sábado, 15 de julio de 2017

“El sembrador salió a sembrar”


(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2017)

         “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). En esta parábola, Jesús presenta la figura de un sembrador que “sale a sembrar”, esparciendo la semilla. Sin embargo, la suerte de las semillas es muy distinta unas de otras: unas, según Jesús, “caen al borde del camino y los pájaros las comen; otras caen en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, por lo que brotan en seguida, porque la tierra era poco profunda, pero se queman cuando sale el sol, por falta de raíz y se terminan secando; otras, caen entre espinas, que terminan por ahogar a las semillas que crecieron; por fin, unas caen en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta”.
Es el mismo Jesús quien da la explicación de la parábola: el sembrador es Dios Padre; la semilla que siembra, es su Palabra, es decir, su Hijo Jesús, Dios encarnado; los distintos tipos de terrenos en los que cae la semilla, son los distintos tipos de corazones en los que es recibida la Palabra: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
Es decir, significa que, en unos, las preocupaciones, las tribulaciones que siguen a la recepción de la Palabra, las seducciones del mundo y del demonio, las tentaciones consentidas, la semilla de la Palabra no germina, por lo que no da fruto, es decir, el alma asiste a Misa, lee la Palabra, comulga, pero no da frutos de santidad, de bondad, de paciencia, de humildad, de justicia, porque no tiene arraigada la Palabra en su corazón.
         En otros, en cambio, en donde la gracia está presente, la semilla de la Palabra arraiga, hecha raíces y crece, hasta formar un Árbol, el Árbol de la Vida, la Cruz de Jesús, y así el corazón queda configurado a Nuestro Señor Crucificado, y da frutos de santidad: bondad, paciencia, humildad, fortaleza ante las tribulaciones, configuración con Cristo crucificado. Aquí está entonces la sencilla prueba que podemos hacer para saber si la Palabra de Dios, sembrada por el Padre en nuestros corazones, ha crecido o si, por el contrario, en nuestros corazones no hay más que suelo pedregoso, espinas y sol calcinante: si somos capaces de perdonar en nombre de Jesús a nuestros enemigos; si somos capaces de llevar la cruz, negándonos a nosotros mismos, para morir a la vida del pecado y nacer a la vida de la gracia; si somos capaces de pedir la gracia de morir –literalmente- antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, porque amamos la gracia más que a nuestras propias vidas; si consideramos las humillaciones recibidas, las tribulaciones, dolores y enfermedades que sufrimos, como un inmerecido don del Amor de Dios que nos configura a Jesús, herido, humillado y dolorido en la cruz, y damos gracias por estos dones, en vez de renegar de ellos; si apreciamos el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, más que a nuestros deseos mundanos y más que a nuestra propia vida y damos gracias por este don celestial, entonces, sí, podemos decir que la semilla de Dios ha germinado en nuestros corazones y ha dado el fruto del Árbol de la Vida, la Santa Cruz, que nos configura con Jesús crucificado. Mientras tanto, si no observamos nada de esto en nosotros mismos, entonces nuestros corazones no son más que terreno pedregoso, en el que sólo crecen cardos y espinos, los malos sentimientos y pensamientos, en donde sólo moran los cuervos, que como aves carroñeras representan a los ángeles caídos, y en donde el sol calcinante del mediodía brilla en lo más alto, como símbolo de la ausencia de la frescura del Divino Amor. La parábola nos invita, entonces, a preguntarnos acerca de qué clase de terreno es nuestro corazón: si pedregoso, cubierto de cardos y espinos, poblado de aves que no dejan germinar y crecer la semilla de la Palabra de Dios o, si por el contrario, es un terreno que, por la gracia, es fértil y por lo tanto permite que la semilla, que es la Palabra, se arraigue, crezca y dé frutos de santidad.


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