viernes, 22 de septiembre de 2017

“Id también vosotros a mi viña”


Parábola de los trabajadores de la viña.

(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2017)

“Id también vosotros a mi viña” (Mt 20, 1-16). La parábola se entiende mejor cuando a los personajes y elementos naturales que se encuentran en ellas, se les da valor de analogados y se los reemplazan por bienes y elementos sobrenaturales. Así, el dueño de la vid es Dios; la vid es la Iglesia; los jornaleros son los bautizados que reciben la gracia de la conversión –estar bautizado no es sinónimo de conversión-; la paga del dueño de la vid –un denario-, igual para todos, es la bienaventuranza eterna en el Reino de los cielos; las distintas horas en las que los jornaleros son contratados, representan las distintas edades de la vida en las que los bautizados, o bien son llamados a trabajar en la Iglesia por la salvación de las almas, o bien son llamados ante la Presencia de Dios y reciben la gracia de la conversión perfecta del corazón, la contrición, que les granjea la entrada en el Reino de los cielos. Por último, los jornaleros que ya estaban trabajando en la viña y se enojan porque los otros jornaleros reciben la misma paga que ellos –esto es, el Reino de los cielos-, representa a los católicos duros de corazón que, estando en la Iglesia desde hace tiempo, no han progresado sin embargo en la caridad, y no aceptan, ni a los nuevos conversos, ni a los pecadores que se convierten a último momento. Si fuera por ellos, el Buen Ladrón, por ejemplo, que se arrepiente a último momento de su vida terrena, instantes antes de morir, recibiendo así el premio del Reino de los cielos por Jesús mismo en Persona, no debería haberse salvado, porque según estos católicos duros de corazón, ni se merecen el cielo por ser pecadores, ni Dios puede ser tan misericordioso que no los castigue.
Entonces, con la parábola de un dueño de una vid, que contrata a obreros a diferentes horas del día, pagando a todos un mismo salario, Jesús grafica no solo el Reino de los cielos –que es la paga dada a quienes trabajan en su Iglesia-, sino la inmensidad de la Misericordia Divina, que se ofrece gratuitamente a todos los hombres pecadores, de todas las edades –simbolizados en los distintos horarios en los cuales los jornaleros son contratados-, lo cual significa que “Dios no hace acepción de personas” (Rom 2, 11; Hch 10, 34), ya que lo que busca en el hombre es el arrepentimiento sincero, la contrición del corazón y el deseo de no volver a pecar, sin fijarse en la inmensidad del pecado que estos hombres puedan haber cometido. Pero en la parábola están representados también otra clase de hombres: son aquellos católicos que, estando en la Iglesia desde hace tiempo, se escandalizan y se ofenden porque Dios conceda misericordia a quienes ellos mismos, en su soberbia, consideran que son indignos de la misma, con lo cual, así, se ponen en el lugar de Dios mismo, se auto-nombran jueces de Dios y del prójimo, demostrando la total falta de caridad en sus corazones, caridad que debería rebosar en ellos, al estar desde hace ya un tiempo considerable en la Iglesia.


En esta parábola Jesús habla por lo tanto de dos grupos de personas: de paganos que se convierten e ingresan en la Iglesia; de bautizados neo-conversos que comienzan a ir a la Iglesia, o también de católicos que, luego de toda una vida alejados de Dios, en el último momento reciben la gracia de la conversión final y se salvan, a pesar de haber sido, incluso, hasta criminales. Al respecto, es conocido el caso de un homicida sentenciado a muerte –llamado Henri Pranzini- que poco antes de recibir la pena capital se convirtió por las oraciones de Santa Teresita del Niño Jesús[1]:  ; vale también el ejemplo del Buen Ladrón, que se convierte antes de morir y así entra en el Paraíso, llevado por el mismo Jesús en Persona: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
         Pero Jesús también se refiere a quienes, siendo católicos, y estando en la Iglesia desde hace tiempo, reaccionan de un modo inapropiado para un hijo de Dios, ante la llegada de los nuevos conversos, o también aquellos que se escandalizan de que un asesino –por supuesto, previa conversión-, pueda recibir el perdón de Dios y llegar al cielo.
         Este segundo grupo, el de los católicos que se ofenden y escandalizan por la gratuidad de la Misericordia Divina, es puesto en evidencia en la parábola, constituyendo el ejemplo contrario a cómo debe ser un católico: en vez de alegrarse porque un pagano se convierte, o porque un neo-converso abandona su vida mundana y se acerca a los sacramentos, o porque un criminal se convierte a último momento y evita así su eterna condenación, salvando su alma, estos católicos, duros de corazón, se molestan y se muestran agrios y despectivos hacia sus hermanos en religión. Con esa actitud, se comportan como el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo quien, lejos de alegrarse porque su hermano, que estaba perdido, había sido encontrado, se molesta porque no es a él, que ha cumplido siempre con su padre, a quien homenajean, sino que es homenajeado el que malgastó la fortuna. Estos católicos muestran así que no comprenden la Misericordia Divina y no lo hacen, porque en el fondo se relacionan con Dios según sus propios límites naturales, sin poder trascender y por lo tanto, sin comprender a Dios, quien por otra parte, solo puede ser comprendido en su Trinidad de Personas y en su infinita misericordia, solo por la luz del Espíritu Santo. A estos católicos, duros de corazón para con su prójimo, les falta la luz del Espíritu Santo y si les falta la luz, les falta también el Amor, porque “Dios es Amor”.
         Dios castiga, sí, y con el infierno eterno, pero en la eternidad; en esta vida, hasta el último instante de nuestra vida terrena, solo derrama sobre nosotros la Misericordia Divina que, como un océano sin límites, infinito, brota de su Corazón traspasado en la Cruz, Presente real, verdadera y substancialmente en la Eucaristía. Como le dijo a Sor Faustina Kowalska, para castigar, tiene toda la eternidad –es por eso que decimos que Dios sí castiga, pero en la eternidad-; mientras tanto, mientras dure nuestra vida terrena, Dios nos ofrece su misericordia. No rechacemos la Divina Misericordia, cerrando nuestros corazones a los hermanos pecadores que, por gracia de Dios, reciben la contrición perfecta del corazón. Si así hacemos, de creernos justos, pasamos a ser injustos y merecedores, entonces sí y nosotros mismos, del castigo eterno. Alegrémonos no por el pecado de nuestros hermanos, sino por la gracia de la conversión que, por la Misericordia de Dios, reciban, sin importarnos lo que no debe importarnos; no tomemos a mal que Dios sea Bueno; no tomemos a mal que Dios sea infinitamente misericordioso, porque así como nos llamó a nosotros, siendo pecadores, así quiere llamar a todos los pecadores del mundo, a los pies de su Cruz y de su Presencia Eucarística para que, recibiendo la gracia de la contrición perfecta del corazón, lo amen y lo adoren, en el tiempo y en la eternidad. Tengamos mucho cuidado en nuestros juicios hacia el prójimo, no sea que, creyéndonos los primeros, seamos en realidad los últimos.




[1] “En el año 1887, al oír hablar de un asesino que ha dado muerte a tres mujeres en París, reza y se sacrifica por él queriendo, a todo precio, arrancarlo del infierno. Henri Pranzini es juzgado y condenado a morir guillotinado pero, en el momento de morir, besa el crucifijo. Teresa llora de alegría: su oración ha sido escuchada. Lo llama su primer hijo”. Cfr. http://www.corazones.org/santos/teresita_lisieux.htm El asesino confeso, que hasta segundos antes de su muerte no había dado señas de arrepentimiento, y tampoco se había confesado, al terminar de subir las escaleras que lo conducían al patíbulo, se dio vuelta, y besó con piedad tres veces el crucifijo que le ofrecía el sacerdote capellán. Era la señal de la conversión que Santa Teresita había pedido a Dios. Así lo narra ella misma: “My God, I am quite sure that Thou wilt pardon this unhappy Pranzini. I should still think so if he did not confess his sins or give any sign of sorrow, because I have such confidence in Thy unbounded Mercy; but this is my first sinner, and therefore I beg for just one sign of repentance to reassure me  (…)  The day after his execution I hastily opened the paper…and what did I see? Tears betrayed my emotion; I was obliged to run out of the room. Pranzini had mounted the scaffold without confessing or receiving absolution, and…turned round, seized the crucifix which the Priest was offering to him, and kissed Our Lord’s Sacred Wounds three times. …I had obtained the sign I asked for, and to me it was especially sweet. Was it not when I saw the Precious Blood flowing from the Wounds of Jesus that the thirst for souls first took possession of me? …My prayer was granted to the letter”. Cfr. http://www.catholicworldreport.com/2014/10/01/the-killer-and-the-saint-pranzini-and-therese/

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