sábado, 17 de junio de 2017

Solemnidad de Corpus Christi


El milagro de Bolsena, Francesco Trevisani, 1704, Basílica de Santa Cristina.

(Ciclo A – 2017)

         En el milagro eucarístico que dio origen a Corpus Christi -la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebramos al domingo siguiente a la de la Santísima Trinidad y que fue instituida por el Papa Urbano IV en 1264 para afirmar la presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía- está explicada, con Sabiduría divina, la fe que funda la Iglesia Católica y que constituye sus cimientos más profundos; al mismo tiempo, está ratificada, la autoridad del Magisterio de la Iglesia, que nos enseña que, desde la Última Cena, que fue la Primera Misa, en cada Santa Misa, luego de la Transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino por el poder del Espíritu Santo que obra a través del sacerdote ministerial, en la Hostia consagrada ya no hay más substancia de pan ni de vino, sino el Cuerpo y la Sangre del Hombre-Dios encarnado, Jesucristo.
A este milagro eucarístico, uno de los milagros más extraordinarios de la historia de la Iglesia que reafirma nuestra condición de Iglesia Católica, se lo conoce como el “Milagro de Bolsena”, ciudad italiana al norte de Roma y ocurrió en el año 1263, uno de los períodos más brillantes para la Iglesia –por la cantidad de teólogos católicos de renombre y por la difusión de un catolicismo ferviente entre todos los estratos sociales, desde los reyes hasta los más humildes campesinos-, la Edad Media, tal vez la época en la que más cerca se estuvo de lograr concretar el concepto de “cristiandad”[1].
En la Edad Media pululaban las herejías contra la Eucaristía, que eran expuestas por figuras importantes dentro de la misma Iglesia, siendo una de las más graves la duda que se sembró en cuanto a la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ocasionando grandes confusiones y problemas de fe para muchos. Por causa de estos herejes, muchos católicos dudaban de la Fe y del Magisterio de la Iglesia que afirmaba, como dijimos, que desde la Primera Misa, la Última Cena, en la Eucaristía ya no había más substancia de pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Estas dudas de fe sobrevienen cuando el alma, rechazando la luz de la gracia recibida en la Primera Comunión y en la Confirmación, se deja guiar por las tinieblas de la razón de humana que, al no ver cambios exteriores en el antes, durante y después de la Transubstanciación –en las palabras de la consagración, en donde el Espíritu Santo, por medio del sacerdote ministerial, obra la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo-, todo parece igual exteriormente, aunque la Fe católica nos dice que algo ha cambiado substancialmente, y es que el pan ya no es más pan, sino el Cuerpo de Cristo, y el vino ya no es más vino, sino la Sangre de Cristo. El que se deja guiar por su sola razón humana, sin la luz de la Fe y de la Gracia, está a punto de caer en el más grave error que una persona pueda cometer, y es el abandonar la Fe católica en la Eucaristía.
En el año en que ocurrió el milagro, el año 1264, sucedió que un sacerdote, llamado Pedro de Praga, de buenas virtudes y de vida intachable, estaba sin embargo vacilante en su Fe católica y dudaba sobre la Presencia física  de Jesús en la Eucaristía –real, substancial y verdadera, como lo enseña la Iglesia-, a causa de las corrientes heréticas que en ese tiempo se difundían en el seno de la Iglesia Católica. Para fortalecer su fe, decidió emprender un peregrinaje desde Alemania a la Santa Sede para orar por esta intención, frente a las tumbas de San Pedro y San Pablo.
En su viaje el sacerdote llegó a Bolsena y decidió alojarse allí, en donde le pidieron que celebrara una misa, ya debido a la persecución religiosa en dicho lugar eran escasos los sacerdotes. Pedro de Praga accedió y pidió hacerlo en la capilla de Santa Cristina, una niña mártir de los primeros tiempos de la Iglesia. Al amanecer fue a la capilla para celebrar la santa misa. Al llegar al momento de la consagración nuevamente dudó, porque rechazó la luz de la gracia y se dejó llevar por su sola razón, como lo había hecho otras veces, aunque esta vez tuvo como respuesta un hecho sobrenatural: cuando pronunció las palabras de la consagración “Esto es mi cuerpo”, que produce el milagro de la transubstanciación, es decir, la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y en el momento en que elevaba Hostia consagrada sobre su cabeza, el pan sin levadura se convirtió en músculo cardíaco vivo, que como estaba vivo, empezó a sangrar profusamente, cayendo la sangre sobre el corporal, mientras que el vino contenido en el cáliz se convertía en sangre. La parte de la Hostia consagrada que tocaba sus dedos, permaneció con apariencia de pan, mientras que el resto se convertía en músculo cardíaco sangrante y vivo. Esto quiere decir que lo que la Iglesia enseña en el Catecismo de Primera Comunión es verdad: mientras a los ojos del cuerpo la Eucaristía parece ser pan, igual que antes de la consagración, a los ojos del alma iluminados por la luz de Fe, sin embargo, ya no hay más pan, sino el Cuerpo de Cristo –es la parte de la Hostia consagrada que se convirtió en músculo cardíaco-, y en el vino, ya no hay más substancia de vino, sino la Sangre de Cristo –es la parte de la Hostia consagrada que se convirtió en músculo cardíaco y sangre-. Cuando el sacerdote eleva la Hostia consagrada, luego de las palabras de la consagración, está elevando el Corazón de Jesucristo, que late en la Eucaristía, vivo y glorioso, aunque a los ojos del cuerpo la Hostia consagrada tenga apariencia de pan.
Asombrado y maravillado por el prodigio que acababa de observar con sus propios ojos, Pedro de Praga envolvió la hostia en el corporal, lo dobló y lo dejó en el altar sin darse cuenta que algunas gotas de sangre habían caído en el piso de mármol, enfrente del altar.
Inmediatamente, el padre Pedro fue a contar lo que le había sucedido al Papa Urbano IV, en ese tiempo residente en Orvieto, a poca distancia de Bolsena. El Papa a su vez, envió a un obispo al lugar para que hablara con el sacerdote de la Iglesia y poder verificar lo que el padre Pedro le había dicho y para traer a Orvieto la Hostia Sagrada y el corporal. Cuando el Papa Urbano vio aquel milagro eucarístico, se arrodilló ante el prodigio, que confirmaba con celestial sabiduría, todo lo que la Iglesia enseña acerca de la Eucaristía. En el balcón del palacio papal lo elevó reverentemente y se lo mostró a las personas de la ciudad, proclamando que el Señor realmente había visitado su pueblo y declaró que el milagro eucarístico de Bolsena realmente había disipado las herejías que habían estado extendiendo por toda Europa. En la catacumba de Santa Cristina se conserva la hostia convertida en carne, mientras que en Orvieto se conserva el corporal sobre el que se derramó la sangre emanada. También el mármol, piedra dura y fría que recibió la sangre, se conserva, con la mancha de sangre en él impregnada[2].
Fue a causa de este Milagro de Bolsena que se originó la Solemnidad de Corpus Christi, y aunque es uno de los milagros más extraordinarios jamás ocurridos en la Iglesia, no necesitamos que se vuelva a repetir, ya que basta con que haya sucedido una vez, para creer firmemente lo que la Santa Madre Iglesia nos enseña sobre la Eucaristía: que por la transubstanciación, las substancias del pan y del vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, lo que equivale a decir que en la Eucaristía está Nuestro Señor Jesucristo de forma real, verdadera y substancial, glorioso y resucitado, tal como está en los cielos, solo que aquí, en la tierra, está oculto bajo apariencia de pan. Adorar la Eucaristía es adorar al Cordero de Dios, ya desde la tierra, como anticipo de la adoración eterna que por su misericordia esperamos tributarle por la eternidad.
Por último, así como el mármol quedó impregnado con la sangre del milagro, así nuestros corazones, fríos y duros como el mármol, quedan impregnados y sellados con la Sangre del Cordero que se derrama sobre ellos con la Comunión Eucarística, pero a diferencia del mármol, que continúa siendo duro y frío aun después de que la sangre cayera sobre él, nuestros corazones, si están en gracia y llenos de fe y de amor hacia Jesús Eucaristía, se fusionan, como si fueran uno solo, con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. No recibamos, por lo tanto, de forma indiferente, mecánica y fría a la Eucaristía, sino con un corazón en gracia, lleno de piedad, de amor y de fe, para que nuestros corazones, fundidos en la Eucaristía, sean uno solo con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.




[1] Como antecedente del milagro de Bolsena-Orvietto, sucedió que hacia el siglo XIII, una religiosa, la hermana Juliana de Liege experimentó en varias ocasiones la visión de la luna con una línea negra. En una de esas tantas experiencias, sintió la voz de Jesús que le decía que la luna representaba al año litúrgico con todas sus fiestas, pero que esa línea negra indicaba la ausencia de una fiesta que honra a la Eucaristía. La hermana Juliana –hoy beata- hablaba de estos hechos con el padre Santiago Pantaleón, quien luego sería el Papa Urbano IV.
[2] Al año siguiente, el Papa Urbano IV  redactó la bula papal, Transiturus, la cual fue publicada el 11 de Agosto de 1264. Con esa bula instituyó la fiesta de Corpus Christi en honor del Santísimo Sacramento, la Eucaristía. 

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