viernes, 30 de junio de 2017

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”


(Domingo XIII - TO - Ciclo A – 2017)

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 37-42). Jesús nos dice qué es lo que tenemos que hacer para “ser dignos de Él”, es decir, para ser llamados “cristianos” o “discípulos” suyos: tomar la cruz y seguirlo. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede llamarse cristiano. Ahora bien, ¿qué significa exactamente “tomar la cruz”, y qué es la cruz, indispensable para ser llamados verdaderamente cristianos? ¿Adónde va Jesús, cargado con la cruz, puesto que si tomamos la cruz es para seguirlo a  Él?
Ante todo, si consideramos a la cruz en sí misma, podemos decir con seguridad que se trata de un instrumento de muerte y tortura, reservado, como hacían los romanos, para castigar a los peores delincuentes, a los bandidos y criminales que habían demostrado, con su comportamiento, que no merecían ya vivir entre los hombres y por eso debían morir con la muerte más horrible y dolorosa, la muerte de cruz, para que antes de perder la vida, pagaran con sus sufrimientos el mal que habían cometido en esa vida[1]. Considerada de esta manera, es decir, de un modo racional, sin la luz de la fe, la cruz que nos exige tomar Jesús como condición indispensable para seguirlo, es equivalente a elegir el camino de la tortura, del displacer, de la ignominia, del dolor y de la muerte.
Sin embargo, no podemos reflexionar sobre las palabras de Jesús y sobre su pedido de “tomar la cruz”, de otra manera que no sea a la luz de la fe de la Iglesia, ya que allí se encuentra la verdadera y única valoración sobrenatural de la cruz. La Iglesia compara, a la cruz, con un árbol, y no con un árbol cualquiera, sino con un “árbol de la vida”[2], vida que resulta ser, no la del hombre, sino la vida divina, la vida misma de Dios. Al referirse a la cruz, la Iglesia la exalta y la compara con un árbol: “Sólo tú (el árbol de la vida, la cruz) has sido exaltado por encima de todos los cedros; de ti estuvo suspendida la vida del mundo; en ti triunfó Cristo; en ti venció la muerte a la muerte para siempre”[3]. Esta especie de árbol milagroso, más hermoso que los cedros de Dios”, es la Santa Cruz de Jesús, tal como la misma Iglesia lo dice: “¡Oh Cruz, más esplendorosa que todos los astros! ¡Más gloriosa que el mundo, amable en extremo para los hombres, más santa que nadie! ¡Tú sola fuiste digna de llevar el precio[4] del mundo! ¡Madero amado, clavos amados! Llevas una carga amada, madero…”[5]. La Iglesia considera, entonces, a la Cruz de Jesús, no un patíbulo en el que el criminal condenado debe ser levantado en alto para, en medio de atroces tormentos y dolores, ser quitado de en medio de los vivientes[6]; para la Iglesia, la Cruz no es un madero ensangrentado, sino que es un madero más valioso que “todos los cedros del Líbano”, y no es un instrumento de muerte atroz, sino el verdadero y único Árbol de la vida, porque en la Cruz estuvo suspendido el Cordero de Dios, Cristo Jesús, que es la Vida Increada en sí misma, y que al morir en la cruz, con su Muerte dio muerte a la muerte, y con la efusión de Sangre de sus heridas y de su Corazón traspasado, nos concedió la Vida eterna, la vida misma de Dios Trino, la vida de su Ser divino trinitario. Por este motivo, para el cristiano, el “árbol de la vida”, no es el árbol gnóstico de la cábala judía, que se utiliza a modo de amuleto mágico –y que se vende y es adquirido por los cristianos que ignoran su significado mágico y diabólico-; para el cristiano, el verdadero y único “Árbol de la vida”, es la Santa Cruz de Jesús, porque en la Cruz estuvo suspendido El que Es la Vida divina en sí misma, que venció a la muerte con su muerte en cruz, para donarnos su Vida divina. La Cruz de Jesús no es sólo “superación definitiva de la muerte”, sino recepción, por parte del alma, de la vida misma de Dios Uno y Trino, vida recibida por medio de la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Ésta es la razón por la cual Jesús nos dice que si no tomamos la cruz y lo seguimos, “no somos dignos de Él”.
Ahora bien, ¿qué significa este “tomar la cruz”? Lo dice Jesús: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga”. Tomar la cruz quiere decir “renunciar a sí mismo”, esto es, al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones –la ira, la maledicencia, la pereza, la injusticia, la malicia de todo tipo-, al hombre que, apegado a esta vida terrena, no quiere salir de esta vida, porque se aferra a los bienes materiales, a los placeres terrenos, al tiempo y a la vida puramente natural y humana, a los placeres y felicidades temporales y pecaminosos que el mundo sin Dios ofrece.
         Seguir a Jesús, que marca el camino del Calvario con la señal de su Sangre derramada, que brota de las heridas de su Cuerpo ensangrentado, significa seguir al Cordero que, por su inmolación en el Calvario, nos conduce por el único camino que lleva a la feliz eternidad. Tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir, en primer lugar y ayudados por la gracia, luchar contra el pecado, que nace de lo profundo del corazón, según las palabras de Jesús –“Es del corazón del hombre…-, para comenzar a vivir la vida de la gracia, pero todo como anticipo de la vida eterna que Jesús nos granjeó por su sacrificio en cruz. Quiere decir comenzar a vivir en el mundo, pero sin ser del mundo, porque ponemos la mirada en Jesús, camino del Padre que nos conduce al Reino de los cielos. Quiere decir comenzar a vivir de cara a la eternidad, y considerar a esta vida terrena como sólo una prueba, necesaria de pasar, para alcanzar la vida eterna. Tomar la cruz y seguir a Jesús, quiere decir asumir que estamos contaminados por la mancha del pecado e intoxicados a muerte con su veneno mortal, y que no podemos, de ninguna manera, librarnos por nosotros mismos de esta condición de pecadores, que equivale a decir ser muertos vivientes que se encaminan a la Segunda Muerte, la eterna condenación; tomar la cruz y seguir a Jesús significa tomar conciencia de que sólo la Sangre de Jesús puede quitarnos la malicia que brota sin cesar de nuestro corazón humano, herido de muerte por el pecado original, y que sólo si lo seguimos en el camino del Calvario, no sólo serán expiados nuestros pecados, sino que recibiremos la vida eterna, como lo dice Santa Edith Stein: “(…) Es Cristo-Cabeza quien expía el pecado en los miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma (es decir, aquellos que toman la cruz y lo siguen, N. del R.) (…) Los amantes de la cruz que El suscitó y que nuevamente y siempre suscitará en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus aliados en el tiempo final. A ello hemos sido llamados también nosotros”[7].
“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Jesús nos llama a abrazar la Cruz, porque quiere conducirnos, de la tristeza de este mundo presente, a la alegría sin fin del Reino de los cielos.




[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 62.
[2] El verdadero y único “árbol de la vida” es la Santa Cruz de Jesús, y no el árbol gnóstico de la Cábala, utilizado como amuleto mágico.
[3] Antífona del Benedictus en la Fiesta de la Exaltación de la Cruz.
[4] En el sentido paulino, es la  suma de dinero que debía pagarse para liberar a un esclavo: “Habéis sido comprados a precio” (1 Cor 6, 20).
[5] Antífona del Magnificat de las primeras Vísperas de la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
[6] Cfr. Casel, o. c., 63.
[7] Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, (1891-1942), Amor por la Cruz,;  Ediciones del Monte Carmelo; 1934, Vol. V, 623.

“Quiero, queda limpio”


“Quiero,  queda limpio” (Mt 8,1-4). Un leproso se postra ante Jesús y le suplica que lo cure. Jesús extiende su mano y la lepra queda curada al instante: “Un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado. Y al instante quedó purificado de su lepra”. Se destacan, por un lado, la fe del leproso en la condición divina de Jesucristo, y la misericordia por parte de Jesús, ya que le concede la completa curación al leproso que se lo imploraba. Pero además hay un significado sobrenatural oculto en el episodio: la lepra es figura del pecado; al curar la lepra milagrosamente, Jesús se muestra como Dios misericordioso y omnipotente, que ha venido para quitar la lepra del alma, que es el pecado. Esta lepra la quita Jesús, personalmente, al derramar sobre el alma del penitente su Sangre Preciosísima, por medio del Sacramento de la Confesión. Entonces, al igual que el leproso, y en acción de gracias por este don, postrémonos ante Jesús Eucaristía, dando gracias por su infinita misericordia.
Comentando este pasaje, Simeón el Nuevo Teólogo[1], monje griego, confirma esta concepción de la lepra como analogía del pecado y, en un himno compuesto por él, se coloca en el lugar del leproso, dirigiéndole así a Jesucristo estas palabras, en acción de gracias por haberlo curado de la lepra espiritual que es el pecado: “Antes que brillara la luz divina, no me conocía a mí mismo”. La luz divina es Cristo y el alma que no se conoce, no se conoce porque está envuelta en las tinieblas del pecado. “Viéndome entonces en las tinieblas y en la prisión, encerrado en un lodazal, cubierto de suciedad, herido, mi carne hinchada..., caí a los pies de aquél que me había iluminado”. Cuando Cristo, Luz de Luz divina, ilumina al alma, ésta puede verse a sí misma, tal como la ve Dios, y se ve “cubierta de suciedad, herida, con su carne hinchada”, es decir, infectada por el pecado. “Y aquél que me había iluminado toca con sus manos mis ataduras y mis heridas; allí donde su mano toca y donde su dedo se acerca, caen inmediatamente mis ataduras, desaparecen las heridas, y toda suciedad”. Cuando Cristo, Médico Divina, toca al alma con su divinidad y su gracia, desaparece al instante la mancha del pecado y el alma queda limpia, sin heridas y sin suciedades. “La mancha de mi carne desaparece... de tal manera que la vuelve semejante a su mano divina. Extraña maravilla: mi carne, mi alma y mi cuerpo participan de la gloria divina”. Al tocar Cristo al alma con su divinidad, desaparecen del alma la infección espiritual que es el pecado, quedando el alma purificada, pero no solo eso, sino que el alma es hecha partícipe de la divinidad: “mi alma y mi cuerpo participan de la gloria divina”. Cristo quita el pecado del alma, sacándola del lodazal en la que el alma se encuentra, y cubre al alma del Amor Divino: “Desde que he sido purificado y liberado de mis ataduras, me tiende una mano divina, me saca enteramente del lodazal, me abraza, se echa a mi cuello, me cubre de besos (Lc 15, 20)”. Al quitar el pecado y ser hecha partícipe de la gracia divina, el alma recibe la misma fuerza del Hombre-Dios, liberándola del infierno y la lleva al cielo, revistiendo al alma con la gracia, con el vestido de los hijos de Dios: “Y a mí, que estaba totalmente agotado, y que había perdido mis fuerzas me pone sobre sus hombros (Lc 15, 5), y me lleva lejos de mi infierno... Es la luz que me arrebata y me sostiene; me arrastra hacia una gran luz... Me hace contemplar porque extraño remodelaje , él mismo me ha rehecho (Gn 2,7) y me ha arrancado de la corrupción. Me ha regalado una vida inmortal y me ha revestido de ropa inmaterial y luminosa y me ha dado sandalias, anillo y corona incorruptibles y eternas (Lc 15, 22).



[1] c. 949-1022; Himno 30.

jueves, 22 de junio de 2017

“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre, pero yo renegaré ante mi Padre de aquel que reniegue de mí ante los hombres”


(Domingo XII - TO - Ciclo A – 2017)
“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10, 26-33). Jesús nos enseña que, si damos testimonio de Él en esta vida, Él nos reconocerá ante su Padre en la otra vida, por lo que estas palabras suyas son un aliciente para buscar de vivir en gracia, frecuentar los sacramentos, y obrar la misericordia, tanto cuanto seamos capaces de hacerlo. Sin embargo, al mismo tiempo advierte que, si renegamos de Él y lo negamos en esta vida, Él también nos negará ante su Padre, en el Reino de los cielos. Hoy, más que nunca, son válidas estas palabras, y deben ser tenidas muy en cuenta por los cristianos católicos de todas las edades, desde los niños -los niños no deben pensar que, por ser niños, están exentos de dar testimonio de Cristo-, pasando por los jóvenes, hasta los adultos y ancianos, porque hoy, más que nunca, se intenta borrar el Nombre de Cristo de la faz de la tierra. En nuestros días, es imperioso dar testimonio de Jesucristo, el Hombre-Dios; es imperioso dar testimonio de su Ley de la caridad, de sus Mandamientos, de su Presencia Eucarística, de su Iglesia, la única Iglesia de Cristo, la Católica, que es Una, Santa y Apostólica. Los niños deben dar testimonio de Cristo, obedeciendo sus mandatos, ante todo el Primero, asistiendo a Misa para recibir el Cuerpo de Cristo, y el Cuarto, honrando a sus padres con el respeto, la obediencia, el afecto, el cariño. Lo mismo el joven, debe dar testimonio de Cristo en el estudio, hecho no por mero egoísmo, sino con esfuerzo y ofrecido en sacrificio a Dios; en el noviazgo, llevando un noviazgo casto y puro, sin relaciones prematrimoniales, que ofenden la pureza divina; en las amistades, evitando las compañías que llevan por el camino del pecado; en el evitar los antros de perdición, como son los boliches bailables, en donde no está Dios y en donde proliferan los cadáveres espirituales; en evitar la profanación de los cuerpos -el cuerpo del católico es sagrado, porque por el bautismo es "templo del Espíritu Santo"-, introduciendo substancias tóxicas, alcohólicas, e imágenes indecentes e inmorales, que ofenden la pureza divina. Los adultos deben dar testimonio de Cristo ante los hombres, si son célibes, manteniendo la pureza; si son casados, evitando la infidelidad conyugal, puesto que los esposos son prolongación ante el mundo de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Los niños, los jóvenes y los adultos, que abandonan la Misa dominical por pasatiempos mundanos, los que se dejan llevar por los atractivos del mundo, por el dinero y por los placeres terrenos, reniegan de Cristo, negándolo ante los hombres que no lo conocen, porque los católicos deben dar testimonio ante el mundo de que el Domingo es el Dies Domini, el Día del Señor, el día-símbolo de la eternidad, el día que participa del Domingo de Resurrección y que llena nuestras almas con la alegría de la Resurrección de Cristo, y no con alegrías mundanas; el católico debe dar testimonio de que el Domingo es el Día de Jesucristo, y no como se hace en la actualidad, que se toma al Domingo como el día del fútbol, el día de la Fórmula Uno, el día del paseo, del descanso del trabajo semanal y quienes esto hacen, niegan a Jesucristo ante los hombres; también lo niegan los médicos que practican abortos o la eutanasia; los abogados que promueven leyes inmorales; los políticos que aprueban leyes inmorales y anti-cristianas; los esposos católicos infieles; los sacerdotes que, por miedo a perder la consideración de la gente o, peor aún, por miedo al Lobo infernal, callan y se convierten en “perros mudos”, que no alertan a las ovejas del redil de Cristo que el Infierno acecha sus almas a cada paso; todos estos, católicos por bautismo, pero apóstatas por elección, niegan a Cristo delante de los hombres, por lo que Cristo renegará de ellos ante su Padre en el Reino de los cielos, según sus propias palabras: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Decenas de niños y jóvenes que, año a año, apostatan de su religión, porque abandonan la Iglesia después de hacer la Comunión y la Confirmación, deberían grabarse a fuego, en sus mentes y corazones, estas palabras de Jesús: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Dice así San Gregorio Palamas[1], monje, obispo y teólogo: “Dios, desde las alturas, ofrece a todos los hombres la riqueza de su gracia. El mismo es la fuente de salvación y de luz desde donde se derrama eternamente la misericordia y la bondad”. Es decir, Jesús, que es Dios, nos da a todos, desde ese cielo en la tierra que es el sagrario, la gracia de su Amor y de su Misericordia, porque a todos nos ha dado el Bautismo, el Catecismo, la instrucción en la fe. Sin embargo, dice este mismo monje, no todos aprovechan toda la inmensidad de gracias que nos da Nuestro Señor Jesucristo: “Pero no todos los hombres se aprovechan de su gracia y de su energía para el ejercicio perfecto de la virtud y de la realización de sus maravillas”. Quien desprecia los sacramentos, desprecia la gracia y al Autor de la Gracia, Jesús. “Sólo se aprovechan aquellos que ponen por obra sus decisiones y dan prueba con sus obras de su amor a Dios, aquellos que han abandonado toda maldad, que se adhieren firmemente a los mandamientos de Dios y tienen su mirada fija en Cristo, sol de justicia (Mt 3,20)”[2]. Aprovechan la gracia quienes dan muestra, con obras, que verdaderamente aprecian el Amor de Nuestro Señor, derramado desde la Eucaristía. Pero nada de esto puede aprovechar quien abandona los sacramentos y la Misa dominical. Muchos niños, jóvenes y adultos, que Domingo a Domingo niegan a Dios en esta vida, escucharán, en el Día del Juicio Final, estas terribles palabras de Jesús: “Renegaste de Mí en tu vida terrena ante los hombres, Domingo a Domingo; ahora Yo reniego de ti, en la vida eterna, delante de mi Padre”.





[1] Sermón para el domingo de Todos los Santos; PG 151, 322-323.
[2] Cfr. ibidem.

sábado, 17 de junio de 2017

Solemnidad de Corpus Christi


El milagro de Bolsena, Francesco Trevisani, 1704, Basílica de Santa Cristina.

(Ciclo A – 2017)

         En el milagro eucarístico que dio origen a Corpus Christi -la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebramos al domingo siguiente a la de la Santísima Trinidad y que fue instituida por el Papa Urbano IV en 1264 para afirmar la presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía- está explicada, con Sabiduría divina, la fe que funda la Iglesia Católica y que constituye sus cimientos más profundos; al mismo tiempo, está ratificada, la autoridad del Magisterio de la Iglesia, que nos enseña que, desde la Última Cena, que fue la Primera Misa, en cada Santa Misa, luego de la Transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino por el poder del Espíritu Santo que obra a través del sacerdote ministerial, en la Hostia consagrada ya no hay más substancia de pan ni de vino, sino el Cuerpo y la Sangre del Hombre-Dios encarnado, Jesucristo.
A este milagro eucarístico, uno de los milagros más extraordinarios de la historia de la Iglesia que reafirma nuestra condición de Iglesia Católica, se lo conoce como el “Milagro de Bolsena”, ciudad italiana al norte de Roma y ocurrió en el año 1263, uno de los períodos más brillantes para la Iglesia –por la cantidad de teólogos católicos de renombre y por la difusión de un catolicismo ferviente entre todos los estratos sociales, desde los reyes hasta los más humildes campesinos-, la Edad Media, tal vez la época en la que más cerca se estuvo de lograr concretar el concepto de “cristiandad”[1].
En la Edad Media pululaban las herejías contra la Eucaristía, que eran expuestas por figuras importantes dentro de la misma Iglesia, siendo una de las más graves la duda que se sembró en cuanto a la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ocasionando grandes confusiones y problemas de fe para muchos. Por causa de estos herejes, muchos católicos dudaban de la Fe y del Magisterio de la Iglesia que afirmaba, como dijimos, que desde la Primera Misa, la Última Cena, en la Eucaristía ya no había más substancia de pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Estas dudas de fe sobrevienen cuando el alma, rechazando la luz de la gracia recibida en la Primera Comunión y en la Confirmación, se deja guiar por las tinieblas de la razón de humana que, al no ver cambios exteriores en el antes, durante y después de la Transubstanciación –en las palabras de la consagración, en donde el Espíritu Santo, por medio del sacerdote ministerial, obra la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo-, todo parece igual exteriormente, aunque la Fe católica nos dice que algo ha cambiado substancialmente, y es que el pan ya no es más pan, sino el Cuerpo de Cristo, y el vino ya no es más vino, sino la Sangre de Cristo. El que se deja guiar por su sola razón humana, sin la luz de la Fe y de la Gracia, está a punto de caer en el más grave error que una persona pueda cometer, y es el abandonar la Fe católica en la Eucaristía.
En el año en que ocurrió el milagro, el año 1264, sucedió que un sacerdote, llamado Pedro de Praga, de buenas virtudes y de vida intachable, estaba sin embargo vacilante en su Fe católica y dudaba sobre la Presencia física  de Jesús en la Eucaristía –real, substancial y verdadera, como lo enseña la Iglesia-, a causa de las corrientes heréticas que en ese tiempo se difundían en el seno de la Iglesia Católica. Para fortalecer su fe, decidió emprender un peregrinaje desde Alemania a la Santa Sede para orar por esta intención, frente a las tumbas de San Pedro y San Pablo.
En su viaje el sacerdote llegó a Bolsena y decidió alojarse allí, en donde le pidieron que celebrara una misa, ya debido a la persecución religiosa en dicho lugar eran escasos los sacerdotes. Pedro de Praga accedió y pidió hacerlo en la capilla de Santa Cristina, una niña mártir de los primeros tiempos de la Iglesia. Al amanecer fue a la capilla para celebrar la santa misa. Al llegar al momento de la consagración nuevamente dudó, porque rechazó la luz de la gracia y se dejó llevar por su sola razón, como lo había hecho otras veces, aunque esta vez tuvo como respuesta un hecho sobrenatural: cuando pronunció las palabras de la consagración “Esto es mi cuerpo”, que produce el milagro de la transubstanciación, es decir, la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y en el momento en que elevaba Hostia consagrada sobre su cabeza, el pan sin levadura se convirtió en músculo cardíaco vivo, que como estaba vivo, empezó a sangrar profusamente, cayendo la sangre sobre el corporal, mientras que el vino contenido en el cáliz se convertía en sangre. La parte de la Hostia consagrada que tocaba sus dedos, permaneció con apariencia de pan, mientras que el resto se convertía en músculo cardíaco sangrante y vivo. Esto quiere decir que lo que la Iglesia enseña en el Catecismo de Primera Comunión es verdad: mientras a los ojos del cuerpo la Eucaristía parece ser pan, igual que antes de la consagración, a los ojos del alma iluminados por la luz de Fe, sin embargo, ya no hay más pan, sino el Cuerpo de Cristo –es la parte de la Hostia consagrada que se convirtió en músculo cardíaco-, y en el vino, ya no hay más substancia de vino, sino la Sangre de Cristo –es la parte de la Hostia consagrada que se convirtió en músculo cardíaco y sangre-. Cuando el sacerdote eleva la Hostia consagrada, luego de las palabras de la consagración, está elevando el Corazón de Jesucristo, que late en la Eucaristía, vivo y glorioso, aunque a los ojos del cuerpo la Hostia consagrada tenga apariencia de pan.
Asombrado y maravillado por el prodigio que acababa de observar con sus propios ojos, Pedro de Praga envolvió la hostia en el corporal, lo dobló y lo dejó en el altar sin darse cuenta que algunas gotas de sangre habían caído en el piso de mármol, enfrente del altar.
Inmediatamente, el padre Pedro fue a contar lo que le había sucedido al Papa Urbano IV, en ese tiempo residente en Orvieto, a poca distancia de Bolsena. El Papa a su vez, envió a un obispo al lugar para que hablara con el sacerdote de la Iglesia y poder verificar lo que el padre Pedro le había dicho y para traer a Orvieto la Hostia Sagrada y el corporal. Cuando el Papa Urbano vio aquel milagro eucarístico, se arrodilló ante el prodigio, que confirmaba con celestial sabiduría, todo lo que la Iglesia enseña acerca de la Eucaristía. En el balcón del palacio papal lo elevó reverentemente y se lo mostró a las personas de la ciudad, proclamando que el Señor realmente había visitado su pueblo y declaró que el milagro eucarístico de Bolsena realmente había disipado las herejías que habían estado extendiendo por toda Europa. En la catacumba de Santa Cristina se conserva la hostia convertida en carne, mientras que en Orvieto se conserva el corporal sobre el que se derramó la sangre emanada. También el mármol, piedra dura y fría que recibió la sangre, se conserva, con la mancha de sangre en él impregnada[2].
Fue a causa de este Milagro de Bolsena que se originó la Solemnidad de Corpus Christi, y aunque es uno de los milagros más extraordinarios jamás ocurridos en la Iglesia, no necesitamos que se vuelva a repetir, ya que basta con que haya sucedido una vez, para creer firmemente lo que la Santa Madre Iglesia nos enseña sobre la Eucaristía: que por la transubstanciación, las substancias del pan y del vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, lo que equivale a decir que en la Eucaristía está Nuestro Señor Jesucristo de forma real, verdadera y substancial, glorioso y resucitado, tal como está en los cielos, solo que aquí, en la tierra, está oculto bajo apariencia de pan. Adorar la Eucaristía es adorar al Cordero de Dios, ya desde la tierra, como anticipo de la adoración eterna que por su misericordia esperamos tributarle por la eternidad.
Por último, así como el mármol quedó impregnado con la sangre del milagro, así nuestros corazones, fríos y duros como el mármol, quedan impregnados y sellados con la Sangre del Cordero que se derrama sobre ellos con la Comunión Eucarística, pero a diferencia del mármol, que continúa siendo duro y frío aun después de que la sangre cayera sobre él, nuestros corazones, si están en gracia y llenos de fe y de amor hacia Jesús Eucaristía, se fusionan, como si fueran uno solo, con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. No recibamos, por lo tanto, de forma indiferente, mecánica y fría a la Eucaristía, sino con un corazón en gracia, lleno de piedad, de amor y de fe, para que nuestros corazones, fundidos en la Eucaristía, sean uno solo con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.




[1] Como antecedente del milagro de Bolsena-Orvietto, sucedió que hacia el siglo XIII, una religiosa, la hermana Juliana de Liege experimentó en varias ocasiones la visión de la luna con una línea negra. En una de esas tantas experiencias, sintió la voz de Jesús que le decía que la luna representaba al año litúrgico con todas sus fiestas, pero que esa línea negra indicaba la ausencia de una fiesta que honra a la Eucaristía. La hermana Juliana –hoy beata- hablaba de estos hechos con el padre Santiago Pantaleón, quien luego sería el Papa Urbano IV.
[2] Al año siguiente, el Papa Urbano IV  redactó la bula papal, Transiturus, la cual fue publicada el 11 de Agosto de 1264. Con esa bula instituyó la fiesta de Corpus Christi en honor del Santísimo Sacramento, la Eucaristía. 

viernes, 16 de junio de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús advierte acerca de lo estricta que es la Nueva Ley: “Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. A continuación, da un ejemplo concreto: “Se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Antes, bastaba con “no matar”, para cumplir la ley; ahora, el simple enojo merece castigo, y un insulto, el castigo eterno en el infierno. La razón es que, en la nueva economía de la salvación, la gracia santificante que nos trae Jesús no solo nos hace participar de la vida divina trinitaria -con lo cual, de hecho, se excluye cualquier grado de malicia, en cualquier orden y de cualquier magnitud, incluido hasta la más pequeña que pueda concebirse, puesto que la bondad divina no lo admite-, sino que hace que el alma se convierta en “templo del Espíritu Santo” y morada de la Trinidad, puesto que las Tres Divinas Personas van a inhabitar en el alma en gracia. De ahí que es inconcebible, no ya un cristiano asesino, sino un cristiano mentiroso, o rencoroso, o maledicente, porque la gracia hace que el estar en gracia sea equivalente a estar ante la Presencia de Dios en el cielo. De ahí la necesidad imperiosa de la confesión antes de la comunión sacramental, pero no solo, sino también el arbitrar los medios para obtener la reconciliación –si es el caso- con el prójimo con el cual se está enemistado: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Si no obramos de esta manera, no somos dignos del nombre de cristianos y, mucho menos, de recibir el Cuerpo de Cristo y tampoco estamos en grado de entrar en el Reino de los cielos.

jueves, 15 de junio de 2017

“El que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos”


“El que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 17-19). A los ojos de los hombres, se llama “grande” a quien posee bienes materiales, nobleza de cuna, títulos, doctorados, etc. No es así a los ojos de Dios, quien no se fija en estas cosas, sino en el corazón del hombre, y en el corazón del hombre, lo que Dios ve, es si su Ley está inscripta en ese corazón, o no. A los ojos de Dios, es “grande” quien cumple sus Mandamientos, y es esto lo que dice Jesús: “El que los cumpla y enseñe (a los Mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”. En el caso de los católicos, no se trata solo del Decálogo, sino también de los Mandamientos específicos del Dios encarnado, Jesucristo, como “amar a los enemigos”, “perdonar setenta veces siete”, etc. Estos mandamientos de Jesucristo no son distintos a los dados por Él mismo a Moisés, sino que se trata de especificaciones de esos Mandamientos. Entonces, para el católico, que desee ser “grande” a los ojos de Dios, es necesario cumplir no sólo con el Decálogo de Moisés, sino con los Mandamientos del Hombre-Dios Jesucristo, día a día, todos los días, hasta la feliz eternidad.


viernes, 9 de junio de 2017

Solemnidad de la Santísima Trinidad


(Ciclo A – 2017)

Sabemos, por la razón, que Dios es Uno, porque al ver la Creación, nos damos cuenta que su perfección científica y su hermosura increíble no pueden haber salido de la nada, sino que deben haber sido ideadas por un Ser infinitamente Sabio y Bello y, además, Omnipotente. Pero lo que no podemos saber es cómo es ese Dios en sí mismo, porque la naturaleza de Dios está tan por encima de la nuestra, que es como tratar de iluminar el sol con un fósforo encendido: el fósforo encendido es nuestra razón, y el sol es Dios. Los católicos sabemos que Dios es Uno y Trino, pero no porque eso se pueda deducir ni comprender, sino porque Jesús, que es el Hijo de Dios encarnado, nos lo reveló en las Sagradas Escrituras, más específicamente, en el Nuevo Testamento, y si Él no nos hubiera revelado, no sabríamos cómo es Dios en sí mismo. Es decir, podríamos saber que Dios es Uno, que es infinitamente Sabio, Bueno y Omnipotente, pero no podríamos saber que en Dios hay Tres Personas –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo-, pero que no hay tres dioses, sino un solo Dios, tal como nos reveló Jesús. Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas; en el hombre, a la naturaleza le corresponde una persona y no tres, como a Dios: si en una habitación hay tres personas, están presentes tres naturalezas humanas; si sólo está una naturaleza presente, hay una sola persona. Por este motivo es que, cuando tratamos de pensar en Dios como Tres Personas con una y la misma naturaleza, no lo podemos entender.
Esto es lo que se llama “misterios de fe” y a esto se refiere el Misal cuando al comenzar la Misa, pedimos perdón de nuestros pecados, para poder participar, por la gracia y sin pecados, dignamente, de los “misterios” divinos , y lo sabemos porque, como dijimos, no es que seamos capaces de deducirlo con nuestra razón, sino que fue Jesús quien nos lo reveló, y Jesús, siendo Dios, es Veraz y no puede mentir ni engañar, porque en Él no hay mentira ni engaño alguno. Lo que sí puede hacer la razón, es, a partir de los datos de la Fe revelados por Nuestro Señor Jesucristo, construir y desarrollar el dogma de la doctrina trinitaria[1].
Y lo que debemos saber es que ni siquiera una vez revelado, aunque seamos capaces de desarrollar el dogma, tampoco podemos entender cómo es que hay Tres Personas distintas en Dios y sigue siendo un solo Dios Verdadero en Tres Personas. Es decir, incluso después que Jesús nos enseña que Dios es Uno y Trino, no podemos entender cómo es que puede ser Dios Uno y a la vez Trino en Personas. Para poder entender la incapacidad de nuestra mente para poder abarcar el misterio de la Trinidad, conviene recordar un episodio de la vida de uno de los más grandes santos, San Agustín de Hipona (354 – 430): el santo un día paseaba por la playa mientras iba reflexionando sobre el misterio de la Santísima Trinidad tratando de comprender, solo con su razón, cómo era posible que Tres Personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) pudieran constituir un único Dios. Mientras caminaba y pensaba, se encontró con un niñito que había excavado un pequeño pozo en la arena y trataba de llenarlo con agua del mar. El niñito corría hacia el mar y recogía un poquito de agua en una cuenca marina. Después regresaba corriendo a verter el líquido en el hueco, repitiendo esto una y otra vez. Esta actitud llamó la atención del santo, quien lleno de curiosidad le preguntó al niño qué era lo que estaba haciendo: “Intento meter toda el agua del océano en este pozo”, le respondió el niñito. “Pero eso es imposible –dijo San Agustín–, ¿cómo piensas meter toda el agua del océano que es tan inmenso en un pozo tan pequeñito?”. “Al igual que tú, que pretendes comprender con tu mente finita el misterio de Dios que es infinito…”. Y en ese instante el niñito desapareció. Ese niñito era su Ángel de la Guarda, que venía a auxiliarlo en su esfuerzo por conocer y amar a Dios Uno y Trino. Nuestra mente, entonces, es como un pequeño pozo excavado en la arena; Dios, en el misterio de la unidad de su Naturaleza y la diversidad de las Tres Divinas Personas, es el océano. Así como es imposible meter el océano en el pequeño pozo, así también es imposible comprender, para nuestra pobre razón, cómo es que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, y no hay en Él tres dioses, sino Un solo Dios Verdadero y Tres Personas distintas. Ahora bien, esto último no importa –el tratar de saber cómo es que Dios es Uno y Trino, y no tres dioses distintos-; lo que importa es saber que Dios es Uno y Trino, es decir, que en Él hay Tres Personas distintas, porque eso determina nuestra Fe y nuestra relación con Dios, porque nos relacionamos con un solo Dios, en el cual hay Tres Personas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. En otras palabras, al saber que en Dios Uno hay Tres Personas, sabemos que podemos relacionarnos de modo distinto con cada una de las Tres Divinas Personas: podemos dirigirnos –con el pensamiento y el amor- a cada una de las Tres Divinas Personas por separado, ya sea Dios Padre, o Dios Hijo, o Dios Espíritu Santo, o a las Tres Personas Divinas a la vez, que es cuando nos dirigimos a Dios Uno y Trino.
En la Trinidad, la Segunda Persona es producida por generación y la Tercera por espiración; para tratar de entender esto, podemos hacer una analogía con lo que sucede en nosotros, cuando nos pensamos y amamos a nosotros mismos, y lo que sucede en Dios, cuando Dios, cuando piensa y ama en sí mismo: nosotros podemos hacer una reflexión y pensar sobre nosotros mismos y cómo somos nosotros mismos, tal como nos conocemos, y expresamos el resultado de esta reflexión diciendo nuestro nombre, por ejemplo, “Juan Pérez” o “María García”. Dios Padre, Fuente Increada de la Trinidad, mira desde la eternidad, también piensa en sí mismo acerca de cómo es Él en sí mismo, pero la diferencia entre nuestro pensamiento y el de Dios, es que nuestro conocimiento es imperfecto e incompleto y, principalmente, el concepto que tenemos de nosotros mismos al enunciar en silencio nuestro nombre, sólo sería eso, un pensamiento y nada más que un pensamiento, que no saldría de nuestra mente y no existiría más allá de nuestra mente; es decir, no tendría existencia exterior, independiente de nuestra mente, no sería con vida propia[2]. Todavía más, ese pensamiento deja de existir, en cuanto comienzo a pensar en otra cosa y la razón es que a mis pensamientos no les corresponde tener vida o ser propio. En el caso de Dios, las cosas son muy distintas, porque a causa de su perfección infinita, el acto de ser le pertenece a la naturaleza divina, es decir, la forma adecuada de concebir a Dios es afirmando que Él Es el Acto de Ser subsistente –Ipsum Esse Subsistens- que, como tal, nunca tuvo principio, siempre fue, es y será el Ser Perfectísimo, que Es desde siempre. Ésa es la razón por la cual el nombre con el que los hebreos conocían a Dios es “Yahveh”, que significa “Yo Soy el que Soy”. Entonces, cuando Dios piensa en sí mismo, el concepto o verbo que Él se forma de sí mismo desde la eternidad en su pensamiento, es infinitamente perfecto, y completo, además de tener vida, es decir, además de poseer Acto de Ser. La imagen que Dios tiene de sí mismo, la Palabra con la cual Él eternamente se expresa a sí mismo, tiene vida y existencia propia y distinta, y a esta Palabra que Dios pronuncia silenciosamente de sí mismo, y que tiene existencia propia y en la que se expresa con un conocimiento perfecto de sí mismo y es distinta al Padre, le llamamos “Dios Hijo”, “Palabra eternamente pronunciada por el Padre”, “Verbo de Dios”, “Sabiduría de Dios”[3]. Dios Hijo es producido por la mente del Padre como un pensamiento, pero no es un pensamiento sin existencia, como el nuestro, sino un Pensamiento Perfectísimo de Dios, que existe en sí mismo. En otras palabras, Dios Padre es Dios conociéndose a sí mismo; Dios Hijo es la expresión del conocimiento que Dios tiene de sí. De esta manera, la Segunda Persona de la Trinidad es llamada “Hijo” precisamente porque es generado por toda la eternidad, engendrado y producido en la mente divina del Padre, concebido por la mente divina del Padre. Se le llama también “Verbo de Dios”, porque es la “Palabra mental” o “Concepto” o “Verbo” en el que la mente divina expresa el pensamiento de sí mismo.
Luego –pero siempre desde toda la eternidad-, Dios Padre (Dios conociéndose a sí mismo) y Dios Hijo (el conocimiento de Dios sobre sí mismo) contemplan la naturaleza divina que ambos tienen en común. Al ver, el uno en el otro, todo lo bello y bueno –lo bello y lo bueno produce amor- en grado infinito, espiran un movimiento de amor con la voluntad divina hacia la bondad y la belleza divina, y como el amor de Dios hacia Sí mismo –así como el conocimiento de Dios de Sí mismo-, es de la misma naturaleza divina, le corresponde tener vida y es por eso que el Amor de Dios es un Amor vivo. Este Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, es infinitamente perfecto, y fluye eternamente del Padre y del Hijo, es lo que llamamos “Espíritu Santo”, “que procede del Padre y del Hijo”, y es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Entonces: Dios Padre es Dios conociéndose a Sí mismo; Dios Hijo es la expresión del conocimiento de Dios de Sí mismo; Dios Espíritu Santo es el resultado del amor de Dios a Sí mismo, y es esta la Santísima Trinidad, el Dios católico: Tres Personas divinas en un solo Dios, una naturaleza divina. Dios Padre se mira a Sí mismo en su mente divina y se forma una Imagen de Sí tan perfecta, que tiene vida, y ése es Dios Hijo; Dios Padre y Dios Hijo amando la naturaleza divina que ambos poseen en común, con un amor tan perfecto, que es un amor vivo, es Dios Espíritu Santo. Tres Personas Divinas, una naturaleza y un Acto de Ser divino.
Podemos utilizar un ejemplo para tratar de entender: nos miramos en un espejo de cuerpo entero: vemos una imagen perfecta de nosotros mismos, con la excepción de que es solo un reflejo del espejo. Pero si la imagen saliera del espejo y se pusiera a nuestro lado y estuviera viva como nosotros, entonces sí sería una imagen perfecta nuestra, aunque no habría “dos”, sino uno solo, la imagen nuestra y nosotros seríamos “Yo”, con una naturaleza humana. Habría dos personas, pero sólo una mente y una voluntad, compartiendo el mismo conocimiento y los mismos pensamientos. Luego, ya que el amor de sí bueno es natural a todo ser inteligente, habría una corriente de amor mutuo entre nosotros y nuestra imagen, y suponiendo que ese amor de nosotros mismos fuera tan profundo que llegara a ser una reproducción viva de nosotros mismos, habría una “tercera persona”, aunque seguiríamos siendo sólo nosotros y una naturaleza humana, seríamos tres personas en una naturaleza humana.
Otra figura que se puede tomar es la del sol, con su luz y su calor, como lo dice hermosamente San Efrén: “Toma como símbolos el sol para el Padre para el Hijo, la luz, y para el Espíritu Santo, el calor. Aunque sea un solo ser, es una trinidad lo que se percibe en él. Captar al inexplicable, ¿quién lo puede hacer? Este único es múltiple: uno formado de tres, y tres no forman sino uno, ¡gran misterio y maravilla manifestada! El sol es distinto de sus rayos aunque estén unidos a él; sus rayos también son el sol. Pero nadie habla, sin embargo, de dos soles, aunque los rayos son también el sol aquí abajo. Tampoco nosotros decimos que habría dos Dioses. Dios, Nuestro Señor, lo es, también él, por encima de lo creado. ¿Quién puede enseñar cómo y dónde le está unido el rayo al sol, así como su calor, siendo libres. No están ni separados ni se confunden, unidos aunque distintos, libres pero unidos, ¡oh maravilla!”[4].
Ahora bien, si aun así no entendemos cómo es que Dios es Uno y Trino, no debemos preocuparnos, porque se trata del “misterio de la Fe” católica, el misterio que funda la Iglesia Católica, que no se origina en la mente humana, sino en Dios mismo, en su Mente Divina y en su Amor Divino, y como Dios es absolutamente superior a nosotros, no debemos preocuparnos sino sabemos cómo, sino que debemos contentarnos con saber que Dios es Uno y Trino. Las Tres Personas son desde siempre, tienen el mismo poder, la misma majestad, el mismo honor divino y merecen adoración como un solo Dios vivo y verdadero. A cada Persona se le atribuyen ciertas actividades, aunque las Tres obran igual: Dios Padre es Creador, Dios Hijo Redentor, Dios Espíritu Santo, santificador. Pero lo que hace Uno, lo hacen los Tres y donde está Uno, están los Tres. Es el misterio de la Trinidad Santísima.
         Pero lo más fascinante del Dios de los católicos, además de que nuestro Dios es Uno y Trino, es el hecho de que, por el sacrificio de Cristo en la cruz, que nos granjeó la gracia santificante que no solo nos perdona los pecados, sino que nos concede también la filiación divina y la vida divina ya en esta vida terrena, también en esta vida terrena, este Dios que es Uno en naturaleza y Trino en Personas, viene a inhabitar, todo Él solo, las Tres Divinas Personas juntas, en el corazón que está en gracia, que lo ama y que lo adora con todas sus fuerzas. Nuestros corazones, sin la gracia santificante, son como el grano de mostaza (cfr. Mt 13, 31-32), pequeños e insignificantes; por la gracia santificante, la Trinidad convierte nuestros corazones, de esa semilla original, en un árbol inmenso, en cuyas ramas van a hacer nido las aves del cielo: esas aves del cielo, que son solo tres -porque son las Tres Divinas Personas- hacen nido, es decir, moran, inhabitan, en nuestros corazones y en nuestras almas, cuando estamos en estado de gracia. Y esto constituye un misterio aún más difícil de comprender, ni en esta vida, ni en la eterna: que Dios Uno y Trino, el Dios que es Uno y Trino en Personas, elija, como su morada en la tierra, a nuestros pobres corazones.





[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 53ss.
[2] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Argentina 2012, 39.
[3] Cfr. Trese, ibidem.
[4] Nacido en Siria, 306-373, diácono y doctor de la Iglesia.

jueves, 8 de junio de 2017

Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote


Cristo establece un sacerdocio nuevo y definitivo, para cancelar nuestros pecados y concedernos la filiación divina. En este nuevo sacerdocio, los sacerdotes humanos reciben su potestad divina –entre ellas, la de la transubstanciación, por la cual el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre- por participación al poder sacerdotal de Cristo, puesto que Él es el Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, que suplanta al sacerdocio de la Antigua Alianza. Pero Jesús no es solo Sumo Sacerdote, sino que es al mismo tiempo Altar en donde se inmola la Víctima, que es Él mismo, y que por lo mismo, por ser una Víctima Perfectísima, sustituye a los sacrificios de la Antigua Alianza. La Víctima que este Sumo Sacerdote ofrece, en el Altar Inmaculado que es su Humanidad Santísima, es su propio Cuerpo, en el sacrificio del Calvario. La Escritura dice así de Jesús, en cuanto Hombre-Dios que se encarna para inmolarse en la cruz: “Cristo, al entrar en este mundo, dice: “No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no te complaciste en holocaustos ni en sacrificios por el pecado; entonces yo exclamé: “Ya estoy aquí, oh Dios, para cumplir tu voluntad -pues así está escrito de mí en el rollo de la ley”. Dice lo primero: “No quisiste sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, si sacrificios por el pecado, ni en ellos te complaciste”, a pesar de que todos ellos son ofrecidos según la ley. Pero en seguida dice: “Ya estoy aquí para cumplir tu voluntad”. Con esto abroga lo primero y establece lo segundo” (Hb 10, 5-10). El sacrificio ofrecido por el Sumo y Eterno Sacerdote, el sacrificio de su Cuerpo, nos santifica, porque el Cuerpo que ofrece este Sacerdote, es su Cuerpo, inhabitado por la divinidad: “En virtud de esta voluntad, quedaremos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, ofrecida una vez y para siempre” (Hb 10, 5-10). Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece entonces, en el altar de la cruz y en su Humanidad Santísima, la Víctima Perfectísima, Pura, sin mancha, Inmaculada, la Hostia Purísima que es su Cuerpo Purísimo y sin mancha, para que asumiendo en sí el dolor humano, dejando que brotara su Sangre Preciosísima de su Cuerpo flagelado y crucificado, y cayendo esta Sangre del Cordero en nuestros corazones, nos viéramos libres del pecado al lavar esta Sangre nuestras iniquidades, recibiéramos la filiación divina y nos convirtiéramos en herederos del Reino. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, hace todo esto solo movido por el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón.
En consecuencia, nuestro deber de amor es, como dice el Papa Pío XII[1], imitar a Jesús, Sacerdote y Víctima, llevando una vida de santidad, y unirnos a su sacrificio en cruz para ser crucificados con Él, para “morir místicamente” con Él y así nacer a la vida nueva de los hijos de Dios: “(…) Jesucristo es sacerdote, pero no para sí mismo, sino para nosotros, porque presenta al Padre eterno las plegarias y los anhelos religiosos de todo el género humano; Jesucristo es también víctima, pero en favor nuestro, ya que sustituye al hombre pecador. Por esto, aquellas palabras del Apóstol: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús” exigen de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, en cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía nuestro Redentor cuando se ofrecía en sacrificio: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias a Dios. Aquellas palabras exigen, además, a los cristianos que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los pecados. Exigen, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, para que podamos decir con san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo””. Y el lugar y el momento más adecuado para esta unión y muerte mística con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Altar Sacrosanto de la Nueva Alianza y Víctima Purísima y Perfectísima, es en la renovación incruenta y sacramental de su sacrificio en cruz, la Santa Misa.



[1] Encíclica Mediator Dei; (AAS 39 [1947], 552-553).

miércoles, 7 de junio de 2017

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo”


Ángeles rebeldes caídos del cielo y almas condenadas.

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo” (cfr. Mc 12,18-27). Frente a los saduceos, secta hebrea que negaba la resurrección de los muertos, Jesús revela la doctrina de la resurrección del alma y del cuerpo en la gloria de Dios, aunque también nos revela la contrapartida, que es la resurrección de cuerpos y almas, pero para la condenación en el infierno eterno. Así como en la gloria los cuerpos quedarán transfigurados por la gloria divina que del alma del bienaventurado se derrama sobre ellos, causándoles esta gloria una paz, una dicha y un gozo celestiales imposibles siquiera de dimensionar, así también, quienes resuciten para la condenación, sufrirán en sus cuerpos con el mismo fuego que atormentará sus almas por la eternidad, sin consumir ni uno ni otro. La doctrina de la resurrección de los cuerpos es una verdad revelada directamente por Nuestro Señor Jesucristo, de manera que si no se cree en ella, no se tiene fe católica, aunque esta doctrina no se limita a la resurrección gloriosa, sino que se extiende a la resurrección ignominiosa, la de aquellos que, luego del Juicio Particular sostenido inmediatamente después de la muerte, sean hallados faltos de misericordia para con el prójimo y de amor para con Dios, recibiendo en sus cuerpos y almas el castigo del fuego eterno, por haber elegido el pecado antes que la vida de la gracia.

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo”. Ahora bien, no es necesario morir a esta vida terrena para recién recibir la gloria; si bien en la vida eterna esta gloria se desplegará en toda su plenitud y esplendor, es necesario recordar que el germen de la gloria eterna en nuestras almas y cuerpos, es decir, de nuestra resurrección, lo recibimos ya aquí en la tierra, por medio de la gracia santificante, que nos comunica la gracia divina. Pero también es necesario tener presente que así como la gracia santificante es signo de predestinación al cielo y por lo tanto de resurrección gloriosa, así también la impenitencia y la persistencia voluntaria en el pecado, es signo seguro de eterna condenación, por lo que el pecador, teniendo presente esta realidad de la posibilidad de eterna condenación, debe rectificar su camino en dirección opuesta al pecado, recibiendo la gracia santificante, tomando su Cruz y siguiendo al Cordero de Dios camino del Calvario, si es que quiere salvar su alma.

viernes, 2 de junio de 2017

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo A – 2017)

         El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús en Pentecostés como “viento y fuego” es el cumplimiento de su promesa: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7)” y también: “Cuando venga el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, El dará testimonio de mí” (Jn 15, 26).     Todo el misterio pascual de Jesús –Encarnación, Vida Oculta, Vida Pública, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión- está motivado por el Amor Divino y para donar el Amor Divino. No hay otra motivación que no sea el Amor de Dios en la historia de la salvación de la humanidad y en la historia de la salvación de cada hombre en particular: “Les conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7): Jesús sufre su Pasión, y a nosotros “nos conviene” que Él muera, para que nos envíe su Espíritu, el Amor de Dios; “Estando los discípulos reunidos, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (Jn 20, 22; cfr. Hch 2, 1-11): una vez muerto y resucitado, se aparece a los discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Nada hace Jesús por obligación; todo es por Amor, por su Amor, que es el Amor del Padre y del Hijo. Todo su misterio pascual se origina y no tiene otro fin que el Amor. El don de Jesucristo a la Iglesia para Pentecostés, obtenido al precio altísimo de su Sangre Preciosísima, es el Amor de Dios Uno y Trino. Jesús envía entonces el Espíritu Santo en Pentecostés, y por el hecho de tratarse de un evento de tanta trascendencia, que corona y culmina su misterio pascual,  nos preguntamos: ¿quién es el Espíritu Santo y por qué motivo lo envía Jesús?
         Ante todo, el Espíritu Santo es el Amor de Dios: es la emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo. Podríamos decir, es el amor que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente, desde la eternidad, y es tan inmenso, tan eterno, tan puro, tan perfecto, tan infinito, que se constituye en Persona, en Don, del Uno al Otro, y ése es el Espíritu Santo, el Don recíproco del Padre al Hijo. Y ése Don, del Padre al Hijo, que se espiran mutuamente en la eternidad, y que por ser tan inmensamente grande y perfecto, al punto de constituir una Persona, la Persona-Amor de la Trinidad, es el Don que nos comunica Jesucristo en Pentecostés y es el que nos santifica por la gracia[1].
El Amor de Dios, es un amor Puro, Perfecto, espiritual, infinito, eterno, celestial, que no se deja llevar por las apariencias, que mira lo más profundo del ser del hombre y de las cosas; es un Amor inagotable, pero también incomprensible para el hombre –por eso el hombre no puede entender cómo Dios puede perdonar al pecador más empedernido-. El Espíritu Santo es una Persona divina (recordemos que hay tres tipos de personas: personas humanas, personas angélicas, y personas divinas; el Espíritu Santo es “Persona Divina”); es la Persona Tercera de la Trinidad; es la Persona-Amor de la Trinidad, espirada por el Padre al Hijo y por el Hijo al Padre; es el Amor, que une al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre. Puesto que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres Personas que hay en la Trinidad, le corresponde el nombre de “Espíritu” a la Tercera, porque es la “expresión y el sello de la unidad espiritual entre el Padre y el Hijo”[2]. La operación propia del Espíritu Puro es la de conocer y querer; por lo mismo, en cuanto Dios, el Espíritu Santo conoce y quiere de modo perfectísimo. La Escritura dice que el Espíritu Santo es “el Espíritu del Padre” (Mt 10, 20) y es también “el Espíritu del Hijo” (Gál 4, 6). Es Persona divina, lo cual quiere decir que posee el mismo Ser trinitario divino del Padre y del Hijo y posee asimismo la misma naturaleza divina del Padre y del Hijo; se diferencia del Padre y del Hijo solamente porque es espirado en forma conjunta por el Padre y por el Hijo, desde la eternidad, pero al ser Dios, porque posee el mismo Ser trinitario y la misma naturaleza divina que el Padre y el Hijo, recibe la misma adoración y gloria. Esto último nos lo enseña la Iglesia en el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Credo Niceno-Constantinopolitano). El Espíritu Santo es Dios verdadero, como el Padre y el Hijo. En Hechos 5, 3-5, se dice que: “mentir al Espíritu Santo es mentir a Dios”, es decir, se equipara la mentira al Espíritu Santo con la mentira a Dios, porque el Espíritu Santo es Dios.
¿Qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia? Nos recuerda la Verdad de Jesucristo; santifica nuestras almas y cuerpos, convirtiendo nuestros cuerpos en templos de su propiedad y  nuestros corazones en altares en donde se adore a Jesús Eucaristía. El Espíritu Santo nos recuerda la Verdad de Jesucristo, que es Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad que asume hipostáticamente una naturaleza humana al encarnarse en el seno virgen de María, y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, lo cual constituye la esencia de la Fe católica. Sin esta función mnemónica del Espíritu Santo, la Iglesia Católica no es Iglesia Católica; la gracia del Espíritu Santo, donado por Cristo y por el Padre desde el sacramento eucarístico, nos permite conocer a Cristo tal como Cristo es, y no de manera deformada o rebajada según nuestra capacidad de conocimiento.: “El Espíritu Santo les hablará de Mí” (cfr. Jn 16, 12-15); “El Espíritu Santo les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn 14, 26). A través de la gracia, recibimos un conocimiento sobrenatural y divino, y tenemos así una noción de Dios como la que Dios tiene de sí mismo. Y así como sin la luz del Espíritu Santo rebajamos el misterio de Cristo a aquello que podemos comprender, y con eso vaciamos todo el misterio, así, con la sola capacidad de nuestra mente, pensamos en la Eucaristía solo como un pan bendecido, porque ha sido consagrado en el altar, pero nunca pensamos en la Eucaristía como el misterio de la Presencia sacramental del Cordero de Dios, que se inmola en la cruz del altar, que derrama su Sangre sobre el cáliz, que dona su Cuerpo resucitado y con su Cuerpo resucitado la Vida eterna y con la Vida eterna su Espíritu, que nos une en el amor a las Personas de la Trinidad. Sin el conocimiento del Espíritu Santo, vemos la misa como un rito piadoso, al que asistimos porque creemos que de alguna forma damos culto a Dios, pero no vemos en la Misa ni el sacrificio del Calvario, ni la Resurrección de Cristo, ni la Adoración del Cordero. “El Espíritu Santo les hablará de Mí”. El Espíritu Santo, Don de dones, insuflado por Cristo desde la Eucaristía, es quien nos da el verdadero conocimiento de Cristo, y con el conocimiento, el amor de Cristo Eucaristía.
Otra función esencial que cumple el Espíritu Santo es la santificar nuestras almas y nuestros cuerpos, convirtiéndolos en templos de su propiedad, según lo afirma San Pablo, cuando dice que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19) -y nosotros agregamos que el corazón es altar de la Eucaristía, y lo que hace el Espíritu Santo, Soplo de Amor divino (cfr. Jn 3, 5.7-15), es convertir nuestros corazones, negros, fríos y duros como el carbón, en brasas incandescentes que iluminen e irradien el Fuego del Divino Amor.
Por último, el Espíritu Santo, donado a la Iglesia universal en Pentecostés, se nos dona cada vez por la gracia conferida por los sacramentos, principalmente, la Confesión Sacramental, la Eucaristía y la Confirmación. Con respecto a la Confirmación, la Iglesia nos enseña, desde el Concilio de Florencia[3] que la Confirmación es el Pentecostés de todo cristiano; las palabras del Concilio son: “en la Confirmación el Espíritu Santo se da para fortificar al fiel lo mismo que fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés”[4]. Es la Confirmación, por lo tanto, el verdadero –y único- “bautismo en el Espíritu”, porque se recibe al Espíritu no solo en sus dones, sino en su Persona, como Don exclusivo del confirmando, para que éste lo posea y en el Espíritu Santo se goce en su alma, espiritualmente, y aunque este gozo no pueda ser percibido sensiblemente, es un verdadero gozo espiritual[5].
Jesús envía el Espíritu Santo en Pentecostés, pero el Espíritu Santo nada puede hacer si nosotros no correspondemos  a la gracia del Don de dones; en otras palabras, el hecho de que Jesús envíe el Espíritu Santo santifica a la Iglesia –por eso, la Esposa de Cristo, la Iglesia, es santa-, pero no santifica personalmente, a los bautizados de modo particular, si estos no corresponden, con su libertad, al don del Espíritu Santo, obrando la misericordia. ¿Cómo sabemos si correspondemos al Espíritu Santo? ¿Cómo sabemos si de verdad poseemos el Espíritu o no? No lo podemos saber a ciencia cierta, y solo podemos hacer conjeturas, pero hay un signo que sí nos indica, con toda certeza, que en nuestros corazones NO habita el Espíritu Santo, y es el guardar odio o rencor a nuestros enemigos. Si esto hacemos, el sacrificio de Cristo en la cruz y su Don, el Amor de Dios, no nos habrá servido para nada. Para que el don del Espíritu Santo no sea en vano para nosotros, oremos al Santo Espíritu de Dios con la siguiente oración de Francisca Javiera del Valle[6]: “¡Ven, Santo y Divino Espíritu! ¡Ven como Luz, e ilumínanos a todos! ¡Ven como fuego y abrasa los corazones, para que todos ardan en amor divino! Ven, date a conocer a todos, para que todos conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única cosa que existe digna de ser amada. Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como Lengua y enséñanos a alabar a Dios incesantemente, ven como Nube y cúbrenos a todos con tu protección y amparo, ven como lluvia copiosa y apaga en todos el incendio de las pasiones, ven como suave rayo y como sol que nos caliente, para que se abran en nosotros aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en que fuimos regenerados en las aguas del bautismo. Ven como agua vivificadora y apaga con ella la sed de placeres que tienen todos los corazones; ven como Maestro y enseña a todos tus enseñanzas divinas y no nos dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y rudeza. Ven y no nos dejes hasta tener en posesión lo que quería darnos tu infinita bondad cuando tanto anhelaba por nuestra existencia. Condúcenos a la posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos sin fin. Amén”.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 417.
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 104.
[4] Cfr. Denzinger-Schoenmetzer 697.
[5] Es recibir plenamente al Espíritu santo aunque muchos muy dados a las sensaciones pueden cuestionar que este sacramento no viene con signos externos y milagros, sin embargo este es el Espíritu de Cristo que obra en nosotros silenciosamente y de manera misteriosa, como los otros Sacramentos. “¡Porque me has visto, has creído! Bienaventurados los que no vieron y creyeron!” (Jn. 20:29). Por lo tanto, el Bautismo en el Espíritu es solamente una experiencia mística de los grupos carismáticos, no relevante para alcanzar la santidad. No es un Sacramento. Es una oración de fe, para reavivar lo que el Señor dio en el Sacramento del Bautismo y en la Confirmación. Por ende no se puede decir que esta experiencia mística sea necesaria para todo cristiano ni hace superior a los demás, sencillamente es una expresión de fe que puede ser similar a la vivida en una oración ante el Santísimo sin expresiones corporales externas, nada más que paz y comunión con Jesús.
[6] Cfr. Decenario al Espíritu Santo.