miércoles, 26 de abril de 2017

“El que cree en Mí no morirá, sino que tendrá la Vida eterna”


“El que cree en Mí no morirá, sino que tendrá la Vida eterna” (Jn 3, 16-21). Jesús afirma que “el que cree en Él no morirá, sino que tendrá la Vida eterna”. Ahora bien, es una realidad más que evidente que, aun teniendo fe en Jesucristo, morimos, pues es una constatación de todos los días; sin embargo, esto no constituye ninguna contradicción con las palabras de Jesús, porque la muerte a la que Él se refiere no es la muerte corporal o “muerte primera”, como suele llamársele, sino a la muerte espiritual o “muerte segunda” o “definitiva”, esto es, la eterna condenación en los abismos del Infierno. Es a esta muerte, la que le sigue a la muerte corporal y que se verifica en el alma que está en pecado mortal, es decir, el alma que está muerta a la vida de Dios porque no está en estado de gracia, que es lo que hace que el alma participe de la vida divina. Cuando Jesús afirma que “el que cree en Él no morirá”, se está refiriendo a esta segunda muerte, la eterna condenación, porque será esta fe en Él la que lo llevará a vivir en estado de gracia, a evitar la muerte espiritual por el pecado mortal y a alimentarse con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, que contiene la Vida eterna y la concede al alma como en germen por la comunión.

“El que cree en Mí no morirá, sino que tendrá la Vida eterna”. Parafraseando a Jesús, podemos decir: “El que cree en Jesús como Hombre-Dios, cree en su Presencia Eucarística, comulga la Eucaristía con fe y con amor y recibe de Él, ya en esta vida mortal, la Vida eterna”.

sábado, 22 de abril de 2017

Domingo in Albis o Fiesta de la Divina Misericordia



(Ciclo A – 2017)

         El Primer Domingo después de Pascua, llamado “Domingo in Albis”, se celebra la Fiesta de la Divina Misericordia, debido a un expreso pedido de Jesús a Sor Faustina Kowalska[1]. En efecto, el día 22 de Febrero de 1931, Jesús se le apareció a Sor Faustina y le dijo así: “Yo quiero que esta imagen sea solemnemente bendecida el primer domingo después de Pascua; ese domingo ha de ser la Fiesta de Mi Misericordia”. El Domingo de la Divina Misericordia es un día en el que se derraman sobre las almas la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús traspasado en la Cruz, librando a los pecadores de los castigos merecidos por sus culpas y sumergiéndolos en el océano del Amor de Dios: “En aquel día están abiertas las entrañas de Mi Misericordia. Derramaré un mar entero de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mi misericordia; el alma que se confiese [dentro de ocho días antes o después] y comulgue [el mismo día] obtendrá la remisión total de culpas y castigos” (…) En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias”. Para recibir ese “mar de gracias” -para obtener las indulgencias plenarias que se conceden en este día-, debemos entonces confesarnos, ocho días antes o después, y comulgar en estado de gracia.
         ¿Cuál es la razón de esta aparición de Jesús Misericordioso? ¿Para qué se aparece Jesús a Santa Faustina? ¿Cuál es el contenido esencial del mensaje de Jesús Misericordioso? Podemos decir que es: salvar nuestras almas, mediante la adoración y la unión a la Divina Misericordia, representada en su imagen como Jesús Misericordioso: “Pinta una imagen de acuerdo a esta visión, con las palabras ‘Jesús, en Vos confío’. Yo deseo que esta imagen sea venerada, primero en tu capilla y luego en el mundo entero. Yo prometo que el alma que venere esta imagen, no perecerá. También prometo la victoria sobre sus enemigos aquí en la tierra, especialmente a la hora de la muerte. Yo mismo la defenderé con mi propia Gloria”. Adorar la Divina Misericordia es unirnos a Él por la gracia del Sacramento de la Confesión, representada en el Agua, y por la Eucaristía, representada en la Sangre de la imagen: “Los dos rayos indican Agua y Sangre. El rayo pálido significa el Agua que hace las almas justas. El rayo rojo significa la Sangre que es la vida de las almas (…) Estos dos rayos salieron de las profundidades de Mi tierna Misericordia, cuando Mi corazón agonizante fue abierto por la lanza en la Cruz”. También adoramos la Divina Misericordia uniéndonos a Él por la fe y el amor a las Tres de la tarde, la Hora de la Misericordia: “Te recuerdo, hija mía, que tan pronto como suene el reloj a las tres de la tarde, te sumerjas completamente en mi Misericordia, adorándola y glorificándola; invoca su omnipotencia para todo el mundo, y particularmente para los pobres pecadores; porque en ese momento la Misericordia se abrió ampliamente para cada alma (…) A la hora de las tres implora Mi misericordia, especialmente por los pecadores; y aunque sea por un brevísimo momento, sumérgete en Mi Pasión, especialmente en Mi desamparo en el momento de mi agonía. Esta es la hora de gran misericordia para el mundo entero. En esta hora, no le rehusare nada al alma que me lo pida por los méritos de Mi Pasión”. Otro elemento del mensaje de Jesús Misericordioso es prepararnos para su Segunda Venida: “Prepararás al mundo para mi Segunda Venida” (Diario 429), y también: “Hija Mía, habla al mundo de Mi misericordia para que toda la humanidad conozca la infinita misericordia Mía. Es una señal de estos tiempos (N. del R.: la señal es la imagen de Jesús Misericordioso), después de ella vendrá el Día de la Justicia. Todavía queda tiempo, que recurran pues, a la Fuente de Mi Misericordia, se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos” (Diario 848); “Habla a las almas de esta gran misericordia Mía, porque está cercano el día de Mi justicia” (Diario 965);Antes del Día de la justicia envío el día de la misericordia” (Diario 1588). También la Virgen le dice lo mismo a Sor Faustina: “Tú debes hablar al mundo de Su gran misericordia y preparar al mundo para Su segunda venida. Él vendrá, no como un Salvador Misericordioso, sino como un Juez Justo. Oh qué terrible es ese día. Establecido está ya el día de la justicia, el Día de la Ira divina. Los ángeles tiemblan ante este día. Habla a las almas de esa gran misericordia, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia” (Diario 635).
Entonces, tenemos que prepararnos para la Segunda Venida de Jesús y el modo de prepararnos es obrando la Misericordia con los prójimos más necesitados, y en esto consiste el otro elemento de esta devoción. Esto es lo que Él mismo afirmó en el Evangelio, que en el Día del Juicio Final, se salvarían aquellos que hubieran obrado la misericordia: “Venid a Mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, beber, vestisteis, etc.”. Pero en el mensaje a la humanidad, dado a Sor Faustina, Jesús también advierte que, quien no quiera pasar por su Misericordia, deberá pasar por su Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia” (Diario 1146). Esto es lo mismo que dice Jesús en el Evangelio: “¡Apartaos de Mí, maldito, al fuego eterno! Porque tuve hambre, y no me disteis de comer, sed y no me disteis de beber, etc.”. No es indistinto obrar o no la misericordia, es decir, prepararnos o no para la Segunda Venida, porque el destino eterno será muy distinto, según como haya sido nuestra preparación para el encuentro con Él: el cielo, para quienes lo hayan imitado en su Misericordia; el Infierno, para quienes no hayan tenido compasión para con sus hermanos.
         Además de estar revelado en el Evangelio y en la Tradición y el Magisterio, Jesús –el mismo Jesús Misericordioso- llevó a Santa Faustina al Infierno y le hizo ver los eternos tormentos, corporales y espirituales, que les esperan a quienes no hayan querido tener compasión y misericordia para con sus hermanos. Santa Faustina dice así: “Hoy, fui llevada por un ángel a los abismos del infierno. ¡Es un lugar de gran tortura, cómo asombrosamente grande y extenso! Los demonios estaban llenos de odio hacia mí, pero tuvieron que obedecerme por orden de Dios”. Los tipos de torturas que vió: la primer tortura del infierno es la pérdida de Dios; la segunda es el remordimiento perpetuo de la conciencia; la tercera es que la condición de uno nunca cambiará; la cuarta es el fuego que penetra el alma sin destruirla, un sufrimiento terrible, ya que es un fuego completamente espiritual, encendido por la ira de Dios; la quinta es la continua oscuridad y un terrible olor sofocante, pero a pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven unos a otros, su propia alma y la de los demás; la sexta es la compañía constante de satanás; la séptima es la horrible desesperación, el odio a Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias. Hay torturas especiales destinadas para las almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos. Cada alma padece sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionados con la manera en que ha pecado. Hay cavernas y hoyos de tortura donde una forma de agonía difiere de otra. Me habría muerto con la simple visión de estas torturas si la omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido. Que el pecador sepa que va a ser torturado por toda la eternidad, en esos sentidos que fueron usados para pecar”. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda encontrar una excusa diciendo que no hay infierno. O que nadie ha estado allí, y por lo tanto nadie puede decir que no sabe (…) Lo que he escrito no es más que una pálida sombra de las cosas que vi. Pero me di cuenta de una cosa: que la mayoría de las almas que hay no creían que hubiera un infierno. ¡Cuán terriblemente sufren las almas allí!  En consecuencia, pido aún más fervientemente por la conversión de los pecadores”. (Diario, 741).
La Fiesta de la Divina Misericordia consiste en prepararnos para su Segunda Venida, adorando a Jesús Misericordioso, unirnos a Él por la fe, el amor y los sacramentos de la confesión y la Eucaristía –es decir, viviendo en gracia, confesándonos con frecuencia y comulgando en estado de gracia- y obrar la Misericordia: ése es el mensaje central de las apariciones de Jesús Misericordioso a Santa Faustina. Por último, si por la adoración a la Divina Misericordia debemos prepararnos para la Segunda Venida, ¿cuándo será ésta? No lo sabemos ni lo podemos saber, pero tampoco necesitamos saberlo, porque esa Segunda Venida puede ser esta misma noche, para quien muera esta noche, o mañana, para quien muera mañana. No importa saber cuándo será la Segunda Venida; lo que importa, es estar preparados para el encuentro personal con Jesús Misericordioso, y lo único que Jesús aceptará de nosotros, cuando lo veamos cara a cara, será un corazón colmado de amor a Dios y al prójimo y lleno de su gracia santificante, y unas manos colmadas de buenas obras. Esto es lo que Jesús quiere de cada alma, para poder hacerla entrar en el Reino de los cielos: “Hija mía deseo que tu corazón sea formado a semejanza de Mi Corazón Misericordioso. Debes ser impregnada completamente de mi Misericordia” (167). La Fiesta de la Divina Misericordia debe servir, entonces, no para una mera conmemoración devota, sino para que nuestro corazón se convierta en lo que desea Jesús: un corazón impregnado de la Misericordia Divina, un Corazón en el que esté estampada y marcada a fuego la imagen de Jesús Misericordioso”.





[1] En el segundo Domingo de Pascua, que este año se celebra el 23 de abril, se concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice) al fiel que participe en actos de piedad realizados en honor de la Misericordia divina.
“O al menos rece, en presencia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en el Sagrario, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, ‘Jesús misericordioso, confío en ti’)”, dice el texto del decreto.
Asimismo se concede indulgencia parcial “al fiel que, al menos con corazón contrito, eleve al Señor Jesús misericordioso una de las invocaciones piadosas legítimamente aprobadas”.

Sábado de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2017)

         “(Jesús) les reprochó por su incredulidad” (Mc 16, 9-15.). Jesús se aparece a los Once, a los Apóstoles, pero antes de cualquier otra cosa, lo primero que hace es reprocharles su incredulidad: “En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado”. En efecto, ellos no habían creído en los testimonios de María Magdalena y de los discípulos de Emaús, que les habían afirmado que Jesús se les había aparecido resucitado. No se trata de un testimonio cualquiera: es testimonio de miembros de la Iglesia que han tenido un don extraordinario, que Jesús se les aparezca resucitado, y por lo tanto, no es un testimonio humano, sino un testimonio basado en la iluminación del Espíritu Santo. De ahí que rechazar ese testimonio sea pecado de incredulidad, de obstinación y merezca el reproche de Jesús. Sólo después de que Jesús se les aparece, es que los Apóstoles creen, pero si no se les hubiera aparecido, no habrían creído por los testimonios de sus hermanos, olvidando las palabras de Jesús: “Felices los que creen sin ver”.
         Análogamente, sucede lo mismo con muchos católicos en la Iglesia, que no creen en el testimonio del Magisterio de la Iglesia, que nos enseña, iluminado por el Espíritu Santo, no solo que Jesús ha resucitado, sino que Jesús resucitado está en la Eucaristía. Y también sucede con el mundo, respecto a la Iglesia, porque el mundo no le cree a la Iglesia, así como muchos en la Iglesia no le creen a la misma Iglesia.
         “(Jesús) les reprochó por su incredulidad”. También a nosotros nos puede caber el reproche de Jesús, toda vez que no creemos, y por lo tanto, no amamos, no adoramos, y no conformamos nuestro corazón y nuestra vida a la Presencia real de Jesús resucitado en la Eucaristía. No esperemos a escuchar el reproche de Jesús, para recién ir a adorar a Jesús resucitado en la Eucaristía.

         

viernes, 21 de abril de 2017

Viernes de la Octava de Pascua


         “Es el Señor” (Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece a los discípulos que están en la barca, pescando. Es llamativo el hecho de que el primero que lo reconoce no es Pedro, el Vicario, el Papa, sino San Juan Evangelista, “el discípulo amado”, aquel que en la Última Cena, a diferencia de Judas Iscariote, que lo traicionó por treinta monedas de plata, se había recostado en el pecho de Jesús para escuchar los latidos de Amor de su Sagrado Corazón. El que lo reconoce en primer lugar, que es también el que llega primero al sepulcro el Domingo de Resurrección, es aquel discípulo que, en las horas de la crucifixión, había permanecido junto a la Virgen mientras Jesús agonizaba, acompañando a María Santísima y recibiendo, en nombre de toda la humanidad, el maravilloso don de María como Madre de todos los hombres. Sólo después que Juan Evangelista dice: “¡Es el Señor!”, es que Pedro, reconociéndolo recién en ese momento, se arroja al agua para alcanzar la orilla en donde está Jesús resucitado. Pedro tiene el primado jerárquico, pero Juan Evangelista parece tener el primado en el amor, puesto que es de él y no de Pedro de quien dice el Evangelio que era “el discípulo al que Jesús más amaba”. Juan reconoce a Jesús porque, como en los otros casos de sus apariciones, ilumina su mente, para que lo reconozca como Hombre-Dios y como resucitado, pero en Juan se destaca también el otro aspecto de la gracia, que es encender el corazón en el Amor de Jesús, tal como sucede, por ejemplo, con los discípulos de Emaús: “¿No ardían nuestros corazones cuando nos hablaba de las Escrituras?”.

         “Es el Señor”. La misma expresión de admiración, asombro, alegría y amor, que por la gracia santificante brota de Juan al reconocer a Jesús resucitado, es la que debería salir de las mentes y corazones de los que, contemplando la Eucaristía e iluminados por la gracia, reconocen en el Santísimo Sacramento del altar a Jesús resucitado.

jueves, 20 de abril de 2017

Jueves de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2017)

         “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer” (Lc 24, 35-48). Una característica que sobresale entre los discípulos a los que se les aparece Jesús resucitado, es la alegría, tal como lo señala este Evangelio: “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”. Es la alegría que experimenta María Magdalena, y es la alegría que experimentan los discípulos de Emaús. Ahora bien, no se trata de una alegría terrena, mundana, sino de una alegría celestial, sobrenatural, que se desprende del mismo Jesús resucitado por cuanto Él, que es Dios Hijo encarnado, es “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes; Jesús es la Alegría Increada y por lo tanto, la causa de toda verdadera y buena alegría en la creatura. En este caso, Él en Persona es la causa de la alegría celestial que experimentan los discípulos del Cenáculo.
Ahora bien, no es una alegría desconectada de la Pasión y de la Cruz, tal como Jesús mismo se encarga de recordarles a los discípulos, tanto a los de Emaús, como a los que se les aparece en el Cenáculo: Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día”. La alegría de la Resurrección del Domingo en el sepulcro, está íntimamente unida al dolor de la Pasión del Viernes Santo, en el Calvario y esa es la razón por la cual, para el cristiano, no puede haber alegría verdadera si no se origina en la cruz, y es la razón por la cual la cruz, para el cristiano, no es desesperación, sino serena alegría, porque al dolor de la cruz le sucede la alegría de la Resurrección.
Otra característica que se repite en las apariciones de Jesús resucitado, es la iluminación sobrenatural sobre los discípulos, necesaria para poder aprehender el misterio sobrenatural de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo: “Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”.

“Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”. Si estuviéramos iluminados por el Espíritu Santo, sea al momento de comulgar o al momento de hacer la Adoración Eucarística, también de nosotros se debería decir lo mismo, al contemplar el misterio de la Presencia de Jesús resucitado en la Eucaristía: “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”.

miércoles, 19 de abril de 2017

Miércoles de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2017)

         “Algo impedía que sus ojos lo reconocieran” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús mientras van de camino pero estos, al igual que María Magdalena en un primer momento, no lo reconocen. Así como María Magdalena lo confundió con el encargado del huerto, así ellos lo confunden con un forastero, es decir, lo consideran un desconocido. Aunque Jesús camina y habla con ellos, y aunque ellos eran discípulos de Jesús, es decir, habían sido testigos de sus milagros, habían escuchado sus enseñanzas, habían compartido con Él sus recorridos por los caminos de Palestina, ahora parecen no conocerlo y la razón es que hay “algo” que les impide ese reconocimiento: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Pero también, al igual que María Magdalena, luego de que Jesús les infunda su Espíritu para iluminar sus mentes y encender sus corazones en el Amor de Dios, los discípulos de Emaús serán capaces de reconocerlo. ¿Qué es ese “algo” que cubre sus ojos y les impide reconocerlo? Lo mismo que le impedía a María Magdalena reconocerlo en el Huerto: su propia razón y la ausencia de la gracia. La razón humana es completamente incapaz de penetrar en el misterio de Jesús, el Hombre-Dios, porque no puede conocer, si no es por revelación divina, que Dios es Uno y Trino y que la Segunda Persona de la Trinidad es la que se encarnó en Jesús y esa es la razón por la cual, tanto los discípulos, como María Magdalena, no reconocen a Jesús resucitado y lo tratan como a un desconocido. En el caso de los discípulos de Emaús, Jesús infundirá su Espíritu en el transcurso de la cena –algunos autores dicen que era la Santa Misa-, en el momento de partir el pan: es ahí cuando los discípulos saben, con un conocimiento sobrenatural, quién es Jesús y que Jesús ha resucitado, al tiempo que también comienzan a amarlo con un amor sobrenatural: “¿No ardían nuestros corazones cuando nos explicaba las Escrituras?”.

         “Algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Muchos católicos se comportan como los discípulos de Emaús: Jesús está con nosotros, con su Iglesia, todos los días, y lo estará “hasta el fin del mundo” en la Eucaristía, pero muchos lo tratan, en su Presencia Eucarística, como si no lo conocieran, como si fuera un extraño, un forastero, un desconocido. En la Santa Misa, Jesús hace lo mismo que con los discípulos de Emaús, parte para nosotros el pan, por medio del sacerdote ministerial, pero todavía demuestra un amor infinitamente más grande para con nosotros, porque se nos entrega, en Persona, en el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. A ese Jesús Eucarístico, que se nos dona en la Eucaristía, le pidamos que ilumine nuestras inteligencias, para que seamos capaces de reconocerlo en el Santísimo Sacramento del altar, y que nos infunda su Espíritu, para que, al igual que los discípulos de Emaús, nuestros corazones se enciendan y ardan en el Amor de Dios.

martes, 18 de abril de 2017

Martes de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2017)

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Luego de comprobar que el Cuerpo de Jesús no está en el sepulcro, María Magdalena rompe a llorar, y ante la pregunta de los ángeles acerca del motivo de su llanto, responde que “se han llevado” al Señor y ella “no sabe dónde lo han puesto”: “Mujer, ¿por qué lloras? María respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Inmediatamente después, ve a Jesús resucitado pero no lo reconoce; Jesús le hace la misma pregunta que los ángeles y María Magdalena, confundiéndolo con el jardinero, le suplica que le diga dónde ha puesto el Cuerpo del Señor: “Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. Solo después de que Jesús la llama por su nombre, María Magdalena lo reconoce, llamándolo “Rabbí”, es decir, “Maestro”: “Jesús le dijo: “¡María!”. Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: “¡Raboní!”, es decir “¡Maestro!”.
En el episodio del Evangelio, está representada, en cierto sentido, la vida espiritual de las almas que buscan a Jesús, y su ascenso gradual hasta que llegan a su conocimiento pleno. En María Magdalena pueden distinguirse dos tiempos o momentos en el conocimiento de Jesús resucitado: antes de que Él la llame por su nombre, y después; antes, representa al alma que busca a Jesús, pero no lo reconoce, porque lo busca con su sola razón, sin la ayuda de la gracia; en el segundo momento, lo reconoce, porque es Jesús quien le infunde la gracia de conocerlo, no según la razón humana, sino según el conocimiento que Dios mismo tiene de sí. Es decir, mientras el alma busca a Jesús por sí misma, con las solas fuerzas de la razón, no lo reconoce, y lo confunde con aquello que la razón conoce, esto es, el jardinero, el cuidador del huerto. Este conocimiento es equivalente al conocimiento que de Jesús Eucaristía tiene el alma, con su sola razón: piensa que es sólo un poco de pan bendecido y nada más. Esta es una primera etapa en el conocimiento de Jesús: es una etapa oscura, porque la razón, por sí misma, no puede penetrar en el conocimiento de la Santísima Trinidad y, mucho menos puede saber que la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado en Jesús y que la luz que resplandece ahora, a través del Cuerpo resucitado de Jesús, es la luz divina del Ser trinitario. El otro momento, en el conocimiento de Jesús resucitado, propiamente iluminador, en el sentido más literal de la palabra, por cuanto es Jesús, Luz Eterna que proviene del Padre, quien la ilumina para que alcance el conocimiento suyo, es cuando Jesús la llama por su nombre: “¡María!”. Es en ese momento en que el alma, iluminada por la luz de la gracia que le infunde Jesús en el intelecto, reconoce a Jesús como resucitado. Análogamente, y desde la Resurrección en adelante, es el momento en el que alma reconoce a Jesús resucitado en la Eucaristía, dejando de considerar a esta como un mero pan bendecido, para creer, con la fe de la Iglesia, que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor, es decir, para creer que es Jesús resucitado, Dios Hijo encarnado, en Persona.

“Mujer, ¿por qué lloras?”. Análogamente, muchas almas se comportan en la Iglesia, como María Magdalena: no encuentran a Jesús resucitado en la Eucaristía, porque lo buscan con las solas fuerzas de su razón, y se lamentan. Y cuando Él lo dispone, Jesús Eucaristía les dice a estas almas, iluminándolas interiormente con la luz de su gracia: “¡Alma! ¿Por qué lloras? Yo Soy en la Eucaristía”. 

lunes, 17 de abril de 2017

Lunes de la Octava de Pascua


(Ciclo A - 2017)
         “Ha resucitado” (cfr. Mt 28, 1-7), les dice el ángel a las piadosas mujeres que habían ido a perfumar el Cuerpo de Jesús. El Ángel les anuncia la Resurrección de Jesús, es decir, su Pascua, su “paso” de esta vida a la vida eterna. Es este hecho el que determina el sentido de la vida del cristiano pues, a partir de ahora, de la Pascua de Jesús, la vida del cristiano consistirá en esforzarse para participar de esta Pascua de Cristo. Pero, ¿qué significa, más exactamente, la Pascua de Cristo, esa Pascua a la cual nosotros debemos incorporarnos, la Pascua de la cual debemos participar?
         Para comprenderlo un poco mejor, es necesario tener en mente qué es lo que la Pascua significaba para los hebreos, y qué es lo que significa para los cristianos.
Pascua significa “paso”; para los hebreos, representaba la memoria del “paso” desde la esclavitud en Egipto hacia la libertad en la Tierra Santa, y consistía en recordar las maravillas obradas por Yahvéh en su favor. Poseyendo la Verdad revelada sobre Dios Uno, la Pascua judía era sin embargo un mero recuerdo, un acto humano que, por medio de la memoria psicológica, hacía una memoria litúrgica para traer al presente el recuerdo del misterio, pero no el misterio en sí mismo. Para el cristiano, la Pascua o “paso”, no es un evento de la psicología; no es, ni remotamente, un “resucitar de las emociones”, ni un revivir de eventos existenciales antes adversos y que ahora dejan de serlo, para convertirse en eventos “positivos” desde el punto de vista existencial. Por otra parte, lo único que hacía la Pascua judía –figura de la Pascua real, verdadera y definitiva de Cristo- con respecto a la persona, era infundirle sentimientos de piedad y devoción y de ser mejores personas, pero no daba las fuerzas necesarias para serlo.
         La Pascua cristiana es diversa por dos motivos: por un lado, la memoria litúrgica de la Pascua cristiana no consiste en un mero recuerdo del misterio, sino una actualización, en el aquí y ahora, por el acto litúrgico de la Santa Misa, del misterio pascual de muerte y resurrección de Jesucristo. Por otro lado, para el cristiano, la Pascua es un “paso”, en esta vida terrena y mortal, de la vida de pecado a la vida de la gracia, y en la otra, es el “paso” de la vida de la gracia, a la vida de la gloria en el Reino de los cielos y, a diferencia de la Pascua judía, el cristiano sí recibe, en la Pascua, la fuerza necesaria para realizar su Pascua o “paso” del pecado a la vida de la gracia, y es la gracia misma, donada a través de los sacramentos.
         “Ha resucitado”. El mismo mensaje que el Ángel les da a las piadosas mujeres, es el mismo mensaje que el cristiano debe transmitir al mundo, para que el mundo, atraído por el esplendor de la gloria de Jesús resucitado, desee unirse y participar de esta Pascua. Pero esta proclamación no se hace con discursos, sino con la santidad de vida, es decir, participando ya, desde esta vida, por la gracia, de la Pascua de Jesús.

         

sábado, 15 de abril de 2017

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor


(Ciclo A – 2017)

         “Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 1-9). Luego de colocar el Cuerpo muerto del Señor, y luego de sellar la entrada con una roca, el sepulcro queda a oscuras y en silencio, y el frío, al no poder entrar la luz y el calor del sol, se hace cada vez más intenso. Sobre el lecho frío de la roca recién excavada –era un sepulcro nuevo, sin uso-, yace, desde el Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, el Cuerpo muerto de Jesús, en el silencio, el frío y la oscuridad.
         Pero al amanecer del tercer día, el Domingo de Resurrección, y tal como Él lo había prometido, Jesús resucita. El sepulcro, hasta entonces a oscuras, comienza a ser iluminado con una luz que, surgiendo del Corazón de Jesús, recorre velozmente todo su Cuerpo, iluminándolo con la luz de la gloria divina, al mismo tiempo que lo recorre, y haciendo así resplandecer, al sepulcro antes oscuro, con una luz más intensa que miles de soles juntos. A medida que el Corazón de Jesús comienza a cobrar vida, sus latidos interrumpen el silencio, y luego estos latidos son reemplazados por los cantos de alegría, de adoración y de alabanza de los ángeles del cielo, que contemplan, gozosos y radiantes, la Resurrección de su Rey, Jesús, Rey de los ángeles. Si al silencio lo reemplazan los latidos del Corazón de Jesús y los cánticos de los ángeles, a la oscuridad la reemplaza la luz que brota del Cuerpo resucitado de Jesús, una luz que, viniendo de su Ser divino trinitario –Él es la Segunda Persona de la Trinidad-, y derramándose sobre su alma, se derrama luego sobre su Cuerpo, haciéndolo resplandecer con la luz de la gloria de Dios. El frío del sepulcro, que se había agudizado por la falta de luz solar, es reemplazado por el calor del Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que arde en su Corazón y que es el Fuego que Él ha venido a traer a la tierra y ya quiere verlo ardiendo en los corazones de los que aman a Dios. Es esto entonces lo que sucede en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, y es así como resucita Nuestro Señor Jesucristo, volviendo de la muerte, habiendo vencido al Demonio, al Pecado y a la muerte.

Ahora bien, ¿qué relación tiene la escena de la Resurrección de Jesús tiene el sepulcro nuevo, excavado en la roca y propiedad de Nicodemo, con cada uno de nosotros en particular? La escena de la Resurrección de Jesús es al mismo tiempo imagen del corazón en gracia; es nuevo y no usado, para significar que el Cuerpo de Jesús, si bien estaba muerto porque su Alma Santísima se separó de Él, no sufrió el proceso de descomposición orgánica que sufren todos los cadáveres, porque la Divinidad de la Segunda Persona siempre permaneció unida al Cuerpo y al Alma, y porque el Cuerpo estaba destinado a la Resurrección. De la misma manera, un corazón en gracia, es como un sepulcro nuevo que, aunque está sin uso –sin pecado, por la gracia, todavía no tiene a su Señor resucitado. Cuando el alma comulga en gracia, sucede en su corazón del mismo modo a como el sepulcro el Domingo de Resurrección: si era un corazón en tinieblas, frío y sin vida, por la gracia entra Jesús Eucaristía, llenándolo de su luz divina, del calor del Amor de su Sagrado Corazón, y le comunica de su vida eterna. Comulgar, para el alma en gracia, es como estar en el sepulcro, o más bien, como ser el sepulcro, el Día de Resurrección, y quedar iluminados interiormente con la luz y el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

Sábado Santo - En la noche: Santa Vigilia Pascual



(Ciclo A – 2017)

         Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: “Alégrense” (Mt 28, 1-10). En las apariciones de Jesús resucitado hay dos palabras que se repiten con frecuencia y que pertenecen a un mismo concepto: estas palabras son “alegría” y “alégrense”, y el concepto, obviamente, es la alegría. Luego de que Jesús resucitado les saliera al encuentro, las mujeres van a comunicar la noticia “llenas de alegría”, y cuando Jesús las encuentra, les dice, como si de un mandato se tratara, puesto que lo dice en modo imperativo: “Alégrense”.
         Frente a esto, nos podemos preguntar: ¿de qué alegría se trata? ¿Es una alegría como las que conocemos en nuestro mundo terreno? Y al ser un mandato, también cabe preguntarnos: ¿puede Jesús “mandar” positivamente al cristiano, que éste se alegre? ¿No es una imposición de algo que debe surgir espontáneamente, del interior del alma, y si no es espontáneo no puede ser cumplido? O, dicho en otras palabras: si Jesús nos manda “alegrarnos”, pero no estamos alegres, ¿eso quiere decir que debemos fingir la alegría, para cumplir este mandato de Jesús?
         Ante todo, debemos decir que no se trata de una alegría mundana, pasajera, sensible, fundada en motivos terrenos, emocionales y por lo tanto, banales y superficiales, y mucho menos se trata de una alegría que se origina en la satisfacción ilícita de los sentidos –alcohol, drogadicción, música indecente con letras inmorales, como por ejemplo, la cumbia, el reggaeton, etc.-, la cual se puede incluso llamar “alegría diabólica”. Nada de esto es la alegría de Jesús, puesto que se trata de una alegría de origen celestial, porque es la alegría de Dios, el cual es, como dice Santa Teresa de los Andes, “Alegría infinita”: “Dios es Alegría infinita”.
La causa de la alegría del cristiano –que es la alegría que nos pide Jesús- es la Resurrección de Jesús, es decir, es un hecho sobrenatural, celestial, divino, y por eso no es una alegría pasajera y terrena, sino duradera y eterna, cuanto es eterno el Ser de Dios. Y con respecto a la pregunta de si Jesús puede “mandar” a los discípulos a que se alegren, la respuesta es positiva, porque cuando Dios manda algo, da al mismo tiempo la gracia suficiente para que seamos capaces de cumplir lo que manda. En este caso, al mandarnos estar alegres, nos concede la gracia de hacernos participar de su vida divina y por lo tanto, de su misma alegría, porque Él mismo, que es Alegría infinita, nos comunica y nos hace partícipes de su Alegría. Es decir, por medio de la gracia. el alma se alegra porque se hace partícipe de la Alegría Increada, que es Él, Dios en Persona. Es una alegría que se comunica con la gracia, y por lo tanto, cuanto más en gracia está una persona, tanta más alegría tiene. Y si sucede al revés, esto es, que el alma se aleje de Dios, Alegría infinita, el alma se sumerge en la tristeza, que se hace más profunda, cuanto más alejada el alma está de Dios.
Otro aspecto que hay que considerar, aunque sea casi una verdad más que evidente, es que esta alegría de la Resurrección de Jesús no significa la risa sin sentido, ni tampoco andar riendo o haciendo bromas todo el tiempo, como así también no es necesaria su demostración sensible, en el sentido de que, si la persona no está riendo o sonriendo todo el tiempo, eso significa que no tiene la alegría de Dios, la cual es una alegría serena, profunda que, viniendo de lo alto, impregna lo más profundo del ser y llena de esa alegría al alma, permitiendo que el alma esté serena e incluso alegre, hasta en los momentos más duros, trágicos o dolorosos de la vida.

         “Alégrense”. Si Jesús resucitado da este mandamiento a las mujeres y a los discípulos a los que se les aparece, también a nosotros, desde la Eucaristía, nos da el mismo mandamiento, “Alégrense”, porque el Jesús que se les apareció a las mujeres, es el mismo Jesús, resucitado y glorioso, que viene a nuestras almas por la Eucaristía.

Sábado Santo - La soledad de la Virgen


         Luego de la muerte y sepultura de Jesús, la Virgen se retira del sepulcro y, llorando en silencio y con su Inmaculado Corazón estrujado por el dolor, medita acerca de la Pasión de Jesús, en sus palabras, acerca de que iba a resucitar “al tercer día” y en el sentido salvífico de su muerte en cruz. Al igual que en el Nacimiento, ahora también la Virgen, con la Muerte de su Hijo Jesús, “medita todas estas cosas en su Corazón” (cfr. Lc 2, 16-21), por lo que la Iglesia, imitando a María, también hace lo mismo, en lo que resta del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, hasta antes de la Vigilia Pascual. Es decir, en estos dos días, en los que se unen el dolor por la muerte de Jesús y la esperanza por su Resurrección, los católicos debemos unirnos a María, a su Inmaculado Corazón, y contemplar, en él, los misterios santos de la redención del Salvador. No es que se trate de días en los que “no hay nada para hacer” espiritualmente hablando; por el contrario, como miembros de la Iglesia, debemos meditar, en unión con el Inmaculado Corazón de María, la razón del dolor desgarrador del Viernes Santo y de la espera serena del Sábado Santo.
         Contemplando el Inmaculado Corazón de María, recordamos entonces que la muerte de Jesús en la cruz el Viernes Santo fue para salvarnos de la eterna condenación, para derrotar al Demonio, para terminar con el Pecado, para lavar nuestros pecados al precio de su Sangre, para vencer a la Muerte y, finalmente, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos. En esto es en lo que medita la Virgen, y el dolor de su Corazón Purísimo se ve atenuado cuando recuerda, no solo las palabras de Jesús, de que habría de resucitar al tercer día, sino también que su Hijo era Dios y que, por lo tanto, en este hecho radicaba la razón de su triunfo, porque su Divinidad nunca se separó, ni de su Alma Santísima, ni de su Cuerpo Sacratísimo. Unida a la Divinidad, el Alma Santísima de Jesús descendió a los Infiernos, no el de los condenados, sino el llamado “seno de Abraham”, en donde estaban todos los justos del Antiguo Testamento que, habiendo muerto en amistad con Dios, no podían sin embargo ingresar al Reino de los cielos, por estar estos cerrados a causa del pecado de Adán y Eva. Después de su muerte, y antes de resucitar, Jesús descendió a los infiernos para liberar a los justos –entre los que se encontraban Adán y Eva-, aplicándoles los frutos de la Redención[1]. Con el término “infierno” se supone el limbo (los purificados que estaban esperando para ir al cielo) y el Purgatorio (las almas que se salvaron pero estaban purificándose). Estaban los patriarcas, San José y los profetas, como también todos aquellos que murieron en paz con Dios. Todos necesitaban, como también nosotros, la salvación de Cristo, es decir, su muerte salvadora en la cruz, para poder ir al cielo.
         A su vez, el Cuerpo muerto de Jesús, depositado en el sepulcro, si bien murió realmente, jamás sufrió ni siquiera mínimamente los procesos de descomposición orgánica que inmediatamente comienzan a sufrir los cadáveres, debido a que, como nos enseña la Iglesia, su Cuerpo estaba unido a la Divinidad, la cual impedía absolutamente esta corrupción, además de ser la causa de la Resurrección.
         La Iglesia, unida a María, o más bien, contemplando al Corazón Inmaculado de María, medita en estas verdades de fe y, en el silencio y el dolor por la muerte del Redentor, espera, con serenidad y paz, la alegría de la Resurrección.



[1] Esto es una verdad de fe definida por el IV Concilio Lateranense, en 1215.

viernes, 14 de abril de 2017

Viernes Santo de la Pasión del Señor


(Ciclo A – 2017)

         Luego de tres horas de dolorosísima agonía, Jesús muere en la cruz. No se trata de un hombre más entre tantos: el que muer es el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María. Esto explica la conmoción de los elementos cósmicos sucedidos apenas se produce su muerte –el terremoto, el eclipse solar- y explica también los eventos sobrenaturales, como la conversión del soldado Longinos, que es el que traspasó su Costado con la lanza, cayendo sobre él la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús, como así también la resurrección de muchos santos que, saliendo de sus sepulcros, se aparecieron a los habitantes de Jerusalén, como lo relata el Evangelio.
         El eclipse solar, si bien fue un hecho cósmico, es un símbolo de lo que sucede en el mundo espiritual: el que ha muerto en cruz es Jesús, el Sol de justicia, el Dios Viviente, el Dios de la Vida; al morir Él, que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, no solo el ambiente queda a oscuras, sino ante todo las almas son envueltas en las más densas tinieblas espirituales, pues así como el sol se oculta en el eclipse, así el Sol de justicia, Jesucristo, queda oculto a las almas por la oscuridad del pecado mortal y también por la oscuridad de las tinieblas vivientes, los demonios, que ahora parecen haber llegado a su punto más alto en su lucha contra el Cordero, y parecen haber vencido. El eclipse simboliza la aparente victoria de las tinieblas del Infierno sobre la Luz Eterna, Jesucristo: mientras Él, que es la Luz, está muerto, las tinieblas se apoderan de las almas de los hombres, principalmente de aquellos que se unieron al Príncipe de las tinieblas para darle muerte.
         La conversión del soldado Longinos, producida apenas la Sangre y el Agua del Corazón traspasado de Jesús cayeron sobre él, lo que dio lugar a la exclamación: “Éste era el Hijo de Dios”, anticipan las conversiones que se habrán de suceder, a lo largo de los siglos, cuando la Sangre y el Agua caigan sobre los corazones de los que aman a Dios y cuando el Divino Amor, contenido en el Sagrado Corazón de Jesús y derramado con su Sangre, caiga sobre las almas de los pecadores que, recibiendo los sacramentos de la Iglesia, se conviertan en justos por la gracia santificante.
La resurrección de los justos que habían estado sepultado y su aparición en Jerusalén a una multitud de testigos, anticipa la resurrección en el Día Final, en el Día del Juicio, cuando gracias a los méritos de la muerte de Jesús en la cruz, los cuerpos se unan a las almas, resucitando unos para la eterna condenación y otros, para la eterna salvación.
El Viernes Santo es el día más triste y oscuro para la Iglesia Católica, a la vez que es el día en el que, en apariencia, las tinieblas del Infierno han triunfado sobre el Dios de la Vida, Cristo Jesús. Es un día de duelo, de aparente derrota de la Iglesia, en el que parecen haber triunfado las potencias infernales sobre las puertas de la Iglesia. La postración de los sacerdotes ministeriales en la ceremonia de la cruz es una muestra del estado espiritual de la Iglesia: se postran en señal de duelo porque, muerto el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, de cuyo poder sacerdotal participan, pierden todo poder y también el sentido mismo del sacerdocio ministerial. Ésa es la razón por la que en la Iglesia no se celebran Misas en este día, en ningún lugar del mundo: en señal de luto, porque ha muerto el Sacerdote Sumo y Eterno, Jesucristo.
Pero la derrota de Jesús y de la Iglesia son solo aparentes y no reales: es verdad que Jesús ha muerto, que su Alma santísima se ha separado de su Cuerpo purísimo, pero en ambos, Alma y Cuerpo, permanece unida la Divinidad, quien será la que luego, el Domingo de Resurrección, una en la Persona del Verbo el Alma gloriosa y el Cuerpo, llenándolo a éste con la gloria divina, resucitando para no morir más.
Al contrario de lo que parece, la muerte de Jesús representa, a través de la apariencia de fracaso, el triunfo más resonante del Hombre-Dios sobre los enemigos del hombre: el Demonio, el Pecado y la Muerte, porque es precisamente, con su muerte en cruz, que da muerte a la muerte, que sepulta al Demonio en las más profundas madrigueras del Infierno y, con su Sangre que empapa la cruz, lava nuestros pecados.
Pero hasta el Domingo de Resurrección, el Viernes Santo es día de luto para la Santa Iglesia Católica, y su día más triste y oscuro.


jueves, 13 de abril de 2017

Jueves Santo en la Cena del Señor


(Ciclo A – 2017)

         “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1-15). La causa de la Pasión y de toda la historia de la salvación de Nuestro Señor Jesucristo, está resumida en las últimas palabras de este pasaje evangélico: “habiando amado a los suyos, los amó hasta el fin”. Nada hay en Nuestro Señor Jesucristo, que no haga por amor: al Padre, a quien obedece por amor, y a nosotros, por quienes se entrega, en la Eucaristía, en la Última Cena, y en la Cruz, en el Calvario.
Todas las obras de Jesús, desde su Encarnación, son obras por amor, y este amor, que es el Amor de Dios que arde en su Sagrado Corazón, ahora, en la Última Cena, parece ya no poder esperar más para ser derramado sobe los hombres, y es por eso que se intensifica más allá del límite de lo imaginable, porque es este Amor de su Corazón, el Fuego del Espíritu Santo, el que lo lleva a Jesús a hacer todo lo que hace en la Última Cena. Nada de lo que hace Jesús en la Última Cena, está motivado por otra cosa que no sea su infinito y eterno amor hacia cada uno de nosotros.
Es por amor, que Jesús se humilla y, asumiendo una tarea propia de esclavos, lava los pies a sus discípulos, y lo hace para que los discípulos, viendo el grado de amor que les tiene, lo amen a su vez y así se salvan, y esto sucede con todos, excepto con Judas Iscariote, porque amando este más al dinero que al Amor Encarnado, Cristo Jesús, prefiere escuchar el metálico tintineo de las monedas, antes que los dulces latidos del Corazón de Jesús y es por esto que la auto-humillación de Jesús al lavarle los pies, y por medio de la cual le imploraba su amor, es inútil para Judas Iscariote, que ni aun así ama a Jesús, condenando su alma.
Es por amor que Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, celebra la Primera Misa, la Última Cena, en donde comunica su sacerdocio a los hombres, instituyendo el sacerdocio ministerial, la Eucaristía y la Santa Misa, para que todos los hombres de todos los tiempos, tengamos la oportunidad de acercarnos a los frutos de la Redención.
Es por amor que Jesús deja a su Iglesia el poder de convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, por medio del sacerdocio ministerial, para que todos los hombres de todos los tiempos pudiéramos alcanzar los frutos de la Redención por la Santa Misa, que actualiza el sacrificio de la cruz.
Es por amor que Jesús instituye la Eucaristía convirtiendo, por la Transubstanciación, el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, para quedarse todos los días, hasta el fin del mundo, con nosotros, en el sagrario.

         “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Jesús nos amó hasta el fin, y la muestra de ese amor sin fin es la Santa Misa y la Eucaristía, en donde Él nos entrega todo el Amor de su Sagrado Corazón y es por eso que, cada vez que dejamos de lado la Santa Misa y la Comunión, faltamos al Amor de Jesús, lo despreciamos, lo dejamos de lado y somos indiferentes al Amor de Dios, aunque también despreciamos su Amor cuando, al comulgar, lo hacemos o en pecado, o indiferentes, o mecánicamente. Para dar gracias a Jesús por habernos “amado hasta el fin”, y para reparar nuestras faltas de amor, al comulgar, unámonos, en estado de gracia, a la Víctima Inmolada, el Cordero de Dios, Jesús, en la Eucaristía, abramos nuestro corazón a su Amor y démosle todo el amor del que seamos capaces.

miércoles, 12 de abril de 2017

Miércoles Santo


“Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a hacer todos los preparativos para la Pascua, y los envía a la casa de un discípulo anónimo –el cual, por otra parte, era evidentemente de una posición económica holgada, pues no era común tener una casa de dos plantas en ese tiempo-, para que les facilite el ambiente necesario para el cenáculo y todo lo demás para la Última Cena.
¿Quién sería este afortunado discípulo? Decimos afortunado, no porque poseyera una fortuna material, ya que eso es lo que se sugiere por el hecho de poseer una casa de dos plantas, sino por ser considerado digno de confianza por parte de Jesús, y de tal confianza, que lo ha elegido a él, para que le preste su casa, a fin de que pueda realizar el supremo acto de amor, antes de subir a la cruz, y es la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial. Nada se dice de este discípulo, a quien llamamos “afortunado” –y lo es, verdaderamente, y más que nadie-, porque goza de la total confianza y amistad con el Señor, al punto de ser Jesús quien, en Persona, le pide prestada su casa. Los Evangelios no registran su nombre, ni antes ni después, y permanece en el anonimato desde entonces, conocido sólo por Dios.

Pero, ¿es sólo este discípulo anónimo, el único afortunado? ¿No somos acaso también nosotros, los católicos, tan o más afortunados que Él? A él, Jesús sólo le pidió su casa, pero no le dio su Cuerpo y su Sangre; a nosotros, en cambio, nos da de su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía, y con esto solo, ya nos podemos considerar los más afortunados de entre todos los hombres afortunados del mundo. ¿Y qué sucede con la casa? También en esto nos consideramos más que afortunados, porque al discípulo anónimo del Evangelio, Jesús le pidió su casa material, en cambio a nosotros, nos pide nuestra casa, sí, pero espiritual, es decir, nuestra alma y nuestro corazón, para morar en él, y es por eso que, a cada uno de nosotros, desde la Eucaristía, Jesús nos dice: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. Preparemos nuestras almas de la mejor manera posible, adornándola y embelleciéndola con la gracia santificante, para recibir al Señor Jesús, nuestra Pascua, que por la Eucaristía quiere convertir nuestro corazón en un Nuevo Cenáculo, en donde Él se sentará a la mesa con nosotros y cenará con nosotros y nosotros con Él, y la cena será la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre derramada en la cruz y recogida en el cáliz del altar, y el Pan de Vida eterna, su Cuerpo glorioso y resucitado.

martes, 11 de abril de 2017

Martes Santo


(Ciclo A – 2017)

         “En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en Judas Iscariote” (Jn 13, 21-33.36-38). El Evangelio describe, con suma precisión, y con muy pocas palabras, la clamorosa posesión demoníaca de Judas Iscariote, ocurrida inmediatamente después que Jesús le convidara parte del alimento que los discípulos compartían en la Última Cena. El hecho de ingresar Satanás en Judas, al momento de recibir un bocado, constituye la perfecta anti-comunión: en vez de comulgar con el Cuerpo de Cristo sacramentado, tal como lo harán los Apóstoles luego de que Jesús instituya la Eucaristía, pronunciando las palabras de la consagración sobre el pan y el vino, y así unirse a la Víctima Inocente, Judas se une al Demonio en su rebelión contra Dios y comulga con el Príncipe de las tinieblas; en vez de recibir la Eucaristía, esto es, la Carne del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Judas recibe “un bocado”, es decir, un alimento puramente material, símbolo de su desesperado intento de obtener vanamente la felicidad por medio de la satisfacción de las pasiones sensibles; en vez de unir su alma por la Comunión Eucarística con Jesús, el Cordero de Dios, y así alimentar su alma con la substancia divina y el Amor divino que Jesús les comunicará desde la Eucaristía, tal como harán los Apóstoles, Judas elige alimentar su cuerpo con un alimento perecedero, alimentar su alma con el odio a Dios, compartido y participado con Satanás, y entregarse todo él, con todo su ser, alma y cuerpo, al Demonio, constituyendo el ejemplo perfecto de posesión perfecta –la que llega a la voluntad-, tal como la describen los especialistas en demonología.
Lo que sucede posteriormente es consecuencia de la posesión satánica de Judas Iscariote: el Evangelio narra que, luego de recibido el bocado, Judas salió del Cenáculo en donde acababa de estar con Jesús, y da un detalle: “afuera era de noche”: “Después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche”. La noche cosmológica, la que acontece con el ocultarse del sol, y sus tinieblas, son una figura, en este caso, de la noche del espíritu sin Dios, el espíritu humano que ha sido poseído perfectamente por Satanás y que se introduce, por propia voluntad, en las tinieblas del Abismo infernal, aun antes de haber partido de este mundo. También en esto la traición de Judas es una antítesis de la Comunión Eucarística: por la misma, el alma participa, en germen, de la vida divina de Dios Trino, aun en esta vida terrena, antes de haber atravesado el umbral de la muerte; Judas, todavía vivo en la tierra, ha sumergido ya, por libre elección, su alma, en las más profundas tinieblas del Infierno.

“En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en Judas Iscariote”. La eterna condenación de Judas Iscariote se debió, no a un “castigo divino”, sino a su libre elección: libremente, Judas Iscariote eligió escuchar el tintineo metálico de las monedas de plata, que habría de obtener por traicionar al Amor de Dios, en vez de elegir, como Juan Evangelista, escuchar el suave latido del Sagrado Corazón de Jesús. Su terrible destino debe llevarnos a meditar en la infinita grandeza del Amor de Dios contenido en la Eucaristía, y en las consecuencias que tiene para el alma que libremente elige rechazarlo.

lunes, 10 de abril de 2017

Lunes Santo


(Ciclo A – 2017)

         “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura” (Jn 12, 1-11). Jesús entra en casa de sus amigos Lázaro, Marta y María en Betania. Una vez sentado a la mesa, María –muchos dicen que no era la hermana de Marta y Lázaro, sino María Magdalena- se acerca a Él, se arrodilla, rompe el frasco de un perfume sumamente caro –“de nardo puro, de mucho precio”-, unge los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. La cantidad de perfume derramado y la intensa fragancia que desprende, provocan que “la casa se llene” del aroma del perfume. Ante este gesto, Judas Iscariote, el traidor –“el que lo iba a entregar”-, se escandaliza falsamente, reprochándole a Jesús por el supuesto derroche que significaba haber derramado el perfume en sus pies, en vez de haber sido vendido para donarlo a los pobres. Jesús, lejos de darle la razón a Judas Iscariote, aprueba la acción de María, al mismo tiempo que niega rotundamente la pretendida falsa caridad de Judas, que prefería a los pobres antes que a Él, aunque en realidad tampoco le interesaban los pobres, sino que deseaba robar el dinero: “"Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre”.
Con su respuesta a Judas Iscariote, Jesús da a entender que Él conoce el destino que le espera, su muerte en cruz, y que lo que ha hecho María es anticipar, proféticamente, su muerte. Jesús demuestra así, por un lado, la radical falsedad de la Teología de la Liberación, que haciendo centro en los pobres, pretende que el servicio a los pobres está por encima de la adoración y el culto debido a Dios. El perfume usado por María, de un costo muy alto, podría haberse usado para los pobres, argumenta Judas Iscariote, pero Jesús no le da la razón; por el contrario, aprueba lo obrado por María y la razón es que Dios está por encima de los hombres. En el culto dado a Dios, no se deben escatimar gastos; todavía más, si hubiera dinero para comprar un cáliz de oro, no debería dudarse un instante, pues el cáliz está destinado a recibir la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios. ¿Y los pobres? Por supuesto que la Iglesia no dejará de atenderlos en sus necesidades materiales, pero la tarea de la Iglesia no es terminar con la pobreza en el mundo –“a los pobres los tendréis siempre entre vosotros”, dice Jesús-, sino anunciar que el Reino de Dios está cerca y que Jesús Eucaristía es el Rey de ese Reino, que ya está en la tierra, en cada sagrario, y que desea reinar en los corazones de los hombres. Como una tarea anexa, es decir, subordinada, a su misión central de anunciar el Reino de Dios traído por Jesucristo, la Iglesia se ocupa de los pobres, sí, pero consciente de que su misión central no es la terminar con la pobreza, sino de la considerar a los pobres como destinatarios prioritarios, tanto en el aspecto material, como en el espiritual, dando prioridad al aspecto espiritual.

“Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura”. El perfume es símbolo de la gracia, que impregna al alma con el “buen olor de Cristo” (cfr. 2 Cor 2, 15); puesto que nosotros no tenemos una libra de nardo puro para ungir los pies de Jesús en la cruz, pero sí podemos ungir nuestras almas con el perfume santo de la gracia, acerquémonos así perfumados y, postrándonos a los pies de Jesús, en la cruz y en la Eucaristía, a imitación de María Magdalena, tributémosle el humilde homenaje de nuestro amor y de nuestra adoración.

jueves, 6 de abril de 2017

“Desde antes que naciera Abraham, Yo Soy el Dios de la Eucaristía”


“Desde antes que naciera Abraham, Yo Soy” (Jn 8, 51-59). Jesús manifiesta su divinidad, aplicándose para sí el nombre de Dios –Yo Soy-, con el cual los judíos conocían al Único Dios verdadero. Es decir, los judíos conocían a Dios y lo conocían por su nombre, revelado por Él mismo: “Yo Soy”, pero ahora, cuando ese mismo Dios se les auto-revela en Jesucristo, encarnado, y les manifiesta que en Dios hay una Trinidad de Personas, en vez de darle gracias por haberlos elegido para ser destinatarios privilegiados de esta revelación divina, que no tiene otro motor que el Amor y la Misericordia de Dios, pretenden matarlo, acusándolo falsamente de blasfemia: “Entonces tomaron piedras para apedrearlo”.  
Es decir, los judíos quieren matar a Jesús por el solo hecho de revelar la Verdad última acerca de la divinidad, que es la Trinidad de Personas en Dios, y que Él es la Segunda de esas Tres Divinas Personas, encarnada. Con esta actitud, demuestran que el espíritu que los guía no es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, sino el espíritu del Príncipe de las tinieblas, el Demonio, porque el Demonio es “homicida desde el principio”. Ésa es la razón por la que Jesús les dice que ellos no tienen por padre a Abraham, sino al Demonio: “Vuestro padre es el Demonio” (Jn 8, 44).

“Desde antes que naciera Abraham, Yo Soy”. También a nosotros, los católicos, Jesús, el Hombre-Dios, se nos revela desde la Eucaristía, en donde está Presente en Persona, y nos dice: “Desde antes que naciera Abraham, Yo Soy el Dios de la Eucaristía”. Si negamos la divinidad de Cristo en la Eucaristía, cometemos el mismo error de los judíos.

martes, 4 de abril de 2017

“Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy”


“Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). En su diálogo con los fariseos, Jesús no solo profetiza que ellos habrán de ser los responsables de su muerte y que su muerte será una muerte en cruz –“cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre”-, sino que profetiza además que, en ese momento, sucederá algo, misterioso y sobrenatural, que les hará conocer que Él es Dios: “sabrán que Yo Soy”.
En el momento en que Jesús, “el Hijo del hombre”, sea crucificado, “levantado en alto”, quienes lo contemplen sabrán que Él es Dios: “sabrán que Yo Soy”. Jesús se aplica para sí mismo el nombre sagrado con el cual los judíos conocían a Dios: “Yo Soy”. Les está diciendo, entonces, que cuando ellos lleguen al extremo de la malicia de crucificarlo, Él, desde la cruz, les revelará, en sus mentes y corazones, y de una manera tan clara y profunda que no podrán dudar, que “Él Es el que Es”, es decir, que Él es “Yahvéh”.
Dios se había dado a conocer desde la zarza ardiente y les había dado al Pueblo Elegido su Nombre, “Yo Soy el que Soy”; ahora, ese Dios, que se había encarnado, les hablaba desde el templo purísimo de su Cuerpo humano, pero los fariseos no solo no lo querían reconocer, sino que lo acusaban de blasfemia, lo juzgaban inicuamente y lo condenaban a morir en cruz. Es esto lo que Jesús les anticipa que habrá de suceder el Jueves y Viernes Santo, pero les anticipa también que Él infundirá su Espíritu sobre sus mentes y corazones y será este Espíritu Santo el que les dará el conocimiento de que Aquel al que están crucificando es el mismo Dios al que ellos adoraban: “Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy”.
Si en la cima del Monte Calvario los judíos, al contemplar a Jesús crucificado, recibieron la infusión del Espíritu Santo, que les hizo saber que Aquel al que crucificaban era Dios Hijo, también nosotros, los católicos, cuando asistimos a la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, al contemplar a Jesús elevado en la Hostia, recibimos de Él su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, que nos hace saber, desde lo más profundo de nuestras mentes y corazones, al iluminarlos con la luz que viene de lo alto, que Él, en la Eucaristía, es Dios.

A nosotros, desde la Eucaristía elevada en el altar, Jesús nos dice: “Cuando hayan levantado en alto la Eucaristía, sabrán que Yo Soy”. Y así como los verdaderos adoradores, los adoradores en espíritu y verdad, se postraron ante Jesús crucificado, adorándolo como Dios, así también nosotros, nos postramos como Iglesia ante Jesús Eucaristía, adorándolo como al Dios de la Eucaristía.

sábado, 1 de abril de 2017

“¡Lázaro, ven afuera!”


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2017)

         “¡Lázaro, ven afuera!” (Jn 11, 1-45). El alma de Lázaro, que ya se había separado del cuerpo a causa del proceso de la muerte, reconoce la potente voz de su Creador en la voz de Jesús y, obedeciendo al instante, se une nuevamente con su cuerpo, que yacía sin vida desde hacía cuatro días. A su vez, el cuerpo, que ya había entrado en un claro proceso de descomposición orgánica, manifestado en el hedor característica que desprenden los cadáveres, es regenerado por Jesús con su poder divino, de manera que, al momento de la unión del alma con el cuerpo, éste es capaz de recibir al alma, porque ya no está en proceso de descomposición, con lo que se vuelve capaz de recibir su forma natural, el alma, la cual lo hace partícipe de su vida. De esta manera, se produce uno de los milagros más clamorosos de Jesús, el de la resurrección de Lázaro.
         En cuanto tal, la resurrección de Lázaro es sólo temporal, porque Lázaro murió definitivamente tiempo después, pero el alcance y significado sobrenatural del milagro trasciende el dato particular de la persona de Lázaro, para abarcar a toda la humanidad: si bien es una resurrección corporal y temporal, en realidad, el milagro sirve como muestra y anticipo de lo que será la resurrección final, al final del mundo cuando, una vez terminado el tiempo terreno, Jesús dé inicio a la eternidad juzgando a la humanidad. En ese momento, las almas de los buenos se unirán a las de sus respectivos cuerpos, para ser glorificados, mientras que las almas de los malos también harán lo mismo, pero para recibir el doble dolor que provoca el fuego del infierno, en el cuerpo y en el alma. Hasta que esto suceda, el milagro de la resurrección de Lázaro, por un lado, nos da consuelo para las tribulaciones de esta vida, porque nos demuestra que Jesús es Dios y que en Él podemos poner todas nuestras preocupaciones, mientras que por otro lado, nos da también esperanza del reencuentro, por la misericordia de Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, por cuanto Él es, según lo afirma en el diálogo con Marta, “la Resurrección y la Vida”. El milagro del regreso a la vida de Lázaro constituye, por lo tanto, un claro y fuerte recordatorio de que Jesús es el Dios de la Vida, que es la Vida Increada en sí misma, Causa de toda vida creatural; que Él es “la resurrección y la vida” y que Él ha vencido a la muerte con su sacrificio en cruz, por lo que el horizonte del cristiano se eleva desde la tierra al cielo, hacia la vida eterna, la vida celestial, suavizándose así los dolores y tribulaciones de la vida terrena, que se convierte así en una prueba limitada para alcanzar la eterna felicidad.
         “¡Lázaro, ven afuera!”. La resurrección de Lázaro es un milagro grandioso; sin embargo, comparado con el milagro más grande de todos, este milagro, por grandioso que sea, queda reducido casi a la nada: en la Santa Misa, por las palabras de la consagración, se produce la Transubstanciación, proceso realizado con la omnipotencia divina por medio del cual la materia inerte, sin vida, del pan y del vino, se convierten en la substancia glorificada humana –Alma y Cuerpo- de Jesús, unida a la Persona Divina del Hijo de Dios.  

“¡Lázaro, ven afuera!”. Si el milagro de la resurrección de Lázaro constituye un hecho asombroso que nos da esperanzas para la vida eterna y consuelo para quienes hemos perdido seres queridos, además de consolarnos con el hecho de saber que nuestro Dios, Cristo Jesús, es el Dios que es la Vida y la Resurrección, y que Él nos habrá de resucitar en el Último Día, el milagro de la Transubstanciación en la Santa Misa nos da a ese mismo Dios Viviente y glorioso, que es la causa de nuestra esperanza, Cristo Jesús. En el episodio, Jesús le declara a Marta que Él es la vida y la resurrección y que el que cree en Él no morirá; en la Santa Misa, Jesús, el Dios de la gloria, se nos da a sí mismo en la Eucaristía y nos concede, en germen, la resurrección y la vida eterna por la comunión eucarística. En el episodio evangélico, Jesús resucita a su amigo Lázaro, infundiendo de nuevo su alma en su cuerpo ya muerto; en la Santa Misa, Jesús convierte la materia inerte del pan y del vino, en su Cuerpo resucitado, en su Sangre Preciosísima, en su Alma gloriosa y en su Divinidad Santísima y se nos brinda como alimento super-substancial del alma, brindándonos en anticipo, ya desde esta vida terrena, el germen de la eterna bienaventuranza.