos enseña que “sólo a Dios se debe adorar”, y aunque Dios, que está en la cruz y en la Eucaristía, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo, y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la bienaventuranza eterna en el Reino de los cielos.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. Nosotros, en el desierto de la vida, también somos tentados por el espíritu inmundo, pero Jesús, con su ejemplo y con su gracia, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación, y el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos ante su Cruz y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos ante su Presencia Eucarística.



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.

Viernes después de Cenizas


(Ciclo A – 2107)

“Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán” (Mt 9, 14-15). Los discípulos de Juan se extrañan porque Jesús no hace que sus discípulos ayunen: “Se acercaron a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?”. La razón por la que no ayunan, dice Jesús, es porque Él, que es “el Esposo” –de la Iglesia Esposa- está todavía con ellos en cuerpo mortal, desde el momento en que todavía no ha sufrido la Pasión: “Jesús les respondió: “¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos?”. El “esposo” es Él, y así como los amigos del esposo están alegres cuando el esposo está con ellos, así sus discípulos, que están con Él, porque todavía no ha sufrido la Pasión y Muerte en Cruz, no tienen razón para ayunar. Sí ayunarán, en cambio, “cuando el esposo les sea quitado”, es decir, cuando Él suba a la cruz y entregue su vida en rescate por los hombres. Ahí comenzará el ayuno de los amigos del Esposo.

“Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán”. Los “amigos del Esposo” somos nosotros, los fieles bautizados en la Iglesia Católica, y aunque Jesús ha resucitado y está en la Eucaristía, glorioso y vivo, no estamos todavía con Él en el Reino de los cielos, y es por eso que, mientras dure nuestra vida terrena, debemos ayunar, siendo esta la razón del ayuno que nos enseña nuestra Santa Madre Iglesia. Sólo terminará este ayuno en el Reino de Dios si, por la misericordia de Dios, salvamos nuestras almas, perseverando hasta el fin en la Santa Fe Católica y en las obras de misericordia. Mientras tanto, además de ayunar de obras malas, los católicos nos mantenemos a pan y agua: el agua de la gracia santificante, brotada del Corazón traspasado del Señor el Viernes Santo, y el Pan de Vida eterna, su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía.

jueves, 2 de marzo de 2017

Jueves después de Cenizas


(Ciclo A – 2017)

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús explicita las condiciones para ser su discípulo: querer, renunciar, cargar la cruz, seguirlo. Jesús dice “el que quiera”, lo cual significa que no obliga a nadie a seguirlo; ser discípulo de Jesús es una cuestión de libre elección, de ejercicio de aquello que constituye la imagen de Dios en el hombre, y es la libertad. Si alguien “quiere” seguirlo, lo hará libremente; si alguien “no quiere” seguirlo, también lo hará libremente, aunque quien elija esta última opción, sabe también cuál es la consecuencia directa de no seguirlo, y es la pérdida eterna del alma. La segunda condición para ser discípulo de Jesús es “renunciar a sí mismo”, lo cual significa contrariar al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, al hombre al que seducen y atraen las concupiscencias de la carne –sensualidad- y del espíritu –soberbia-; la renuncia de sí mismo es la renuncia del hombre que lleva en sí las consecuencias del pecado original y de modo concreto, se traduce en renunciar al defecto dominante –por ejemplo, la impaciencia, o la soberbia, o la pereza, y así con cada pecado capital- y esforzarse por crecer en la gracia y en la virtud cristianas, no meramente humanas. Otra condición es “cargar la cruz de cada día”, y esto significa tomar la decisión de querer crucificar al hombre viejo, de conducirlo al Calvario, para que allí muera y de esa manera, sea posible el nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante. La última condición, es “seguirlo”, porque nadie puede salvar el alma por sí mismo, puesto que sólo Jesús es el Único Salvador y Redentor, pero este Salvador y Redentor se dirige, con la cruz, hacia la cima del Monte Calvario, de manera que si pretendemos tomar otro camino que no sea el seguir los pasos de Jesús, que conducen al Calvario, de nada valdrán ni la renuncia a sí mismos, ni el cargar la cruz. Jesús es el “Camino, la Verdad y la Vida”, y nadie puede salvarse, esto es, “ir al Padre”, sino es por Él.
Ahora bien, como el mismo Jesús lo dice, y como lo hemos hecho notar, Jesús no obliga a nadie a seguirlo, puesto que el hombre es libre –en esto constituye su imagen y semejanza de Dios- y, en el ejercicio de su libertad, puede elegir, sin coacción alguna, el no seguir a Dios, pero como esto implica la pérdida del alma, Jesús nos advierte cuáles son las consecuencias de elegir el mundo en vez de elegirlo a Él, y nos lo plantea por medio de una paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará”. ¿Por qué? Porque “el que quiera salvar su vida” terrena, la entregará al mundo, al dinero, al demonio, y estos perderán su alma para siempre, para la eternidad; en cambio, el que pierda su vida para Cristo y el Evangelio, muriendo al propio yo en la Cruz, la ganará para el cielo, para la vida eterna, porque Cristo lo vivificará con su gracia. Si alguien elige no seguirlo, eso implica abandonar la vida de la gracia y vivir sumergido en el pecado, y es por eso que Jesús vuelve a remarcar las consecuencias de esta elección, esta vez, por medio de una pregunta: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?”. Parafraseando al Señor, podríamos decir: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el dinero del mundo, si pierde la gracia que lo salva?”.

La Cuaresma es el tiempo de gracia propicio para elegir la renuncia al pecado y al hombre viejo, para seguir a Jesús, camino del Calvario.