viernes, 13 de octubre de 2017

“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo A – 2017)

“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?” (cfr. Mt 22, 1-14). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza una parábola en la que un rey “celebra las bodas de su hijo”, para lo cual envía a sus servidores para avisar a los invitados. Sin embargo estos se niegan a ir una y otra vez, despreciando la invitación a las bodas y, todavía peor, maltratando e incluso asesinando a los enviados del rey. Cuando éste se entera, es tal su indignación, que “envía a sus tropas para que terminen con esos homicidas e incendien su ciudad”. Pero como debido a que esto no cancela los planes de boda de su hijo, envía nuevamente a sus servidores, esta vez, a invitar “a todos los que encuentren” en el camino, ya que decide reemplazar al primer grupo de invitados por estos últimos, que “no eran dignos del banquete”. Los servidores del rey cumplen sus órdenes e invitan “a todos los que encontraron, buenos y malos”, llenándose en consecuencia la sala nupcial de convidados. Habiendo iniciado ya la fiesta de bodas, el rey entra en el salón de la fiesta, para ver a los comensales, llevándose una desagradable sorpresa al encontrar “a un hombre que no tenía el traje de fiesta”. El rey lo interroga ante esta falta grave de etiqueta, que supone un desprecio de su hijo y su boda: “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El hombre, ante la majestad del rey y viéndose descubierto en su felonía, permanece en silencio, e inmediatamente el rey da una orden de que sea “atado de pies y manos y arrojado afuera, a las tinieblas, en donde habrá llanto y rechinar de dientes: “Entonces el rey dijo a los guardias: “Átenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”. La parábola finaliza con la advertencia de Jesús: “Muchos son llamados, pero pocos son elegidos”.
         Puede sorprender un tanto la reacción del rey, que parece desmedida, ya que se podría decir que era una persona pobre y que no tenía dinero para comprar el vestido de fiesta; en efecto, podría haber el rey enviado al hombre para que fuera vestido por sus sastres, ya que poseía una sobreabundancia de los mismos. Sin embargo, el rey no admite contemplaciones y, en el colmo de su indignidad, al ver al hombre vestido con ropas raídas y miserables, ordena que inmediatamente sea atado de pies y manos y arrojado fuera del palacio, a las tinieblas, en donde habrá dolor, mucho dolor: “habrá llanto y rechinar de dientes”.
La parábola –y por lo tanto, la actitud aparentemente sin piedad del rey- se explica y se entiende mejor cuando sus elementos naturales son reemplazados por realidades celestiales y sobrenaturales. Así, el rey que organiza un banquete de bodas de su hijo es Dios Padre; el banquete de bodas es tanto la Santa Misa, como el Día del Juicio Final; el hijo es Jesús; las bodas representan la unión nupcial entre Dios Hijo y la humanidad por medio de la Encarnación en el seno virgen de María; los invitados primeros a la boda son el pueblo judío, que se vuelve indigno de la invitación al rechazar al hijo del rey, esto es, al negar a Jesús como su Redentor y Salvador; el segundo grupo de invitados, somos los que, habiendo sido llamados de la gentilidad, fuimos adoptados como hijos de Dios por el bautismo; el salón de fiestas, en donde reina la alegría, la paz, la buena música, la amistad entre los amigos del esposo, es el Reino de los cielos; los guardias del rey son los ángeles. Ahora bien, ¿qué representa el traje de bodas? Sin ninguna dudas, es algo muy importante; es la condición sine qua non para participar del banquete de bodas y a tal punto, que su ausencia justifica la inmediata expulsión del salón del reino. El traje de bodas representa la gracia santificante que, al inherir en el alma, la colma de la belleza, el esplendor, la majestad divinas, volviéndola digna de entrar en el Reino de los cielos. Su ausencia, la ausencia de la gracia santificante –que se nos da por los sacramentos, principalmente Confesión y Eucaristía-, convierte al alma en una verdadera pordiosera, en un indigente que hace años que no se higieniza y que por eso mismo apesta con su olor nauseabundo, desentonando, de forma evidente, con el resto de los convidados y, por supuesto, con el traje de gala del hijo del rey –Jesucristo- y su esposa –la Iglesia-. No tener el traje de gala, esto es, la gracia santificante, en el Día del Juicio Final, equivale precisamente a esto, a que un pordiosero, con sus llagas abiertas y purulentas, con el hedor de años sin higienizarse, pero también con un ánimo contrario a la felicidad de los esposos, ingresa en el salón de fiestas. Se podría argumentar, como vimos, que al rey no le costaba nada, dada su inmensa fortuna, en ordenar a sus sirvientes que higienizaran al invitado de marras y le proporcionaran un vestido de fiesta digno de las bodas de su hijo. Sin embargo, el rey no solo no hace esto, sino que lo expulsa inmediatamente.
¿Cómo se explica esto? Porque la fiesta es el Día del Juicio Final, en donde ya no hay oportunidad alguna de arrepentimiento de las culpas pasadas; el traje de fiesta y la limpieza del cuerpo del invitado, son totalmente gratuitas, ya que es el rey quien lo hace posible, pero al mismo tiempo, es absolutamente libre, ya que nadie puede higienizarse ni ponerse el traje de fiesta, si no lo desea. Y es aquí en donde radica el porqué de la expulsión del indigente: no es por dureza del corazón del rey, que no la hay, sino porque el indigente es así, indigente –miserable, cubierto de heridas purulentas, apestando por la falta de higiene-, por propia voluntad, porque rechazó libre y voluntariamente el traje de fiestas, que es la gracia santificante, y el perfume del “buen olor de Cristo”, y lo rechaza libremente para libremente abrazar su estado de indigencia y de olor nauseabundo, que son representación del pecado mortal. En otras palabras, el invitado a las bodas acude sin el traje de bodas y sin el perfume, y vestido con ropa andrajosa y maloliente, porque libremente eligió morir en pecado mortal y, una vez ante la Presencia de Dios, en su Juicio Particular, ya no hay forma de volver atrás, en el sentido del arrepentimiento de las obras malas.
“Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. El traje de fiesta es el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, dice San Agustín[1] y es así, porque este amor sobrenatural se concede al alma junto con la gracia santificante, de manera que podemos decir que el traje de fiesta es tanto el amor de caridad, como la gracia que nos da Jesús. Para no ser sorprendidos sin el traje de fiesta -esto es, el Amor de Dios y la gracia santificante-, en el Día del Juicio Final, como así tampoco en el día de nuestro Juicio Particular, hagamos el propósito de vivir revestidos, todos los días, con el traje de fiesta, la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que se nos dona a través de los Sacramentos de la Iglesia, ante todo la Confesión sacramental y la Eucaristía.



[1]  “¿Cuál es el vestido de boda, el traje nupcial? El Apóstol nos dice:»Los preceptos no tienen otro objeto que el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera»(1Tm 1,5). Este es el traje de fiesta. Pero no un amor cualquiera, pues muchas veces parecen amarse incluso hombres cómplices  de una mala conciencia. Pero en ellos no hallamos ese amor. Pero estos que se someten juntos al bandidaje, a los maleficios, estos que se reúnen comediantes del amor, cocheros y gladiadores, se aman generalmente entre ellos, pero no es la caridad que nace de un corazón puro, de la buena conciencia y de la fe sincera: pues, un amor así es  el traje de fiesta”. Cfr. San Agustín, Sermón 90,5-6.

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