sábado, 28 de octubre de 2017

“Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”


(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2017)

         “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo” (cfr. Mt 22, 34-40). Le preguntan a Jesús “cuál es el mandamiento más grande de la Ley”, y Jesús responde: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. El primer mandamiento es el más importante de todos, y en él están contenidos todos los mandamientos y toda la Ley de Dios, tal como lo dice Jesús: “Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas””.
         Ahora bien, puesto que los judíos ya conocían este mandamiento, se podría aducir que Jesús no aporta nada esencialmente nuevo por medio de la religión cristiana, ya que el primer mandamiento es el mismo, tanto para los judíos, como para los cristianos. Sin embargo, podemos decir que el mandamiento dado por Jesús es tan radicalmente nuevo, que es un mandamiento distinto al que conocían los judíos. ¿Por qué razón? Una primera razón es que cambia el concepto de prójimo: antes eran considerados prójimos solo quienes compartían la raza hebrea y la religión judía; ahora, a partir de Jesús, y con la parábola del buen samaritano como enseñanza, el prójimo del cristiano es todo ser humano, independientemente de su raza y de su credo y, todavía más, el primer prójimo a amar es el enemigo –“Amen a sus enemigos”-, porque la ley del Talión –“ojo por ojo y diente por diente”-, ha sido abolida y suplantada por la ley de la caridad de Cristo Jesús, que manda amar a todo prójimo, incluido el prójimo que es enemigo; la otra diferencia es en el concepto de Dios: para los judíos, se debía amar a Dios Uno, pero no a Dios Uno y Trino, porque no tenían esta revelación acerca de la constitución íntima de Dios, es decir, sabían, también por revelación divina, que Dios era Uno, pero no sabían que era Uno y Trino y de hecho, cuando Jesús les revela que Dios es Trinidad de Personas y que Él es la Segunda Persona que se ha encarnado, no le creen, lo acusan de blasfemia, lo condenan a muerte y lo crucifican. A partir de Jesús, el Dios al que hay que amar es un Dios Uno, sí, pero en el que hay Tres Personas divinas, iguales en honor, majestad, dignidad y poder. La tercera diferencia entre el mandamiento de Jesús y el de los judíos, es el amor con el que se manda amar: los judíos debían amar a Dios, al prójimo y a sí mismos, pero con un amor humano, con todas las características y limitaciones del amor humano; a partir de Jesús, el amor con el que se debe amar a Dios Trino, al prójimo que es todo ser humano, y a sí mismos, es el amor con el que Jesús nos ha amado –“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”-, y el Amor con el que Jesús nos ha amado es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que brota del Padre y del Hijo; es un Amor celestial, divino, sobrenatural, eterno e infinito, y es con este Amor, el Amor que es la Tercera Persona de la Trinidad, con el cual los cristianos deben amar a Dios, al prójimo y a sí mismos. Amar con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es absolutamente distinto a amar con el amor meramente humano, que por ser humano, tiene limitaciones y carencias. En cambio, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es un amor infinito y eterno, es el mismo Dios que es Amor, y es con este Amor celestial y divino, con el cual el cristiano debe vivir el Primer Mandamiento, y es un amor que supera infinitamente el amor humano; de ahí la diferencia esencial con el mandamiento que conocían los hebreos, porque ellos debían amar a Dios, pero con sus propias fuerzas: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu ser”. Era un amor que empeñaba todas las fuerzas humanas –se repite siempre el “todo”-, pero tenía el límite de ser amor humano, que brotaba del corazón humano; el Amor con el que Jesús manda amar, no brota del corazón del hombre, sino del Corazón mismo de Dios Uno y Trino, el Espíritu Santo, el Divino Amor, la Persona Tercera de la Trinidad. Pero además, se agrega otro aspecto, ausente en el mandamiento hebreo, y es el amar “como Jesús nos ha amado”: “como Yo los he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz, y esto solo puede ser vivido por medio del Amor de Dios, el Espíritu Santo.
         “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”. Como podemos ver, solo en la formulación externa el mandato primero es igual entre judíos y cristianos, ya que Jesús introduce novedades tan radicales, que lo convierten en un mandamiento verdaderamente nuevo. Sin embargo, hay cristianos que viven el primer mandamiento como si fueran judíos, es decir, como si Jesús no hubiera cambiado esencialmente al primer mandamiento. Ahora bien, esto no es indiferente, porque el cristiano que vive este mandamiento como si fuera judío, es decir, como si Jesús no le hubiera dado un nuevo mandamiento, solo de nombre es cristiano; es un cristiano que vive con la ley del Antiguo Testamento. Sabemos que hemos quedado en el Antiguo Testamento cuando no perdonamos setenta veces siete, cuando no amamos a nuestros enemigos, cuando no amamos hasta la muerte de cruz, cuando no amamos a Dios Uno y Trino. ¿Dónde obtener la Fuente Increada e Inagotable del Divino Amor, que nos permita vivir el primer mandamiento tal como Jesús nos pide? Recibiendo, con el alma en gracia, a la misma Fuente Increada e Inagotable del Divino Amor, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.


miércoles, 25 de octubre de 2017

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”


El siervo malvado no piensa en la Venida de su Señor, porque no le importa, ni su Juicio Particular, ni el Juicio Final, y por eso le tiene sin cuidado vivir o no en gracia.


“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (Lc 12, 39-48). Con la parábola de un hombre que está preparado porque sabe que el ladrón ha de llegar en algún momento, y con la parábola del administrador fiel, que también sabe que su señor ha de llegar en el momento menos esperado y por eso se mantiene vigil, con la lámpara encendida y en actitud de servicio, actitud que se contrarresta con el administrador infiel, que no se preocupa si su señor ha de venir o no y, además de mal administrar sus bienes –se dedica a comer y a beber hasta emborracharse-, además de maltratar a los otros siervos, Jesús nos advierte acerca de la imperiosa necesidad que tenemos de estar preparados para su Venida, que ha de acaecer con toda seguridad, aunque no sabemos cuándo. ¿De qué Venida se trata? De su Venida hacia nosotros, ya sea en el día de nuestra muerte terrena, en el que Él vendrá a nosotros como Justo Juez y deberemos comparecer ante su Presencia para recibir el Juicio Particular, y de su Segunda Venida en la gloria, al fin del mundo, cuando venga a “juzgar a vivos y muertos” en el Día del Juicio Final. Para ambas Venidas de Jesús –esto es, para nuestro Juicio Particular y para el Día del Juicio Final-, hemos de “estar preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. ¿En qué consiste esa preparación? Jesús mismo nos lo dice: ante todo, la actitud es la del hombre que sabe que ha de venir a su casa “un ladrón” y, si bien no sabe a qué hora llegará, lo que sabe con toda certeza, porque se lo han dicho de fuentes confiables, ha de venir con toda seguridad. La actitud del cristiano, frente a la Venida de Nuestro Señor Jesucristo, sea para el día de su propia muerte, en el que comparecerá ante el Justo Juez en su Juicio Particular, como frente a la Segunda Venida en la gloria, en la Parusía, en la que Jesús llegará para juzgar al mundo en el Día del Juicio Final, debe ser la del hombre que espera al ladrón: no sabe cuándo ha de venir, pero que ha de venir, vendrá sin duda alguna.
Ahora bien, ¿en qué consiste, más específicamente hablando, esta preparación? Nos lo dice San Juan Crisóstomo: “Es a la hora que menos pensáis que vendrá el Hijo del hombre” [1]. Jesús dice esto a los discípulos a fin de que no dejen de velar, que estén siempre a punto. Si les dice que vendrá cuando no lo esperarán, es porque quiere inducirlos a practicar la virtud con celo y sin tregua. Es como si les dijera: “Si la gente supiera cuándo va a morir, estarían perfectamente preparados para este día”. Pero el momento del fin de nuestra vida es un secreto que escapa a cada hombre”. Claramente, San Juan Crisóstomo considera que el consejo del Señor Jesús, de “estar preparados”, se refiere, al menos, a una de las Venidas que hemos mencionado, esto es, el día en el que Jesús llegará a nuestras vidas, en el último día de nuestra vida terrena, sólo por Él conocido, y la forma de estar preparados para ese día es “practicar la virtud con celo y sin tregua”. Podríamos decir que San Juan Crisóstomo nos anima a vivir con esta “tensión escatológica” hacia la eternidad, todos los días de nuestra vida terrena, viviendo en su gracia y cumpliendo sus Mandamientos cada día, como si cada día fuera a ser el último.
Continúa San Juan Crisóstomo, especificando de qué virtudes se trata, esto es, la fidelidad –no atribuirse nada bueno, ya que todo lo bueno que podemos hacer viene del Señor- y la sensatez –la correcta administración de los bienes naturales y sobrenaturales que todos y cada uno, en distinta medida, hemos recibido-: “Por eso el Señor exige a su servidor, dos cualidades: que sea fiel, a fin de que no se atribuya nada de lo que pertenece a su señor, y que sea sensato, para administrar convenientemente todo lo que se le ha confiado. Así pues, nos son necesarias estas dos cualidades para estar a punto a la llegada del Señor”. Y haciendo hincapié en el “mal siervo”, al cual no le interesa si su Señor ha de llegar o no y por eso administra mal los bienes de su Señor –los dones naturales y sobrenaturales concedidos a cada uno-, además de obrar de modo contrario a la Bondad divina, esto es, obrando con malicia, se da con la llegada imprevista de su Señor y recibe de Él el castigo que le corresponde, San Juan Crisóstomo, parafraseando al Señor, nos advierte también a nosotros: “Porque mirad lo que pasa por el hecho de no conocer el día de nuestro encuentro con él: uno se dice: “Mi amo tarda en llegar””. El mal servidor actúa contra toda razón, porque lo seguro es que su Señor llegará; su mal comportamiento refleja en el fondo desamor, frialdad, desinterés por la llegada de su Señor y, en el fondo, por su propia suerte. Por este motivo, para San Juan Crisóstomo, el servidor bueno y fiel, lejos de la actitud del mal servidor, está continuamente pensando en la llegada de su señor porque sabe que es cierta y, porque lo ama y desea verdaderamente servirlo, está siempre esperándolo, administrando fielmente sus bienes, ya que sabe que su señor “no tardará”: “El servidor fiel y sensato no piensa así. Desdichado, bajo pretexto de que tu Amo tarda ¿piensas que no va a venir ya? Su llegada es totalmente cierta. ¿Por qué, pues, no permaneces en tu puesto? No, el Señor no tardará en venir; su retraso no está más que en la imaginación del mal servidor”. El siervo malvado no piensa en la Venida de su Señor, porque no le importa, ni su Juicio Particular, ni el Juicio Final, y por eso le tiene sin cuidado vivir o no en gracia.
No seamos como el siervo malo, sino como el siervo bueno que, por amor a su señor, está siempre vigil, en actitud de servicio, y esperando su pronto regreso, el día en que vendrá a buscarnos para nuestro Juicio Particular, y la Segunda Venida de Jesús en la gloria.



[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 77 sobre san Mateo.

sábado, 21 de octubre de 2017

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo A – 2017)

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Los fariseos y los herodianos se reúnen para tender una trampa a Jesús y así poder acusarlo, llevarlo a juicio y condenarlo. Para ello, idean la siguiente pregunta: “¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”. La pregunta esconde una trampa, cualquiera sea la respuesta: si Jesús dice que sí hay que pagar, entonces lo acusarán de cómplice con los romanos y por lo tanto, de ser un falso mesías (aunque tanto fariseos como herodianos habían aceptado, hacía ya bastante tiempo, el pago del tributo al Imperio Romano), ya que para ellos el mesías debía liberarlos del yugo extranjero[1]; si dice que no, entonces lo acusarán de sedición, de incitar a la revuelta contra la autoridad romana. La forma de preguntar es sibilina, diabólica, porque al tiempo que lo halagan, con la pregunta, desenfundan el puñal con el cual quieren herir a Jesús. El Evangelio dice así: “Y le enviaron a varios discípulos con unos herodianos, para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”. Pero con lo que no cuentan los fariseos y los herodianos, es que Jesús es Dios Hijo encarnado; por lo tanto, es la Sabiduría divina, que sabe desde toda la eternidad cuáles son sus intenciones y, leyendo en sus corazones, ve la malicia y la doblez que se esconde en ellos, razón por la que, al mismo tiempo que les responde, los trata duramente como lo que son, “hipócritas”, esto es, falsos, mentirosos, insidiosos, calumniadores: “Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?”. Inmediatamente, da respuesta a la insidiosa pregunta, desarmando los argumentos de sus adversarios: “Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto”. Ellos le presentaron un denario. Y Él les preguntó: “¿De quién es esta figura y esta inscripción?”. Le respondieron: “Del César”. Jesús les dijo: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Con esta respuesta, Jesús desarma a sus adversarios e ilumina acerca de cómo debe el cristiano conducirse no solo con respecto a las autoridades terrenas, sino también en su vida espiritual.
“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. ¿Qué es lo que le pertenece al César, y qué es lo que le pertenece a Dios? Al César –el mundo- le corresponde el dinero y de tal manera, que quien sirve al dinero –esto es, le entrega su corazón y su vida-, no puede servir a Dios: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13). El mandamiento de Jesús de “dar al César lo que es el César”, está íntima y estrechamente emparentado a esta advertencia: “No se puede servir a Dios y al dinero, porque amará a uno y aborrecerá al otro” y esto lo vemos cotidianamente, puesto que quien adora al dinero y no a Dios, es capaz de cometer los peores crímenes, los peores delitos, las peores abominaciones, con tal de ganar dinero. Valgan solo como ejemplo, los médicos que por dinero realizan abortos; los inmorales traficantes que por ganar dinero destruyen personas, familias y sociedades enteras; los inmorales sicarios, que por dinero asesinan gente, tomando a esto como un “trabajo”; los políticos corruptos, que por obtener dinero ilícito de las arcas públicas del Estado y del pueblo, no dudan en cometer innumerables delitos; los políticos, jueces, abogados, que por dinero son capaces de promulgar las leyes más inhumanas, como el aborto, la eutanasia, el suicidio asistido, la fecundación in vitro; los que, para ganar dinero, hacen pactos con el Demonio, o los que se dedican a la brujería, el ocultismo y el satanismo, para ofrecer a los demás el modo de hacer esos pactos. "El dinero compra conciencias", dice el Talmud, y es así que por dinero, los hombres pueden llegar a los más infames y perversos delitos, como la traición a Dios -como en el caso de Judas Iscariote, que por dinero entrega a Dios Hijo encarnado-, o la traición a la Patria, como quienes atentan contra su integridad territorial, cultural y religiosa por medios físicos, como la guerrilla, o por medios intelectuales, propagando sistemas ideológicos intrínsecamente perversos, como el comunismo o el liberalismo, y así, innumerables ejemplos más. El que sirve al dinero, sirve al Demonio, porque el dinero es, según los santos, “el estiércol del Diablo” y puesto que en el corazón humano no hay lugar para dos, sino para uno solo, o se adora a Dios Trino, o se adora al Diablo, representado en el dinero mal habido.
“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. El César, cuya efigie se encuentra en la moneda, es decir, en el dinero, representa el mundo y el poder que mueve al mundo, que es el dinero y en este sentido es que dice Jesús que al mundo hay que darle lo que le pertenece: darle al mundo el dinero, en el sentido de despojarse del dinero mal habido, pero sobre todo, hay que despojarse de todo lo que el dinero simboliza y concede: poder mundano, éxito mundano, riquezas terrenas, influencias, vida agitada y dominada por las pasiones. Hay que darle al César todo lo malo que el dinero proporciona; eso le pertenece “al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido de no quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
Entonces, al César –esto es, al mundo, al Príncipe de este mundo-, el dinero, que es lo que le pertenece; a Dios Uno y Trino –nuestro Creador, Redentor y Santificador- lo que le pertenece y lo que le pertenece son nuestro ser, nuestras almas, cuerpos y corazones, porque Él nos creó, Él nos redimió en la Cruz y Él nos santificó por el Espíritu Santo, y esa es la razón por la cual debemos entregarle a Dios todo lo que somos y tenemos, y esto significa entregarle desde la respiración hasta el más pequeño pensamiento, porque no nos pertenecemos, sino que le pertenecemos a Dios. Y la mejor forma de dar a Dios lo que es Dios, es decir, nuestro ser entero, es ofreciéndonos junto a Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar, para unirnos a Él, que es la Víctima Inmolada, como víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, para la salvación de nuestros hermanos.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 442.

jueves, 19 de octubre de 2017

¡”Ay de ustedes doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden”



¡”Ay de ustedes doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden” (Lc 11, 47-54). Jesús les reprocha a los fariseos y a los doctores de la Ley que “se han apoderado de la llave de la ciencia”, que “No han entrado” y “a los que quieren entrar, se lo impiden”. ¿Qué significa esto? Que ellos, en cuanto depositarios de la Verdad divina en cuanto a Dios –eran el único pueblo de la Antigüedad que creía en un Dios Uno y no en muchos dioses-, habiendo tenido este conocimiento, sin embargo, no lo han aplicado en sus vidas, porque no se han comportado como adoradores del Dios Uno y Verdadero, que es Bueno y que es Padre misericordioso. Y la prueba es que se han convertido en homicidas, que han asesinado a los profetas enviados por este mismo Dios. Se han apoderado de la Verdad de Dios, no la han vivido y no se han preocupado por transmitir a otros esta Verdad, convirtiéndose incluso en homicidas.

¡”Ay de ustedes doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden”. El mismo reproche nos dirige Jesús a nosotros, en cuanto cristianos cuando, sabiendo las verdades de la Fe –esto es “apoderarse de la llave de la ciencia”-, sin embargo, con nuestro anti-testimonio de vida –cuando así sucede-, no entramos en la Sabiduría divina ni dejamos a los otros entrar, porque no damos testimonio cotidiano de ser verdaderamente cristianos. Y, todavía peor, nos convertimos en homicidas de nuestros prójimos cuando, con la lengua, lo destrozamos sin piedad, haciendo juicios temerarios y colocándonos en el lugar de Dios, que es el único que puede juzgar las conciencias. No seamos como los fariseos y los doctores de la Ley, y pidamos la gracia de ser verdaderos cristianos, que den con sus vidas, más que con palabras, testimonio de Cristo, el Cordero de Dios.

viernes, 13 de octubre de 2017

“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo A – 2017)

“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?” (cfr. Mt 22, 1-14). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza una parábola en la que un rey “celebra las bodas de su hijo”, para lo cual envía a sus servidores para avisar a los invitados. Sin embargo estos se niegan a ir una y otra vez, despreciando la invitación a las bodas y, todavía peor, maltratando e incluso asesinando a los enviados del rey. Cuando éste se entera, es tal su indignación, que “envía a sus tropas para que terminen con esos homicidas e incendien su ciudad”. Pero como debido a que esto no cancela los planes de boda de su hijo, envía nuevamente a sus servidores, esta vez, a invitar “a todos los que encuentren” en el camino, ya que decide reemplazar al primer grupo de invitados por estos últimos, que “no eran dignos del banquete”. Los servidores del rey cumplen sus órdenes e invitan “a todos los que encontraron, buenos y malos”, llenándose en consecuencia la sala nupcial de convidados. Habiendo iniciado ya la fiesta de bodas, el rey entra en el salón de la fiesta, para ver a los comensales, llevándose una desagradable sorpresa al encontrar “a un hombre que no tenía el traje de fiesta”. El rey lo interroga ante esta falta grave de etiqueta, que supone un desprecio de su hijo y su boda: “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El hombre, ante la majestad del rey y viéndose descubierto en su felonía, permanece en silencio, e inmediatamente el rey da una orden de que sea “atado de pies y manos y arrojado afuera, a las tinieblas, en donde habrá llanto y rechinar de dientes: “Entonces el rey dijo a los guardias: “Átenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”. La parábola finaliza con la advertencia de Jesús: “Muchos son llamados, pero pocos son elegidos”.
         Puede sorprender un tanto la reacción del rey, que parece desmedida, ya que se podría decir que era una persona pobre y que no tenía dinero para comprar el vestido de fiesta; en efecto, podría haber el rey enviado al hombre para que fuera vestido por sus sastres, ya que poseía una sobreabundancia de los mismos. Sin embargo, el rey no admite contemplaciones y, en el colmo de su indignidad, al ver al hombre vestido con ropas raídas y miserables, ordena que inmediatamente sea atado de pies y manos y arrojado fuera del palacio, a las tinieblas, en donde habrá dolor, mucho dolor: “habrá llanto y rechinar de dientes”.
La parábola –y por lo tanto, la actitud aparentemente sin piedad del rey- se explica y se entiende mejor cuando sus elementos naturales son reemplazados por realidades celestiales y sobrenaturales. Así, el rey que organiza un banquete de bodas de su hijo es Dios Padre; el banquete de bodas es tanto la Santa Misa, como el Día del Juicio Final; el hijo es Jesús; las bodas representan la unión nupcial entre Dios Hijo y la humanidad por medio de la Encarnación en el seno virgen de María; los invitados primeros a la boda son el pueblo judío, que se vuelve indigno de la invitación al rechazar al hijo del rey, esto es, al negar a Jesús como su Redentor y Salvador; el segundo grupo de invitados, somos los que, habiendo sido llamados de la gentilidad, fuimos adoptados como hijos de Dios por el bautismo; el salón de fiestas, en donde reina la alegría, la paz, la buena música, la amistad entre los amigos del esposo, es el Reino de los cielos; los guardias del rey son los ángeles. Ahora bien, ¿qué representa el traje de bodas? Sin ninguna dudas, es algo muy importante; es la condición sine qua non para participar del banquete de bodas y a tal punto, que su ausencia justifica la inmediata expulsión del salón del reino. El traje de bodas representa la gracia santificante que, al inherir en el alma, la colma de la belleza, el esplendor, la majestad divinas, volviéndola digna de entrar en el Reino de los cielos. Su ausencia, la ausencia de la gracia santificante –que se nos da por los sacramentos, principalmente Confesión y Eucaristía-, convierte al alma en una verdadera pordiosera, en un indigente que hace años que no se higieniza y que por eso mismo apesta con su olor nauseabundo, desentonando, de forma evidente, con el resto de los convidados y, por supuesto, con el traje de gala del hijo del rey –Jesucristo- y su esposa –la Iglesia-. No tener el traje de gala, esto es, la gracia santificante, en el Día del Juicio Final, equivale precisamente a esto, a que un pordiosero, con sus llagas abiertas y purulentas, con el hedor de años sin higienizarse, pero también con un ánimo contrario a la felicidad de los esposos, ingresa en el salón de fiestas. Se podría argumentar, como vimos, que al rey no le costaba nada, dada su inmensa fortuna, en ordenar a sus sirvientes que higienizaran al invitado de marras y le proporcionaran un vestido de fiesta digno de las bodas de su hijo. Sin embargo, el rey no solo no hace esto, sino que lo expulsa inmediatamente.
¿Cómo se explica esto? Porque la fiesta es el Día del Juicio Final, en donde ya no hay oportunidad alguna de arrepentimiento de las culpas pasadas; el traje de fiesta y la limpieza del cuerpo del invitado, son totalmente gratuitas, ya que es el rey quien lo hace posible, pero al mismo tiempo, es absolutamente libre, ya que nadie puede higienizarse ni ponerse el traje de fiesta, si no lo desea. Y es aquí en donde radica el porqué de la expulsión del indigente: no es por dureza del corazón del rey, que no la hay, sino porque el indigente es así, indigente –miserable, cubierto de heridas purulentas, apestando por la falta de higiene-, por propia voluntad, porque rechazó libre y voluntariamente el traje de fiestas, que es la gracia santificante, y el perfume del “buen olor de Cristo”, y lo rechaza libremente para libremente abrazar su estado de indigencia y de olor nauseabundo, que son representación del pecado mortal. En otras palabras, el invitado a las bodas acude sin el traje de bodas y sin el perfume, y vestido con ropa andrajosa y maloliente, porque libremente eligió morir en pecado mortal y, una vez ante la Presencia de Dios, en su Juicio Particular, ya no hay forma de volver atrás, en el sentido del arrepentimiento de las obras malas.
“Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El traje de fiesta es el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, dice San Agustín[1] y es así, porque este amor sobrenatural se concede al alma junto con la gracia santificante, de manera que podemos decir que el traje de fiesta es tanto el amor de caridad, como la gracia que nos da Jesús. Para no ser sorprendidos sin el traje de fiesta -esto es, el Amor de Dios y la gracia santificante-, en el Día del Juicio Final, como así tampoco en el día de nuestro Juicio Particular, hagamos el propósito de vivir revestidos, todos los días, con el traje de fiesta, la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que se nos dona a través de los Sacramentos de la Iglesia, ante todo la Confesión sacramental y la Eucaristía.



[1]  “¿Cuál es el vestido de boda, el traje nupcial? El Apóstol nos dice:»Los preceptos no tienen otro objeto que el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera»(1Tm 1,5). Este es el traje de fiesta. Pero no un amor cualquiera, pues muchas veces parecen amarse incluso hombres cómplices  de una mala conciencia. Pero en ellos no hallamos ese amor. Pero estos que se someten juntos al bandidaje, a los maleficios, estos que se reúnen comediantes del amor, cocheros y gladiadores, se aman generalmente entre ellos, pero no es la caridad que nace de un corazón puro, de la buena conciencia y de la fe sincera: pues, un amor así es  el traje de fiesta”. Cfr. San Agustín, Sermón 90,5-6.

sábado, 7 de octubre de 2017

Parábola de los viñadores homicidas


La parábola de los viñadores homicidas. Hacia 1035-1040. Codex Aureus Epternacensis. Reichenau, Alemania

(Domingo - XXVII - TO - Ciclo A – 2017)

“(…) el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos” (Mt 21, 33-43). Dirigiéndose a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, Jesús utiliza una parábola en la que el dueño de una viña planta una viña, cava un lagar, construye una torre de vigilancia y la arrenda a unos viñadores y se marcha al extranjero. Al llegar el tiempo de la vendimia, envía a sus servidores para “percibir los frutos”, pero los arrendatarios, actuando con malicia y convirtiéndose en ilegítimos usurpadores, desconocen el título de propiedad del dueño, se niegan a pagar la renta, y golpean a uno de los servidores, a otro lo matan y a otro lo apedrean. El propietario vuelve a enviar a otros servidores, pero reciben el mismo trato violento y homicida que los primeros. Esperando siempre un cambio en el buen sentido, de los viñadores homicidas, el dueño de la vid envía a su hijo, pensando que, al ser su hijo, lo tratarán con respeto: “Respetarán a mi hijo”. Sin embargo, la condición de ser hijo aviva todavía más la soberbia, la avaricia, la codicia y la malicia de los viñadores que ya eran homicidas, ya que es precisamente la condición de ser hijo del dueño y por lo tanto heredero, lo que enciende su malicia y les proporciona la falsa esperanza de que, al matar al heredero, ellos podrán apropiarse ilegítimamente de la viña. Efectivamente, llevan a cabo su plan, se apoderan de él, lo arrojan fuera de la viña y, en el colmo de la malicia, le dan muerte: “Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron”. Jesús finaliza la parábola con una pregunta dirigida a los sumos sacerdotes y ancianos, acerca de cuál será la actitud del dueño de la viña, al enterarse de la muerte de su hijo, y estos le responden que “Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo”. Luego Jesús les advierte que, de proseguir en su vana lucha contra Dios, el Señor les quitará la viña a ellos y se la dará a otros para que “produzcan fruto a su tiempo”.
         La parábola se entiende cuando hacemos una traspolación de los elementos naturales y los reemplazamos por elementos sobrenaturales: el dueño de la viña es Dios Padre; el hijo del dueño, asesinado por los viñadores homicidas, es el Verbo de Dios encarnado; los viñadores homicidas son los sumos ancianos, los sacerdotes, los fariseos y, en general, el pueblo judío, representado en la sinagoga; la viña, el lagar, la torre de vigilancia, es la Nueva Iglesia fundada en la Sangre y el Agua de Cristo, la Iglesia Católica; los enviados por el dueño, que son maltratados y hasta asesinados, son los profetas del Antiguo Testamento, incluido el último de ellos y primero del Nuevo, Juan el Bautista; la muerte del hijo es la muerte de Jesús en la Cruz. Esta es la razón por la que los judíos se sienten directamente aludidos pero, en vez de reaccionar con humildad, se enfurecen contra Jesús y terminan de concretar los planes para matarlo a través de un juicio inicuo.
         Ahora bien, ¿qué son los frutos que espera el dueño de la viña? Es decir, ¿qué son los frutos que espera Dios de los miembros de la Iglesia? Es interesante ver cómo Dios se compara a sí mismo con un viñador, y el viñador, lo que hace con su viña es, precisamente, probar los frutos de esta: se acerca a la viña, elige las uvas que parecen más apetitosas, las prueba y por el sabor determina si son un buen fruto o no. Dios Padre hace lo mismo con la Viña que es la Iglesia y con los racimos de uvas, los fieles, que están unidos a la Viña que es Cristo, Vid verdadera: se acerca, toma un grano de uva, que es el corazón del cristiano, y así como el dueño de la viña espera deleitarse con el sabor dulce de la uva, así Dios Padre espera deleitarse, al probar el corazón del cristiano, con el sabor dulce de la santidad del corazón dada por la gracia, manifestada en la caridad, en la misericordia, en el perdón, en la compasión y en toda clase de obras buenas. Y así como el dueño de la viña se alegra cuando los frutos son buenos, así Dios Padre se alegra cuando, probando los corazones de los cristianos, comprueba la dulzura de la gracia de su Hijo Jesús en ellos. Pero como así también el viñador, al comprobar que una uva está agriada, o acuosa, y ha perdido por completo el buen sabor, y enfadado la deshecha, así también Dios Padre, al probar el corazón del hombre que vive un cristianismo relajado en su fe y en su moral, que vive más para el mundo que para Dios, que se postra ante los ídolos del mundo y no ante la Eucaristía, que tiene en su corazón maldad, envidia, avaricia, soberbia, pereza, gula, y toda clase de cosas malas, se disgusta con este corazón y no lo aprecia como bueno.
“(…) el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos”. El Reino de Dios en la tierra, su germen, la Iglesia Católica, nos fue entregado a los bautizados, para que demos buenos frutos, frutos de santidad, de oración, de misericordia, de caridad, de perdón, de justicia, de paz, de amor cristiano y sobrenatural. Estemos vigilantes, porque si nuestros corazones son juzgados faltos de la dulzura de la gracia de Cristo, seremos dejados de lado de parte del Dueño de la Viña, Dios Padre, y nos sucederá lo peor que le puede pasar a una persona en esta vida, y es ser dejado de lado por Dios, abandonado a su propio yo egoísta y pecador.