viernes, 22 de diciembre de 2017

Solemnidad de la Natividad del Señor


"Adoración de los Magos"
(Matthias Stormer, Siglo XV)

(Ciclo B - 2017 – 2018)

         La Iglesia celebra con una solemnidad el Nacimiento de Jesucristo. ¿Cuál es la razón? ¿Por qué la Iglesia celebra el nacimiento de un niño y lo celebra con tanta solemnidad? La razón es que el Niño de Belén no es un niño más; ni siquiera es un niño al que se pueda decir que es el más santo entre los santos, porque el favor de Dios está con él más que con ningún otro niño santo. ¿Quién es Jesucristo, el Niño de Belén? La respuesta la encontramos, sobre todo, en el prólogo del evangelio según San Juan: es el Verbo del Padre y por lo tanto es Dios de Dios; es Luz de Luz; es el Dador del Espíritu Santo, junto al Padre; es el Creador del universo visible e invisible; es la Sabiduría del Padre; es el Verbo hecho carne. Es el Mensajero prometido en el Antiguo Testamento que trae la paz y la salvación a los hombres; es el Mesías, el Redentor, el Salvador del género humano. El Niño de Belén, Jesucristo, es el Verbo contemplado por San Juan, en su vuelo de águila que se eleva al sol, como habitando en el seno de Dios y siendo Dios desde la eternidad, pero que también como el águila ve, desde el cielo, hacia abajo, es el Verbo de Dios hecho carne, que viene a poner su tienda entre los hombres, uniendo a su Persona divina una naturaleza humana, para luego ofrendarla en sacrificio, en la cruz, por la salvación del género humano. Jesucristo es la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, Palabra que es Sabiduría divina, Luz divina, Amor divino, Misericordia y Justicia divinos, que siendo Dios invisible, al adquirir un cuerpo se hace visible, naciendo como Niño en Belén. El Niño de Belén es la Palabra eterna del Padre, Espíritu Puro, que se reviste de carne, para ser vista y contemplada por los hombres. El Niño de Belén, Jesús de Nazareth, es la Palabra de Dios hecha carne, y se reviste de carne para luego ofrecer su humanidad santísima como sacrificio agradable al Padre en la cruz. El Niño de Belén es Dios eterno entrado en el tiempo, que viene para conducir al vértice espacio-tiempo de los hombres a la eternidad divina, porque a partir de su Encarnación, toda la historia humana y todo el tiempo humano es penetrado e invadido por la eternidad y se dirige hacia su consumación, en el Día del Juicio Final, hacia la eternidad. Él es la plenitud de la Revelación divina y en su humanidad está contenida la plenitud de la divinidad, por eso es que, apareciendo como Niño, la Iglesia lo adora, porque la carne y el alma, la humanidad de ese Niño, es la carne y el alma, la humanidad de Dios. El Niño de Belén es la Vida Increada y la Luz del mundo, porque Él es Luz eterna que proviene de la Luz eterna, que es el Padre, y es por eso que, quien se acerca al Niño de Belén, recibe la Vida divina y la Luz celestial que del Ser trinitario de este Niño Divino brotan, como de su fuente inagotable. El Niño de Belén es Dios y Señor del mundo, de los ángeles y de los hombres; es el Castigador de los ángeles y hombres rebeldes e impenitentes, a la vez que es, en Sí mismo, el Premio inimaginable de dicha, gozo y alegría eternos, para quienes aman a Dios y a su Ley de Amor.
         El Niño de Belén es el Vencedor Victorioso de los tres enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte, porque a todos los vence, de una vez y para siempre, en la Cruz del Calvario, iniciando ya su triunfo con su Nacimiento en Belén, y es por eso que el Belén tiene que ser contemplado a la luz del Calvario, porque es su inicio, como así también el Calvario debe ser contemplado a la luz del Pesebre de Belén, porque el Calvario es la culminación del sacrificio perfecto que comienza en la Encarnación y en el Nacimiento de Belén.
         El Niño de Belén es el Salvador, la Vida y la Luz de los hombres, pero no una luz efímera y creada: Él es la Luz Increada y la Vida Increada, que ilumina nuestras tinieblas y nos concede la participación en su vida divina por medio de la gracia santificante. El Niño de Belén es la Vida y la Luz para la humanidad entera. Es el que revela al Padre, Él y solo Él: “A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado”. Él es el Camino que conduce al Padre, es la Verdad de Dios Uno y Trino, es la Vida Increada que se dona a los hombres para que los hombres tengamos vida eterna.
La Iglesia celebra el Nacimiento del Niño de Belén con una solemnidad, porque el Niño que nace milagrosamente de María –como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después de atravesarlo, dicen los Padres de la Iglesia- es Dios Hijo, es decir, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se encarna y nace como Niño humano, sin dejar de ser lo que Es: Dios de majestad infinita.
Pero algo que debemos considerar es que el recuerdo o memorial que hace la Iglesia no se reduce a un recuerdo o memorial de carácter psicológico, como cuando alguien trae a la memoria a un ser querido, ya que en este caso aquello que es recordado permanece en el recuerdo, en el tiempo pasado, sin hacerse presente en la realidad con su actus essendi, con su acto de ser. En otras palabras, aquel que es recordado, es recordado solo en la memoria, pero de ninguna manera ese recuerdo “trae” al aquí y ahora lo que se recuerda. Por el contrario, la Iglesia, por medio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, y por el poder del Espíritu Santo que en ella actúa, aquello de lo que se hace memoria –de modo particular, en la Santa Misa de Nochebuena-, se hace real y verdaderamente presente, con su Acto de Ser –divino- sobre el altar eucarístico. Dicho en otras palabras, por la liturgia eucarística, es como si la Iglesia “viajara en el tiempo” y se trasladara hasta el Portal de Belén, en el Nacimiento del Señor, o que el Nacimiento del Señor se hiciera presente, en el altar eucarístico, en nuestro “aquí y ahora” de nuestra temporalidad y espacialidad, es decir, vivimos en la actualidad de nuestro siglo XXI una realidad acontecida hace XXI siglos.
         Esta es la razón por la cual, en la Santa Misa de Nochebuena, en la consagración, la Iglesia se postra en adoración, al igual que los Pastores ante el Niño de Belén, porque ese mismo Niño es que el que está en la Eucaristía, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección. Esa es la razón por la cual la Iglesia ofrenda, al igual que los Reyes Magos ofrendaron al Niño Dios incienso, mirra y oro, el incienso de la oración, la mirra de la adoración y el oro del amor, a Jesús Eucaristía, porque Jesús Eucaristía es el mismo Dios Hijo encarnado, nacido milagrosamente en Belén, que renueva y actualiza, por el poder del Espíritu Santo, su Nacimiento milagroso de las entrañas virginales de María Santísima.

Por lo tanto, lo que importa en Navidad, no es “quién es para mí” Jesucristo, sino quién es Jesucristo según el Magisterio de dos mil años de la Iglesia y según la Iglesia, su Magisterio y su Tradición, junto con las Escrituras, el Niño de Belén es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, que prolonga su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía. Por lo tanto, si es Dios, sus Mandamientos –entre otros, cargar la cruz, perdonar siempre, amar al enemigo-, deben ser la luz de mi vida y la guía de mis pasos, de lo contrario, frustraremos el designio de salvación de Dios sobre nosotros. Que nuestros corazones sean como otros tantos Portales de Belén para que el Niño Dios, llevado allí por la Virgen, nazca en ellos y los colme de su luz, de su paz, de su vida y de su gloria.

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